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21. Nochebuena

– Alguien lo puso allí -dijo Clive con amargura.

La magulladura sobre el pómulo había cambiado el tono a ciruela y mermelada.

– Engañado como un chino -dijo Terry.

Era una frase que había oído en la tele.

– Pero, ¿quién haría algo así? -dijo Sam-. ¿Quién dejaría la pintura en tu jardín a posta?

– Sí -dijo Clive-. ¿Quién?

Estaban bajo la marquesina del autobús, esperando a que llegase el que iba a la ciudad. La palabra «Depresión» pintada en el lateral de la parada no ayudaba en absoluto. Nadie había hecho nada por librarse de las pintadas, y de hecho, la mayoría permanecerían intactas durante dieciocho meses o más. Clive estaba escandalizado de que la policía, el municipio, el consejo parroquial, o la propia comunidad no hubiesen hecho esfuerzos por limpiar todo aquello. Casi le entraban ganas de limpiar todo o pintar sobre las palabras él mismo, les dijo.

– ¿Por qué? -dijo Terry.

– Porque -escupió- todo el mundo cree que lo hice yo.

– ¿Y por qué no lo haces? -preguntó Sam.

– ¡Estupendo! Si lo limpio sería como admitir todo el asunto, ¿no crees? No importa si las dejo o las limpio. Estoy de mierda hasta arriba haga lo que haga.

– Podrías intentar explicarlo -sugirió Sam.

– Claro -dijo Clive con sarcasmo-. Podría colar una nota por debajo de la puerta de todo el mundo diciendo que no lo hice, pero que debido a mi devoción por este barrio voy a arreglarlo todo. ¡Una idea estupenda!

Sam se ajustó las gafas en la nariz.

– Ya viene el autobús -dijo Terry.

Para cuando llegaron a la ciudad, tras un viaje de veinte minutos, cada uno estaba harto de la compañía del otro. Terry pretendía ir al centro comercial donde un futbolista del Coventry City iba a aparecer para inaugurar una nueva tienda de deportes. Solo por decencia invitó a los otro dos a que lo acompañaran.

– Antes prefiero ver cómo se me congelan los mocos -dijo Clive.

– Sí, últimamente tienes un montón -escupió Terry mientras se marchaba.

Clive tenía una cita con un gran maestro ruso de ajedrez que estaba de visita. El ruso estaba en la ciudad para jugar una partida simultánea con veinticuatro jugadores locales, y Clive se había ganado el ser uno de ellos. De modo que Sam se quedó solo. Permaneció en la parte alta de la ciudad debajo del reloj de lady Godiva, sin saber adónde ir. Había ido hasta allí de manera expresa para completar la fastidiosa tarea de hacer las compras navideñas. Era un día muy frío. Pequeñas corrientes de viento hacían volar fragmentos de escarcha a los que no se podía llamar nieve.

Al dar las doce, el reloj que estaba sobre él comenzó a funcionar. La lady Godiva mecánica avanzó zumbando con paso precario, pero la tercera campanada del reloj sonó a hueco y lady Godiva tembló y se quedó inmóvil de manera inesperada. Sam alzó la vista. El brillante esmalte de la piel de Godiva parecía enrojecido por el frío viento. Tom el mirón acababa de conseguir meter la nariz entre los postigos a medio abrir. El mecanismo, congelado o averiado, continuó haciendo sonar la campana de forma poco eficaz hasta que, antes de acabar su trabajo, dio su último aliento.

Sam miró alrededor. Nadie se había parado a mirar. Los que iban de compras marchaban a toda prisa arrebujados en gruesos abrigos y con los rostros trastornados por el imperativo del gasto vacacional. A nadie parecía importarle demasiado el mal funcionamiento de lady Godiva y de Tom el Mirón, ni siquiera que el reloj de la ciudad se hubiera estropeado. El público simplemente seguía a lo suyo con una dedicación inusitada.

Sam estaba asombrado. ¿Por qué no corría nadie a arreglar el reloj? ¿Por qué no se reunía el gentío de airados y tozudos habitantes de Coventry y formaba una enorme y rebelde melé para demandar una inmediata restauración del reloj de la ciudad? Pero así eran las cosas. Si algo iba mal, simplemente agachaban la cabeza y seguían adelante sin arreglarlo. Le asombraba la capacidad de la humanidad para permitir que algo estropeado quedase sin arreglar.

– No es más que un reloj -dijo una voz detrás de él.

