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36. Zoot Salem

– Increíble -dijo Give.

– Vaya tontería.

– Sin sentido.

– Es amor -dijo Alice-. Te agarra. Te hace hacer locuras. Quieres hacer cosas así cuando amas a alguien.

Sam sabía muy bien a lo que se refería. Aceptó la colilla chamuscada del flojo porro que le había ofrecido. Tras la primera experiencia con la resina de cannabis, fue sorprendente que quisiesen probar también la hierba. Pero Alice les aseguró que solo te hacía vomitar la primera vez, así que persistieron. Al menos, persistieron siempre que podían echarle el guante al asunto, lo cual era tan infrecuente que hablar de ello como una adicción era mucho exagerar. El «ex» de Alice hacía de vez en cuando una visita relámpago, y dejaba un paquetito de papel de plata tras su partida, y Alice a veces podía raspar una porción de los suministros de su madre. Alice y Clive siempre liaban los porros, Terry no podía por razones obvias, y cualquier cosa construida por Sam tendía a desintegrarse o a arder de manera alarmante en el proceso.

Los efectos, ha de admitirse, eran mucho más suaves de lo que todos habían anticipado y no eran más espectaculares que beber a toda velocidad botellas de sidra Woodpecker. Pero era diferente, era apacible. Excepto Sam, eso sí, que parecía extremadamente susceptible a sus mejores efectos, y le daba por ponerse a andar en los momentos más extraños y en ocasiones lo pillaban manteniendo conversaciones con entidades invisibles. En privado, Sam comenzó a desarrollar la noción de que el material podía mantener a raya a la duende, que a pesar de que se le aparecía cuando estaba ligeramente colocado, solía dejarlo solo en la mayoría de las ocasiones. Sam pensó en que podía compartir aquella idea con Skelton.

– ¿Así que estrelló el Mini contra una pared? -quiso saber Clive.

– Así es -dijo Terry-. Muerto en el acto.

Había pasado más de un año desde que Linda había dejado a Derek para irse a Londres. La había visto en tan solo un par de ocasiones desde aquel día, y su predicción de que lo dejaría fue totalmente acertada. Lo habían visto sentado solo una noche en el salón del Gate Hangs Well, bebiendo mucho. La dueña del bar, Gladys Noon, lo vio agarrando las llaves del coche a la hora del cierre y había intentado disuadirlo para que no condujera. Pero se había marchado, subió al coche y puso fin a todo.

– Qué extraño -dijo Nev Southall cuando su hijo le contó lo que le había dicho Terry-. Yo estuve bebiendo en el Gate Hangs Well aquella noche y lo vi salir con el coche. Pero llevaba a alguien dentro.

– ¿Estás seguro?

– Totalmente.

Sam de repente se sintió muy extraño.

– ¿Quién era?

– No sé. La vi arrimarse a él en el bar al final de la noche. Una chica de aspecto extraño. Parecía estar susurrándole todo el rato al oído. Entonces se levantaron y se fueron juntos.

– ¿Qué aspecto tenía?

– Baja. Pelo rizado, muy negro. Con aspecto de gitana y la boca repleta de dientes brillantes. Cuando me fui del bar salieron a toda velocidad del aparcamiento. Casi me atropellan. Ella iba en el asiento del pasajero y seguía hablándole al oído. Pero él miraba al frente muy fijamente, como si intentara ignorarla. Entonces salieron a toda prisa por la carretera.

Sam sintió un sudor frío que le recorría la espalda. No dijo nada.

– La cosa es -dijo Nev- que nadie mencionó nada de ningún pasajero cuando lo sacaron del amasijo.

Sam hizo una mueca de dolor.

– ¿Mataste a Derek? -le preguntó a la duende en mitad de la noche-. ¿Lo hiciste?

– ¿Qué te importa a ti Derek? -contestó con desdén.

– ¿Lo hiciste? ¿Lo mataste? Tengo que saberlo.

– Cuando Linda estaba aquí, te pasabas todo el tiempo deseando que Derek desapareciera. Tú y tus amiguetes no parabais de hacerle la vida imposible. Odiabas a Derek. Lo hiciese yo o no, ¿qué significaba Derek para ti? Si lo hice, te estaba haciendo un favor.

– ¿Le dijiste que se matara? ¿Se lo dijiste?

