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17. El país de los truenos

El primer trimestre de Sam en el colegio Tomás de Aquino pasó en un perpetuo crepúsculo. Si Connie y Nev notaron que su hijo estaba ensimismado, lo atribuyeron al nuevo cambio. Ciertamente no adivinaron que su hijo de doce años sufría un sentimiento de culpa propio de un asesino primerizo.

Los tres chicos se habían mantenido alejados, desde el incidente, no solo del bosque Wistman sino también del campo ecuestre, del campo de fútbol y del estanque. Sam estaba seguro de que tan solo era cuestión de tiempo que encontrasen el cuerpo de Tooley, y el crimen los delataría. Cada vez que se bajaba del autobús escolar delante de su casa, esperaba encontrar un coche de policía aparcado sobre el césped y a los dos detectives con libretas bebiendo té en la cocina de su casa. Cada tarde antes de hacer las tareas examinaba las páginas del Coventry Evening Telegraph en busca de crónicas que hablaran de un cuerpo en descomposición desenterrado en el bosque Wistman. Pasaron semanas y meses sin que tales reportajes aparecieran pero eso no hizo que la culpa fuese más soportable. Tan solo hizo que la llamada en la puerta fuese más inevitable.

De manera regular, anticipaba tal llamada a las tres de la mañana todos los días. Sam se despertaba, bañado en sudor, en el momento en el que el llamador de metal caía en mitad de la noche. Se quedaba despierto en la oscuridad, esperando a que sus padres se despertasen o a que sonase un segundo golpe que atronara la casa donde todos dormían. Pero nunca pasaba, y nunca lo hizo. Mientras tanto, sus estudios se resentían.

Terry y Sam habían vuelto a los exploradores la semana después del asesinato de Tooley, pálidos, nerviosos, pero animados por Clive que les había preparado para soltar la historia que debían contar. Sam podía, cuando estaba en compañía de los otros dos chicos, creerse lo que habían ensayado una y otra vez. Pero cuando estaba solo, la verdad de lo sucedido retomaba su forma y volvía a atormentarle.

Aquella primera semana tras los juegos al aire libre, Clive había pedido a Sam que preguntase de manera inocente sobre el paradero de Tooley. Como no pudo, el propio Clive fue hasta la esquina de los Águilas e hizo la pregunta de manera directa.

– No se le ha visto por aquí -dijo Lance de modo cortante-. ¿Por qué quieres saberlo?

De una manera que impresionó profundamente a Sam, Clive consiguió que le brillaran los ojos con un entusiasmo inocente.

– Tenía que darle un cigarrillo.

– Dámelo a mí. Yo se lo daré.

Clive sacó un pitillo arrugado del bolsillo de la camisa y se lo pasó.

– Ahora, largo.

Más tarde Sam consiguió reunir valor para preguntar otra vez. La pregunta, viniendo de uno de los miembros de su devota patrulla, no era inusual.

– Es probable que se haya largado a Londres -dijo Lance crecido en su trabajo de líder en funciones de la patrulla.

Sam pudo sonsacarle que Tooley vivía con su abuelo, un anciano que sufría de alzhéimer. Fue el abuelo el que sugirió que Tooley se había ido a Londres, aunque su testimonio no era muy de fiar pues a veces no podía recordar el nombre de Tooley o quién era. La historia cuadraba con el punto de vista de Lance, ya que Tooley a menudo había asegurado que un día se montaría en un tren hacia la estación de Euston y, una vez allí, buscaría un empleo como batería de una banda de rock and roll.

– Me iba a llevar con él -añadió Lance con tristeza.

Pasaron las semanas, y los chicos asistían a los exploradores regularmente. Solo Linda sospechaba que algo desagradable había ocurrido. El paseo de ida y vuelta a los exploradores cada martes por la tarde era ahora un abatido caminar que se producía en su mayor parte en silencio. Linda, con su ropa azul inmaculada y almidonada, intentaba animarlos con su cháchara o con preguntas sobre lo que habían conseguido aquella tarde, pero era imposible. Le pareció extraña la extrema reticencia de los chicos. Pensó que el asistir a los exploradores no era para ellos nada agradable pero que seguían haciéndolo por algún propósito inescrutable y oscuro. No podía adivinar, mientras intentaba bromear sobre las insignias o preguntar sobre nudos marineros, lo que había en sus corazones.

