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– De hecho, Sam, no eres la primera persona en creer en duendes. Sir Arthur Conan Doyle también creía. Tú y él os llevarías genial. Incluso escribió un libro sobre el tema.
Nunca había visto a Skelton tan demacrado, tan exhausto. Le mencionó que se acercaba su jubilación, y Sam había notado cierta desidia en él recientemente, cierto desorden en el despacho que no era evidente cuando visitó por primera vez a Skelton años atrás. La señorita Marsh, su fiel secretaria, últimamente había adoptado cierto aire de paciencia exasperada. Skelton parecía un hombre que, en algún momento, había perdido la fe y no sabía por qué.
Sam era lo suficientemente mayor como para entender que mientras que él tenía a la duende, Skelton también se veía martirizado por sus propios demonios y que estos salían de una botella llamada Johnny Walker. La bebida nunca hacía que Skelton perdiese la atención, nunca lo inutilizaba, pero su rostro estaba ahora permanentemente enrojecido, y los ojos tenían un color amarillento. También era menos discreto en cuanto a beber en el despacho si le apetecía. Había dejado de disimular. Era decepcionante que los planes del interceptor de pesadillas hubiesen sido olvidados.
– Le timaron, a Conan Doyle, ¿sabes? Dos chiquillas falsificaron una fotografía de hadas y él se la creyó. ¿Quién lo habría imaginado? Un tipo tan listo como Conan Doyle.
– La he visto. Es basura. Cualquiera puede ver que la foto es falsa.
– Conan Doyle no pudo. Porque creía, Sam. Tenía fe, y si tienes fe puedes ver cualquier cosa. Dios. Comunismo. Duendes. Psiquiatría. Todos falsificamos nuestras propias fotografías, ¿entiendes? Y parece que cuanto más listos somos, más evidentes son las falsificaciones que aceptamos sin dudar.
– Mire -protestó Sam-, sé a lo que se refiere. Pero los duendes no se parecen a las hadas de alas ligeras y que tienen nombres como «Guisante» o «Mermelada».
– Una corrección. La tuya es la que no corresponde al estereotipo.
– Pero si se lo estoy intentando decir, la están viendo otras personas y se están viendo afectados por ella. Mi padre la vio en el coche con Derek. A Alice le dio un puñetazo en la cara. Terry la vio a través de mi telescopio. Y después Terry y Clive vieron…
– ¿Vieron el qué?
– Nada.
– Ya te he hablado de ese «nada».
Sí que lo había hecho. Le había enseñado a Sam que cuando la gente dice «nada», es siempre para ocultar un «algo» tremendamente importante.
– Clive y Terry la vieron un día que estábamos en el bosque.
– Te estás guardando algo.
– Ya se lo conté en una ocasión. Usted despreció lo que le conté. Skelton mostró los dientes y rebuscó en su memoria. Meneó la cabeza lentamente de lado a lado. Entonces de repente recordó.
– ¿El explorador muerto? ¿Estás hablando del explorador muerto? Sam asintió.
– ¿Recuerdas cuando venías aquí y hacías dibujos de tumbas, murciélagos y cosas así?
– Esto no es igual. -Sam sabía que discutir era inútil.
Toda su relación con Skelton había sido como caminar por una sala de espejos donde las ilusiones y la realidad se reflejaban de manera infinita. Los exploradores muertos no se diferenciaban de los duendes en la visión que tenía Skelton del mundo de Sam.
– Sam, te lo voy a decir, me preocupas. Ahora estoy más preocupado por ti que nunca antes. Nunca te he puesto ninguna etiqueta. Evito los términos psiquiátricos porque son como una especie de conjuro que hacen que la gente no tenga que pensar más. Pero durante todo este tiempo había pensado que esta proyección que tienes era inofensiva, jodida, supongo, en tu forma de hablar, pero inofensiva. Ahora estás empezando a mostrar signos de paranoia. ¿Sabes lo que es eso?
– Creo que sí.
