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– ¿No te gusta la cerveza? -me pregunta Jake.
Está apoyado en el fregadero de la cocina y yo estoy de pie, demasiado cerca de él. Lo hago a propósito.
– Me apetecía más el té.
Él se encoge de hombros, entrechoca su botella de cerveza con mi taza, y echa la cabeza atrás para beber. Observo su garganta mientras traga, me fijo en una pequeña cicatriz blanca que tiene bajo la barbilla, una fina línea de algún accidente pasado. Se limpia la boca con la manga y se da cuenta de que estoy mirándolo.
– ¿Estás bien?
– Sí. ¿Y tú?
– Sí.
– Bien.
Me sonríe. Tiene una sonrisa bonita. Me alegro. Sería mucho más difícil si fuera feo.
Hace media hora, Jake y su amigo el fumeta se sonreían el uno al otro cuando nos invitaron a Zoey y a mí a entrar en su casa. Esas sonrisas significaban que habían ligado. Zoey les ha dicho que no se hicieran ilusiones, pero de todos modos hemos pasado al salón y ella ha dejado que el fumeta le colgara el abrigo. Se ha reído de sus chistes, ha aceptado los canutos que él le liaba y ha pillado un buen colocón.
La veo a través de la puerta. Han puesto música, una suave melodía de jazz. Han apagado las luces para bailar, trazando lentos círculos en la alfombra sin moverse del sitio. Zoey sujeta un canuto con una mano y tiene la otra metida en el cinturón del fumeta. Él la rodea con los dos brazos, así que parecen sostenerse el uno al otro.
De repente me siento muy sensata, bebiendo té en la cocina, y caigo en que tengo que seguir con mi plan. Al fin y al cabo, todo esto es por mí.
Apuro el té de un trago, dejo la taza en el escurreplatos y me acerco aún más a Jake. Nuestros zapatos se tocan.
– Bésame -digo, y me suena ridículo, pero a él no parece importarle.
Deja la cerveza a un lado y se inclina hacia mí.
Nos besamos suavemente, rozando los labios; apenas un amago de su aliento. Siempre he intuido que sabría besar muy bien. He leído todas las revistas que hablan de narices que chocan, exceso de saliva y dónde poner las manos. Pero no sabía que iba a sentir esto, su mentón frotándose contra el mío, sus manos explorando despacio mi espalda, su lengua recorriéndome los labios y penetrando en mi boca.
Nos besamos durante minutos enteros, apretando nuestros cuerpos, estrechándonos. Es un gran alivio estar con alguien que no sabe nada de mí. Mis manos son osadas, se hunden en la cuerva donde termina su columna para acariciarlo ahí. Qué sano se nota al tacto, qué sólido.
Abro los ojos para saber si disfruta con esto, pero mi mirada es atraída por la ventana que hay detrás de su cabeza, los árboles rodeados por la noche. Unas ramitas negras dan golpecitos en el cristal como dedos. Cierro los ojos y me aprieto contra Jake. A través de mi minúsculo vestido rojo percibo lo mucho que me desea. Suelta un leve gemido gutural.
– Vamos arriba -musita.
Intenta llevarme hacia la puerta, pero le pongo la mano en el pecho para mantenerlo a raya mientras pienso.
– Vamos -insiste-. Quieres, ¿no?
Noto su corazón palpitando bajo mis dedos. Me sonríe, y es verdad que quiero. ¿No he venido para eso?
– Vale.
Su mano arde cuando enlaza sus dedos con los míos y me conduce por el salón hacia las escaleras. Zoey está besando al fumeta. Lo tiene con la espalda contra la pared y le ha encajado una pierna entre las suyas. Cuando pasamos por su lado, los dos se dan la vuelta. Están despeinados y acalorados. Ella me saca la lengua, que brilla como un pez en una cueva. Suelto a Jake para coger el bolso de Zoey del sofá. Rebusco, consciente de que todos tienen los ojos puestos en mí, de la morosa sonrisa en la cara del fumeta. Jake se apoya en el marco de la puerta, esperando. ¿Le está mostrando un pulgar alzado a su amigo? No soy capaz de mirar, ni de encontrar los condones; ni si quiera sé si van en un paquete o una caja, o qué aspecto tienen. Abochornada, decido llevarme el bolso. Si Zoey necesita uno, tendrá que subir a buscarlo.
– Vamos -digo.
