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30. Premonición

– ¡Qué bien! -dijo Alice.

Alice y los tres chicos estudiaban un cartel con un plano en la puerta del campo de fútbol. El club de fútbol de Redstone, tras haber comprado el terreno, proponía nivelarlo para construir un segundo campo. El proyecto implicaba rellenar la mitad del estanque.

– Me refiero, a que qué bien que nunca encontraseis nada aquella noche en el bosque. Puede que tengan que dragar el estanque.

Había pasado más de un año desde el desastroso proyecto de recuperar el cuerpo del explorador muerto del bosque de Wistman, y aquella era la primera vez que se mencionaba el esfuerzo fracasado. Había habido noches insomnes justo después, y sueños de cuerpos compuestos por completo de humus que se alzaban de los senderos entre los árboles, pero la policía había llevado a cabo la nueva búsqueda que habían anunciado sin mayor éxito que el de los chicos. Ahora, al leer el cartel de obra pegado en el tablón de madera, las implicaciones de lo que podría haber ocurrido si hubiesen tenido éxito aquella noche iban aclarándose en sus mentes. Ninguno de ellos sabía si el llenado de un estanque habría hecho que el cuerpo saliese a la superficie o habría sellado el asunto para siempre.

– En cualquier caso -dijo Sam, y la expresión «en cualquier caso» rellenó temporalmente la enorme pesadilla que todos sufrían-, en cualquier caso, ¡no pueden rellenar la mitad de lo que queda del estanque!

– ¿Por qué no?

– Porque es nuestro estanque. Siempre ha sido nuestro estanque. Lo ha sido desde que éramos pequeños. ¡No pueden hacerlo!

– Pueden y lo harán.

– Bueno, no se les debería permitir que se salgan con la suya.

Sam miró el agua embalsada, había una distancia entre las dos orillas de unos setenta u ochenta metros.

– Van a reducirlo al tamaño de un mero charco.

– Un mero escupitajo -dijo Clive.

– Un mero salivazo -dijo Terry.

Esa era ahora la moda entre los Depresivos de Redstone: cualquiera lo suficientemente tonto como para elegir una palabra que estuviese más allá del vocabulario más simple, veía cómo se la tenía que tragar entre risas y de manera despiadada.

– Alguien debería bombardear el club de fútbol y hacerlo desaparecer de la faz de la tierra -dijo Sam.

– Eso es fácil -dijo Clive-. ¿Qué tipo de bomba quieres?

– ¿Hablas en serio?

– Podría hacerte un buen cóctel Molotov en menos de un minuto. Una herramienta más sofisticada me llevaría todo un día.

El cobertizo de química que Clive tenía en el jardín era capaz de producir cualquier cosa.

– Sofisticado -dijo Sam con voz fina y aguda.

– Um, sofisticado -repitió Terry.

– O podría improvisar una bomba casera en diez minutos.

Dieron la espalda al cartel que había en la puerta y se dirigieron al estanque.

– ¿De verdad? ¿Haría volar el club de fútbol por los aires? -preguntó Sam.

– No exactamente. Pero haría un buen agujero en la puerta.

Terry se rascó la cabeza. Debido a que era verano no había partidos de fútbol, pero esperaba conseguir un lugar en la alineación del primer equipo con el club de fútbol de Redstone la siguiente temporada.

– No creo que debas hacerlo.

– Todo lo que se necesita -dijo Clive animado- es un tubo, un par de trapos, azúcar y clorato de sodio. Y ahí tienes un buen herbicida.

– Vaya.

– No -dijo Terry-. Ve a por el campo de equitación.

– Mantente alejado de ese lugar -dijo Alice con fiereza.

– ¡Oye! ¿Qué ha pasado aquí? -gritó Sam cuando llegaron al escondite usual en los arbustos junto al estanque.

El asiento de cuero del Mini había sido rajado, habían lanzado un viejo banco al estanque, el cobijo de lona había sido destrozado, y había varias botellas de sidra rotas en el suelo.

– ¡Los chicos de la urbanización! -dijo Terry.

– ¡Cabrones! -dijo Alice.

– Ojalá pudiera echarles el guante -añadió Clive-. Los iba a machacar.

– ¡Esto es realmente ingenioso! ¡Muy ingenioso!

