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¡Pum! Sam prácticamente vio las letras impresas en negro y los signos de exclamación extenderse por la nube de humo al explotar la bomba. El ruido de la explosión se extendió por el campo de fútbol y pareció morir en el bosque vecino. El humo gris y blanco se quedó suspendido en el aire un instante como capullos de algodón.
Eran más de las seis de la tarde, y no había nadie más por allí. Los equipos de fútbol hacía tiempo que se habían ido a casa, y era demasiado temprano para que las parejas aparcaran los coches en el camino. Impresionado por la explosión de la bomba casera hecha por Clive, los Depresivos emergieron tras los arbustos junto al estanque y se acercaron a inspeccionar el daño causado a la puerta de los vestuarios.
Clive llegó el primero. La bomba había dejado un olor acre en el aire y una quemadura negruzca sobre la losa bajo la puerta. La propia puerta de madera no tenía otro daño que una grieta de veinte centímetros en la madera justo encima del centro de la explosión.
– ¡Apenas la ha tocado! -dijo Sam.
– Pensé -intervino Alice- que iba a hacer saltar la puerta de sus goznes.
– Aquí está la carcasa -dijo Terry mientras pateaba un trozo de tubería aún humeante.
Terry aún tenía dudas sobre la idea de bombardear el club de fútbol. La temporada había comenzado, y no había sido seleccionado, pues el entrenador había elegido a su propio hijo para jugar en la posición que todos sabían pertenecía por justicia a Terry. El entrenador había contado los dedos de los pies de Terry en las duchas al final de la temporada anterior y había expresado dudas, nunca mencionadas anteriormente, sobre el equilibrio de Terry.
– Vale -había dicho Clive al oír aquel ejemplo de tan asombrosa injusticia y pretexto de nepotismo-, vamos a poner una bomba en el club de fútbol.
– Lo secundo -accedió Sam.
– Parece justo -había añadido Alice.
Terry no estaba seguro sobre todo aquello pero, muy apenado, se unió a los demás.
Clive inspeccionó la barra de metal. Profirió leves disculpas por la poca efectividad del artefacto. La mayor parte de la fuerza parecía haberse concentrado en destrozar la tubería.
– No sé lo que esperabais -dijo-. No es más que una tubería fina.
– Haz otra, entonces -dijo Sam.
– Vamos a hacer todos una -fue la respuesta de Clive-. Ya veremos si la podéis mejorar.
La tarde siguiente todos se reunieron en el cobertizo detrás de la casa de Clive. Eric y Betty Rogers estaban acostumbrados a que Clive y sus amigos se encerraran en el cobertizo para, supuestamente, jugar con el equipo de química que, en realidad, no había tocado en más de un año. Era uno de los sitios donde se reunían los Depresivos. Estaba iluminado por un tubo fluorescente, y allí se podían juntar para fumar un cigarrillo sin demasiado peligro de ser molestados. Clive les mostró cómo usar una sierra para abrir un punto de detonación, cómo cargar la tubería y cómo cerrar los extremos.
– En esto debéis tener especial cuidado -dijo Clive con seriedad-, porque si golpeáis los extremos con demasiada fuerza podéis hacer que os explote en la cara.
Aparte de Alice, que no quiso participar en la fabricación de los artefactos, todos buscaron trozos de tubería que cortaron para que tuvieran la misma longitud. Clive mezcló el pesticida y el azúcar, y llenó otra bolsa con mechas. Una vez que los extremos de las tuberías fueron sellados en el torno, cada uno tenía su propia bomba. Clive sugirió personalizarlas. Cogió un bote de pintura blanca y una brocha pequeña y pintó las palabras «Depresión» sobre su bomba. Después alzó la vista hacia Alice.
Sam agarró la brocha y pintó las palabras «Chico pum pam» en la suya.
– ¿Qué es eso? -preguntaron los otros.
Sam se encogió de hombros. Alice observó la tubería.
– La tuya es un poco delgada -dijo.
De repente todos se echaron a reír.
