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Sam hizo tres débiles intentos de concertar una cita con Skelton, pues la voz que le susurraba en la oscuridad aparecía con mayor frecuencia. No podía hablar de sus sentimientos con nadie más. Estaba claro que con sus padres no, no quería cargarlos con nuevas preocupaciones sobre su hija, y aun así estaba aterrorizado con la idea de que había malogrado la vida de su hermanita. Tampoco a Alice, quien se distanciaba de él cuando estaba con el ánimo taciturno. Con ella intentaba mantener las cosas en un tono ligero, luchando todo el tiempo por parecer de buen humor cuando no lo estaba. Clive y Terry, como oyentes potencial-mente comprensivos, estaban fuera de lugar.
– ¿Qué pasa contigo últimamente, Sam? Tranquilízate.
– Sí, relájate, por Dios santo.
Le dio por observar a su hermana en busca de signos del cambio de objeto de sus atenciones con que le había amenazado la duende y se obsesionó con la asombrosa vulnerabilidad del pequeño bebé. Inspeccionó la casa en busca de objetos afilados, cristales rotos, alfileres que pudiese apartar del camino. Abrió las puertas de par en par para que no pudiese pillarse los dedos, el ver agua hirviendo lo ponía enfermo pensando en ella. Toda la casa era un laberinto de trampas y peligros intrincados. Tras cada silla y cojín se ocultaba un peligro hiriente.
Cada vez que Sam había intentado llamar por teléfono a Skelton, algo en la voz de la señorita Marsh le había hecho colgar sin decir nada. Finalmente, sin permiso, se tomó la tarde libre en el colegio y fue al despacho de Skelton.
La señorita Marsh no estaba en su habitual puesto en la recepción. El escritorio estaba vacío y totalmente limpio, como si también ella se hubiese tomado la tarde libre. Sam fue hasta el despacho de Skelton y escuchó tras la puerta. Al no haber ningún ruido que indicase que estaba en medio de una sesión, giró el pomo y abrió la puerta en silencio.
Skelton estaba en su asiento pero encorvado con la cabeza sobre el secante de escritorio. Al lado de la cabeza, sobre la mesa, había una botella de güisqui vacía y un vaso. Cerró la puerta sin hacer ruido tras haber entrado y cruzó la sala hasta sentarse donde siempre, frente a él. Contempló la figura durmiente por un tiempo.
– Está totalmente inconsciente -dijo la duende-. ¿Quieres que lo despierte?
– Sí-dijo Sam-. Despiértalo.
La duende se acercó a Skelton y le acercó la boca al oído. Solo dijo una palabra, que Sam no oyó, se retiró y arrastró otra silla por la habitación para poder sentarse al lado de Sam.
Skelton se removió. Abrió los ojos. Alzó con lentitud la cabeza del escritorio, chasqueó los labios y concentró la mirada amarillenta en Sam. Entonces miró a la duende con una expresión socarrona, y después más allá de ella, como si la habitación estuviese llena de extraños o como si hubiese sido secuestrado y traído a aquel lugar en contra de su voluntad.
– ¿Qué? -dijo-. ¿Qué era eso?
– Está en peligro -dijo la duende-. Está en peligro de suicidio. Quiere que usted hable con él.
– ¿Qué? ¿Qué pasa, muchacho?
– No he dicho nada -dijo Sam.
Lo contempló muy fijamente y se rascó la nuca.
– ¿Sam? ¿Ya es la fecha de la cita anual?
– No. Necesitaba verle.
Skelton hizo un gesto amargo al mirar la botella vacía de güisqui.
– ¿Has visto a la señorita Marsh? Nadie pasa más allá de la señorita Marsh.
– Se ha ido.
– Asqueada, sin duda. -Hizo un gesto hacia la duende-. ¿Quién es esa?
– «¿Quién es esa?» -se burló la duende-. Y pensar que solía estar asustada de usted.
Skelton se levantó despacio, aún masajeándose la apergaminada nuca, pasando los ojos de uno a otro.
