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Por supuesto, fuimos a la discoteca. Nunca hay chicas suficientes un sábado por la noche y Zoey tiene un cuerpo estupendo. Los gorilas de la puerta babean al verla y nos indican que nos acerquemos al principio de la cola. Ella les dedica unos pasos de baile cuando entramos, y sus ojos nos siguen a través del vestíbulo hasta el guardarropa.
– ¡Que pasen una noche estupenda, señoras! -nos gritan.
– No tenemos que pagar. Somos las jefas.
Después de dejar los abrigos en el guardarropa, vamos a la barra y pedimos dos CocaColas. Zoey añade ron a la suya de la petaca que lleva en el bolso. Dice que todos sus compañeros de facultad lo hacen, porque así las copas les salen más baratas. Yo me atendré a la prohibición de beber, porque me recuerda a la radioterapia. En una ocasión, entre una sesión y otra, me emborraché con una mezcla de bebidas que saqué del armario de los licores de papá, y ahora las dos cosas están asociadas en mi cabeza: el alcohol y el sabor de una irradiación corporal total.
Nos apoyamos en la barra para echar un vistazo al local. Está repleto, y en la pista de baile sobran los cuerpos. Las luces persiguen torsos, culos, el techo.
– Por cierto, llevo condones -dice Zoey-. Están en mi bolso, si los necesitas. -Me toca la mano-. ¿Te encuentras bien?
– Sí.
– ¿No te estás asustando?
– No.
Una vertiginosa sala repleta de gente un sábado por la noche es exactamente lo que quería. He empezado mi lista de cosas y Zoey me está ayudando. Esta noche voy a tachar la número uno: sexo. Y no voy a morir hasta tachar las diez.
– Mira -dice Zoey- ¿Qué te parece ése? -señala a un chico. Baila bien, moviéndose con los ojos cerrados, como si fuera la única persona en la pista, como si no necesitara nada más que la música-. Viene todos los fines de semana. No sé cómo se lo monta para fumar porros aquí sin que lo echen. Está bueno, ¿eh?
– No quiero un drogata.
Ella me mira ceñuda.
– ¿De qué coño estás hablando?
– Si está colgado, no me recordará. Y tampoco quiero ningún borracho.
Zoey deja su bebida sobre la barra con un golpe.
– Espero que no estés pensando en enamorarte. No me digas que está en tu lista.
– No, en realidad no.
– Bien, porque detesto recordarte que no tienes tiempo para eso. ¡Ahora, venga, empecemos de una vez!
Me arrastra hacia la pista. Nos acercamos al fumeta para que se fije en nosotras y nos ponemos a bailar.
Y es guay. Es como pertenecer a una tribu, con todos moviéndonos y respirando al mismo ritmo. La gente se mira, examinándose unos a otros. Nadie puede evitarlo.
Estar aquí, un sábado por la noche, bailando y atrayendo las miradas de un chico con el vestido de Zoey… Algunas chicas nunca viven algo así. Ni siquiera esto.
Sé lo que ocurrirá después porque he tenido mucho tiempo para leer y conozco los pasos. El fumeta se acercará más para vernos bien. Zoey no lo mirará, pero yo sí. Mantendré la mirada un segundo más y él se inclinará hacia mí y me preguntará mi nombre. "Tessa", le diré, y él lo repetirá: la dura T, la doble s silbante, la esperanzada a. Yo ladearé la cabeza para expresar que lo ha entendido bien, que me gusta lo dulce y nuevo que suena mi nombre en su boca. Entonces él extenderá las manos con las palmas hacia arriba, como diciendo: "Me rindo, ¿qué puedo hacer con tanta belleza?" Yo sonreiré tímidamente y miraré al suelo. Eso le indicará que puede abordarme, que no voy a morderlo, que conozco el juego. Me rodeará con sus brazos y luego bailaremos juntos, con mi cabeza sobre su pecho, escuchando su corazón, el corazón de un desconocido.
Pero no es eso lo que ocurre. He olvidado tres cosas. He olvidado que los libros no son reales. También que no tengo tiempo para coquetear. Zoey sí lo recuerda. Ella es la tercera cosa que he olvidado. Y actúa.
– Ésta es mi amiga -le grita al fumeta para hacerse oír-. Se llama Tessa. Y le gustaría darle una calada a ese canuto.
Él sonríe, le tiende el canuto, nos observa, demora la mirada en la melena de Zoey.
– Es hierba pura -me susurra ella.
Sea lo que sea, es denso y me pica en la garganta. Me hace toser, me marea. Se lo paso a Zoey, que aspira el humo con fruición y luego se lo devuelve.
Ahora los tres estamos juntos, moviéndonos juntos, notando el ritmo del bajo a través de los pies y hasta la sangre. Imágenes calidoscópicas parpadean en las pantallas de vídeo de las paredes. El canuto va de mano en mano.
