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La tarde transcurre rápidamente. Hemos despejado la mesa y encendido el televisor. Escuchamos el discurso de la reina y luego Cal hace unos trucos de magia.
Zoey se pasa la tarde en el sofá con Sally y mamá, repasando hasta el último detalle de su malograda relación con Scott. Incluso les consulta sobre el parto.
– ¿Duele tanto como dicen?
Papá se ha enfrascado en su nuevo libro, Comida orgánica. De vez en cuando lee en voz alta estadísticas sobre productos químicos y pesticidas a quien le interese.
Adam habla sobre todo con Cal. Le enseña a girar las mazas, le enseña un truco nuevo de monedas. Yo no hago más que cambiar de idea sobre él. No se trata de su me gusta o no, sino de si yo le gusto. De vez en cuando nuestras miradas se cruzan, pero él siempre aparta la vista antes que yo.
«Te desea», me dice Zoey moviendo los labios. Pero si es cierto, no sé cómo lograr que ocurra.
Me paso la tarde hojeando el libro que me ha regalado Cal, Cien maneras curiosas de conocer a tu Creador. Es muy divertido, pero no impide que me sienta como si estuviera encogiendo por dentro. Llevo dos horas sentada en esta silla del rincón, apartada de los demás. Sé que me aíslo y sé que no está bien, pero no sé de qué otra forma comportarme.
A las cuatro se ha hecho de noche y papá ha encendido todas las luces. Saca cuencos con frutos secos y golosinas. Mamá propone que juguemos a las cartas. Me escabullo sigilosamente mientras ellos colocan las sillas. Estoy harta de paredes y estanterías. Estoy harta de calefacción central y juegos de mesa. Cojo el abrigo y salgo al jardín. Hace un frío horroroso. Me quema los pulmones, convierte mi aliento en humo. Me pongo la capucha, me la ato bajo la barbilla y espero.
Lentamente todo el jardín adquiere nitidez, como si surgiera de la niebla: el acebo que araña el cobertizo, un pájaro que ha sobre la valla con las plumas ahuecadas por el viento.
Dentro estarán repartiendo cartas y pasándose los cacahuates, pero aquí afuera brilla hasta la última brizna de hierba, erizada por la escarcha. Aquí afuera, las estrellas se amontonan en el cielo como en un cuento de hadas. Incluso la luna parece sorprenderse.
Al acercarme al manzano voy pisando frutas caídas. Toco los surcos del tronco, tratando de sentir a través de los dedos su color gris pizarra con matices morados. De las ramas cuelgan flácidas unas cuantas hojas. Un puñado de manzanas arrugadas se están tornando del color del orín.
Cal dice que los seres humanos estamos hechos de las cenizas nucleares de estrellas muertas. Dice que cuando yo muera, volveré a ser polvo, brillo, lluvia. Si es cierto, quiero que me entierren justo aquí, debajo de este árbol. Sus raíces alcanzarán los blandos restos de mi cuerpo y me chuparán todo el líquido. Renaceré como una flor de manzano. Caeré en primavera como el confeti y me pegaré a los zapatos de mi familia. Me llevarán en los bolsillos, esparcirán mi seda sutil sobre sus almohadas para dormir mejor. ¿Qué sueños tendrán entonces?
En verano me comerán. Adam trepará por la valla para robarme, seducido por mi aroma, mi perfecta forma redondeada, mi salud y mi aspecto lustroso. Le pedirá a su madre que me prepare en un postre y luego se dará un atracón conmigo.
Me tumbo en el suelo e intento imaginármelo. De verdad, de verdad. Estoy muerta.
Me estoy convirtiendo en un manzano. Pero es un poco difícil. Pienso en el pájaro que he visto antes, si se habrá ido volando. Me pregunto que harán los de adentro, si ya me habrán echado en falta.
Me doy la vuelta y aprieto la cara contra la hierba; ella se aprieta contra mí con frialdad. Paso las manos entre la hierba como un rastrillo, levanto los dedos para oler la tierra. Huele a humus, a aliento de gusano.
– ¿Qué estás haciendo?
Me giro muy despacio. La cara de Adam está del revés.
– He salido a buscarte. ¿Estás bien?
Me siento y me sacudo la tierra de los pantalones.
– Sí, tenía calor.
El asiente, como si eso explicara el por qué tengo hojas húmedas pegadas al abrigo. Parezco una idiota, lo sé. También llevo la capucha sujeta bajo el mentón como una vieja. La desato rápidamente.
La chaqueta de Adam cruje cuando se sienta a mi lado.
– ¿Te apetece un pitillo?
