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– ¿No tienes miedo de mirarla? ¿Ni un poco?
– No -dijo Sam intentando concentrarse.
– Yo lo estaría. Si miras a Medusa te conviertes en piedra. De todas formas estás muy lejos. Tienes que acercarte más al cenit.
Sam guiñó el ojo en el ocular y elevó el ángulo del telescopio hacia la constelación de Perseo en busca de Algol, la estrella endemoniada.
– Aún estás lejos. El eclipse habrá ocurrido antes de que llegues.
– ¿Cómo lo sabes?
– Porque las estrellas son mis hermanas.
– No, me refiero a ¿cómo lo sabes desde donde estás sentada?
La duende se sentaba con las piernas cruzadas sobre la cama de Sam mientras daba pellizcos al agujero en las mallas a rayas que no dejaba de crecer. Las pesadas botas habían dejado una huella de lluvia de febrero y de hojas en descomposición sobre la colcha limpia.
– Ya te lo he dicho. Tengo un mapa del cielo nocturno tatuado en el interior de mi piel.
Se bajó de la cama, se reunió con él junto a la ventana y movió un poco el ángulo. Sin mirar por el ocular elevó el telescopio un grado más.
Mientras miraba por el telescopio, Sam sintió que su brazo se posaba en su espalda.
– ¿Es esa?
– Esa es. Sé paciente. Ocurrirá de un momento a otro.
Sam observaba con paciencia. Finalmente Algol, la estrella binaria que representa la cabeza de medusa, se eclipsó y se redujo a una luz mínima. Era como si el cielo le estuviera guiñando.
– ¡Vaya! -dijo Sam.
– Es peligrosa -dijo la duende.
– ¡No es más que mitología!
– No estoy hablando de Angol. Me refiero a Alice.
– ¿Alice? -Sam se retiró del telescopio y miró a la duende con sorpresa.
Sus ojos vibraban con el brillo de las estrellas.
– ¿No te gusta?
Durante las semanas posteriores a que Alice lo besara, Sam había sido visitado en varias ocasiones por la duende, y de manera casi invariable, esto sucedía cuando miraba por el telescopio en el silencio de su habitación. En esas ocasiones la duende parecía reflejar de manera precisa su estado de ánimo, descubrió que si se relajaba, ella podía estar con él. Aunque seguía temiendo su naturaleza volátil e impredecible, aprendía cómo no provocarla, a la vez que ella mostraba una sorprendente capacidad de ternura, e incluso de afecto, hacia él.
– No estoy diciendo eso. No digo que no me guste. De hecho, hay muchas cosas en ella que me gustan. Pero es peligrosa, a eso me refiero.
– ¡Tú eres peligrosa! ¿Qué hay del follón que armaste en Navidad?
– Aún no me has perdonado eso, ¿eh? Tu tío recibió una redecilla para el pelo, ¿y qué?
– No me refiero a los regalos. Me refiero a lo que ocurrió en la iglesia.
De manera inesperada la duende pareció triste.
– No tienes ni idea de lo solitaria que es la Navidad. -Y con presteza cambió de tema-. Vamos. Inclina el telescopio hacia el horizonte meridional. Sirio está brillando.
Los ojos de la duende se giraban hacia el cielo, pero su renovado interés en las estrellas era falso. Sufría por algo sobre lo que no podía hablar y Sam se sorprendió al sentir pena por ella. Se puso a mirar por el telescopio.
– Sirio es una palabra griega. Significa «brillante» o «abrasador». Nunca te lo he dicho, es mi nombre de estrella. Sirio.
Al decir su nombre, Sam creyó ver que la estrella refulgía con hilos de luces ultravioletas, doradas y carmesíes. Ella suspiró.
– Hay demasiada luz. Todas estas luces eléctricas artificiales que emanan de vuestras ciudades contaminan el cielo nocturno. Tú sufres. Todos sufrís sin saberlo.
– ¿Qué sufrimos?
– La pérdida de las estrellas.
Sam se sentía intimidado por la duende siempre que se encontraba en aquel estado de ánimo. Se retiró del telescopio y tomó notas en el diario que llevaba desde que comenzó a usar el telescopio. Miró su reloj de pulsera y anotó lo que había visto.
– Tengo que ver a Skelton otra vez -le dijo.
– ¿Al loquero? También es un asesino de estrellas. Es una puta Medusa. De su cabeza salen serpientes. Tú no puedes verlas, pero yo sí.
– Es un buen tipo. Mis padres le contaron lo que pasó con los regalos de Navidad. Ha concertado una cita adicional.
– Así que yo lo he causado, ¿no? No lo pretendía. Escucha, tengo miedo de él, de él en particular. Lo temo más que a Alice. Los dos vienen a por mí.
– ¿Siempre vas a estar rondándome?
– No. Ya que no quieres. Les despejas el camino a esos dos.
Volvió la mirada hacia el cielo, y vio que lloraba. La débil luz del cielo explotó como una estrella sobre una lágrima.
De repente había algo en ella sorprendentemente humano. Tenía las mallas rotas y agujereadas descubriendo pequeñas áreas de sus blancos y carnosos muslos, y la lana del corpiño estaba medio deshecha bajo su túnica. Las botas estaban arañadas, y se dio cuenta de que, aparte del gorro de Santa Claus y la chaqueta de motera que tenía en Coventry, había llevado la misma ropa desde el primer instante en que la vio y de que el vestuario se le estaba desintegrando lentamente.
– No pretendía entristecerte.
– Me muero, Sam -dijo-. Me muero.
– Lo siento -insistió-. De verdad que no quería que te pusieras triste.
Extendió la mano para tocarle el hombro, pero de repente se puso rígida y echó la cabeza hacia atrás como un caballo. Se limpió con rapidez las lágrimas y le enseñó los dientes afilados gruñendo.
– Que te jodan. Aléjate de mí.
Sin previo aviso, saltó al alféizar haciendo que el telescopio cayera al suelo. Sam luchó por coger el telescopio mientras ella abría la ventana y pudo ver cómo saltaba hacia la oscuridad de la noche. Se inclinó hacia fuera, hacia el cortante aire de febrero para ver adónde había ido, pero no había rastro de ella, ni arriba ni abajo.
Sam cerró la ventana con un gran golpe. El corazón le iba a toda velocidad. Extendió el brazo bajo la cama y alcanzó la caja que contenía el interceptor de pesadillas. Se puso el sensor en la nariz e hiperventiló hasta que se activó el despertador. Lo apagó rápidamente para no alertar a sus padres.
Desconectó la pinza de cocodrilo de la nariz y agarró su diario astronómico, que estaba abierto sobre la mesa. Debajo de la fecha había escrito: «En la constelación de Perseo, Algol tuvo un eclipse a las 23.45. Sirio mostraba brillantes colores. ¿Nos podemos recuperar de la pérdida de estrellas?». Sobre la colcha había una huella negra de bota.
De modo que no había estado soñando. El interceptor de pesadillas lo había demostrado. A menos que hubiese estado soñando que usaba el interceptor de pesadillas. Cerró las cortinas y se montó en la cama. Antes de prepararse para dormir, extendió el brazo y retiró las cortinas para mirar una vez más el cielo nocturno.
Sirio palidecía sobre el horizonte meridional.