No sé cuánto tiempo pasa. Horas quizá. Minutos. Sé que no debo parar, eso es todo lo que sé. Si sigo bailando, los oscuros rincones de la sala no se me echarán encima, y el silencio entre una canción y otra no será tan estentóreo. Si sigo bailando, veré de nuevo barcos en el mar, saborearé berberechos y buccinos y oiré el crujido que emite la nieve cuando es pisada por primera vez.
En un momento dado, Zoey me alarga un nuevo canuto.
– ¿Te alegras de haber venido? -me dice, articulando exageradamente para que le lea los labios.
Hago una pausa para dar una calada, y me detengo estúpidamente un segundo de más, olvidando moverme. Y ahora el hechizo se ha roto. Intento recobrar algo de entusiasmo como sea, pero noto como si tuviera un buitre posado sobre el pecho. Zoey, el fumeta y todos los demás que bailan están muy lejos, son irreales, como un programa de televisión. Ya no espero sentirme incluida.
– Vuelvo enseguida -le digo a Zoey.
En la quietud de los servicios, me siento en la taza y me miro las rodillas. Si me subo un poco más el minúsculo vestido rojo, me veo el vientre. Aún tengo manchas rojizas en el estómago. Y en los muslos. Tengo la piel tan seca como un lagarto, por más crema que me ponga. En los brazos se adivinan las marcas de las agujas.
Termino de orinar, me limpio y me bajo el vestido. Cuando abandono el cubículo, Zoey está esperándome junto al secador de manos. No la he oído entrar. Sus ojos son más oscuros que antes. Me lavo las manos muy despacio. Sé que me está observando.
– Tiene un amigo -dice-. Su amigo es más guapo, pero puedes quedártelo, ya que es tu noche especial. Se llaman Scott y Jake, y vamos a ir con ellos a su casa.
Me agarro al borde del lavabo y me miro la cara en el espejo. Mis ojos me resultan extraños.
– Uno de los Tweenies se llama Jake.
– A ver -me espeta Zoey, cabreada-, ¿quieres sexo o no?
La chica que está en el lavabo contiguo me mira de reojo. Quiero decirle que no soy lo que piensa. En realidad soy muy simpática, seguramente le caería bien. Pero no hay tiempo para eso.
Zoey me saca de los servicios y me arrastra de nuevo hacia la barra.
– Ahí están. Ése es el tuyo.
El chico que me señala tiene los pulgares metidos en el cinturón y las manos abiertas sobre la entrepierna. Parece un vaquero con la mirada perdida. No nos ha visto, así que me planto.
– No puedo hacerlo.
– ¡Sí puedes! ¡Vive deprisa, muere joven y deja un bonito cadáver!
– ¡No, Zoey!
La cara me arde. Me pregunto si hay forma de respirar aire allí dentro. ¿Dónde está la salida?
Ella me mira con ceño.
– Tú me has pedido esto. ¿Qué se supone que debo hacer ahora?
– Nada. No tienes que hacer nada.
– ¡Eres patética! -Me mira sacudiendo la cabeza y se aleja indignada por la pista de baile en dirección al vestíbulo.
Salgo corriendo detrás de ella y veo el resguardo de mi abrigo en su mano.
– ¿Qué haces?
– Recoger tu abrigo. Te buscaré un taxi para que te pires a casa.
– ¡No puedes irte con ellos dos tú sola, Zoey!
– Ya lo creo que sí.
Abre la puerta y escudriña la calle. Fuera reina el silencio ahora que ya no hay cola, y no se ve ningún taxi. En la acera, unas palomas picotean los restos de pollo de un envase.
– Por favor, Zoey, estoy cansada. ¿No puedes llevarme tú?
– Siempre estás cansada -replica encogiéndose de hombros.
– ¡Deja de ser tan desagradable!
– ¡Y tú deja de ser tan aburrida!
– No quiero irme con unos desconocidos a su casa. Podría pasar cualquier cosa.
– Bien. Espero que pase, porque de lo contrario no pasará absolutamente nada.
Me quedo cohibida, temerosa de pronto.
– Quiero que sea perfecto, Zoey. Si me acuesto con un chico al que ni siquiera conozco, ¿en qué me convertiré? ¿En una fulana?
Se gira hacia mí echando chispas por los ojos.
– Te hará sentir viva. Si te metes en un taxi y vuelves a casa con tu papá, ¿en qué te convertirás?
Me imagino metiéndome en la cama, respirando el aire estancado de mi habitación toda la noche y despertando por la mañana sin que nada haya cambiado.
Zoey ha vuelto a sonreír.
– Vamos. Podrás tachar el primer punto de esa condenada lista tuya. Sé que quieres hacerlo. -Su sonrisa es contagiosa-. Di que sí, Tessa. ¡Venga, di que sí!
– Sí.
– ¡Hurra! -Me agarra de la mano y me lleva de nuevo al interior del local -. Ahora mándale un mensaje a tu padre para decirle que te quedas a dormir en mi casa, y vamos ya.