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– Se acabó -anunció con indiferencia Alice un día al volver del colegio en el autobús refiriéndose a su novio-. Lo hemos dejado.
Sentado detrás de Sam y Alice, las orejas de Clive se pusieron a la escucha. La atención de Sam estaba fijada en Alice, de modo que no pudo ver las orejas de Clive, a pesar de ello supo de manera instantánea que se habían aguzado por el interés. Quizá el aire alrededor de Clive se movió ligeramente y subió o bajó un grado de temperatura. Era una de esas cosas que se pueden saber.
Sam no estaba menos interesado. Quería preguntar si aquello significaba que la madre de Alice también lo había dejado con aquel novio de Londres que conducía un deportivo. Pero en su lugar preguntó:
– ¿Lo dejaste tú o te dejó él?
– Fue un acuerdo mutuo -dijo Alice mirando por la ventana-. Ambos sabemos que así es mejor.
Entonces lo miró con una mirada que le dijo a las claras que había sido abandonada.
Sam pensó que lo justo era pronunciar algunas palabras de apoyo, pero no podía pues su corazón estaba indeciblemente contento. La sangre comenzó a cantar en sus venas. Se reajustó las gafas en la nariz e intentó disimular las débiles muecas de una sonrisa.
– Estás mejor sin él. Era demasiado viejo para ti.
Alice no dijo nada. Clive no sabía que Sam había conocido en una ocasión al novio de Alice.
– ¿Lo conociste?
– Sí.
– ¿Cómo es?
– ¿Cómo era?, querrás decir. Una rata. Una comadreja. Alice no dijo nada.
– Nunca me habías dicho que lo conociste -protestó Clive.
– No -dijo Sam-. Nunca te lo he contado.
Había sido su secreto. Coleccionaba secretos sobre Alice igual que algunas personas coleccionan cajas de cerillas. Acumulaba escrupulosamente todas las pequeñas intimidades y confidencias que se referían a ella pero a veces les daba pequeños ejemplos de información privada a Terry y a Clive, para confirmar su relación superior con Alice. Nunca les contó que había conocido al novio de Alice, o que en una ocasión había leído trozos de una carta, o que había encontrado evidencias de una sustancia delicada o, de hecho, de la extraña relación triangular, que ni siquiera él podía entender, que incluía a la madre de Alice.
– ¿Qué hay de tu madre?
El interés de Clive se aguzó de nuevo. Sobre los ojos de Alice se formó una película húmeda y homicida.
– Todo se ha acabado -dijo significativamente-. Todo.
Ahora que aquel nuevo giro había sido anunciado, entendió por qué había sido tan cuidadoso con aquella información. No era simple respeto por Alice y un modo de proteger sus asuntos privados lo que le había guiado. Lo había motivado la ventaja que ello suponía. Mientras el bus aceleraba hacia su casa aquel día, supo que Clive pronto le contaría a Terry lo que acababa de oír, y que entre los tres las máscaras caerían, y que se produciría una competición por Alice.
Sam la inspeccionó tímidamente mientras miraba con tristeza por la ventana. No era de una belleza arrebatadora, pero era irresistible. Su pelo oscuro se derramaba sobre un cuello de marfil, y llegaba casi hasta la convexidad de la media pelota de tenis que formaban sus pechos. Algo en la corbata escolar atada con descuido sobre el cuello hacía que quisiese acunarla, y el hábito incitador que tenía de pasar aquellos dedos blancos sobre las medias de nailon negro lo provocaban sin que pudiese contenerse. No le parecía ridículo no querer otra cosa que casarse con Alice.
Como sospechaba que también querían Terry y Clive.
Alice, sin embargo, mantenía abiertas las opciones. Ni siquiera estuvo nunca claro que considerara a Sam, Terry o Clive como opciones matrimoniales.
– ¿Quieres venir conmigo a un partido de fútbol? -le preguntó Terry un día.
Ella entrecerró los ojos con dudas.
– ¿Fútbol? ¿Van los demás?
– No.
– Entonces no creo que quiera.
– Vamos a tu casa a poner discos de blues -sugirió Clive.
– Vale. Diles a Sam y a Terry que vengan también.
– Oh. ¿Por qué?
– Será más divertido.
Sam recordó a Skelton y tomó aliento.
– ¿Quieres ir a ver una película el sábado?
– ¿Se lo has dicho a Terry y Clive?
– Pues no.
– ¿Quieres decir solos tú y yo en la última fila o algo así?
– O algo así.
– Um. Qué locura.
Que no era un no, pero que tampoco era un sí. Mientras los tres chicos se miraban unos a otros como liebres nerviosas alrededor de Alice, ella parecía bastante diestra a la hora de evitar confirmar favoritismos o quedarse a solas con uno de ellos. Ellos, por otro lado, estaban dispuestos a saltar por aros de fuego para estar con Alice o simplemente para asegurarse que ninguno de los otros disfrutaba de la ventaja de estar a solas con ella. En consecuencia se vieron implicados en actividades ajenas a lo que de verdad les salía del alma.
