37311.fb2 Amigos nocturnos - читать онлайн бесплатно полную версию книги . Страница 31

Amigos nocturnos - читать онлайн бесплатно полную версию книги . Страница 31

29. La fiesta de Alice

De repente Sam tenía otro amigo con quien sentarse en el autobús para ir y venir del colegio. El traslado de Clive desde la Fundación Epstein al más democrático Tomás de Aquino fue efectuado con una rapidez extraordinaria. Eric Rogers se había mostrado inamovible. La Funda ción Epstein, opinó tras ser informado sobre el desastroso rendimiento de Clive en el examen, no había hecho nada sino convertir a su pequeño niño normal en un mocoso obstinado que era más listo que los demás en todo y que utilizaba un lenguaje estupendo para contárselo a los demás.

Era tan modesto sobre las habilidades intelectuales de Clive como sobre las suyas propias.

– No puedes echar un litro de agua en un recipiente de medio litro -le dijo a todo el mundo-. Mira lo que ocurre.

Y aunque a Clive no le gustaba especialmente pensar que él era un recipiente de medio litro (aún había cierta espuma elitista de la Fundación Epstein que se resistía a dejar el barco) cuando su padre ordenó que volviese a un «colegio normal para chicos normales», no puso objeción. Incluso creía, dentro de su cabeza rebosante de ideas, que el cambio podría curar su terrible acné.

El día que Clive apareció con una prístina chaqueta del Tomás de Aquino para comenzar su primer día en la nueva escuela, a Sam se le presentó un dilema. ¿Debía sentarse con su antiguo amigo de la infancia, a quien era leal hasta el punto de haber asesinado a otro ser humano, o con aquella chica sexualmente precoz, incitadora, fragrante, descorazonadora llamada Alice? De camino al colegio aquella mañana, no pudo hacer otra cosa que sentarse junto a Clive, a pesar de que, cuando Alice subió al autobús en la siguiente parada, la vio dudar de manera muy ligera cuando vio a su amigo. Fue como sentir que el corazón se detenía durante medio latido, o quizá un cuarto de latido. Pero creyó que resolvería el problema sentándose junto a Alice para el viaje de vuelta, dejando que Clive se sentase en el asiento frente a ellos. Mientras Alice hablaba animadamente, Clive miró con aire deprimido por la ventana hasta llegar a casa. Aquella disposición se convirtió en la rutina diaria, nunca varió, nunca fue comentada.

Era la estación de los jacintos cuando la policía comenzó a interesarse de nuevo por el bosque de Wistman. Sam, Alice y Clive estaban sentados junto al estanque un domingo por la tarde, disfrutando del tiempo primaveral. Terry esperaba para jugar al fútbol en el campo que tenían detrás. Como ya les tomaba la delantera a los de su edad en el fútbol escolar, había conseguido meterse en el banquillo de los reservas del equipo b de Redstone. Era el jugador más joven que jamás había vestido la camiseta roja y azul del Redstone. El cielo estaba despejado, y las efímeras aleteaban cerca de la superficie del estanque. Con los gritos de los futbolistas que chutaban detrás de ellos de fondo, Alice explicó lo que había oído.

– Van a hacer una nueva búsqueda en el bosque; decían eso en el Telegraph de anoche.

La policía no había hecho ningún progreso en la identificación del cadáver que habían desenterrado. Las peticiones de información no habían dado resultado para nada. Se iba a hacer una nueva búsqueda con la esperanza de que deparase más pruebas.

Sam y Clive miraban el agua. El tranquilo estanque reflejaba perfectamente los árboles, arbustos y jacintos que crecían cerca de la orilla cerniéndose sobre él. La piel del agua casi se podría haber enrollado como un tapiz, para ser robada y llevada a casa. Alice los observó con atención.

– ¿Os pone eso nerviosos?

Ninguno de los dos respondió.

– ¿Y bien?