Sam se giró. Sentada sobre los escalones del banco que había debajo del reloj, con las rodillas bajo la barbilla, estaba la duende. Sam sintió que las tripas se le hacían un nudo y, por un instante, notó un sonido doloroso en los oídos. La calle se balanceó ligeramente.

– ¿Les preguntaste? ¿Sobre el telescopio?

Llevaba un gorro de Santa Claus rojo y blanco, y se había hecho con una chaqueta de cuero de motera varias tallas grande. Encogida dentro de la chaqueta, con los puños enguantados apretados contra el rostro y la nariz azul por el frío, alzó la mirada aguardando una respuesta. Las mallas a rayas tenían un agujero en el muslo. Un círculo de carne blanca sobresalía del agujero en la estirada tela. Sam miró de nuevo al reloj parado, cerró los ojos muy fuertemente y volvió a mirarla. Aún estaba allí.

– ¿Y bien?

La duende había aparecido una noche con una petición. Quería que Sam les pidiese a sus padres un telescopio para Navidad. No insistió, simplemente señaló que le había ayudado en el bosque. Por eso, dijo ella, Sam le debía algo, y ese algo era el telescopio. Por el contrario, sugirió, si no llegaba un telescopio, prepararía una forma espectacular de exponer el crimen de Sam.

Tembló.

– Me estoy helando. ¿No podemos meternos en algún sitio?

Sam la ignoró y siguió caminando muy deprisa hacia la zona peatonal de tiendas. Ella trotó pisándole los talones.

– ¿Lo has pedido? El telescopio, ¿lo has hecho? Sam no miró hacia atrás.

– Porque como no lo hayas hecho, ya sabes lo que va a ocurrir. Le voy a contar a todo el mundo tu pequeño y sucio secreto en los bosques.

En Nochebuena. Cuando den las doce. Se lo voy a decir a tu familia. ¡Vaya regalo de Navidad! Eso es lo que voy a hacer.

Sam giró de repente y se metió en el gran centro comercial donde el aire estaba viciado y hacía calor.

– Eso está mejor -dijo ella.

– Mamá, papá, la tía Madge, el tío Bill, la tía Mary, la tía Betty.

Cantaba la lista de compras navideñas como una rima u oración para protegerse del miedo. A toda prisa eligió un regalo de uno de los mostradores, lo pagó y avanzó para tomar unas escaleras mecánicas que conducían a otra planta. Evitó a conciencia la planta donde se mostraban los telescopios. Connie ya le había dicho los precios y eran prohibitivos. Sam era consciente de los limitados ingresos de sus padres. Era imposible insistirles sobre aquel asunto.

– Puedo ayudarte a elegir los regalos -dijo la duende mientras corría para mantener el ritmo-. Tengo montones de ideas.

– Papá, tía Madge, tío Bill…

– ¡Mira eso! ¿Sabes? ¡Ese tipo de cosas me incitan a hacer algo violento! ¡Mira eso!

La duende se había detenido y señalaba con un furioso dedo a una esquina de la tienda. Un enorme árbol de Navidad dominaba un extremo del centro comercial, resplandeciente por las luces, brillante, lleno de bolas y guirnaldas doradas. En lo alto del árbol un hada Barbie con un miriñaque blanco agitaba una varita mecánica con una estrella en la punta de manera benevolente sobre las cabezas de los clientes que pasaban por debajo sin darse cuenta. El hada Barbie parecía ser el objetivo del exabrupto.

La duende tenía el rostro rojo y lleno de rabia.

– Tengo ganas de ir para allá y destrozarlo todo. ¡Podría hacerlo! ¡Podría destrozar el puñetero árbol!

Agitó una de sus uñas con forma de sacacorchos en dirección al árbol. Sam vio que tenía los dedos manchados de rojo.

– ¡Pintura roja! -jadeó Sam.

– ¿Qué? -La duende se miró las manos con desconcierto-. Tan solo tengo las manos frías.

– ¿Por qué me estás jodiendo la vida? -siseó Sam-. ¿Por qué? ¿Por qué?

Una mujer mayor cargada de bolsas de la compra se detuvo y lo miró fijamente con la boca abierta. Salió disparado alejándose de la duende.

– ¿Adónde vas? -gritó ella-. Los telescopios están en la siguiente planta.

– Tía Mary, tía Bettie, mamá, papá, tía Madge…

– ¡Espera, pedazo de mierda! ¡Espera de una puta vez! -aulló a través del centro comercial-. ¡A medianoche en Nochebuena! ¡Se lo voy a contar a todos! ¡A todos!