Lance pronto lo dejó, y los otros dos chicos de la patrulla Águila fueron ascendidos a líder y segundo. Se unieron nuevos chicos, y Sam se encontró ascendido en el orden jerárquico de la patrulla. Entonces llegó la noche de la investidura. Los tres fueron investidos juntos tras haber pasado todas las pruebas de novatos: observación, nudos y hogueras. Les dieron insignias, hicieron juramentos ante la bandera, y fueron saludados por el resto de la tropa.

– Ya está -dijo Clive en voz baja mientras volvían a casa-. Dos tardes más.

– ¿Por qué?

– Oí que Skip se quejaba a uno de los compañeros de que la mayoría de los chicos abandonan al poco de ser investidos. Dos reuniones más y será nuestro turno. Hemos acabado.

– ¿Qué es lo que estáis diciendo? -quiso saber Linda, que estaba esperando a que la alcanzasen.

– Exploradores -dijo Terry al instante-. Estábamos diciendo que las reuniones son muy divertidas.

Se acercaban las vacaciones de Navidad. Sam estaba en la desordenada cola de escolares que esperaban a que el autobús los llevara a casa tras el colegio. Su mente, como casi siempre, no estaba en aquel lugar lleno de gritos y bromas de los muchachos. Se preguntaba si aquella noche sería la noche en la que los dos detectives estarían sorbiendo la segunda taza de té en el momento en que entrase. Y especuló sobre por qué no lo había visitado la duende tras la extraordinaria noche que siguió al asesinato de Tooley. De repente lo empujaron por detrás.

Se le cayeron las gafas. Por suerte las cogió con un movimiento reflejo.

– Perdón -retumbó una sarcástica voz femenina en sus oídos.

Cuando por fin consiguió colocarse las gafas todo lo que pudo ver fue a una chica que volvía al final de la desordenada cola. Cuando llegó al extremo de la serpenteante hilera, se giró y lo miró bajo un largo flequillo de pelo castaño.

Era la chica de la equitación. La amazona. Parecía diferente, más joven con el uniforme escolar. El pelo, liberado de la coleta, caía en cascada sobre los hombros, y tenía el flequillo cortado en línea recta sobre las oscuras cejas. El dobladillo de la falda plisada gris del uniforme se detenía en un punto no reglamentario a varios centímetros sobre las rodillas, y cuando se retiró la rebeca para colocarse una elegante y lánguida mano sobre la cadera, la acción pareció mostrar un contorno de muslo demasiado delgado para los leotardos negros. La expresión de su rostro mientras miraba a Sam no era ni hostil ni amistosa.

Sam apartó la mirada. De manera instintiva se llevó los dedos a las orejas pues las sentía arder. Sabía que se había puesto todo rojo por la timidez. Fue un alivio que llegara el transporte escolar y pudiese unirse al tumulto que empujaba por subirse al autobús. Tomó asiento mientras se preguntaba qué hacía ella allí. Conocía todos los rostros que normalmente iban en el autobús, y el de ella no pertenecía a esa clase.

Cuando llego su turno de subir al autobús se detuvo en el pasillo. Por un horrible instante Sam pensó que se iba a sentar junto a él. En su lugar, bajó la cabeza en su dirección y se colocó muy cerca. Tenía unos pómulos prominentes y los ojos azules, profundos. Los largos cabellos le rozaron de forma ligera el brazo mientras le hablaba al oído:

– Te vi aquel día.

Entonces se marchó avanzando hacia el fondo del autobús.

La chica se bajó una parada antes que Sam, a unos quinientos metros de su casa. Luchó contra la tentación de mirar por la ventana cuando el autobús arrancó, pero en vano. Ella le daba la espalda con la mochila sobre los hombros y caminaba en dirección opuesta.

La concesión de Skelton a las decoraciones navideñas era una lánguida guirnalda verde clavada en la pared que formaba una fofa ola tras su cabeza. Solo había una tarjeta de felicitación sobre la mesa. Fumaba en pipa mientras miraba por la ventana cuando Sam entró. -Siéntate, muchacho, siéntate.

Skelton tenía la costumbre de morder muy fuerte la boquilla de la pipa, por lo que siempre mostraba los dientes. Algunos días llevaba un traje de espiguilla y otros un jersey de lana de Aran color hueso muy ancho. Hoy parecía sentirse informal, porque era uno de esos días de jersey de Aran. Tenía las mejillas hinchadas y coloradas, y el cuello como una langosta hervida. Se balanceó ligeramente al acercarse desde la ventana antes de sentarse sobre el borde del ancho y abrillantado escritorio, con los pies colgando, y mostrando unos centímetros de pierna peluda entre los calcetines Argyle y los pantalones de pana.

