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Por la mañana encontró una foto polaroid entre la panera y el molinillo de café. De él. Durmiendo.
No conseguía acordarse de esa foto. ¿Cuándo y dónde había sido tomada? Tampoco tenía ni idea de por qué la había encontrado. Lo más probable era que Marie la hubiera dejado allí intencionada o fortuitamente.
Sin embargo, él nunca había tenido una cámara polaroid. Y Marie, tampoco.
Llegó a la vivienda de sus padres en Hollandstrasse con el hacha más grande del mercado de materiales de construcción. Mientras recorría las habitaciones, le daba vueltas a la cabeza. Descargar desechos voluminosos ante la fachada del edificio no era buena idea, pues el acceso a la ventana delantera tenía que permanecer despejado. El patio trasero, por el contrario, no lo necesitaba. Decidió utilizarlo como basurero.
Tuvo que hacer astillas lo que no cabía por la ventana de la cocina. Para hacer sitio, arrojó primero al patio por la ventana las sillas y otros objetos manejables. Después la emprendió con el sofá. Tras arrancar el tapizado de los asientos con ayuda de un cuchillo de tapicero y sacar el relleno, comenzó a trocear el mueble. Lo hizo con tanta energía que el hacha atravesó la madera y dañó el suelo. A continuación se contuvo un poco.
Después del sofá le tocó el turno a la estantería. Y luego al armario ropero, a un sillón, a una vitrina, a la cómoda. Cuando arrojó por la ventana los últimos restos, la camiseta se le pegaba a la piel. Jadeaba.
Contempló el cuarto de estar acuclillado en el suelo cubierto de virutas y polvo de madera. A pesar de su desnudez, parecía más confortable que antes.
Hacía mucho que ya no se preocupaba de la dirección única ni de los semáforos en rojo. Viajaba a toda velocidad por Ringstrasse en dirección prohibida. Giró para entrar en Babenberger Strasse que desembocaba en Mariahilfer Strasse.
La principal arteria comercial de la ciudad nunca le había sido simpática. El barullo y el trajín le horrorizaban. Cuando se detuvo delante de un centro comercial sólo oyó el crepitar debajo del capó. El único movimiento en las cercanías procedía de un trozo de papel que el viento desplazaba sobre el asfalto en el próximo cruce. Hacía calor. Trotó hacia la entrada del centro. La puerta giratoria se puso en movimiento.
Tras sacar del armario de una tienda del primer piso dos maletas de viaje, subió por la escalera mecánica a la tienda de electrónica. Le costaba respirar, tan asfixiante estaba el aire. El sol lucía desde hacía días sobre el techo de cristal sin que se hubiera abierto ni una ventana en el edificio.
En la tienda de electrónica abrió las maletas detrás de las cajas. Unos lineales más allá descubrió una videocámara digital cuyo funcionamiento conocía. Había ocho ejemplares de esa marca en el estante. Suficientes. Se dirigió a las maletas con las cajas en las que estaban embaladas las cámaras.
La búsqueda de trípodes fue más difícil. Sólo pudo conseguir tres. Los depositó en la segunda maleta. En ella encontraron también acomodo dos pequeños radiocasettes, amén de cintas vírgenes de audio y vídeo. Cerró la maleta y la levantó. Podía con ella.
Con los aparatos de radio y transistores le costó encontrar los modelos más potentes. Además se llevó una cámara instantánea y otra de repuesto. No olvidó las películas Polaroid.
El aire estaba tan enrarecido que le apetecía marcharse de allí. Se estiró. El trabajo en casa de sus padres y tanto cargar y agacharse le habían provocado una contractura en la espalda. Recordó a su masajista, la señora Lindsay, que ceceaba y hablaba de su hijo.
Se zampó el pescado congelado, acompañado con ensalada de patatas en conserva que tomó a cucharadas. Fregó el plato y la sartén sin esmerarse demasiado. Después desempaquetó. Se dio cuenta de que en la vivienda no había suficientes enchufes para los adaptadores de las cámaras, aunque de todos modos se había propuesto acudir con los aparatos de radio a las viviendas vecinas.