– La de Terry es la más gruesa.
Terry cogió la brocha y escribió las palabras «Alicia en el país de los truenos» sobre su tubería. Alzó la mirada hacia Alice. Ella se sonrojó.
Cuando empezó a anochecer fueron hasta el campo de fútbol, y tras comprobar que no había nadie por los alrededores, avanzaron hasta los vestuarios y encajaron las bombas individuales bajo la puerta. Clive dispuso mechas de pólvora de igual longitud sobre el suelo.
Tras ser invitada a encender las mechas, Alice declinó hacerlo, de modo que los chicos las encendieron simultáneamente. Las mechas ardieron lentamente con llamas amarillas como gusanos. Los cuatro corrieron campo a través para parapetarse detrás de los arbustos junto al estanque y esperaron. Dos de las bombas explotaron distanciadas por un segundo la una de la otra, una doble explosión que pareció reverberar en las nubes que volaban bajo. Tras un intervalo de unos cuantos segundos, la tercera bomba hizo un sonido diferente, como un crujido agudo y concentrado.
Los Depresivos rieron descontroladamente mientras corrían por la hierba para inspeccionar los resultados. Esta vez la puerta se había salido de las bisagras inferiores y el panel inferior había volado. El humo estaba suspendido alrededor en el aire del atardecer como un espíritu ectoplásmico. Clive asintió con satisfacción. Iba a decir algo cuando un coche se acercó a la verja del campo que le obstruía el paso. Los cuatro se ocultaron tras el edificio mientras el coche ponía las largas. El coche echó un poco marcha atrás y avanzó un poco más para colocar las luces en un ángulo diferente, y después se movió para iluminar directamente el edificio. Los cuatro se quedaron en cuclillas envueltos en un silencio espectral, apretados en las sobras, a centímetros del inquisitivo rayo de luz.
Tras varios minutos el coche dio marcha atrás hasta la carretera y se marchó. Salieron de su escondite suspirando y agitando sus tensos miembros.
– Ha estado cerca -dijo Clive.
Su rostro estaba lleno de carbón y hollín de haber tenido la cara apretada contra algo sucio en la oscuridad. Todos comenzaron a reír de manera histérica.
– Vamos a mi casa a poner unos discos -dijo Alice.
Eufóricos, caminaron a casa de Alice, todos hablando a la vez. Las bombas los habían exaltado. Caminaron a través de los campos tras el anochecer. Entonces Sam, que iba en la cola, dejó de hablar.
Vio que Terry había puesto el brazo izquierdo sobre el hombro de Alice, que no hacía ningún esfuerzo por resistirse. Incluso parecía inclinarse hacia Terry mientras tropezaba por la crecida hierba. La mano de Terry posada sobre el hombro izquierdo brillaba pálida y blanca en la oscuridad, como algo extraño no unido a su brazo, un insecto o una criatura con vida propia, como un gusano que se flexionaba de vez en cuando de forma repugnante. Cruzaron alambradas de púas y un arroyo para llegar a casa de Alice, y tras cada obstáculo el brazo de Terry encontraba el camino de vuelta a los hombros de la chica.
En la oscuridad, durante todo el feliz viaje, nadie se dio cuenta del silencio de Sam.
Una explosión diferente ocurría en casa de Terry, y tenía que ver con Linda. Las cosas se habían movido de forma tan rápida tras el triunfo del concurso de belleza de la reina del Solsticio que Charlie y Dot estaban desconcertados. Daban vueltas en una confusión abstraída, sin saber muy bien cómo compartir la alegría de Linda. Por un lado, apreciaban, claro está, el cumplido que era haber criado a una hija tan hermosa y agradable, pero por otro, se daban cuenta de que su único premio por tal logro era, según parecía, que se la arrancaran de sus brazos de modo prematuro.
Linda se iba de casa. Se iba a ir a vivir a Londres.
