37311.fb2 Amigos nocturnos - читать онлайн бесплатно полную версию книги . Страница 40

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38. Anuncio

Terry dejó la escuela aquel verano. No estaba muy interesado en los estudios, y la escuela secundaria de Redstone, donde había estado desde los once años, había sido diseñada para asegurar que las cosas siguieran así. La pérdida de los dedos y de la mano izquierda parecía no ser obstáculo para su destreza futbolística, había conseguido entrar en el club de fútbol de Coventry City, y el equipo vecino, el Aston Villa, estaba tanteándolo con un contrato de aprendiz.

Charlie, el tío de Terry, era lo suficientemente realista como para asegurarse de que el chico tomase otro trabajo de aprendiz. Charlie había sido el que había animado los intereses futbolísticos de Terry desde que se escapó de los asesinatos y el suicidio de Chris Morris. Charlie sabía de fútbol.

– El juego más hermoso, Terry. Hay más decepciones en ese bello deporte que en la misma vida. Consigue un oficio.

No era tan fácil, especialmente con una sola mano, y después de que Terry hubiese sido rechazado en varios trabajos de aprendiz que contemplaban la manipulación de herramientas, Charlie pidió varios favores y consiguió que aceptaran a Terry en el taller de pintura de la fábrica de coches.

Mientras tanto en el hogar de Sam se produjo un anuncio.

– No sé qué decir -dijo Sam.

– Bueno -dijo Connie-, estamos tan sorprendidos como tú.

– ¿Qué…? -dijo Sam-. ¿Cuándo…? Justo se abstuvo de decir: «¿Cómo…?».

– En febrero -dijo Connie-. Será por febrero.

– Escucha -intervino Nev, que también estaba de algún modo agitado-, no era algo que esperáramos, pero ahí está y así son las cosas. Así que estamos encantados. Eso creemos.

– Lo estamos -lo corrigió Connie.

La duende se le apareció a Sam aquella noche. Llevaba un gorro azul pálido, como una flor.

– ¿Qué te parece esto? -dijo-. He pensado que tiene un aspecto tradicional. Para un duende.

Sam miró más de cerca y vio que era un jacinto gigante. Ella movió la cabeza de lado a lado.

– ¿Y bien? Quizá debería llamarme algo así como Hierba Dospeniques. Lo tengo como recuerdo de aquella tarde que estuviste con Alice en el bosque.

– Tuviste que estropear aquel día, ¿verdad?

– Admito que estaba mirando. Aunque ya te previne. Dije que aquello traería problemas.

– ¿Problemas?

– ¿Qué te ocurre? ¿No sabes contar? Tu madre ha dicho febrero. Así que, mayo, junio, julio…

De repente Sam comprendió. El condón robado. Saltó a la cama con los dedos presionados contra la sien mientras la duende contaba los meses de manera exagerada.

– Espero de verdad que sea una niña -dijo la duende.

Sam de repente alzó la mirada a través de los barrotes de sus dedos.

– ¿Qué quieres decir?

– Pronto te marcharás. Te irás. Y me dejarás atrapada aquí. Me lo pasaría mucho mejor con una niña. Empezaría antes de lo que lo hice contigo. Las mujeres son mucho más susceptibles. Se las seduce fácilmente. Podría crearla. ¡Qué ganas tengo de que sea una niña!

Sam creyó que le iba a reventar la cabeza. No veía manera de evitar que la duende se aprovechara de un recién nacido. Le horrorizaban las implicaciones de lo que había hecho.

– ¡Oye! -dijo ella de repente-. ¡Tu padre no tiene problema ninguno en que se le empine! ¡No como tú! ¡Tu viejo se folla a tu madre y la deja con los dientes temblando! ¡Jajá!

Sam saltó de la cama y apuntó de manera agresiva al rostro de la duende.

– ¡Paranoia! -gritó, y ella desapareció.

