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Fue todo un alivio el ser absuelto de un asesinato. Para Terry y Clive el comienzo de aquel verano parecía particularmente embriagador, balsámico como ningún otro, benigno, perfumado y cargado de promesas. Por desgracia, Alice tenía la carga de tener que repasar para los exámenes finales, pero para los otros, las cadenas que les colgaban de la espalda habían desaparecido.
Aunque la más oscura y pesada no había desaparecido para Sam.
Sin miedo al menos de tropezarse con un cadáver, Sam disfrutaba de nuevo de paseos solitarios por el bosque. Encontró el lugar donde había ocurrido el incidente original y especuló con que Tooley debía de haber estado inconsciente cuando lo echaron dentro del hueco del árbol. Era obvio que se había recuperado, se había ido a casa a lamerse las heridas y había decidido marcharse a Londres, justo como su compinche había sugerido por aquel entonces. Aquella noche en el Gate, cuando se recuperaron de tanto reír, Clive, Terry y Sam habían presionado de manera deliberada a Tooley para comprobar si los reconocía. Terry incluso le llevó una pinta de cerveza al final de la noche y charló con él animadamente. Estuvieron de acuerdo en que miró a Sam de forma extraña cuando se llevaron el equipo del local, pero nadie dijo nada. Antes de irse, Tooley volvió la vista hacia Sam y ladeó la cabeza como un perro confuso, pero al final se montó en la furgoneta con los otros miembros para volver a Londres.
Mientras tanto Londres enviaba de vuelta a otro de sus niños emigrados. La primera vez que Charlie y Dot entendieron la naturaleza del aprieto en el que se encontraba Linda fue cuando recibieron una llamada telefónica de un doctor de la calle Harley. Había estado tratando a Linda por agotamiento, explicó, y recomendaba que Linda volviera a casa para descansar, y que la cuidaran de manera adecuada.
– ¿Agotamiento? -consiguió preguntar Charlie.
– No me gusta la expresión crisis nerviosa -dijo el doctor con afabilidad-. No creo que ayude en nada.
Charlie y Dot fueron a recoger a Linda a la estación de trenes de Coventry. Dot rompió a llorar cuando Linda salió del vagón. Tenía un aspecto dolorosamente delgado, el pelo le colgaba muy lacio a un lado del demacrado rostro, se quedó de pie sobre el andén intentando tirar de la pesada maleta que traía tras de sí. ¿Qué le había hecho Londres a Linda? En sus ojos no había luz, la piel carecía de su brillo celestial. Parecía más vieja y a la par aniñada. Su dorada corona yacía en fragmentos retorcidos a sus pies sobre el andén. Con la sensación de tener que tragar una enorme piedra alojada en la garganta, Charlie se adelantó y la abrazó.
Se hizo cargo de todo. Agarró la maleta y la condujo junto a Dot por el atestado andén hasta el coche. Como les había recomendado el médico local, quien la trataría de ahí en adelante, no le hicieron preguntas, no la presionaron. Tras unos cuantos días llegó una factura del doctor de la calle Harley dirigida a Charlie. La abrió y el estómago le dio un vuelco.
– ¿Qué pasa? -preguntó Dot.
– No te preocupes.
Charlie pensó sobre ello algunos días. Calculó que si sacaba todos sus ahorros y vendía el coche, podría cubrir la mitad de la factura. Entonces consiguió la agenda de Linda y llamó a la agencia. Le pasaron con Pippa Hamilton.
– ¿Es usted la señora Pippa?
– Yo misma.
Cierto tono en la voz de la mujer lo puso rojo de furia antes de que la conversación ni si quiera hubiese comenzado.
– Soy el padre de Linda.
– ¿Linda? ¿Cómo está la pobre? De veras espero que esté mejor.
– ¿Le deben algo?
– ¿Disculpe?
– ¿Se le debe algún dinero? ¿De la agencia?
– Me temo que no. Es bastante descuidada con el dinero.
– Ha llegado una factura de un doctor de Londres.
– Sí, de hecho es un amigo. Tuvimos suerte de conseguir sus servicios.
– ¿Cuánto tiempo la ha estado tratando?
Se produjo una pausa.
– Bastante tiempo, en realidad.
Algo en la última palabra dejó a Charlie helado.
– Voy a ir a verla.
– No hay necesidad…
– Sí. Voy a ir. Y después de lo que le voy a hacer, la única utilidad que tendrá será que algunas de sus estupendas modelos la quieran llevar puesta como un trapo sobre la pasarela.
Se produjo un silencio y después colgó el teléfono.