Skelton, con sus enormes y peludas manos en las caderas, se sentaba en un extremo del escritorio de caoba pulida mientras que Sam se sentaba en la silla opuesta. Las mangas del psiquiatra estaban enrolladas hasta los codos. La ventana estaba abierta dando paso al cálido aire de junio. Entre ellos, en el centro del escritorio, estaba el interceptor de pesadillas. Sam había por fin accedido a las peticiones de Skelton para que lo trajera, sobre todo por el escepticismo de Skelton sobre si el objeto realmente existía y parcialmente porque quería que alguien con autoridad evaluase el artefacto.

Los dientes de Skelton eran como una hilera de pinzas viejas de tender la ropa abandonadas en un tendedero, y los enseñaba con una sonrisa orgullosa. Acercó los ojos al artefacto, estudiando las diferentes partes como si fuese demasiado frágil y precioso para tocarlo, y no un simple despertador unido por cables a un termostato con una pinza de cocodrilo.

– Y ¿estás seguro de que funciona?

– Para las pesadillas normales, sí. Para lo que usted llama pesadillas de duendes, no.

Skelton hizo un gesto como quitándole importancia a la distinción.

– ¿Te das cuenta, muchacho, de cuánta gente sufre, me refiero a que sufren de verdad, de terrores nocturnos en este país? Unos ocho millones. No se trata tan solo de malos sueños, sino de sudores, lloros, gritos, parálisis, provocadas por pesadillas aterradoras. Hay personas que tienen miedo de irse a la cama por las noches. Esto podría ayudarles.

Ayudarles de verdad. Con unos cuantos ajustes, por supuesto. ¡Y es tan estúpidamente simple!

– Hace un poco de daño en la nariz.

– ¿Puedo probarlo? -Skelton señaló con un dedo la pinza de cocodrilo.

Sam se encogió de hombros. El doctor lo recogió con cuidado, abrió el muelle y lo soltó sobre su nariz.

– ¡Ay! Tienes razón.

– Tienes que poner trozos de algodón entre la pinza y la nariz. Si no, no puedes dormirte y tener pesadillas.

– Ya veo. Ya veo. De modo que el sensor está aquí en la pinza, ¿no? Bien. Bien. Vamos a probarlo.

Skelton comenzó a hiperventilar por la nariz. En unos instantes la alarma se accionó. Se arrancó la pinza de la nariz y gritó:

– ¡Aleluya!

Se levantó. Con las manos enlazadas en la espalda, se puso a caminar alrededor del escritorio, murmurando para sí.

– Lo que necesitamos es a alguien que pueda desarrollar este objeto. Voy a ponerme en contacto con una o dos personas. Lo vamos a patentar.

– Aún me pertenece -dijo Sam con tozudez.

Skelton se detuvo de repente. Se inclinó hacia delante y colocó su rostro muy cerca de Sam, de manera incómoda, tan cerca que podía ver un halo de recelo alrededor de cada ojo. No le gustaba aquello.

– Escúchame, muchacho. Puede que yo sea un maldito psiquiatra y no muy bueno. Incluso admito que a veces le doy a la bebida. Lo que no soy, sin embargo, es un maldito ladrón. ¿Qué es lo que no soy?

– Un maldito ladrón.

Skelton pareció satisfecho. Asintió con una sonrisa forzada antes de volver a su silla sin dejar de sonreír.

– No, este juguete es tuyo. La vamos a patentar a tu nombre, Sam. Pero tengo que encontrar a alguien que transforme la idea en algo más compacto y cómodo.

Hablaron sentados sobre el interceptor de pesadillas por un tiempo. Sam finalmente comprendió que Skelton no estaba interesado en absoluto en robarle la idea; su fascinación estaba genuina-mente motivada por los potenciales beneficios psicológicos que podía tener en algunos de sus pacientes. Finalmente la señorita Marsh asomó la cabeza tras la puerta y le recordó a Skelton que se había pasado del tiempo.

– ¡Dios santo! Será mejor que te vayas, muchacho. Por ahora, llévate contigo el juguete. Pídele otra cita a la señorita Marsh. -Sam estaba a medio camino de la puerta cuando Skelton pareció recordar algo-. ¡Ah! Antes de que te vayas, ¿te va todo bien?

– ¿En qué sentido?

– En el sentido de tu puñetera salud mental y física.

– Supongo.

– ¿Nada de duendes?

– Ya hace mucho que no.

– Bien. Vete.

Poco después de su charla con Skelton acerca del potencial del interceptor de pesadillas, Sam y Terry pasaron por la casa tras la que solía vivir Terry. La caravana hacía tiempo que había sido retirada, pero el taller garaje seguía cerrado con candado y, por lo que Sam sabía, no lo habían tocado desde que Morris se disparó a sí mismo, a su mujer y a sus bebés gemelos.

