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26. Autopergamino

Sam se pasó muchas noches en su dormitorio observando el cielo invernal con el telescopio. Connie pensaba que pasaba demasiado tiempo allí arriba. Aunque era incapaz de poner en palabras su preocupación, pensaba que no era bueno para él. Nev replicó que por qué le habían comprado entonces aquel telescopio tan condenadamente caro si no querían que lo usara.

Pero lo que no sabían era que tenía compañía.

Cuando observaba las estrellas, la duende siempre se mostraba absorta, lánguida, afectiva. Se apoyaba contra su costado, con un brazo sobre sus hombros, y posaba una mano en su pierna, acariciando suavemente sus muslos con una de sus largas uñas. Mientras, lo instruía en las tretas de las estrellas errantes.

– Castor, la blanca, y Pollux, la naranja. Los gemelos Géminis, que no son gemelos en absoluto. Y si tuvieses un telescopio más grande, verías que Castor es una hermosa estrella doble. Ahora gira hacia la derecha, hacia el oeste. Es hora de despedirse de Pegaso antes de que se hunda en el horizonte.

Sam observaba en silencio y con un asombro espléndido.

– ¿Y Andrómeda?

– Andrómeda estará bien posicionada dentro de tres noches.

A menudo Sam se sentaba desnudo en la ventana con la habitación a oscuras, y mientras las estrellas pasaban a través del cielo nocturno deslizaba su mano hasta sus genitales, para acariciarse el pene o rozarse los testículos. Y con el brillo de las estrellas, su pene se agrandaba sin que apenas necesitara sangre, hasta que él también señalaba a las estrellas. Temblando, con el ojo apretado contra el ocular, era atrapado por una imagen de la duende, desnuda. Y aunque intentaba expulsarla de su mente, la imagen podía incluso eclipsar a las estrellas que aparecían en la lente. Intuía por el olor que estaba sentada a su lado, y detectaba una ligera flexibilidad en sus miembros, y sabía que ella lo sabía. Y a menudo se imaginaba, en contra de un instinto lastimero en su interior, que desnudaba a la duende lentamente, con las manos y los miembros casi paralizados por la anticipación de lo que se revelaba bajo las ropas.

– ¿Quieres verme desnuda? -murmuró con timidez en una ocasión.

Se retiró del telescopio, y miró hacia delante sin responder, lo cual fue respuesta suficiente para ella. Hubo un susurro al quitarse la ropa con delicadeza, movió el pelo, el nailon siseó al ser enrollado a lo largo de sus delgados muslos y se produjo un breve brillo que casi atisbó al desprenderse por completo de la ropa interior. Entonces la miró.

Sam se sintió fuertemente impresionado. También se sintió intimidado por su crudo aspecto físico, mientras cambiaba el peso de manera muy ligera de un pie a otro, adelantando con delicadeza su pelvis hacia él, examinando sus reacciones. La densa y oscura mata por encima de las piernas, en contraste con su cremosa carne, era una explosión estelar de luz en negativo. Los rizos y bucles de su vello púbico arrancaban como llamas retorcidas dispersadas por una explosión energética en la fuente carnal de aquella asombrosa luz negra. Su coño, que le era ofrecido de manera agresiva, era hermoso, asombroso, devorador. Se sintió momentáneamente ciego.

Era como si en la habitación hubiese entrado una tercera fuerza. Primero estaba él, y después estaba la duende, y después ella había desvestido y liberado en la habitación aquel poder hambriento, aquella boca insaciable, y él entendió por primera vez que la impresión inicial según la cual el locus de una persona reside en el rostro, los ojos, la boca al hablar era infantil y totalmente incorrecta, que una fuerza bruta los guiaba y perdía. La carnalidad voraz vivía, se alimentaba y latía en las sombras, bajo el agua. Aquella intuición resonaba en él como una campana, y lo asustaba. La vulgaridad de la verdad lo paralizó, pero entendió de manera difusa que lo que asustaba era la propia vida.

En aquella primera ocasión sus dedos fríos se cerraron hábilmente sobre su polla erecta, y lo condujo, como a una criatura encadenada, hacia la cama. Ella pareció haber tomado una decisión, y suavizó el brutal asalto que había ejercido sobre él.

– ¿Quién quieres que sea? Seré cualquier persona menos Alice.

– Estás celosa.

– Te aleja de mí.

– ¿Puedes ser cualquier persona?

– Para ti, sí.

– Pues sé Linda.

– ¿Linda? ¿Quieres que sea Linda?

– Sí.