– Eres un muchacho listo, Sam, siempre lo has sido. Por ejemplo, mira la historia que me contaste sobre el músico anciano. ¿Puedes ver cómo tu mente elige una coincidencia y sigue elaborando a partir de ella? Es un patrón al que te debes resistir.
»Esperaba que cuando me retirara el año que viene pudiese cerrar tu caso sin tener que pasarte a otro psiquiatra. Ahora no estoy tan seguro. Quizás ayudaría otra cabeza. El caso es que eres condenadamente diferente a cualquier otro caso que yo haya tenido, soy el primero que admite que me tienes perplejo.
– Lo siento.
– No digas eso. Me preocupo por ti, Sam. De verdad.
Sam alzó la mirada hacia el maltrecho y viejo rostro que lo observaba desde el otro extremo del escritorio. Creyó a Skelton.
– Esta vez no me ha preguntado.
– ¿Preguntarte el qué?
– Sobre Alice.
– ¡Aleluya! ¿No me digas que ya lo has hecho? ¿No has consumado el acto?
– No.
– ¡Por Dios santo!
– Simplemente es que no había preguntado, y siempre lo hace.
– He perdido la fe en ti en ese apartado. -Dio golpecitos con el lápiz sobre el tapete del escritorio-. Por cierto, ¿le has contado alguna a vez a Alice lo de tu duende?
– No.
– Quizá deberías intentarlo.
– Pensaría que estoy loco.
– ¡Imagínate!
– Se reiría.
– Inténtalo.
– ¿Por qué?
– Se me acaba de ocurrir. La niña que engañó a Conan Doyle con la fotografía se llamaba Alice. Si ella pudo engañarlo para que viese duendes, quizá tu Alice pueda engañarte para que no los veas.
– Paranoia -dijo Sam.
– Sal de aquí, jovencito insufrible. Y ten cuidado por dónde vas.
Sam cada vez estaba más tiempo a solas con Alice. Clive, que después del concierto de Zoot Salem se mostraba bastante disgustado por no haber nacido negro, como si la naturaleza le hubiese denegado malévolamente su legítima herencia genética, pasaba más tiempo visitando mercadillos, puestos de segunda mano, y ferias de coleccionistas, desenterrando álbumes raros y singles de pizarra a setenta y ocho revoluciones. El fútbol ocupaba todos los fines de semana de Terry; jugaba con el club de fútbol de Redstone los sábados (pues de nuevo su posición era favorable con la llegada de un nuevo entrenador) y las tardes de los domingos jugaba para el Gate Hangs Well en la liga de bares, donde brillaba en comparación con hombres barrigones que usaban como combustible cinco pintas de cerveza y veinte cigarrillos antes del encuentro.
De modo que, como tenía tiempo, Sam se lo contó a Alice. Y al contárselo, no se guardó nada.
– Estás loco -dijo Alice.
– Probablemente.
Estaban en casa de ella. La madre de Alice estaba en su habitación con las cortinas echadas, descansando, lo que significaba que estaba soportando una resaca ciclópea.
– Lo digo en serio. Estás como una cabra.
– Le dije a Skelton que no debía decírtelo.
– No, me alegra mucho que lo hayas hecho. De repente, muchas cosas se aclaran. ¿Qué dice Skelton que deberías hacer?
– Ha intentado de todo. Sobre todo hablar, decirme que no me entrara el pánico cada vez que apareciese. En una ocasión me dio unas pastillas.
– Para que estuvieras tranquilo.
– Bueno, con todos vosotros alrededor… De todas formas, las pastillas lo que hicieron fue rodear todo de una neblina algodonada y la duende aún se me aparecía. Skelton también me dijo que debería buscarme una chica para hacerlo con ella. Dijo que era lo mejor que se podía hacer.
– ¿Qué? ¿Dijo que hacerlo con alguien haría que la duende desapareciese? ¡No te creo!
– Es verdad. Bueno, para ser justos, dijo que ayudaría. Eso es todo. Dijo que ayudaría.
– Me parece que te lo estás inventando.
