37341.fb2 Antigua vida m?a - читать онлайн бесплатно полную версию книги . Страница 3

Antigua vida m?a - читать онлайн бесплатно полную версию книги . Страница 3

Primera parte. Fin de fiesta

(Según el grabado de José Clemente Orozco, Hospicio Cabañas, Guadalajara.)

1.

Hoy cayó el muro de Berlín.

Todo ha comenzado este 9 de noviembre de 1989, con la caída del muro. ¿Cómo sospechar cuánto más se derrumba con él?

Fue lo que dijo Violeta Dasinski ese día.

Debí ser testigo, si hubiese estado más atenta.

Su mirada en la fotografía ofrece un desamparo que no he advertido hasta ahora. Como si su conciencia se disolviese en sus ojos.

La fecha del inicio público de la vida de Violeta Dasinski fue el día que apareció su nombre en la primera página de los diarios, el 15 de noviembre de 1991.

Fui despertada, de golpe llegaron el fin de los sueños y el comienzo de la memoria. Bruscamente volví atrás, retomando el recuerdo previo al largo paseo del inconsciente. Andrés me traía el desayuno y, en la bandeja, el diario de la mañana. Entonces la vi.

Escruté ese rostro en la fotografía. Pero es otra la Violeta que me persigue: la escarcha fucsia sobre su máscara de arlequín -¿payaso o Pierrot?- y las manos del maquillador transformándola en la tristeza veneciana, confetti dorado y rojo sobre su cuello.

Yo tenía una tarea.

Tomé las llaves del auto y partí.

– Va a estar toda la prensa, Josefa. ¡No lo hagas! -Andrés no disimulaba su preocupación.

– No tengo alternativa.

– Entonces voy yo.

– No, éste es un asunto mío con Violeta.

A medida que avanzaba hacia el barrio de Ñuñoa, un escalofrío se iba deslizando por mi cuerpo. Al enfilar por la calle Gerona para estacionar frente a la casa de Violeta, vi a dos policías resguardando la puerta de entrada. Efectivamente, toda la prensa estaba allí, al acecho. Reconocerme pareció darles nuevos bríos, y como una avalancha se lanzaron sobre mí. Los dos policías salieron en mi defensa. Uno me tomó del brazo.

– ¡Pero si es usted! ¿Y qué viene a hacer aquí?

– Quiero entrar, tengo que hablar con su hija.

– La casa está vacía. A la niña se la llevaron.

– Por favor, déjeme entrar. Soy amiga de la familia. Necesito sacar algo -el carabinero me miró perplejo-. Son cosas mías, las dejé aquí hace unos días y no quiero que vayan a parar a manos ajenas… -mientras yo bajaba el tono, la perplejidad crecía en su mirada-. Sea bueno…

No me cupo duda de que su deseo era franquearme la entrada, pero le complicaba hacerlo. Miró a su compañero. Este mantenía a raya a los periodistas, que no se daban por vencidos y trataban -a gritos- de hacerme preguntas.

– Venga usted conmigo -le propuse-, así podrá comprobar que no tengo malas intenciones.

– No es eso, señora. Vamos, por ser usted… La acompaño.

Avancé, sintiendo los pasos del carabinero a mis espaldas e intuyendo su curiosidad: casi podría haberla tocado. Ya en el interior de ese largo y oscuro corredor ñuñoíno -todas las persianas cerradas-, me dirigí sin titubear al fondo, a la galería. El sol de la mañana entraba sin pedir permiso por los miles de pequeños vidrios del ventanal. Detrás de ellos, el nostálgico patio solo. Me sobresalté, como si Violeta estuviera esperándome sentada en el floreado sillón de lino. En el aire, algo de sus inciensos, de sus velas perfumadas. Es que Violeta y esa galería eran la misma cosa, una le traspasaba su sentido a la otra, asimilándose, fundiéndose. Pero, por cierto, ella no estaba.

En el costado derecho, apoyado contra el grueso muro verde, reposaba el baúl. La caja rectangular, de mimbre barnizado entre castaño y amarillo, hacía frente a los mil vidrios y me aguardaba. «Mi abuela Carlota lo salvó del terremoto de Chillán», me había contado muchas veces Violeta, como si yo no lo supiera. Lo abrí con prisa -nunca funcionó su llave- y hurgué en aquel orden desordenado: libros, libretas, blocks, impresos, dibujos. Mi mente trabajaba: dónde están, no puedo registrarlo todo, se supone que son míos, que debo saber… Los vi, eran varios cuadernos desiguales, atados con un simple cordón. Y sobre ellos, un gran cuaderno empastado en cuero marrón. Si no se lo hubiese regalado yo misma, difícilmente habría podido reconocerlo. Lo tomé resuelta y el carabinero pareció aliviado.

– ¿Eso es todo?

Vacilé. ¿Y los otros, los que estaban amarrados? Un solo cuaderno en mis manos parecía inofensivo, creíble, un objeto que yo misma hubiese olvidado. Pero, ¿todos los demás? No tenía corazón para dejarlos allí. Se lo debo a Violeta, me dictó la culpa, envalentonándome. Los tomé.

– Esto es todo -lo miré, asertiva, mientras trataba de amoldar todo aquel bulto dentro de mi bolso.

– Señora… -titubeaba el pobre, su mirada oscura yendo del bolso a mis ojos, de mis ojos al bolso. Entonces hice algo impropio de mi carácter: le ofrecí un autógrafo. Aquella mirada oscilante se iluminó.

Avancé hasta el escritorio de Violeta. Por principio, ella siempre tenía papel fresco a la mano. Al lado de la resma descansaba un libro abierto en la página 90. Luego de preguntarle al policía por su nombre de pila, le dediqué un largo y cariñoso saludo.

Mi salida fue triunfal. (Pobre Andrés, ¿cómo explicarle que él no lo habría conseguido?) Tan concentrada había estado en mi tarea, que había olvidado a la prensa. Me dio una rabia tremenda cuando, al cruzar el portón, sentí el calor de los focos en la cara: la televisión había llegado. Le pedí sin vacilar al carabinero, con su autógrafo en el bolsillo, que me escoltara hasta el auto: yo no tenía nada que declarar.

A las tres cuadras mi aparente prestancia se derrumbó. Es que al acercarme al escritorio de Violeta había leído la página 90 de ese libro abierto. No pude dejar de hacerlo. Supongo que fue lo último que Violeta leyó. Aquellos dos párrafos, subrayados con línea insegura y en tinta café, me sobrecogieron.

La página era «Poem of Women», de Adrienne Rich. Ay, Violeta, no fue mi deseo afanarme en el desencuentro. No, créeme que no elegí ser esa testigo desatenta de lo que te estaba pasando.

Puedo reproducir lo subrayado, me lo sé de memoria:

And all the limbs of a woman plead for the ache

of birth.

And women come down to lie like sick sheep

by the wells -to heal their bodies,

their faces blackened with your long thirst for a

child's cry

and pregnant women approach the white tables

of the hospital

with quiet steps

and smile at the unborn child

and perhaps at death. [1]

Violeta, dime que tu sonrisa fue para el niño no-nacido, pero no me lo digas si fue para la muerte.

Es que durante el sueño había vuelto a mí una imagen olvidada. Esta imagen estableció, en ese difícil momento del despertar, una relación entre el presente y la víspera. Andrés apareció con el diario. Comencé a adaptarme a esta nueva realidad cuando sentí la puntada en la sien, no antes.

Una imagen de la infancia.

Violeta llegando a mi casa con una caja de cartón en las manos. Era bastante grande y el leve temblor de su cuerpo delataba el esfuerzo que había hecho para sostenerla, cuidadosamente, durante el recorrido en micro de su casa a la mía.

– ¿Me la puedes guardar? -sus ojos de niña, interrogantes y recelosos a la vez.

Con el mismo resquemor con que se entrega un botín en custodia, estiró sus manos depositando la caja en las mías.

– ¿Cuál es el lugar más tuyo de toda tu casa, donde no llegue nadie más que tú?

Tan serias sonaban sus palabras, que hice un esfuerzo para responder a su altura.

– Mi cama.

– Ya. Vamos.

Subimos silenciosas hasta mi habitación. Me quitó la caja y ella misma la metió debajo de la cama.

– Listo.

Se disponía a partir cuando le pedí una explicación.

– Mañana es la famosa mudanza y sé que nadie va a respetar mis cosas. Los grandes creen que son cachivaches. Por eso quiero que tú guardes todos mis tesoros hasta que pase el peligro, cuando hayan arreglado la casa nueva. Así, nadie puede botarlos.

Al irse me clavó la mirada.

– Me los vas a cuidar, ¿verdad, Josefa?

Al día siguiente me abordó en el primer recreo.

– ¿Dormiste sobre mis papeles? ¿Nadie los ha tocado?

– ¿Son papeles? -pregunté asombrada. No me había prohibido abrir la caja, pero fue como si lo hiciera, y a pesar de mi curiosidad no me atreví-. ¿No dijiste que eran tesoros?

Me miró entre arrogante y sorprendida.

– Sí, son tesoros.

Transcurrida una semana, le recordé la caja.

– No, no me la devuelvas ahora. Yo te aviso cuándo.

Pasado el tiempo que consideró prudente, fue a recogerla. La acompañé al paradero del bus. Iba muy concentrada. Cuando nos despedimos, me dijo:

– Este es un acto de confianza muy grande. Serás mi amiga toda la vida.

Violeta siempre escribió. ¿Diarios? Ella no los llamaría así. Apuntes. «Para ordenarme la cabeza», decía. Era fácil contentarla. De cada viaje yo le traía algún cuaderno bonito. Notebooks, but not golden. Recuerdo uno con la fotografía de Virginia Woolf en la portada. Otro en cuyo cartón reluciente se reproducía el Senecio de Paul Klee. Y los que se forraban con telas de colores, ésos eran sus favoritos. Sus páginas vírgenes, suaves, incitadoras como el cuerpo de una joven para un hombre maduro, decía Violeta al pasar sus manos por ellas.

Los pistachos y los cuadernos: fácil Violeta para regalar. No me exigía concentración.

Los acumulaba. Su letra era muy grande, bonita, desordenada y generosa. Los consumía rápido, más aun si llegaban a sus manos en algún momento de crisis. Me atrevería a afirmar que durante su matrimonio con Eduardo llenó más cuadernos que en el resto de su vida.

