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Me sangra la nariz. Estoy delante del espejo del recibidor y la veo resbalar por la barbilla y escurrirse entre mis dedos hasta dejarme las manos viscosas. Gotea en el suelo y se extiende por el tejido de la alfombra.
– Por favor -susurro-. Ahora no. Esta noche no.
Pero no para.
Oigo a mamá arriba, dándole las buenas noches a Cal. Cierra la puerta de su habitación y va al cuarto de baño. Espero, la oigo orinar y luego tirar la cadena. La imagino lavándose las manos en la pila, secándoselas con la toalla. Tal vez se esté mirando en el espejo, igual que yo aquí abajo. Me pregunto si se siente tan distante, tan aturdida como yo ante su propio reflejo.
Cierra la puerta del cuarto de baño y baja las escaleras. Le salgo al paso cuando llega al último escalón.
– ¡Oh, Dios mío!
– Me sangra la nariz.
– ¡Te sale a chorro! -Agita los brazos-. ¡Ven, deprisa! -Me empuja hacia el salón. Unas gruesas gotas salpican la alfombra mientras camino. Amapolas que florecen a mis pies-. Siéntate. Recuéstate y apriétate la nariz.
Es lo contrario a lo que se supone que hay que hacer, así que no obedezco. Adam llegará dentro de diez minutos para irnos a bailar. Mamá me observa un momento y luego sale corriendo del salón. Pienso que a lo mejor ha ido a vomitar, pero vuelve con una servilleta y me la tiende bruscamente.
– Recuéstate. Aprieta la servilleta contra la nariz.
Esta vez obedezco, ya que a mi manera no funciona. La sangre me baja por la garganta. Me trago toda la que puedo, pero una buena parte se me va a la boca y no me deja respirar. Me inclino hacia delante y escupo en la servilleta. Veo un gran coágulo de sangre reluciente, de un extraño rojo oscuro. Sin duda, no es algo que deba estar fuera de mi cuerpo.
– Dame eso -dice mamá.
Le entrego la servilleta, y ella la examina antes de estrujarla. Ahora sus manos también están machadas de sangre, como las mías.
– ¿Qué hago, mamá? Adam llegará enseguida.
– Parará en un momento.
– ¡Mira cómo tengo la ropa!
Sacude la cabeza con desesperación.
– Será mejor que te tumbes.
Eso tampoco hay que hacerlo, pero la hemorragia no para, así que todo se ha ido a la porra. Mamá se sienta al borde del sofá. Me tumbo y veo formas que se vuelven brillantes y se disipan. Imagino que estoy en un barco que se hunde. Una sombra aletea frente a mí.
– ¿Te encuentras mejor?
– Sí.
Seguro que no me cree, porque va a la cocina y regresa con una cubitera de hielo. Se agacha junto al sofá y la vacía en su regazo. Los cubitos se deslizan por sus tejanos y caen en la alfombra. Recoge uno, le quita la pelusa y me lo da.
– Póntelo en la nariz.
– Serían mejor unos guisantes congelados, mamá.
Lo piensa unos segundos, luego sale otra vez y vuelve con un paquete de maíz dulce.
– ¿Servirá esto? No hay guisantes.
Me entra la risa, y supongo que ya es algo.
– ¿Qué? ¿Qué te hace tanta gracia?
Se le ha corrido el rimel y se ha despeinado. Alargo la mano para cogerme de su brazo y ella me ayuda a incorporarme. Me siento vieja. Bajo los pies al suelo y me aprieto la nariz con dos dedos como me enseñaron en el hospital. Noto que la sangre se me agolpa en la cabeza.
– No para, ¿verdad? Voy a llamar a papá.
– Pensará que no puedes arreglártelas sola.
– Que piense lo que quiera.
Marca el número rápidamente. Se equivoca, marca de nuevo.
– Vamos, vamos -susurra.
El salón se ve pálido. Todos los adornos de la repisa parecen blancos como huesos.
– No contesta. ¿Por qué no contesta? ¿Tanto ruido hay en una bolera?
– Es la primera noche que sale en semanas. Déjalo tranquilo. Ya lo solucionaremos nosotras.
