37338.fb2 Antes de morirme - читать онлайн бесплатно полную версию книги . Страница 25

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Capítulo 25

– ¿A dónde vamos?

Papá quita la mano del volante para darme una palmada en la rodilla.

– Todo a su tiempo.

– ¿Va a ser algo embarazoso?

– Espero que no.

– ¿Vamos a conocer a alguna persona famosa?

Por un momento parece alarmado.

– ¿Era eso lo que querías? -dice.

– No exactamente.

Atravesamos la ciudad sin que quiera decírmelo. Cuando pasamos por delante del complejo de viviendas de protección oficial y entramos en la carretera de circunvalación, empiezo a lanzar suposiciones al azar. Me gusta hacerlo reír. No ríe a menudo.

– ¿Un alunizaje?

– No.

– ¿Concurso de talentos?

– ¿Con lo mal que cantas?

Llamo a Zoey por el móvil por si quiere sugerir algo, pero todavía está muy nerviosa por la operación.

– Tengo que llevar a un adulto responsable conmigo -me dice-. ¿A quién coño puedo pedírselo?

– Ya iré yo.

– Me refiero a un adulto de verdad. Ya sabes, como un padre o una madre.

– No pueden obligarte a decírselo a tus padres.

Uf, que asco. Pensaba que me daría una pastillita para que saliera solo y ya está. ¿Para qué una operación? Si no es más grande que un punto.

En eso se equivoca. Anoche cogí el Libro de medicina familiar del Reader's Digest y busqué embarazo. Quería saber qué tamaño tienen los bebés de dieciséis semanas y descubrí que tienen la longitud de un diente de león. Después no pude dejar de leer. Busqué picaduras de abejas y colmenas. Enfermedades familiares encantadoramente triviales: eczema, amigdalitis, difteria.

– ¿Sigues ahí? -pregunta.

– Sí.

– Bueno, te dejo. Me están subiendo los jugos gástricos.

Es indigestión. Tiene que darse un masaje en el colon y beber leche. Se le pasará. Decida lo que decida sobre el bebé, todos los síntomas se le pasarán. Pero eso no se lo digo. Lo que hago es apretar el botón rojo del móvil y concentrarme en la carretera.

– Esa chica es tonta -dice papá-. Cuanto más tiempo lo retrase, peor. Abortar no es como sacar la basura.

– Ya lo sabe, papá. De todos modos, ¿a ti qué más te da? No es tu hija.

– No, no lo es.

Escribo un mensaje para Adam: "Donde cño stas?" Luego lo borro.

Hace seis noches su madre salió a la puerta y lloró. Dijo que los fuegos artificiales le daban pavor. Le preguntó por qué la había dejado sola cuando se estaba acabando el mundo. "Dame tu número de móvil -me pidió él-. Te llamaré."

Intercambiamos los números. Fue algo erótico. Me pareció una promesa.

– Fama -declara papá-. Bien, ¿a qué nos referimos al hablar de fama?

Yo me refiero a Shakespeare. Esa silueta suya con la barba descuidada y la pluma en la mano estaba en todas las portadas de las obras que leíamos en el colegio. Inventó montones de palabras nuevas y todo el mundo sabe quién es después de cientos de años. Vivió antes de que hubiera coches y aviones, metralletas, minas y polución. Antes de los bolígrafos. La reina Isabel ocupaba el trono cuando él vivió. También ella fue famosa, no sólo por ser hija de Enrique VIII, sino por las patatas, la Armada, el tabaco y por ser muy inteligente.

Luego está Marilyn. Elvis. Incluso iconos modernos como Madonna serán recordados. Take That vuelve a estar de gira y agota las entradas en segundos. Tienen patas de gallo y Robbie ya no canta con ellos, pero la gente sigue queriendo verlos. Ésa es la fama a la que me refiero. Me gustaría que el mundo entero se detuviera para venir en persona a despedirse de mí cuando muera. ¿Qué otra cosa hay?

– ¿A qué te refieres tú, papá?

Después de pensárselo un minuto, contesta:

– Supongo que ha dejar una parte de ti mismo tras de ti.

Pienso en Zoey y su bebé. Creciendo. Creciendo.

– Bueno -suspira papá-. Ya hemos llegado.

No estoy segura de dónde estamos. Parece una biblioteca, uno de esos funcionales edificios cuadrados con montones de ventanas y aparcamiento propio con plazas reservadas para el personal. Estacionamos en una plaza para minusválidos.

La mujer que responde al interfono quiere saber a quién vamos a ver. Papá intenta contestar con un susurro, pero ella no lo oye, así que lo repite en voz alta.

– A Richard Green. -Y me mira de reojo.

– ¿Richard Green? -pregunto.

Asiente, complacido consigo mismo.

– Uno de los contables con los que trabajaba lo conoce.

– ¿Y eso qué tiene que ver con nosotros?

– Quiere entrevistarte.

Me quedo de piedra.

– ¿Entrevistarme? ¿En la radio? ¡Pero entonces me oirá todo el mundo!

– ¿No era ésa la idea?

– ¿Y sobre qué va a entrevistarme?