Logré salvarlos. No resistí la idea de ver su intimidad en manos de la prensa o la policía, cuál de ambas más despiadada. Es que fue tan casual ese día, hace un par de meses… Estábamos en la galería -nunca se estaba en otro lugar con Violeta, dentro de su casa- y ella interrumpió la conversación al mirar hacia el baúl de mimbre, como si recordara algo que temía olvidar pronto:

– Sabes, ya no retengo nada. No sé qué le pasa a mi pobre cabeza, el día que estalle encontrarán adentro miles de cuadraditos con anotaciones de todo lo que no debía olvidar, las mil estupideces diarias. Para eso solamente parece estar la cabeza, o al menos la mía… y detrás de los cuadraditos aparecerá un polvo negro que será la medida del esfuerzo que he hecho por acordarme de cada una de esas cosas. Y créeme que habrá más polvo que cuadrados…

– ¿Y qué es lo que no tienes que olvidar de ese baúl?

– Ah, sí. Eso… si me pasa algo, Josefa, imagínate que me muero sin aviso, un ataque en plena calle, cualquier cosa: mis diarios están en el baúl. Por favor, haz algo con ellos, protégelos.

Me reí.

– ¿Para qué los escribes, entonces? -Porque no puedo dejar de hacerlo, es mi único orden posible. ¿Me lo prometes?

– Sí, te lo prometo.

– Ya, despachado: una variable menos. Tantas veces me he dicho: tengo que pedirle a Josefa… Luego te veo y se me olvida. ¿En qué estábamos? Ah, en la Pamela. Sigue contándome.

No necesité mirar los diarios a la mañana siguiente: las llamadas telefónicas de innumerables periodistas me lo hicieron suponer. Era mi fotografía esta vez, entrando en la casa de Violeta, y la prensa haciendo conjeturas sobre nuestra relación.

¿Qué hacía yo ahí? Esa era la gran pregunta.

Nada que responder. No acepté que me pasaran ni un solo llamado. Si en tiempos normales no los tolero, mucho menos ese día. Me encerré en el estudio. Ni a los niños les abrí la puerta.

Le pedí a Andrés que llegara temprano y se hiciera cargo… La casa entera vibra, convulsionada. Estamos todos igualmente inquietos. Hago esfuerzos por disimular. Tengo que acomodar un lugar para Jacinta entre nosotros. Me sorprende cómo se repite la historia: mi mamá trajo a Violeta a nuestra casa cuando éramos niñas. Bueno, las circunstancias eran distintas, aunque no debo suponer que el abandono en que se debate ahora Jacinta sea mayor que el de Violeta en esa época.

Tarde o temprano tendré que declarar.

¿De qué hablaré? ¿De la infancia? ¿Del colegio? ¿De los anteojos celestes con marco de carey, alargados en sus puntas? No, no basta. Voy a tener que hablar sobre la fiesta de disfraces, sobre el atraso de Violeta esa noche, cuando mi maquillador la convirtió en ese precioso payaso de cara fucsia. Y sobre el gin. También sobre su temor: Josefa, avísale tú, me atrasé tanto, Eduardo se va a enojar.

Pero no basta. La única defensa posible sería hablar sobre el último bosque, el lugar aquél para guarecerse, el sueño de Violeta. Y sobre la casa del molino. Sí, es lo único de lo que debo hablar.

Contar la historia de una mujer.

Una mujer es la historia de sus actos y pensamientos, de sus células y neuronas, de sus heridas y entusiasmos, de sus amores y desamores. Una mujer es inevitablemente la historia de su vientre, de las semillas que en él fecundaron, o no lo hicieron, o dejaron de hacerlo, y del momento aquél, el único en que se es diosa. Una mujer es la historia de lo pequeño, lo trivial, lo cotidiano, la suma de lo callado. Una mujer es siempre la historia de muchos hombres. Una mujer es la historia de su pueblo y de su raza. Y es la historia de sus raíces y de su origen, de cada mujer que fue alimentada por la anterior para que ella naciera: una mujer es la historia de su sangre.

Pero también es la historia de una conciencia y de sus luchas interiores. También una mujer es la historia de su utopía.

Violeta.

Ésta quisiera ser la historia de Violeta, si la mía no se entretejiera tanto con la de ella. Pero nuestras biografías no me permiten la distancia necesaria. Tampoco algunas marcas comunes, como el sentido de la pérdida, el de la exclusión y cierto desprecio por lo opaco.

Probablemente, ella definiría su vida como una historia de pasión. Sin embargo, si extiendo la mirada, creo que no, no es sólo la pasión. La historia de Violeta es una historia de añoranza.

2.

A pesar de nuestras diferencias, Violeta y yo teníamos cosas en común. Por ejemplo, la honestidad y el amor por las blusas de seda. Y el brillo. Siempre nos importó el brillo. No el usual ni el obvio. Requeríamos una cierta luz sobre nosotras. Una luz que nos salvara de lo inmediato, que nos alejara de la vulgaridad. Detestábamos lo ordinario. Por ello, compartíamos el deseo de soledad. La soledad física. A medida que pasaban los años la valorábamos más, como si su carencia impidiera todo florecimiento. Sin ella, Violeta y yo nos marchitábamos. Nos reconocíamos como mujeres de nuestro tiempo y no éramos tan ilusas como para no comprender que nuestro tiempo se confabulaba contra este inocente deseo. Fue buscando esta soledad, entonces, que Violeta dio con ese lugar: la casa del molino.

Lugar innombrado, secreto. Lugar del viento perenne, del abandono, desconectado de todos los otros lugares que lo circundan. Cerrado, autosuficiente, donde la totalidad de los elementos del paisaje no depende de otros: un pequeño universo reservado para nosotras. Y fue Violeta quien hizo la analogía entre la casa del molino y el paraíso.

¿Dónde, sino en el sur de Chile, se puede encontrar ese lugar?

Fue hace diez años, cuando Violeta volvió a este país. Su larga ausencia la indujo a retomar de inmediato el camino del sur. Esa vez levantaba carpa cerca de Puerto Octay, a orillas del lago Llanquihue, para dirigirse a Ensenada. Habiendo dejado atrás el pueblo de Cascadas, bordeando un camino rústico, elevado y panorámico que serpentea junto al lago, Violeta captó de pronto la totalidad del paisaje y recibió el primer impacto de su majestad. Era un día claro y ante sus ojos se presentó el volcán Osorno: el emperador de los volcanes, como lo bautizó ella. A ambos lados divisó, nítidos, el Puntiagudo y el Tronador. Sus cumbres cubiertas de nieve contrastaron armoniosamente con el azul intenso de las aguas del lago y los variados verdes de la vegetación. (Más tarde iba a aprender que en los días de lluvia, en cambio, las aguas y el cielo se aproximan a los diversos matices del gris, y hasta las plantas y los árboles se hacen borrosos, con un color indefinible que se asocia a esa rara combinación: fuerza y serenidad.) Continuó el serpenteo, cada vez más subyugada por el panorama del lago. En un momento observó que el camino se bifurcaba y que todos los automovilistas seguían el trazado principal de manera natural. Lo importante es que Violeta percibió un desvío y quiso seguirlo. El amigo que la acompañaba reclamó que no era ésa la dirección. Violeta insistió y descendió por una huella abrupta, con curvas suficientes como para no ver lo que había abajo, y con obstáculos y baches como para desalentar al más entusiasta. Pero desalentar a Violeta es casi imposible. El camino volvió a hacerse recto y sus ojos se encontraron con una bahía, no más de un kilómetro de largo, atravesada de extremo a extremo por un sendero a cuya izquierda había campo puro; a su derecha, el lago. La mirada de Violeta quedó fija en ese campo, flanqueado por cerros y montículos verdes, donde reconoció el bosque nativo y los arbustos de la zona. Se entrecruzaban pequeños grupos de animales domésticos -gansos y patos entre los más pobres; cabritos, corderos y vacas, los más ricos- que por sí mismos animaban este escenario. Luego volvió su cabeza hacia el otro lado de la huella: densas hileras de pinos formaban una cortina que protegía la extensa playa.

Se bajó del auto. Corrió hacia la arena y se hincó en ella. La geografía abrigaba esta bahía cerrada y apacible con sus dos puntillas, que penetraban en el lago creando un vasto espacio de agua quieta. Es un lugar propio, pensó Violeta hechizada, y es la bahía la que da la sensación de espacio propio. Contempló el silencio. Se dijo por fin que éste era un pequeño mundo, separado del resto del mundo grande. Las colinas que lo rodeaban, con sus árboles altos y añosos, afianzaban la sensación de una comarca en miniatura.

Divisó a través de los pinos los restos de un molino. Y a su lado, una casa. La típica casa del sur, con tejuelas de alerce, dos pisos, madera gris que alguna vez fue color caramelo oscuro. Parecía abandonada a su suerte. En la reja había una tabla de pino, cepillada y angosta, con un letrero: Casa del Molino. Avanzó hacia la amplia entrada, con sus clásicos escalones y su descanso de tablas sujeto por cuatro vigas, y encontró la puerta. Pero eran dos puertas, no una. Golpeó en ambas a la vez, intuyendo el silencio que efectivamente le respondió.

Bajó los escalones y se internó por una senda angosta, cerrada por grandes castaños, y se topó a boca de jarro con una segunda casa, una cabaña. Cuando se acercó a tocarla, como si fuera la de un leñador en los cuentos de la infancia, reparó en otro pequeño cartel de madera: Casa del Castaño. ¿Por qué estaban nombradas? ¿Para quién?

Encontrar al señor Richter media hora más tarde fue fácil. El entusiasmo de Violeta la llevó hasta él.

«Cuando se cerró el molino, puse en arriendo sus casas. Mi abuelo dividió la suya hace muchos años, para vivir ahí él y la familia del molinero. También construyó bajo los castaños una choza para almacenar el trigo; yo la convertí en esa cabaña. En ella veranea mi hija casada, no cabe aquí con los nietos. Y si usted camina un poco más lejos, unos pasos más allá de la casa del castaño, verá la mediagua de unos campesinos. Ahí viven Aguayito y la María. Tienen un huerto, abastecen de verduras a los arrendatarios, hacen el pan, ordeñan las vacas, ahúman el salmón. Y tienen un hijo, un cabro muy habiloso que lo resuelve todo: corta la leña, arregla los enchufes, acarrea los balones de gas al pueblo, todo lo que necesiten los de la casa grande.»

Esto fue en noviembre de aquel año, y Violeta abandonó el lugar tras dejar ambas casas arrendadas para el primero de febrero.

«Nunca le contarás a nadie que estuviste aquí», le dijo a su acompañante, único testigo.

