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25. La habitación de la verdad

El beso siguió flotando en el aire durante meses, como un espíritu. Al haber sido ofrecido justo con la llegada del nuevo año, con la lengua de Alice insertada entre sus labios en algún momento neblinoso que separaba la primera de la última campanada del Big Ben emitida por la radio, no pertenecía ni al viejo año moribundo, ni tampoco había nacido dentro de la fiesta de celebración del nuevo. De modo que quedó flotando, congelado en el tiempo, sobre el umbral de la casa de Sam, ni dentro ni fuera, ignorado, un beso sin nacer.

No se habló de ello. Sam de hecho nunca se lo mencionó ni a Terry ni a Clive. En cualquier caso, Terry habría movido los ojos de manera sugerente, y Clive habría hecho una mueca de disgusto. A pesar del hecho de que Alice y él se sentaban juntos la mayoría de los días en el autobús escolar y hablaban de muchas cosas, el asunto nunca fue abordado. El beso mágico era como las nueces de Brasil y los dátiles: parecía no tener lugar en el mundo fuera de su existencia estacional.

Pero tampoco había sido un sueño. Ella lo había besado. La lengua le había hormigueado. Su mano tembló. Aunque pudiera ser que el asunto no fuese a más, el momento nunca podría desaparecer. Y así Sam vivió con él, en un estado casi místico, y desarrolló, cada vez que veía a Alice, el hábito nervioso de empujarse las gafas contra la nariz.

Lo más extraordinario era la manera en la que algunas personas de su alrededor parecían tener ligeras sospechas o saberlo a la perfección. Connie lo observaba con atención desde las navidades. A veces se giraba de repente y pillaba a su madre observándole, con el rostro lleno de preocupación. Entonces, una tarde en casa de Terry, Linda le dijo algo que le hizo ruborizarse de inmediato. No es que fuera algo inusual. La belleza de la adorable Linda se desplegaba de manera imparable. Llevaba pintalabios rosa y un perfume embriagador incluso en casa, de sus faldas cada vez más cortas nacían sus deslumbrantes muslos, delgados como un junco. Sus pechos desarrollados luchaban contra el blanco algodón de su camisa. Todo esto le provocaba una punzada cada vez que la veía. Sam no sabía cómo podía Terry soportar el vivir tan cerca de ella. Cada vez que veía a Linda con un nuevo vestido se sentía impelido a volver a casa y subir a su habitación para darse un frenético festín masturbatorio.

– Pareces diferente. -Linda había posado un liviano y perfumado dedo sobre su rojo cuello.

Llevaba unas botas de cuero hasta los muslos y una minifalda también de cuero negro.

– ¿En qué has estado metido?

– Sam siempre tiene aspecto de haberse encontrado una libra y haber perdido cinco -espetó Charlie, el tío de Terry.

– Correcto -dijo Linda pensativa mientras aún observaba a Sam-. Tienes aspecto de haber encontrado algo y de haberlo perdido más tarde.

Sam se levantó, mientras se empujaba las gafas contra la nariz.

– Tengo que irme a casa.

– Pregúntale a la chica si tiene alguna amiga para Terry -dijo Linda.

Sam se giró hecho una furia.

– Es broma -dijo ella.

Pero Skelton fue el peor y el más perspicaz.

La siguiente cita de Sam con Skelton se adelantó debido al fiasco de los regalos de Navidad. Connie se había quejado al médico de cabecera de que las visitas de Sam al psiquiatra estaban siendo inútiles. El doctor respondió a tal queja concertando una sesión extra de inutilidad, lo cual, extrañamente, pareció complacer a Connie.

Skelton también parecía haber sufrido ciertos cambios sutiles aunque perceptibles durante las vacaciones de Navidad. Estaba sentado tras su escritorio mientras se chupaba los dedos y pasaba lentamente las páginas de un expediente cuando a Sam lo condujeron hasta aquel despacho que le era tan familiar. Tenía el rostro rosado por los capilares reventados en la superficie de la piel, y el pelo rubio lo tenía peinado hacia arriba formando un grasiento tupé. Sus dientes amarillentos por la nicotina sobresalían más que nunca cuando hablaba.

– No, no, no. Sam, hijo mío, ¿qué te he dicho de comprarle una redecilla a tu tío por Navidad? ¿Eh?

– Nada -dijo Sam de repente envalentonado.

Skelton alzó los ojos del expediente.

– ¡Correcto! No te he dicho nada. ¿No crees que ha sido injusto por mi parte, muchacho? Me refiero a no haberte advertido. No haberte dicho que no compraras una redecilla de pelo para la calva de tu tío.