– No. En serio. Me lo explicó. Es como un veneno si se queda atrapado.
– ¿El qué?
– El sexo. Se queda todo bloqueado y te destroza el cerebro. Algo así. De todas formas, no lo entendí demasiado bien.
Alice lo observó con ojos fascinados y horrorizados. Extendió la mano y le pasó los dedos por la barbilla. Entonces miró la moqueta mientras pensaba. Sam estaba a punto de hablar cuando Alice se puso en pie, salió de la habitación y anduvo de puntillas por el rellano de la escalera. Miró dentro de la habitación de su madre que roncaba antes de cerrar en total silencio la puerta. Por fin volvió y cerró la puerta de su dormitorio.
Se quedó de pie junto a Sam con aspecto serio. Tenía las mejillas sonrojadas, los ojos muy hundidos. -Jura que no te lo estás inventando para así poder follarme. -Lo juro -graznó Sam.
Alice asintió. Entonces elevó la camiseta blanca por encima de la cabeza y la tiró a un lado. No llevaba sujetador, y sus pequeños senos temblaban ligeramente allí de pie junto a él. Respiraba profundamente, sin apartar la vista de él ni un segundo. Su piel tenía un lustre cetrino. Había un pequeño lunar debajo de uno de los pechos.
Dios mío, pensó Sam, va a permitirme hacérselo por pura bondad. Por pura bondad.
Alice se arrodilló junto a él y lo besó. Mientras lo besaba, Sam se quitó las gafas. Le tocó los pechos, y los oscuros capullos de sus pezones se endurecieron bajo sus dedos. La polla se le puso dura en los vaqueros, intentando forzar una ruta de escape a través de la dura tela. Rápidamente se quitó su propia camiseta y el dulce y penetrante olor de su piel le hizo casi desmayarse. Ella lo abrazaba. Estaba rodeado por la esencia de Alice, esa firma totalmente personal tan suya que lo había enganchado hacía tanto tiempo. Estaba peligrosamente excitado y a la vez paralizado por la excitación mientras ella jugueteaba con el botón de sus vaqueros.
Hubo un movimiento en la habitación contigua, y un crujido de tablas. Alice saltó hacia atrás y agarró la camiseta. La puerta del cuarto de baño se cerró, y siguió el raspeo del pestillo. Alice suspiró y se volvió a colocar la camiseta.
– Aquí no. Tendremos que encontrar otro lugar.
Sam se puso a toda prisa la camiseta y las gafas mientras la miraba.
– Mamá, salgo un rato afuera -gritó Alice a través de la puerta del cuarto de baño.
Como toda respuesta se oyó un pequeño gruñido. -Vamos.
Era un cálido día de primavera. Anduvieron con los brazos entrelazados desde la casa de Alice, sin hablar, sobrecogidos por la anticipación, sus cerebros empañados por una expectación concentrada.
De manera inevitable, gravitaron hacia el estanque, donde los arbustos y hierbas que salían de la arcilla en la orilla ofrecían un buen escondite. Pero allí había un grupo de niños lanzando piedras al agua. Sam suspiró.
– El bosque -dijo Alice.
Sam se rascó la cabeza.
– No me gusta el bosque.
– ¿Dónde más? -Su pregunta parecía decir «¿quieres o no?»
Se encogió de hombros y avanzaron hacia la línea de árboles.
– Por cierto, ¿tienes eso?
– ¿Eso?
Ella lo agarró del abrazo y lo detuvo en seco.
– No quiero quedarme preñada. Se quedó con la boca abierta y de repente comprendió.
– Sustancia ligera y delicada. Flota con la brisa y sobre la hierba. Algo delicado. Gasa suave.
– ¿Qué?
– Telaraña. No.
– Joder. Tenía uno en mi habitación. No lo cogí. Sam tuvo una idea.
– Estamos más cerca de mi casa. Sé donde hay.
– Sam, no voy a ir a tu casa y a hablar con tu madre mientras consigues una goma.
Temió que estuviera cambiando de idea.