La duende no contestó. Se abrazó las rodillas en la oscuridad y le hizo una mueca. Tenía el rostro pálido y enfermizo. Alrededor de ella flotaba un aire de contagio, un tufillo a carroña. Sam sintió un escalofrío ártico de temor por todos los que lo rodeaban. Le penetraba los huesos.

– Mantente alejada de mí-dijo Sam-. No quiero tener nada que ver contigo. ¿Me oyes? ¡Nada! ¡Nada!

La duende tan solo se abrazó con más fuerza y lo miró entrecerrando los ojos.

Algún tiempo más tarde Linda hizo una de sus esporádicas visitas a Redstone. Los ánimos tras el fallecimiento de Derek se habían calmado. Nadie culpaba a Linda, pero había cierto resentimiento por parte de Dot y Charlie, pues Linda no los visitaba muy a menudo. En cualquier caso, tras la primera noche en casa, y después de haber comentado lo sucedido a Derek en voz baja, pronto volvió el viejo calor familiar al hogar. Linda charlaba con alegría sobre su nueva vida en Londres, dejando caer nombres de famosos como si fuese confeti en una boda. La mayoría de los nombres eran desconocidos para Dot y Charlie, pero la escuchaban con atención, intentando componer una imagen del entorno de Linda.

– Pippa dice que debería mudarme a un apartamento en Mayfair. Dice que me lo puedo permitir, así que, ¿por qué no?

– ¿Es una zona mejor? -preguntó Charlie.

– Mayfair, papá. Mayfair, sale en el Monopoly.

Charlie se puso colorado.

– Ya, ya. Simplemente pregunto si es mejor, eso es todo.

– Pippa dice que es necesario vivir en un sitio donde te puedan ver. Pippa dice que todos los que son algo ahora mismo viven en Mayfair.

– ¿En Redstone no? -dijo Terry.

– Llevas mucho maquillaje últimamente -observó Dot.

– No es que lleve más, es que es diferente. Pippa dijo que tenía que cambiar la manera en la que me maquillaba. Dijo que mi viejo estilo de maquillaje me hacía parecer una camarera de un club de hombres.

Dot, que le había enseñado a Linda cómo maquillarse, resopló.

– A mí me parece -le soltó Charlie- que Pippa es una estirada de mucho cuidado.

Se levantó y salió de la habitación.

Dot miró a Linda con ojos reprobatorios.

Varias semanas tras la vuelta de Linda a Londres, apareció una foto de ella en una revista llevando tan solo una camisa de hombre sin cuello. Sus pechos se mostraban parcialmente, aunque la camisa abierta cubría de manera pudorosa los pezones. Se ofrecía una visión sugerente, aunque solo eso, de las aureolas de sus pechos. Charlie se puso hecho una furia y se tomó un día libre en el trabajo. Dijo que nunca más podría mirar a los ojos a sus compañeros de trabajo. Sam, en la intimidad de su dormitorio, recortó la fotografía y la colgó en la pared sobre la cama.

En esa época apareció un nuevo profesor de lengua en el Tomás de Aquino. En comparación con otros profesores, Ian Blythe tenía el pelo muy largo y cierto gusto por las chaquetas de espiga poco convencionales. Un día detuvo a Clive en el pasillo.

– ¿Qué es eso?

– ¿Disculpe?

– ¡Eso que llevas bajo el brazo! -Sonny Boy Williamson, señor.

– ¡Déjame echarle un vistazo! ¿Es un disco americano original? Tuve uno de esos. Se combó en mi época de estudiante. ¿Es posible que me lo puedas prestar para grabarlo en una cinta?

Y así comenzó una amistad, basada en el blues, entre maestro y alumno. El señor Blythe tenía una colección de discos y cintas que superaba incluso a la de Clive. También dirigía, cantaba y tocaba en un club de folk y blues en la sala trasera del Cock Inn cerca de Frowsley.

– Puedes venir si quieres, pero no puedes beber -dijo Blythe con firmeza.

Clive se llevó con él a Sam, Alice y Terry y compensaron el no poder beber alcohol fumando hierba de camino al concierto y luego tabaco como descosidos durante el espectáculo. Algunas noches los artistas eran excelentes, otras eran basura, y siempre tenían que irse antes del final para coger el último autobús a Redstone. Pero era mejor que vagabundear por las calles, e infinitamente mejor que el remedio desesperado de asistir al club de jóvenes.