– Están los que muerden cosas y los que mojan la cama -dijo a través de una bocanada de humo de pipa.

Sam alzó la mirada.

– Están los que muerden y los que mojan la cama. ¿Cuál de ellos eres tú?

Sam bajó los ojos.

– Eso es lo que me llega, muchacho. Los primeros llegan a ser el típico psicópata de andar por casa, los otros se hacen poetas, que Dios nos asista. ¿Has mojado la cama últimamente? ¿Has mordido a alguien en la cara quizá?

– No.

– ¿No? El chico dice no. ¿Le creo? Sí. ¿Por qué? Todavía no me ha mentido.

Skelton agitó la pipa ante un auditorio imaginario. Sam quedó tan convencido que tuvo que mirar por encima del hombro para asegurarse de que no había nadie más en la habitación.

– Bueno, mira, hay un jovenzuelo, Timmy Tortuga (no es su nombre real, así que no vayas a contárselo a tu mamá) que estuvo aquí ayer mismo. Levántate y echa un vistazo a la silla en la que estás sentado. Levántate y mira.

Sam hizo lo que le decía. Una enorme mancha oscurecía la tapicería.

– No te preocupes. Está seco. Este Timmy Tortuga, de catorce años, aún se orina en la cama cada noche. Y de pronto mientras estoy hablándole sobre ello, de manera agradable y amistosa como ahora contigo, va y se mea en los pantalones de nuevo. En mi silla.

Skelton cerró la mandíbula sobre la pipa. Los dientes rechinaron contra la boquilla, y chupó concienzudamente. Se arrancó la pipa de la boca y dijo:

– También está Mickey el Glotón. Mordió a su madre, no tiene padre, ¿comprendes?, después a su hermana, a su hermano, a su tía, a la enfermera, a su profesor. Entonces, como no le dejé que me diera un bocado, se puso a probar la pata de la mesa.

Apuntó con la boquilla de la pipa. Sam pudo ver con claridad las marcas donde la chapa de la mesa había sido mordida hasta penetrar en la madera interna.

– Así que, muchacho, ¿por qué te cuento esto? Porque estoy pensando, si el chico no muerde y no moja la cama, y no encaja en ninguna de las otras categorías menores que he diseñado con el paso de los años, entonces, ¿por qué en nombre de Dios santo viene a verme?

Skelton se inclinó hacia delante y puso su cara a escasos centímetros de la de Sam. El chico recibió una dulce y agria ráfaga de olor a güisqui y tabaco. Los ojos del psiquiatra estaban inyectados en sangre. Había venillas rojas a ambos lados de la nariz.

– ¿Puedes contestarme a eso?

– No.

– Dice que no. No. Verás, tenemos a Mickey el Glotón. Pues bien, tan cierto como que Dios creó manzanitas verdes, que nuestro Mickey tiene un gran futuro como maníaco homicida. Nada que yo pueda hacer va a cambiar eso. Ya está arraigado. Y Timmy Tortuga va a ser un versificador llorica, que según yo lo veo es incluso peor. Encerraría a todos los poetas llorones junto con los asesinos si de mí dependiese. Pero, de nuevo, no puedo hacer nada al respecto. De modo que el asunto es, muchacho, si sé cuál es el problema con estos dos chicos y no puedo hacer nada al respecto, ¿qué se supone que voy a hacer contigo, cuando no sé nada de tu problema?

– No lo sé -dijo Sam intentando ser de ayuda.

Skelton estiró la mano detrás de él para agarrar una carpeta de plástico. La hojeó sin ningún interés.

– ¿Has visto a ese duendecillo últimamente?

– No.

– Uhm. ¿qué hay de las chicas? -¿Perdón?

– Chicas. ¿Ha aparecido alguna chica? ¿Hay signo de ellas? Sam se encogió de hombros.

– Chicas -dijo Skelton.

Pronunció la palabra con fuerte acento escocés mientras mordía la pipa.

– A ver, creo que tus problemas se acabarán tan pronto como esas chiquillas traviesas entren en escena.

Entonces miró a Sam por largo rato, de manera tan fija que Sam tuvo que apartar la mirada.

La incomodidad desapareció por la aparición de la secretaria de Skelton portando una bandeja de té con galletas.