Y fue Linda, tumbada en su cama, desnuda, sonriendo, abierta para él. Olía igual que olía Linda, y adoptaba la misma voz que Linda. Se tumbó encima de ella y entró en su interior con facilidad, eyaculando casi tan pronto como sintió la calidez de sus muslos bajo su cuerpo. Y siempre, después de que él se corriese, la duende se había marchado, dejando tan solo la marca de su cabeza en la almohada y las sábanas brillando por la humedad del semen estrellado.

Clive se arrancó un padrastro de la yema del dedo. Había perforado la piel en repetidas ocasiones con un alfiler hasta que tuvo cantidad suficiente como para despellejar un fragmento del tamaño de medio sello. Ahora tenía que extraer sangre para escribir sus iniciales sobre la piel. Se pinchó el pulgar con el alfiler. Sam y Terry lo observaban con asombrada fascinación.

Justo el día en el que Clive tenía que hacer el examen especial, su rostro explotó con un desesperante brote de acné. Varias personas le dieron muchos consejos sobre lo que hacer, cómo debía de lavarse para tener más éxito, y lo que debía y no debía comer. Alguien en el colegio le había dicho incluso que el acné era causa de un exceso de masturbación. Clive, sin embargo, tuvo el buen juicio de consultar sobre esto último a Terry y a Sam, los cuales no tenían acné y admitían a las claras ser masturbadores crónicos.

A pesar de su visión realista sobre ese asunto en particular, Clive tenía un punto de vista bastante irracional. Echaba la culpa de su acné, por ejemplo, a asistir a la escuela Epstein.

– Tres cuartos de los alumnos del Epstein tienen un acné horrible -dijo con amargura mientras arrojaba una piedra al estanque-. ¡Tres cuartos!

El estanque estaba bordeado de copos de nieve, y el cielo tenía un azul blanquecino. Las profundidades del estanque habían adoptado el color de los helechos, y una dulce brisa traía premoniciones de la primavera.

– No son más que hormonas -dijo Terry.

– Eso no es más que una palabra. Tú y Sam tenéis hormonas. No, es ese puto colegio. Son todo chicos, y eso no ayuda en absoluto. Vosotros vais a colegios mixtos y mirad, nada de ese maldito acné.

– ¡Hay montones de chicos con espinillas en el colegio!

Pero Clive no escuchaba.

– Es algo que está dentro de ti que busca una salida. Si dentro de ti hay algo malo, créeme, con el tiempo saldrá a la luz.

– ¿Y escribir tu nombre con sangre sobre un trozo de piel va a curar el acné? -dijo Sam sin mucha compasión.

– Se llama «autopergamino», aunque no espero que lo entiendas. Es como uno de papel hecho con tu propia piel.

Clive era un chico infeliz. Tenía que pasar un examen antes de tiempo para acceder a Oxford y así demostrar que era capaz de asistir a la universidad seis años antes que cualquier otro chico. Un profesor había señalado de manera seca que la principal ventaja de ir a Oxford o a Cambridge era que te enseñaban a despreciar a los demás sin que jamás se diesen cuenta.

– Tú ya haces eso -había dicho Terry cuando Clive repitió aquel comentario-. Así que creo que deberías ir.

Aquello le dolió a Clive. Era muy consciente de la manera en que había sido separado de sus dos amigos, a pesar de que los otros dos fueran a colegios diferentes. Sentía que había perdido algo. Le dejaba perplejo la facilidad con la que Terry y Sam se relacionaban con la gente fuera de su círculo de amistad. Envidiaba lo relajados que parecían en presencia de las chicas. Se maravillaba de cómo ambos podían hablar con Alice sin tener que montar un conflicto inmediato, pues él no podía.

Clive se extrajo sangre del pulgar con el extremo del alfiler y escribió sus iniciales sobre el trocito de piel. Cuando acabó el trabajo, enterró el autopergamino en el suelo a un lado del estanque.

– Estoy dispuesto a intentar cualquier cosa -dijo.

Sam se despertó una mañana y encontró una boina de explorador en el suelo. Sintió un hormigueo que se movía en su corazón. Recogió la boina, y la habitación se ladeó de manera precaria.

No era su propia boina. No necesitaba abrir su armario para comprobar que allí estaba su boina verde, la camisa caqui, los pantalones cortos y la pañoleta roja, todo perfectamente planchado y doblado, pero a pesar de ello lo hizo. En cualquier caso, la boina que había aparecido sobre el suelo era de un tamaño mayor que la suya. Estaba más vieja, el borde de cuero estaba agrietado y medio despellejado. Olía claramente a gomina, a hojas podridas, y a mantillo de los bosques. Apestaba de manera innombrable, abrumadora, descorazonadora, al explorador muerto.

