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– Muchacho, hay algo que tienes que entender -decía Skelton-. No tienes esa clase de poder. No lo tienes. Yo no lo tengo. Nadie lo tiene.
Skelton intentaba, y no por vez primera, aliviar a Sam de la culpa que sentía por el asunto de la mano de Terry. No era su primera cita con Skelton desde el accidente con la bomba casera. De hecho, en la vida de Sam se había establecido un patrón regular. Sam tenía una cita anual con el psiquiatra. Skelton había determinado que no era necesario tener reuniones con más frecuencia.
– Tan solo queremos medirte el cráneo -bromeó- y así todo el mundo estará contento.
Sin embargo, cualquier incidente en la vida de Sam, desde que lo pillaran fumando a estar envuelto en la construcción de bombas, resultaba, gracias a la insistencia de Connie, en una cita adicional.
Sam había explicado todo el asunto de la mano malvada y de la promesa de la duende de retribución.
– ¡Coincidencia! -siseó Skelton-. Aunque sí puedo asegurar alegremente que puede ser que tuvieses alguna intuición especial de lo que ocurrió antes del suceso. Lo cual quiere decir que sabías que había peligro. Sabías cómo se hacían esos malditos y estúpidos cacharros. Por lo que sé se sostienen con una mano y se golpea el extremo con la otra. Sabías todo esto. Lo previste. Tan solo es la acción de la inteligencia. ¡No eres responsable!
– ¿Y qué hay de cuando el padre de Terry se disparó después de matar a su familia?
– Quizá viste algo allí también. Fuiste capaz de presentir un peligro hacia tu amigo, algo en el comportamiento de su padre que era profundamente desconcertante. Querías sacarlo de allí. La mente es un instrumento de medición increíble, Sam. Sabe más de lo que piensas. Sabe más de lo que debería.
– ¿Cómo sabe todo eso?
– Forma parte de mi trabajo.
– La duende dijo que Terry me debía su vida de todas formas.
– ¿Y por lo tanto se podía permitir coger una mano?
– Sí. Eso es lo que la duende me contó.
– ¡Que se joda la duende! -gritó Skelton cuando se le agotó la paciencia-. ¡Por qué no coges a esa duende y le echas un buen polvo!
– Ya lo hago. A veces.
– Sí, sí, sí. Ya sé que lo haces. Me lo has dicho. Simplemente me quedo sin ideas.
Skelton era brutalmente honesto con Sam en cuanto a lo limitado de sus habilidades para tratar su problema. Para el psiquiatra, Sam era un caso único. Skelton se había encontrado con una multitud de pacientes infantiles y adultos con peligrosos amigos imaginarios, pero por su experiencia, estas entidades o desaparecían un día y nunca volvían o se desarrollaban hasta presentar los clásicos síntomas de la paranoia, la esquizofrenia, u otra condición ilusoria retroalimentadora. Sam parecía operar de manera totalmente normal excepto por aquella única convicción. Como había informado Skelton hacía tiempo, nunca había sido un peligro para sí mismo ni para los demás. Hasta entonces.
– Y ¿qué hay de esa maravillosa… Alice? ¿Es Alice? Estoy seguro que cuando te tumbes en la hierba con esa Alice tan maravillosa, no verás de nuevo a la duende.
– ¿Cómo lo sabe?
– ¿Cómo lo sé? ¡Me pagan por saberlo! ¡Forma parte de mi trabajo! Y no me importa decirte que estoy decepcionado con tus progresos. Tienes que intentarlo, hijo. Intentarlo. ¿Sabes cuál es el secreto del éxito en lo que a las mujeres se refiere? Intentarlo. Puede que recibas un guantazo. Puede que en alguna ocasión sufras una buena reprimenda o alguna humillación fulminante. Pero si quieres que la cesta se llene de manzanas, tendrás que colocarla bajo el árbol. ¿Entiendes? ¡Tienes que intentarlo!
– Ahora es más imposible que nunca.
– ¿Por qué? Dime por qué.
Skelton estaba al borde de las lágrimas debido a la frustración.
– Porque de eso iba todo esto. De mí y de Terry. Los dos queremos a Alice. Por eso salió volando la mano de Terry.
– ¡Y por eso te he dicho que no tienes tales poderes! -gritó el psiquiatra-. ¡Dios santo, dame paciencia!
