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– ¡Te has levantado! -exclama papá. Luego se fija en el minivestido y aprieta los labios-. Déjame adivinar. ¿Has quedado con Zoey?
– ¿Algo que objetar?
Me pasa las vitaminas sobre la mesa de la cocina.
– No olvides esto.
Suele subírmelas en una bandeja, pero hoy no tendrá que molestarse. Debería estar contento, pero se queda ahí sentado mirándome mientras me trago una pastilla tras otra.
La vitamina E ayuda al cuerpo a recuperarse de la anemia posradiación. La vitamina A contrarresta los efectos de la radiación en el intestino. El olmo rojo repone la mucosa que recubre todos los conductos de mi cuerpo. La sílice refuerza los huesos. El potasio, el hierro y el cobre fortalecen el sistema inmunológico. El áloe vera es para curar en general. Y el ajo… bueno, papá leyó en alguna parte que las propiedades del ajo aún no se aprecian como es debido. Él lo llama vitamina X. Me lo trago todo con zumo de naranja natural y una cuchara de miel sin refinar. Ñam, ñam.
Deslizo la bandeja de vuelta hacia su lado de la mesa con una sonrisa. Él se levanta, la lleva al fregadero y la deja caer con estrépito. Abre el grifo para limpiar el cuenco.
– Creo recordar que ayer tenías náuseas y dolor.
– Estoy bien. Hoy no me duele nada.
– ¿No opinas que sería más sensato descansar?
Ése es terreno peligroso, así que cambio de tema rápidamente y desvío mi atención hacia Cal, que aplasta los copos de maíz en la leche. Lo veo tan tristón como a papá.
– ¿Y a ti qué te pasa? -pregunto.
– Nada.
– ¡Es sábado! ¿No se supone que eso debería alegrarte?
– No te acuerdas, ¿verdad? -me espeta, mirándome con dureza.
– ¿De qué?
– Me dijiste que me llevaría de compras a mediados de trimestre. Dijiste que usaría tu tarjeta de crédito. -Cierra los ojos con fuerza-. ¡Ya sabía yo que no lo harías, mierda!
– ¡Tranquilízate! -ordena papá con ese tono de advertencia que usa cuando Cal empieza a descontrolarse.
– Sé que lo dije, Cal, pero hoy no puedo.
Él me mira furioso.
– ¡Pues yo quiero!
Así que tengo que hacerlo. Son las reglas. El punto número dos de mi lista es simple. Debo decir que sí a todo durante un día entero. Sea lo que sea y me lo pida quien me lo pida.
Miro el rostro esperanzado de Cal cuando salimos por la cancela, y de repente siento una punzada de miedo.
– Voy a mandarle un mensaje a Zoey para decirle que hemos salido.
Él me suelta que odia a Zoey, y eso es duro, porque yo la necesito. Necesito su energía. Y el hecho de que siempre ocurran cosas cuando estoy con ella.
– Quiero ir al parque -añade.
– ¿No eres un poco mayor para eso?
– Qué va. Será divertido.
A menudo se me olvida que no es más que un crío, que aún hay un aparte de él a la que le gustan los columpios, los tiovivos y esas cosas. En fin, tampoco va a hacernos daño ir al parque, y Zoey me responde el mensaje diciendo que vale, que de rodas maneras iba a llegar tarde y que vendrá a reunirse con nosotros.
Me siento en un banco y miro a Cal mientras trepa por una telaraña de cuerdas; parece muy pequeño ahí arriba.
– ¡Voy a subir más! -grita-. ¿Subo hasta el final?
– Sí -respondo, porque me lo he prometido. Son las arreglas.
– ¡ Desde aquí se ve el interior de los aviones! ¡Ven a verlo!
Es difícil trepar con un minivestido. Toda la red de cuerdas se bambolea y tengo que deshacerme de los zapatos, que caen al suelo. Cal se ríe de mí.
– ¡Hasta arriba de todo! -me ordena.
Está altísimo, y un niño más feo que Picio sacude las cuerdas desde abajo. Me encaramo hasta la cima, aunque me duele los brazos. Yo también quiero ver el interior de los aviones. Quiero contemplar el viento y atrapar pájaros con las manos.
Lo consigo. Veo el tejado de una iglesia, los árboles que flanquean el parque y las cápsulas de las castañas de Indias a punto de abrirse. El aire es limpio y las nubes están cerca, como si hubiera escalado una pequeña montaña. Miro hacia abajo y veo todos los rostros vueltos hacia arriba.