– ¿Por qué habría de ponernos nerviosos? -dijo Clive. -Sam me lo contó.

– ¿Qué te contó?

– Ya sabes. Y sé que te dijo que me lo contó.

– ¿De qué habla, Sam?

– No sé.

Sonó un silbato. Hubo gritos de júbilo. Habían marcado un gol.

– Habla de aquella vez -dijo Sam- cuando le tomé el pelo.

– Oh, eso -dijo Clive-. Algunos se creen cualquier cosa que les digas.

– Vi el rostro de Sam aquel día. No creo que estuviese bromeando.

– Claro, claro, Alice.

– Lo que tú digas.

– Vais a tener que moverlo.

Sam y Clive se giraron para mirarla. El cielo se reflejaba en sus ojos sinceros e inmaculados. Se levantó y, apoyando la espalda contra el tronco, encendió un cigarrillo y exhaló el humo vertical-mente.

– ¿Sabes cuál es tu problema, Alice? -dijo Sam simulando reír-. No sabes diferenciar la fantasía de la realidad. Ese es tu problema.

– Puedo ayudaros -dijo en voz baja-. Si me dejáis.

Cuando sonó el pitido final, anduvieron hasta el campo de fútbol. Los jugadores se dirigían hacia los vestuarios. Terry le estrechaba la mano a los contrarios. Clive marchaba en cabeza.

– ¿Has jugado? -preguntó para que lo escuchara el entrenador del equipo, un pequeño hombre con sobrepeso y una gorra de trapo.

– Los últimos dos minutos -dijo Terry mientras marchaba corriendo con los otros jugadores.

– ¿Dos minutos? -Clive escupió disgustado-. ¡No merece la pena ducharse entonces!

– El chaval tan solo tiene trece años -ladró el entrenador-. Los otros son adultos.

– ¡Puede regatear a cualquiera de tus jugadores! ¡Podría humillaros tácticamente a todos vosotros! ¡Nunca vais a ver un talento igual en Redstone!

Clive se marchó con Sam y Alice tras él. El entrenador les clavó la mirada, con la boca arrugada en un gesto de desprecio sin palabras.

– ¿Qué sabes de fútbol? -dijo Sam con una sonrisita.

Clive se detuvo en seco.

– Nada. Pero creo en Terry. De manera absoluta. Creo en mis amigos, en todo lo que hacen. Creo en Terry. Creo en ti, Sam. Y creo en ti, Alice.

Clive caminó en dirección de los vestuarios para ver a Terry.

– Parece que acabas de ser admitida en la pandilla -le dijo Sam a Alice.

Alice no parecía segura de seguir queriendo formar parte de ella.

– Tenemos que mover el cuerpo antes de que la policía lo encuentre -dijo Clive.

Terry estaba sentado sobre el asiento de cuero del Morris, con la cabeza entre las manos, con el cabello aún húmedo de la ducha tras el partido. Sam se sentaba sobre una rama baja, moviendo las piernas de manera nerviosa. Alice se había ido a casa.

– Quizá sea mejor -dijo Sam débilmente- no tocar nada. No decir nada. No reconocer nada. Seguir con la cabeza agachada.

– Es tan solo cuestión de tiempo que lo encuentren -dijo Clive-. Entonces irán a los exploradores. Después vendrán a por nosotros.

– ¿Cuál es tu idea? -dijo Terry.

Clive dejó escapar un profundo suspiro.

– Conseguimos una lona. La enrollamos alrededor del cuerpo. Lo traemos aquí. Le atamos unos pesos.

Entonces recogió una piedra y la tiró al centro del estanque. Salpicó ruidosamente, enviando ondas concéntricas hacia la orilla.

– Me parece que es bastante profundo. Y sabemos que ahí hay cosas que comen carne. El lucio y otras cosas.

– ¡Oh, Dios!, ¡oh Dios! -gimió Terry.