Sigo a Jake escaleras arriba, concentrándome en el contoneo de sus caderas para que no decaiga mi ánimo. Me siento una poco extraña, mareada y con ligeras náusea. No creía que subir escaleras detrás de un tío fuera a recordarme los pasillos del hospital. A lo mejor sólo es cansancio. Intento recordar las normas sobre los mareos: siempre que sea posible, respira aire fresco, abre una ventana o sal al exterior. Utiliza la terapia de la distracción, haz algo, cualquier cosa, para no pensar en ello.
– Aquí -anuncia.
El cuarto de Jake no es nada especial: una habitación pequeña con un escritorio, un ordenador, libros desperdigados por el suelo, una silla y una cama individual. En las paredes hay unos cuantos pósters en blanco y negro, de músicos de jazz sobre todo.
Me observa mientras miro la habitación.
– Deja el bolso por ahí.
Recoge la ropa sucia que hay sobre la cama y la tira al suelo, estira el edredón, se sienta y da unas palmaditas junto a él.
Yo no me muevo. Si me siento en esa cama, necesito que la luz esté apagada.
– ¿Podrías encender esa vela? -pido.
Él abre un cajón, saca cerillas y se levanta para encender la vela que hay sobre el escritorio. Apaga la luz del techo y vuelve a sentarse.
Delante tengo un chico real, de carne y hueso, mirándome, esperándome. Es mi momento, el corazón me palpita con fuerza. Tal vez la única forma de acabar con esto sin que él termine pensando que soy una completa idiota sea fingirme otra persona. Decido ser Zoey y empiezo a desabrocharme su vestido.
Él me mira, un botón, dos botones. Se relame los labios. Tres botones.
– Déjame a mí.
Sus dedos son veloces. Ya lo ha hecho antes. Otra chica, otra noche. Me pregunto dónde estará ella ahora. Cuatro botones, cinco, y el minúsculo vestido rojo se desliza desde los hombros hasta las caderas, cae al suelo y aterriza a mis pies como un beso. Saco los pies y me planto delante de Jake en bragas y sujetador.
– ¿Qué es eso? -Frunce el entrecejo al verme la piel arrugada del pecho.
– Estuve enferma.
– ¿De qué?
Le cierro la boca con besos.
Huelo diferente ahora que estoy prácticamente desnuda, a cálido almizcle. Él sabe diferente, a humo y algo dulce. A vida quizá.
– ¿No te quitas la ropa? -le pregunto con mi mejor imitación de la voz de Zoey.
Jake se saca la camiseta por la cabeza levantando los brazos. Durante unos segundos no puede verme, pero me lo enseña todo: el torso estrecho, joven y pecoso, el oscuro vello de las axilas. Tira la camiseta al suelo y vuelve a besarme. Intenta abrirse el cinturón sin mirar y con una sola mano, pero no puede. Se aparta, sin dejar de mirarme mientras desabrocha agitadamente el botón y baja la cremallera. Se quita los pantalones y se queda en ropa interior. Hay un momento en que vacila; parece cohibido. Me fijo en sus pies, inocentes como margaritas con sus calcetines blancos, y siento la necesidad de darle algo.
– Es la primera vez que hago esto -confieso-. Nunca he llegado hasta el final con ningún tío.
La vela gotea.
Él no dice nada durante unos instantes, luego sacude la cabeza como si no acabara de creérselo.
– Vaya, es increíble.
– Yo asiento.
– Ven.
Me hundo en su hombro. Es reconfortante, como si todo pudiera ir bien. Jake me rodea con un brazo y me sube la otra mano por la espalda para acariciarme la nuca. Su mano es cálida. Hace dos horas ni siquiera sabía su nombre.
Tal vez no tengamos que acostarnos. Tal vez podríamos tumbarnos simplemente y acurrucamos, dormir uno en brazos del otro bajo el edredón. Tal vez nos enamoremos. Él buscará una cura y yo viviré para siempre.
Pero no.
– ¿Tienes condones? -susurra-. Me he quedado sin.
Agarro el bolso de Zoey y lo vuelco en el suelo a nuestros pies; él recoge un condón, lo deja preparado sobre la mesita de noche y se quita los calcetines.
Yo me desprendo despacio del sujetador. Nunca he estado desnuda delante de un tío. Él me mira como si quisiera comerme, preguntándose por dónde empezar. Oigo los latidos de mi corazón. A Jake le cuesta librarse de los calzoncillos con la erección. Yo me quito las bragas y de pronto estoy temblando. Los dos estamos desnudos. Pienso en Adán y Eva.