– Qué alto, ¿eh? -dice Cal.
Sí.
Sí a todo lo que digas, Cal, pero primero quiero sentir el aire en mi rostro. Quiero ver la curva de la tierra moviéndose lentamente alrededor del sol.
– Ya te decía yo que sería divertido.- Tiene la cara radiante de alegría-. ¡Vamos a subirnos a todo!
Hay cola en los columpios, así que nos dirigimos al balancín. Aún peso más que Cal. Aún soy su hermana mayor y aún puedo golpear el suelo con el asiento del balancín, así que él sale disparado hacia arriba, y chilla y ríe cuando cae y se da un buen golpe en el trasero. Se llenará de morados, pero no le importa. Di que sí, sólo di que sí.
Nos subimos a todo. A la casita situada al final de las escaleras en el recinto de arena, tan pequeña que apenas cabemos los dos. A la moto sobre un muelle gigante, que se inclina hacia un lado cuando me monto, como si estuviera borracha, y me rasguño las rodillas con la tierra. Hay una barra de madera donde fingimos ser gimnastas, un alfabeto en forma de serpiente para pasar caminando, el tejo, y una estructura de barras. Luego volvemos a los columpios, donde una cola de madres con sus pañuelos de papel y sus bebes de cara regordeta ponen mala cara al ver que me adelanto a Cal para ocupar el único columpio vacío. El vestido deja al descubierto mis muslos. Eso me hace reír. Hace que me impulse para subir aún más con el columpio. Quizá si subo lo bastante alto, el mundo será distinto.
No veo llegar a Zoey. Cuando Cal la señala, está en la entrada del parque observándonos. Podría llevar horas ahí plantada. Se ha puesto un top que deje el ombligo al aire y una falda que sólo loe tapa el trasero.
– Buenos días -dice cuando vamos a su encuentro-. Ya veo que habéis empezado sin mí.
Me ruborizo un poco.
– Cal quería que lo trajera a los columpios.
– Y tú tenías que decir que sí, por supuesto.
– Sí
Zoey observa a mi hermano pensativamente.
– Nosotras vamos a ir al mercado -le explica-. Vamos a comprar cosas y hablar de la regla, así que te vas a aburrir como una ostra.
Él la mira ceñudo, la cara sucia.
– Yo quiero ir a la tienda de magia.
– Bien, pues ve. Nos vemos luego.
– Tiene que venir con nosotras -intervengo-. Se lo he prometido.
Ella suspira y echa andar. Cal y yo la seguimos.
Zoey era la única chica del colegio a la que no le asustaba mi enfermedad. Sigue siendo la única persona que conozco que camina por la calle como si no hubiera atracos, como si a la gente no la apuñalaran jamás, los coches nunca atropellaran a nadie, las enfermedades no atacaran. Estar con ella es como si me dijeran que se han equivocado y no me estoy muriendo, que se trata de otra persona y que lo mío es un error.
– Menéate -me dice por encima del hombro-. ¡Mueve esas caderas, Tessa!
El vestido es muy corto. Muestra hasta el último centímetro de muslo. Un coche me pita. Un grupo de chicos me come con la mirada las tetas y el culo.
– ¿Por qué tienes que hacer lo que ella diga? -pregunta Cal.
– Porque sí.
Zoey está encantada. Espera que lleguemos a su altura y se coge de mi brazo.
– Te perdono.
– ¿Por qué?
Se inclina hacia mí con aire de complicidad.
– Por comportarte como una patosa con la mierda de polvo que echaste.
– ¡No lo hice mal!
– Sí, sí que lo hiciste. Pero no pasa nada.
– ¡Cuchichear es de mala educación! -dice Cal.
Zoey le da un empujón para que se adelante y tira de mí para acercarme más a ella mientras caminamos.
– Bueno. ¿Hasta dónde estás dispuesta a llegar? ¿Te harías un tatuaje si yo te lo pidiera?
– Sí.
– ¿Tomarías drogas?
– ¡Quiero tomar drogas!
– ¿Le dirías a ese hombre que lo quieres?
El hombre que señalaba es calvo y más viejo que mi padre. Está saliendo de un quiosco, arranca el celofán a un paquete de cigarrillos y deja que caigo al suelo.
– Sí.
– Pues venga.
El hombre saca el cigarrillo del paquete con unos golpecitos, lo enciende y exhala una bocanada de humo. Me acerco, y él se da la vuelta, medio sonriendo, esperando tal vez a alguien.
– Te quiero -le digo.
Él frunce el entrecejo y luego repara en Zoey, que suelta una risita.
