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Capítulo 5

Algunos domingos papá nos lleva a Cal y a mí a visitar a mamá. Subimos en el ascensor hasta el octavo piso, y por lo general hay un momento en que ella abre la puerta y dice: "¡Eh, hola!", y nos engloba a los tres con la mirada. Papá suele quedarse un rato en la puerta charlando con ella.

Pero hoy está tan impaciente por perderme de vista que, cuando se abre la puerta, ya se encuentra al otro lado del pasillo para coger el ascensor.

– Vigílala -dice, apuntándome con el dedo-. No se puede confiar en ella.

Mamá se echa a reír.

– ¿Por qué? ¿Qué ha hecho?

Cal apenas puede contener la emoción.

– Anoche papá le dijo a Tess que no saliera.

– Ah. Típico de tu padre.

– Pero ella salió de todas maneras, y acaba de llegar a casa. Ha pasado toda la noche fuera. Mamá me sonríe afectuosamente.

– ¿Has conocido a un chico?

– No.

– Apuesto a que sí. ¿Cómo se llama?

– ¡Te digo que no!

Papá está furioso.

– Típico -resopla-. Típico, joder. Debería haber imaginado que no ibas a apoyarme.

– Oh, calla -exclama mamá-. No le ha hecho ningún daño, ¿verdad?

– Mírala bien. Está completamente extenuada.

Los tres hacen una pausa para mirarme. Odio eso. Me siento fría y deprimida y me duele el estomago. Me duele desde que me acosté con Jake. Nadie me había dicho que pasaba eso. -Volveré a las cuatro -dice papá cuando se abre el ascensor-. Hace casi dos semanas que a niña se niega a que le hagan el recuento de leucocitos, así que llámame si notas algún cambio. ¿Lo harás?

– Sí, sí, no te preocupes. Mamá se inclina y me besa en la frente-. Yo cuidaré de ella.

Cal y yo nos sentamos en la mesa de la cocina y mamá pone la tetera al fuego, busca tres tazas entre la vajilla sucia del fregadero y las enjuaga bajo el grifo. Alarga el brazo para coger las bolsitas de té de un armario, saca la leche de la nevera, la olisquea y sirve galletas en un plato. De inmediato me meto una galleta Bourbon en la boca. Está deliciosa. EL chocolate barato y el subidón de azúcar al cerebro.

– ¿Os he hablado alguna vez de mi primer novio? -dice mamá dejando la tetera sobre la mesa-. Se llamaba Kevin y trabajaba en una relojería. Me encantaba su expresión cuando se concentraba con ese ocular que se encajaba en el ojo.

Cal coge otra galleta.

– ¿Cuántos novios has tenido en total, mamá?

Ella ríe y se echa la larga melena hacia atrás por encima del hombro.

– ¿Te parece adecuada esa pregunta?

– ¿Papá fue el mejor?

– ¡Ah, tu padre! -exclama, y se lleva la mano al corazón con un gesto melodramático. Cal se desternilla de risa.

En una ocasión le pregunté a mamá qué tenía papá de malo, y me contestó: "Es el hombre más sensato que he conocido en mi vida".

Yo tenía doce años cuando ella lo dejó. Durante un tiempo envió postales desde sitios de los que yo nunca había oído hablar: Skegness, Grimsby, Hull. Una de ellas mostraba la fachada de un hotel. "Aquí es donde trabajo ahora -había escrito-. ¡Estoy aprendiendo repostería y he engordado un montón!"

– ¡Bien! -dijo papá-. ¡Espero que reviente!

Yo ponía las postales en la pared de mi cuarto: Carlisle, Melrose, Dornoch.

"Vivimos en una pequeña granja como los pastores contaba en otra postal-. ¿Sabíais que utilizan la tráquea, los pulmones, el corazón y el hígado de las ovejas para hacer el haggis?

Yo no lo sabía, y tampoco a quién se refería al decir "vivimos", pero me gustaba mirar la foto de John o'Groats con su inmenso cielo sobre el Firth.

Luego llegó el invierno y con él mi diagnostico. No estoy segura de que ella se lo creyera al principio, porque tardó un tiempo en dar media vuelta y regresar a casa. Yo tenía trece años cuando por fin llamó a la puerta.

– ¡Tienes un aspecto estupendo! -me dijo cuando fui a abrir-. ¿Por qué tu padre siempre hace que todo suene mucho peor de lo que es?

– ¿Vas a volver a vivir con nosotros? -pregunté.

– No del todo.

Y entonces se mudó al piso.