Cuando le dejaron de temblar las manos, agarró la factura y escribió encima:«Para ser abonada por la agencia de modelos de Pippa Hamilton», escribió una dirección en un sobre y salió a echarla al correo. Charlie sabía que Pippa Hamilton había comprendido que sus amenazas iban en serio. Nunca volvió a oír de la factura.
Poco a poco se supo que la alta y la baja sociedad eran compañeros de cama en el mundo de famosos de Linda. Tras una triste relación amorosa, comenzó a usar píldoras de adelgazamiento con una base anfetamínica, y alguien le había enseñado cómo tomar barbitúricos para contrarrestar las interrupciones del sueño provocadas por los excitantes. Lo que era más importante, Linda soportaba una enorme carga de culpa por la muerte de Derek. Las fiestas de champán y pastillas eran una manera efectiva de borrar la desesperada infelicidad. La mayoría de las pastillas las obtenía del mismo doctor de la calle Harley que había llamado a su casa cuando tuvo la primera crisis.
Estas eran las explicaciones en cuanto al «agotamiento» de Linda. Pero Sam recordó el día que Linda ganó su primer concurso de belleza, y recordó a la duende extendiendo el brazo para tocarla con su fétida mano.
Quería ver a la duende. Quería interrogarla, preguntarle qué pútrida influencia había ejercido sobre la vida de Linda en Londres. Estaba convencido de que su aflicción podía extenderse a la vida de aquellas personas a las que más quería. Pero no tenía la habilidad, nunca la había tenido, de convocar a la duende a voluntad. Llegaba cuando ella quería, y por aquellos días se presentaba de manera más aleatoria que nunca. Seguía estando aterrorizado por la influencia maligna que podía tener sobre la hasta entonces prístina vida de su hermana, Linda Alice. Durante las malas noches, la voz aún se presentaba ofreciéndole una solución.
– Así que, adiós, Sam. -Skelton extendió una mano como de oso para que se la estrechara.
Su otro brazo estaba en cabestrillo. Aún llevaba una gran escayola en un lado de la cabeza.
Había signos de que el psiquiatra había comenzado a recoger sus cosas. Había expedientes amontonados sobre las sillas, las revistas habían sido sacadas de la librería de roble y estaban metidas en cajas de cartón. Había optado por una jubilación anticipada.
– Últimamente les he fallado a algunas personas -dijo-. Sobre todo la última vez que viniste. Parece que me di un buen porrazo. Para ser honesto, no recuerdo nada.
– ¿No recuerda nada?
– Ya sabes lo que se dice: cuando la bebida entra, el juicio sale.
– Quizá no quiera recordar.
– Bueno, has aprendido un poco de psicología conmigo, ¿eh, muchacho? En cualquier caso he pensado que es mejor dejarlo. Dejar a alguien que sepa de lo que habla. Yo ya no sirvo.
– Usted era un salvavidas.
– La verdad es que disfruté de nuestras pequeñas sesiones. Aunque no puedo decir que hayan servido de ayuda en tu caso.
– Lo ha hecho.
– Siento mucho no haber encontrado un uso para el interceptor de pesadillas. ¿Aún tienes ese cacharro?
– Por ahí anda.
Skelton se rascó la cabeza con el brazo bueno.
– Intuyo que tiene cierto potencial. No lo abandones. No me gustaría que lo tirases. En cualquier caso, los sueños se han pasado un poco de moda últimamente. Hay un tipo más joven que viene. Con ideas diferentes. Neurofisiología. ¿Sabes lo que es? Yo tampoco, y no me importa. Le he pasado las notas de tu caso, y he indicado que puede que sea necesario que lo veas. Le echará un vistazo el expediente y él decidirá.
– No me entusiasma ver a otro.
– Sé a lo que te refieres. Llegan a ser un hábito agradable estos pequeños encuentros, ¿verdad? Sí, supongo que así mantenemos a nuestros demonios a raya.
Sam pensó sobrecogido sobre su propio demonio.
– ¿Paranoia? -preguntó animado.
– Así es, aguantamos cada uno la paranoia del otro. Escucha, no hay nada malo en ti, muchacho. En el fondo, me refiero. Digamos tan solo que eres diferente.
– Casi lo olvido -Sam metió la mano en la bolsa de deporte y sacó un regalo para Skelton.
Había sido idea de Connie.
Skelton abrió la caja y sacó una botella de Johnny Walker. Examinó la etiqueta roja como si fuese una obra de arte, entonces alzó la botella hasta la altura de la ventana.
– Mira la luz que contiene. ¿Ves lo que quiero decir?
Giró la botella y sirvió dos pequeños tragos.
– Sobre lo de mantener los demonios del otro a raya. Justo ayer decidí hacerme abstemio.
Fue Clive el que consiguió el material, a través de sus contactos en el mundo de los coleccionistas de música.