Se le cae el alma a los pies. Ella nunca ha tenido que enfrentarse a una transfusión o una punción lumbar. No le permitían acercarse cuando me transplantaron la médula, pero podría haberme acompañado en innumerables ocasiones y no lo ha hecho.
Incluso sus promesas de visitarme más a menudo se han esfumado con la Navidad. Ahora le toca a ella recibir su dosis de realidad.
– Tienes que llevarme al hospital, mamá.
Me mira con expresión horrorizada.
– Papá ha cogido el coche.
– Llama a un taxi -sugiero.
– ¿Y Cal?
– Está durmiendo, ¿no?
Asiente dubitativa, abrumada por la logística.
– Escríbele una nota.
– ¡No podemos dejarlo solo! -protesta.
– Tiene once años, mamá, ya es casi adulto.
Vacila brevemente y luego revisa su agenda para llamar a un taxi. Observo su cara pero no consigo enfocarla bien. Sólo advierto una expresión de miedo y perplejidad. Cierro los ojos y pienso en una madre que vi una vez en una película. Vivía en una montaña con un rifle y un montón de hijos. Era una mujer segura y decidida. Pego esa madre sobre la mía, como una tirita en una herida.
Cuando vuelvo a abrir los ojos, mamá lleva unas toallas en los brazos y me tira del abrigo.
– Creo que no deberías dormirte. Vamos, levántate. Han llamado a la puerta.
Me siento aturdida y acalorada, como si todo fuera un sueño. Mamá me levanta y vamos al recibidor. Pero no es el taxi, sino Adam, muy elegante para nuestra cita. Trato de esconderme regresando al salón a trompicones, pero él ya me ha visto.
– Tess. ¡Oh, Dios mío! ¿Qué ha ocurrido?
– Le sangra la nariz -le explica mamá-. Pensábamos que era el taxi.
– ¿Vais al hospital? Os llevaré en el coche de mi padre.
Pasa al recibidor e intenta rodearme con el brazo como si simplemente fuéramos a pasear en su coche. Como si fuera a hacerme de coger mientras yo le lleno la tapicería de sangre y nada de eso importara. Parezco una accidentada. ¿No comprende que no debería de verme así?
Lo aparto de un empujón.
– Vete a casa, Adam.
– Voy a llevarte al hospital -repite, por si no lo he oído bien o la hemorragia me ha atontado.
Mamá lo coge por el brazo y lo conduce hasta la puerta.
– Nos las apañaremos solas. No ocurre nada. Además, mira, el taxi ya está aquí.
– Quiero estar con ella.
– Lo sé. Lo siento.
Adam toca mi mano cuando paso junto a él en el sendero.
– Tess.
No respondo, ni siquiera lo miro, porque su voz es tan clara que si lo miro podría cambiar de opinión. Encontrar el amor justo cuando estoy yéndome y tener que renunciar a él. sí que es una buena jugarreta. Pero tengo que hacerlo. Por él y por mí. Antes de que empiece a doler más de lo que ya duele.
Mamá extiende las toallas sobre el asiento del taxi y luego anima al taxista a hacer un espectacular cambio de sentido.
– Eso es. Pisa a fondo.
– Suena como si estuviera en una película.
Adam nos observa desde la cancela. Agita la mano. Se vuelve cada vez más pequeño mientras el taxi se aleja.
– Ha sido muy amable -dice mamá.
Cierro los ojos. Me siento como si cayera, aunque voy sentada.
Mamá me da un codazo.
– No te duermas.
La luna entra intermitentemente por la ventanilla. En la calle hay niebla.
Pensábamos ir a bailar. Yo quería tomarme una copa de más, subirme a una mesa y tararear alegres canciones. Quería trepar por la verja del parque, coger un bote y dar una vuelta por el lago. Quería volver a casa de adam, subir sigilosamente a su habitación y hacer el amor.
– Adam -digo entre diente, pero se me llenan de sangre como todo los demás.
En Urgencias me sientan en una silla de ruedas. Me dicen que necesito atención inmediata y me sacan rápidamente de la recepción. Dejamos atrás las vulgares víctimas de riñas en pubs, drogas y peleas domésticas y enfilamos velozmente el pasillo hacia algo más importante.