– Lo haremos de noche -continuó Clive-. Tarde.

– No va a funcionar -se quejó Sam.

– ¿Hay otra cosa que podamos hacer? -gimió Terry.

– ¿Como qué? No podemos enterrarlo en el bosque. Los perros de la policía lo olerían. La única otra opción, tal como yo lo veo, es que nos entreguemos. -A nadie le gustó la idea-. Entonces, ¿estamos de acuerdo?

– ¿Qué hay de Alice? -dijo Sam.

– Nada de eso.

– No estoy seguro de que podamos arreglárnoslas solos. Nos podría ayudar a transportarlo.

– No.

– ¿Se ha ofrecido a ayudar? -preguntó Terry.

– Sí. Podría sernos útil. De muchas formas. Para empezar, vamos a necesitar explicar ciertas cosas.

– Me niego en redondo -insistió Clive-. No voy ni siquiera a pensar en ello.

– Clive, te ganamos en votos -dijo Terry-. Esta noche. Lo haremos esta noche.

Sam le dijo a sus padres que tanto la familia de Clive como la de Terry estaban de acuerdo, y que si se negaban, iba a parecer un crío y nunca podría mirar a la cara a sus amigos. Clive y Terry usaron el mismo argumento. Los tres chicos dieron el número de teléfono de Alice, ya que la madre de Alice se había ofrecido a tranquilizar el nerviosismo que pudiese tener cualquiera con respecto a la aventura. Nev y Connie no tenían teléfono. Dot, la tía de Terry y el tío Charlie, acababan de instalar uno, y ya que los dos odiaban usarlo, hicieron que Linda telefoneara por ellos. Una señora de habla muy elocuente que decía ser la madre de Alice convenció a Linda de que había sitio suficiente en la casa para que los chicos se quedaran a dormir tras la fiesta de cumpleaños de Alice. Enviaron a Linda para que les dijera a Connie y a Nev que todo iba bien.

– ¿Bebe? -le susurró Linda a Sam-. Sonaba un poco achispada, y tan solo son las seis y media.

Eric y Betty Rogers fueron, sin embargo, más obstinados y por un tiempo pareció que Clive tendría que recurrir al expeditivo método de saltar por la ventana en mitad de la noche. Pero entonces, una rabieta bien programada, culpando de todos sus males y miserias a la Funda ción Epstein y al hecho de que nunca se le hubiese permitido ni una brizna de normalidad, no como a Terry y a Sam, a los que les permitían quedarse a dormir en casa de Alice, consiguió doblegar la voluntad de sus padres.

– Tampoco van a meterse en líos a su edad -razonó Betty.

Eric, que no se hacía ilusiones con respecto a lo que podían o no podían hacer unos niños de trece años, prefirió no contestar. Betty, que se había pasado la tarde horneando, glaseó con cuidado un pastel con el nombre de Alice e insistió en que Clive lo llevara a la fiesta.

La idea había sido de la propia Alice. Después de que los chicos llegaran a su casa, los condujo rápidamente a su dormitorio y puso la música muy alta mientras su madre se maquillaba para pasar la noche en la ciudad. Alice sabía por experiencia que June no volvería hasta las dos o las tres de la mañana, y que llegaría efusiva por la ginebra bebida. Cualquier llamada después de las seis podría ser atendida por Alice simulando su voz, mientras la voz genuina se empapaba en un baño perfumado mientras la música de Vivaldi atronaba, con estallidos de cañón, desde el dormitorio.

Y así a las ocho y media los tres chicos llegaron a casa de Alice, cada uno cargando un saco de dormir y una botella de sidra Woodpecker. Clive además suministró avergonzado un gran pastel glaseado, Sam un paquete de cigarrillos y Terry una sonrisa helada de desconcierto que reflejaba una admiración hacia Alice que crecía por minutos.

Pusieron discos, bebieron sidra y fumaron cigarrillos. Se comieron el pastel.

