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Era el último día del trimestre antes de las vacaciones de Navidad. Sam estaba en la cola del autobús, preparado, listo para que la chica lo sacudiera con la cartera. Todos los días de la última semana lo había empujado por detrás susurrándole «te vi» en el oído antes de volver a la fila. Hoy la esperaba. Estaba listo para responder.
No era que Sam fuese a montar una pelea. En cualquier caso, los empujones eran bastante contenidos, pero aun así había algo intimidante en la chica. Todo lo que sabía de ella era que estaba en un curso superior al suyo, y que cada vez que lo empujaba y le susurraba aquellas palabras, se sentía más desconcertado que amenazado. Lo que le incomodaba más no era lo que decía, ni siquiera la mirada acusadora que le dedicaba. Era algo más. Era su olor.
Siempre había un rastro de champú en sus largos cabellos, y un segundo olor más penetrante, como una fragancia que en nada se parecía a los perfumes de flores que usaban tanto su madre como, desde hacía poco, Linda. Quizá se pareciese más al yogur dulce, pero no, pensó que tenía más un toque salado, no, no, era como un extracto de levadura, no, no, no, la tarea de precisarlo era irritante, pero fuese lo que fuese, poseía el extraordinario poder de paralizarlo, de que se contrajeran sus músculos y su cuerpo se quedara rígido. Y por esto, debido a que siempre se quedaba paralizado brevemente por sus acciones en passant, era tan lento en su respuesta y siempre quedaba como un tonto. Pero hoy estaba preparado.
Ella no vino. El día anterior también había estado preparado, y a pesar de ello, en el instante en que bajó la guardia y apartó la mirada fue cuando lo empujó por detrás. Pero hoy ella parecía no estar. Sam se relajó. Llegó el autobús, se montó y tomó asiento. Justo cuando el autobús iba a salir, la chica subió y se balanceó hasta el asiento al lado de Sam.
Cada nervio de su cuerpo se puso en estado de alerta, cada músculo se tensó de inmediato. Por un instante interminable, Sam dejó de respirar. Sabía que era ridículo, pero se sentía en presencia de un peligro abstracto. La chica mantenía los ojos apartados, mientras jugueteaba con las correas de la cartera para guardar el bono del autobús. Se giró hacia él apartándose el pelo de los ojos.
– ¿Dónde están los pantalones cortos?
Las orejas le ardían.
– ¿Dónde están los estúpidos pantalones de montar y esa escarapela infantil?
– Qué susceptible.
Su rebelde fragancia lo volvía loco. Hacía que le hirviera la sangre. Se vio a sí mismo rascándose el brazo. La cartera le había arrugado la falda alrededor de los muslos. Odiaba su proximidad, quería levantarse del asiento y pasar por encima de ella. Se sentía atrapado.
– La verdad es que ya no voy nunca.
– ¿A los exploradores? Demasiada acción, ¿verdad?
– Se podría decir.
Se quedaron en silencio por un buen tramo. Ella comenzó a tocarse el pelo, un mechón tras otro. Hacía que el perfume manase. Dijo en voz muy baja mientras se miraba el regazo:
– Te vi. -La punta de la lengua tocó el labio superior-. En la cabaña. Oculto.
Esperó un rato antes de contestar. Al menos no era el incidente del bosque lo que había visto.
– No fui yo.
Ahora le miró a los ojos. Sus ojos claros no parpadeaban.
– Pero si te vi.
– Lo sé. Pero yo no lo hice. ¿Por qué coges este autobús?
– ¿Perdona? Tú no eres el único que puede coger el autobús.
– Tan solo me preguntaba…
– Bueno, pues no lo hagas.
Silencio. Miraban hacia delante. El autobús crujía con los cambios de marcha.
– ¿Se lo vas a decir a alguien? -dijo Sam.
– ¿Decírselo a alguien?
– Lo de que me viste. En la cabaña de saltos.
– Pero ¿no has dicho que no fuiste tú?
– Sí. ¿Vas a hacerlo?
– No sé. Puede. Depende.
– Depende, ¿de qué?
– De ti. Todo depende de ti.