Sam y Clive pasaron a bachillerato. Sam estudiaba física, química y biología. Se detectó que el genio de Clive había disminuido. Lo habían persuadido para que durante las vacaciones de verano hiciera los exámenes preuniversitarios de matemáticas aplicadas y matemáticas puras, y aprobó con tan solo un notable en lugar de sobresaliente. Aún él y su padre estaban de acuerdo en resistirse de manera tozuda a la presión que recibía para ir antes de tiempo a Oxford o a Cambridge. La experiencia Epstein los había asustado a los dos, y Eric Rogers se mostraba inflexible en cuanto a que la educación de Clive no se acelerara más allá de lo normal. A pesar de ello, estaba previsto que Clive hiciera cuatro exámenes más hasta un total de siete, mientras que Sam haría tres. Al igual que Terry, se dejaron el pelo largo, llevaban abrigos del ejército de segunda mano y parecían más deprimidos que nunca.

Continuaron ayudando a Ian Blythe con el club de folk de Redstone. El estar en bachillerato les confería el derecho a llamar a Blythe por el nombre de pila y de poder beber (ya que ahora apenas eran menores de edad) en su presencia. Clive le daba la lata con cambiarle el nombre a club de folk y blues y su palabra contaba a la hora de programar los conciertos. Algunos de los viejos puristas estuvieron en contra del inevitable giro hacia lo eléctrico, pero cada viernes por la noche la sala trasera del Gate Hangs Well estaba atestada de gente.

Por Navidad de ese año presenciaron cómo Blythe cogía una grandísima cogorza. No parecía importarle que tres alumnos del colegio presenciaran el espectáculo que organizó al caerse de la banqueta mientras intentaba tocar una canción entre dos actuaciones. Sam y Clive lo llevaron fuera, donde pronto vomitó. Pero nada que hiciera lo empequeñecía ante los ojos de ellos dos. Se veían forzados a admirar el estilo con el que se limpiaba la boca, tomaba aire y decía: «Que Dios os bendiga, caballeros», antes de volver a entrar para presentar al siguiente invitado.

– Creo que su mujer acaba de dejarlo -susurró Alice, que estaba en su clase de literatura de segundo curso-. Dijo algo cuando leíamos Otelo.

Podían contarle a Blythe la mayoría de las cosas y por normal general, respetaban sus consejos cuando se los daba. En una ocasión intentaron tentarlo con un porro ya liado, pero lo declinó con pesar. Una noche, cuando de nuevo se había bebido unas cuantas pintas de cerveza, pareció como si algo oscuramente amoroso se estuviese formando entre él y Alice. Los otros tres vieron lo que pasaba. Blythe debió notar las expresiones de dolor, confusión y traición en sus ojos, o quizá pensó en su puesto de trabajo. Fuese lo que fuese, de manera evidente se echó atrás.

– ¿Qué pasa contigo y los tipos mayores? -quiso saber Sam mientras Blythe estaba ocupado tocando con la banda.

Ella se quedó pensativa.

– No me conozco lo suficiente como para responder a esa pregunta.

– Conócete a ti mismo -rugió Clive, que había estado escuchando por encima de la cháchara en el bar mientras la campana sonaba con fuerza señalando que era la última ronda-. Eso es lo que estaba escrito sobre el oráculo de Delfos. «Conócete a ti mismo.»

Alice, Sam y Terry se quedaron mirando a Clive durante un rato.

– ¡Que te jodan! -dijeron al unísono.

Hacia finales de febrero, nació la hermana de Sam. Sam fue al hospital con Nev para visitar a Connie y al bebé. Todo lo que Nev pudo decir una y otra vez fue:

– ¡Es una muñeca! Mírala, Sam. ¡Es una muñeca!

Sam estaba de acuerdo. Estaba sobrecogido por la perfección en miniatura de la recién llegada, por el hecho de que el bebé pudiese nacer con uñas, aletas de la nariz, dedos de los pies y orejas, todo ello a una escala milagrosamente diminuta. Era como ver la oración del Señor escrita por primera vez en el reverso de un sello de correos.