Rompió sin dificultad la frágil puerta de su vecino. A menudo había discutido con él por su costumbre de poner música a altas horas de la madrugada. En consecuencia esperaba entrar en la casa de un joven en la que se apilasen los envases de pizza, las fundas de CDs y la basura. Pero, para sorpresa suya, la vivienda estaba vacía. En uno de los cuartos había una escalera apoyada en la pared. Al lado, un cubo sobre el que colgaba una bayeta deshilachada.
Recorrió las habitaciones, preso de la inquietud. No había visto el menor vestigio de una mudanza.
Cuánto más tiempo meditaba sobre el asunto, más aumentaba su preocupación. ¿Tenía algún significado esa vivienda vacía? ¿Era una demostración de que había pasado por alto algo decisivo?
Registró las demás viviendas de ese piso. Para su sorpresa la mayoría de las puertas no estaban cerradas. Al parecer había vivido entre personas confiadas. Sólo se le resistieron dos puertas de seguridad: ni siquiera con la palanqueta fue capaz de abrirlas. Detrás de todas las demás halló hogares normales y corrientes. Como si sus moradores hubieran salido a la compra.
Regresó a la vivienda vacía con los adaptadores y los acumuladores. Disponía de siete enchufes. En seis de ellos colocó cargadores, el último lo dejó libre para uno de los nuevos radiocasettes. La corriente no estaba cortada, las pantallas brillaban.
Conectó el aparato de radio. Con este modelo se debían captar las emisoras turcas y escandinavas. Seleccionó una frecuencia y aguardó. Transmitió una llamada de socorro, mencionó su domicilio en alemán, inglés y francés. Contó en silencio hasta veinte, después cambió de frecuencia e intentó establecer contacto.
Al cabo de una hora se convenció de que en Europa no existía ningún tipo de comunicación por radio.
Encendió el transistor.
De BBC World hasta Radio Oslo: zumbidos. De Europa Central hasta el Este: zumbidos. De Alemania a Marruecos, Túnez y Egipto: ninguna emisora. Únicamente zumbidos.
El sol estaba ya tan bajo que tuvo que encender la luz de la habitación. Conectó la televisión y puso el vídeo de la Love Parade. Como de costumbre, quitó el sonido. A cambio puso el transistor en la longitud de onda de Radio Vaticano. Zumbidos.
A eso de medianoche se despertó al golpearse dolorosamente la rodilla tras resbalar del sofá. La pantalla mostraba nieve. La radio zumbaba. En la habitación hacía calor.
Con el pesado fusil apoyado en el hombro y el magnetofón en la mano libre, salió al descansillo. Escuchó. Algo le molestaba. Encendió apresuradamente la luz de la escalera y escuchó de nuevo.
Caminó descalzo sobre el frío suelo de piedra hasta la vivienda de al lado. Apartó con el hombro la puerta descolgada y clavó los ojos en la oscuridad frente a él. En ese momento creyó percibir una corriente de aire.
– ¿Hola?
Una estrecha franja de luz procedente del descansillo se proyectaba sobre la puerta que comunicaba la antesala con el cuarto de estar. Parecía entornada.
De nuevo notó una corriente de aire, esta vez en la nuca.
Regresó a su vivienda, dejó el magnetofón. Antes de volver al descansillo miró a izquierda y derecha y aguzó los oídos. Tras cerrar la puerta con llave, se deslizó sigiloso escaleras abajo empuñando el fusil.
Al llegar al tercer piso, se apagó la luz.
Se detuvo, petrificado. Envuelto en la oscuridad escuchaba únicamente su propia e inquieta respiración. No acertó a dilucidar si transcurrían segundos o minutos. Poco a poco logró salir de su inmovilidad. Con la espalda apoyada en el muro, tanteó buscando el interruptor de la luz. La bombilla se encendió con luz mortecina. Jonas permaneció en su sitio, esforzándose por escuchar.
La puerta estaba cerrada. Echó la llave por dentro, a pesar de que desde fuera no se podía entrar sin llave y ésta la tenía él. Atisbo la calle por el cristal. Ni un ruido. Negrura.
De regreso al sexto piso encendió todas las luces de la vivienda contigua, sin soltar el arma mientras tanto.
No recordó haber dejado entornada la puerta entre la antesala y el cuarto de estar. Pero no descubrió nada sospechoso. Todo parecía justo como él lo había dejado. Las ventanas, cerradas. No acertó a explicarse de dónde procedía la corriente de aire.