– Todo irá bien -asegura él; me coge la mano y me lleva hasta la cama. Aparta el edredón y nos metemos dentro. Es un barco. Es una madriguera. Es un lugar donde ocultarse-. Te va a encantar.
Empezamos besándonos, lentamente al principio. Sus dedos recorren despacio el contorno de mis huesos. Me gusta; lo dulces que somos el uno con el otro, la lentitud a la luz de la vela.
Pero no dura mucho. Sus besos se hacen más intensos, su lengua se introduce hasta el fondo, ávida. También sus manos se apresuran, apretándome, frotándome. ¿Busca algo en particular? No deja de decir: "Oh, sí, oh, sí", pero no creo que me lo diga a mí. Tiene los ojos cerrados y mis pechos le llenan la boca.
– Mírame -le pido-. Necesito que me mires.
Él se incorpora sobre un codo.
– ¿Qué?
– No sé qué hacer.
– Lo haces bien. -Sus ojos están tan oscuros que no los reconozco. Es como si se hubiera convertido en otra persona, ni siquiera es el semidesconocido que era unos minutos antes-. Todo va bien.
Y vuelve a besarme el cuello, los pechos, el vientre, hasta que su rostro desaparece de nuevo. Sus manos también descienden, y no sé cómo decirle que no lo haga. Aparto las caderas, pero él no se detiene. Mete los dedos entre mis piernas y ahogo una exclamación de sorpresa, porque nadie me lo había hecho antes.
¿Qué me pasa que no se cómo hacer esto? Pensaba que lo sabría, que sabría lo que iba a ocurrir. Pero todo va muy deprisa sin mí, como si Jake me obligara a hacerlo, cuando se supone que yo debería llevar las riendas.
Me aferro a él, le rodeo la espalda con los brazos y le doy unas palmadas como si fuera un perro que no comprende.
Él se incorpora.
– ¿Estás bien?
Asiento.
Alarga la mano hacia el condón que ha dejado en la mesita. Lo miro mientras se lo pone. Lo hace deprisa. Es un experto en condones.
– ¿Lista?
Vuelvo a asentir. Me parece grosero no hacerlo.
Él se tumba, me separa las piernas con las suyas, se aprieta contra mí, con todo su peso encima. Pronto lo notaré dentro de mí y averiguaré de qué va todo esto. Ésa era mi idea inicial. Me fijo en muchas cosas mientras los números de neón rojo de su radio despertador pasan de las 3.15 a las 3.19. Me fijo en que sus zapatos descansan de lado junto a la puerta, que no está bien cerrada. Hay una extraña sombra en el techo, en el rincón más alejado, que parece una cara. Pienso en el gordo sudoroso al que vi una vez corriendo por mi calle. Pienso en una manzana. Pienso en lo segura que me sentiría debajo de la cama, o con la cabeza en el regazo de mi madre.
Jake se apoya en los brazos, moviéndose lentamente sobre mí, con la cara vuelta hacia un lado y los ojos cerrados. Está ocurriendo de verdad. Lo estoy viviendo en este momento. Sexo. Cuando termina, me quedo quieta debajo de él, callada y sintiéndome sobre todo muy pequeña. Permanecemos así un rato, luego Jake se separa y examina mi rostro en la oscuridad.
– ¿Qué pasa? ¿Qué tienes?
No puedo mirarlo, así que me apego a él, ocultándome entre sus brazos. Sé que estoy haciendo el ridículo. Lloriqueo como un bebé y no puedo parar; es horrible. Jake me acaricia la espalda en círculos, me susurra "Sshhh" al oído y al final me aparta para observarme.
– ¿Qué te ocurre? Ahora no irás a decir que no querías, ¿verdad?
Me seco las lágrimas con el edredón. Me incorporo para poner los pies en la alfombra. Me siento de espaldas a él, parpadeando en busca de mi ropa. Son sombras extrañas esparcidas por el suelo.
Cuando era niña, montaba a caballito sobre los hombros de mi padre. Era tan pequeña que tenía que sujetarme con las dos manos para no caer y, sin embargo, llegaba tan alto que podía meter las manos entre las hojas de los árboles. Jamás podría contarle eso a Jake. No le interesaría. No creo que las palabras lleguen a la gente. Tal vez no llegue nada.