– Oh, sois vosotros tres. No debería dejaros pasar porque está estudiando para unos exámenes.
La madre de Alice, aún en camisón y con olor a sueño, se apartó un rebelde rizo gris de la cara. Dejó la puerta abierta, les dio la espalda y dijo por encima del hombro.
– Está en su cuarto.
Alice estaba sentada con las piernas cruzadas sobre la cama. Tenía el pelo atado en una coleta. Había libros de texto por todos lados.
– Estoy tan harta… Mirad qué día más bonito hace fuera, y yo tengo que hacer esto.
– Déjalo. Vente con nosotros.
– Tengo un examen la semana que viene.
– No te esfuerces demasiado -dijo Terry.
– No puedes pedirle peras al olmo -dijo Sam.
– Necesitas un descanso -dijo Clive-. Algo que te haga olvidarte un poco de todo esto.
Abrió el puño y mostró, sobre la palma de la mano, cuatro azucarillos.
Alice observó los azucarillos de cerca. Parecían totalmente inofensivos.
– He oído que te pegas un buen viaje -dijo con dudas.
– De unas ocho horas -dijo Clive con alegría. Terry fue el primero en agarrar uno de los terrones.
– Este para mí -dijo y se lo puso en la boca.
– Estoy intentando contarnos -dijo Alice-. Y siempre me sale cinco.
Clive lo intentó. Obtuvo el mismo resultado.
– ¡Espera un segundo!
Se rió y contó de nuevo. Obtuvo el mismo resultado.
– ¡Espera! ¡Espera! ¡Esto es ridículo!
Terry lo intentó. También contó cinco. Agitó la cabeza y comenzó de nuevo.
– A ver, estoy yo y Sam más vosotros dos, eso da cuatro.
– Obviamente.
– Obvio.
– Entonces, ¿cómo es que cuento cinco? ¡Ja, ja, ja! Espera, voy a contar otra vez… cuatro… ¡cinco! ¡No puede ser! ¡Ja, ja, ja!
El nudo de ansiedad en el estómago de Sam se hinchaba. Sabía que la duende había aparecido entre ellos una media hora después de que tomaran los azucarillos en casa de Alice, y eso había ocurrido tres horas atrás. Había presentido su presencia, aunque no la había visto. De algún modo los otros estaban viendo a la duende, pero la veían transformada en uno de los otros. Quizá Terry la veía como Alice, Clive como Terry, Alice como Sam.
Habían atravesado el campo de fútbol y estaban sentados junto al estanque. Era un día cálido, pero el cielo estaba quebrado por una amenazadora capa de nubes. Les había llevado algún tiempo recuperarse de la impresión de los colores. Por todos lados los colores chorreaban, rezumaban como una sustancia aún húmeda sobre un lienzo. La luz vibraba. Habían pasado por un periodo de hilaridad y euforia descontrolado, seguido por un largo periodo en el que nadie habló. El aire cálido los acariciaba con sensualidad en la nuca. La tierra desprendía suntuosos perfumes, y la hierba y el suelo eran un laberinto imposible de runas y símbolos espirográficos, como si el universo hubiese sido compuesto por un geómetra perturbado.
Sam también intentó contar, y también obtuvo cinco. Había cinco en el grupo. Cinco. Contó de nuevo. Era exasperante. Los únicos que estaban allí aparte de él mismo, eran Terry, Alice y Clive.
– Ya tengo la respuesta -dijo Terry-. Parad de contar.
Alice agitó una mano con desdén por el aire, y el brazo se transformó en un abanico como las exóticas plumas de un gran pájaro, una imagen asombrosa que se arqueaba en el aire. Los pájaros en los arbustos y los árboles de alrededor aletearon de rama en rama, esbozando sendas parabólicas que se cortaban tras ellos.
– Conócete a ti mismo -repitió Alice por tercera vez.
– ¿Por qué no paras de decir eso?
– Clive lo dijo hace un siglo. Estaba escrito en los azucarillos de Delfín.
– Delfos -corrigió Clive.
– Del fiebre… Dela liebre… Delta libre
– ¿?
– El oráculo.
– Oraculo -dijo Alice-. Otra-cala. Ostra-cara.
– Si fueses una fruta -le dijo la duende a Alice-, ¿qué fruta serías?
Sam pestañeó. Había visto a la duende con nitidez, sentada y sonriéndole a Alice. Pero ahora era Clive el que hacía la pregunta, no la duende.
– ¿Eh?
– Es un juego. ¿Qué fruta?
Las palabras se les escapaban por la boca, se desenmarañaban, se hacían redundantes. De manera paradójica la comunicación parecía más fácil, telepática. Sam de repente sintió calor. La ansiedad iba en aumento. Entonces vio a la duende haciendo la misma pregunta.