– Más pareces una hija del rigor que una veraneante -fue el comentario de Eduardo cuando llegó por primera vez a nuestro santuario-. Sólo Violeta podía elegir como balneario lo que parece la más furiosa costa irlandesa -agregó, mirándome a mí.

– La hija de Ryan… -acoté.

– Nadie les va a disputar este lugar, no necesitan mantenerlo secreto -nos envolvió a ambas con sus brazos-. Nadie en su sano juicio querría vivir en medio del viento.

Violeta, sorprendida, meditó unos instantes y luego rió.

– ¡Qué raro! Nunca me había dado cuenta de que aquí el viento es permanente. Lo he incorporado como parte del lugar y no se me había ocurrido que existieran lugares sin viento.

– Tranquilízate, es por eso que los ricachones nunca llegarán aquí: este viento impide cualquier deporte acuático. No tienes para qué esconder tanto el lugar, Violeta -insistió Eduardo.

Esa primera noche, a la hora de comida y todavía asombrado con la casa del molino, Eduardo dijo con cierta ironía:

– En Violeta, hasta el estilo de veranear se convierte en un gesto comprometido.

– Bueno, si vivieras en Sudáfrica el mero acto de respirar sería un «gesto comprometido» -contestó ella con rapidez.

Andrés, que le celebraba casi todo, salió en su defensa:

– A la mirada comprometida de Violeta yo la llamaría, para ser exactos, responsabilidad.

– Mmm -lo miré con mi habitual escepticismo-. Me pregunto si a Violeta no le resulta agotador ser siempre responsable.

– ¿Cómo? -preguntó Eduardo.

– No sé, esto de la responsabilidad permanente…

– Es cuestión de tener algún tipo de disciplina frente al mundo -terció Violeta, manteniendo su buen humor-. Creo que a eso se refiere Andrés.

– No, yo creo que se refiere a tus famosas causas -lo dije en forma ligera, sin gravedad-. Tantas causas… ¡qué cansancio!

– Ya, qué lata. ¿Podríamos cambiar de tema? A Eduardo no le cuesta mucho reírse de mí; no le den más razones ustedes. Después de todo, se supone que son cómplices míos, ¿no?

Esa noche Andrés dejó un momento su libro y se dirigió a mí, serio.

– Violeta no es un alma sencilla, ¿verdad, Jose?

– No, claro que no… ¿Por qué lo dices?

– No sé… Presiento que se debate buscándole una respuesta satisfactoria a algo que es tan simple: vivir.

Era cierto. La pesadilla de Violeta, su sueño espantoso, era que el silencio vacío fuera la respuesta a sus propias preguntas -ésas que se formulan sin formularse- sobre la forma más justa de estar sobre esta tierra.

Al aproximarse febrero, cada año, comenzábamos nuestro ritual. A medida que se acercaba el día primero, sonaban los teléfonos. Y esa noche, la víspera de la partida, al cargar los autos, llegábamos a hablar hasta diez veces de una casa a otra.

Nos habíamos puesto de acuerdo previamente sobre los libros. Andrés y yo, por razones obvias, nos sometíamos dócilmente al criterio de Violeta, y debo reconocer que era lo único en que nos sometíamos a ella. Yo era la encargada de los videos, que mi hijo Borja había ya grabado durante el invierno. Los primeros años llevábamos películas antiguas, mucho clásico, mucho blanco y negro. Cuando el mercado de videos estuvo casi tan al día como el del cine, veíamos en el verano las películas que nos saltábamos en el invierno. Yo ya no iba al cine; odiaba que me reconocieran y temía al inevitable compañero de asiento, abriendo sus caramelos con ese ruido del celofán en el silencio de la sala, arruinándome todo goce posible. Y cuando luego empezaban a mascar o les daba por los chicles, sencillamente me cambiaba de asiento. (Nunca olvidaré mi primera ida al cine en Nueva York, cuando en la cola vi a esos gringos con sus enormes vasos de papel encerado repletos de popcorn. Corté por lo sano: abandoné la cola y nunca más pisé una sala. No soñé que semejante costumbre llegaría más tarde a mi país.)

«¿Llevas este año la wafflera? Ya. ¿Y la parrilla? Es que a mí no me cabe la plancha para la carne, no me cabe absolutamente nada más.»

«La cafetera suiza, ¿la echaste? Yo llevo la Bialetti.»

«¿Y la guitarra?»

«Ay, Violeta, no jodas. Voy a descansar.»

«Entonces Jacinta lleva la suya. No te hagas la ilusión de no cantar en todo el verano.»

A medida que pasaban los años, nos fuimos sofisticando.

«¿Celular? ¡No seas siútica, Josefa! ¿Para qué lo necesitamos? La idea es que el resto del mundo no exista.»

Tenía razón Violeta: de eso se trataba. Si no fuera por los postes de la electricidad, no habríamos sabido en qué siglo estábamos. Hasta la ausencia de un almacén nos ayudaba a construir este refugio contra todos los rasgos distintivos de nuestra civilización. Hace poco leí una encuesta; el dos por ciento de la población no sabe quién es el Presidente de la República. Pensé en los campesinos del Llanquihue: no me cupo duda de que Aguayito formaba parte de ese porcentaje.

El tiempo era la pieza clave en la casa del molino.

Nos sacaba de la contingencia. Nos convertía en una especie de vagabundos sin ancla, ni ropaje, ni deberes. Nos daba la oportunidad, una vez al año, de contemplar nuestras vidas con distancia, y esto nos hacía pensar que nuestras raíces eran duraderas. Rara calidad del tiempo. El único espacio en la tierra donde yo no me ocupaba de él, hasta el punto de no poder asegurar si habían transcurrido quince o cinco días, si era martes o domingo, si recién había llegado o si ya debía partir.

Lo atemporal nos rejuvenecía y a mí me suavizaba. (Conocí esa sensación cuando pasó lo de Roberto. Sólo que entonces el tiempo desapareció en el horror, quedó suspendido. Ahora, en cambio, estábamos sobre él; no nos dominaba ni sometía.)

En la casa del molino cocinábamos nosotros, lo que raramente hacíamos durante el año. Cantábamos, algo a lo cual yo me negaba en mi vida diaria. Conversábamos… en circunstancias de que yo ya casi no conversaba con nadie, salvo algunas noches con Andrés.

Todos los gestos cotidianos perdían su cualidad rutinaria y se convertían en sorpresas.

Nos instalábamos en mi cocina grande y mientras hablábamos de nuestros trabajos, maridos, hijos, o comentábamos el libro que ya había terminado de leer la otra, surgían de nuestras manos las compotas de ciruela, las mermeladas de frambuesa, los waffles en las tardes frías. Violeta trasladaba su hamaca y la tendía entre los dos castaños del potrero de atrás. El viento no la descorazonaba.

Necesitábamos un lugar de campo y de agua. No nos bastaba el campo. El agua, como siempre, nos daba una salida. Para los pies, para el pensamiento.

Violeta se quedó con la casa del molinero y yo con la del abuelo Richter. Era una división proporcional al tamaño de nuestras familias. Subíamos por la misma escalera a nuestras dos puertas, que nunca se cerraron. Los niños entraban indistintamente a una u otra. Una miraba al volcán, la de Violeta. La mía, al lago. Violeta, que tenía una verdadera pasión por las casas, se paraba entre ambas a contemplar con amor esas tablas grises. A pesar de todo lo que ha viajado en su vida y aun sabiendo que iba de paso, siempre quiso tener una casa en el país que visitaba, o en cada ciudad o pueblo que le robaba el corazón. Mantenía la fantasía de echar raíces donde estuviera, de diseñar su propia casa en cada parada. «Si algún día logramos convencer a Richter para que nos venda este lugar», me decía, «nos haremos dos casas… Las tengo totalmente diseñadas en mi cabeza. No solamente la mía, la tuya también. Verás las preciosuras que serán, enteras de alerce. Las dos tendrán vista al volcán y al lago. Las haremos sin coñetería, Josefa, ¡prepárate!» Y es que ella de verdad habitaba los lugares, se apropiaba de ellos y los inundaba de sí misma. Rara cualidad ésa. La he encontrado poco en la vida.

La comunidad acústica era total, por lo que no se podía compartir una casa así entre desconocidos. Era divertida la división: a mí me tocó la gran cocina, a Violeta el gran baño. La casa de ella tenía dos dormitorios. El suyo, casi monacal, era pequeño, con una cama matrimonial y una silla, nada más. El otro era enorme, de techos muy altos, con muchos camarotes; Jacinta se apoderaba de él, procurando llenarlo con sus amigas. Violeta era mucho más permisiva que yo al respecto. Yo me agotaba con la casa repleta de gente y limitaba el número de amigos que podían invitar mis hijos. Ella no. «Mira, Josefa», solía decir, nada me importa más que los recuerdos que Jacinta tenga de sus vacaciones: le darán consistencia cuando sea grande, lo sé. No quiero que le pase lo mismo que a mí.»

Mi casa tenía cuatro dormitorios, dos baños chicos, modernos, provistos sólo de una ducha. El baño de Violeta y su enorme tina eran la envidia de todos los míos.

Violeta se levantaba siempre a medianoche, o de madrugada, y se dirigía al lugar más tibio de la casa del molino: el baño era su espacio favorito. El gran termo de agua caliente, las muchas cañerías al aire -como si su antigüedad o precariedad hubiese tenido la intención más vanguardista- y el calor que despedían esos tubos parecían llamarla: era un calor que Violeta no sabía bien de dónde venía ni hacia dónde iba. Su cuerpo avanzaba casi con independencia de su voluntad: como un fantasma, se deslizaba incorpórea, apenas un movimiento, apenas la tibieza del roce de esos cálidos cilindros.

Violeta y yo cantábamos. Eran los momentos predilectos de Andrés, cuando armábamos de noche la fogata y yo veía asomarse, a través de las lenguas anaranjadas, sutilmente, su amor. «Me enamoré de tu voz antes que de ti», me decía. «No importa», lo disculpaba yo, «mi voz y yo somos la misma cosa.»

Hubo tiempos largos en que Violeta cantó conmigo. Aferrada a cualquier forma de arte «para respirar la vida», la música no podía estar ausente de ella. En distintos escenarios -el colegio, la universidad, el campo, las fiestas-, siempre la misma escena: Violeta me hacía la segunda voz. La suya era alta, frágil y dulce, una soprano si hubiese sido profesional. Yo era la que daba la partida con mi registro fuerte y sonoro de contralto:

La pericona se ha muerto, no pudo ver a la meica…

Ella entraría en el momento exacto:

La pericona se ha muerto, no pudo ver a la meica…

Y ambas voces se unían:

…le faltaron cuatro reales, por eso se cayó muerta…

En ese punto nos mirábamos; nos cambiaba el espíritu y continuábamos con alegre intensidad.