El hombre del tiempo predijo una blanca Navidad aquel año, pero la duende despertó a Sam en mitad de la noche simplemente para contarle que los del tiempo estaban equivocados. Cuando llegó la Nochebuena, aún no había nevado. La casa estaba llena de alimentos típicos de esas fechas: mandarinas, nueces de Brasil, cajas de bombones de licor en envoltorios brillantes de aluminio, latas de galletas, paquetes de dátiles que no se podían tocar hasta finales de febrero… Un árbol de plástico estaba decorado enfrente de la ventana principal.

– ¡Vaya cosita más triste! -Connie miraba llena de dudas al hada que tenían.

La mitad del pelo rubio se le había caído de la cabeza, el vestido blanco estaba amarillento por los años y las alas se habían arrugado de haber estado mucho tiempo guardada.

– Quizá tengamos que conseguirte un nuevo vestido -dijo, acariciándola con afecto.

– No le hables -dijo Sam con disgusto.

– Tenemos que hablar con el hada, ¿verdad? El hada ha estado en su caja todo el año, así que nos encanta tener un poquito de charla, ¿a que sí, hada? ¿A que sí?

– ¿Por qué no ponemos una estrella en su lugar?

– ¡Oh, Sam! No podemos tirar al hada sin más. Ha estado en el árbol desde que yo era una niñita, ¿a que sí, cielo?

– ¡Deja de hablarle!

Lo cual tan solo animó a Connie a embarcarse en un nauseabundo diálogo mientras sostenía al hada como a una marioneta de trapo.

Incluso impostó una voz chillona y persuasiva para el hada que hizo que a Sam le chirriaran los dientes. Fue rescatado de querer actuar con violencia contra el hada del árbol por el sonido de la aldaba en la puerta principal. Un sabor a ceniza le vino a la boca al recordar la amenaza de la duende de revelar su crimen aquella noche.

Por Navidad llegaron muchos invitados, la mayor parte familiares; algunos provocaban bienvenidas más calurosas que otros. Había enormes tías bañadas en perfume con vestidos de flores que dejaban marcas de pintalabios rojo en las enrojecidas mejillas de Sam, y tías delgadas con cara agria y vestidos de catálogo que preferían, gracias a Dios, sentarse en sillas de respaldo duro. Llegaban con los correspondientes tíos, unos gordos y otros flacos, a menudo opuestos a ellas, aunque no siempre. Los tíos gordos se desabotonaban los chalecos y llenaban la habitación con sus opiniones. Los delgados tenían poco que decir aparte de consultar el reloj de pulsera.

Eran la hermana de Connie, tía Bettie y el tío Harold los que habían llegado portando regalos y con el entusiasmo propio de haber tomado un poco de alcohol. Bettie aceptó una taza de té junto con unos bocadillos y otros aperitivos. Harold, que tenía la cabeza calva tan redonda y brillante como las bolas rosas del árbol de Connie, prefirió un vaso de güisqui. Le dieron a Sam un regalo perfectamente envuelto.

– ¡No se puede abrir hasta Navidad! -chilló Bettie como si leyese en voz alta lo que escribía año tras año en la tarjeta.

Intercambiaron besos. Aunque su tía Bettie era una de sus favoritas, el desafío de no limpiarse la humedad del beso de la cara le persiguió hasta que se marchó.

Sam intentó subir las escaleras sin que lo vieran pero no tuvo éxito y le llamaron cuando los cuatro adultos se pusieron a comentar su progreso en la escuela, el número de calzado que usaba y la talla de las camisas. Sam fue el tema principal que estructuró la visita. Los adultos a veces se salían del tema, comenzaban algún chismorreo sobre otros parientes, o Harold, en particular, realizaba algún comentario inexplicable dirigido a Sam que causaba risas en los participantes, pero el tema de conversación siempre volvía a Sam.

Y a cada minuto que la tarde avanzaba hacia la medianoche, el balón de ansiedad que hinchaba el estómago de Sam se agrandaba más y más.

Sabía que la duende podía comenzar a actuar en cualquier momento. También sabía que esperaba una oportunidad para humillarlo de la manera más escandalosa posible.

Salió el tema de las pintadas. Todo el mundo estaba calmado, observándolo tranquilamente hasta que Bettie rompió el silencio con un lamento sobre la degeneración de la juventud del país.

– Cualquiera con pelo sobre las orejas -aseguró refiriéndose a la moda imperante-, debería ser encerrado.