Se levantó, se echó la cartera sobre el hombro, y tocó el timbre para que el bus se detuviese. Tras bajarse, no miró hacia atrás, a pesar de que Sam tenía los ojos fijos en ella a través de la ventana.
Después de dejar de ir a los exploradores, todos comenzaron a enfadarse con los Chicos del loquero.
– No sé qué es lo que pasa con vosotros -se quejó Eric Rogers-. Siempre andáis alicaídos, nunca vais a ninguna parte. ¿Qué mosca os ha picado?
– Hemos tirado un buen dinero en los uniformes de explorador -protestó Connie Southall-. Y lo estabais haciendo tan bien. No os entiendo.
– ¿Qué os ha pasado? -dijo Charlie, el tío de Terry con una alegría irritante-. Nunca os había visto tan deprimidos. Terry tiene cara de pocos amigos, Sam tiene la cara más larga que un día sin pan, y Clive parece un crío el primer día de colegio. ¡Vaya pandilla más triste! ¿Qué ha pasado? ¿Se ha muerto alguien?
– Déjalos -dijo Linda, segura ahora de que algo malo les había pasado en los exploradores-. Es una fase.
Linda ya no era Linda la Triste. Día a día se transformaba en algo hermoso, algo especial. Había dejado atrás su humor huraño, de hecho, se podía decir que había pasado el testigo del mal humor a los muchachos. Ella también se estaba preparando para dejar atrás a los Guías. Tenía dieciséis años y había rumores que hablaban de novios. De algún modo había adoptado el papel de defensora, intérprete y apologista de los tres chicos que, durante toda su vida, habían sido un incordio para ella.
– Es una fase por la que están pasando.
Era sábado por la mañana. El tío Charlie se ofreció a llevar a los chicos a Highfield Road para ver al Coventry City jugar contra el Wolverhampton Wanderers, pero tan solo Terry mostró algún entusiasmo. Cuando la tía Dot les ordenó que ayudaran a Terry a ordenar su habitación, Clive y Sam se despidieron.
Una vez fuera de la casa, Sam dijo:
– ¿Qué vamos a hacer ahora?
– Yo me voy a casa -dijo Clive con hosquedad.
– Perfecto -contestó Sam con desprecio-, vete a jugar con tu equipo de química.
– Que te jodan.
– Que te jodan a ti.
– No, que te jodan a ti.
Clive se fue a casa dejando a Sam que se deprimiera solo. Como no quería irse a su casa, anduvo abatido por la carretera. Hacía poco que habían vallado el estanque después de que las tierras fuesen compradas por el club de fútbol Redstone. Unos troncos dorados sin procesar que olían a pino habían sido convertidos en una sosa valla amarilla que rodeaba el terreno. Era otra violación, otra acotación de las fronteras de la geografía de su niñez. Los chicos habían intentado tumbar a patadas una parte de la valla, pero había resultado ser demasiado robusta para sus esfuerzos.
Al acercarse, Sam vio que alguien se sentaba sobre la nueva valla. De repente, se quedó paralizado. Allí estaba la duende, con los pies entrelazados en las barras inferiores de la valla, y las manos caídas entre los muslos. Sam sintió una garra en la boca del estómago, una constricción en las entrañas. La familiar sacudida de miedo que sufría con cada aparición de la duende le inundó la boca. Retorció su corazón. Cada encuentro parecía peor que el anterior, y cada aparición de ella le hacía temer más el siguiente.
Estaba a punto de darse la vuelta, de retroceder, cuando un movimiento leve de la figura sobre la valla le hizo jadear. Estaba equivocado. No era la duende. Era la chica, la chica del autobús escolar. Lo miraba. ¿Cómo podía haberse equivocado?
Vio que él dudaba. Ahora tenía que continuar. No podía permitir que pensara que verla era suficiente para hacerlo retroceder. Continuó lentamente, evitando mirarla a los ojos, pero sabía que lo estaba observando. Al acercarse alzó la vista, asintiendo de manera tímida en señal de reconocimiento. De manera fría, ella le devolvió el saludo. Una vez que la había dejado atrás unos cuantos metros le gritó:
– ¿Adónde vas?
Se detuvo y se giró, sin nada que decir. Intentó pensar en algo ingenioso, pero no se le ocurrió nada.