– Espero que no sea quien creo que es.
– ¿Quién? -dijo la duende-. ¿Quién cree que soy?
Skelton avanzó desde detrás del escritorio con el sigilo de un león. Sus pasos eran tremendamente lentos.
– Detén esto, muchacho -susurró-. Será mejor que lo detengas ahora mismo.
Caminó con cansancio por detrás de la duende, observándola con mirada torva y brillante. Se balanceaba de manera peligrosa. Entonces avanzó hasta colocarse detrás de la silla de Sam. Sam podía notar el aliento del hombre en su nunca, podía saborear el hedor del güisqui.
– Está pensando en el suicidio. Ha venido buscando ayuda. Pero está borracho. Ha perdido la fe. Es usted historia.
– ¡Levántate! -le ladró Skelton a Sam-. ¡Levántate, muchacho!
– No lo hagas -dijo la duende con tranquilidad al ver que Sam comenzaba a moverse.
Sam se echó hacia atrás.
– ¡He dicho que te quedes donde estás!
La duende se estaba metamorfoseando por segundos de mujer a hombre, cada vez con un aspecto más espantoso. En la distancia, Skelton la/lo contemplaba inmóvil. Una gota de sudor le apareció en la frente.
– Astuto. Muy astuto. ¿Haces que esto aparezca siempre que quieres?
– Yo no tengo nada que ver -dijo Sam.
– Esto es una pérdida de tiempo -dijo la duende-. ¿Se supone que él te va a ayudar? Ya te previne hace mucho tiempo sobre esta gente.
– Te estoy ordenando que te vayas -gruño Skelton-. Por última vez. Fuera.
– Bébete un trago -dijo el duende con amargura-. Di lo que tengas que decir.
– Se pone muy violenta -advirtió Sam a Skelton-. Muy violenta.
– Conmigo no. Observa esto. -Skelton fue hasta el escritorio, abrió un cajón y rebuscó en su interior.
Volvió y extendió la palma de la mano vacía. -¿Recuerdas esto?
Colocó los dedos como si llevase una pistola.
– ¿Ves? La he cargado con una bala de plata.
– Se balanceaba muy cerca-. Toma. Cógela. Dispara contra esa abominación que tienes delante de ti.
– No puedo -dijo Sam-. No puedo.
– Entonces lo haré yo.
Skelton retrocedió, apuntó con mucho cuidado a la duende y disparó. Se produjo una explosión candente y una detonación sorda en la habitación, que se quebró como un parabrisas, y se recompuso de manera casi instantánea. Sam vio que la duende estaba aturdida, con los ojos muy abiertos por el terror. Lentamente, una sonrisa maliciosa se formó en sus labios. Al sonreír, mostró una bala de plata atrapada de manera limpia entre los dientes.
La duende recogió la bala de plata y la mostró dentro de un puño en forma de martillo. Entonces se alzó. La sonrisa se había evaporado. Sobrepasaba al sudoroso doctor en más de medio metro. Se erguía sobre él exudando una malicia palpable, y un hedor a ponzoña.
– Ahora me toca a mí -dijo la duende.
Golpeó el rostro de Skelton con el revés del enorme puño en forma de martillo. Skelton salió despedido y se golpeó el cráneo contra la esquina del escritorio de roble. La duende se giró hacia Sam. Alzó una pistola imaginaria hacia sus labios, sopló el humo del cañón y le mostró a Sam una sonrisa conspirativa.
Terry y Sam iban tarde un viernes por la noche de camino al club de blues y folk en el Gate. Sam se había pasado a por Terry y había encontrado a Charlie y a Dot muy nerviosos mientras Terry hablaba con Linda por teléfono. Linda estaba enfadada por algo, pero nadie podía determinar la causa del problema. Tanto Charlie como Dot habían intentado hablar con ella, sin llegar a penetrar el misterio, y ahora lo intentaba Terry.