– Tú tienes el pelo por encima de las orejas -señaló Harold, mientras guiñaba un ojo a la compañía haciendo que todo el mundo se riera menos Sam.

Bettie le golpeó la pierna de manera juguetona.

– Cualquier hombre, quiero decir. Esos jovenzuelos van por ahí que parecen chicas.

Sam casi estaba incluido en esa categoría.

– Sí-dijo Harold-. No sabes si quererlos u odiarlos.

Más risas. Contemplaron de nuevo a Sam con tranquilidad, como si estuvieran decidiendo si amarlo u odiarlo. Bettie preguntó:

– ¿Aún va a ver a ese tipo?

Bettie era una de las pocas tías a las que Connie le había confesado que su hijo tenía que ver en ocasiones a un psiquiatra, y en esas conversaciones de comedor el psiquiatra había sido codificado como «ese tipo». A oídos de Sam, sin embargo, la frase siempre tenía un tono evidentemente ominoso, mucho peor que la palabra a la que sustituía.

– ¿Qué tipo? -quiso saber Harold.

Miró a Sam con los ojos entrecerrados.

– Una pérdida de tiempo. A Sam no le hace falta ver a ningún tipo.

– Ve arriba y trae los regalos para tía Bettie y tío Harold -dijo Connie.

A pesar de que sabía que aquello era la excusa para que Connie informara a Bettie sobre los últimos avances con el psiquiatra, Sam agradeció la oportunidad de tomar un respiro. Poco después de bajar con los regalos de Navidad sus tíos ya estaban luchando por ponerse los abrigos.

– Feliz Navidad, feliz Navidad. ¿Vais a la misa del gallo? -preguntó Bettie.

– Sí-dijo Connie. -No -dijo Sam.

Bettie lo agarró y lo saturó de más besos.

– ¡Tienes que ir a la misa del gallo! ¡Prométeme que irás a la misa del gallo, corazón!

Bettie era bastante religiosa. Era de la clase que, sin saberse ni una línea de la Biblia, decoraba la iglesia cada fiesta de la Cosecha y lloraba cuando le decían lo bonita que había quedado. Lo besó de nuevo.

– No te voy a dejar escapar hasta que digas que irás con tu madre. Te voy a dar besos hasta que digas que sí.

Iba en serio.

– Solo hay una forma de escapar -sonrió Harold.

Entonces se le ocurrió que quizá la iglesia era el único lugar en el que podría estar sano y salvo a medianoche. Estaría protegido. La duende no haría nada mientras se estuviese celebrando la misa del gallo. No en una iglesia llena de gente. No en un lugar de himnos, oraciones, sermones, velas y luz. La duende no se atrevería. La duende estaría neutralizada. Quizá incluso fuese expulsada al infierno.

– Quizá -dijo Sam y añadió-. Sí, sí, de acuerdo.

Nev, como de costumbre, no quiso ir con ellos a la misa del gallo. Se quedó tumbado en el sofá viendo la tele, con una copa de cerveza color ámbar en la mano, y partiendo nueces de Brasil con un instrumento de plata mientras se preparaban para salir de casa. Admitió con alegría carecer de los instintos religiosos de Connie. Sam pensó captar un retazo de ironía en la voz de su padre antes de irse.

– Pasadlo bien -dijo mientras rompía con estruendo otra nuez de Brasil.

La misa del gallo comenzó a las once y media, y hacía un frío gélido cuando Sam y Connie caminaron hasta la iglesia. Sobre el mundo se había extendido una fina capa de escarcha formando una sábana continua y perfecta. Cubría los coches aparcados en la calle, se extendía a través de la carretera y los guardacantones, sobre las vallas de los jardines y los setos. La noche estaba oscura, sin luna, envuelta por la heladora neblina, apenas quebrada por las farolas que brillaban débiles sobre las congeladas aceras.

Había unos cuantos coches junto a la iglesia, y gente parloteando junto a la entrada esperando a pasar dentro. Las ventanas estaban iluminadas por una luz amarilla, el único color brillante que ofrecía la oscuridad plateada de la noche. El señor Philips, que aparte de ser profesor de la escuela dominical, era adjunto del vicario que oficiaba el servicio, los saludó cálidamente al entrar. Parecía realmente encantado de ver a Sam. Sobre la congregación se extendía una inconfundible aura de expectación, como si de verdad esperasen que ocurriese algo.