– ¿Hay algún dulce de jengibre para el muchacho, señorita Marsh? Es Navidad, después de todo, y yo y el joven Sam estamos abriendo nuestros corazones. Cosas de la vida, ¿no es así, Sam?

La señorita Marsh dejó la bandeja y miró a Sam como si hubiese sido pillado robando manzanas. Sam se puso rojo.

– Gracias, señorita Marsh, gracias. -Después de que la secretaria saliera del despacho, Skelton continuó-. De modo que nada de chicas, ¿eh? Deberías pensar en hacer algún tipo de movimiento en ese terreno. Consejo, muchacho: el que duda está perdido.

– Quiero confesar -dijo Sam.

– ¿Eh? ¿Qué? ¿Confesar qué?

– Quiero confesar un asesinato.

– ¿Cómo? ¿Ahora eres un asesino? -Sirvió el té y le pasó una taza a Sam.

Entonces metió la mano en el cajón del escritorio, y al retirarla la pasó por encima de su propia taza. Sam oyó que un líquido salpicaba.

– Sí.

– Espera, muchacho. No me malinterpretes. Simplemente porque no muerdas a la gente o mojes la cama eso no te convierte en alguien inferior. No te vas a llevar diez puntos y una medalla de oro conmigo por ser un asesino.

– No. He matado a alguien.

Skelton chasqueó la lengua.

– Te tengo calado, Sonny Jim. No creas que me dejé engañar por la cruz celta y el murciélago saliendo de la tumba. En nuestro negocio a eso lo llamamos llamar la atención. Pero ¿sabes?, yo sabía que tú sabías que yo lo sabía. La razón por la que te retuve es que quiero saber por qué estás tan preocupado por fingir estar perturbado. «Descanse en paz», vaya que sí. Es una cantinela católica y tú eres tan católico como yo.

– Es verdad. He matado a alguien.

El psiquiatra cruzó los brazos y mordió la pipa con fuerza.

– De acuerdo. Te escucho.

Sam, de repente, sintió un peso que se plegaba dentro de él. La habitación se oscureció ligeramente. El reloj sobre el mantel sonaba más fuerte. Se concentró en los centímetros de pierna peluda expuesta sobre los calcetines Argyle de Skelton y pensó en Tooley, enterrado bajo las hojas, en el hueco de un árbol en el bosque. Había ido allí aquel día con la determinación de contárselo a Skelton. Pero ahora, al mirar a aquella carne peluda y escuchar el sonido que hacía al chupar de la pipa, de repente no parecía una idea muy convincente.

Alzó la vista hacia la ventana, medio esperando, medio deseando ver a la duende dándole un consejo. Pero no tenía ninguna ayuda. La duende, que lo había observado a través de la misma ventana en otras ocasiones, no estaba allí.

– Usted me dio la pistola -dijo Sam de repente.

– ¿Qué? ¿Qué te di yo?

– Una pistola. Me la dio la última vez que estuve aquí. Skelton de repente se cansó del juego.

– Muchacho, no te he dado una pistola en mi vida. Por Dios santo, ¿de qué estás hablando?

– ¡La última vez que estuve aquí! -protestó Sam, lleno de indignación.

Skelton sorprendido por el exabrupto de Sam, se rascó la barba.

– Te refieres… -Sopló el humo de una pistola imaginaria.

– ¡Sí!

– ¡Aja! ¡Y funcionó, caramba! ¿Disparaste y conseguiste matarlo?

– Matarla.

– ¿Matarla?

– Se ha transformado en chica.

– ¡Ajá! ¡Ajá! ¿Y ahora está muerta? ¿Muerta por una bala de plata?

Sam agitó la cabeza.

– Volvió. Peor que nunca.

Skelton pareció derrotado. Comprobó su reloj y se comunicó con su secretaria por el interfono.

– Señorita Marsh, prepare otra cita para este chico. Es más listo de lo que pensábamos. -Se giró hacia Sam-. Espero poder despedirme de ti para siempre. Pero escucha, muchacho. Te tengo calado. ¿Me oyes? Skelton te tiene calado.

Se abrió la puerta y la señorita Marsh estaba esperando, la seña habitual para que él se fuera. Aún miraba a Sam como si hubiese sido pillado haciendo algo perfectamente perdonable.

– Y que tengas una feliz Navidad -gritó Skelton.

Sam se giró a tiempo para ver a Skelton morder la pipa y meter una mano en el cajón de su escritorio.

La señorita Marsh cerró la puerta tras él.