A media noche los tres chicos esperaban agazapados tras un seto junto a una cancela de cinco barrotes. La cancela daba a un campo adyacente al bosque de Wistman. Habían robado una gran lona de una obra cercana, y allí comenzaron los problemas. Mientras cortaban las cuerdas que ataban la lona a unos materiales de construcción Clive se había rajado con la navaja suiza. Después la lona era tan increíblemente pesada que hacían falta dos de ellos para transportarla. Estaban exhaustos y mugrientos antes de ni siquiera entrar en el bosque.

Una luna creciente iluminaba el campo y la carretera junto al seto, era el tipo de luna que no deseaban tener. Unas cuantas nubes pasajeras no eran suficientes para aminorar su luz.

– ¿Y si ella no viene? -dijo Clive, mientras se succionaba la herida.

– Vendrá.

– He estado pensando en ese otro cuerpo que han encontrado en el bosque -dijo Clive-. La policía dijo que ha estado ahí siete u ocho años.

– ¿Y qué? -dijo Terry inquieto.

– Bueno, he estado calculando la edad que teníamos entonces. Me imagino que la persona, quienquiera que fuese, debía de haber sido asesinada más o menos en la época… más o menos cuando…

La voz de Clive se apagó cuando vio el rostro de Terry. Tenía los ojos cerrados y los párpados le aleteaban con fuerza.

– ¡Cállate! -siseó Sam-. ¡Cierra el pico!

En la carretera aparecieron las luces de un coche, se tumbaron del todo en el suelo hasta mucho después de que hubiera pasado. Tras unos minutos oyeron el relincho de un caballo y Alice apareció bajo la luz de la luna. La chaqueta de cuero brillaba. Conducía a la yegua a manchas por el campo cubierto de hierba al otro lado de la carretera. La chica y el caballo parecían deslizarse en silencio a través del campo. De la hierba se alzaba una neblina con el galopar del animal.

– ¡Está aquí! ¡Lo ha conseguido!

Se detuvo en una cancela al otro lado de la carretera, jugueteando con el pestillo. El caballo agitó la cabeza y su aliento era como una lanza plateada en el aire nocturno. De repente las luces de otro coche que avanzaba hacia ellos aparecieron en la carretera.

– ¡Atrás! -gritó Sam-. ¡Atrás!

Alice retrocedió en cuclillas mientras tironeaba con fuerza de las riendas del caballo que se alejó al trote de la cancela. Los chicos volvieron a tumbarse sobre el suelo.

Pero el coche no pasó a toda velocidad como habían supuesto. Aminoró al acercarse, se detuvo en mitad de la carretera y después avanzó hacia la cancela de entrada. Los faros barrieron el campo haciendo que los árboles en la linde del bosque de Wistman se recortaran claramente. Oyeron el crujido del freno de mano antes de que las luces disminuyeran y el motor se apagara. El coche se había detenido al otro lado del seto, a no más de dos metros de donde los chicos estaban tumbados.

Mantuvieron las cabezas agachadas por un tiempo. Tras unos minutos, del coche les llegó un gimoteo, seguido por un profundo suspiro.

Clive, con un lado del rostro apretado contra el suelo, murmuró un insulto. Era una pareja acaramelada.

– Puede que estén ahí horas.

– Depende -susurró Terry a través de los dientes apretados.

– ¿De qué? -Sam pensaba en Alice tratando de mantener al caballo en silencio al otro lado de la carretera.

– De si ella cede.

Esperaron. Del interior del coche les llegó un ligero chillido de protesta. Entonces se volvió a hacer el silencio. Terry se puso de rodillas, intentando echar un vistazo en el interior.

– Con cuidado -dijo Clive-. Con cuidado.

Terry se arrastró por la cuneta, y empujó su cabeza a través del seto. Las ventanas del coche estaban empañadas por el vaho, pero la forma era inconfundible, en el asiento del pasajero se veían los pechos de una mujer expuestos a la luz de la luna. El conductor puso su cabeza entre los pechos desnudos, y agarró un fuerte pezón con los dientes.

