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Una semana después de que Terry saliera del hospital, Linda partió para Londres. Que Terry se hubiera volado la mano izquierda eclipsó la partida y el drama que podría haberse producido. De hecho, hubo lágrimas y preocupaciones y recelos y dudas de última hora. Pero ahora, dentro del gran panorama de lo ocurrido, comparado con la historia de muchachos que se volaban sus propios miembros, una joven que se iba de casa parecía poca cosa como para alterarse. Después de todo, tenía dieciocho años. Después de todo, ya tenía edad. Después de todo, Londres la llamaba.
Las recriminaciones sobre el accidente de Terry aún no habían acabado cuando se reunieron en casa de Linda para despedirla. Charlie había abrillantado el coche, listo para llevarla a la estación. Derek, privado incluso de ese último privilegio, tuvo que despedirse en medio del campo la noche anterior. Daba una imagen lamentable, apartado ligeramente del resto de los reunidos, como un actor secundario sin texto. Clive, Sam y Alice, todos terriblemente tristes, habían ido porque Linda se lo había pedido. Estaban apoyados contra la verja, haciendo chistes tontos y evitando mirar el muñón cauterizado y vendado de Terry. Connie y Nev, que siempre habían tenido una buena relación con Charlie y Dot, también habían acudido a la despedida.
Después de que se descubriera la naturaleza del accidente y las circunstancias de la fabricación de las bombas la gente había reaccionado de formas diferentes. Eric, el padre de Clive, aplastó a Clive contra la pared y lo golpeó con fuerza magullándole la mejilla. Era la segunda vez que lleno de furia le había puesto una mano encima a su hijo. Nev, sin embargo, se quedó callado de manera extraña y miró a su hijo como si Sam fuese de la especie más repugnante de insectos jamás surgidos de la perversidad de la naturaleza. Connie mientras tanto lo interrogaba, inútilmente, y a veces de manera histérica, y sobre todo de manera interminable.
Sin embargo y aunque la mayoría de los padres, confundidos, intentarían explicar la delincuencia de su vástago en relación a la maldad contagiosa de sus amigos, Charlie y Dot nunca parecieron achacar ninguna culpa a Clive o Sam. Una noche, mientras Terry estaba aún en el hospital, Sam se bebió tres botellas de sidra y apareció, balbuceante, en la puerta de la casa de Charlie, afirmando que era suya la responsabilidad del accidente. Charlie lo hizo entrar e, incapaz de comprender nada en absoluto de las extravagantes historias de Sam o ni siquiera averiguar por qué se sentía Sam responsable, le ofreció un cigarrillo y lo tranquilizó. Tras lo cual, llevó a Sam a casa y en privado le sugirió a Nev que no castigara mucho al muchacho, pues el chico estaba sufriendo mucho.
– ¿Sufriendo? -Nev agitaba la cabeza-. ¿Sufriendo? Sí que debería sufrir.
– El chico es muy sensible, Nev. Siente cosas.
– Debería sentir mis puños, eso es lo que debería sentir.
– No, Nev. Estás equivocado.
Después de que Terry saliera del hospital, Linda lloró por él cada noche. El esfuerzo de intentar fingir que todo seguía exactamente igual que antes era demasiado para ella. Y por tal motivo tenía los ojos rojos el gran día de la despedida, cosa que no la favorecía. Dot la había obligado a tumbarse con rodajas de pepino sobre los párpados hinchados y, en opinión de Linda, fue despiadada al decirle:
– Es culpa de Terry, tendrá que vivir con ello.
A Linda no le parecía justo. Cuando alguien a quien amas se vuela la mano, no parecía justo andar cortando rodajas de pepino. Pero Dot era firme, y su estoicismo les ayudó a todos a superarlo.
Linda finalmente apareció con un sorprendente vestido color rosa y el pelo corto con las puntas hacia afuera, siguiendo la moda. Besó y abrazó a todo el mundo con excesivo entusiasmo, y fue justo antes del momento de su partida cuando Sam se dio cuenta de que ella siempre había estado allí, en primer o segundo plano, una presencia tranquilizadora y silenciosa, y que la iba a echar mucho de menos. Miró a Derek, apartado de la charla y de los gestos inusualmente expresivos, y sintió un cosquilleo de empatía.
Linda besó a Clive y a Alice, pero antes de abrazar a su madre y subirse al coche con su padre, se llevó a Sam y a Terry a un lado.
– Terry -dijo en voz baja para que los otros no la oyeran-, quiero que cuides de Sam. Sois todos unos estúpidos, todos, pero Sam es el más estúpido, y él me preocupa más que los demás. De modo que tienes que prometerme que cuidarás de él. ¿Me lo prometes?
Sam se sorprendió. Quería protestar, quería decir: «Mira, es él el pobre capullo que solo tiene una mano», pero en su lugar se ruborizó y no dijo nada. Terry, avergonzado, se restregó la nariz con el muñón vendado y se quedó en silencio.
– ¿Me lo prometes? -insistió Linda.
– Claro -dijo Terry-. Sí.
Entonces Linda besó a los dos antes de acercarse a Derek. Un abrazo final a Dot y subió al coche. Todo el mundo decía adiós con la mano, todos gritaban, todos lanzaban besos. Linda se había ido.
Los adultos se marcharon, excepto Derek, con las manos en los bolsillos, contemplando la carretera por la que ella se había ido.
– Volverá -dijo Alice con ánimo.
– No es que no la vayas a ver nunca más -añadió Terry.
Derek alzó la mirada. Había malicia en sus ojos.
– ¿Qué sabréis vosotros? -espetó con amargura-. No sabéis nada. Sois tan solo unos críos. Para vosotros solo soy el novio de Linda, alguien a quien intentar incordiar. Pero ella se ha ido, y ya está. No puedo competir allí donde se ha marchado. Estoy fuera. No puedo competir.
Se metió en el Mini y cerró de un portazo. El motor rugió enfurecido y los neumáticos chirriaron al rodar por el asfalto. Derek aceleró y se alejó de ellos muy deprisa.