También llevaba consigo el peso de saber lo del condón robado. Era imposible que Nev y Connie sospecharan lo más mínimo, pero el hecho de que Sam, por sus acciones y por su intervención, fuese responsable del nacimiento de aquel hermoso ser humano persistía.

– Sam, estás como ausente -decía Connie mientras repartía sonrisas de orgullo al abrazar al bebé contra su pecho-. Decía que tu padre y yo queremos que elijas el nombre.

– ¿Su nombre? Dios. ¡No puedo! Quiero decir, ¿por qué yo?

– Que no te entre el pánico. No tienes que decir un nombre ahora mismo.

Señalaron que había una ligera característica inusual en el bebé.

– Mira -dijo Connie abriéndole la boca con delicadeza al bebé con el dedo-. Ha nacido con un diente.

Sam miró con horror la diminuta boca rosada. Se podía ver la pequeña perla de uno de sus incisivos. Sam se agarró el pelo de los lados de la cabeza.

– ¡Dios mío! ¡Un diente! ¡Dios mío!

Una enfermera que estaba junto a la cama se burló de él.

– No es tan raro -lo reprendió-. Es poco usual, pero no inaudito. Algunos dicen que es signo de buena suerte.

– Y otros dicen que es mala suerte -se rió Nev.

Connie también sonrió:

– Sam, te has puesto muy pálido.

– Mírala, Sam -dijo Nev atontado-. ¡Es una muñeca!

Sam miró. El bebé abrió los ojos de un azul brillante y lo miró como si estuviese conmocionada por la terrorífica belleza sensual del universo al que había entrado sin ser consultada. Allí, reflejada en el espejo de la diminuta pupila del bebé, estaba la duende de ojos amarillos, observándolo. El temor de Sam por la inocencia de su hermana era absoluto. Había hecho algo que le imponía una marca, le traía problemas y dificultades, invitaba a duendes malvadas a reunirse a los pies de la cama de la maternidad.

Toda la atención estaba concentrada en el bebé. Sam se giró y vio a la duende esperando, sin ser vista, detrás de todos ellos, con los brazos cruzados. Sam quiso preguntar a que se debía aquella novedad. Estaba preparado para hacer un trato que le permitiría sacrificarse para así poder proteger a su hermana.

– Paranoia -dijo la duende, y desapareció.

Más tarde Sam abandonó el hospital y fue a buscar a la duende. Nunca había podido hacerla aparecer a su antojo. Ella llegaba cuando le venía en gana y siempre bajo sus propias normas. No tenía manera de cambiarlo. La búsqueda lo llevó de nuevo al taller cerrado y abandonado de Chris Morris. Recordaba que la duende se había aparecido allí en una ocasión aunque con unas consecuencias desastrosas, y se preguntaba si lo haría de nuevo. Esperó hasta la noche, se deslizó sin ser visto por el lateral del garaje, abrió el marco de la ventana que estaba suelto y entró.

Terry estaba en lo cierto. Todo el material que podía ser remotamente valioso había sido vendido. Solo quedaba chatarra. Sam plegó una vieja sábana y se sentó en la oscuridad. El polvo se asentó y tras unos instantes sus ojos se ajustaron a la luz disponible.

El taller aún olía a la energía neurótica y áspera de Morris. Sam se imaginó que también podía oler el tabaco y la gomina del hombre. Pero había pasado casi una década desde que Morris había disparado con la escopeta a su familia. El gancho donde había estado colgada la escopeta aún estaba intacto.

– Odio este lugar. ¿Por qué me traes aquí? -La duende estaba acurrucada, temblando bajo la pinza para la escopeta.

– Tienes que dejarla en paz. A mi hermana. No puedo soportar que te acerques a ella.

– Tú la has puesto allí, Sam. Fue obra tuya.

– ¿Por qué el diente? ¿Por qué has hecho eso?

– Es uno que me diste hace mucho tiempo. Lo recuperaste. Nunca te desprendiste de él del todo, ¿verdad? ¿Por qué no te desprendiste de él, hace tantos años, en lugar de mantenerme aquí?