Tres semanas después de la competición local que se llevó a cabo en el club social de Redstone, Linda se llevó el premio de área. Y después en agosto se llevó la corona regional. Su fotografía, tras haber aparecido en varios periódicos, unas veces de cerca, otras de lejos, había atraído muchos ojos. Parecía que el ser reina regional de belleza conllevaba muchos y diversos trabajos. Cortar lazos para inaugurar nuevas tiendas, hacer saques de honor en partidos benéficos, hacer juegos en las barras de los pubs. Todo el mundo quería a Linda. Linda, Linda, Linda. Lo que es más, estaban dispuestos a pagar mucho dinero por ella.
La compañía americana Chrysler había comprado la Humber e iban a lanzar un nuevo coche en otoño. Linda fue contratada para posar en el nuevo salón con una minifalda mientras los fotógrafos de la compañía y de la prensa apuntaban con sus cámaras. De manera irónica, su padre, que trabajaba en el taller de pintura de la fábrica, había pintado aquel mismo coche antes de que la cadena de montaje los comenzara a producir. Charlie fue con ella para verla recibir toda aquella atención. Se sintió tímido e incómodo con la camisa y la corbata en aquel salón de ejecutivos junto a la sala de muestras. Estaba con su jefe y con todos los superiores de medio rango de la fábrica mientras las cámaras se disparaban y los chistes masculinos resonaban por el espacio abrillantado del nuevo y reluciente salón. Por las tres horas de aquel trabajo a Linda le pagaron casi el equivalente al salario de Charlie de un mes. Linda, que no era ajena a aquella ironía, trató de regalarles el cheque íntegro a Charlie y a Dot, pero se negaron.
Entonces, unas semanas antes de que los Depresivos comenzaran su campaña de bombas, Linda fue invitada a hacer un desfile de moda en Londres. Fue requerida por la ilustre agencia de modelos Pippa Hamilton para que pasara tres días en la capital, alojada en un hotel que la agencia pagaría. Linda estaba despegando.
– Va todo demasiado deprisa -se quejaba Charlie-. Todo está ocurriendo muy deprisa.
– ¡Papá, es una oportunidad!
– ¡Tus estudios se van a resentir! -se quejó Dot.
Linda, tras haber completado el bachillerato, tenía planes de asistir a la Facultad de Magisterio de Derby un par de semanas más tarde.
– Pero este trabajo puede que implique otros después, ¿quién sabe?
– Eso no es un trabajo de verdad -contradijo Charlie.
– Pero mira la carta, papá. ¡Por tres días de trabajo quieren pagarme la mitad de lo que ganas tú en un año!
Linda se arrepintió de haber dicho aquello justo al acabar de decirlo. No había pretendido menospreciarle, tan solo persuadirlo, ganarse el apoyo de su padre. Pero Charlie no contestó. Apartó la mirada, y Dot miró a Linda y Linda al suelo.
– De todas formas, quiero que tú y mamá vengáis conmigo a Londres.
Charlie se animó y cedió.
– No, corazón mío. Tú y tu madre podéis ir a Londres y pasároslo lo mejor que podáis. Y no volváis sin una buena montaña de bolsas de tiendas.
Linda gritó por la emoción y corrió al teléfono para contarle a Derek las buenas noticias. Charlie fue al piso de arriba, al dormitorio que compartían él y su esposa, y cerró la puerta tras él. Se tumbó en la cama y lloró por primera vez en dieciocho años, por primera vez desde el día en que nació Linda.
La expedición a Londres tuvo un enorme éxito. Linda conoció a Pippa Hamilton en persona, y aunque Dot pensó que la mujer era una gorgona, Linda estaba encantada. Pronto llegó otra carta en la que Pippa hablaba y hablaba de unas fotografías y en la que Linda estaba invitada a aparecer en los books de la agencia. Pippa cuidaría personalmente de su carrera, decía, y si la respuesta era sí, entonces Linda no debía perder tiempo en hacer los preparativos necesarios para mudarse a Londres.
– ¿Y qué hay de la Facultad? -dijo Derek.