– En la tele -dijo Sam mientras se subía las gafas- a los psiquiatras no se les va tanto la cabeza como a usted.
Skelton enseñó sus dientes manchados de nicotina.
– Voy a ir a tu casa con un ladrillo y lo voy a reventar contra el televisor. Ahora vete. Pide otra cita con la señorita Marsh cuando salgas. No hagas más bombas. Que tengas un buen año.
– ¿Hay noticias sobre el Interceptor? -dijo Sam al levantarse de la silla.
– ¿Qué? Ah, no, no hay nada de lo que informar. A todo el mundo que se lo he mencionado le parece una buena idea pero demasiado descabellada. Aún lo estoy intentando.
– Bueno, no quiero que lo patenten a mi nombre. Quiero que lo hagan a nombre del padre de Terry. Él lo inventó.
– Ya lo sabía.
– ¿Cómo? ¿Cómo lo sabía?
– Sal de aquí -dijo Skelton.
Sam pasó mucho tiempo caminando por el bosque, intentando aclararse con todo aquello. Sabía que debía evitar el lugar donde el cadáver de Tooley se hallaba en descomposición. Sin embargo, la extraordinaria y radiante presencia de la flor carroñera lo atraía como un faro. A veces se quedaba a una distancia de veinte metros, observando la planta desde detrás de un árbol. En ocasiones se acercaba, la rodeaba, prestando atención a la base del tronco hueco del que crecía. Se preguntaba qué parte en concreto del cadáver de Tooley rodeaba sus raíces, si el cerebro o las tripas.
Un día Sam se sintió extrañamente vigorizado. Se detuvo cerca de la planta, inspeccionando las hojas púrpura y el estambre blanco. Pareció haber alcanzado cierta madurez y, Sam creyó, estaba preparada para sufrir una transformación espectacular. El grueso estambre estaba a punto de explotar. El aire que lo rodeaba vibraba.
Sam experimentó una puñalada de impaciencia, casi como si la estuviera asestando la propia planta. Se sintió motivado a ayudar a la naturaleza. Con un palo escarbó entre el mantillo de hojas en la base de la planta hasta descubrir el hongo amarillo, venenoso y acolchado que había debajo. Se había hinchado de manera considerable desde la última vez que estuvo allí y había crecido hasta el tamaño de un pequeño cráneo. Sam lo tocó con el palo. El tumoroso saco blanco respondió a la presión con un resoplido de aire y se hinchó de manera visible. Sam dejó caer el palo por la sorpresa y dio un paso atrás. Hubo un segundo suspiro tísico de aire antes de que el saco venenoso se hinchara aun más. Los cortos chorros de aire comenzaron a acelerarse, y lentamente el hongo se puso como un balón de fútbol inflado con una bomba de bicicleta. La bola siguió resoplando e hinchándose con velocidad creciente, hasta que comenzó a formar un rostro identificable. El de Tooley. Estaba amarillento, ictérico y corrupto, las mejillas estaban llenas de horribles cicatrices, y los ojos acuosos por el odio.
Aún hiperventilando, con cada respiración como si fuese un resoplido lloroso, Sam se incorporó de un salto en la cama, y se arrancó las pinzas de cocodrilo de la nariz.
El estanque fue excavado como estaba previsto. Un día dos enormes excavadoras amarillas llegaron, asustaron a la fauna, apisonaron el campo y vertieron un enorme montón de tierra en el pantano, reduciéndolo a un tercio de su tamaño. Lo hicieron todo en un día. Los Depresivos fueron para inspeccionar los daños.
Lo contemplaron en un silencio descorazonador. Tuvieron una sensación inadmisible de violación personal. Como si alguien les hubiera robado algo íntimo mientras dormían. Como un órgano vital, como un pulmón. O quizá un diente.
Incluso su viejo escondite había sido destruido. El lugar donde habían pasado tantas tardes, con buen o mal tiempo, ahora era una explanada de arena roja en la que se veían gruesas huellas de ruedas de oruga. Los árboles que antes se alzaban sobre las aguas habían sido arrancados de raíz y estaban apilados para ser quemados. El viejo asiento del Mini, en el que los muelles asomaban a través del cuero rajado, lo había lanzado con descuido sobre lo alto de la pira. El agua removida tenía el color del té hervido. Parecía imposible que aún pudiese albergar la miríada de formas de vida acuática que había tenido durante años: garzas, pollas de agua, vencejos, percas, lucios, ranas, tritones, libélulas, barqueros, caracoles, renacuajos, lentejas de agua, algas.