– Yo no soy el que te retiene aquí. Y si no te apartas de ella, tengo una solución.

La duende se quedó helada. Entonces sonrió.

– ¿Harías tal cosa? ¿Estás preparado para hacértelo a ti mismo para mantenerme alejada? Sam asintió.

– No entiendes nada-dijo la duende con lágrimas en los ojos-. Tú no me sueñas. Yo te sueño. Tú eres mi pesadilla. Por favor déjame marchar. Odio este lugar. Morris está aquí. Por favor, déjame marchar.

Exhausto, confuso, Sam cerró los ojos. Cuando los abrió de nuevo, la duende se había ido. Le recorrió un escalofrío. Estaba perdiendo la cabeza. Apenas sabía si la conversación había tenido lugar. Pero la duende tenía razón. El aliento de Morris estaba en aquel lugar. Tenía miedo de que si se quedaba, seguro se encontraba con el fantasma de Morris. De alguna manera muy específica, sabía que ya lo había hecho. De una manera precisa, Morris ya le había hablado.

Salió por donde había entrado. De vuelta a casa se dijo a sí mismo.

– Creo que deberíamos llamar a la niña Linda Alice.

En los momentos entre el sueño y el despertar, en el taller sin aire donde los pensamientos se convertían en palabras, le llegó a Sam una voz, que hablaba desde la oscuridad, íntima, tranquilizadora, razonable. «Suicidio», dijo la voz en la oscuridad; «suicidio».

Linda volvió a casa de nuevo la primavera siguiente. La gente comenzó a señalar que parecía un poco cansada. Había perdido peso, y apareció con un abrigo afgano, que Charlie detestaba. Charlie le preguntó si había matado al bicho que llevaba encima en alguno de los campos de alrededor e hizo otros comentarios hirientes sobre su apariencia, cuya verdadera intención era obvia. No le gustaba lo que veía. No estaba feliz de que su hija se estuviese convirtiendo en una especie de jipi. Tenía veintiún años y a Charlie le rompía el corazón que tuviese una vida propia.

Para Sam no era normal encontrar tanta tensión en aquella casa que por lo general era tan agradable, pero las relaciones se volvieron tirantes con cada visita.

– Sacadme de aquí -les dijo Linda a Sam y a Terry una noche-. Necesito una copa.

El grupo se reunió y llevaron a Linda de marcha por la ciudad. Para ellos la noche tenía un aire de gala. El nombre de Linda había sido relacionado de manera romántica en la prensa con Gregg Austen, el guitarrista y cantante de The Craft. La habían fotografiado con él, y Clive en particular estaba deseoso por plantear una batería de preguntas. Ella lo refrenó.

– Es una mierda, Clive. Algunas de esas personas no son tan interesantes como parecen. Dejémoslo ahí.

Y lo dejaron. Sam observó que las manos de Linda habían desarrollado un ligero temblor mientras le daba una fuerte calada al cigarrillo.

Les contó cosas de Londres y mencionaba de vez en cuando nombres de famosos, no para impresionarlos sino para ofrecerles cierto sabor del estilo de vida que llevaba, y todos se dieron cuenta de cuánto la echaban de menos. Terry aprovechó una oportunidad para darle un golpecito en la rodilla y ofrecerle un pequeño porro por debajo de la mesa.

– Dios mío -dijo al aceptarlo-, la civilización ha llegado a Redstone.

– No lo desprecies -dijo Terry.

– Creo que si tuviese que vivir aquí toda mi vida -dijo de forma despreocupada-, cogería una pistola y me volaría la cabeza.

Todos intentaron evitar mirar a Terry, cuyas pestañas aleteaban a toda velocidad. Luchaba por controlar el tic nervioso que había estado con él desde los siete años. Sam oyó en algún lugar distante el disparo de escopeta, y miró con desesperación a Linda.

– No me puedo creer que haya dicho eso -dijo Linda-. Después de todo este tiempo de… No me puedo creer que lo haya dicho.