Tan pronto como tomaron asiento el órgano emitió unas notas graves y resonantes. Se oyó un crujir de rodillas cuando todos se pusieron en pie para cantar el primer himno, Escucha el canto del ángel anunciador. Connie, mientras rebuscaba la página en el libro de himnos, cantaba con voz aguda y trémula. Sam, por el contrario, abría y cerraba la boca de vez en cuando buscando las palabras adecuadas.

El servicio era oficiado por el reverendo Peter Evington, resplandeciente con sus vestiduras, que ceceaba ligeramente, y cuya calva brillaba bajo las luces cenitales. Tras unas breves palabras la congregación se alzó de nuevo para cantar Acercaos, los que tenéis fe. A mitad de la primera estrofa, Sam escuchó unos golpecitos encima de su cabeza y miró al tragaluz que había sobre él.

Una nube de plomo pasó por su corazón. No hagas esto, pensó. Aquí no. Esta noche no. Pues la duende tenía el lado de su cara presionado contra el tragaluz, y sus negros rizos flotaban sobre ella. Tenía la boca abierta y los dientes afilados reflejaban la luz del interior de la iglesia. Mientras tanto, sus dedos, con aquellas uñas como sacacorchos, golpeaban el cristal como pezuñas de caballo. Sam vio cómo una o dos personas movían el cuello hacia arriba, aún cantando a plena voz, para ver de dónde provenían los golpecitos. Sam hundió aun más el rostro ruborizado en el libro de himnos.

El crescendo del villancico ahogó los ruidos del tejado. Antes de que comenzase la siguiente estrofa, habían desaparecido. Alzó la mirada. La duende se había ido. Se había marchado. Gracias a Dios, pensó. Gracias a Dios.

Pero mientras progresaba la segunda estrofa se produjo un estruendoso e impresionante golpetazo. Esta vez no vino de arriba sino de una ventana a no más de dos metros de distancia. Había vuelto, golpeaba con fuerza el cristal y le hacía muecas. Lo que era peor, se le habían unido otros como ella. Sam pudo ver, detrás de la duende, otras dos o tres formas negras, vagamente femeninas, con ojos alegres y grandes dientes, las bocas abiertas, animándola a seguir, señalando de manera provocativa y echando hacia atrás sus cabellos negros y lacios. Una de ellas se inclinó sobre la duende y golpeó con fuerza, con los nudillos blancos, la ventana.

Varios miembros de la congregación dejaron de cantar, bajaron el libro de himnos y miraron alrededor para ver de dónde venía tanto jaleo. Sam no sabía si podían ver lo que él veía. A lo mejor no sabían dónde mirar… Pero la consternación de los feligreses inquietos atravesó el villancico como un barco pirata a través de un puerto tranquilo. El villancico comenzó a diluirse en toda la iglesia mientras continuaban los golpes. Ahora todo el mundo barría el techo con sus miradas, intentando detectar el origen del ruido. El órgano se detuvo.

Los golpes contra el cristal se hicieron cada vez más sonoros. La congregación se quedó en silencio. De todos los presentes tan solo Sam parecía capaz de ver a los responsables del revuelo.

Entonces el órgano comenzó de nuevo y, gracias a algunos que valientemente comenzaron a cantar en los asientos delanteros, el canto se reanudó. Todo el mundo se unió con mayor fuerza. Gracias al esfuerzo de la voluntad unida y de unos poderosos pulmones, parecía que la congregación había conseguido eliminar la algarabía, pues cuando llegaron al final del villancico ya no había más ruidos. Todo el mundo se quedó en silencio durante un periodo de tiempo innecesario, esperando, escuchando, en tensión, antes de que, una vez dada la señal precisa, se volvieran a sentar acompañados del roce y el murmullo de los abrigos, que parecía el sonido del viento entre las hojas.

Sonó una tos, y después otra, antes de que el reverendo Peter Evington, con los mofletes un poco caídos, ligeramente rosado por el esfuerzo del canto, comenzara el sermón. Sam miró el reloj. Faltaba poco más de un minuto para medianoche. Aunque el servicio no especificaba el momento exacto de medianoche en el que se manifestaba el Espíritu Santo en el mundo, Sam tenía el terrible sentimiento de que alguien sí lo haría. Sintió que una garra de reptil le agarraba las entrañas.