Siempre es lo mismo. Tal vez sea por falta de dinero, o quizá no quiera que me canse demasiado, pero siempre acabamos viendo vídeos o jugando a juegos de mesa. Hoy Cal elige el juego de la vida. Es una porquería, y a mí se me da de pena. Termino con un marido, dos hijos y un empleo en una agencia de viajes. Olvido contratar un seguro para el hogar, y cuando se produce una tormenta, pierdo todo mi dinero. Cal, en cambio, consigue ser una estrella del pop con una casa junto al mar; y mamá, una artista con rentas elevadas y una casa solariega. Cuando me retiro, lo que ocurre pronto debido a mi mala suerte, ni siquiera me molesto en contar el dinero que me queda.

Cal quiere enseñarle a mamá su nuevo truco de magia. Va a buscar una moneda en su bolso, y mientras esperamos, estiro de la manta del respaldo y mamá me ayuda a taparme las rodillas. Tengo que ir al hospital la próxima semana -le digo-. ¿Vendrás?

– ¿No irá papá?

– Podríais venir los dos.

Por un momento parece azorada.

– ¿Para qué es? _

Vuelvo a tener dolores de cabeza. Quieren hacerme una punción lumbar.

Se inclina y me besa; no te preocupes.

– Todo irá bien, no te preocupes. Sé que todo irá bien.

Cal regresa con una moneda de una libra.

"Observen con atención, señoras -pide.

Pero yo no quiero. Estoy cansada de ver cómo desaparecen las cosas.

En el dormitorio de mamá, me subo la camiseta delante del espejo del armario. Antes parecía una horrible enana. Tenía la piel gris, y si me clavaba un dedo en la tripa, semejaba una masa de pan esponjosa y blanda en la que el dedo desaparecía. Fueron los esteroides. Altas dosis de prednisolona y dexametasona. Son dos venenos, y te vuelven gorda, fea y malhumorada. Desde que dejé de tomarlos he empezado a encoger. Hoy tengo las caderas afiladas y se me marcan las costillas bajo la piel. Me alejo de mí misma, como un fantasma.

Me siento en la cama de mamá y telefoneo a Zoey.

– Sexo -le suelto-. ¿Qué significa?

– Pobrecilla. Fue una mierda de polvo, ¿verdad?

– Simplemente no entiendo por qué me siento tan extraña.

– ¿Cómo extraña?

– Sola, y me duele el estómago.

– ¡Ah, sí! Lo recuerdo. ¿Cómo si te abrieran por dentro?

– Un poco.

– Se pasará.

– ¿Por qué tengo ganas de echarme a llorar a cada momento?

– Te los estás tomando demasiado en serio, Tess. El sexo sólo es un modo de estar con alguien. Sólo es un modo de tener calor humano y sentirse atractiva.

Su voz suena rara, como si estuviera sonriendo.

– ¿Te has colocado otra vez, Zoey?

– ¡No!

– ¿Dónde estás?

– Escucha, tengo que irme. Dime qué viene ahora en tu lista y lo planificaremos juntas.

– He cancelado lo de la lista. Era una estupidez.

– ¡Era divertido! No te rindas. Por fin estabas haciendo algo con tu vida.

Después de colgar, cuento hasta cincuenta y siete mentalmente. Luego marco el 999.

– Servicio de emergencias -contesta una mujer-. ¿Cuál es su problema? No digo nada.

– ¿Tiene alguna emergencia? -pregunta la mujer.

– No.

– ¿Puede confirmarme que no hay ninguna emergencia? ¿Puede darme su dirección?

Le doy la de mamá y le digo que no hay ninguna emergencia. Me pregunto si mamá recibirá algún tipo de factura. Espero que sí.

Llamo a información para pedir el número de los Samaritanos. Lo marco lentamente.

– Hola -responde una mujer de voz dulce, quizá sea irlandesa-. Hola -repite.

– Todo es una mierda -digo, porque me siento culpable por hacerle perder el tiempo.

Ella emite un leve sonido gutural que me recuerda a papá. Él hizo exactamente el mismo sonido hace seis semanas, cuando el especialista del hospital nos preguntó si comprendíamos las implicaciones de lo que nos estaba diciendo. Recuerdo que pensé que era imposible que papá lo hubiera entendido, porque lloraba demasiado para poder escuchar.

– Sigo aquí -dice la mujer.

Quiero hablarle. Aprieto el auricular contra la oreja porque, para hablar de algo tan importante como esto, tienes que acercarte mucho.

Pero no encuentro las palabras adecuadas.

– ¿Sigue ahí? -inquiere.

– No -respondo, y cuelgo.