Asómate a la rinconá…

Discutimos siempre sobre las canciones de Violeta Parra, nuestra favorita. Acordamos que las dos mejores eran Gracias a la vida y el Maldigo. Ella insistía en que ésta última era, lejos, la mejor de todas, mientras yo no cejaba con Gracias a la vida.

– Es el desgarro, Josefa. ¡El Maldigo es la esencia del desgarro!

Sólo en la casa del molino volvía Violeta a acompañarme en el canto. Cantábamos la una junto a la otra, la otra junto a la una. Cantábamos a la pena, al amor, a la esperanza, al futuro. Cantábamos amorosamente. Yo seguí cantando, Violeta se quedó con la pena y la esperanza… ésta última, en Violeta, a toda prueba. Para mí, vislumbrar tal esperanza significaba ineludiblemente quedarse con la pena.

Sí, Violeta cantaba a la vida. Le cantó hasta que la maldijo. Siempre anhelando que abrir los ojos a la mañana, cada mañana, valiera la pena, incólume su ilusión de que la suerte cambiaría para los hombres, confiando en que los adoloridos no necesitarían esperar el fin del mundo.

3.

Estoy condenada por las catástrofes de mi tierra.

Corral. La culpa la tuvieron el muro de Berlín y el maremoto de Corral, dice Violeta en su diario, que por fin he tenido la valentía de abrir.

Aquel día de mayo de 1960.

Entonces yo era una niña, pero no Eduardo. El cumplió en esa fecha los veinte años. Y me contó muchas veces el cuento: el mar se retiró para adentro, para adentro, muchos kilómetros. La gente, sorprendida, maravillada, corrió hacia este nuevo suelo de arena húmeda que nunca había visto. Hundían sus talones y sacaban mariscos, contemplando embelesados esos tesoros secretos al descubierto. De súbito se oyó un estrépito que se acercaba desde el horizonte. Era un rumor gigantesco, como si, furioso, el mar rugiera. Un sonido extraño nunca antes escuchado y que probablemente nadie volvería a oír. Eduardo miró hacia arriba y pensó: algo muy malo va a pasar. El cielo cambiaba sus colores, todo se ennegreció. A lo lejos, muy a lo lejos, avanzaba hacia la costa una enorme ola, treinta metros de altura, negra, y el cielo dale con cambiar de color: con el rugido venía el rojo, luego el azul, incluso verde se puso el cielo. Eduardo echó a correr como un loco cerro arriba. Lo enceguecía la luminosidad del cielo, esos colores que se trucaban. Tomó su bufanda, se la puso sobre los ojos y por una pequeña abertura miraba el cerro por el cual corría y corría, desaforadamente, subiéndolo. Apenas llegó a la cima, habiendo puesto la tierra pedregosa de por medio, volvió la cabeza y tuvo tiempo de ver la ola gigante abatiéndose sobre la costa de Corral. El agua lo cubrió todo. Todo. Se tragó, voraz, absolutamente todo lo que encontró en su camino.

Eduardo miró. Con sus ojos había visto cómo el mar se completaba con lo que él había tenido. Se quedó completamente solo. Su casa y la casa de sus padres habían desaparecido. Su familia, esposa, hijo, padre y madre, cada uno de los miembros de su familia enredado entre las aguas, sumergido entre las aguas, muerto entre las aguas.

Eduardo había creído hasta entonces que los huérfanos sólo existían en los cuentos.

La historia de Corral aparece en el cuaderno grande, el de las cubiertas de cuero marrón. No debo abrirlo en cualquier página. Meticulosamente examino las fechas: nada al azar. Si me faltó atención para escucharla entonces, no puedo fallar ahora.

9 de noviembre de 1989

Presiento el día de hoy como uno importante.

Dos cosas han ocurrido.

Cayó el muro de Berlín.

Di vueltas por la casa, desconcertada. No sabía bien qué quería hacer. Hasta que fui a la librería, necesitaba ver a mi papá, escuchar su opinión. Siempre he mantenido el gusto por hurgar en los estantes a esa última hora de la tarde, ver qué nuevo texto ha llegado. Pero hoy no me preocupaban los libros. Sentía un raro desasosiego.

Mi padre conversaba con un hombre detrás del mesón, un señor de mediana edad, también mediana su estatura, de pelo oscuro y barba, vestido en forma muy casual (sin corbata, chaqueta informal, pantalones anchos). Me llamó para presentármelo y, al mirarlo de frente, lo reconocí.

– No sabía que estuviera en Chile -le dije.

– Tampoco yo -me respondió.

Me reí y sentí ganas de que se quedara. En ese momento, Carmencita llamó a papá; lidiaba con un cliente difícil.

– Perdónenme, ya vuelvo -muy educado, papá nos dejó solos.

Lo miré.

– Cayó el muro de Berlín -no sabía qué otra cosa decir.

Me contestó que había escuchado las noticias.

– ¿ Y qué opina? -pregunté.

Él: Nada en especial. Bien por la libertad. ¿Y tú?

Yo: Sí, bien por la libertad. Pero… no sé, me tiene desconcertada, como si todo perdiera su rumbo.

Él: ¿Qué importa que se pierdan los rumbos, si no existen las causas superiores? Tú eres muy joven… pero a mi edad ya se sabe que lo único que existe es la demencia de los fanáticos o el vacío interior que los transforma en tales.

Ay, si se va de tesis no lo soportaría, pensé. Por lo tanto, no le respondí. No era el momento de explicarle a un desconocido algo tan confuso para mí misma. Nos quedamos callados y automáticamente nos pusimos a mirar libros que en realidad no veíamos.

Eduardo: ¿Eres una buena lectora?

Yo: Sí, bastante. ¿Tiene alguna sugerencia?

Eduardo: ¿Por qué me tratas de usted?

Yo: Por puro respeto, supongo.

Eduardo: O la otra es que sea por viejo… Si me tuteas, te voy a recomendar un libro magnífico.

Yo: De acuerdo. ¿ Cuál sería?

Eduardo: ¿ Conoces a Agota Kristoff?

Yo: No, ni de nombre.

Eduardo: Mira, tu padre tiene aquí su novela El gran cuaderno. Es una escritora húngara, aunque escribe directamente en francés. No es muy conocida. Llévatelo, no lo vas a encontrar fácilmente en otra parte. Claro que, una vez leído, exijo un comentario.

No vacilé: nada me causa tanto placer como saber que tengo entre mis manos un buen libro. Y más aun si me lo recomienda él, que no es un escritor de moda: él es serio.

– Ven -le dije-, te invito a un café en señal de agradecimiento.

Caminamos por Providencia -ya no el centro, como en mi infancia- y no tuvimos que avanzar mucho para instalarnos apropiadamente.

Insisto en que lo de Berlín me tenía confusa, no era un día normal. Mi intención era conversar y, ojalá, hacerme un poco amiga de este hombre a quien sentía conocer por sus libros. Quizás hasta podríamos haber conversado del maremoto de Corral, de su viudez y su inusitada historia. De hecho, durante un mágico momento, lo hicimos. Le hablé de mis autores favoritos y escuché sus comentarios casi con devoción. Un punto a su favor: reparó inmediatamente en mi anillo.

– Esa es la piedra cruz -dijo.

– Lo sé.

– Es del sur, del río Laraquete, cerca de mi tierra.

– También lo sé.

– Me sorprende que lo uses. No se lo he visto nunca a otra persona.

Pero prefirió irse por lo fácil: me convidó a un hotel, a la media hora de haberlo conocido. ¡Qué poco sutil!

Por si acaso, le dije que no.

Noviembre, no sé qué día

Estoy molesta con Susana. Ella me da lo mismo, no es más que una aspirante a escritora que da vueltas alrededor de la librería. Pero igual tengo rabia, como si me hubiera ganado. Es que en verdad me ganó, y Carmencita, por supuesto, no pudo dejar de contármelo en cuanto me vio. Aunque tampoco es tan claro que me haya ganado: después de todo yo lo rechacé. Le dije que no, y por eso invitó a Susana. Me siento superior a Susana, soy una presa menos fácil y eso siempre da una cierta categoría. Aunque sea feo decirlo, y odiando la falta de solidaridad entre mujeres, Susana recibe lo que yo desecho. Y también estoy molesta con Eduardo. No dudó en comentarle a papá lo sensible e inteligente que era su hija, cómo habíamos congeniado, todo eso. Pero igual me habrá considerado intercambiable si pudo hacerme una proposición y, al momento siguiente, hacérsela a otra. Me aterra ser yo una Susana el día de mañana. Al fin, me trató igual que a ella, la única diferencia es que hoy yo dije que no y ella accedió. No sé si gané o perdí. Soy una mujer sola, con los amores un poco cansados, y le he entregado a otra una bonita oportunidad. Claro, me angustia terminar en la cama a la primera -¿acaso no lo he hecho nunca?- o decir que sí sólo por miedo, el puro miedo a ser rechazada el día de mañana, probablemente por uno peor que Eduardo. ¿No dicen que en las solteras el tiempo va mermando la selectividad? Ese frívolo -escritor será, pero es frívolo igual- debe estar pensando para sus adentros: tú te la perdiste. O tal vez: no eres la única mujer sobre la tierra. Mi rechazo le da lo mismo. Estoy molesta, pero la verdad es que, dejando a Susana fuera, me doy cuenta de que tampoco estoy enojada con Eduardo. ¡Es tan difícil decir no! En ese terreno, nunca sé bien lo que quiero. Soy yo la que me molesto a mí misma. Me siento atravesada por emociones fuertes e incómodas, pero ninguna tiene que ver dilectamente con Eduardo, sino conmigo misma.

Principios de diciembre

Es que me conmovió su historia. Toda geografía arrebatada me conmueve. ¿Cómo no? Josefa dice que la desprotección en los hombres actúa sobre mí como anzuelo sexual, que soy el refugio perfecto para narcisos desvalidos. Esa es su ponderación. Es cierto que fue así con el padre de Jacinta, pero han pasado los años y supongo que no ha sido en vano.

Bien estuvo mi súper−yo al no admitir la separación externa entre una mujer -otra- y yo. Soy Susana y ella es Violeta. Debemos reconocernos la una en la otra. Me fui a la cama con él. A la segunda, no a la primera.