Sam comprobó las ventanas. Los rostros traviesos habían desaparecido, como borrados por el viento helado. En la parte externa de todos los cristales se había formado escarcha. El cielo parecía tan maligno como el aliento de un gigante de hielo. Las palabras del vicario, sin embargo, no ofrecían mucho consuelo. Sus educadas vocales chocaban con la cercanía del acento regional de su congregación, la historia que contaba parecía estancada, hueca de tan repetida, y las cadencias exhaustas de su discurso paralizaban la magia del ritual nocturno. Sam perdió la concentración en las palabras que oía pero volvió en sí por el regreso de los golpeteos, esta vez en la puerta de la iglesia.

No se trataba de porrazos o golpes, sino de una explosión profunda y resonante, estridente y violenta contra el roble. Sam miró a su madre. Parecía más asustada de lo que la había visto nunca, como también otros miembros de la congregación. En el aire flotaba un repentino contagio de temor.

El reverendo Peter Evington se detuvo de manera abrupta. El señor Philips y otro hombre con rostro adusto corrieron hacia la puerta y salieron al exterior. Volvieron tras unos minutos, el hombre del rostro adusto cerró la puerta a cal y canto mientras Philips se adelantaba para hablar con el vicario. Tosió llevándose la mano a la boca antes de volver a su posición de adjunto.

– Creemos que se trata de algunos niños o de algún otro credo que intentan perturbar nuestro servicio -dijo Evington sin alterar la voz.

Sam intentó ofrecerle a su madre una sonrisa tranquilizadora. Connie se agarró el cuello del abrigo y miró alrededor con nerviosismo. Evington aún hablaba cuando volvieron los golpes con más fuerza aún. Las paredes de la iglesia temblaban. Lleno de exasperación, Evington hizo una señal a la organista. Todos se levantaron para cantar otro himno, a gran volumen y con cierto tono histérico. Pero los golpes en la puerta no disminuían. Resonaban por toda la iglesia como cañones apagados, que penetraban las corrientes del himno con golpes profundos, lentos, siniestros. El señor Philips y otros hombres salieron de nuevo mientras los cantantes redoblaban sus esfuerzos. Los golpes continuaron, incluso después de que algunos hombres hubiesen vuelto agitando las cabezas.

Sam sabía en su corazón que podía detener todo aquello. Lo que tenía que hacer era caminar hasta la parte delantera de la iglesia, ponerse delante del altar y confesar. Tenía las manos manchadas de sangre. Tenía que inclinar la cabeza y admitir que había asesinado a otro chico en el bosque. Les confesaría dónde había ocurrido. Los llevaría hasta el lugar. Entonces todo acabaría. La duende ya no tendría un poder tan terrible sobre él, y ella y su corte se detendrían.

Lo iba a hacer. Iba a dejar el libro de himnos y caminar hasta el altar. Miró la cara desencajada y horrorizada de su madre. El libro de himnos se agitaba de manera neurótica al unísono con los de la congregación. Justo cuando se colocó en el pasillo ella alzó la mirada del libro de himnos. Algo en su sepulcral expresión hizo que dejara de cantar de inmediato y su rostro se puso lívido. Ella extendió un brazo hasta tocarlo y le ofreció una expresión confusa.

– El telescopio -graznó él-. ¿Lo has comprado?

Connie asintió. Entonces lo arrastró de nuevo hacia el banco junto a ella, y volvió a sus cantos con mayor y desesperado vigor. Sam sintió que se desvanecía. Volvió a meter la nariz en el libro de himnos y movió la mandíbula al unísono, intentando perderse en el canto, dejando que su débil voz se elevase como un fino humo hasta las vigas del techo.

Los golpes se fueron desvaneciendo. Hasta que por fin desaparecieron.

No hubo más interrupciones, y el resto del servicio transcurrió con normalidad. Al final todo el mundo se saludó y se desearon mutuamente una feliz Navidad. Se fueron marchando uno a uno, y Evington les estrechó la mano a todos, a la vez que les agarraba el antebrazo con su mano izquierda de una manera que hizo que Sam se estremeciera. Nadie comentó lo que había pasado. Era como si prefirieran no admitir que había pasado algo inusual. Pero Sam sabía que algo estaba fuera de lugar. Había cierto tono de pánico, una histeria oculta en las voces de los que se despedían deseándose feliz Navidad antes de volver a sus casas.

– Bueno -dijo su madre cuando dejaron atrás la puerta de la iglesia. Caminaron de vuelta en silencio.

– ¿Cómo ha ido? -preguntó Nev Southall, medio dormido. Había un plato roto lleno de cáscaras de nueces delante de él y la habitación tenía un tufillo a cerveza.

– Adolescentes -dijo Connie con tono tenebroso-. Adolescentes.