Encuentro las diferentes capas del hospital extrañamente tranquilizadoras. Es un mundo duplicado con sus propias reglas, y cada uno tiene su lugar en él. En las salar de urgencia están los chicos jóvenes que conducen coches rápidos con malos frenos, y los motoristas que han tomado una cuerva a demasiada velocidad.
En los quirófanos están las personas que ha tonteado con armas, o las víctimas de algún psicópata. También los accidentados: la niña cuyo pelo se quedo atrapado entre las puertas del ascensor, la mujer que llevaba un sujetador con aros en medio de una tormenta eléctrica.
en las camas, en la más profundo del edificio, están las migrañas que nunca se van, los riñones que fallan, los sarpullidos, los lunares irregulares, los bultos en el pecho, las roses rebeldes. En el pabellón Marie Curie de la cuarta planta están los niños cancerosos, cuyos cuerpos se consumen lenta y secretamente.
Y luego está la morgue, donde yacen los muertos en cajones refrigerados con tarjetas de identificación atadas a los pies.
Me llevan a una habitación luminosa y esterilizada. Hay una cama, un lavabo, un médico y una enfermera.
– Creo que tiene sed -dice mamá-. Ha perdido mucha sangre. ¿No debería beber algo?
El médico desestimaba sus palabras con un además.
– Tenemos que taponarla.
– ¿Taponarla?
La enfermera lleva a mamá hasta una silla y se sienta a su lado.
– El médico le aplicará tiras de gasa en la nariz para detener la hemorragia -le explica-. Puede quedarse si quiere.
Estoy tiritando. La enfermera se levanta para darme una manta y me tapa hasta la barbilla. Vuelvo a tiritar.
– Alguien sueña contigo -dice mamá-. Eso es lo que significa.
Yo siempre había creído que significaba que, en otra vida, alguien pisaba tu tumba.
El médico me tapa la nariz, escudriña mi boca, me palpa la garganta y la nuca.
– ¿Señora?
Mamá se sobresalta y se yergue a la silla.
– ¿Yo?
– ¿Algún síntoma de trombocitopenia antes de hoy?
– ¿Perdón?
– ¿Se ha quejado si hija de dolores de cabeza? ¿Se ha fijado usted en si tenía puntos rojos?
– No lo he mirado.
El médico suspira y comprende que este lenguaje es desconocido para ella, pero extrañamente insiste.
– ¿Cuándo le hicieron la última transfusión de plaquetas?
Cada vez aumenta más la perplejidad de mamá.
– No estoy segura.
– ¿Ha tomado aspirinas recientemente?
– Lo siento. No sé nada de todo eso.
Decido salvarla. Mamá no es lo bastante fuerte y podría irse si la cosa se pone demasiado difícil.
– El veintiuno de diciembre me hicieron la última transfusión. -Mi voz suena áspera. La sangre borbotea en mi garganta.
El doctor me mira ceñudo.
– No hables. Señora, acérquese y coja la manos a su hija.
Ella se sienta en el borde de la cama, obediente.
– Aprieta la mano de tu madre una vez para decir sí -me indica el médico-. Dos veces para decir no. ¿Entendido?
– Sí.
– Silencio. Aprieta. No hables.
Repasamos la misma rutina: puntos rojos, dolores de cabeza, aspirina, pero esta vez mamá tiene una apuntadora.
– ¿Bonjela o Teejel? -pregunta el médico.
Dos apretones.
– No -dice mamá-. No ha tomado.
– ¿Antiinflamatorios?
Dos apretones.
– No. -Me mira a los ojos.
– Bien. Voy a taponarte la parte frontal de la nariz con gasa. Si eso no basta, te taponaré toda, y si la hemorragia persiste, tendremos que cauterizar. ¿Te han cauterizado la nariz alguna vez?
Aprieto la mano de mamá con tanta fuerza que ella hace una mueca de dolor.
– Sí.
Huele horrores. Olí mi propia carne quemada durante días.
– Tendremos que comprobar las plaquetas. Me sorprendería que no estuvieran debajo de veinte. -Me toca la rodilla a través de la manta-. Lo siento. Menuda noche.
– ¿Por debajo de veinte? -repite mamá.