Nos volvimos a encontrar en la librería. Según él, me buscaba. Dijo que yo le debía las impresiones de El gran cuaderno. Eran tantas, y tan apasionadas, que del café pasamos al trago (que él no tomó) y terminamos en la comida. Entre el congrio frito del Venezia y las papayas al jugo me fui enterando de su historia. Supe, desde los titulares, que el hotel estaba muy cerca, que casi tenía un pie adentro.

A los veinte años, a raíz del maremoto, Eduardo quedó absolutamente solo. Enfiló hacia el norte. Se detuvo en Chillán. Ni él sabe cómo pasó los dos meses siguientes, metido día y noche en una cantina. Los vecinos, de puro buenos, emborrachaban a este damnificado y así le inventaron esa sed de la cual es víctima hasta hoy.

Después, lo de siempre: empezó trabajando en un camión, salió a buscar ripio a los ríos cercanos. Una mujer lo invitó a vivir con ella -alimento para el cuerpo y para el alma-, y luego llegó el clásico momento del vacío intelectual: decidió entrar a la universidad. Leyes fue su elección. No duró mucho. Empleado en una notaría ganó el dinero suficiente, hasta que pudo volcarse al centro de Santiago, incorporarse a la bohemia que florecía en esos años y escribir un libro.

Su primera novela, Al fondo del mar, ambientada en el sur y con el maremoto como elemento central, fue todo un suceso. Se leyó, se vendió, se criticó, se reimprimió, llegaron los derechos de autor, la inclusión en la lectura escolar obligatoria, las reediciones, una tras otra. Comenzó muchas segundas novelas que no terminó -el drama de todo escritor, me dijo-, hasta que a principios de los setenta publicó Terra Australis, este nuevo mundo. Ahora el tema era contingente, nada que ver con el costumbrismo sureño. Pero no pasó casi nada. Por fin, Eduardo abandonó el país, imaginando que en otras tierras respiraría vivencias, imaginación y fuerza. Se instaló en Canadá, donde publicó, en los años ochenta, su tercera novela. Recuerdo muy bien cuando llegó a Chile, era una buena edición y se veía bonita en los estantes de la librería de papá. La leí y me gustó, me gustó mucho. Era pura nostalgia de su tierra, y en aquella época la nostalgia nos envolvía a todos; tanto los de afuera como los de adentro se identificaron. Pero la crítica no valoró esta identificación, que atribuyó a razones «extraliterarias» (por tanto, no valederas). De esto hace siete años. No se ha repetido el éxito del primer libro. La próxima novela -dice él- se está escribiendo.

– Todavía está por verse si soy realmente un buen escritor, o si fue nada más la fuerza del maremoto -me dijo mientras saboreaba el postre.

Y yo partí con él.

Nota: entrando al hotel, le lancé la pregunta: «¿Y Susana?» No fue pose su desconcierto, y tampoco su inmediata contestación: «¿Susana? ¿Quién es?»

4.

Jacinta saca del bolsillo de su pantalón una bola plateada y juega nerviosamente con ella. La soba con los dedos, se la pasa de una mano a la otra sin mirarla.

– ¿Es la del collar? -no puedo dejar de preguntarle.

– Sí.

– ¿Y la cadena?

– Se cortó.

– ¿Cuándo?

– La noche de la fiesta.

Trago saliva con dificultad e instintivamente tiendo las manos para tomarla. Jacinta me la entrega.

Violeta se compró en México una bola de plata que colgaba de una cadena. Me explicó que era para la buena suerte (¿no le bastaba con la piedra cruz?) y que, para comprobar que era plata -y de la buena-, los artesanos le colocaban dentro hilillos también de plata que sonaban al chocar entre sí con el movimiento de la bola. Esto convirtió a Violeta en una suerte de cencerro ambulante. Sonaba el tilín−tilín de la joya a cada movimiento de su cuerpo, anunciándola; con el oído atento que me caracteriza, yo la escuchaba venir, como si la presintiese. Los dedos de Violeta, esos dedos ágiles y delgados, jugaban, amasaban su collar nerviosamente. Ella podía centrar su energía en un solo acto tan poco significativo como aquél y concentrarse de verdad. Era increíble su capacidad para pasar largos ratos sin hacer nada, actitud que yo abominaba. Para mí el tiempo era un elemento voraz, cuyo único objetivo era ser bien empleado. Siempre tuve mil modos de usarlo, viviendo con culpa su despilfarro y sufriendo genuinamente por todo lo que no alcanzaba a hacer, lo que dejaba en el mañana o, sencillamente, en el olvido. Violeta no. Ella miraba el techo o el follaje de los aromos donde colgaba su hamaca, en la casa de Ñuñoa, comiendo pistachos o jugando con su nuevo collar, como ahora, y el tiempo recorría tranquilamente sus ojos, sin perturbarla. ¿Dónde estaba Violeta en esos momentos? Su ajenidad se me escurrió en la marea de mis propios síntomas: esta velocidad del éxito, el tráfico y la congestión que he elegido. Ahora me entero por Jacinta, su hija, de que esa noche del 14 de noviembre de 1991 la cadena del collar se cortó. Violeta no pudo recurrir a su bola de plata para la buena suerte. Y se habrá preguntado por qué no le bastó el anillo, con la historia y la fuerza que arrastraba esa piedra de tonos tierra y negro.

Jacinta ha heredado ese color tan propio de su madre. A veces pensé que era el marfil, pero cuando tuve el ámbar ante mi vista comprendí que de allí venía el color de Violeta. En un par de años, cuando cumpla dieciocho, Jacinta será más alta que su madre. Según Violeta, todos los niños de esta generación tendrán estaturas superiores a sus padres. «Es la alimentación», me decía, «¿qué crees tú qué pasó?, ¿cuándo cambió todo y nos pusimos a comer y a parir como norteamericanas?» Pues bien, pronto -dos o tres años pasan volando- Jacinta tendrá un porte apreciable. También su contextura, ni delgada ni maciza, es heredada. Es una de aquellas mujeres que no tienen el peso como preocupación central, de ésas -envidiadas por mí- que pueden pecar alegremente de gula sin consecuencias. Odio esos cuerpos porque desearía con vehemencia haber nacido con uno de ellos; sólo esta envidia hizo comprender a Violeta que no era natural ser así, y entonces agradeció su privilegio. La única otra característica que Jacinta ha heredado de su madre es el pelo grueso y ondulado. Cuando éramos pequeñas, Violeta soñaba con ser dueña de mi pelo liso; ni todas las planchas calientes de principios de los años sesenta lograron modificar sus crespos. Jacinta los heredó. Nada más. Los ojos y la buena vista son de su padre.

Los lentes de Violeta determinaron las etapas de su vida. «¿Qué época fue ésa, Josefa?», me preguntaba, «¿qué lentes usaba yo?» Piti, le decían por sus horribles anteojos con marco de carey celeste, puntudos en sus esquinas. Cuando llegó por primera vez al colegio, ya cursábamos el tercer año. Violeta apareció con esos lentes y alguna de las compañeras los comentó a la hora del recreo: ¿vieron a esa recién llegada, se fijaron en los anteojos? Todas miraron a Violeta y se rieron. Ella no sabía de qué hablaban, pero sonrió, ruborizándose. Estaba sola en el patio, sin una niña que se le acercara mientras las líderes del curso no dieran la indicación. Piti, se reían. La verdad es que Violeta nunca ha visto mucho o, por decirlo mejor, muchas cosas las ha visto más bien borrosas.

Al final de la adolescencia, junto con la pretensión llegaron los lentes de contacto. Distraída como era, los perdió mil veces. Recuerdo -y no puedo dejar de volver a sentir un poco de rabia- tantos lugares y siempre los momentos más inadecuados: el cine, arriba de una micro, en una tienda. Violeta buscaba sus lentes a tientas por el suelo, en cuatro patas, haciéndome sentir culpable si fingía ignorar la situación. Inexorablemente, terminábamos gateando las dos. Lo sorprendente es que siempre los encontraba. Me alegré cuando entró en su etapa de intelectual y las vanidades del mundo pasaron a penúltimo lugar: los lentes de contacto fueron reemplazados por aquellos anteojos redondos, como en las fotografías antiguas, con una delgada moldura de acero sujeta al puente de la nariz. «¿Me veo igual a la Mia Farrow?», me preguntaba con los ojos muy abiertos.

5.

Nosotras, las otras, vimos nacer a Jacinta.

La niña nació en Europa y heredó su nombre de una trapecista. Fue concebida en Grecia, en el Peloponeso. Violeta y Gonzalo habían contraído matrimonio en el año 1973 y emigraron a poco andar. Sólo esperaron que ella tuviese en sus manos su título de arquitecta para partir. Para Gonzalo, en cambio, la arquitectura sólo había cumplido el rol de antesala para la pintura, y el título no le interesaba. Se iba a dedicar al arte sin concesión alguna. Roma fue la ciudad elegida. Desde esa casa matriz recorrieron mucho mundo. Violeta gastaba largas horas, eternas horas, inclinada sobre el tablero, en la sala de dibujo de una empresa constructora romana, ganando el sustento mientras Gonzalo aprendía, pintaba, soñaba con el pincel en las manos sucias de óleo. Eran sueños de grandeza, de éxito, de reconocimiento; Violeta, por su parte, llegaba tan cansada al minúsculo departamento -en pleno Centro Storico- que no tenía sueños propios; soñaba y trabajaba para él. Cuando el dinero era suficiente, cerraban el departamento o se lo subarrendaban a algún amigo, y abordaban trenes, barcos, buses.