Y entonces se ruboriza. Quizá entonces se da cuenta de que ha cometido el peor error de su vida, porque lo único que hace de mí una persona fuera de lo normal es mi enfermedad. De no ser por eso, yo estaría estudiando o durmiendo. Quizá estaría en casa de Zoey, buscando un antiácido en el botiquín del cuarto de baño. Quizá estaría en los brazos de Adam.

La recepcionista finge que todo es normal. Nos pregunta el nombre y nos entrega una pegatina a cada uno, que obedientemente nos ponemos en el abrigo mientras nos explica que la productora vendrá enseguida.

– Siéntense. -Señala una hilera de butacas en el otro lado del vestíbulo.

– No tienes que hablar -dice papá cuando nos sentamos-. Si quieres puedo entrar yo solo y me esperas aquí.

– ¿Y de qué vas hablar?

Se encoge de hombros.

– De la escasez de unidades oncológicas para adolescentes, de la falta de fondos para terapias alternativas, de tus necesidades dietéticas y la falta de ayudas por parte de la Seguridad Social. Podría estar hablando durante horas, joder. Soy un experto en el tema.

– ¿Pretendes recaudar fondos? ¡Yo no quiero ser famosa por recaudar dinero! Quiero se famosa por ser increíble. Quiero el tipo de fama que te permite prescindir del apellido. Ser un icono. ¿Entiendes?

Se gira hacia mí con ojos centelleantes.

– ¿Y cómo esperas conseguirlo exactamente?

A nuestro lado, la máquina del agua burbujea y gotea. Me siento enferma. Pienso en Zoey. Pienso en su bebé, que ya tiene sus uñas, uñas diminutas de diente de león.

– ¿Le digo a la recepcionista que lo cancele? -pregunta papá-. No quiero que digas que te he obligado.

Me da un poquito de pena cuando raspa el suelo con los zapatos como un niño pequeño. Qué gran distancia nos separa.

– No, papá, no hace falta.

– Entonces, ¿entro?

– Entraré yo.

Me aprieta la mano.

– Fantástico, Tess.

Una mujer sube las escaleras hasta el vestíbulo. Se acerca a nosotros con aire resuelto y estrecha cordialmente la mano de papá.

– Soy la que habló por teléfono con usted.

– Ah, ya.

– Y tú debes de ser Tessa.

– ¡La misma!

Me tiende la mano para que se la estreche, pero yo no hago caso; finjo que no puedo mover los brazos. Tal vez crea que forma parte de mi enfermedad. Sus ojos apenados se fijan en mi abrigo, mi bufanda y mi sombrero. Quizá sepa que hoy no hace tanto frío.

– No hay ascensor -apunta-. ¿Podrás bajar por las escaleras?

– No hay problema -contesta papá.

Ella parece aliviada.

– Richard tiene muchas ganas de conoceros.

Coquetea con papá mientras bajamos al estudio. Se me pasa por la cabeza que el torpe aire protector con que él me rodea me rodea podría resultar atractivo para las mujeres. Desean salvarlo. De mí. De todo este sufrimiento.

– La entrevista será en directo -explica. Baja la voz cuando nos acercamos a la puerta de estudio-. ¿Veis esa luz roja? Significa que Richard está en el aire y que no podemos entrar. Dentro de un momento pondrá una cuña y la luz se volverá verde. -Lo dice como si su obligación fuera impresionarnos.

– ¿Cuál será el planteamiento de Richard? -pregunto-. ¿Será el típico tema de la chica que muere, o ha pensado en algo más original?

– ¿Perdón? -Su sonrisa vacila; una leve inquietud le ensombrece la expresión cuando mira a papá buscando apoyo. ¿Será capaz de oler cierta hostilidad en el aire?

– Las unidades oncológicas para adolescentes escasean en los hospitales -se apresura a exponer papá-. Si consiguiéramos que la gente fuese consciente de esa situación, nos daríamos por satisfechos.

La luz roja se vuelve verde.

– ¡Ahí está! -exclama la productora, y nos abre la puerta-. Tessa Scott y su padre -anuncia. Suena como si fuéramos los invitados a una cena, como si hubiéramos ido a un baile. Pero Richard Green no es un príncipe. Se incorpora a medias en la silla para tendernos su gruesa mano, que tiene sudada; es como si necesitara enjugársela. Resuella al sentarse otra vez. Apesta a tabaco. Revuelve los papeles.

– Siéntense. Primero los presentaré y luego entraremos directamente en materia.

Yo veía a Richard Green cuando presentaba las noticias locales del mediodía. A una de las enfermeras del hospital le gustaba. Ahora sé por qué le relegaron a la radio.

– Bien -prosigue-. Vamos allá. Procuren ser naturales. Será todo muy informal. -Se gira hacia el micrófono.- Y ahora nos sentimos muy honrados de tener como invitada en el estudio a una jovencita muy valiente: Tessa Scott.

El corazón me late deprisa cuando pronuncia mi nombre. ¿Me estará escuchando Adam? ¿O Zoey? Tal vez Zoey esté tumbada en la cama con la radio encendida. Con náuseas. Medio dormida.