– ¿Nunca te dan ganas de mirar ahí dentro? -preguntó Sam a Terry.

Terry se ruborizó y habló en voz muy baja.

– No hay nada que ver.

– Pero puede que haya cosas. Cosas que podrías usar. Pertenecían a tu…

Terry nunca hacía referencia a su padre, y Sam tampoco conseguía hacerlo.

– Me refiero a que esas cosas te pertenecen.

– Vendieron todas las herramientas buenas cuando vendieron la caravana -dijo Terry-. El tío Charlie dijo que tan solo quedaba chatarra y trastos. No me preocupa.

Pero Sam se sentía de nuevo atraído por el taller, a pesar de que su última visita al lugar había dado como resultado una muñeca magullada cuya cicatriz aún lucía. El lugar contenía demonios que debía exorcizar, fantasmas que necesitaba vencer.

Sabía que no había peligro de que lo descubriera el viejo que aún vivía en la casa. Una cálida tarde Sam se coló por el lateral del garaje buscando la ventana suelta donde se había cortado el brazo tantos años atrás. El cristal roto nunca había sido reemplazado. El marco de la ventana se abrió tan fácil como antes. Pasó una pierna sobre la ventana y metió la cabeza dentro. El interior olía a madera cálida y a humus. Incluso la oscuridad olía a polvo. Por lo que podía ver, la mayor parte del equipo de Morris había sido retirado, pero aún quedaban algunos de los viejos cacharros: la hélice de aeroplano aún estaba atada al tejado, la máquina de discos destrozada aún descansaba en una esquina junto con las cubiertas de las máquinas tragaperras. Pero a Sam le dio miedo adentrarse. Permaneció allí por un instante, medio dentro, medio fuera, incapaz de sobreponerse a su temor y a sus recuerdos.

Se deslizó fuera del garaje y desapareció con una creciente sensación de derrota.

Era la noche anterior al solsticio de verano. Redstone y el club social del distrito celebraban el concurso de belleza anual de la Reina del Solsticio. La deliberación estaba programada para las siete en punto aquella tarde. Se ofrecía un premio en metálico de cien libras, además de un fin de semana para dos. Los jueces eran los editores del Coventry Evening Telegraph; George Crabb, el máximo goleador del club de fútbol Coventry City; y algún otro que fabricaba aeronaves ligeras. Linda participaba.

Las competidoras debían aparecer en vestido de calle, vestido de noche y traje de baño. Debido a que Linda iba a concursar, Clive, Sam y Alice, junto con Terry y Derek, el novio de Linda, habían sido obligados a estar en la salita para servir de público ante el que practicar y desfilar con los diferentes vestidos. El club social siempre estaba envuelto en un aire viciado lleno de nicotina donde el olor a cerveza agria era lo suficientemente potente como para que te picara la nariz. En opinión de Sam no tenía sentido llevar un traje de baño en tal lugar, y así lo dijo.

– No seas ridículo -dijo Alice.

– Aguafiestas -dijo Terry.

Solo Derek estaba de acuerdo con Sam, pero la discusión se acabó cuando Linda entró con timidez en la habitación llevando el vestido de calle e hizo un giro. Clive y Terry se llevaron los dedos a la boca y silbaron. Linda se sonrojó y sonrió. Dot le había maquillado el rostro con dedicación y llevaba unas pestañas falsas extraordinariamente largas además de una simple minifalda. Sam también se sonrojó. Linda estaba impresionante. Estaba tan atractiva que podía darte un infarto y parecía totalmente inalcanzable para él. Ella vio cómo se sonrojaba y sus ojos se cruzaron antes de que Sam retirara la mirada.

Linda salió y volvió a aparecer con un traje de baño azul cielo y zapatos blancos con mucho tacón. Sam recordó la forma de los pechos de Linda, los pezones púrpura erectos a la luz de la luna en el Mini de Derek mientras la espiaban desde el seto aquella noche. Sus ojos se arrastraron hasta el suave monte de su pubis bajo el estirado traje de baño de algodón azul cielo. Un rizo suelto de vello púbico aparecía en la entrepierna; quiso sugerirle que hiciera algo al respecto, pero no era posible llamar la atención sobre tal asunto. La polla se le hinchó en los pantalones y se removió nervioso en la silla mientras miraba a Derek con aire de culpabilidad, pero el novio de Linda parecía desconcertado por todo aquello.