Grecia fue el destino uno de esos inviernos. De Atenas se fueron al Peloponeso. Al cruzar el istmo, Violeta se enamoró de Corinto, con su enorme fortaleza. Las piedras gigantes le confundieron naturaleza y arquitectura: todo le parecía a Violeta alcanzar el cielo, mientras sus casas chicas de antigua teja pudieron haber albergado enanos. Pero fue frente al templo de Apolo, tan solo en medio de Corinto antiguo -¿cuántos años llevaría ahí ese templo pequeño, nítido, abandonado?-, que decidió quedarse. «Está todo tan seco, Violeta, movámonos un poco, el viento es demasiado, me muero de frío…» Gonzalo la sacó por fin de aquel lugar extraño, y avanzaron hasta otro, más inhóspito aun: Micenas. Violeta pisó una y otra vez el umbral de la gran Puerta de los Leones, mientras Gonzalo le murmuraba en el oído: «Vuelve a pisar este suelo, será la primera y última vez que tus pies descansen sobre algo tan milenario.» Frente a la tumba de Casandra y a los montículos de piedra que una vez fueron los leones guardianes de la entrada, Violeta evocaba el exilio remoto y forzado de aquella otra mujer, sola, cargada con el peso de las joyas familiares, prisionera de Agamenón. Así tal vez la recibieron esos leones de piedra y ese pueblo extraño, hostil como el viento, indiferente como ese cielo inalterado que vio a Casandra caminar con su mente cruzada por imágenes premonitorias de sangre y abandono. Casandra, sola con su relato roto y con su muerte. Violeta no quiso irse de ahí. El viento soplaba sin pausa: fue el más helado que conoció en su vida, peor aun que el de Corinto. Igual se quedaron. Allí, sobre esa tierra amarillenta, conocieron a la gente de un circo que recorría una por una todas las ciudades del Peloponeso. Violeta se sentaba con una bolsa de pistachos en el suelo y, mientras se los echaba a la boca y se rompía las uñas descascarando ese fruto verde y duro, miraba a los infatigables trapecistas en las horas de ensayo. (Fue entonces que conoció los pistachos. No dejó nunca de comerlos, y cuando volvió a Chile y no los encontró por ningún lado, confiaba siempre en que Josefa se los traería de algún viaje. Cuando al fin se pudieron comprar en Chile, ya era tarde para Violeta.) No se perdió uno solo de los ensayos que los trapecistas hicieron en esos días. Sus ojos se dilataban frente a sus espectaculares acrobacias, fijos, hipnotizados, mientras Gonzalo elaboraba en su block los correspondientes bocetos. Jacinta, la trapecista, usaba en el anular un anillo de plata. La piedra era un delgado óvalo negro sujeto por un círculo macizo y plateado. El mundo en sus manos, pensaba Violeta. El mundo en un solo dedo, le decía Gonzalo. Obsidiana de México, le dijo Jacinta, y Violeta buscaría ese anillo hasta encontrarlo, años después, en México. Jacinta no mentía.

Jacinta provenía de Canadá. (Cuando, siglos más tarde a juicio de Violeta, supo que Eduardo había vivido en ese país, le preguntó si la conocía. Eduardo se rió de ella.) Su pareja era Maxx, con dos x. Maxx el trapecista, el acróbata de músculos fabulosos que le daba a Jacinta una seguridad total en los aires. Subyugados, Violeta y Gonzalo accedieron cuando Maxx y Jacinta los invitaron a compartir su carpa unos días. Una de esas noches -¿elegida?- fue concebida la segunda Jacinta.

De vuelta en Roma, Violeta supo que estaba embarazada y se consideró a sí misma una reina y a su hija una elegida de las diosas. Después de todo, su semilla fructificó en tierra de dioses, escribiría más tarde en su diario. Y cuando crezca le enseñaré sobre ellas. Le hablaré de Hera, la matriarca, y del poder terreno y la forma de soldarse a un matrimonio. De Artemisa, la amazona, con su amor a la naturaleza. Y de Atenea, con su gran sentido cívico y su lógica intelectual originada en el mundo paterno. También de Afrodita, la diosa de cuerpo sagrado, sagrada en la pasión y en las artes. Y por último le hablaré de Deméter, la madre-tierra fértil y nutricia, y de Perséfone, dueña de lo subterráneo y lo oculto, con sus sueños de muerte y transformación. Conocer sus historias la ayudará a ser mujer. Eso sí, le pediré que no se identifique solamente con una, porque puede ser fuente de impensables dolores. Que las conozca a todas y en cada una pueda reconocer una parte de sí misma. Que no sea una diosa vulnerable como su madre, que ha existido sólo en la medida del vínculo.

De allí viene el nombre de esta niña a quien Violeta, embarazada, nunca soñó siquiera como varón. Y muchas veces especificó: Jacinta es mi hija. Pero Jacinta, la original, era una trapecista.

6.

Mauricio me llama por teléfono. Está sobresaltado.

– Es ella, ¿cierto?

– Sí, es ella.

– Pero Josefa, ¿qué diablos pasó?

– No sé, Mauricio, no sé… Imagínate, estoy hecha pedazos.

Me niego a interpretar ni a dar explicaciones.

– No puedo dejar de pensar en el payaso -insiste Mauricio-. La dejé tan linda ese día… Fue ése el día de los acontecimientos, ¿cierto?

– Sí. Yo tampoco he dejado de preguntarme qué habría pasado si no la hubieras maquillado. No se habría atrasado y quizás todo habría sido distinto…

– La noté nerviosa cuando vio que se hacía tarde.

– ¿Sí? No alcancé a darme cuenta, estaba concentrada en otra cosa…

– Ay, Josefa…

No. no estoy para resistir los llantos de Mauricio. Me basta con los de Andrés, los de Jacinta, los de mis hijos. Me basta con los míos.

Aquella noche fatídica, la víspera del salto de Violeta a la primera plana de los diarios, aquella noche, la de la fiesta del arlequín, ella pasó por mi casa.

Se la ve apurada.

– Los zapatos, Josefa. ¿Te acuerdas de que me ibas a prestar esos zapatones para mi disfraz?

Dice que irá a la fiesta vestida de payaso. Yo apenas la veo en el espejo, porque está Mauricio arreglándome. No puedo vivir sin Mauricio, soy incapaz de dar un paso sin él, no concibo salir a la calle si mi cara y mi pelo no han pasado antes por sus manos. Él le pregunta a Violeta por su disfraz. Ella se lo explica.

– ¡Qué pobreza! -comenta Mauricio.

Sigue maquillándome, pero mira de reojo a Violeta y no se resigna. Termina conmigo y la instala frente al espejo.

– Ven acá un poco, chiquilla, te voy a dar una manito de gato.

Se entusiasma y decide transformarla de payaso de circo pobre en un soberbio arlequín veneciano.

– ¿Pierrot? ¿Traje de patchwork o de ajedrez?

– No, no pienses en los arlequines de Picasso -le contesta Violeta con candor-. Sólo parches rojos y amarillos.

Mauricio se engolosina con el trabajo sobre su rostro. No puede soltarla.

– Preciosa tu amiga -me dice-, pero tan dejada de la mano de Dios…

Violeta ríe y se entrega. Van pasando los minutos y Mauricio no puede detenerse. Abre su maletín.

– Es totalmente mágico -dice Violeta, embelesada al ver todos esos colores y brillos.

– ¡El pelo! Tengo que hacerte un arreglo genial en el pelo… Jose, linda, dame todas las cintas que tengas.

– ¿Tienes cintas? -le grito a Celeste, y siento un escozor de celos.

Luego vino el brillo, esos miles de puntos fucsia y oro. Violeta se transforma frente al espejo. Aparece esa otra que no es ella y que a ella le gusta tanto.

– Apúrate, Mauricio -ruego yo de pronto-, nos vamos a atrasar.

– No importa que lleguen tarde, mira lo hermosa que va a quedar tu amiga.

– Eduardo se va a poner nervioso, lo conozco -dice Violeta.

Se dibuja ya el arlequín. Me entusiasmo. (Los celos se han diluido.)

– Es una obra de arte, Mauricio -exclamo-. ¡Está fantástica!

Violeta mira su reloj. Se toca el confetti rojo y dorado sobre su cuello.

– Llámalo tú, Josefa, yo no me atrevo, me va a retar.

– ¿Pero quién es ese monstruo, por favor? – chilla Mauricio con su voz afectada.

– Mi marido no más. No es un monstruo. Es que… anda un poco alterado.

– No le hagas caso, no le avises nada. Llega así no más, y apenas te vea, caerá rendido.

La escarcha fucsia sobre su máscara de arlequín.

Efectivamente, Violeta llega tarde a la fiesta. Eduardo la esperaba con un gin-tonic en la mano y los labios fruncidos en un rictus distante. Según alcanzó a contarme después, en ese mismo momento tuvieron el primer desencuentro de la noche. De aquella noche.

En mis retinas, y en las de Mauricio, y en las de todos los que asistieron a esa fiesta, quedaron impresas las huellas de la tristeza veneciana.

Había comenzado el calor a fines de 1989, el año de la caída del muro de Berlín. Por esos días yo grababa en un estudio ubicado a sólo una cuadra de la casa de Violeta. Ya había empezado a sumergirme, lentamente, en mi encierro, y convivía con muy poca gente. Pude verla esos días estrictamente por la cercanía entre el estudio y su casa. Cuando hacíamos un intervalo que los sonidistas aprovechaban para una cerveza, yo caminaba hacia la calle Gerona y nos tomábamos juntas un café.

Esa tarde Jacinta me abrió la puerta y entré directamente al dormitorio de Violeta, deteniéndome un instante para mirar el dibujo de la alfombra más grande del living. La casa de Violeta era como una mezquita, estaba llena de alfombras. Lo que diferencia una casa de un hogar son las alfombras, decía ella. Hablaba de nudos por centímetro cuadrado, de la mezcla del algodón con la lana y la seda. Compró una Herecker en Estambul, que tenía firma y título: Flores de los siete montes. Frente a ella, con su jardín bordado en azules profundos, me detenía siempre al entrar a su casa.

La encontré tirada en la cama, sujetando su cara tensa y concentrada con ambas manos. A su lado, un plato de hermosas chirimoyas. La música sonaba a todo volumen: Violeta no sabía escucharla sino de esa manera.

Me miró absorta.

– ¡Por Dios, qué difícil es Debussy!

Divertida, le devolví la mirada.

– ¿Y qué importa, Violeta, que sea difícil Debussy?

– Es que me gustaría poder entenderlo. Y no sólo a Debussy; quisiera entender cualquier manifestación artística, sea la que sea…

– Especialmente la literatura, en estos días.

Se rió.

– ¡A eso viniste!

– Tengo diez minutos, cuéntame rápido -y empecé a comerme, sin consulta, las dulces chirimoyas.

Fue el tiempo en que a Violeta le dio por hablar con sus muertos. Conversaba con ellos frente a sus fotografías en esa especie de feria ambulante que era su dormitorio. En la base del paragüero, pieza esencial de la habitación, entre colgajos de todo tipo, sombreros, pañuelos, bufandas, al lado de la hendidura de cobre que teóricamente recibía los paraguas chorreados de lluvia, había acomodado una fotografía de Cayetana y otra de su abuela Carlota y del viejo Antonio. También colgó junto al tocador una de Gonzalo, confundida entre aros, cuentas, pulseras y collares. «Pero si mi papá no ha muerto», le reclamó Jacinta. «No importa, mi amor, el concepto de muerte tiene varias acepciones.» Se activaron las velas rojas. Violeta siempre se rodeaba de velas prendidas y éstas convivían con sus invariables inciensos. Ahora se multiplicaban frente a sus muertos. Se sentía protegida por ellos, y les pidió que ignoraran aquel bicho negro que la había estremecido, y que la unieran a Eduardo para toda la vida.