El propio Blythe tocaba la guitarra bastante decentemente, tan solo le fallaba la voz. Clive se acercó peligrosamente a quedarse coladito por él, tanto fue así que sus notas en lengua, que no estaban a la altura de su extraordinaria habilidad en matemáticas y ciencias, de repente mejoraron. Todos los profesores, incluido Blythe, querían presentarlo a los exámenes de admisión prematura en Oxford, pero, con el apoyo de su padre, Clive se resistió con calma a cualquier nuevo intento de separarlo de su rebaño.

Una noche, al salir del Cock Inn para ir a tomar el último autobús, fueron atacados en la oscuridad por seis o siete jóvenes de Frowsley sin que hubiera habido en absoluto provocación. Habían reído y hecho bromas al salir del bar, y fue Sam el que oyó que alguien gritaba: «Volved al puto Redstone», antes de sentir cómo la mitad de un ladrillo se le incrustaba en un lado de la cara.

Cayó al suelo, apenas consciente de la lucha que se produjo a continuación. De rodillas, escupió sangre y un diente cayó al suelo. Aunque estaba mareado y no podía ver nada, reconoció un rostro familiar que apareció ante él como a cámara lenta, mientras sonreía de manera maligna y extendía una mano hacia el diente.

– Ese para mí -le susurró la duende al oído.

Sam estaba desconcertado. La duende era uno de los asaltantes. Se tambaleó hasta ponerse en pie y fue a ayudar a sus amigos. Un cristal se hizo añicos y la nariz de alguien se aplastó bajo su puño antes de que la gente del bar saliera a detener la pelea. En medio del fragor de la lucha vio que la duende golpeaba con fuerza a Alice. Los atacantes desconocidos desaparecieron en mitad de la noche. Todo había acabado en menos de quince segundos.

Fue un feo incidente. Alice acabó con el labio roto y la boca llena de sangre. Caminaron hasta la parada del autobús aún mirando por encima del hombro. Tan solo Terry estaba seguro de que no serían atacados de nuevo. Su polo de marca y la camisa estaban cubiertos de sangre, y no era la suya propia. Todos sentían que por lo menos habían contestado. Sam sabía que le había roto la nariz a alguien y Alice creía que había dado tanto como había recibido. Probablemente Clive había recibido un castigo mayor que los demás, pero recordó que había pateado tan fuerte sobre la barbilla de alguien con la bota que había sentido cómo se le rajaba la piel.

Entonces el conductor del autobús, asustado por el aspecto lleno de sangre que mostraban, se negó a llevarlos. Tuvieron que caminar de vuelta a Redstone mientras se les pasaba la subida de adrenalina.

– Estoy segura de que era una chica -dijo Alice por cuarta vez-. Estoy segura de que la que me dio el puñetazo en la cara era una chica.

Sam sabía muy bien de quién se trataba. Necesito hablar con Skelton, pensó. De nuevo se está descontrolando. Esto se me está escapando de las manos.

El resultado fue que el dueño del Cock Inn les prohibió la entrada al bar, como si ellos hubiesen sido los causantes de la pelea. Blythe defendió a sus alumnos de manera incondicional, tan fue así que el dueño le dijo que se llevara su blues a otra parte. Eric Rogers, tomando en consideración el problema, le mencionó a Clive una sala trasera que estaba sin usar en el Gate Hangs Well y prometió hablar con la dueña. De modo que Blythe llegó a Redstone una tarde, encandiló a la viuda Gladys Noon, y el club de folk de Frowsley pasó a ser el club de folk de Redstone. Blythe consiguió un golpe maestro la primera noche. Un legendario músico de blues afroamericano había comenzado a visitar Inglaterra después de que los Yardbirds hicieran algo inaudito trayendo a Sonny Boy Williamson. El guitarrista Zoot Salem, que tocaba con un cuello de botella, estaba anunciado para la primera noche. Clive y Alice recogían el dinero en la entrada, Terry y Sam fueron reclutados para recoger los vasos y ayudar con el equipo.