– Si Sam fuese una fruta, ¿qué…?
Pero antes de que la pregunta se completase, la duende se transformó en Terry.
– ¿… fruta serías?
Sam volvió a contar a sus compañeros. Aún eran cinco.
– Sam sería una lima -dijo alguien riendo.
La piel de Sam se puso verde. El cuerpo se le hinchó hasta alcanzar una forma más o menos esférica. Sobre su piel se formó una corteza gruesa, protectora, y sentía la intensa y pulposa efervescencia de su masa interna. Inhaló profundamente, disfrutando del olor agridulce de su carácter cítrico. Se presionó la piel, y un delicado perfume emergió, cayendo con una dulce y fragrante lluvia a su alrededor.
La risa de los demás hizo que Sam volviera en sí. Extendió el cuerpo y volvió a la normalidad.
– Te sientes extraño, ¿verdad? -dijo la duende.
– No eres de ninguna ayuda -dijo Sam.
– ¿Quién no es de ninguna ayuda? -preguntó Alice.
– Alice sería una naranja -dijo la duende Clive.
O la duende Terry.
Sam meneó la cabeza de forma vigorosa. Su comprensión de los sucesos se desmoronaba. Parecía incapaz de conservar un pensamiento más de un instante. Un segundo Clive y Terry parecían estar a unos pocos centímetros, y al siguiente eran desplazados cientos de metros a través del campo. Quería con desesperación abrazar a Alice para encontrar un consuelo inmediato en su pecho. Pero cada vez que se arrastraba hacia ella, parecía telegrafiar de forma accidental sus intenciones, y Terry se acercaba unos centímetros haciéndole la competencia. Entonces se le ocurrió que Alice los estaba manipulando a todos, y a la vez se encontró a sí mismo haciendo una mueca ante la corrupta profundidad de sus emociones.
– No te asustes -dijo la duende.
Sam la señaló con el dedo.
– Paranoia.
La duende sonrió pero no desapareció.
– Paranoia -probó de nuevo Sam.
La duende agitó la cabeza. Ahora mutaba de su forma femenina a la masculina. Tenía en el rostro un brillo azul ponzoñoso.
– Me temo que te he engañado con el truquito de la paranoia. Aquí no funciona.
Sam sintió que el calor aumentaba y que una mano le tocaba la nuca, lo agarraba del pelo y tironeaba.
– Déjanos en paz. Déjanos.
– Sam -dijo Alice.
También ella tenía problemas al hablar. Todo lo que podía decir era
«Sam».
– Tuviste una buena idea -dijo la duende- dándole a tu hermana el nombre de Linda y Alice. Es justo.
– No estés celosa. No es necesario que te pongas celosa.
– Ya te dije que el bebé era para mí, ¿verdad? Bueno, siempre que se gana se pierde. Ya he recibido algún que otro cobro de Linda. Es hora de que Alice pruebe un poco.
La duende saltó sobre Alice, puso la boca cerca de la de ella y respiró fuerte sobre su rostro. Alice saltó hacia atrás.
A Sam le faltaban las palabras. Se dio cuenta de que podía usar la telepatía para hablar con ella.
«Es la duende de la que te hablé.»
Clive y Terry parecían estar inmersos en una conversación a cien metros de distancia. Alice le contestó por telepatía. La boca formaba palabras diferentes a las que él escuchaba, como una banda sonora mal sincronizada.
«Dios mío. ¿Es esto lo que ves? Nunca me di cuenta.»
«Ahora lo sabes.»
«¿Ves esto todo el tiempo? ¡Es tan horrible! ¡Qué horrible!»
– Vas a pagar por eso -dijo la duende con gesto de dolor-. Me debes una.
– Paranoia -intentó Sam de nuevo.
– Ya te dije que solo te permití pensar que aquello funcionaba. Este es mi sueño, no el tuyo.
«Qué horrible», repitió Alice.
– Si fueses una fruta, ¿qué fruta serías?
Alice recuperó la habilidad de hablar con normalidad.
– Soy una naranja -dijo-. Soy una naranja.
La duende alcanzó una cuchilla oxidada que estaba clavada en un árbol.
– Conócete a ti misma, pélate a ti misma.
Sam boqueó, sintiéndose alejado a cientos de metros de donde se sentaba Alice. Entonces las nubes se alinearon formando un esquema amenazador de uves malvadas, y el cielo se llenó de un grito, como el chillido de miles de extrañas aves con las alas entrelazadas que cubriesen el cielo por completo. Sam se dio cuenta de que el grito procedía de su propia garganta.