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Zoey ni siquiera llama a la puerta, simplemente entra y se sienta a los pies de mi cama. Me mira de un modo extraño, como si no esperara encontrarme aquí.
¿Qué haces? -pregunta.
– ¿Por qué?
– ¿Ya nunca bajas?
– ¿Te ha llamado mi padre?
– ¿Te duele?
– No.
Me mira con suspicacia, luego se levanta y se quita la chaqueta. Lleva un vestido rojo muy corto, a juego con el bolso que ha dejado caer al suelo.
– ¿Vas a salir? -pregunto-. ¿Tienes una cita?
Se encoge de hombros. Se acerca a la ventana y contempla el jardín. Traza un círculo en el cristal con el dedo y dice:
– A lo mejor deberías probar creer en Dios.
– ¿Ah, sí? ¿Te parece?
– Sí, quizá todos deberíamos hacerlo. Toda la humanidad.
– Yo no estoy muy de acuerdo con eso. Pienso que tal vez Dios haya muerto.
Zoey se gira hacia mí. Tiene la cara pálida, como el invierno. Por detrás de su hombro, un avión surca fugazmente el cielo.
– ¿Qué has escrito en la pared?
No sé por qué dejo que lo lea. Supongo que quiero que ocurra algo. Está escrito con tinta negra. Cuando Zoey lo lee, las palabras se retuercen como arañas. Lo lee una y otra vez. No soporto que me tengan lástima.
– Esto no es como estar de vacaciones, ¿eh?- musita.
– ¿He dicho que lo fuera?
– No, pero creía que lo pensabas.
– Pues no.
– Creo que tu padre espera que pidas un poni, no un novio.
Es asombroso el sonido de nuestra risa. Me encanta, aunque duela. Reír con Zoey es una de mis actividades favoritas, porque sé que las dos tenemos las mismas imágenes estúpidas en la cabeza. Sólo tiene que decir "quizá la solución sea un rebaño de sementales" para que las dos acabemos riendo como histéricas.
– ¿Estas llorando?- me pregunta de pronto.
No estoy segura. Creo que sí. Parezco una de esas mujeres de la tele que han perdido a toda su familia. Un animal que se lame las heridas. Todo se me viene encima de golpe: mis dedos ya no son más que huesos y mi piel es prácticamente transparente. Noto cómo se multiplican las células en mi pulmón izquierdo, acumulándose como ceniza que cayera lentamente en un jarrón. Pronto no podré respirar.
– Es normal que tengas miedo.
– No lo es.
– Por supuesto que sí. Cualquier cosa que sientas es normal.
– Imagínatelo, Zoey. Imagina lo que es estar aterrada todo el tiempo.
– Lo imagino.
No es posible. ¿Cómo Podría, cuando le queda toda la vida por delante? Vuelvo a ocultarme bajo el sombrero, sólo un ratito, porque voy a echar de menos respirar. Y hablar. Y las ventanas. Voy a echar de menos los pasteles. Y los peces. Me gustan los peces. Me gusta eso que hacen con la boca: abierta, cerrada, abierta, cerrada.
Y a donde yo voy, no puedes llevar nada contigo.
Zoey me mira mientras me seco los ojos con la punta del edredón.
– Hazlo conmigo -digo.
Se sorprende
– ¿Hacer qué?
– Lo tengo anotado en trocitos de papel por todas partes. Lo escribiré bien y tú me obligarás a hacerlo.
– ¿Obligarte a hacer qué? ¿Lo que has escrito en la pared?
– Y también otras cosas, pero lo del chico primero. Tú te has acostado con montones de tíos, y a mí aún nadie me ha besado siquiera.
Observo como asimila mis palabras. Se posan en algún lugar muy profundo.
– No han sido montones – replica al fin.
– Por favor, Zoey. Aunque te suplique que no lo hagas, aunque me porte fatal contigo, tú oblígame. Tengo una larga lista de cosas que quiero hacer.
– Vale – contesta, y suena como algo fácil, como si sólo estuviera pidiéndole que me visitara más a menuda.
– ¿Hablas en serio?
– Ya lo has oído, ¿no?
Me pregunto si sabe en lo que se está metiendo.
Me siento en la cama y la observo hurgar en mi armario. Creo que tiene un plan. Eso es lo bueno de Zoey. Pero será mejor que me dé prisa, porque empiezo a pensar en cosas como zanahorias. Y el aire. Y patos. Y perales. Terciopelo y seda. Lagos. Voy a echar de menos el hielo. Y el sofá. Y la sala de estar. Y la pasión de Cal por los trucos de magia. Y las cosas blancas: leche, nieve, cisnes.
Del fondo del armario, Zoey saca el vestido que papá me compró el mes pasado. Aún lleva el precio.