– ¡Se suponía que solo iban a rellenarlo hasta la mitad! -La voz de Alice, aunque atenuada, estaba llena de indignación-. ¡No pueden salirse con la suya!
– ¿Qué sugieres que hagamos? -dijo Clive con amargura-. ¿Sacar la tierra de nuevo?
Nadie dijo nada acerca de usar bombas.
De algún modo era algo más que el estanque lo que les habían quitado. Ninguno sabía decir qué era exactamente, pero el suceso fue como una alarma en cada uno de ellos que anunciaba una nueva etapa en una carrera temible. Algo parecido a un susurro, como una señal de aviso más que una voz, salía de la tierra apisonada, agrietada y surcada por huellas que decía: «Así es la cosa, así será, puedo cambiarlo todo cuando me venga en gana, y nunca jamás habrá marcha atrás».
– Oye, Clive -dijo Terry-. Este es tu blues.
Clive se había convertido en una autoridad en cuestiones de música pop. Había descubierto que era más aceptable desde un punto de vista social fardar acerca de los antecedentes de los Rolling Stones y los Yardbirds en la música rhythm and blues que exhibir unos conocimientos profundos del cálculo y la teoría atómica. No se contenía. Trazaba líneas de influencia que llegaban hasta el blues del delta del Misisipi y a las canciones de recolecta. Cualquier cosa que produjese Cream o sobre la que estuviesen trabajando los John Mayal's Bluesbreakers, Clive sabía el origen. «Sí, pero ¿ves?, eso fue compuesto por Blind Lemon Jefferson…» «Sí, claro, la canción de Robert Johnson…» «Ajá, Josh White lo hizo primero…» «¿Quién?… No, probablemente estés pensando en Howlin' Wolf.»
Era exasperante para Sam y Terry escuchar que estaban pensando erróneamente en alguien del que ni siquiera habían oído hablar previamente. Howlin' ¿qué? Pero sabían que era mejor no discutir. Clive nunca se equivocaba en esas cosas, y tenía toda una tesis en la cabeza. Comenzó a comprarse revistas de música, Melody Maker y Musical Express, por el solo hecho de comenzar discusiones con los periodistas de rock. Mandaba cartas vitriólicas y sarcásticas a aquellas publicaciones cada semana, sin desanimarse porque nunca jamás se las publicaran. También coleccionó de manera febril, llegando a tener un impresionante número de discos de blues. Se puso a trabajar en una gasolinera después del colegio para pagarse la afición. Clive se convirtió en el chico al que nunca veías sin un disco bajo el brazo.
De los demás, era Alice la que estaba más impresionada por los conocimientos enciclopédicos sobre el género. Le prestaba los discos, y discutían sobre el material durante horas, mientras tarareaban melodías, y repetían líneas una y otra vez. Era muy irritante para Sam y Terry.
– Es puro estado de ánimo -condescendió en explicarles a los demás-. Por eso nos gusta a Alice y a mí. Es profundo. Es música de Redstone.
La referencia casual a «Alice y a mí» se repetía con frecuencia.
El acné de Clive no había desaparecido. El Tomás de Aquino no consiguió producir el milagro deseado. En cualquier caso había remitido dejándole un rostro permanentemente inflamado y envejecido de forma prematura. Cuando Terry le dijo, mientras miraban el estanque a medio llenar, «Oye, Clive, este es tu blues» y Clive alzó el rostro con gesto irónico, fue Sam el que pensó lo viejo que parecía Clive. Y cuando inspeccionó a Terry y a Alice, de repente ellos también parecían envejecidos. No demasiado, y no más de lo que solían parecer los adolescentes. Pero le pareció a Sam que en un momento todos habían sido niños de caras dulces y que la vida había sido irresponsable y llena de aventuras, llena de largos veranos calurosos e implacables, y de inviernos inconsolablemente breves y fríos, y ahora de repente todo lo que decías o hacías contaba para algo.
No estaba seguro de estar contento con el cambio.