37338.fb2
La primavera es un poderoso Hechizo.
El azul. Las nubes altas y esponjosas. El aire más calido después de semanas de frío.
– La luz es distinta esta mañana -le digo a Zoey-. Me ha despertado.
Ella cambia de postura en la hamaca.
– Que suerte. A mi me ha despertado un calambre en la pierna.
Estamos sentadas bajo el manzano. Zoey se ha traído una manta del sofá para envolverse, pero yo no tengo frío. Es uno de esos suaves días de marzo en que la tierra parece inclinarse hacia delante. La hierba se ha cubierto de margaritas. Crecen los tulipanes. En los bordes de la valla. El jardín incluso huele diferente, a algo húmedo y secreto.
– ¿Estás bien, Tess? Te veo un poco rara.
– Estoy concentrada.
– ¿En qué?
– En señales.
Suelta un leve gemido, coge el folleto de vacaciones de mi regazo y lo hojea.
– Entonces me torturaré con esto. Avísame cuando acabes.
– Nunca acabaré.
Esa brecha en las nubes por la que pasa la luz.
Ese pájaro osado que surca el cielo volando en línea recta.
Hay señales por todas partes. Protegiéndome.
Cal también las busca ahora, aunque de un modo más práctico. Las llama "Hechizos para alejar la muerte".
Ha puesto ajo encima de todas las puertas y en las cuatro esquinas de mi cama. Ha hecho letreros de "No Pasar" para la puerta de adelante y la de atrás.
Anoche, mientras veíamos la tele, ató nuestras piernas juntas con una comba. Parecía que fuéramos a participar en una carrera a tres piernas.
– Nadie podrá llevarte si estás atada a mí.
– ¡Podrían llevarte a ti también!
Se encogió de hombros, como si eso le tuviese sin cuidado.
– Tampoco podrán llevarte en Sicilia; no sabrán donde estás.
– Mañana sale el avión. Una semana entera al sol.
Le doy envidia a Zoey con el folleto, pasando el dedo por la playa volcánica de arena negra, el mar bordeado de montañas, las cafeterías y las piazzas. En algunas fotos aparece el Etna con su enorme mole cuadrada en el horizonte, remoto y feroz.
– El volcán está activo. Suelta chispas por la noche, y cuando llueve todo se cubre de ceniza.
– Pero no va a llover, ¿verdad? Deben de estar a unos treinta grados.- Cierra el folleto -. Aún no acabo de creerme que tu madre le haya dado su billete a Adam.
– Mi padre tampoco.
Zoey piensa en ello un momento.
– ¿No estaba en tu lista conseguir que volvieran a juntarse?
– El número siete.
– Qué horrible. -Lanza el folleto a la hierba-. Me he puesto triste
– Son las hormonas.
– Más triste de lo que puedas imaginar.
– Sí, son las hormonas.
Desesperada, alza la vista al cielo, y casi inmediatamente me mira de nuevo con una sonrisa en la cara.
– ¿Te he dicho que van a darme las llaves dentro de tres semanas?
Hablar de su piso siempre la anima. El ayuntamiento le ha concedido un subsidio.
Podrá cambiar cupones por pintura y empapelado de pared. Se entusiasma describiendo el mural que piensa pintar en su dormitorio, las baldosas de peces tropicales que quiere para su cuarto de baño.
Es extraño, pero mientras habla, el contorno de su cuerpo comienza a desdibujarse. Intento concentrarme en sus planes para la cocina, pero es como si estuviera en medio de la calima.
– ¿Estás bien? -me pregunta-. Vuelves a tener una expresión rara.
Me incorporo y me froto el cuero cabelludo, concentrándome en el dolor que siento sobre los ojos, tratando de eliminarlo.
– ¿Voy a buscar a tu padre?
– No.
– ¿Un vaso de agua?
– No. Quédate aquí. Vengo enseguida.
– ¿Adónde vas?
No veo a Adam, pero lo oigo. Está removiendo la tierra para que su madre pueda plantar flores mientras estamos fuera. Oigo el golpe de su bota al empujar la pala, la húmeda resistencia de la tierra.