Terry le ofreció el teléfono a Sam. Le había mencionado a Linda que Sam había llegado y que esperaba en el salón, y ahora Linda quería hablar con él de manera urgente. Linda obviamente estaba llorando al otro lado de la línea, pero lo que decía no tenía sentido. Así siguió un rato. Finalmente Sam le pasó el teléfono a Charlie.
– Mira, cariño, siempre puedes venir a casa, siempre que quieras -dijo Charlie para calmarla-. No, cariño, nadie está diciendo que tengas que venir a casa. Simplemente… No, cielo… No… tu madre nunca ha dicho eso… y ella nunca ha dicho que tú dijeras que…
– Vamos -le susurró Terry a Sam-. Salgamos de aquí.
El club ya estaba medio lleno cuando llegaron. Un grupo compuesto de batería, guitarra y bajo eléctricos estaban colocando unos amplificadores maltrechos sobre el diminuto escenario. Alice y Clive estaban ocupados cobrando las entradas en la puerta.
– Llegáis tarde -dijo Ian Blythe-. ¿Podríais preparar un par de mesas más en la parte de atrás? Puede que esta noche se llene.
– ¿Cómo se llama el grupo? -preguntó Terry.
En los sesenta los nombres de las bandas se habían vuelto absurdos, y estaba reuniendo una lista de los peores que aparecían en el club para competir con How in the Blitz y Yampy Cow.
– Spy V Spy. De Londres.
Blythe tenía razón. El club se llenó por completo de nuevo, y ya solo se podía estar de pie cuando Spy V Spy comenzaron el primer tema. Era blues tradicional con voces agudas y algunas filigranas en el órgano. Buenos, diría luego Clive, pero no lo suficiente como para traerlos de Londres. Sam vio a algunas personas con las que quería hablar en una esquina de la sala, y pasaron diez minutos antes de que Clive se acercara y le tirara del brazo.
– Ven aquí -le susurró al oído.
– ¿A qué viene tanta prisa? Estoy hablando.
– ¡Ven aquí!
Clive estaba muy pálido. Tenía algo extraño en la mirada y Sam supo que no debía discutir. Se excusó ante su compañía y siguió a Clive hasta la puerta.
En la entrada había una mesa y dos sillas. Terry los esperaba allí. Tenía el rostro blanco.
– ¿Qué pasa? -decía Alice. Le hablaba a Sam.
– ¿Qué ocurre?
Clive la ignoró. Agarró a Sam de la muñeca con fuerza.
– ¿Qué ves?
Sam miró alrededor. Todo el mundo en el club hablaba, compraba cerveza o miraba a la banda. Parecía, según lo que podía ver, una noche normal en el Gate Hangs Well, todo el mundo se lo pasaba bien.
– ¿Va a decirme alguien qué coño está pasando? -protestó Alice.
– No -dijo Clive-. ¡La banda! ¡Mira a la banda!
Sam entrecerró los ojos intentando ver por entre las cabezas de algunos jóvenes que estaban delante del área de entrada que sobresalían. No vio nada reseñable en el trío que estaba en el escenario. La pulcra permanente del rubio organista parecía que hubiese sido teñida o aclarada. El bajista apretaba los labios de forma desagradable mientras movía los dedos por los trastes. No había nada que notar.
– ¡El batería! -le gritó Terry al oído-. ¡Mira al batería!
Sam miró, pero aun así no percibía nada importante. El batería era un tipo gordo con barba que tocaba de manera competente, si bien un poco perezosa, concentrándose en exceso quizá en la caja. Entonces alzó la vista, y mostró al público una sonrisa a la que le faltaban dientes, y la luz captó cierta expresión degenerada en sus ojos. No, pensó Sam, no puede ser.
– Quítale la barba -dijo Clive poniéndose a su lado.
Alice había dejado de insistir y se había ido con Blyhte.
– No es posible -farfulló Sam-. No puede ser él.
– Es él -dijo Terry-. Claro que es él.