– Podemos retrasarla un año, ¿verdad, Derek? -le preguntó Dot.
– Sí -contestó Derek con tristeza.
Derek sabía que todo estaba decidido, además estaban los comentarios sobre cuánto iba a ganar por hacer tan poco, y la cancelación de la matrícula en la Facultad de Magisterio en Derby. Linda se iba a Londres.
– No le des más vueltas -le dijo la duende-. Ya te dije que te haría daño.
Sam estaba tumbado en la cama contemplando el techo. Era una cálida tarde de domingo. Los otros debían de estar en el estanque, fumando cigarrillos, contando chistes. Quería estar allí, estar cerca de Alice, pero no soportaba ver su relación en ciernes con Terry. Se sentía muerto cada vez que la mano de Terry se permitía campar libremente por sus ropas, o acariciarle el pelo, o la piel expuesta de sus brazos. Hasta entonces había sido capaz de ocultar sus sentimientos por completo. Nadie sabía lo que estaba sufriendo.
Excepto la duende.
– Al menos ahora sabes lo que es -dijo ella-. Ahora sabes lo que es sentir celos.
– ¿Celos? -dijo Sam con amargura-. ¿Por qué habrías de sentirte tú celosa?
– Porque eres todo lo que tengo. Me haces venir y luego ¡quieres a otra! Nunca quiero venir, es como un mal sueño para mí. Y cuando quieres a Alice o a Linda en lugar de a mí, me siento morir. Me pone enferma. Me atraganto. Lloriqueo. Sufro por ti. La vida se me escapa. ¿Qué esperas que haga? ¡Eres todo lo que tengo aquí!
Sam no podía entenderla cuando hablaba así de él.
Se suavizó.
– ¿Estoy perdonada?
El aspecto femenino de la duende había vuelto. Se sentaba en la cama con sus largos dedos sobre los muslos. Estaba revitalizada, renovada. Aquellos ojos negros brillaban de nuevo como el caparazón de un escarabajo; su pálida piel era clara y sin manchas. Mientras esperaba una respuesta humedeciéndose los labios con la lengua, la masa de negros rizos parecía llena de estrellas.
De repente se le ocurrió algo.
– Usas los dientes para curarte, ¿verdad? -dijo Sam-. Así funciona. Tomas algo de mí y eso te ayuda.
– De ti o de algún otro. Lo siento. No pretendía hacerte daño. No es ni siquiera algo que pueda controlar. Tienes que entenderme. La primera vez, el primer diente, se supone que lo cierra todo. Pero me viste, no sé cómo. Me viste, y los dos estamos condenados.
Se levantó y apuntó con el telescopio al bosque. Mientras jugueteaba con el anillo de enfoque dijo:
– Siempre he tenido tus intereses como los míos, Sam.
– Joder, qué generosa eres. -Cada vez era más descarado en sus tratos con la duende-. No sé por qué te preocupas.
– Esto no es una relación que va en una sola dirección, ¿sabes? Puede que pienses que soy tu pesadilla, pero tú también eres para mí una pesadilla. Es tu estado de ánimo el que me atrae hasta aquí. De modo que ¿es demasiado pedir que me ames en lugar de a Alice? ¿Es demasiado? ¡Allí! ¡Lo encontré!
– ¿Qué has encontrado?
– Deja de jugar con tu polla y ven a echar un vistazo.
Sam se levantó de la cama y se arrastró hasta el telescopio. Miró por el ocular mientras la duende mantenía el telescopio quieto. Lo había dirigido a un lugar entre los árboles del bosque de Wistman. Todo lo que Sam pudo ver era un borrón de ramas y una sombra pardusca en el centro de la lente.
– ¿Qué es?
– Sigue mirando.
Por fin los árboles se hicieron más definidos, y la sombra parda comenzó a asumir una forma, cambiando de color al hacerlo. Finalmente se hizo nítida. Sam observaba una extraña planta de largo tallo con una flor púrpura en forma de trompeta. Parecía vagamente venenosa. Dentro de la siniestra trompeta púrpura había un estambre grueso y erecto, blanco y parecido a un tubérculo, que se agitaba ligeramente con la brisa.