– ¡Hey! -dijo Terry-. ¡Hey!

De repente se puso tenso.

– ¡No me lo puedo creer! -susurró.

Empujó la cabeza aun más adentro del enredado seto.

– ¡Es Linda! ¡Linda y Derek!

Los otros dos chicos se arrastraron y presionaron las caras contra el seto, cerca de Terry. En un instante, Linda se había girado y limpiaba de manera enérgica el vaho de la ventanilla del pasajero. Los chicos retrocedieron un poco, intentando colocarse ramas ante el rostro. Se quedaron inmóviles pues parecía que Linda los miraba directamente. La apagada conversación que se producía dentro del coche era perfectamente audible.

– He oído algo -entendieron que decía Linda-. Y después me ha parecido ver tres caras sucias y horribles entre los arbustos. Como si fueran demonios. Era horrible.

Aún intentaba limpiar la ventanilla.

– ¿Quieres que eche un vistazo? -sugirió la voz apagada de Derek.

– No, no lo hagas.

– Está bien. Voy a salir a echar un vistazo.

– No, tengo miedo. Vámonos.

– ¡Vamos! -Derek se lanzó de nuevo a por los pezones.

– ¡Aparta! -Linda se abotonó la camisa-. Quiero irme.

– ¡Mierda! -Entre quejas de Derek, el motor volvió a arrancar.

Las luces se encendieron y el coche salió de donde estaba aparcado. Las ruedas chirriaron mientras aceleraban, y las luces rojas traseras desaparecieron en la carretera.

Suspiraron al unísono. Entonces Alice los llamó desde el otro lado de la carretera.

– Vamos, ¡Alice! Vía libre.

Alice condujo el caballo de nuevo hasta la verja, pero no podía abrirla. Sam salió lanzado por la carretera para ayudarla. Estaba atada con un cordel de atar pacas.

– Voy a por la navaja de Clive.

– Olvídalo -dijo Alice-. Aparta.

Aunque el caballo no tenía silla, Alice saltó a su grupa. Trotó alejándose con la yegua, la hizo girarse y comenzó a galopar hacia la verja. Sam se apartó justo cuando el caballo saltó por el aire. Vio a cinco, seis, siete caballos en una misma imagen aunque escalonada, que formaban un puente en el aire desde el despegue hasta el aterrizaje, en una visión iluminada por la luna. Fue un momento de inspiración, cargado de fuerza. Evitaron con facilidad la verja, el pelo de Alice ondeó tras ella al dibujar un arco en el aire. El caballo se detuvo a unos cuantos pasos al otro lado de los hierros. Alice desmontó y lo condujo por la carretera. Clive y Terry abrieron la otra puerta.

Sin decir una palabra, Alice condujo el caballo hasta la linde del bosque de Wistman. Los chicos iban detrás, cargando la lona.

– Bien -dijo-. Entrad y no tardéis mucho. Recordad que tenemos que volver antes que mi madre.

El plan era que los chicos recuperaran el cuerpo y lo arrastraran hasta la linde del bosque dentro de la lona. Montarían el cadáver sobre la grupa del caballo y lo llevarían hasta el estanque. Allí ya tenían unidas unas cuerdas y una serie de pesos para hundirlo en el fondo del agua. Mientras tanto el caballo agitó la cabeza, y el aliento flotó en el aire nocturno. Los chicos dudaron en busca de alguien que tomara el mando.

– ¡Moveos! -susurró Alice.

Los tres se adentraron en el bosque. La luz de la luna se adentraba hasta la segunda o tercera línea de árboles, plateada sobre los delicados grupos de jacintos al borde del bosque, pero más allá disminuía, hasta que apenas se podía ver el sendero a través de la maleza. También se les había echado la noche encima la última vez que habían estado juntos en el bosque, la noche de los juegos al aire libre. Sam lideraba la marcha, Clive y Terry lo seguían de cerca en fila india.