Intentó recuperar la situación con una risa sin alegría, casi como una disculpa. Cogió una cajita pequeña y dorada del bolso, la abrió y la colocó sobre la mesa. Contenía alrededor de una docena de pastillas rosas.

– Por favor, coged una.

Las observaron pero no se atrevieron.

– ¿No? -dijo Linda mientras cogía una para ella y cerraba la cajita-. Escuchad, vamos a una discoteca. Vamos, yo pago.

En la discoteca Linda no paraba de bailar. Bailó de forma frenética con Sam, con Clive, con Terry y con Alice. No podían seguirle el ritmo. Pagó rondas de Buck's Fizz. Su estado de ánimo era muy alegre bajo las luces rosas y ultravioletas, mientras que en casa de sus padres se había mostrado triste. En repetidas ocasiones los besó a todos y les dijo, de manera individual y colectiva, lo mucho que los quería y cuánto los echaba de menos. Desapareció en el cuarto de baño con Alice y las dos salieron soltando carcajadas histéricas. Entablaba conversación fácilmente con cualquiera pero a la vez usaba al grupo de manera experta para evitar las atenciones fascinadas de otros hombres.

Sam quiso bailar un lento con Alice, pero Terry la agarró primero. En su lugar, Linda le cogió la mano y lo condujo a la pista de baile. Olía a un perfume extremadamente caro.

– ¿Qué hay de Alice? -preguntó riéndose.

– ¿Qué pasa con ella?

– ¿Con quién está? ¿Contigo, con Terry, o con Clive?

– Ese es un punto dudoso. Nos mantiene a los tres a distancia.

– Ella va por delante de todos vosotros.

– ¿No te gusta?

– ¿Qué si no me gusta? ¡La adoro! ¡Os adoro a todos! Sois unos jóvenes extraordinarios. Ojalá pudieseis venir a vivir conmigo a Londres.

El pensamiento pareció ponerla triste. Entonces de repente se puso muy contenta, fue hasta la barra y volvió con otra ronda de Buck's Fizz. Al final de la noche bailó otro lento con Sam casi durmiéndose en sus brazos. De repente paró de bailar y lo miró a través de ojos medio cerrados.

– Hay demonios -dijo.

– ¿Qué?

– En los bosques, en los árboles. De noche. Los he viso en los arbustos. En Redstone. También en Londres, seguro.

– No te sigo.

– ¿Quiénes somos, de todas formas? -preguntó medio dormida.

– ¿Eh? Yo soy Sam, tú eres Linda.

La música se paró y el disc jockey les deseó a todos una vuelta a casa sin contratiempos.

– No, digo que, ¿quiénes somos?

Sam se encogió de hombros.

– Somos los Depresivos de Redstone.

Ella lo miró como si aquel comentario fuese profundo, filosófico y adecuado para toda su experiencia hasta aquel momento de su vida. Lo agarró del cuello de la camisa, echó la cabeza hacia atrás y cacareó con fuerza.

– ¡Eso es! ¡Somos los Depresivos de Redstone! Entonces se rió de nuevo, se echó hacia atrás sobre los tacones y arrastró a Sam por las solapas.

– ¡Los Depresivos de Redstone!

Un gorila irritado con traje de noche y pajarita atravesó la pista de baile.

– ¿No tenéis casa adónde ir? -gritó.

Mientras esperaban en la cola de los taxis, Alice admiró el abrigo afgano de Linda.

– ¡Es precioso! Linda se quitó el abrigo.

– Toma, para ti.

– ¡No puedo aceptar tu abrigo!

Lo colocó sobre los hombros de Alice y la besó apasionadamente en los labios.

– Quiero que lo tengas. Te quiero. Os quiero a todos.

El taxi dejó primero a Linda y a Terry. Linda pagó y dejó una generosa propina. Después de que el taxi se hubiese puesto de nuevo en marcha, Clive dijo:

– ¿Alguien sabe que había en esas pastillas rosas?