Porque un par de semanas después del primer hotel, Violeta y Eduardo van al Cajón del Maipo por el fin de semana. Comen champiñones en una modesta hostería y con el paisaje precordillerano frente al ventanal se hacen promesas de amor.

Ella le confía su obsesión por ser madre otra vez, habla de su potencialidad tan menguada y de su miedo de que Jacinta repita su historia siendo hija única. Eduardo no parece amilanarse, como otros que han fingido ser cómplices de ese discurso. Él tiene sus propias ambiciones: necesita una esposa. Luego de la pérdida que sufrió tan joven en el maremoto de Corral, arrancó de cualquier compromiso afectivo por muchos años. «He hecho una vida de perros», le dice, «perro callejero, perro libre y libertino, pero perro al fin.» Cree que lo único que le permitirá escribir su gran novela serán una casa y una mujer. Una estructura doméstica sobre la cual pueda descansar y crear. «Las mujeres le dan el tratamiento de algo sagrado a la escritura del hombre», comenta Eduardo, y Violeta se ríe porque sabe que es cierto. «Yo también necesito una esposa», dice Violeta, «es el gran negocio para cualquiera.» «Como no puedes tenerla, conviértete en la mía», le sugiere Eduardo. Violeta se asombra de un hombre que en su cincuentena les tenga tan poco miedo a esas palabras. «Tú quieres casa, yo la tengo. Quieres esposa, yo puedo serlo. Quieres estructura, puedo dártela. Sólo pido a cambio un hijo.» Todo esto fue dicho entre risas y mimos, pero lo dijeron de todos modos.

Violeta me cuenta que terminada esa dulce conversación en sus brazos, se levanta al baño dejando a Eduardo en la cama. Al abrir la puerta, se le cruza por el piso una cucaracha negra: «Era la más grande que he visto en toda mi vida, y la más fea.» Violeta queda suspendida.

Pasó diciembre con sus cerezas también dulces, más dulces que nunca ese año. En febrero nos fuimos.

Fue en la casa del molino donde Violeta me habló por primera vez de «el último bosque»: el no lugar, ése en su conciencia, aquel espacio para la solidaridad que su mente empieza a fabricar por el deseo de no perder los sueños.

– No es un lugar a alcanzar, Josefa. Es sólo la fuerza para salir de la inmediatez. Si ya no existe la gran ética, quisiera que el último bosque fuera mi pequeña ética personal.

Esperaba a Eduardo.

La víspera de su llegada, se quiebra un vidrio en la ventana de su dormitorio. Corre donde Aguayito, todo debe estar impecable para el día siguiente. Aguayito manda a su hijo con un vidrio nuevo. Yo entro tras él. Violeta está encima de su cama con un libro, aún en traje de baño. Veo su sostén y sus calzones tirados sobre la única silla disponible. El hijo de Aguayito, nervioso, no puede desprender sus ojos de esas prendas sedosas. Violeta no se inmuta.

– ¿Cómo puedo agasajarlo, Josefa?

– Con salmón ahumado.

– Ya está en el refrigerador. Pensaba en algo más íntimo, como alguna ropa especial. Pero no tengo nada aquí. ¡Ya sé! Tú me maquillarás.

– Tienes con qué?

– ¿Yo? Cómo se te ocurre, apenas tengo en Santiago.

– Tengo kohl.

Muy de ella, no tener nada con qué arreglarse. Al día siguiente llega a mi casa. Se ha sacado los bluyines, cambiándolos por una larga falda hindú.

Sentadas ambas sobre mi cama, la pinto: les invento a sus ojos una profundidad que no tienen. Mi hija Celeste nos observa. Deja de lado el álbum de fotografías que está hojeando. Nos interrumpe:

– Violeta, mira estas fotos: son de hace cinco veranos y estás exactamente con la misma ropa.

Celeste no puede creerlo. Violeta se ríe.

– No me sorprende, esta falda tiene diez años. Pero es linda, ¿cierto? ¿Te gusta?

– Sí…

– ¡Qué entusiasmo, Celeste! -comenta Violeta.

– Como puedes ver, hace gala de su edad -intervengo yo.

Cuando Violeta parte, un halo de sándalo, los ojos muy negros y destellando el naranjo de su falda, Celeste se vuelve hacia mí.

– ¡Qué antigua es Violeta para todo, mamá!

– Es uno de sus grandes valores, Celeste. No lo mires en menos.

Aún hoy mis ojos pueden admirar, recordándolo, el espectáculo del lago enfurecido azotando la bahía. Y del volcán, enorme y majestuoso, como único testigo; los cerros regados de verde callan.

Violeta sale envuelta en una manta, camina hacia la playa con paso lento, pensativo. Me encuentra allí. Se sienta a mi lado en silencio y mira hacia las olas.

– Eduardo está igual que el agua -me comenta al cabo de un rato.

– ¿Enojado?

– Parece.

– ¿Qué pasó?

– Absolutamente nada. Eso es lo más sorprendente.

Mi soledad esa tarde era total: los niños en Ensenada -habían ido a tomar té al Bellavista-, Andrés se hallaba en Santiago por unos días. A Violeta y Eduardo no los había visto en toda la jornada; presumí que estarían aprovechando el tiempo de intimidad, tan escaso casi siempre para las parejas adultas.

– Los cambios en su carácter son tan vertiginosos. Me apabullan.

Espero que diga algo más.

Teme ponerse densa, la conozco. Ella es la primera en detestar la gravedad. Seria, sí; grave, no: hagamos la distinción. Es una de sus máximas.

– ¿Qué pasó, Violeta?

– Me violó.

No puedo dejar de reírme.

– Pero es lo único que tú quieres, ¿o me equivoco?

– Hablo en serio, Jose. Hicimos el amor, todo perfecto. Luego dormimos siesta. Al despertar, él quiso hacer el amor de nuevo. Yo no tenía ganas y le dije cariñosamente que pretería leer un rato. Se levantó y se fue al living. Tomé mi libro, creyendo que todo estaba tranquilo. Lo sentí abriendo el refrigerador y pensé que habría despertado hambriento. Al rato llegó a la pieza, con otra cara. No quiero dar detalles, pero fue muy raro. Tenía olor a alcohol, un gesto como perverso, que no le conocía, en sus labios. Se me tiró encima, literalmente. Tú sabes que él es abstemio, por eso me extrañó tanto. Le pregunté qué le pasaba y me contestó algunas obscenidades. Y aquí viene lo peor de mí misma: esas obscenidades me calentaron. Y lo que partió siendo una violación terminó en una pasión desenfrenada. Ahora está durmiendo. Y yo me siento avergonzada, he quedado con un sabor amargo en la boca.

– Me parece evidente que fue el alcohol -también yo estoy asombrada.

– Debe ser eso…

Se levanta y abraza su manta. Desde la arena tiro uno de sus bordes, al ver que comienza a alejarse.

– ¿Cómo te sientes?

– No sé -me dice ella.

Pensé que Violeta se daba ciertos lujos y que de vez en cuando se concedía a sí misma algo inadecuado. Recordé su amor por el filo de la navaja, por estar siempre cerca del límite, en el borde. Y por ello Violeta era más vulnerable que yo.

– La cucaracha negra, ¿te acuerdas? Y ahora el vidrio roto. ¿No será que se acerca el Espíritu Malo?

– No sé, yo no necesito espíritus malos para justificar nada.

– ¡Tan concreta que eres tú, Jose!

– Siempre he tenido claro que el género humano es perverso, Viola querida.

– ¿Y te quedas tan tranquila?

– Es que no hay nada que hacer. ¿No te das cuenta de que la civilización y la norma son lo único que nos impide comernos vivos? No entiendo cómo tú puedes tener todavía esperanzas en el futuro y la evolución de esta especie.

Pareció volver la Violeta de siempre, con la risa otra vez en sus ojos. Apretó nuevamente la manta contra su cuerpo, como si efectivamente la acechara el peligro. Se separó de mí, despacio. Yo tenía fija la vista sobre sus dedos de bambú y apenas la oí cuando me dijo:

– Es un sentimiento conocido, Josefa. Debo escarbar. Mi observador interno me está dando algunas señales… Bueno, como me las ha dado siempre.

7.

Nosotras, las otras, sabemos a qué se refiere Violeta. Estábamos a su lado ese primer día de colegio. También el segundo y el tercero y todos los días que vinieron.

La observamos aquel viernes, cuando a la hora del recreo sacó su termo y su sándwich del bolsón. La profesora, parada en el umbral de la puerta, controlaba el contenido del pan de cada niña en la fila. Tomó el de Violeta, lo examinó e hizo una mueca despectiva.

– ¡Paté! ¡Escuchen todas, la niña nueva ha traído un sándwich de paté! Y métanselo bien en la cabeza para que aprendan lo que no se debe hacer.

Muchas caras -tantas, a los ojos de la pequeña Violeta- giraron para mirarla.

– Hoy es viernes: la Iglesia Católica prohíbe comer carne o cualquiera de sus derivados en este día.

– Perdón… no lo sabía.

– ¿Y su mamá? ¿Acaso ella no lo sabe? -a Violeta le sonó incomprensible el tono desdeñoso de esta mujer.

– No sé.

– ¡Requisado! -gritó la profesora, tirando el pan al basurero.

Violeta salió sola al patio. Al menos el termo apaciguaría su hambre.

Se sentó en un banco y lo abrió. Algunas compañeras la observaban desde una distancia prudente. Cuando vertió el líquido color café rojizo en el tazón, una de ellas exclamó:

– ¡Cocacola!

Se abalanzaron, dispuestas a dirigirle la palabra por primera vez. Violeta se puso contenta, quizás le perdonarían sus anteojos celestes y el paté. Les ofreció su taza, sonriendo.

– ¡Uaaah! ¡No es cocacola! -se espantó la primera niña que había probado.

– No -explicó ella-, es té puro.

Las demás compañeras retrocedieron: por segunda vez esa mañana había desprecio en sus rostros.

– Trajo té… -sonó a sentencia inapelable.

– ¿Tomas té puro? ¿A tu edad? -le preguntó otra.

– Eso lo hacen los pobres no más -agregó una tercera.

– ¡Vámonos!