Un búho chilló en algún lugar de las profundidades del bosque, y Sam se detuvo para escuchar. Dentro de la oscuridad, delgados abedules plateados se alzaban sobre las copas de los árboles para actuar como conductos, finos tubos de una débil luminiscencia que canalizaba la tenue luz de una luna azulada hasta la oscuridad. La exhalación de los árboles estaba por todos lados, como una presencia atenta, que esperaba. Continuó y los otros lo siguieron.

– Vamos en la dirección contraria -dijo Clive después de un rato.

– No. -Sam estaba convencido de que sabía dónde estaba el tocón hueco.

Aceleró el paso seguro de que los otros lo seguirían.

Allí donde se cruzaban dos caminos Sam se vio sorprendido por un repentino tufillo a algo familiar, un olor de un carácter tan preciso que hizo que se tambaleara saliéndose de la senda. Los helechos crujieron bajo sus pies.

– ¡Nos estás llevando por el camino equivocado! -insistió Clive-. ¡Está por allí!

– ¡Por aquí! -repitió Sam.

– Creo que Clive tiene razón -intervino Terry-. No recuerdo nada de esto.

– ¡Porque estamos en la parte equivocada del bosque! -Ahora que contaba con la opinión de Terry, Clive estaba furioso con Sam-. ¡No está por aquí cerca!

– ¿Cómo puedes saberlo? Estabas atado boca abajo con el culo al aire cuando ocurrió.

– Mira -dijo Terry intentando razonar-. Si hubieses estado a punto de tener la polla enferma, gorda y grande de Tooley metida en tu culo, probablemente recordarías el lugar exacto donde pasó, ¿no?

– Exactamente. Si hubiese estado a punto de tener la polla enferma, gorda y grande de Tooley metida en mi culo, no estaría armando jaleo acerca de las coordenadas exactas, ¿no?

– ¡Que os jodan a los dos! -gritó Clive al que no le hacía gracia que le recordaran la experiencia de la que había escapado por los pelos-. Seguidme.

Terry se encogió de hombros y le hizo un gesto con la mano a Sam. Marcharon detrás de Clive unos diez minutos o así. Cada segundo que pasaba, Sam estaba más convencido de que su primer instinto había sido el correcto. El chillido del búho se oía más cercano.

– Está por aquí -murmuró Clive..

Sam de nuevo percibió un tufillo a algo que andaba cerca, algo peligroso en la oscuridad. Miró hacia atrás por el sendero. Cada árbol arrojaba una capa de sombras detrás de la cual cualquiera se podría ocultar.

– Alguien nos sigue -susurró.

Clive y Terry se detuvieron y miraron hacia atrás. Se esforzaron por escuchar algo.

– ¿Alice? -dijo Terry.

– No, no es Alice.

– ¿Estás seguro? -preguntó Clive.

– Sí, eso creo. Quizá. Quiero decir que estoy seguro de que no es Alice.

– Nos estás asustando -dijo Terry.

El búho chilló de nuevo, alto y agudo, a unos metros. Sam lo vio sentado sobre una rama alta mientras los observaba.

Clive continuó. Llegaron a un pequeño claro.

– Aquí es -anunció Clive-. Ese es el árbol de donde pendía el explorador. Yo estaba atado por ahí. Tiramos el cuerpo de Tooley en ese árbol hueco.

Sam estaba seguro de que Clive se equivocaba. Pero Terry asentía mientras alzaba las ramas de los árboles. Juntos cruzaron hacia el hueco que Clive había señalado. Estaba medio lleno de hojas secas, ramas a medio pudrir y otros desechos del bosque. Nadie estaba preparado para despejarlo.

– Bueno -dijo Clive.