– ¡Tira! ¡Simplemente tira hacia atrás! -Alice le gritó a Terry.
– ¡Lo intento! ¡No es fácil con una mano!
El caballo de Clive parecía querer irse a casa.
– ¡No! ¡Por ahí no! ¡Haz que de la vuelta!
Alice ya no lo aguantaba más. La ineptitud que mostraban la superaba.
Entonces el de Sam decidió sentarse.
– No quiere moverse -dijo sin convicción.
– ¡Joder, haz que se mueva! ¡Tú tienes que hacer que se mueva!
Giró su propio caballo y trotó de vuelta hasta la yegua gris de Sam y le golpeó la grupa con la fusta. La yegua se levantó. -¡No permitas que lo haga de nuevo!
Entonces salió al galope detrás de Clive, agarró las riendas de la montura color nuez y la tranquilizó. Mientras tanto, el caballo de Terry aún mordisqueaba hierba en los arbustos, totalmente ignorado.
Llevaban quince minutos y tan solo habían sido capaces de cubrir unos cientos de metros. Alice había tenido cuidado de encontrar caballos tranquilos para los tres, pero ninguno de ellos estaba acostumbrado a caminar, y ella había subestimado el terror y la incompetencia de unos chicos adolescentes en lo que respectaba a animales de cría.
– ¿Qué os pasa? ¡He sacado a pasear a chicas de siete años en estos caballos! ¡Tenéis que hacer que hagan lo que vosotros queráis!
– ¡Vaya! -gritó Terry cuando su caballo se detuvo a comer hierba e intentó darle un bocado al caballo de Clive.
El caballo castaño dio un giro dibujando un pequeño círculo. Clive tiró del freno con demasiada fuerza hacia la izquierda.
– ¡Joder, joder, joder, joder, joder!
– ¡Cálmate! ¡No lo pongas nervioso!
– ¡Dijiste que lo controlara!
– ¡No dije que le arrancaras la boca con el freno!
Alice se inclinaba de manera precaria sobre su propio caballo, asiendo las riendas de Terry con una mano y con las de Clive en la otra. El caballo de Sam, al menos, estaba de pie de nuevo y esperaba de forma obediente. El gorro de montar de Alice cayó y botó sobre el asfalto del carril comarcal. El pelo le cayó hacia delante, cubriéndole el rostro escarlata por la exasperación y el esfuerzo. Su descarado trasero, delineado por los ajustados pantalones de montar, se elevó de la silla y ondeó en el aire mientras luchaba por controlar a los otros dos caballos. La visión del trasero de Alice así presentado le proporcionó a Sam una erección instantánea, feroz e inesperada.
Mientras aún consideraba lo que le gustaría hacerle a Alice, alguien saltó abruptamente sobre su caballo desde detrás, agarrándose a la cintura de Sam y pateando violentamente al animal en los flancos. El caballo se encabritó en el aire, relinchó y resopló antes de salir galopando doscientos metros por el carril comarcal entre los setos, hasta llegar a unos arbustos. Aterrorizado, Sam soltó las riendas y entrelazó los dedos en las crines del caballo. Aquello pareció hacer que el caballo galopara más deprisa.
– ¡Me encantan los caballos! -gritó la duende sobre su espalda.
Había ramas torcidas que laceraban el rostro de Sam mientras avanzaban como un rayo a través de los arbustos cada vez más espesos. La duende se retorcía de la risa, extendió una mano hasta su entrepierna y le metió la húmeda lengua en la oreja. Sam vio una rama baja que se dirigía hacia él a la altura de la cabeza. Se agachó, aplastándose contra el cuello estirado lleno de gruesas venas del caballo. La duende saltó de la montura y se agarró a la rama sobresaliente. Sam miró hacia atrás para ver cómo se balanceaba hasta montarse en la rama riéndose y gritando algo incomprensible. Sus palabras se perdían en sus oídos debido al viento. El caballo giró, y Sam sintió que salía despedido de la silla, voló por los aires y se detuvo de repente contra la base de un roble.
Tras golpearse duramente, debió de haber estado inconsciente durante un instante, pues, cuando volvió en sí, Alice estaba desmontando y corría hacia él. El caballo permanecía ocioso en las cercanías.
– ¿Estás bien? ¿Estás herido?
– Estoy bien.
– Esto es un desastre -dijo Alice-. Un desastre. No os voy a traer a montar jamás.
Sam aún estaba demasiado aturdido como para decir lo que le hubiera gustado.
Pero el patrón se repitió. La vez que el colegio organizó una expedición de espeleología en el tercer trimestre, para alumnos de doce a dieciséis años, Sam y Clive se encontraron arrastrándose por el barro y las aguas heladas dentro de los sumideros de Derbyshire Dales. A ninguno de ellos le fascinaba de manera particular arrastrase como gusanos por cavidades subterráneas oscuras y húmedas, pero Alice había querido ir. Por suerte para Terry, fue excluido de aquel viaje en particular, pero a Sam le había sobrecogido el temor de que Clive pudiese ir con Alice si él declinaba la oferta, y Clive tuvo que ir también, sabiendo que Sam lo haría si él no iba.