– Muy extraña -dijo la duende-. De hecho tales plantas solo crecen allí donde hay un cadáver en el mantillo que las fertilice. En serio.
Sam miró fijamente la base de la planta. Crecía de un tronco hueco lleno de ramas y helechos.
– ¿Qué clase de planta es?
– Tiene muchos nombres. La llamamos planta carroñera -se rió-. Pero creo que la llamaré La venganza de Tooley.
Sam la apartó y volvió a su cama. Se tumbó y pensó en el brazo de Terry alrededor de Alice y su mano sobre el hombro.
– No le des más vueltas -dijo la duende-. Me duele cuando lo haces.
La campaña de bombas sufrió una escalada en las semanas que condujeron a la partida de Linda. Los vestuarios del club de fútbol fueron el objetivo de dos bombas más (una llamada «Enchufe» y la otra llamada «Mofeta», sin ninguna explicación). Otras fueron detonadas en lugares diferentes, como debajo del puente ferroviario, en el buzón de sugerencias del campo ecuestre y, la más señera de todas, en un tanque de aceite a medio llenar que flotaba en el estanque.
Sam mantuvo un ojo alerta por si notaba señales de una aceleración en la relación entre Terry y Alice. Lo que vio era difícil de interpretar. La mano, la temible mano de su amigo, a veces se escabullía entre sus hombros y se quedaba allí todo el rato que Alice lo permitía. Y en aquellos momentos no había duda de la especial relación que se desarrollaba entre ambos. Pero en otras ocasiones Alice se apretaba contra Sam, y colocaba un dedo de marfil sobre su muslo para compartir de manera provocativa un cigarrillo. Era como si le dijese que no estaba excluido o quizá que aún tenía que hacer la elección. Solo Clive parecía estar fuera de aquella problemática fórmula, y entonces, incluso la resolución de este se desvaneció.
Con la intención de librarse del carácter estrafalario y el aire de empollón con el que le había marcado la Fundación Epstein, Clive solía llevar vaqueros azules y zapatillas de béisbol, fumaba más que los otros tres y realizaba todo tipo de gamberradas para demostrar lo malo que era. Como por ejemplo introducir cuchillas de afeitar en las ramas de los árboles para poder salvaguardar su guarida de los niños de la urbanización que habían arrasado el lugar. Alice se opuso a aquello, y ella y Terry fueron más tarde para sacar todas las que pudieron encontrar. Y no fue coincidencia, dado el profundo interés de Alice por la música pop, que Clive se entusiasmara por la materia y se convirtiera en voz autorizada sobre ella. Intercambiaba discos con Alice y dejaba caer nombres como Syd Barrett y Captain Beefheart, nombres que Sam y Terry nunca habían oído antes. Pero cuando un día apareció con una bomba casera y una chaqueta de cuero con flecos como la de Alice, Sam supo que a Clive le había dado igual, si no peor.
– ¡Vaya! ¡Qué chaqueta más chula! -dijo Alice-. ¿Me la puedo probar?
Así que Alice y Clive intercambiaron chaquetas por un par de horas. Sam sabía lo que aquello significaba. Habían intercambiado pieles. Clive olería el olor de Alice. Y ya siempre aquella bomba glandular que provocaba la locura continuaría detonando bajo su nariz aunque no pudiese alcanzarla.
Clive había cruzado la raya, y desde aquel día Alice podría elegir arrimarse, o cogerse del brazo, incluso rozar su rostro contra cualquiera de ellos tres. Los llamaba sus tres protectores y distribuía sus favores de manera casi equitativa. Pero si alguien recibía un favor extra, ese era Terry. Sam se preguntaba, en el fondo secreto y doloroso de su corazón, si Alice le había mostrado a Terry el secreto de la Telaraña.