– ¡Buena elección de color! -bramó Terry-. ¡Va a volver loco a George Crabb!

Tras desfilar con el traje de noche acabó el espectáculo. Derek salió a juguetear con el Mini, preparándolo para llevar a Linda al club social.

– Es preciosa -dijo Alice-. Es espectacular.

– Tú también deberías participar, Alice -dijo Terry.

– Ja, ja, ja. Ni lo sueñes.

Sam la miró con dureza. Alice también era hermosa pero de forma diferente. Tenía una bonita estructura ósea. Su belleza intrigaba, la de Linda consolaba.

– ¿Sabes?, Terry tiene razón.

– No -dijo Alice de modo firme-. Linda ganará.

Y Alice tenía razón. Linda ganó. La competición se marchitó después de que apareciese ella, y fue coronada Reina del Solsticio. Fue fotografiada portando una banda y una diadema, y después con George Crabb aplastando sus gruesos labios contra su mejilla.

– George Crabb le ha pedido una cita -informó Terry al día siguiente, mientras esperaban a que pasara el desfile de carnaval-. Derek no estaba nada contento. ¡En absoluto!

– ¿Le dijo que sí? -preguntó Clive.

– Dios, no. Es un futbolista feísimo, ese George Crabb. Tiene aspecto de haberse aplastado contra la grada mientras perseguía un balón.

– Sabía que ganaría -dijo Alice con un suspiro-. Los hombres se mueren por estar con alguien como Linda.

– Hay finales de provincia, finales regionales y nacionales -dijo Terry-. La gente dice que puede llegar hasta el final.

– ¿Hasta qué final?

Nadie respondió la pregunta de Sam, pues apareció la primera carroza, moviéndose despacio en primera marcha, como un barco resoplando entre pequeños grupos de personas que se encontraban a cada lado de la calle principal de Redstone que conducía a Coventry. Era un gran día. Redstone había albergado el concurso y Redstone había suministrado a la ganadora. La chica local había ganado a todas las que habían acudido. El cielo era azul y todo estaba precioso. Una docena de vehículos se arrastraban lentamente por la calle: camiones de carbón, furgonetas de limonada y camionetas de transportistas comandadas por una muchedumbre alocada que iba disfrazada, una con motivos españoles, otro parodiando las películas de ciencia ficción, otra imposible de adivinar.

– ¿Qué se supone que son?

– No sé. Algo.

Y el penúltimo camión, hermosamente adornado con sábanas de satén y enormes ramos de gladiolos, serpentinas que revoloteaban, y banderines ondeando, además de un centenar de globos azul cielo llenos de helio, transportaba a Linda, la diosa del amor del verano entronizada, saludando feliz a los que se encontraban en la calle. La diadema brillaba con el sol e iba flanqueada por las dos damas de honor que habían quedado en segundo y tercer lugar. Saludaban, todas saludaban una y otra vez. Al ver a sus padres, Dot y Charlie, a Terry, a Derek y a los demás, Linda se bajó de su trono y fue hasta el borde del camión para gritar y lanzar besos y saludar y para aceptar los gritos de júbilo, los silbidos y las palmas.

Sam, saludando y silbando con los demás, se detuvo de repente, sintió cómo se congelaba su sonrisa y la cara se le contraía mientras algún temor dentro de él se desmoronaba formando un oscuro y maligno polvo.

– No -dijo de forma muy débil-. No.

– ¿Qué ocurre? -dijo Alice al ver a Sam.

Todos los demás ojos estaban vueltos hacia Linda.

Sam alzó un dedo hasta tenerlo cerca del rostro, señalando con horror el desfile de carnaval. Veía sobre el trono al duende, una figura negruzca repantingada en la dorada silla vacía. Había recobrado su forma femenina, pero su rostro era una máscara horrorosa, y llevaba una corona de hojas de hiedra y una faja de miles de dientes como cuentas, una burla grotesca de la reina de la belleza que saludaba con inocencia al alegre gentío.

– No veo nada -dijo Alice.

Pero mientras Alice intentaba encontrar sentido al comportamiento de Sam, este vio que la duende extendía una fétida mano desde sus sombras, la extendía para tocar a Linda en el hombro, lista para infestar su inmaculada belleza y su momento de triunfo.

– Déjala en paz -susurró-. A Linda no. Déjala en paz.

Pero la carroza había pasado dejando a Sam con una mirada de horror y a Alice contemplándolo consternada.