Era la boina de Tooley.

Sam miró por la ventana. Estaba abierta. Recordó que la duende lo había amenazado con que algún día dejaría algo que podría mostrarle al loquero. Su instinto inmediato fue quemar aquello, tal y como había hecho con la pañoleta. Escondió la boina bajo la cama hasta que pudo robar más parafina del cobertizo de herramientas de su padre. Llevó el combustible dentro de una botella de limonada hasta el estanque. Allí, solo, quemó la boina hasta dejarla totalmente chamuscada y lanzó las cenizas al agua a base de patadas.

– Cómete eso -le dijo al lucio.

Mientras tanto no pasaba un solo día sin que Sam mirase a Alice a los ojos intentando adivinar un retazo de una intimidad especial. Sabía que ella no había olvidado el beso. Su intuición le decía que ella sabía con qué ganas aguardaba alguna señal que proviniese de ella y que incluso sabía que le reconfortaba de forma patética cada sonrisa que le dirigía. Su intuición también le decía que había algo externo que actuaba como obstáculo.

Un viernes por la tarde, en el autobús de vuelta a casa, salió.

– ¿Qué haces este fin de semana?

Alice bostezó y miró por la ventana.

– Voy a ver a mi novio.

Sam se recuperó de inmediato.

– No me habías dicho que tenías novio.

– No me lo habías preguntado.

La noticia era aplastante y humillante. Todo el resto del viaje transcurrió en silencio hasta que Sam, agarrándose a un hilo de dignidad e intentando sonar vagamente interesado dijo:

– ¿Es alguien que yo conozca?

– No.

Entonces, después de un rato Alice ofreció de manera voluntaria algo más de información.

– Trabaja en Londres. Solo lo veo de vez en cuando. Cuando coincide que tiene que pasar por aquí con el coche.

¿Cuando pasa por aquí con el coche?, pensó Sam. Allí estaba Alice, de catorce años, apenas un año mayor que él, y tenía un novio que trabajaba en Londres y conducía un coche.

– Joder, ¿cuántos años tiene?

– Veintidós.

Sam estaba enfadado. ¿Cómo se le ocurría salir con alguien tan asquerosamente viejo? Su mente volvió en un instante a los trozos de carta que había encontrado en el bolsillo de la chaqueta de cuero y al trozo de papel de plata arrugado.

– ¿Sustancia ligera, vaporosa?

– ¿Qué?

– ¿Telaraña? ¿Algo muy ligero?

– ¿De qué estás hablando?

– ¿Te gustaría saberlo?

– Estás loco. Estás como una cabra. -Tocó el timbre para que el autobús se detuviera-. ¿Quieres venirte a mi casa?

¿La casa de Alice? Sam solo había visto la casa de Alice desde el exterior.

– ¿Cuándo?

– Mañana. Ven por la tarde.

– Creía que ibas a ver a tu novio.

– Tú ven de todas formas.

Y así Sam finalmente conoció a la madre de Alice. Alice era la única persona que Sam conociese que vivía en una casa independiente con un camino de grava impresionante bordeado por árboles. En cualquier caso, a la casa le hacía falta una reforma. Al inspeccionarla desde más cerca, se podía ver que el tejado estaba agujereado y que en los lados de la casa faltaban trozos de escayola. Cuando llegó a la puerta, sobre la grava había un elegante Jaguar deportivo de color verde. El llamador de hierro con forma de cabeza de perro golpeó tímidamente la puerta. Alice salió a abrir.

Sam había sentido curiosidad durante algún tiempo sobre el carácter de la madre de Alice, June. Alice le había dicho que ahora era escritora, pero que había sido bailarina en un coro. Se ganaba la vida escribiendo los versos que hay dentro de las tarjetas de felicitación. A Sam le intimidaba la idea de conocer a una escritora. Era como si te advirtieran que la persona que estás a punto de conocer tiene joroba o es tuerta, o está manca.

Sin embargo, la habitación en la que entró era decepcionante. Había imaginado una exhibición de vida bohemia en el hábitat de la escritora. Al menos debería haber habido un cráneo humano sobre el mantel, o un sarcófago egipcio en el pasillo. En lugar de ello había acres de cretona, papel aterciopelado en las paredes, y un piano de pie contra una de ellas. June Brennan satisfacía algunas expectativas. Por ejemplo, aunque su rostro estaba fuertemente maquillado, aún no se había desprendido de su camisón. Se reclinaba sobre el sofá, mientras daba sorbitos de una copa de vino blanco. Sus pies desnudos descansaban sobre el regazo de un joven.