– ¿No lo sabes? ¿No sabes adónde vas? ¡Vaya estupidez! -Él se encogió de hombros-. Ven aquí.
Se vio obedeciéndola de forma estúpida. Cuando llegó a la valla, ella echó la cabeza a un lado, mirándolo fijamente a través de sus largos cabellos. Llevaba vaqueros, zapatillas de béisbol y una chaqueta de cuero con flecos en las mangas.
– ¿No me vas a decir adónde vas?
– No voy a destrozar la cabaña de equitación, si te refieres a eso.
– No me refería a eso.
– No lo hice. No fui yo.
– Sé que no fuiste tú. ¿Quieres un pitillo? -Sacó un paquete de Craven A, con un gato negro dibujado.
Sam, que odiaba los cigarrillos tras haber probado algunos con Clive y Terry, se encontró cogiendo uno del paquete y aceptando el fuego. Se montó en la valla a su lado y se puso el cigarrillo encendido en la boca.
– No has inhalado. Es una bobada si no te lo tragas. -Parecía casi querer que le devolviera el cigarrillo.
A modo de demostración, ella chupó de manera apasionada del que tenía, retuvo el humo, echó la cabeza hacia atrás y exhaló un chorro vertical. Sam le dio otra calada, inhalando todo lo que pudo soportar.
Se acercó un coche, y de manera instintiva ocultaron los cigarrillos tras la espalda. Ella se bajó de la valla.
– Vamos al estanque. No nos verán desde la carretera.
Sam le mostró el pequeño espacio protegido en la orilla donde él y los otros habían arrastrado el asiento trasero de un Morris Mini destrozado. El cuero del asiento estaba rajado y los muelles atravesaban la tapicería.
– ¿Es aquí donde se reúne tu pandilla?
– ¿Qué pandilla?
– Sabía que era aquí-dijo, dejándose caer sobre el asiento.
Se sentó junto a ella. Se sentía extraño. Podía oler la misma fragancia misteriosa que lo había confundido y lo había dejado perplejo anteriormente. Estaba muy cerca de ella y sin embargo, el diminuto espacio entre ambos bien podría haber sido una valla electrificada de alto voltaje. El espacio estaba bordeado por el mismo respeto. Era una tarde fría, demasiado fría como para sentarse en el exterior si no eras un adolescente desposeído. El sol era un difuso disco amarillo en el cielo que brillaba benevolente a través de los árboles y del agua verde y fría del estanque. Fumaron los cigarrillos en silencio. Quienquiera que fuese aquella chica, Sam se sentía a la vez aterrorizado y encantado de estar con ella.
– Alice -dijo ella por fin-. Me llamo Alice.
– Sam.
– Lo sé.
– ¿Cómo lo sabes?
– Simplemente, lo sé.
Le dieron caladas a los cigarrillos hasta el filtro. Algo chapoteó y salpicó en el agua.
– Hay un lucio enorme en este estanque. Un monstruo.
– ¿Lo has visto?
– ¿Conoces a mi amigo Terry? Cuando era pequeño el lucio surgió del agua y le arrancó los dedos de los pies. Ahora cuando anda, cojea.
– Sí, me he dado cuenta.
– Hemos intentado atrapar al lucio durante años. Es muy astuto.
– ¿Cómo sabes que sigue ahí?
La miró. Su primera observación le pareció que había sido ligeramente incorrecta. Los ojos de Alice eran de un gris azulado como el de la pizarra de un tejado oblicuo iluminado por el sol tras la lluvia.
– Está ahí. Y lo sabré cuando no esté.
– ¿Qué hacías el día que te vi? -le preguntó.
– Estábamos a punto de destrozar la cabaña. Pero entonces llegaste en el Land Rover y eso nos detuvo. No lo hicimos nosotros.
– Lo sé. Ya te lo he dicho.
– ¿Cómo lo sabes?
– Porque lo hice yo.
– ¿Tú? ¿Lo hiciste tú? -Ella parpadeó aquellos ojos nublados a modo de afirmación-. ¡Joder! ¡La policía fue a nuestras casas por todo aquello!
– Lo sé. Yo os eché las culpas.
– ¡Vaya! O sea que por tu culpa tuvimos que ir a los putos exploradores. Y debido a que fuimos a los exploradores…
– ¿Qué?