– Vete al cuerno, niña -replica.
Es divertidísimo. Zoey y yo nos sujetamos la una a la otra y nos desternillamos. Cal nos hace mueca de desesperación.
– ¿Podemos irnos ya?
El mercado es un hormiguero. Hay gente empujando por todas partes, como si el día estuviera lleno de urgencias. Por mi lado pasan viejas gordas con sus bolsas de la compra; los padres con cochecito acaparan todo el espacio. Estar aquí rodeada por la luz gris de este día es como estar en un sueño, completamente inmóvil, como si el suelo estuviera pegajoso y mis pies fueran de plomo. Los chicos pasan por mi lado acechantes, con las capuchas bajadas, los rostros inexpresivos. Chicas con las que iba al colegio deambulan por aquí. Ahora ya no me reconocen; hace mucho tiempo que no voy a clases. El aire huele a perritos calientes, hamburguesas y cebolla. Todo está a la venta: gallinas colgadas por las patas, bandejas de callos y despojos, costillares de cerdo que exhiben las costillas partidas. Telas, lanas, encajes y cortinas. En el puesto de juguetes hay perros de peluche que ladran y dan volteretas, y soldados de cuerda que chocan sus platillos. El hombre del puesto me sonríe, señala una muñeca de plástico gigante que está sentada, muda, envuelta en celofán.
– Sólo diez libras, guapa.
Me doy la vuelta, fingiendo no oírlo.
Zoey me mira con severidad.
– Se supone que vas a decir que sí a todo. La próxima vez, compra. Sea lo que sea, ¿de acuerdo? -Sí.
– Bien. Ahora vuelvo. -Y desaparece entre la multitud.
No quiero que se vaya. La necesito. Si no regresa, mi día se reducirá a una visita al parque infantil y un par de silbidos de camino al mercado.
– ¿Estás bien? -pregunta Cal.
– Sí.
– No lo parece.
– Estoy bien.
– Pues yo me aburro.
Y eso es peligroso, porque tendré que decirle que sí si pide regresar a casa.
– Zoey volverá enseguida. Podríamos coger el autobús que cruza la ciudad. O ir a la tienda de magia.
Cal se encoge de hombros y hunde las manos en los bolsillos.
– Ella no querrá.
– Mira los juguetes mientras esperas.
– Los juguetes son un asco.
– ¿Ah, sí? Y o antes venia aquí con papá y los miraba. Todos eran resplandecientes.
Zoey regresa con expresión agitada.
– Scott es un cabrón mentiroso.
– ¿Quién?
– Scott. Me dijo que trabajaba en un puesto, pero he ido y no es verdad.
– ¿El fumeta? ¿Cuándo te lo dijo?
Zoey me mira como si me hubiera vuelto loca y se aleja de nuevo. Va hasta un tenderete de fruta y se inclina sobre las cajas de plátanos para hablar con el vendedor. Él le mira los pechos. Una mujer se me aproxima cargada con unas bolsas de plástico. Me mira a los ojos y yo no aparto la vista.
– Diez chuletas de cerdo, tres paquetes de tocino ahumado y un pollo -me susurra-. ¿Lo quieres?
– Sí.
Me pasa una bolsa, y luego se rasca la costrosa nariz mientras busco el dinero. Le entrego cinco libras y ella hurga en su bolsillo y me da dos de cambio.
– Es un chollo -asegura.
Cal parece un poco asustado cuando la mujer se va.
– ¿Por qué has hecho eso?
– Calla.
En ninguna parte de las reglas dice que haya de gustarme lo que hago. Dado que sólo me quedaba doce libras, me pregunto si debo cambiar las reglas para decir sí sólo a las cosas que sean gratis. La bolsa gotea sangre a mis pies. Me pregunto si tengo que quedarme con todo lo que compro.
Zoey regresa, repara en la bolsa y me la arranca de la mano.
– ¿Qué demonios es esto? -Echa un vistazo al contenido-. ¡Parecen trozos de perro muerto! -La tira en una papelera y luego se gira hacia mí sonriendo-. He encontrado a Scott. Al final sí que trabaja aquí. Jake está con él. Vamos.
Mientras nos abrimos paso entre la multitud, Zoey me dice que ha visto a Scott varias veces desde que estuvimos las dos en su casa. No me mira al contármelo.
– ¿Por qué no me lo habías dicho?
Resulta chocante ver a los chicos a la luz del día, detrás de un puesto que ofrecen linternas y tostadoras, relojes y teteras. Parecen mayores de lo que recordaba.