A pesar de que era primavera, en los agujeros de Dales hacía demasiado frío y humedad como para arrastrarse por ellos. Pasaron la mayor parte del tiempo a gatas, con la nariz de uno de los dos a centímetros del trasero de Alice. Alice, por supuesto, se mostró encantada con la experiencia espeleológica. Clive pasó un momento de terror al quedarse atorado en un hueco, incapaz de avanzar o retroceder. Sam también pasó un buen susto en una ocasión en que se separó de los otros y la lámpara de carburo se le apagó y no había manera de que pudiese volver a encenderla. Se consoló pensando que al menos la duende no estaba allí, regodeándose en la oscuridad de la caverna. Entonces Alice reapareció para encenderle la lámpara, y recordó por qué estaba en aquel espantoso lugar.
Aquel verano Alice introdujo un nuevo elemento en los procedimientos. Estaban sentados alrededor de lo que quedaba del estanque. Parte de la flora y la fauna había revivido, pero no le quedaba nada de su carácter original. Había perdido la habilidad de destilar la atmósfera que lo rodeaba, de aspirar el aire y exhalar tranquilidad. El estanque aún estaba vivo, pero estaba en estado de choque. Descansaban sobre la cálida orilla de arcilla una tarde temprano después del colegio, y Alice sacó un paquetito de papel de plata.
– ¿Dónde has conseguido eso?
– Mi novio se lo dejó olvidado. No creo que vuelva a por él.
– ¿Lo has hecho ya?
– Claro que sí. No es para tanto.
Terry agitó la cabeza con dudas.
– No. No va conmigo.
– Ni conmigo -dijo Sam.
– Por supuesto que no -dijo Clive-. He oído demasiadas historias.
Alice se encogió de hombros.
– No os importa que yo lo haga, ¿no?
Nadie dijo nada. Observaron, como hipnotizados, mientras Alice pegaba tres papeles de liar juntos, partía un cigarrillo, desenvolvía el papel de plata que contenía lo que parecía un trozo reluciente de crema para limpiar las botas, lo chamuscaba con el mechero y desmigajaba parte del material en el porro. Lo acabó con cuidado creando un delgado y elegante producto tras introducir un trozo del cartón del librito del papel de fumar en el extremo del canuto. Era tan experta que parecía que lo había estado haciendo durante años. Algo borboteó, sin ser percibido, en el estanque. Alice se encogió de hombros mientras miraba a los chicos.
– Se los hago a mi madre.
– ¿Para tu madre?
Alice lo encendió.
– Le encantan.
Chupada, chupada, mueca. Retuvo el humo en los pulmones y dijo con voz ronca:
– Dice que le ayuda a escribir poemas románticos en las tarjetas de felicitación.
Entonces exhaló con fuerza mientras ofrecía el porro para que alguno de los otros lo probara.
– No -dijo Terry.
– No cuentes conmigo -dijo Sam.
– Ni lo sueñes -añadió Clive.
Clive se puso blanco como la leche y se acurrucó sobre la orilla, Terry vomitó violentamente en el estanque, y Sam, sonrojado, febril y con ganas de escapar de los otros para poner su cabeza en orden, se dio un paseo por el campo. Parecía como si sus pies se elevaran demasiado a cada paso que daba. Lo último que oyó antes de dejarlos fue a Alice diciendo:
– Supongo que no queréis que líe otro.
Sam encontró un montículo de hierba alta y de dulce olor y se tumbó sobre ella. Sentía nauseas y el corazón le latía con una fuerza desagradable. Pero se encontraba sobrecogido por el embriagador y fresco olor de la tierra: heno y diente de león, setas y rocío, mantillo y raíces y la hierba verde llena de gotitas brillantes.
– Te lo dije -dijo la duende-. Es peligrosa, esa Alice. Te advertí hace años. Tú piensas que yo atraigo los problemas, pero cuidado. Te va a llevar al borde del precipicio.
Sam entrecerró los ojos. La duende le sonreía, mientras masticaba una hoja de hierba. Estaba completamente desnuda, y tenía la piel teñida de verde, reflejando como en un escudo pulido la brillante claridad de la hierba.
– Y tú eres tan tonto como para seguirla con la esperanza de que te dé un beso en la caída.
Entonces Sam percibió que la duende estaba compuesta de hierba y que no estaba hecha en absoluto de huesos y piel. Estaba tumbada de espaldas, mezclándose perfectamente con los tallos secos de la hierba y las orejas en punta estaban hechas de hierba amarillo verdosa hasta que finalmente no podía distinguirse de la propia vegetación. Sam se incorporó al sentir que el vómito avanzaba desde lo más profundo de sus tripas. Cuando vomitó parecía como si hubiese estado comiendo hierba. La duende se había marchado, y oyó a Alice que gritaba su nombre.