Sam se quitó las gafas y la miró. De repente vio en ella la causa de un largo ciclo de sucesos, cuyas implicaciones eran demasiado abrumadoras como para sentir otra cosa que no fuese irritación.
– Nada. No importa.
– ¿Qué decías de los exploradores?
– A ver, ¿por qué nos echaste encima a la policía?
– Pues para evitar que se fijaran en mí, tonto.
– Y entonces, ¿por qué destrozaste la cabaña? Me refiero a que eres del equipo de los Jinetes Felices.
– Tengo mis razones.
De repente Sam tuvo sospechas. Entrecerró los ojos.
– ¿Cómo es que empezaste a subir al autobús cuando nunca te había visto antes?
– Mis padres se han divorciado. Me mudé aquí con mi madre. Vivimos detrás de esos bosques. -Ah, ¿sí? Enséñame los dientes.
– ¿Qué?
– Hazlo.
Le mostró una serie de perfectas perlas blancas.
– ¿Para qué?
– Es tan solo una comprobación.
– Qué raro eres -dijo ella-. Muy raro. Toma otro Black Cat.
Sam aceptó el segundo cigarrillo del día. Le gustaba la forma en la que Alice se colocaba el pelo detrás de la oreja antes de encender el cigarrillo. Le gustaba el rubor rosa de sus prominentes pómulos. Le gustaba cómo rozaba la cerilla de forma tan suave contra la lija de la caja que parecía imposible que se fuese a prender. A pesar de ello se encendió.
– Miras muy fijamente a la gente -dijo Alice soltando humo.
– La gente es extraña.
No podía decirle lo que sentía, que ella le fascinaba, que quería acercarse más a ella, estar tan cerca como para volver a aspirar esa desconcertante fragancia que sugería una piel desnuda, calentada por el sol, pero que la única manera de la que se atrevía a acercarse era mirándola, explorando su persona como si ella fuese un acertijo y la respuesta estuviese escondida en algún sitio de su figura.
Ella pareció leerle la mente.
– Cambiemos las chaquetas -dijo de repente-. Vamos, cambia.
Se quitó el chaleco de piel y esperó a que él le pasase su chaqueta vaquera. Sostuvieron el cigarro del otro mientras se ponían las chaquetas, y él consiguió cambiar los cigarrillos para poder probar el sabor de sus labios en el filtro. Si ella se dio cuenta, no dijo nada. Con la chaqueta de cuero tenía lo que quería. Impregnada en el flexible tejido estaba su enloquecedora esencia. A pesar de que no sabía decir qué era, sabía que actuaba en él como los silbatos de alta frecuencia en los perros.
Alice se levantó de repente.
– ¿Sales mañana?
– Claro.
– Aquí. Mañana. A la una.
– Espera. Te acompaño.
– No, voy en dirección contraria. ¡Nos vemos!
Ya se había ido cuando Sam pudo ponerse de pie. La temperatura había bajado mucho, y el cielo se oscurecía. El estanque, que unos momentos antes había parecido un lugar favorable e ideal, ahora parecía frío y solitario, capaz de tragarse la oscuridad hacia sus desagradables profundidades. Se subió la cremallera de la chaqueta de cuero y quedó extasiado en el acto de subir aquel cuello impregnado del olor de Alice. Alguien lo observaba desde el otro lado del estanque. Asentada en la penumbra, medio oculta entre los arbustos y los árboles, la duende tenía un pie en el agua y otro en el barro de la orilla, con los hombros encogidos y los brazos entrelazados fuertemente. Llevaba el pañuelo rojo brillante del Treinta y nueve de Coventry. Sam sintió una ola de maliciosa y ponzoñosa desaprobación. La duende lo miró a los ojos y escupió en el estanque. Sam se hundió en el cuello de la cazadora de Alice y se fue.
– ¿Dónde está tu chaqueta vaquera buena? -le preguntó Connie cuando llegó a casa.
Era la primera vez que se había referido a ella como «buena».
– La cambié.
– ¿Qué?
– Tan solo por un día.
Connie miró los flecos que colgaban de las desgastadas mangas de cuero.
– Bueno -resopló-. No me gusta mucho esa que llevas.