Zoey se mete detrás del tenderete para hablar con Scott. Jake me saluda con la cabeza.
– ¿Todo bien?
– Sí.
– ¿De compras?
Está distinto… sudoroso y vagamente incómodo. Una mujer se acerca y Cal y yo nos apartamos para dejarle paso. Compra cuatro pilas. Cuestan una libra. Jake se las pone en una bolsa de plástico y coge el dinero. La mujer se va.
– ¿Necesitas pilas? -me pregunta Jake sin acabar de mirarme a los ojos-. No tienes que pagarlas.
Hay algo en su manera de decirlo, como si me estuviera haciendo un favor, como si compadeciera y quisiera demostrar que es un tío decente; esto me indica que lo sabe. Zoey se lo ha dicho. Veo la culpa y la compasión en sus ojos. Se ha tirado a una chica moribunda y ahora tiene miedo. Podría ser contagioso; mi enfermedad le ha rozado en el hombro y quizá ahora lo aceche.
– ¿Las quieres o no? -Coge un paquete y lo agita delante de mí.
– Sí -digo, y me trago la decepción cuando recojo sus estúpidas pilas y las meto en el bolso.
Cal me da un codazo en las costillas.
– ¿Podemos irnos ya?
– Sí.
Zoey rodea la cintura de Scott.
– De eso nada -dice-. Vamos a ir a su casa. Dentro de media hora tienen el descanso para comer.
– Tengo que acompañar a Cal.
Zoey sonríe al acercarse. Está preciosa, como si Scott la hubiera revitalizado.
– ¿No se supone que has de decir sí a todo?
– Cal me lo ha pedido primero.
Zoey frunce el entrecejo.
– Tiene ketamina en su casa. Todo está arreglado. Tráete a Cal si quieres. Ya le dejarán alguna cosa, una PlayStation o algo así.
– Se lo has contado a Jake.
– ¿El qué?
– Lo mío.
– Qué dices. Claro que no. -Se ruboriza, y ha de tirar el cigarrillo al suelo y pisarlo para no tener que mirarme.
Ya me imagino cómo fue.se presentó en su casa, les hizo liar un canuto e insistió en dar ella la primera calada, profunda, mientras los dos la contemplaban. Luego se dejo caer al lado de Scott y dijo: «Oye, ¿os acordáis de Tessa?» Y entonces se lo contó. Puede que incluso sollozara un poco. Apuesto a que Scott la rodeó con el brazo. Apuesto a que Jake se acabó el canuto para no tener que pensar en ello.
Agarro a Cal de la mano y me lo llevo. Lejos de Zoey, lejos del mercado. Tiro de él para bajar por la escalera que hay detrás de los puestos y da al camino de sirga que bordea el canal. -¿Adónde vamos? -se queja él.
– Cállate.
– Me estás asustando.
Lo miro a la cara y no me importa.
A veces sueño que deambulo por la casa, saliendo y entrando de las habitaciones, y que nadie me reconoce. Me cruzo con papá en la escalera y me saluda con la cabeza cortésmente, como si hubiera ido a limpiarle la casa, o como si realmente fuese un hotel. Cal me mira con suspicacia cuando entro en mi habitación. Dentro, han desaparecido todas mis cosas y hay otra chica en mi lugar, una chica que lleva un vestido floreado y tiene los labios brillantes y las mejillas firmes como manzanas. Creo que es mi vida paralela. Una vida en la que estoy sana, en la que Jake se alegraría de conocerme.
En la vida real, arrastro a mi hermano por el camino hacia la cafetería con vistas al canal.
– Será estupendo. Vamos a tomar helado, chocolate caliente y Coca-Cola.
– Tú no puedes tomar azúcar. Se lo diré a papá.
Le aprieto la mano con más fuerza. Poco antes de la cafetería hay un hombre en el camino. Va en pijama y está mirando el canal. En la boca se le consume un cigarrillo.
– Quiero ir a casa -dice Cal.
Pero yo quiero enseñarle las ratas del camino de sirga, la manía de la gente por evitar lo que es difícil, el hecho de que ese hombre en pijama sea más real que Zoey, que viene al trote detrás de nosotros con su enorme bocaza y su estúpido pelo rubio.
– Vete -le espeto sin darme la vuelta.
Ella me agarra por el brazo.
– ¿Por qué ha de ser todo tan complicado contigo?
La aparto de un empujón.
– No lo sé, Zoey. ¿Tú qué crees?