A lo mejor la corriente y la posición de la puerta de entrada eran imaginaciones suyas.
Introdujo una casette virgen en el magnetofón. Tras anotar la hora, presionó la tecla de grabación. Salió de puntillas de la vivienda.
Los vecinos de la planta poseían sus propios magnetófonos, de manera que no fue necesario utilizar el segundo. En otras siete viviendas colocó una casete en cada magnetófono, conectó la grabación y anotó en un cuaderno tanto la hora como el número de la puerta. Las cintas duraban 120 minutos.
Una vez en casa, cerró la puerta con llave. Rebobinó la cinta de vídeo. El sonido permaneció apagado. Preparó el magnetófono que quedaba, desconectó el transistor que zumbaba y crepitaba junto a la ventana. Se tumbó en el sofá con un vaso de agua, el cuaderno de notas y un lápiz. Siguió con indiferencia el baile silencioso de los berlineses hacia la Columna de la Victoria.
Cuando los párpados le pesaban, consultó el reloj. Pasaba un minuto de las doce y media. Lo anotó y apretó la tecla de grabación.
El cielo volvía a estar sin nubes.
Jonas cargó en el coche las videocámaras y todos los accesorios. Durante la noche había dejado abiertas las ventanillas del Spider, por lo que el aire en el interior no era tan insoportable como otras veces.
Durante el trayecto intentó localizar a alguien por teléfono. A Marie en Inglaterra, a Martina en casa y en la oficina, a la policía, a la ORE a su padre, imaginándose la vivienda en la que en ese momento sonaba el teléfono.
El teléfono de su padre estaba en el pasillo, sobre una pequeña consola, encima de la cual colgaba un espejo, por lo que al telefonear te sentías observado. Ese sombrío pasillo en el que ahora, en ese preciso instante, sonaba el teléfono, era una pizca más frío que el resto de la vivienda. Ese pasillo albergaba los zapatos gastados de su padre. Del ropero colgaba su chaqueta Loden pasada de moda, a la que su madre había puesto parches en los codos. Ese pasillo olía a metal y plástico. En ese preciso instante.
Pero ¿sonaba de verdad, si no había nadie que lo oyera?
No paró delante de Millennium City, sino que entró con el coche en el edificio. Pasó lentamente ante las boutiques, la librería, la joyería, el herbolario, los cafés y restaurantes. Todo estaba abierto, igual que en un día de trabajo normal. Renunció a tocar el claxon.
En los puestos y cafeterías se fijó en lo bien recogidos que estaban. No halló en ellos pan atrasado, ni frutas mohosas, todo estaba limpio y ordenado. La mayoría de los locales de la ciudad estaban así.
Tuvo que apearse delante de la Millennium Tower a la que rodeaban las salas de la City, pues la planta baja no tenía acceso público. Ascendió en la escalera mecánica cargado con el fusil, la palanca y la cámara con sus accesorios. Uno de los ascensores lo condujo hasta la planta veinte de la torre, donde hizo transbordo. El viaje hasta arriba del todo duró un minuto.
Las oficinas alojadas en el piso superior estaban abiertas. Escogió una en la que una ventana panorámica ofrecía la mejor vista de la ciudad. Depositó su carga y cerró la puerta.
Al llegar delante del cristal de la ventana, el panorama lo dejó sin aliento. Ante él había una caída de doscientos metros. Los coches aparcados en la calle eran diminutos, los cubos de basura y los kioscos de periódicos apenas resultaban reconocibles como tales.
Había subido el trípode inútilmente, acercar una mesa a la ventana también servía. Apiló encima unos cuantos libros. Cuando consideró estable la base, introdujo una casete vacía. Emplazó la cámara encima de los libros de manera que su objetivo enfocase los tejados de la ciudad que brillaban al sol. Con una mirada a la pequeña pantalla comprobó si todo estaba bien. Anotó en su libreta lugar, fecha y hora. Después puso en marcha la grabación.