– No.

– Bien. Bien. Y bien, ¿a qué viene todo eso de los silbatos para perros y las pelucas de los Beatles?

– No fue culpa mía. Alguien me los cambió. Me refiero a que cambió los regalos. Yo compré calcetines y sales de baño, ese tipo de cosas. Después alguien los cambió.

– Ah, ya entiendo, como una broma. Y, ¿quién hizo el cambio según tu estimable opinión?

Sam se encogió de hombros.

– Probablemente la misma persona que me regaló el interceptor.

– ¿El interceptor?

– Sí. El interceptor de pesadillas.

Skelton dejó el expediente a un lado y cruzó los brazos.

– Cuéntame lo de ese interceptor de pesadillas.

De modo que Sam le contó con todo detalle la primera vez que Chris Morris, el padre de Terry que había disparado a su mujer, a los bebés, y finalmente a sí mismo debido a las avispas en el tarro de mermelada, le enseñó el aparato. Y de cómo Sam había entrado en el cobertizo y había intentado robar el interceptor de pesadillas el día en el que la duende le cortó el brazo, y que durante un tiempo había utilizado el interceptor de pesadillas siempre que aparecía la duende para comprobar si estaba soñando pero que siempre fracasaba, probando de manera definitiva que la duende no era un sueño.

Una vez que Sam hubo acabado Skelton lo miró lentamente, con la mandíbula entresacada mostrando los dientes inferiores.

– ¿Puedo ver el aparato?

– No -dijo Sam.

– ¡Aja! De modo que es como la duende que solo tú puedes verlo.

– No, me refiero a que no quiero que lo vea.

– ¿Por qué no?

– Lo voy a patentar algún día y a venderlo. Puede que me dé dinero. Así que no quiero que lo ande viendo la gente.

Skelton abrió los ojos de par en par. Entonces sonrió.

– No existe el puñetero interceptor de pesadillas, ¿verdad, chaval?

– Sí existe.

– Admítelo.

– Existe.

– Admite que no existe tal cosa.

– Existe. No es como la duende.

– ¡Ah! ¿Entonces admites que no existe la duende?

– No me refería a eso. Sabía que estaba usted pensando en lo que yo estaba pensando. La duende es real, pero solo yo puedo verla. Cualquiera puede ver el interceptor de pesadillas.

Skelton se levantó de la silla.

– Muchacho, algo ha cambiado en ti. Me pregunto, ¿qué será?

Skelton anduvo de acá para allá formando un semicírculo detrás de la silla de Sam. Sam sintió que el cuello se le ponía rojo. Skelton inclinó su rubicundo rostro sobre la espalda de Sam, parecía que le olía la región del cuello. Sam percibió retazos de güisqui y tabaco de pipa.

La nariz de Skelton se movió de forma vigorosa.

– Hum.

Hizo un sonido profundo como un zumbido.

– Hum. ¡Eso es! ¡Eso es! ¡Lo debería haber adivinado! ¡Hay una chica! Admítelo, sí chaval, hay una chica. Puedo olería, puedo oler a esa chica.

Sam no dijo nada.

Skelton retiró el rostro.

– ¡Je, je, je! ¡Una chica! ¡Je, je, je! ¿Estoy en lo cierto? No te avergüences, joven Sam, nadie hay más encantado que yo. No lo desapruebo en absoluto. ¿Me oyes? ¡En absoluto! Al contrario, yo y esa adorable chica podemos acabar con tus problemas. Yo y esa chica podemos darle una buena patada a la duende. ¿Puedes decirme su nombre?

Silencio.

– ¿Por favor? ¿Por favor?

– Alice.

– ¡Alice! ¡Hurra por Alice! ¡Esto hay que celebrarlo!

Skelton fue hasta la puerta, la abrió de golpe y llamó a su secretaria.

– Que no nos molesten, señorita Marsh. Por favor, ocúpese de ello.

Cerró la puerta, fue hasta el cajón de su escritorio y sacó media botella de güisqui y dos vasos con aspecto pegajoso.

– Solo un pequeño sorbito para un chico joven como tú, pero es una ocasión importante entre hombres.

Sirvió dos vasos, llenando más el suyo, y puso el vaso con menor cantidad en la mano de Sam.

– A la salud de todas las chicas, desde la primera a la última, a todas esas chicas tan adorables que nos salvan a los hombres de la ruina y los horrores de ser nosotros mismos. Bebe, muchacho, bebe.

Sam hizo lo que Skelton le decía y se bebió el güisqui de un trago. El fluido ambarino le abrasó la garganta e hizo que se le saltaran las lágrimas, pero quería mostrarle al viejo psiquiatra que daba la talla si se le trataba como a un adulto.