– ¿Quién es este? -preguntó con un tono no del todo arisco.

El joven alzó los ojos hacia Sam. Tenía el pelo rizado y rubio y mostraba una piel bronceada mediterránea. Una sonrisa sin humor le cruzó los labios mientras Alice los presentaba.

– Es Sam.

– Nos sentimos honrados, Samuel -dijo June alzando la copa. Había un acento extraño en su voz.

– No es normal que traiga a sus novios, vaya.

Esta última palabra restalló como un látigo sobre el costado de un caballo. Significase lo que significase, Sam no lo entendió. Eran las dos de la tarde del domingo y se dio cuenta de que la Madre de Alice estaba achispada.

– Lleva a Samuel arriba, Alice. Id a jugar al Monopoly o a lo que sea.

– Vamos -dijo Alice apesadumbrada.

Nunca antes había echado un vistazo Sam al cuarto de una chica. Terry y él en una ocasión se habían colado en la habitación de Linda, pero los habían pillado y los habían echado de allí de manera poco cortés. Las paredes de Alice estaban cubiertas de carteles de estrellas del pop: Animals, Kinks, Yardbirds, los Who, unos tipos con el pelo blanco llamados Heinz. La cómoda estaba adornada con premios de hípica y pequeños trofeos. Sobre el suelo había un tocadiscos abierto, con un disco preparado para sonar. Alice colocó la aguja, subió el volumen y cerró la puerta del dormitorio. De pronto sonaron los Troggs cantando With a Girl Like You mientras ella y Sam se sentaban en el suelo.

– No hagas caso. Ella siempre es así.

– ¿Siempre está borracha?

– Casi. Por eso nunca te he traído antes.

– ¿Y por qué hoy?

Alice se encogió de hombros, se giró hacia el espejo sobre la cómoda y comenzó a cepillarse el pelo con fuerza.

– Por un segundo -dijo Sam-, creí que ese tipo que está abajo era tu novio.

– Lo es.

– ¿De verdad? -soltó Sam-. Parecía más el novio de tu madre. Los ojos de Alice brillaron por un instante en el espejo. Dejó caer el cepillo sobre su regazo.

– Es complicado. Ella no lo sabe.

El disco se detuvo y en el silencio, Sam oyó los crujidos de su propia mente intentando averiguar cuál era la complicación. Alice se inclinó y elevó el brazo del tocadiscos por encima del eje para que el disco volviera a sonar.

– Me gusta escuchar la misma canción una y otra vez. Le pone de los nervios.

– ¿Por qué no te echas un novio más de tu edad?

– ¿Qué? ¿De por aquí cerca? Todos los de Redstone están chapados a la antigua.

En eso estuvo de acuerdo. Todo el mundo en Redstone estaba chapado a la antigua. También tenía una idea bastante clara de por qué lo había llevado allí aquella tarde.

– ¿Tú?

– ¿Yo qué?

– Sustancia ligera, vaporosa. Algo delicado.

– ¿Qué?

– No merece la pena pasarse toda la noche llorando.

– Odio cuando te pones a hablar así.

Quería decirle que había leído los fragmentos de la carta que había escrito, según sospechaba, al joven que estaba en el piso de abajo. Pero dijo en su lugar:

– ¿Sabes lo que es un autopergamino?

– No.

– ¿Tienes un alfiler? Te lo mostraré.

El disco se paró, la aguja se elevó y volvió al principio. Sonaron unos segundos de siseo del vinilo sin grabar antes de que la música sonara de nuevo.

Alice sostuvo su autopergamino en alto bajo la luz con un par de pinzas. Sobre el fragmento de piel estaban sus iniciales A. L. B. trazadas con sangre. Durante quince segundos fue fascinante. Entonces con cuidado la dejó sobre la cómoda.

– Voy a hacer café.

Se levantó y bajó las escaleras.

Sam sacó una caja de cerillas del bolsillo y, con las pinzas, presionó juntos los dos trozos de piel. Entonces los dejó caer dentro de la cajetilla. Después abrió la ventana. Le iba a decir a Alice que el viento se había llevado el autopergamino. La duende le robaba los dientes, y ella robaba semen. Él le robaría a Alice piel y sangre. Se le pasó por la cabeza que a la duende puede que no lo gustase aquella magia, aquel autopergamino blasfemo. Podía enfadarse. Le entró un escalofrió.

Alice volvió con dos tazas de café instantáneo.

– Acabo de oír algo en las noticias -dijo-. En la tele, abajo. Estaban en el bosque. Acaban de encontrar un cuerpo en el bosque de Wistman. ¡Oye! ¿Estás bien? Sam, ¿estás bien?