Para la segunda cámara necesitó un trípode. La colocó a la entrada de la catedral de San Esteban, dirigida a la Casa Haas, ante la que los acróbatas desarrollaban sus actuaciones ante los turistas. Nunca le había gustado ese tipo de espectáculos. Temeroso de que uno de los artistas llegase a hablar o incluso cantar para él, pasaba de largo a toda prisa con la cabeza gacha.
Cuando todo estuvo preparado se disponía a conectarlo, pero recordó que aún no había visitado esa iglesia. La catedral de San Esteban era uno de los escasos edificios importantes del centro que no había registrado todavía, un descuido, pues si todavía había personas en la ciudad, era posible que buscasen asilo en el templo más grande.
Después de entreabrir la pesada puerta, entró. Lo primero que notó fue el pesado olor a incienso, que le afectó al pecho.
– ¿Hola? ¿Hay alguien aquí?
Bajo el enorme techo de la catedral su voz desplegó escasa fuerza. Carraspeó. Gritó de nuevo. Los muros devolvieron el sonido. Se quedó quieto hasta que reinó el silencio.
No lucían las velas. La iglesia estaba sumida en una luz imprecisa proyectada por algunas lámparas que pendían del techo. Las numerosas arañas no estaban encendidas. Apenas se percibía el altar mayor.
– ¿Hay alguien aquí? -inquirió a gritos.
El eco fue tan estridente que decidió no gritar más. Vagó de un lado a otro hablando consigo mismo en voz alta.
Después de inspeccionar la iglesia y cerciorarse de que no tenía compañía, dedicó su atención al altar de la Virgen María. Las personas desamparadas casi siempre le dirigían sus súplicas a ella. Allí la mayoría de las velas estaban consumidas y había visto rezar codo con codo a docenas de personas extrañas unas para otras, pasando las cuentas de sus rosarios, apretando los labios contra estampas de santos, llorando. Esa visión le había causado cierta desazón. Apenas se había atrevido a imaginar qué avatares del destino habían conducido a esa pobre gente hasta ese lugar.
Le perturbaba sobre todo el llanto de los hombres jóvenes. Las mujeres también en ocasiones lloraban en público. Pero la visión de hombres de su misma edad dando rienda suelta a sus sentimientos en un lugar de devoción a la vista de todos, le conmovía. Le atormentaba estar cerca de ellos, y sin embargo tuvo que hacer un esfuerzo para no acercarse a uno de ellos y acariciar su cabeza inclinada. ¿Sufría alguno mal de amores? ¿Los había abandonado alguien? ¿Había fallecido alguien? ¿Estaban quizá ellos mismos señalados por la muerte? Allí estaba el dolor, y los turistas japoneses e italianos se deslizaban alrededor, disparando el flash de sus cámaras fotográficas, así lo había experimentado Jonas.
Miró los bancos vacíos ante el altar sin iluminar. Le habría gustado sentarse, pero tenía la impresión de que lo espiaban. Como si alguien esperase eso precisamente.
Recorrió despacio la nave de la iglesia con el fusil encima del hombro, dolorido por la correa. Las figuras de los santos en los muros ofrecían un aspecto irreal. Macilentas y deslucidas, con sus muecas petrificadas le recordaban a los habitantes de Pompeya.
En el colegio había aprendido que bajo sus pies se pudrían los restos de doce mil personas. En la Edad Media el cementerio municipal estaba ubicado allí. Más tarde abrieron las tumbas y encomendaron a los reclusos la tarea de exhumar los huesos y apilarlos junto a las paredes. Recordó que su clase se había quedado muy callada al oír ese relato.
Pasó una barrera para acceder al altar mayor, donde dejó una nota. Colgó otra en el altar de la Virgen. Registró la sacristía. No encontró más que un par de botellas vacías de vino de misa. Nada indicaba cuándo había estado allí alguien por última vez.
La bajada a las catacumbas estaba enfrente de la sacristía. La próxima visita tendría lugar a las tres, anunciaba un horario colocado encima de una especie de disco de estacionamiento. Como requisito se mencionaba un número mínimo de visitantes de cinco.
¿Y si bajaba? La idea no le atraía demasiado. Además para entonces respiraba con dificultad, el olor a incienso le aturdía.
Regresó a la salida. El lugar se extendía ante él como congelado. Las lamparitas alumbraban con su luz mortecina los bancos de madera abandonados. Columnas grises. Altares laterales. Estatuas de santos con rostros herméticos. Altos y estrechos ventanales por los que apenas penetraban los rayos del sol.