– Seguramente necesitará un par de unidades. No se preocupe, no llevará más de una hora.
Mientras me mete gasa estéril en la nariz, trato de concentrarme en cosas sencillas: una silla, los dos abedules plateados del jardín de Adam y el modo en que se estremecen al viento.
Pero no consigo concentrarme en eso.
Siento como si me hubiera comido una compresa; tengo la boca seca y me cuesta respirar. Miro a mamá, pero sólo veo que todo esto le repugna y que ha vuelto la cara hacia otro lado. ¿Cómo es posible que me sienta más vieja que mi propia madre?
Cierro los ojos para no tener que ver como fracasa.
– ¿Notas molestias? -pregunta el médico-. Señora, ¿alguna idea para distraerla? Ojalá no hubiera dicho eso. ¿Qué quiere que haga ella? ¿Bailar? ¿Cantar? A lo mejor nos obsequia con su famoso número de desaparición y se marcha sin más.
El silencio se prolonga. Al final mamá dice:
– ¿Te acuerdas del día que probamos las ostras y tu padre vomitó en la papelera al final del muelle?
Abro los ojos. Las sombras de la habitación se desvanecen con el resplandor de sus palabras. Incluso la enfermera sonríe.
– Sabían exactamente igual que el mar -prosigue-. ¿Te acuerdas?
Sí. Pedimos cuatro, una para cada uno. Mamá echó la cabeza atrás y tragó la suya enterita. Yo hice lo mismo. Pero papá masticó la suya y le dio asco. Corrió por el muelle apretándose el estómago, y después se bebió una lata entera de limonada sin pararse a respirar. A Cal tampoco le gustó. «A lo mejor es un alimento sólo para mujeres», dijo mamá, y compró dos más para nosotras.
Ahora continúa describiendo un pueblo marinero y un hotel, un corto trecho hasta la playa y días de sol radiante.
– Te encantaba aquel sitio. Te pasabas horas y horas recogiendo conchas y guijarros. Un día le ataste una cuerda a un tronco de madera y anduviste todo el día arrastrándolo por la playa como si fuera un perro.
La enfermera ríe y mamá sonríe.
– Eras una niña con mucha imaginación. Una niña muy buena.
¿Y entonces por qué me abandonó? Si se lo preguntara, quizá ella hablaría al fin del hombro por el que dejó a papá. Tal vez me contaría sobre un amor tan grande que yo empezaría a comprender.
Pero no puedo hablar. Noto la garganta estrecha y febril. Así que limito a escuchar mientras mamá explora un viejo sol, días pasados, belleza perdida. Es agradable. Tiene una gran inventiva. Incluso el médico parece divertirse. En su historia, el cielo titila y día tras día vemos delfines jugando en el mar.
– Oxígeno adicional -indica el médico. Y me guiña el ojo como si me estuviera ofreciendo droga-. No será necesario cauterizar. -Comenta algo más con la enfermera y, al llegar a la puerta, se gira para despedirse con la mano-. Mi mejor paciente de la noche hasta ahora-dice, y añade para mamá-. Y usted no lo ha hecho mal.
– ¡Bueno, menuda nochecita! -exclama mamá cuando por fin nos subimos a un taxi para volver a casa.
– Me ha gustado que estuvieras conmigo.
Se queda sorprendida, complacida incluso.
– No estoy segura de haber servido de mucho.
La luz del amanecer se derrama sobre las calles. En el taxi hace frío, el aire está enrarecido, como dentro de una iglesia.
– Toma. -Mamá se desabrocha el abrigo y me lo pone por encima de los hombros-. Pise a fondo -le dice al taxista, y las dos nos echamos a reír.
Regresamos por el mismo camino de la ida. Mamá está muy parlanchina, habla de planes para la primavera y la Pascua. Dice que quiere pasar más tiempo en nuestra casa. Quiere invitar a cenar a algunos viejos amigos de papá y ella. A lo mejor organiza una fiesta para mi cumpleaños en mayo.
A lo mejor esta vez lo dice en serio.