Paso al otro lado de la valla, las por la parte rota. Se percibe el rumor de las cosas que crecen, los capullos que se abren, las delicadas hojas verdes que se abren paso hacia la luz.
Adam se ha quitado el jersey, sólo lleva una camiseta sin mangas y los tejanos. Ayer se cortó el pelo, y el arco que traza su cuello al unirse a los hombros es increíblemente bello. Sonríe al ver que estoy mirándolo, deja la pala y se acerca.
– ¡Hola!
Me inclino hacia él y espero sentirme mejor. Adam está caliente. Su piel es salada y huele a sol.
– Te quiero.
Silencio. Sobresalto. ¿Eso es lo que pretendía decir?
Él esboza su sonrisa ladeada.
– Yo también te quiero, Tess
Pongo una mano sobre su boca.
– No lo digas si no es en serio.
– Lo digo en serio.
Su aliento humedece mis dedos. Me besa la palma.
Almaceno estas cosas en mi corazón: el tacto de su piel, su sabor en mi boca. Las necesito como talismanes para sobrevivir a un viaje imposible.
Adam me acaricia la mejilla con un dedo, desde la sien hasta el mentón, y luego los labios.
– ¿Estás bien?
Asiento con la cabeza.
Me mira, levemente perplejo.
– Estas muy callada. ¿Voy a buscarte cuando termine? Podríamos salir con la moto, ir a despedirnos de la colina hasta dentro de una semana.
Vuelvo a asentir. Sí.
Me da un beso de despedida sabe a mantequilla.
Me sujeto a la valla cuando vuelvo a atravesarla. Un pájaro canta una compleja canción y papá está en el umbral de la puerta trasera con una piña en la mano. Son buenas señales. No hay por qué tener miedo.
Regreso a mi silla. Zoey finge dormir, pero abre un ojo cuando me siento.
– Me pregunto si te gustaría Adam de no estar enferma.
– Ya lo creo.
– No es tan guapo como Jake.
– Es mucho más agradable.
– Apuesto que a veces te pone de los nervios. Apuesto a que dice chorradas y quiere follar cuando tú no tienes ganas.
– Nada de eso.
Me mira ceñuda.
– Es un tío, ¿no?
¿Cómo explicárselo? El consuelo de su brazo alrededor de mis hombros por las noches. El cambio de su respiración a medida que pasan las horas. Los besos que me da cuando me despierta por la mañana. Su mano en mi pecho, que hace que mi corazón siga latiendo.
Papá se acerca con la piña en la mano.
– Ven dentro. Ha llegado Philippa.
Pero yo no quiero entrar. No soporto estar encerrada entre cuatro paredes. Quiero quedarme bajo el manzano, al aire primaveral.
– Dile que venga aquí, papá.
Él se encoge de hombros y regresa dentro.
– Tienen que hacerme un análisis de sangre -le digo a Zoey.
Ella frunce la nariz.
– De acuerdo. De todos modos, me estoy helando aquí fuera.
Philippa se pone los guantes estériles.
– ¿El amor sigue obrando su magia?
– Mañana es nuestro décimo aniversario.
¿Diez semanas? Bueno, está haciendo maravillas contigo. A partir de ahora voy a recomendar a todos mis pacientes que se enamoren.
Me levanta el brazo hacia el cielo y limpia alrededor del portacath con gasas.
– ¿Has hecho ya las maletas?
– Un par de vestidos, bikini y sandalias.
– ¿Eso es todo?
– ¿Qué más voy a necesitar?
– Pues protector solar, sombrero y una chaqueta por si acaso. No quiero tener qie curarte una insolación cuando vuelvas.
Me gusta que se preocupe por mí. Hace varias semanas que es mi enfermera habitual. Creo que soy su paciente favorita.
– ¿Qué tal Andy?
Philippa sonríe con gesto cansado.
– Ha estado resfriado toda la semana. Aunque por supuesto él dice que es gripe. Ya sabes como son los hombres.
En realidad no lo sé, pero asiento de todas maneras. Me pregunto si su marido la quiere, si la hace sentirse especial, si se siente extasiado entre sus gordos brazos.
– ¿Por qué no tienes hijos, Philippa?