Recojo como puedo mi ropa. El vestido rojo se me antoja más pequeño que nunca. Me lo estiro, tratando de taparme las rodillas; ¿de verdad he ido a una discoteca con esta pinta? Deslizo los pies en los zapatos y vuelvo a meter las cosas de Zoey en su bolso.
– No tienes por qué irte -dice Jake, apoyado en su codo. Su pecho parece blanco a la luz parpadeante de la vela.
– Quiero irme.
Él se recuesta de nuevo sobre la almohada. Le cuelga un brazo por el borde de la cama; sus dedos tocan el suelo. Sacude la cabeza muy despacio.
Zoey está abajo, en el sofá, dormida. También el fumeta. Están tumbados juntos, con los brazos entrelazados, de frente. Detesto que a ella se le vea tan ufana. Incluso lleva la camisa de él. Sus bonitos botones en hilera me evocan la casa de azúcar de los niños del cuento. Me arrodillo a su lado y le acaricio el brazo levemente. Su piel está caliente. La acaricio hasta que abre los ojos. Parpadea.
– ¡Eh! -susurra-. ¿Ya habéis terminado?
Asiento, y no puedo evitar sonreír, lo que es extraño. Zoey se zafa de los brazos del fumeta, se sienta y pasea la mirada por el suelo.
– ¿Ves el costo por ahí?
Encuentro la lata con la droga y se la entrego, luego me voy a la cocina y me sirvo un vaso de agua. Creía que ella me seguiría, pero no lo hace. ¿Cómo vamos a hablar con el fumeta delante? Me bebo el agua, dejo el vaso en el escurreplatos y regreso al salón. Me siento en el suelo, a los pies de Zoey, mientras ella lame un papel de liar y lo enrolla, luego lame un segundo papel y también lo enrolla. Luego arranca los extremos.
– ¿Y? ¿Cómo ha ido?
– Bien.
Un destello de luz que atraviesa la cortina me ciega. Sólo veo el brillo de sus dientes.
– ¿Es bueno?
Pienso en Jake, que está arriba, con la mano por el suelo.
– No lo sé.
Zoey da una calada, me mira con curiosidad, exhala el humo.
– Has de acostumbrarte. Mi madre me dijo una vez que el sexo eran sólo tres minutos de placer. Yo pensé: "¿Eso es todo? ¡Pues tendrá que ser algo más para mí!" Y lo es. Si dejas que los chicos piensen que lo hacen de fábula, no sé por qué, todo va sobre ruedas.
Me levanto, me acerco a la ventana y descorro las cortinas del todo. Las farolas de la calle aún están encendidas. Todavía falta mucho para el amanecer.
– ¿Y lo has dejado solo ahí arriba? -dice Zoey.
– Eso creo.
– Pues es un poco desconsiderado. Deberías volver e intentarlo otra vez.
– No quiero.
– Bueno, pues no podemos irnos a casa todavía. Estoy hecha polvo.
Apaga el porro en el cenicero, se instala de nuevo junto al fumeta y cierra los ojos. La observo durante horas, viendo el lento movimiento de su pecho al respirar. Una hilera de luces a lo largo de la pared arroja un suave resplandor sobre la alfombra. También hay una estera, un óvalo pequeño con salpicaduras de azul y gris, como el mar.
Vuelvo a la cocina y pongo la tetera al fuego. Hay un papel sobre la encimera. Alguien ha escrito en él: "Queso, mantequilla, judías, pan." Me siento en un taburete y añado: "Chocolate Butterscotch, un paquete de seis de Creme Eggs." Sobre todo quiero los Creme Eggs, porque me encanta comer esos huevos de chocolate rellenos en Pascua. Faltan doscientos diecisiete días para Pascua.
Tal vez debería ser un poco más realista. Tacho los Creme Eggs y escribo: "Papá Noel de chocolate, envoltorio dorado y rojo con una campanita al cuello." Puede que a eso llegue. Faltan ciento trece días para Navidad.
Le doy a vuelta al papel y escribo: "Tessa Scott." Un buen nombre de tres sílabas, como dice siempre mi padre. Si consigo que quepa mi nombre cincuenta veces en este trozo de papel, todo saldrá bien. Escribo con letra muy pequeña, como si fuera la respuesta de un hada a la carta de un niño. Me duele la muñeca. La tetera silba. La cocina se llena de vapor.