El legendario Zoot apareció en un Ford Capri alquilado, sin ayudantes, tan solo con una guitarra y un pequeño amplificador que Sam llevó con respeto hasta el bar. Zoot, que aún andaba de gira a los ochenta años, era un hombre delgado, nervudo, con un rostro como de cuero. Tenía un aspecto triste, con grandes bolsas debajo de los ojos, y un desconcertante hábito de llevarse con frecuencia la mano a la boca como si quisiese arrancar algún pequeño e irritante objeto de la lengua. Se presentó una audiencia bastante numerosa, y la ejecución del anciano fue excepcional. Clive, en particular, se hallaba hipnotizado.

Sam también estaba hechizado, pero hacia el final del concierto sucedió algo que lo hizo casi desmayarse. Al presentar la siguiente canción, Zoot Salem pareció fijarse en Sam con particular intensidad. Quizá Sam lo imaginase, pero Zoot parecía mirarlo fijamente cuando, con voz grave y apenas comprensible por su acento sureño, dijo:

– Escribí esta canción hace mucho tiempo. Esta canción se llama La duende.

Zoot comenzó a marcar el ritmo del blues con los pies y a gruñir en el micrófono, haciendo que las cuerdas de la guitarra chirriaran y gritaran a modo de protesta.

Para Sam el sonido desapareció momentáneamente y se sintió totalmente desorientado. Seguramente se había equivocado. Pero no, Zoot tenía un estribillo entre cada estrofa en el que cortaba un acorde, se hacía el silencio y cerrando la boca en el micrófono, gruñía:

– ¡Ey! No es más que un duende, ¡ey!

El público entendió la idea y se unía al estribillo cada vez que sonaba. Pero para Sam era como si Zoot le estuviese hablando a él, incluso burlándose de él. También parecía que el público participaba de la broma, pues se unían a coro entusiasmados cada vez que sonaba la frase. Sintió mucho calor. Necesitaba aire. Tenía que salir.

Sam se sentó en uno de los incómodos bancos parpadeando ante el cielo nocturno. Era una noche despejada. En el cielo brillaba un cuarto creciente de la luna. Marte titilaba, entre naranja y amarillo, cerca de la constelación de Leo. Se sintió mejor. Seguro que la canción no trataba de él, decidió, ya que la habían seguido cantando después de que él saliera del bar. Se quedó fuera un rato, respirando el frío aire nocturno, y oyó una cerrada ovación cuando Zoot acabó el concierto. Alice salió mientras Zoot tocaba un bis.

– Aquí estás. -Se sentó junto a él y posó una mano en su brazo.

– Aquí estoy.

– ¿Qué ocurre?

Sam se tocó un lado de la cabeza.

– Es esta. No anda bien.

– Sí. Esa cabecita tuya es un problema.

– No te burles de mí.

– ¿Por qué no me lo cuentas? ¿Por qué? Nunca me cuentas nada.

– Es demasiado… es muy largo de explicar.

Quería decirle que era demasiado aterrador como para hablar de ello. Pensó que algún día se lo contaría. Pero no aquella noche. Alzó los ojos hacia el cielo.

– Las estrellas brillan mucho hoy.

– Cambia de tema, venga.

La miró a los ojos.

– Te quiero, Alice. Pero eso ya lo sabes.

Los ojos de Alice inspeccionaron su rostro. Entonces se levantó.

– Vamos dentro. Dame la mano.

Zoot iba por el tercer bis. La velada había sido todo un éxito. La dueña estaba haciendo buena caja, el club marchaba de lo lindo. Después de que Zoot se negara a hacer un cuarto bis, y de que los asistentes se movieran hacia la barra para pedir un último trago, Sam fue a ayudar al viejo músico con el equipo. Necesitaba acercarse al hombre.

– ¿Por qué escribió esa canción?

– ¿Qué canción?

– La duende.

Zoot puso una enorme mano como de cuero sobre el hombro de Sam, ladeó la cabeza y chasqueó los labios.

– Bueno, estaba soñando… umm, umm. Así es. La duende vino a llevarse mi diente. Yo dije que no, que no se lo llevaba… «Nada de eso. Ese diente es mío.» Escribí la canción. ¡Ja, ja, ja!

Sam miró al anciano. Entonces Zoot fue acosado por admiradores que empujaban para hablar con él. Antes de girarse dijo:

– Muchas gracias, joven, por llevar mi guitarra.

– ¿Qué dijo? -Clive estaba deseoso de saber-. Cuéntame lo que te dijo.

– Nada.

– ¡Vamos!

– Simplemente dijo que él escribió la canción.