El chirrido de las suelas de sus zapatos era el único sonido.
Situó otras cámaras delante del Parlamento, en el palacio de Hofburg, en el puente Reichsbrücke, en una calle del distrito de Favoriten. En el Burgtheater enfocó la cámara hacia los trastos que había apilado en el escenario. La del puente Reichsbrücke apuntaba al Danubio. En Favoriten filmó un cruce de calles. Se dirigió a Hollandstrasse con la última cámara.
Después de haber comido algo, prosiguió su trabajo. Le tocaba el turno al dormitorio. Comenzó de nuevo tirando por la ventana los muebles de menor tamaño, para hacer sitio. Retiró maceteros, sillas, plantas, arrojó a sacos de basura el contenido de las vitrinas. Cuando hubo hecho pedazos la cama, consideró que ese día ya había cumplido y depositó la cámara en el suelo. Tras anotar los datos, presionó la tecla de grabación.
En casa recogió las cintas de audio.
Se sentó en el sofá con un vaso de zumo y una bolsa de patatas fritas. Había dejado el magnetofón sobre la mesa de cristal, al alcance de su mano.
La primera cinta era de la vivienda vacía de al lado. Escuchó durante una hora seguida el silencio que reinaba en las estancias vecinas abandonadas. A veces creía oír algo, pero seguramente se trataba de ruidos que él mismo había causado en las demás viviendas. O pura y simplemente de figuraciones suyas.
Cuando se asomó a la ventana reparó en que era la primera vez desde hacía semanas que se habían levantado nubes de tormenta. Decidió dejar de momento la segunda casete y asegurar las cámaras colocadas al aire libre.
Mientras recorría la ciudad, lanzando de vez en cuando una mirada nerviosa al cielo cada vez más oscuro, recordó que, siendo niño, había realizado experimentos espiritistas llevado por una mezcla de superstición y sed de aventuras inspirada por una vecina medio loca.
La anciana señora Bender, a cuya casa lo enviaban cuando su madre tenía algo que hacer, solía hablarle de sus experiencias con «el más allá» y «el otro lado», del movimiento de mesas, cuando el velador de madera recorría, lanzado, toda la casa con ella y sus amigas, sin que ellas pudieran separar los dedos del tablero, o de los espíritus burlones que habían visitado a su familia durante año y medio porque ella y sus amigas se habían mofado de su existencia. Por la noche las puertas de los armarios se abrían entre crujidos, se oían golpes en la pared y arañazos en la ventana. No todo a la vez. Unas veces ocurría un fenómeno, otras otro.
Rebosante de fervor, ella llevaba la conversación al más allá, de cuya naturaleza la habían informado conocidos con dotes mediúmnicas.
ESTOY AQUÍ CON UNA ROSA EN LA MANO. ACABABA DE PINCHARME CON UNA ESPINA, había comunicado su madre muerta por boca del médium.
VIVIMOS EN UNA HERMOSA CASA CON UN ESPLÉNDIDO JARDÍN, había informado una amiga fallecida.
TODO ES VASTO, Y HAY MUCHAS HABITACIONES, decía un tío. EN EL INTERIOR ESTÁ EL EXTERIOR, Y LO QUE ES ARRIBA ES ABAJO.
Sostenía un sombrero entre sus manos con expresión preocupada, describió el médium. Inquirió si había alguna explicación para lo del sombrero.
Entonces la señora Bender relató por enésima vez que ese sombrero había reposado encima de su cadáver. Que nadie sabía de qué había muerto. Él mismo se había negado a proporcionar ninguna información al respecto. Lo más sorprendente de todo era que nadie, excepto ella y los demás parientes, conocía el detalle del sombrero.
Jonas obedecía complacido la invitación de su madre a jugar una hora en casa de la señora Bender, a pesar de que después, durante unos días, los rincones de la casa le asustaban todavía más. Había escuchado allí muchas cosas interesantes y misteriosas. Por ejemplo: la advertencia de que si se dejaba un magnetofón funcionando por la noche, la cinta grababa las voces de muertos. O que los muertos se hacían de vez en cuando visibles durante una fracción de segundo en la habitación. Que a menudo uno presentía que allí había algo, una sombra, un movimiento, y que haría bien no descartando que había visto un fantasma. Ocurría no pocas veces, añadió.