– ¿Ves todos esos libros? -Skelton agitó el vaso vacío hacia los montones de revistas de psiquiatría y manuales de psicoanálisis-. Ninguno de ellos puede hacer nada por ti que no pueda hacer una chica. En tu caso. No digo que se cumpla en todos los casos que me llegan, entiéndelo, sino en tu caso.

»Bueno, a ver, ¿sabes para lo que es? ¿Eh? ¿Ya has averiguado por ti mismo que no sirve para remover el té? ¿Qué no sirve para medir pasteles? Bueno, mi consejo es que vayas a ver a la adorable… ¿Alice, se llamaba?… que vayas a ver a la adorable Alice y se la metas, con su consentimiento, por supuesto, tanto como te lo permita. A ver, ¿sabes lo que es una goma?

Sam arrugó el rostro.

– ¿Cómo? ¿Tienes trece años y no sabes lo que es una goma? A ver, mira esto. -Skelton rebuscó en el cajón y pescó un pequeño paquete hecho con papel de aluminio.

Agitó el objeto bajo su nariz. Después lo dejó sobre la mesa. Sam podía leer la palabra «Telaraña» escrita sobre el papel, igual que en el que había encontrado en la chaqueta de Alice.

– Muchacho, la cosa es que no puedo dártelo. Lo haría, pero si lo encuentra tu madre, se produciría un terremoto, y a mí me echarían de los Boy Scouts y con razón. ¿Por qué? Porque tan solo tienes trece años. Aunque yo sé que tú sabes que estás totalmente preparado para ello. Esa es la verdad. A mí me pagan por encontrar la verdad. Mi trabajo es encontrar la verdad. Pero el problema en mi trabajo es que tras encontrar la verdad, tengo la obligación de no contársela a nadie. Ellos, esto es, los que están fuera de esta habitación, no quieren oír la verdad. Pero esta es la habitación de la verdad, y por eso te estoy diciendo lo que te estoy diciendo. La habitación de la verdad.

»Te diré dónde puedes conseguir por ti mismo uno de estos. Podrías conseguirlos en la farmacia, pero entrarías y saldrías con una botella de Lucozade, así que esto es lo que vas a hacer. Vas a esperar hasta que tus padres estén fuera, subes a su habitación y metes la mano entre el colchón y la base de la cama, cerca de la almohada. ¿Vale? Los encontrarás, tan seguro como que dos más dos son cuatro.

– ¿Cómo lo sabes?

– ¿Tienes hermanos o hermanas?

– No.

– Entonces los encontrarás. Coge solo uno, suelen venir en paquetes de tres, Dios sabe por qué, como si tres batallas por noche fuese la media nacional. El caso es que tu viejo pensará que se equivocó al contar. Eso es todo. Ahora vete. Y no digas ni una palabra de esto a nadie más, ¿entendido? Ni una puñetera palabra.

Sam se dio cuenta de que en algún lugar de la sobrecogedora cantidad de información que le había dado, Skelton había dejado de tratarlo como a un chico. En su mente, la perplejidad y la gratitud luchaban por sobresalir.

– Entiendo.

– Bien. Ahora vete. Tengo que inventarme algunas palabras rimbombantes y estúpidas que escribir sobre ti en este expediente. -Skelton volvió a llamarlo antes de que saliera del despacho-. Oye. Si cambias de idea sobre ese cacharro que has mencionado, la cosa esa de las pesadillas, me gustaría verlo. Bueno, si es que el objeto existe.

– Existe.

– Bueno pues me gustaría echarle un vistazo. Y prometo que no se lo diré a nadie.

Sam no dijo nada, tan solo cerró la puerta suavemente al salir. La señorita Marsh alzó la vista con su irritante sonrisa de ligera desaprobación. Sam abrió la boca y le eructó güisqui.

En cuanto pudo, Sam comprobó el consejo de Skelton. Esperó hasta que sus padres hubiesen salido, entró en la habitación, se arrodilló en un lado de la cama, hundió ambas manos entre el colchón y el somier y desplazó los dedos de derecha a izquierda. Los dedos de su mano izquierda se cerraron sobre una pequeña carterilla de cartón. Skelton tenía razón.

Quedaba un paquete de papel de aluminio en la carterilla. Sam titubeó. Examinó el paquete y leyó las instrucciones. No estaba seguro de si coger el último condón que quedaba. La puerta principal se abrió indicando que sus padres habían vuelto. Sam metió el condón en la carterilla, y lo volvió a colocar debajo del colchón antes de salir de la habitación.