– Tessa lleva cuatro años conviviendo con la leucemia y hoy ha venido aquí acompañada de su padre para hablarnos de su experiencia.

Papá se inclina hacia delante y Richard, reconociendo tal vez su disposición a hablar, le formula la primera pregunta.

– Háblenos de cuando se enteró de que Tessa estaba enferma.

A papá le encanta. Habla de aquella especie de gripe que me duró semanas y de la que parecía incapaz de recuperarme. Explica que el médico de cabecera no supo ver la verdadera causa porque la leucemia es muy poco frecuente. Nos dimos cuenta de que Tessa tenía moretones. Eran pequeños derrames en la espalda provocados por una disminución de las plaquetas.

Papá es un héroe. Explica que renunció a su trabajo como asesor financiero, y que nuestra vida se abocó a tratamientos y hospitales.

– El cáncer no es una enfermedad localizada, sino de todo el cuerpo. Cuando Tess tomó la decisión de abandonar los tratamientos más agresivos, abordamos un planteamiento holístico en casa. Sigue una dieta especial. Es bastante cara, pero creo firmemente que no es la comida de tu vida lo que da salud, sino la vida de tu comida lo que realmente importa.

Me deja de piedra. ¿Es que quiere que la gente llame a la radio ofreciendo dinero para verduras orgánicas?

Richard se gira hacia mí con expresión seria.

– ¿Decidiste abandonar el tratamiento, Tessa? Parece una decisión muy difícil de tomar a los dieciséis años.

Noto la garganta seca.

– No es para tanto.

Él asiente como esperando que continúe. Lanzo una mirada a papá, que me guiña un ojo.

– La quimio te prolonga la vida, pero hace que te encuentres mal. Yo estaba recibiendo una terapia muy fuerte. Sabía que si la dejaba podría hacer más cosas.

– Tu padre dice que quieres ser famosa. Por eso querías venir hoy a la radio, ¿no? ¿Para conseguir tus quince minutos de fama?

Tal como lo dice, parezco una de esas pobres chicas que ponen un anuncio en el periódico porque desean ser damas de honor en una boda, pero no conocen a nadie que vaya a casarse. Parezco una auténtica gilipollas.

Respiro hondo.

– Tengo una lista de cosas que quiero hacer antes de morir. Ser famosa es una de ellas.

A Richard se le iluminan los ojos. Es periodista y reconoce una buena historia.

– Tu padre no me había comentado nada de esa lista.

– Porque la mayoría de cosas son ilegales.

Prácticamente se estaba durmiendo mientras hablaba papá, pero ahora está sentado en el borde de la silla.

– ¿En serio? ¿Cómo qué?

– Bueno, cogí el coche de mi padre y me fui a pasar el día fuera sin tener carnet de conducir.

– ¡Jo, jo! -ríe entre dientes-. ¡Acaba de perder todas sus bonificaciones, señor Scott! -Le da un pequeño codazo para darle a entender que es una broma, pero papá está apabullado.

Me siento culpable y tengo que apartar la vista de él.

– Un día dije que sí a todo lo que me sugerían.

– ¿Y qué pasó?

– Acabé metida en un río.

– Hay un anuncio parecido en la televisión. ¿Sacaste la idea de ahí?

– No.

– Y el otro día estuvo apunto de partirse la crisma yendo de paquete en una motocicleta -tercia papá. Quiere que volvamos a terreno seguro. Pero esto ha sido idea suya y ahora no puede escabullirse.

– Casi me detienen por robar en un supermercado. Quería infringir tantas leyes como pudiera en un día.

Ahora Richard parece un poco tenso.

– Luego estaba el sexo.

– Ah.

– Y las drogas…

– ¡Y el rock and roll! -exclama Richard alegremente-. He oído decir que cuando a uno le diagnostican una enfermedad terminal, suele verlo como una oportunidad de poner su vida en orden, de completar asuntos pendientes. Creo que estarán ustedes de acuerdo, estimados oyentes, en que tenemos aquí a una joven que ha decidido coger su vida por los cuernos.

Nos despide con prisas. Creo que papá va a echarme la bronca, pero no lo hace. Subimos lentamente por las escaleras. Me siento exhausta.

– A lo mejor llama gente para dar dinero -dice-. Ya ha ocurrido otras veces. La gente querrá ayudarte.

Mi obra favorita de Shakespeare es Macbeth. Cuando mata al rey, se producen extraños sucesos en el reino. Las lechuzas chillan. Las cigarras lloran. No hay suficiente agua en el océano para limpiar toda la sangre.

– Si consiguiéramos recaudar dinero suficiente, podríamos llevarte a ese centro de investigación de Estados Unidos.

– El dinero no sirve, papá.

– ¡Sí! No podemos pagarlo sin ayuda, y allí han tenido algunos éxitos con su programa de fortalecimiento del sistema inmunitario.

Me agarro a la barandilla. Es de plástico, lisa y reluciente.

– Quiero que lo dejes, papá.

– ¿Qué deje qué?

– Que dejes de fingir que voy a recuperarme.