– Yo me pondré esto. Tú puedes ponerte el mío. -Empieza a desabrocharse el vestido.
– ¿Vamos a salir?
– Es sábado por la noche, Tess. ¿Sabes lo que significa?
– Por supuesto que lo sé.
Hacía horas que no estaba en posición vertical. Me siento un poco extraña, como vacía y etérea. En ropa interior, Zoey me ayuda a ponerme el vestido rojo. Huele a ella. La tela es suave y se me pega al cuerpo.
– ¿Quieres que lleve esto?
A veces es agradable sentirse como otra persona.
– ¿Cómo tú?
Se lo que piensa.
– Quizá. Tal vez alguien como yo.
Cuando me miro en el espejo, es alucinante lo distinta que me veo: con grandes ojos y peligrosa. Resulta excitante, como si cualquier cosa fuera posible. Incluso el pelo tiene buena pinta, espectacularmente corto, en lugar, simplemente, de estar creciendo de nuevo. Nos miramos, la una al lado de la otra, y luego Zoey me aparta del espejo y me lleva a sentarme en la cama. Coge la cesta de maquillaje que tengo en el tocador y se sienta junto a mí. Me concentro en su cara mientras se unta el dedo con la base y me da unos golpecitos en la mejilla. Ella tiene un pelo muy rubio y una piel muy blanca, y el acné hace que parezca un poco salvaje. Yo jamás he tenido un solo grano. Es pura suerte.
Zoey me perfila los labios y los pinta. Coge el rímel y me dice que la mira. Intento imaginar cómo sería ser ella. Es algo que hago a menudo, pero jamás lo consigo de verdad. Cuando me invita a ponerme de pie y mirarme en el espejo, resplandezco un poco. Un poco como ella.
– ¿Adónde quieres ir? – pregunta
Hay un montón de sitios. El pub. Una fiesta. Quiero una sala grande y oscura en la que apenas pueda moverme, con cuerpos estrujados unos con otros. Quiero oír mil canciones a todo volumen. Quiero bailar tan deprisa que mi pelo se estire hasta pisármelo. Quiero que mi voz resuene más fuerte que el bajo. Quiero pasar tanto calor que tenga que masticar hielo.
– Vamos a bailar. Vamos a buscar chicos para acostarnos con ellos.
– De acuerdo. – Zoey coge su bolso y abandonamos la habitación.
Papá sale del salón y sube las escaleras hasta la mitad. Finge que va al cuarto de baño y actúa como si le sorprendiera vernos.
– ¡Te has levantado! -exclama-. ¡Es un milagro! -E inclina la cabeza ante Zoey con reticente respeto-. ¿Cómo lo has logrado?
Ella sonríe al suelo.
– Sólo necesitaba un pequeño estímulo.
– ¿Cuál?
Me apoyo en una cadera y lo miro a los ojos.
– Zoey va a llevarme a bailar pole dance a un local de ésos.
– Muy graciosa.
– No, en serio.
Papá sacude la cabeza y se acaricia el estómago. Siento lástima por él, porque no sabe qué hacer.
– Vale -digo-. Vamos a una discoteca.
Él mira el reloj como si fuera a decirle algo.
– Yo cuidaré de ella -asegura Zoey. Suena tan cariñosa y sincera que casi le creo.
– No. Tess necesita descansar. En una discoteca habrá demasiado humo y ruido.
– Si necesita descansar, ¿por qué me ha telefoneado?
– Quería que hablaras con ella, no que te la llevaras.
– No se preocupe. -Ríe-. La traeré de vuelta.
Noto que mi felicidad empieza esfumarse porque sé que papá tiene razón. Si voy a una discoteca, luego tendré que pasarme una semana durmiendo. Cuando gasto demasiadas energías, después siempre pago las consecuencias.
– Vale -digo-. No importa.
Zoey me coge del brazo y tira de mí escaleras abajo.
– Tengo el coche de mi madre. La traeré antes de las tres.
Mi padre dice que no, que es demasiado tarde; le pide que me devuelva antes de medianoche. Lo repite varias veces mientras Zoey saca mi abrigo del armario del recibidor. Cuando salimos a la calle, le digo adiós a mi papá, pero él no me responde. Zoey cierra la puerta.
– A las doce está bien -le digo.
Ella se gira hacia mí en el escalón.
– Escúchame, si quieres hacer las cosas como es debido, tendrás que aprender a saltarte las normas.
– Pero es que no me importa volver a las doce, de verdad. Además, si no papá de preocupará.
– Pues que se preocupe, qué más da. ¡Para alguien como tú no hay consecuencias! Nunca se me había ocurrido verlo de ese modo.