Ella me mira mientras extrae sangre con la jeringa.
– No conseguí superar el miedo.
Llena con sangre una segunda jeringa y la transfiere a un frasco, limpia el portacath con solución salina y heparina, guarda sus cosas en el maletín y se levanta. Por un instante tengo la impresión de que va a agacharse para darme un abrazo, pero no lo hace.
– Que lo pases muy bien. Y no olvides enviarme una postal.
La veo alejarse, caminando como un pato. Se gira al llegar a la puerta trasera y se despide agitando la mano.
Zoey sale de nuevo.
– ¿Qué buscan en tu sangre exactamente?
– Enfermedad periférica.
Asiente con aire entendido y vuelve a acomodarse.
– Por cierto, tu padre está preparando la comida. La traerá dentro de un rato.
Una hoja revolotea. Una sombra recorre el suelo del jardín.
Hay señales por todas partes. Algunas las crea uno mismo; otras vienen por sí solas. Zoey me coge la mano y se la pone en el vientre.
– ¡Se está moviendo! Pon la mano aquí; no, aquí. Eso es ¿Lo notas?
Percibo un movimiento lento, como si su bebé estuviera dando un perezoso salto mortal. No quiero apartar la mano. Quiero que el bebé vuelva a moverse.
– Eres la primera persona que lo nota. Lo has notado ¿no?
– Sí.
– Imagínate a mi niña. Imagínatela de verdad.
Lo hago a menudo. La he dibujado en la pared, sobre mi cama. El dibujo no es demasiado bueno, pero todas las medidas son precisas: fémur, abdomen, circunferencia de la cabeza.
El número diez de mi lista. Lauren Tessa Walker.
– Las estructuras de la columna están todas en su sitio -le cuento a Zoey-. Treinta y tres vértebras, ciento cincuenta articulaciones y mil ligamentos. Tiene los párpados abiertos, ¿lo sabías? Y las retinas ya están formadas.
Zoey me mira pestañando, como si le costara creer que alguien pueda retener toda esa información. Decido no contarle que su corazón trabaja a un ritmo doble de lo habitual y hace que circulen seis litros de sangre por minuto. Creo que se asustaría.
Papá se acerca por el sendero.
– Aquí tenéis, chicas.
Deja una bandeja en la hierba, entre las dos. Ensalada de aguacate y berros. Rodajas de piña y kivi. Un cuenco de grosellas rojas.
– ¿Nada de hamburguesas, entonces? – pregunta Zoey.
Él la mira con ceño, pero sabe que bromea y sonríe.
– Voy a sacar el cortacésped. -Y se va al cobertizo.
Adam y su madre aparecen en la brecha de la valla.
– Bonito día, ¿verdad? -dice Sally.
– Es primavera -responde Zoey, empezando a tomar ensalada.
– No hasta que cambien la hora.
– Pues entonces debe ser la polución.
Sally se sobresalta.
– En la radio han dicho que si dejáramos de usar coches, la raza humana ganaría mil años más en el planeta.
Adam se hecha a reír y tintinea las llaves del coche delante de su cara.
– Entonces, ¿vamos andando al vivero, mamá?
– No; quiero comprar plantas para el jardín. No podríamos traerlas andando.
Adam sacude la cabeza.
– Regresamos dentro de una hora.
Los vemos alejarse por el sendero. Al llegar a la cancela Adam me guiña un ojo.
– Bueno, desde luego a mí eso me molestaría -dice Zoey.
– No le hago caso. Me como una rodaja de kivi. Sabe a otro lugar. Las nubes se deslizan por el cielo como corderos en un extraño campo azul. El sol viene y se va. Todo da impresión de volatilidad.
Papá saca el cortacésped del cobertizo. Está cubierto de toallas viejas, como si hubiera hibernado. Antes papá cuidaba el jardín religiosamente, plantaba y podaba, ataba lo roto con cordel y mantenía el orden general. Pero ahora está todo asilvestrado, la hierba, descuidada, y las rosas se abren paso al interior del cobertizo.