Sam visualizó el rostro sin la barba. Un agudo olor a bosque en otoño atravesó la atmósfera del bar cargada de cerveza agria y nicotina. No había posibilidad de error. Ahora podía ver aquel rostro lascivo con boina de explorador y con un pañuelo en el cuello.
– Eso significa… Eso significa…
– Sí -dijo Terry.
– Sí-dijo Clive-. Debió de escaparse.
– ¿Qué pasa, chicos? -preguntó Ian Blyhte.
A menudo les invitaba a un par de cervezas con el dinero recolectado, y les estaba ofreciendo tres pintas espumosas sobre una bandeja. Alice estaba detrás de él, con aire de curiosidad.
– Parecería que hubieseis visto a un fantasma.
– ¿Qué sabes de la banda? -dijo Sam al instante.
Blythe se encogió de hombros.
– No mucho. Contacté con ellos a través del boletín de siempre. El batería me dijo que era de aquí, y que era la primera vez que volvía desde que se marchó a Londres hace unos años.
Los chicos no se lo podían creer. Tras callar al órgano y repetir un par de acordes, el organista de la permanente se inclinó hacia adelante y presentó a la banda.
– Tenemos a Chaz Myers en el bajo…
Se produjeron unos aplausos educados que animaron a Chaz a realizar un tedioso solo de bajo, recorriendo el mástil con los dedos arriba y abajo mientras el órgano y la batería enmudecían según la costumbre.
– Y tenemos a Tooley Bells en la batería…
Más aplausos educados mientras Tooley sonreía feliz al público, mostrando que le faltaba el colmillo superior. Tooley golpeó la batería con fuerza durante su momento de protagonismo.
– Eh, ¿adónde vas? -Gritó Blythe mientras Sam avanzaba hacia el exterior de la sala. Terry y Clive lo siguieron rápidamente.
– ¿Pasa algo con la cerveza? -les gritó Blythe mientras se marchaban.
El Gate Hangs Well tenía un área de césped en la parte delantera, con un falso cenador y mesas y bancos rústicos para los meses de verano. Sam se tumbó boca abajo sobre la hierba húmeda, entre las mesas. Le temblaba el cuerpo.
– ¿Estás bien? -preguntó Terry, preocupado.
– Sam, vamos -dijo Clive.
Pero Sam se reía. Entonces estornudó con fuerza, y la risita se convirtió en una gran carcajada maníaca. Rodó sobre su espalda y pateó el aire mientras reía igual que un hombre en una celda acolchada. Terry cayó al suelo abrazando a Sam con la mano buena, enredó las piernas a las suyas y rió con él. Clive cayó sobre los dos, y en un segundo los tres rodaban por la hierba abrazándose y riendo de manera histérica.
Blythe salió con Alice. Spy V Spy subían de intensidad alcanzando uno de los clímax típicos del blues en una de sus canciones. Podían oír a Tooley golpeando sin arte los platillos en el gran final. Al pensar en él golpeando la batería con los palillos aullaron con una felicidad extraña.
– ¿Qué habéis tomado? -dijo Blythe a modo de reproche.
La pregunta consiguió que se rieran con más fuerza y de manera incontrolable. Se apretaban las costillas mientras boqueaban en busca de aire.
– ¡Parad! -gritó Terry-. ¿Parad!
– No puedo -jadeó Clive-. No puedoooooooo.
– Joooooo joooooo joooooo -siguió Sam.
– Chicos, tenéis que tener más cuidado. Lo digo en serio. Lo de las drogas no es un chiste -dijo Blythe muy seriamente. Entonces se dio media vuelta y entró.
Alice esperó pacientemente hasta que los aullidos y la risa disminuyeron. Finalmente los tres pudieron incorporarse parcialmente, apoyándose uno contra el otro, como corredores de maratón derrotados.
– Bueno, ¿me vais a permitir saber qué pasa?
Sam miró a Alice. Recuperó el aliento y la compostura y consiguió decir:
– El batería. Él es el explorador muerto. Y la risa histérica comenzó de nuevo.