Unos días más tardes, Sam se encontraba en los bosques de camino a ver a Alice. Desde el día en el que había visto al zorro mordisqueando dentro del hueco del árbol cubierto de nieve, Alice lo había animado a que se encontraran allí. Él se había resistido, por razones obvias. Pero ella había sido particularmente insistente, incluso lo había presionado. Le había prometido una sorpresa. Habían acordado encontrarse en un claro donde en una ocasión compartieron un pitillo.

En el instante en que Sam atravesó las lindes del bosque presintió que algo iba mal. Tentado de volverse atrás, Sam descubrió que el encanto de Alice era más fuerte que su ansiedad, y continuó. La nieve había desaparecido por completo, y el frío y cortante viento había secado los senderos llenos de desechos entre los abedules y los robles. Era media tarde. El cielo parecía haberse oscurecido demasiado temprano, y los bosques ya absorbían el manto de negrura que se acrecentaba.

Más adelante pudo ver a Alice que lo esperaba al borde del claro. Llevaba la chaqueta de cuero, una bufanda y manoplas. Apoyaba la espalda contra un roble, y tenía una rodilla alzada, de modo que el tacón y la suela del zapato estaban presionados contra la corteza del árbol. Al verlo, le dio una nerviosa calada al cigarrillo.

– Hola -dijo con voz demasiado alta-. ¿Cómo estás?

Había algo forzado y poco natural en la pregunta, como si de verdad necesitase ser respondida. Sam se quedó inmóvil. Alice parecía no querer mirarlo a los ojos. Agitó el flequillo y le dio otra calada al cigarrillo.

– ¿Qué es todo esto de una sorpresa? -dijo Sam.

– Ven. Te lo enseñaré. -Apagó la colilla del cigarrillo contra el árbol.

Estaba ruborizada. La luz sobre ella se tornó lila, como una advertencia.

– ¿Cuál es la sorpresa? -Sam se acercó.

Dos figuras en sombras salieron de detrás de un árbol.

– Somos nosotros -dijo uno de ellos.

Era Tooley. Llevaba el uniforme de explorador, al igual que su compañero. Tan solo le faltaba la pañoleta roja. El rostro de Tooley estaba lleno de horrorosas cicatrices. Una luna lívida le deformaba los pómulos como si una herradura de caballo, aún roja y en llamas, recién sacada de la forja, hubiese dejado allí su marca. Sus ojos oscuros humeaban por el odio.

Sam se giró a toda prisa, y corrió para caer en los brazos de Lance y de otro joven.

– Nada de eso -dijo Lance.

Le mostró a Sam una sonrisa familiar, exponiendo sus espeluznantes dientes podridos y negros. Sam pateó con fuerza, pero Tooley le saltó encima, y lo agarró del pelo. Con facilidad, consiguieron tumbarlo sobre el suelo.

– Veo que conoces a mi vieja amiga Alice -dijo Tooley.

– Desnudadlo -dijo Alice.

Los cuatro exploradores lo dejaron desnudo. Alice lo observaba todo sin mostrar interés mientras lo ataban a un roble. Cuando acabaron, Alice se acercó y examinó con desprecio el pene de Sam. Arrugó los labios ante lo que veía, lo agitó con fuerza con un dedo extendido antes de girarse.

Alice metió la mano en el bolsillo buscando el paquete de tabaco. Le dio uno a cada uno, y después les ofreció fuego. Todos fumaron con fuerza.

– Conseguid un coño muy rojo -les ordenó Tooley mientras examinaba el extremo encendido de su propio cigarrillo antes de darle otra apasionada chupada-. Que la punta esté bien roja.

Al entender lo que se proponían hacer, Sam se meó de miedo. Avanzaron juntos hacia él, con los cigarrillos como si fueran dardos apuntándole a la cara, al pecho y a los genitales.

– Esperad -dijo Alice.

Apartó el cigarrillo y le agarró las pelotas con la palma de la mano libre. Entonces sonrió. Los dientes brillaban anaranjados bajo la extraña luz lila. Estaban afilados. Abrió la mandíbula y se inclinó para morderle la entrepierna y al hacerlo Sam oyó una alarma que sonaba muy, muy lejana.

Se despertó aún hiperventilando. La pinza de cocodrilo se le deslizó de la nariz al incorporarse sobre la cama. Silenció la alarma del interceptor de pesadillas.

Era el mismo sueño horroroso. Lo había tenido en varias ocasiones, y sabía que lo tendría de nuevo. Entonces, avergonzado, comprobó que se había meado en la cama mientras dormía. Se desesperó.