Nos reímos cuando intenta poner en marcha el cortacésped sin conseguirlo, pero a él no parece importarle, se limita a encogerse de hombros como si en el fondo no quisiera cortar el césped. Vuelve al cobertizo, sale con unas tijeras y empieza a podar las zarzas que crecen junto a la valla.
– Hay un grupo para embarazadas adolescentes -dice Zoey-. ¿Te lo había contado? Te dan té y pastel y te enseñan a cambiar pañales y cosas así. Pensaba que sería un latazo, pero nos divertimos mucho.
Un avión cruza el cielo dejando una estela blanca. Otro avión se entrecruza con el primero, formando una X. Ninguno de los dos cae.
– ¿Me estás escuchando, Tess? Porque no lo parece.
Me froto los ojos y trato de concentrarme. Ha dicho que tiene una nueva amiga, que salen de cuentas al mismo tiempo, y algo más sobre la comadrona…Suena como si me hablara desde el otro extremo de un túnel.
Me llama la atención un botón tenso en medio de su camisa.
Una mariposa se posa en el sendero y despliega las alas. Toma el sol. Todavía no es tiempo de mariposas.
– ¿Seguro que me estás escuchando?
Cal entra por la cancela. Suelta la bicicleta en la hierba y da dos vueltas al jardín corriendo.
– ¡ Empiezan las vacaciones! -grita.
Trepa al manzano para celebrarlo, mete las piernas entre las dos ramas y se sienta como si fuera un elfo.
Le envían un mensaje. Su móvil lanza destellos azules entre las hojas. Me recuerda un sueño que tuve hace poco: una luz azul surgía de mi garganta cada vez que abría la boca.
Cal responde al mensaje y rápidamente recibe una respuesta. Ríe. Le llega otro y luego otro, como una bandada de pájaros que se posan en el árbol.
– ¡Han ganado los de primero! -anuncia alegremente-. ¡Ha habido una batalla de agua en el parque contra los de cuarto y hemos ganado!
Cal adaptándose al instituto. Cal con amigos y móvil. Cal dejándose crecer el pelo porque quiere parecerse a los que van en monopatín.
– ¿Qué estás mirando? -Me saca la lengua, baja del árbol de un salto y entra corriendo en casa.
El jardín se ha sumido en la sombra. Hay humedad en el aire. Un envoltorio de caramelo vuela por el sendero.
Zoey se estremece.
– Es hora de irme.- Me da un fuerte abrazo-. Estás muy caliente. ¿Es normal?
Papá la acompaña a la puerta.
Adam entra por la brecha de la valla.
– Ya he terminado.- Acerca la hamaca y se sienta a mi lado-. Mi madre ha comprado la mitad del vivero. Le ha costado una fortuna, pero estaba decidida. Quiere cultivar un huerto de hierbas aromáticas.
Hechizos para alejar la muerte. Apretar la mano de tu novio con fuerza.
– ¿Estás bien?
Apoyo la cabeza en su hombro, como si esperara algo.
Hay sonidos: el vago ruido de los platos en la cocina, el susurro de las hojas, el rugido de un motor lejano.
El sol se ha vuelto líquido, se derrite fríamente en el horizonte.
– Estás muy caliente.- Aprieta la mano contra mi frente, me toca la mejilla, me palpa la nuca-. No te muevas.
Y entra corriendo en la casa.
El planeta gira, el viento tamiza los árboles.
No tengo miedo.
Sigue respirando, tú sigue respirando. Es fácil: dentro y fuera.
Es extraño cómo el suelo viene a mi encuentro, pero me siendo mejor estando tumbada. Pienso en mi nombre mientras estoy tumbada. Tessa Scott. Un buen nombre de tres sílabas. Cada siete años nuestros cuerpos cambian todas sus células. Cada siete años desaparecemos.
– ¡Dios mío! ¡Está ardiendo! – El rostro de papá brilla encima de mí-. ¡Llama a una ambulancia!
Su voz me llega muy lejana. Quiero sonreír. Quiero darle las gracias por estar aquí, pero no consigo juntar las palabras.
– No cierres los ojos, Tess ¿Me oyes? ¡Quédate con nosotros!
Cuando asiento con la cabeza, el cielo da vueltas a velocidad vertiginosa, como si cayera desde un edificio.