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32. Ondas

Al día siguiente era domingo. Sam decidió que era mejor contarles a Clive y Terry que le había visitado la policía. Primero fue a casa de Terry. A medio camino pudo oler que estaban preparando el desayuno, y en la cocina se encontró con Charlie, el tío de Terry, sin afeitar, aún en pijama, removiendo lonchas de panceta en la sartén.

– Está trasteando en el garaje -dijo Charlie con aspecto cansado y sin alzar la mirada.

Sam, al oír el sordo ruido de actividad, intentó entrar en el garaje. Estaba atrancado desde dentro. Golpeó la puerta y dijo quién era. Se produjo el sigiloso susurro del cerrojo al otro lado de la puerta antes de que Terry le dejara pasar.

– Ciérrala cuando entres -dijo.

En un lateral del garaje había un banco de trabajo. Terry tenía un trapo enrollado en un extremo de una barra de tubería.

– Parece una pieza bastante pesada -dijo Sam mientras observaba la bomba.

– A Alice le va a encantar esta -dijo Terry.

Cogió un martillo y lo golpeó contra el extremo de la bomba con el trapo.

Sam pensó que la técnica de Terry era un poco peligrosa, y se lo dijo.

– ¿No deberías usar un torno para cerrarlo?

– Es demasiado gruesa. Hay que darle unos golpes.

Terry volvió a golpear la bomba con el martillo y se produjo otro sonido sordo.

– Escucha, Terry. La policía vino a mi casa. Era por lo de las bombas.

Terry bajó el martillo y lo dejó colgando a su lado. Se quedó mirando a Sam con asombro.

– Ayer.

Los ojos de Terry pasaron al martillo que tenía en la mano y después a la bomba. Sopesó el martillo antes de darle a la bomba otro golpe.

– Supongo que será mejor que lo dejemos por un tiempo.

– Supongo.

– Quizá esta sea la última en una temporada.

– Mejor no hacer ninguna más.

Terry miró con tristeza a su último modelo. Ni siquiera había tenido tiempo de ponerle nombre. Se giró hacia la mesa de trabajo. Sostuvo la bomba con la mano izquierda e intentó comprimir el extremo de la tubería con una serie de golpes cortos, vigorosos y rápidos. Sam vio cómo los dedos de Terry se cerraban con delicadeza sobre el extremo de la tubería igual que se habían agarrado al pecho de Alice.

– Se lo voy a decir a Clive -dijo Sam-. ¿Vienes?

– Voy a terminar esto. Voy a ver a Alice a las doce en el estanque. Te veo luego.

Sam se encogió de hombros y se marchó. Al pasar por la ventana de la cocina, Charlie, aún en pijama, lo despidió con vagos gestos. Sam aún podía oír a Terry dando golpes en el garaje.

No había avanzado más de cien metros cuando oyó la explosión de la bomba.

Sam, Alice y Clive se sentaron junto al estanque aquella tarde. Después de que se establecieron los hechos, se sentaron sin hablar, cada uno sumido en un silencio espeluznante y privado. Miraban el estanque, observando los delicados círculos concéntricos, casi invisibles, que se ondulaban lentamente desde el centro y rompían contra la orilla arcillosa. Parecía sorprendente que aquellas ondas pudiesen generarse sin ni siquiera la acción de un guijarro contra el agua, y aun así, allí estaban, apenas discernibles aunque innegables, como si dieran respuesta a alguna alteración en el corazón mismo del agua.

Estuvieron allí sentados desde las tres de la tarde hasta que la oscuridad comenzó a descender lentamente, en entregas graduales. El agua succionó suavemente la oscuridad, la oscuridad llamaba a la oscuridad, hasta que la propia negrura pareció arrastrarse fuera del estanque y adentrarse en la tierra, hasta que el agua del estanque y la tierra que lo rodeaba alcanzaron una equivalencia, una intranquila tregua.

– Está oscureciendo -dijo uno de ellos.

Podría haber sido cualquiera, no importaba. Pero las palabras pronunciadas parecieron irradiar ondas concéntricas desde un centro pequeño e inmóvil, que viajaron hasta alguna orilla arrasada, desconocida, aterradora.