Una mañana de sábado, Sam creyó que se revivía un episodio de su vida. La única diferencia era que Connie y Nev estaban comprando cuando sonó el timbre y Sam encontró al abrir dos rostros extrañamente familiares.
– ¡Buenos días! -dijo uno de ellos mientras recogía una botella de leche junto a la puerta-. ¿Están tus padres?
Los dos habían engordado, y uno tenía canas en las patillas, pero Sam reconoció a los dos detectives de la policía que se habían presentado en la casa algunos años atrás para investigar sobre ciertas gamberradas.
– No. Están de compras.
– ¿Podemos entrar?
Pero el segundo detective intervino.
– Es un menor -dijo en voz baja.
El primero sonrió a Sam de manera afable.
– Mira. No tienes que decir que sí si no quieres. Pero ¿podrías venir a nuestro coche para charlar?
Sam se puso los zapatos. Mientras caminaban por el jardín uno de los policías dijo:
– ¿Nos hemos visto antes?
– No creo -dijo Sam.
– Explosiones -dijo el primer detective al cerrarse la puerta del coche con un sonido metálico.
Se sentaban en la parte de delante y Sam en la de atrás. El conductor miraba a Sam por el espejo retrovisor.
– Nos ponen nerviosos.
– Sí.
– ¿Sabes lo que es un terrorista?
– Sí.
– ¿Cuántos años tienes?
– Catorce.
– Catorce. Bueno, a mí no me pareces un terrorista. Pero Ma Casey tampoco parecía una ladrona de bancos. Y causar explosiones es un crimen muy serio. ¿Cuánto te puede caer por causar explosiones, Bill?
El segundo detective seguía mirando a Sam por el espejo retrovisor. Silbó.
– Diez, quince años.
– ¿Tanto? ¿Pueden ser quince años? Eso es más de lo que Sam ha estado sobre la tierra.
– Es un crimen grave -dijo Bill.
– ¿Sabes algo de explosiones, Sam?
– No, no sabría cómo hacer una bomba.
– Oh, así que son bombas, ¿eh? ¿Qué clase de bombas?
– No sé de qué tipo. Si hay explosiones, seguramente serán causadas por bombas.
Sam no pudo evitar dar un gran suspiro.
– No, hay muchos tipos de explosiones, ¿verdad, Bill?
– Muchos tipos.
– Mira, Sam, alguien piensa que te vio. Aunque admite que puede que esté equivocado. ¿Está equivocado? -Sam asintió-. ¿Dices que no estabas allí aquella noche?
– ¿Qué noche?
De repente la gran sonrisa desapareció del rostro del detective. Se quedó mirando a Sam por un tiempo sin decir palabra. Sam estaba sentado sobre las manos que se le pegaban a la tapicería de cuero. El detective se inclinó sobre el asiento y abrió la puerta de Sam.
– Vale.
– ¿Me puedo ir?
No hubo respuesta del detective. Sam se bajó del coche y caminó hasta la casa sin mirar atrás. Cerró dando un portazo y corrió hasta el baño para vomitar con violencia. Después de haberse limpiado, miró por la ventana del dormitorio de sus padres. El coche de policía aún seguía aparcado allí fuera. Esperaron una media hora antes de marcharse.
Sam se puso la cazadora y salió corriendo hacia el estanque. Quería saber si habían visitado a los otros dos. Al principio creyó que no estaba ninguno de sus amigos, pero al acercarse al escondite oyó el murmullo de voces. Retrocedió y reptó entre los arbustos. Allí pudo ver claramente a Alice y a Terry sentados sobre el asiento rajado del Mini. Hablaban en voz baja e íntima. Los labios de Terry se movían a centímetros de los de Alice. Entonces Sam vio la mano de Terry. Como un cangrejo, descansaba de forma casual sobre el pecho izquierdo de Alice, los dedos se flexionaban ligeramente mientras ambos seguían hablando. Por segunda vez aquel día, Sam vació el estómago.
