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27. Nemesis

Después de que Sam dejara a Alice, se fue directo a casa de Clive. Le temblaban las manos mientras golpeaba la puerta con el llamador. No había luces y era bastante obvio que no había nadie en casa. A pesar de ello, llamó tres veces muy alto. Finalmente fue a la parte de atrás de la casa, pensando con desesperación cómo podía dejarle a Clive un mensaje de aviso. Apoyó la cabeza contra la pared, presionando el rostro contra la superficie irregular de guijarros, por un momento creyó que iba a vomitar. El ángulo de la pared se balanceó de forma radical.

Alzó los ojos. La ventana pequeña de la habitación de Clive estaba abierta. Se le ocurrió que si escalaba hasta el tejado que estaba por debajo de la habitación, podría colarse por la ventana y dejarle una nota a Clive. Tras encontrar varios ladrillos en el jardín, los apiló con cuidado uno encima de otro. Se alzó sobre la pila de ladrillos y pudo izar la barbilla sobre el reborde del tejado plano. Entonces los ladrillos se derrumbaron bajo los pies y se golpeó la barbilla contra el tejado. Cayó hacia atrás y escupió sangre a la par que se acariciaba la barbilla. En la boca le bailaba un canino desprendido.

Abandonó la idea de irrumpir en el dormitorio de Clive. Con cuidado, devolvió los ladrillos al lugar donde los había encontrado para ocultar los signos de su visita, cerró la cancela tras salir y partió hacia la casa de Terry. Parecía que sus piernas se moviesen independientes de su ser, haciendo que avanzara a zancadas torpes e irregulares. Un extraño que pasó por su lado lo miró de reojo.

Había sido adiestrado para usar la puerta trasera de la casa de Terry. Allí estaba Dot, la tía de Terry con la puerta abierta de par en par mientras disipaba el humo de la cocina con un trapo. Una sartén casi había ardido. Dot no podía dedicarle mucho tiempo. ¿Acaso no sabía que Terry se había ido al partido de fútbol? Sam se retiró mientras Dot aún movía enérgicamente el trapo.

Para cuando llegó a casa temblaba violentamente, pues esperaba ver un escuadrón de coches de policía aparcados delante, con las luces azules agitándose en el aire. Intentó deslizarse hasta su habitación sin ser visto pero se encontró con Connie que bajaba hacia la planta baja. Se quedó paralizado con un pie sobre el último escalón.

– Has vuelto -dijo Connie.

– ¿Han estado?

– ¿Quién?

– Alguien.

Connie de repente notó que temblaba. Le puso una mano en la frente.

– Tienes fiebre. Estás ardiendo. Vamos arriba, que te voy a meter en la cama. ¿Qué has estado haciendo todo el día?

Connie obligó a Sam a meterse en la cama. Le trajo algo caliente y dos aspirinas. Simuló quedarse dormido de inmediato. Connie lo miró y le volvió a tocar la frente antes de apagar la luz. Cerró la puerta con cuidado y se fue al piso de abajo. Sam se quedó tumbado, temblando en la oscuridad durante un tiempo.

Entonces llegó la duende.

Y la duende había cambiado.

Se manifestó como una luz titilante sobre el suelo, a unos centímetros de la cama de Sam. Sam se dio cuenta que era la duende en tamaño diminuto, de pocos centímetros de altura. La fiebre le subió mientras observaba la brillante visión. Entonces la luz murió, y la figura se hinchó a toda velocidad, como una sombra que llenaba el espacio circundante hasta que dio con la cabeza en el techo de la habitación. La forma femenina había desaparecido.

La sombra andrógina lo miró lentamente con un ojo brillante y torvo. La negra maraña de rizos y bucles se agitaban en la oscuridad. Había vuelto el viejo olor, el olor rancio del duende infantil, el olor a establo y a campo, pero con un nuevo olor químico, un olor a corrosión, un tufillo a quemado. Las ropas del duende flotaban hechas harapos, las mallas a rayas apenas se veían.

El duende, pues ya no se podía decir que fuese un ser femenino, se movió a través de la habitación extendiendo su inmensa cabeza hacia él.

En el menguante espacio del dormitorio, los dientes afilados brillaron, amenazadores, depredadores, cada vez más cerca. Sam sintió el infecto aliento sobre su cuello.

– No deberías haber hecho eso.

– Haber hecho ¿qué?

– El autopergamino. Eso de la piel y la sangre. No deberías haberlo hecho. ¿Acaso no te he cuidado? -El duende agarró la caja de cerillas donde Sam guardaba el autopergamino y el mechón de pelo robado del peine de Alice-. ¿No lo he hecho?

– Sí.

– ¿Acaso no te he protegido? ¿No he sido yo?

– Sí.

– Les voy a decir que fuiste tú. ¿Te llegó la boina?

– Por favor, no.

– Tienes que pagar. Es mi turno.

– No. Por favor.

– Sangre y piel, Sam. Sangre y piel.

– ¡Por favor!