– No es ningún secreto. Mucha gente sabe que estás enferma. A Jake no le importó, pero ahora cree que eres un bicho raro.
– Soy un bicho raro.
Ella me mira entornando los ojos.
– Creo que te gusta estar enferma.
– ¿Eso crees?
– No soportas ser normal.
– Sí, claro, tienes razón, es estupendo. ¿Quieres cambiarte conmigo?
– Todo el mundo muere -dice, como si acabara de ocurrírsele y no le importa que le pasara a ella.
Cal me tira de la manga.
– Mira.
El hombre del pijama se ha metido en el canal. Chapotea con los pies y las manos en el agua. Nos observa inexpresivamente, luego sonríe mostrando varios dientes de oro. Noto un cosquilleo en la columna.
– ¿Les apetece nadar, señoritas? -nos grita. Tiene acento escocés. Nunca he estado en Escocia. -Ve con él -dice Zoey-. ¿Por qué no te metes?
– ¿Me estás pidiendo que lo haga?
Ella me sonríe maliciosamente.
– Sí.
Echo un vistazo a las mesas de la terraza de la cafetería. La gente nos observa. Creerán que soy una yonqui, una psicópata, una pirada. Me enrollo el vestido y me lo meto por las bragas. -¿Qué estás haciendo? -pregunta Cal, asombrado-. ¡Todo el mundo nos mira!
– Pues haz como si no me conocieras.
– ¡Ya lo creo!
Se sienta resueltamente en la hierba mientras me quito los zapatos.
Hundo el dedo gordo en el agua. Está tan fría que se me queda toda la pierna dormida.
Zoey me toca el brazo.
– No lo hagas, Tess. No lo decía en serio. No seas idiota.
¿Es que no lo entiende?
Me meto hasta los muslos y los patos se alejan alarmados. No hay mucha profundidad; el agua está un poco turbia, seguramente por la porquería del fondo. En este canal nadan ratas. La gente arroja aquí latas y carritos de la compra, jeringuillas y perros muertos. Los dedos de los pies se me hunden en el lodo.
Dientes de Oro me saluda con la mano, ríe avanzando hacia mí, golpeando el agua a los lados. -Buena chica -masculla.
Tiene los labios azulados y la dentadura le brilla. Tiene una brecha en la cabeza y la sangre le mana desde el nacimiento del pelo hacia los ojos. Viéndolo, siento aún más frío.
Un hombre sale de la cafetería agitando una servilleta.
– ¡Eh! -grita-. ¡Eh, sal de ahí! -Lleva delantal y le tiembla el vientre cuando se inclina hacia mí para ayudarme a salir-. ¿Estás loca? Podrías pillar algo en esa agua. -Se gira hacia Zoey-. ¿Es amiga tuya?
– Lo siento -contesta ella-. No he podido impedírselo. -Se echa el pelo hacia atrás para que entienda que no es culpa suya. Detesto que haga eso.
– No es amiga mía -le digo al hombre-. No la conozco.
Zoey aprieta la boca y el hombre se vuelve de nuevo hacia mí, desconcertado. Me tiende la servilleta para que me seque las piernas. Luego me dice que estoy loca. Y que todos los jóvenes son unos drogadictos. Veo a Zoey alejándose mientras él me reprende. Se hace cada vez más pequeña hasta desaparecer. El hombre me pregunta dónde están mis padres; pregunta si conozco a Dientes de Oro, el cual trepa ahora por la orilla opuesta del canal y ríe a carcajada. El hombre chaquea la lengua varias veces, pero luego me lleva a la cafetería, me obliga a sentarme y me trae una taza de té. Le echo tres azucarillos y lo tomo a sorbitos. La gente me mira. Cal parece muy pequeño y asustado.
– ¿Qué haces? -susurra.
Voy a echarlo de menos que me entran ganas de darle un buen coscorrón. También me entran ganas de llevarlo a casa y dejarlo con papá antes de que por mi culpa nos perdamos los dos. Pero en casa todo es aburrido. Allí puedo decir a todo que sí porque papá no me pide que haga nada real.
El té me calienta el estómago. El cielo pasa de un gris apagado a un tono luminoso y de nuevo al gris en un instante. Ni siquiera el tiempo sabe muy bien qué hacer y se mueve a trompicones de un ridículo acontecimiento a otro.
– Cojamos al bus -digo.
Me levanto, me sujeto a la mesa y vuelvo a calzarme los zapatos. La gente finge no mirarme, pero noto sus ojos clavados en mí. Eso hace que me sienta viva.