Retrocedió en silencio hasta salir de los arbustos y corrió a través del campo hasta que cruzó la verja. Caminó por los campos aledaños cegado por la amargura, limpiándose las gafas con la camisa, pestañeando ante los claros cielos de septiembre. Sus pies lo encaminaban en dirección al bosque, no aminoró la marcha hasta que llegó al perímetro de árboles. Se internó en el bosque siguiendo senderos retorcidos sin apenas ver nada, con la intención de correr pero sin aliento. Tuvo que luchar contra algo que le apretaba el pecho, una constricción que amenazaba con subirle por la garganta y estrangularlo.
Finalmente, la emoción desbocada le arrojó, como una piedra de una catapulta, a un claro que le resultaba familiar. Allí vio un árbol hueco con ramas rotas y helechos. Una siniestra flor color púrpura crecía del tocón, con el estambre grueso y obsceno asintiendo ligeramente por la brisa. Se acercó despacio.
La flor estaba enraizada en un rico mantillo de hojas que se descomponían bajo las ramas que él, Clive y Terry habían amontonado sobre el profundo hueco. Esta vez el lugar era inconfundible. En algún sitio allí abajo estaba el cuerpo en descomposición de Tooley. Sam arrancó una rama rota de olmo. Lleno de temblores, pinchó el montón de hojas en la base de la planta.
El palo levantó una papilla jugosa y oscura de hojas podridas, revelando, al hacerlo, un grueso hongo amarillo que había debajo.
Un grupo de pulgas de la madera, ácaros y escarabajos negros salieron arrastrándose por las esporas del hongo de aspecto corrupto. Asqueado, Sam dejó caer el palo, y retrocedió. Frunció el ceño ante aquella planta que la duende había llamado flor carroñera. Los pétalos de color púrpura oscuro y azul marino estaban fuertemente enlazados en espiral, y el grueso estambre blanco estaba cubierto por un polen color azafrán que parecía decir «tócame si te atreves». Quiso recuperar el palo y destrozar la planta, pero era reacio a volver a tocar la rama de olmo, como si ya estuviese contaminada. Temía que la planta de algún modo poseyera poderes sobrenaturales vengativos. Aun más, percibía que la duende estaba allí, en el bosque, observándolo.
A veces parecía que siempre, siempre estaba con él.
Por fin recuperó la cordura y se fue a casa.
Sam se quedó tumbado en la cama toda la tarde. Cuando por fin su madre llamó a su puerta, simuló haberse quedado dormido. Se tomó el té en silencio y después le dijo a Connie que iba a pasar la tarde estudiando las estrellas por el telescopio.
Y es lo que hizo, sabiendo que podía concentrarse en las galaxias. El telescopio parecía ofrecer visiones más claras desde su reparación. El cielo nocturno estaba despejado y las constelaciones se veían nítidas, y así no tuvo que pensar en Terry y Alice. Siguió un satélite, y vio una lluvia de meteoritos, tras lo cual tomó notas en la libreta.
– Baja -dijo una voz en su oído-. Baja un poco hasta Andrómeda. Quiero mostrarte algo hermoso.
Ni siquiera apartó el ojo del ocular. Alteró el ángulo del telescopio como le habían ordenado.
– Páralo ahí, bájalo quizá otro grado. Bueno, ¿ya me has perdonado?
– Me hiciste daño. Me hiciste mucho daño.
– He decidido que voy a ayudarte. Siempre te he pagado, ¿no? Desde aquel primer diente. Ven aquí. Túmbate junto a mí.
Le tomó la mano y ella lo condujo hasta la cama, y se tumbaron juntos. Ella lo acunó entre los brazos, mientras no paraba de susurrarle.
– Voy a despejar todos los obstáculos. Te voy a ayudar con Alice.
– ¿Cómo?
– Te voy a ayudar. Terry no volverá a ponerle las manos encima. Ya verás.
Se quedó dormido entre sus brazos. Cuando se despertó en mitad de la noche, ella se había ido, pero la ventana estaba abierta, como siempre solía pasar cuando era pequeño.