– Espera aquí. Iré a cogerlo. Iré corriendo.
– ¡Oh, Dios! -dijo Alice.
Sam ya se alejaba corriendo por la carretera. De camino a casa intentó atajar por un campo. Subió por una escalera, se deslizó y clavó una rodilla en una especie de barro negro. La espesa y gruesa tierra se le pegó a los pantalones.
– ¿Por qué estás en ese estado? -dijo Connie con los guantes de jardín puestos mientras pasaba a toda velocidad.
– Olvidé algo.
Corrió escaleras arriba. Su padre estaba en el dormitorio de matrimonio poniéndose una corbata frente al espejo. -Sí, sí -dijo Nev.
Sam murmuró una respuesta antes de bajar hasta su habitación, se sentó en la cama y recuperó el aliento. Era evidente que su padre se estaba preparando para salir. Esperó. Y esperó.
Finalmente Nev bajó por las escaleras. Sam oyó que la puerta se cerraba y escuchó voces en el jardín. Se deslizó en la habitación de matrimonio. Nev y Connie estaban al fondo del jardín hablando de rosas. Si alzaban la vista podían ver el interior del dormitorio. Se puso a cuatro patas y gateó hasta el extremo más alejado de la cama. Deslizó la mano entre el colchón y el somier y recorrió el espacio de un lado a otro. No había nada. Empujó el brazo para llegar más adentro, mientras barría de manera nerviosa. Aún nada. Introdujo la mano en el área más cercana a la almohada y sus dedos atraparon lo que andaba buscando. Sacó el paquete y vio que solo contenía un condón.
Uno. ¿Echaría su padre en falta uno? Por supuesto que sí. De todas formas, se quedó el único condón y devolvió el paquete vacío al lugar bajo el colchón, esperando que Nev creyese que se había equivocado.
– No es una buena idea -dijo la duende.
Sam retrocedió por el susto. La duende se sentaba en la cama meneando la cabeza.
– Vete -dijo Sam.
Ella hizo un gesto hacia algo sobre el suelo. Sam bajó la mirada. El barro que tenía en las rodillas de los vaqueros había trazado un camino de suciedad sobre la moqueta beis.
– ¡No, no, no, no, no!
Se puso en pie y corrió al cuarto de baño. Volvió con un trapo húmedo e intentó limpiar el rastro ligeramente brillante que parecía haber dejado un enorme caracol.
– Esto va a causar muchos problemas -insistió la duende-. Para nosotros dos. Las consecuencias de esto van a ser enormes.
Sam acabó de limpiar el desastre. Apuntó con un dedo a la duende y dijo:
– Paranoia.
Sorprendentemente, la duende desapareció al instante.
Corrió por el camino preguntándose si Alice aún estaría allí. Su madre lo llamó.
– ¿Adónde vas?
– A ningún sitio.
– Bueno pues si no vas a ningún sitio, hay cosas que quiero que traigas de la tienda de la esquina.
– No puedo. Voy a un sitio.
– Acabas de decir…
– ¿Qué? ¿Qué es? -Connie estaba asombrada por su vehemencia-. Lo siento, quiero decir, ¿qué necesitas? De la tienda. ¿El qué?
– He hecho una lista. Está en la cocina.
Sam tomó aliento y corrió de vuelta a la cocina. Allí apoyó la cabeza contra la pared por unos segundos antes de agarrar la nota que había en la mesa. Entonces se marchó de nuevo, y corrió por la carretera al encuentro de Alice.
La encontró sentada sobre una valla cerca de la entrada del bosque mientras fumaba un cigarrillo.
– Estaba a punto de marcharme. Pareces agotado.
– No preguntes -dijo y sacó un condón del bolsillo pequeño del pantalón.
Alice parecía como si se lo hubiese pensado dos, o incluso tres y cuatro veces en el tiempo que había pasado. Casi con cansancio tomó a Sam de la mano y lo condujo a los bosques. De nuevo era el tiempo de los jacintos. Brillaban como charcos de agua poco profunda entre los árboles.