El duende extendió una mano con forma de garra apestosa y lo agarró de la tráquea, forzando su cabeza hacia atrás contra la almohada. Sam pateó, y el duende colocó una enorme rodilla contra su pecho cerca del cuello y lo ahogó. Sam no podía respirar. Le dolía el cuello. No podía gritar. El duende le metió la mano en la boca con sus pútridos dedos y agarró uno de los dientes flojos entre el pulgar y el índice. Un dolor desgarrador y candente explotó en su cabeza cuando la raíz del diente tiró del nervio. Sam intentó gritar mientras el duende tironeaba violentamente del diente atrás y adelante, pero el agarre sobre la tráquea impedía cualquier ruido excepto un leve jadeo. El dolor explotaba en olas insoportables una y otra vez, cada latido era un pequeño fogonazo de agonía cargado de electricidad.

Entonces el diente salió, con una espantosa eyaculación, directo hasta la mano del duende. Un viento frío entró rellenando la cavidad que había quedado en la encía. El puño del duende se cerró sobre el sanguinolento diente antes de encerrarlo en la caja de cerillas. Sam oyó un viento rugiente y vio al duende babeando triunfante antes de perder la conciencia.

– Laringitis -dijo el doctor raudo mientras guardaba los tentáculos del estetoscopio en la vieja cartera de cuero.

Sam estaba en la cama con los ojos cerrados mientras el médico hablaba con Connie.

– Tiene laringitis. Por eso tiene la garganta tan inflamada y está ronco. Intente que beba todo lo que pueda. No se preocupe si balbucea. Delira un poco, pero los antibióticos harán que le baje la fiebre.

El médico había estado en la casa menos de un minuto, y se había ido dejando a Connie y a Nev mirándose el uno al otro.

– Supongo que no les gusta que se les llame los domingos -dijo Connie.

Sam se pasó el resto del día deslizándose con impotencia entre la vigilia y el sueño. Cada vez que recobraba la conciencia presionaba la lengua contra la nueva cavidad que tenía en la boca, mientras aguardaba a que la policía llamara a la puerta. Era atormentado por imágenes de sí mismo y los otros chicos siendo interrogados por los detectives de las libretas, siendo llevados a tribunales para ser enviados a correccionales juveniles. Ahora era imposible contactar con Terry o Clive antes de que llegase la policía. Era tan solo cuestión de tiempo. Se rindió ante lo inevitable.

Transcurrió el lunes, y no ocurrió nada. Sam pasó el martes en cama, esperando, esperando a que alguien llamase a la puerta. Pero nadie apareció hasta el miércoles por la tarde. Sam oyó voces abajo, y aunque se esforzó por escuchar, no podía determinar quién era o qué decían.

Entonces la puerta de la habitación se abrió lentamente y aparecieron los rostros redondos como la luna de Clive y Terry. Parecían espantados, rígidos e incómodos. Acompañados por Connie, los chicos entraron en la habitación.

– Tus amigos han venido a verte -dijo-. Les he dicho que solo pueden decirte hola, porque aún no estás tan bien como para recibir visitas.

Los ojos de Terry parecían estar a punto de salirse. Los de Clive ardían. Connie se quedó detrás de ellos. Estaban de pie junto a la cama, cambiando el peso de pierna a pierna de manera incómoda.

– ¿Cómo estás? -dijo Terry.

– Sí -dijo Clive-. ¿Cómo estás?

Sam intentaba con desesperación leer los extraños códigos, señales y mensajes detrás de aquellos ojos que no pestañeaban. Miró a su madre que estaba detrás con las manos en las caderas. No mostraba signos de irse.

– No muy bien.

– No muy bien. Parece que mal -dijo Clive.

– Oh -dijo Connie-, no es para tanto. Estará en pie en un día o dos.

– Estarás fuera de peligro muy pronto. -Terry alzó una ceja.

– Fuera de peligro -asintió Clive.

Sam preció encogerse.

– Será mejor que lo dejemos -dijo Connie-. Volveréis dentro de un día o dos, ¿verdad, chicos?

– Sí-dijo Clive-. Es mejor no hablar con faringitis. Es mejor no decir nada.

– Mejor no decir nada de nada -dijo Terry-. Ni una palabra.

– ¡Por Dios! Hacéis que suene peor de lo que es. -Connie se rió y los condujo fuera de la habitación-. No se está muriendo, ¿sabéis?

Sam oyó que la puerta principal se cerraba y se quedó contemplando el techo. «Fuera de peligro.» «Mejor no decir nada.» «Fuera de peligro.» Las palabras resonaron como en un pozo negro. «Fuera de peligro.» Se sintió cabalgando por una tierra suave y negra, que se deslizaba y temblaba bajo él hacia un pozo de laderas empinadas, un agujero que apestaba aunque de un modo extrañamente reconfortante a moho de hojas y raíces de árboles, hasta que el fondo del mundo ascendió lentamente con una explosión silenciosa y él caía, caía a través del espacio, entre las estrellas, estrellas que lo miraban con interés pero con fría energía.