– ¿Sabes? Por la noche, cuando cierran los puestos del mercado, salgo a recoger verdura y fruta del suelo. A veces tiran cajas enteras de mangos. La semana pasada encontré una bolsa de plástico con cinco lubinas. Si lo meto todo en el congelador de papá, tendremos comida de sobra para fiestas y cenas y a tu padre no le costará nada. Se pierde entre fiestas y cócteles. Habla de bandas de música y animadores; alquila en centro cívico y lo llena de globos y serpentinas. Me acurruco y apoyo la cabeza en su hombro. Al fin y al cabo soy su hija. Intento mantenerme muy quieta porque no quiero que cambie nada. Me siento estupendamente al arrullo de sus palabras y el calor de su abrigo.
– Mira qué cosa más extraña.
Tengo que esforzarme para abrir los ojos.
– ¿Qué es?
– Allí, en el puente. Antes no estaba.
Nos hemos detenido en el semáforo frente a la estación de trenes. Hay mucho ajetreo, a pesar de ser tan temprano. Los taxis dejan en la estación a los viajeros que desean anticiparse a la hora punta. En lo alto del puente, muy por encima de la carretera, han aparecido unas letras. Varias personas las están mirando. Hay una T temblorosa, una E irregular, y cuatro curvas entrelazadas para la doble S. Al final hay una A como una montaña, más grande que las otras letras.
– Qué coincidencia -murmura mamá.
Pero no lo es.
Llevo el móvil en el bolsillo, abro y cierro la mano.
Lo habrá hecho durante la noche. Trepó al muro, se sentó en lo alto a horcajadas y luego se inclinó sobre el borde.
Me duele el corazón. Saco el móvil y mando un mensaje: «Stas vivo?»
El semáforo se pone verde. El taxi pasa por debajo del puente y enfila la calle principal. Son las seis y media. ¿Estará despierto? ¿Y si ha perdido el equilibrio y se ha precipitado al vacío?
– ¡Oh, Dios mío! -exclama mamá-. ¡Estás por todas partes!
Las tiendas de la calle principal aún tienen las persianas bajadas y los escaparates a oscuras. Mi nombre aparece garabateado en todas ellas. Estoy en el quiosco de Ajay. Estoy en las caras persianas de la tienda de comida ecológica. Estoy en grandes letras en la tienda de muebles de Handie, en el King's Chicken Joint y en el Barbecue Café. Acordono la acera frente al banco, llego hasta la tienda de Mothercare. He tomado posesión de la calle y soy un círculo reluciente en la rotonda.
– ¡Es un milagro! -susurra mamá.
– Es Adam.
– ¿El vecino? -Su voz denota asombro, como si fuera cosa de magia.
Mi móvil pita. «Stoy vivo. Y tu?»
Suelto una carcajada. Cuando llegue, voy a llamar a su puerta y pediré perdón. El sonreirá igual que me sonrió ayer cuando llevaba las bolsas de basura del jardín por el sendero, me vio mirándolo y dijo: «No puedes estar sin mí, ¿eh?» Me hizo reír, porque en realidad era cierto, pero al decirlo en voz alta dejó de ser insoportablemente doloroso.
– ¿Adam ha hecho esto por ti? -pregunta mamá, estremeciéndose de la emoción. Siempre ha sido una romántica.
Le contesto: «Stoy viva tambn. Vuelvo a csa.»
Zoey me preguntó una vez: «¿Cuál ha sido el mejor momento de tu vida hasta ahora?»
Y yo le hablé del día que estuve haciendo el pino con mi amiga Lorraine. Tenía ocho años, la fiesta del colegio era al día siguiente y mamá había prometido comprarme un joyero. Me tumbé en la hierba cogida de la mano de Lorraine, mareada de felicidad y absolutamente seguro de que el mundo era bueno.
Zoey pensó que estaba loca. Pero realmente aquélla fue la primera vez que supe que era feliz de un modo consciente.
Besar a Adam reemplazó ese día. Hacer el amor reemplazó el beso. Y ahora Adam ha hecho esto por mí. Me ha hecho famosa. Ha puesto mi nombre en el mundo, pese a que he pasado la noche en el hospital con al nariz taponada. Llevo una bolsa con antibióticos y calmantes, me duele el brazo después de hacer recibido dos unidades de plaquetas a través del portacath. Sin embargo, es increíble lo feliz que me siento.