No le gustó la dirección en la que lo conducía, aunque refrenó cualquier protesta. Cuando se detuvo en un lugar apartado, Sam tuvo la desagradable impresión de que se encontraba muy cerca de los restos mortales y presumiblemente putrefactos del explorador muerto. Aun así, no dijo nada. Los árboles los rodeaban para ser testigos del acto. Había arbustos enredados que se arremolinaban, montones de hojas y nuevos brotes perfumaban el aire, los jacintos repicaban con un coro de colores.
Alice se quitó los vaqueros, los dejó en el suelo entre algunos brotes altos, y se sentó sobre ellos. Entonces se quitó las bragas y presionó las rodillas con timidez. Sam se quitó los suyos. Su erección se balanceaba con furia, habiendo encontrado por fin una salida de los calzoncillos. Se besaron. Alice colocó la mano sobre su erecta polla, y él creyó que iba a eyacular inmediatamente.
– No te corras -dijo Alice retirando la mano-. No te corras todavía.
Estaba hipnotizado por el triángulo de vello púbico color nuez que estaba al final de sus largas y delgadas piernas, cerca de su cremoso y plano vientre. Detectó la fuente de donde procedía el perfume que lo había tenido colgado desde el primer día en que ella chocó contra él en la fila del autobús escolar. Se retiró los calzoncillos. Entonces recordó el condón. Ella lo observó con expectación, sus labios se separaron ligeramente mientras rebuscaba el condón en los bolsillos. Rompió el paquete de papel de aluminio y la goma lubricada se deslizó en su mano.
De repente un pájaro salió de entre la espesura. Sam alzó los ojos. A corta distancia, medio oculta por helechos gigantes, una enorme flor púrpura con forma de trompeta crecía de un tronco hueco, similar o quizá idéntica a la que le mostró la duende. El estambre blanco como un tubérculo se sacudía de manera sugerente en la brisa. Sam desenrolló el condón un poco e intentó colocarlo sobre la hinchada cabeza de su pene. Parecía tener aquella cosa del revés. Alice se relajó echándose hacia atrás y separó las piernas un poco. En la periferia de su visión, el desagradable tubérculo blanco, parecido a la carne, se contoneaba distrayéndolo. La venganza de Tooley, pensó. La venganza de Tooley. Mientras luchaba con el condón, rezó porque su padre no adivinara quién lo había robado. Entonces recordó los restos de barro en la moqueta del cuarto de sus padres e inmediatamente se arrepintió de no haberla limpiado de manera más concienzuda antes de marcharse.
La polla se reblandeció un poco mientras intentaba colocarse el condón del revés, pero el extremo en forma de tetilla no aparecía. El olor del látex era muy fuerte y lo distraía. Pensó en la duende y en el explorador muerto riéndose a sus espaldas, mofándose de su lucha inefectiva. Miró a Alice. Ella alzó las cejas, un gesto que no ayudaba en nada.
Se acordó de la lista de la compra de su madre, y de nuevo pensó en la duende, y por breve tiempo, y de manera sorprendente, pensó en su padre y en su madre copulando. El tubérculo blanco dentro de la flor púrpura se agitaba de manera provocativa. Para entonces la polla se le había ablandado y la goma se negaba a desenrollarse por su pene. Se la quitó y lo intentó de nuevo. Con la cosa a medio desenrollar los resultados fueron peores que antes. Sam se quedó mirando desesperado. El tubérculo blanco temblaba encantado en la brisa, casi como si estuviese siendo agitado por una mano invisible. Derrotado, se quitó la goma y la lanzó a los helechos antes de colocar la cabeza entre las manos.
Alice no dijo nada. Se incorporó y se vistió deprisa. Tras un instante le pasó la mano por los cabellos.
– Ponte los vaqueros -dijo-. Nos quedaremos tumbados juntos un rato.
Y así hicieron, yacer entre el perfume de los helechos y los jacintos hasta que el atardecer se les echó encima, sobre el bosque aromático.