Cojo el cigarro que me ofrece y dejo que me lo encienda. Luego él enciende el suyo y exhalamos el humo en silencio. Noto que Adam me vigila. Mis pensamientos son tan claro que no me sorprendería que él los viera lanzando destellos como un letrero de neón a la puerta de una tienda. Me gustas. Me gustas. Flash. Flash. Flash. Con un rutilante corazón de neón rojo junto a las letras.
Vuelvo a tumbarme en la hierba para esquivar su mirada. El frío traspasa mis pantalones como si fuera agua.
Él se tumba a mi lado, justo a mi lado. Duele y duele tenerlo tan cerca. Me siento mareada.
– Eso es el cinturón de Orión -dice.
– ¿Qué es eso?
Señala un punto en el cielo.
– ¿Ves esas tres estrellas en línea? Son Mintaka, Alnilam y Alnitak. -Florecen en la punta de su dedo cuando las nombra.
– ¿Cómo lo sabes?
– Cuando era pequeño, mi padre me contaba historias sobre las constelaciones. Si enfocas con los prismáticos por debajo de Orión, verás una nube de gas gigante; ahí nacen todas las estrellas nuevas.
– ¿Estrellas nuevas? Creía que el universo se estaba muriendo.
– Depende de cómo lo mires. También se está expandiendo. -Se coloca de lado y se apoya en un codo-. Tú hermano me ha contado lo que hiciste para ser famosa.
– ¿Y te ha dicho que fue un completo desastre?
Ríe.
– No, pero ahora tendrás que contármelo.
Me gusta hacerlo reír. Tiene una boca bonita y me da la oportunidad para mirarlo. Así que le hablo de la ridícula situación en que me vi en la radio, ya la convierto en algo mucha más divertido de lo que fue en realidad. Soy una heroína, una anarquista de las ondas. Luego, como todo va tan bien, le cuento que cogí el coche de papá y llevé a Zoey al hotel. Tumbados en la hierba húmeda con el enorme firmamento sobre nuestra cabeza, le hablo del armario, de que mi nombre ha desaparecido de este mundo. Le confieso incluso mi costumbre de escribir en las paredes. Resulta fácil hablar en la oscuridad; no lo sabía.
Cuando termino, él dice:
– No debería preocuparte que te olviden, Tess. -Luego añade-. ¿Crees que nos echarán de menos si nos vamos a mi casa diez minutos?
Sonreímos los dos.
Flash. Flash. El letrero que llevo sobre la cabeza centella.
Cuando traspasamos la parte rota de la valla y recorremos el sendero que lleva a la parte trasera de su casa, su brazo rosa el mío. Apenas nos tocamos, pero es una sensación perturbadora.
Lo sigo al interior de la cocina.
– Sólo tardo un momento -dice-. Tengo un regalo para ti.
Sale al recibidor y sube las escaleras corriendo.
Lo añoro cuando se va. Cuando no está conmigo, me da la impresión de que me lo he inventado.
– ¿Adam? -Es la primera vez que lo llamo por su nombre. Suena extraño en mi voz, y poderoso, como si fuera a ocurrir algo si lo repito las suficiente veces. Salgo al recibidor y miro hacia lo alto de las escaleras-. ¿Adam?
– Estoy aquí. Sube si quieres.
Así que subo.
Su habitación es igual que la mía, pero al revés. Adam está sentado en la cama. Tiene un pequeño paquete plateado en la mano y parece levemente incómodo por la citación.
– Ni siquiera sé si te va a gustar -dice.
Me siento a su lado. Cuando dormimos por la noche, sólo una pared nos separa. Voy a hacer un boquete en el fondo de mi armario para abrir una entrada secreta a su mundo.
– Ten. Será mejor que lo abras.
Dentro del envoltorio hay una bolsa, dentro de la bolsa, una caja; dentro de la caja, una pulsera: siete piedras, cada una de un color, unidas por una cadena de plata.
– Sé que intentas no adquirir cosas nuevas, pero he pensado que a lo mejor te gustaba.
Es tan grande mi sorpresa que me quedo sin habla.
– ¿Te ayudo a ponértela?
Extiendo el brazo, y él me rodea la muñeca con la cadena y la cierra. Luego enlaza sus dedos con los míos. Nos miramos las manos, juntas en la cama. Unida a la suya y con la pulsera nueva en la muñeca, la mía parece distinta. Y las suyas son completamente nuevas para mí.
– ¿Tessa?
Ésta es su habitación. Sólo hay una pared entre mi cama y la suya. Tenemos las manos entrelazadas. Me ha regalado una pulsera.
– ¿Tessa? -repite.
Cuando lo miro, siento una leve ansiedad. Sus ojos verdes están llenos de sombras. Su boca es bonita. Se inclina hacia mí y lo sé. Lo sé.
No ha ocurrido aún, pero va a ocurrir.
El número ocho es el amor.