Además ella le había prometido que se le aparecería después de su muerte para contarle cómo era el más allá, pero debía prestar atención a pequeñas señales. Ella no sabía si podría visitarle con su figura.
Había muerto en 1989.
Desde entonces no había sabido nada de ella.
A lo lejos se oyó una fuerte sacudida. Pisó el acelerador a fondo.
Tras una cierta resistencia miró por el retrovisor. No había nadie sentado. Volvió la cabeza. Nadie estaba detrás de él.
Poco después de guardar en el coche la última cámara que había dejado al aire libre, estalló la tormenta. Aunque no le apetecía volver a circular, decidió, pese a la tormenta, ir a recoger las demás. Primero se dirigió al Burgtheater, después a Hollandstrasse. Allí cerró las ventanas para que la lluvia, que se estrellaba casi en horizontal contra el cristal, no causara daños en la vivienda.
Finalmente paró delante de la Millennium Tower. Subió corriendo por la escalera mecánica empuñando el fusil. Cuando se disponía a entrar en el ascensor, resonó un formidable estampido. Tenía que haber caído muy cerca. La puerta del ascensor se cerró delante de sus narices. No pulsó por segunda vez el botón de llamada. El riesgo de que se fuera la luz y la cabina quedase detenida entre la décima y la vigésima planta se le antojaba demasiado elevado.
En el Nannini se preparó un espresso y se acomodó con la taza ante una de las mesas situadas delante de la puerta. A su derecha estaba la tienda de electrónica de dos pisos. A la izquierda, el acceso a otras zonas comerciales. Delante de él, la escalera mecánica conducía abajo, y a su espalda se alzaba la torre.
Jonas echó la cabeza hacia atrás para alzar la mirada hacia la punta. Apenas se veía, todo estaba borroso. La lluvia repiqueteaba sobre el techo de cristal que cubría el centro comercial.
Solía sentarse con Marie en una de esas mesas. A pesar de que las tiendas de Millennium City no atraían a la clientela más elegante, a ellos les gustaba comprar allí.
Fue al café. Llamó a los parientes de Marie en Inglaterra por el teléfono situado detrás del mostrador. No se oyó nada excepto los extraños timbrazos.
Si al menos se pusiera en marcha el contestador automático de su móvil, escucharía su voz. Pero sólo oía los timbrazos.
Después de haber escuchado la tercera casete de audio se notaba tan cansado que se dio una ducha fría para refrescarse. No había encontrado nada en ninguna cinta. No obstante, tampoco le apetecía acostarse, se moría de curiosidad. Ya dormiría a pierna suelta al día siguiente.
Hacía rato que la ciudad estaba a oscuras. La tormenta había concluido y la lluvia también cesó pronto. Jonas bajó las persianas. En la pantalla bailaban, mudos, los jóvenes berlineses.
Se preparó un bocado. Antes de sentarse nuevamente con el plato en el sofá, se estiró y giró los hombros. Un dolor punzante estremeció su cuerpo de la espalda a la cabeza. Pensó en la señora Lindsay, invadido por la nostalgia.
Poco después de la una colocó la casete número cinco y una hora después la sexta. El radiodespertador marcaba las 3:11 horas cuando Jonas pulsó por séptima vez el play.
Tras haber escuchado esa cinta, cayó en un estado de grave alteración. A la sexta casete comenzó a pasear por el cuarto de estar haciendo ejercicios gimnásticos. No oír nada a pesar de aguzar los oídos resultaba descorazonados No conseguía ahuyentar la impresión de que de su conducto auditivo brotaba un líquido. Cada pocos minutos se tocaba el oído para comprobar si tenía sangre en los dedos.
De un modo más inconsciente que consciente puso la cinta que había registrado su sueño.
Se aproximó a la ventana y separó las lamas de la persiana con dos dedos. Había algunas ventanas iluminadas. La de enfrente la conocía, pertenecía a la vivienda que había visitado.
¿Estaría en ese momento ahí enfrente todo en su sitio?
A las cuatro y media oyó ruidos en la casete.