Terry comenzó, y los otros dos se le unieron. Lentamente al principio, y después con desesperación casi histérica, vaciaron el tronco de desperdicios, hasta que las uñas se hundieron en la blanda materia orgánica que había más abajo.

– ¡Puaj! -exclamó Terry.

Clive sacó un puñado de aquella materia. Sam también.

– No es más que tierra -dijo Sam-. Hojas podridas. Aquí no hay nada.

– Lo han movido -jadeó Clive.

– No. Este no es el lugar. ¡Nos has traído al lugar equivocado! ¡Mira ese árbol! ¡No se podría colgar ni al explorador más canijo de esas ramas! Y ¿dónde se suponía que nos escondíamos Terry y yo? ¡Este no es el lugar, cabrón idiota!

Terry se rascaba la cabeza y miraba alrededor.

– Sam tiene razón -admitió.

– ¡No me lo puedo creer! ¡No puedo!

Sam recibió una ráfaga de aquel olor penetrante de nuevo. Excrementos de pájaros, hojas empapadas por la lluvia, liquen de los árboles, hongos, heno en descomposición, capullos salvajes a punto de florecer. Sabía que estaban en presencia de cierto poder. El pelo de la nuca se le erizó.

– No importa, Clive. Alguien nos ha conducido hasta aquí. Hemos sido engañados.

– ¿A qué te refieres?

Sam alzó la mirada. El búho ululante dejó la rama donde se posaba y voló sobre sus cabezas hacia el norte. Supo que no encontrarían nada aquella noche. Cuando bajó la mirada, los otros dos lo contemplaban con fascinación sobrecogida.

– Dile que cierre la puta boca -dijo Clive.

– Sí-dijo Terry-. Será mejor que te calles, Sam.

Sam los condujo en silencio de vuelta al lugar donde había querido ir en primer lugar, al claro donde había visto al zorro sobre la nieve invernal. Sus rasgos eran similares al lugar donde los había llevado Clive, pero el árbol era un candidato más probable, el sitio donde ocultarse era mejor, el tronco hueco era más profundo. También estaba apilado artificialmente con arbustos arrancados de raíz y palos. Tras vaciarlo de manera apresurada de nuevo, los resultados no fueron diferentes a su primer esfuerzo.

Clive cayó al suelo, con el rostro manchado de tierra y sudor. Lloraba de frustración. Entonces se detuvo de repente mirando frente a él.

Sam lo ayudó a ponerse en pie.

– Vamos. Alice debe de estar desesperada.

Marcharon alicaídos hasta la linde del bosque, Terry y Sam arrastraban la inútil lona. Alice estaba en cuclillas sobre la tierra, abrazándose contra el frío, y fumando un cigarrillo hasta el filtro. No hubo necesidad de que nadie explicara nada. El fracaso de la empresa era evidente.

Condujeron el caballo hasta la carretera. Alice saltó de nuevo la valla y los otros ascendieron por el campo tras ella.

– Os veré de nuevo en mi casa en unos quince minutos. Sam, ¿puedes montar a pelo? Salta detrás de mí.

Pero Sam estaba distraído. Por encima del hombro de Terry, sentado sobre la valla, podía ver al duende que los observaba. La luna se reflejaba torva sobre su blanco rostro. Le sonreía con malvada satisfacción.

– No nos ibas a permitir encontrarlo, ¿verdad? -murmuró Sam de manera tan baja que los otros, a unos cuantos metros, no lo oyeron-. No quieres que eso ocurra, ¿eh?

Terry dejó caer su extremo de la lona y apartó a Sam.

– ¡Yo voy si Sam no se decide!

En un segundo estaba sobre el caballo sentado detrás de Alice. Sam se giró en redondo. Vio el brazo de Terry rodear la cintura de Alice. Alice hundió los tacones en los flancos del caballo y se marcharon, trotando, dejando un rastro de niebla inundada por la luz de la luna.