Otra vez Violeta sola en el patio, con su té tan despreciado en una mano y el termo en la otra. Odia a su madre en ese momento. ¿Es que no entiende que a un colegio como éste no se puede traer té? Se lo dirá esa noche. Pero ya le dijo lo de los lentes y ella no le hizo caso:

– Te los compró tu padre en Estados Unidos. Ya sabes, los inmigrantes nunca se han caracterizado por tener buen gusto.

– Cámbiamelos, mamá, se ríen de mí.

– Por favor, Violeta, aprende a tener personalidad. Ya verás cuando grande lo importante que es ser distinta.

Puede ser, pensó la niña, pero ella sólo sabía que era chica, y lo único que le interesaba era ser lo más parecida posible a las demás.

No lo lograba.

Que no llueva, que no llueva, se decía en el invierno. Los días de lluvia eran los únicos en que su madre iba a buscarla al colegio. Con la lluvia aparecían casi todas las mamás, y la suya no era como las otras.

Cayetana tenía el pelo liso y lo usaba largo, muy largo. Antes de entrar al nuevo colegio, Violeta adoraba el pelo de su mamá, ese castaño brillante que seguía mágicamente el ritmo vivo y enérgico de Cayetana, mojado a la salida de la ducha, secado al viento incluso en invierno, las gotas de agua temblando en sus hombros cuando se paseaba por la casa semidesnuda: se tapaba solamente con una toalla corta, sujeta con su mano izquierda mientras la derecha seguía el ritmo de la música que escuchaba a todo volumen. Su marido siempre la regañaba, sin demasiado convencimiento: «¡Qué facha, Cayetana, por Dios!» Y Violeta la contemplaba, fascinada ante la libertad de esos movimientos secundados por su cabellera. Pero ahora esa misma melena la avergonzaba. Era la única mamá con pelo largo en todo el colegio. Durante los años cincuenta, el escarmenado y la permanente eran los únicos peinados tolerables. Las señoras finas usaban el pelo corto y abombado. Y jamás se las veía en pantalones. Cayetana no había cumplido aún los treinta, pero su hija la veía como una persona mayor; por lo tanto, debía parecerlo.

La casa de Cayetana, en Ñuñoa, fue la cuna de Violeta. El patio de atrás, amplio y nostálgico, le enseñó el amor por los árboles y los parrones. Violeta caminaba hasta el almacén de la esquina, mientras que a sus compañeras no las dejaban salir solas ni siquiera a la puerta de calle. Más tarde ella misma le inventaría «estricteces» a su madre (que nunca las tuvo), pues se sentía inadecuada con los permisos que Cayetana le daba, y no los reconocía frente a sus compañeras. «¿Quieres quedarte a alojar donde la Isabel? ¡Qué entretenido, Viola, quédate!», le decía Cayetana; en cambio, las otras mamás del curso consideraban de mal gusto acceder. «No, no me dejó», le decía Violeta a su amiga Isabel, y ésta respondía con resignación: «Típico de las mamás, a mí nunca me dejan.»

El almacenero la saludaba por su nombre de pila y, antes de que Violeta pidiera nada, decía invariablemente: «Un paraguas para la Violetera.» Alargaba su mano hacia el estante de colores, que a la niña le parecía un carrusel, y sacaba un dulce alargado, pino o paraguas, verde y rojo, forrado en celofán. Ella lo recibía y entregaba su moneda. Violeta vivía intensamente su pertenencia al barrio, se sentía partícipe de sus ritos. Ella era parte de esos señores con cara de inteligentes que discutían en la fuente de soda Las Lanzas y la saludaban al verla pasar, o de los viejos que se sentaban a leer en la pequeña plaza. A la plaza grande debía ir acompañada, pero a la pequeña, ésa en la esquina de la calle Richards, la dejaban ir sola. Ya más grande aprendió a fumar en esa misma plaza: compraba los cigarrillos de a uno en el quiosco de la esquina. Los amigos del barrio tenían madres del estilo de la suya. Uno era hijo de pintores, el otro de un diputado, la niña de los vestidos con vuelos era hija de una escritora. Y el papá de Alicia, su amiguita más íntima, era filósofo. Que su padre fuese dueño de una librería era normal entre ellos. También lo era que Violeta acompañase a su madre a las marchas en la calle antes de las elecciones. Sin embargo, nada de eso parecía suceder en su colegio. Violeta amaba su barrio y no sospechó que ese dato sería el que terminaría de liquidarla ante sus nuevas compañeras.

Decidió celebrar su cumpleaños. Cayetana se entusiasmó y preparó la fiesta en grande. Dibujó a mano, una por una, cada tarjeta de invitación. Violeta siempre recordaría las jaleas rojas dentro de cáscaras de naranja: las había hecho Cayetana, ella que casi no cocinaba. Se veían hermosas.

A las cuatro de la tarde de aquel sábado de agosto, Violeta, de punta en blanco, esperaba a las amigas que la acompañarían en la celebración de sus nueve años.

La espera se hizo larga. El timbre, porfiado, se negaba a sonar. Un cuarto para las cinco, por fin, llegó la primera niña. Cayetana salió a recibirla. Sonrió ante los ojos oscuros y tímidos de la compañera de su hija, su pelo corto y liso, su vestido muy almidonado bajo el abriguito azul.

– ¿Cómo te llamas? -le preguntó Cayetana.

– Josefina.

– ¿Josefina qué más?

– Ferrer.

– Adelante, Josefina, bienvenida.

Avanzaron a la pieza del fondo, donde jugaban los hijos de Carmencita, la empleada de la librería, que nunca se saltaban un acontecimiento familiar.

A las cinco y media reinaba el silencio. Violeta temía romperlo si soltaba el nudo que se agigantaba en su garganta. Los hijos de Carmencita en el suelo con algún juguete, Josefina en una silla, Violeta en otra, inmóviles como sólo inmoviliza la espera.

A las seis pasaron a la mesa. Un cuarto de hora antes habían llegado los amigos del barrio, que no estaban invitados. Violeta se alegró tanto de verlos, en esa soledad, anhelando que no se perdieran todas las cosas ricas desplegadas sobre la mesa del comedor: los merengues, las jaleítas, los pequeños panes con pasta de huevo y de pollo, la enorme torta de manjar. Lo peor de todo era quedarse con la comida preparada. Nunca supo que Marcelina los había ido a buscar uno por uno a sus casas, por orden de Cayetana. De este modo pudieron partir la torta con una cierta dignidad. Nadie más llegó. Cuando ya habían cantado y comido, Cayetana se acercó a esta única niña del colegio que había aparecido.

– Josefina, ¿por qué crees tú que no vinieron las demás compañeras?

– Porque Violeta vive en Ñuñoa.

– ¿Cómo?

Al percibir la incredulidad de Cayetana, la niña no supo si continuar o no. Pero Cayetana la animó, y entonces dio rienda suelta a sus sentimientos.

– En el curso hay un grupo que manda y todas hacen lo que el grupo dice. A este grupo no le gusta Violeta: dicen que es polaca, que les cargan los anteojos que usa. La miran en menos porque toma té puro y come sándwiches de paté. Cuando recibieron la invitación y vieron que Violeta vivía en Ñuñoa, se pusieron de acuerdo entre ellas para no venir. Eso les dijeron a las demás, pero la gracia era no avisarle a Violeta.

– ¿Y por qué viniste tú?

– Porque yo también les cargo.

– ¿Por qué les cargas?

– Porque mi papá es panadero.

– ¿Sólo por eso?

– No sé.

Cayetana terminó ahí el interrogatorio, sin saber si llorar o, dado su carácter, sencillamente largarse a reír.

Violeta recuerda bien la discusión esa noche en la pieza de sus padres.

– ¿Será necesario que Violeta tenga que pagar un precio tan alto por hablar bien el inglés? -le preguntaba Cayetana a su marido.

– Es justamente este colegio el que hará que no la marginen de grande. Tú no sospechas eso, Cayetana, la clase media ilustrada en que tú te mueves no sabe mucho de esas cosas. Pero yo sí.

– Aquí hay dos alternativas, Tadeo: o estamos criando a una resentida que más tarde resultará una arribista, o estamos formando a una revolucionaria.

Esas palabras encontraron en Violeta un espacio; se adhirieron a su memoria aunque no las entendiera a nivel de la conciencia. La niña siempre escuchó con el instinto más que con la razón. Nunca dejó de sucederle: se aproximaba a personas, eventos o sentidos observándolos sin que su mente los comprendiese cabalmente, pero como si con sólo darles un espacio en su interior los hiciera suyos.

Esa noche, en su cama, humedeció con lágrimas los rizos que caían sobre sus mejillas. Cuando las secó, decidió no dar por perdida esta pequeña guerra. Se soñó a sí misma haciéndole frente, solitaria -o quizás, a partir de esa tarde, con una cómplice-, a la hostilidad: esa cruel, implacable hostilidad de la que sólo puede adueñarse la infancia. Se quedaría en ese colegio y las vencería.

8.

Muchas veces Violeta me cansaba.

Me cansaba alimentar nuestra amistad, como me cansaba alimentar cualquier elemento que no fuera mi voz. Si lo hice, no fue por generosidad, como creyó ella. Tampoco por lealtad, como pensaron otros. Era sólo mi temor al desacompañamiento.

Lo descubrí en San Miguel de Allende, en México. A mi recital había asistido Amalia, una famosa y antigua cantante mexicana, admirada y escuchada por mí desde siempre. Me invitó a tomar un trago al atardecer; yo, honrada, acepté. Sabía que, en su retiro, ella había elegido vivir en esa ciudad, pero me sorprendí al ver que su dirección correspondía a un hotel.

En el patio inmenso, rodeadas de rojos arcos coloniales y verdes exuberantes, meciéndonos en el corredor con el tequila en las manos, me lo advirtió.

A los sesenta años Amalia dio su último recital. Y esa noche, con toda tranquilidad, cerró la puerta. No pensaba exponerse a la humillación de los contratos decadentes, a las boites en lugar de los auditorios o teatros, a que el público comparara sus actuaciones en vivo con las grabaciones de otros tiempos. Ante mi inquietud por comprender por qué vivía sola en un hotel, me contó su proceso: a medida que se había ido acercando a la cúspide de su fama, el mundo entero empezó a sobrarle. Lo primero de lo que se deshizo fue su marido, que no resistió verse relegado a un segundo lugar. Luego fueron sus hijos: a poco andar decidieron vivir con el padre, quien parecía disponer de más tiempo para ellos. Luego fue la casa: sin una familia, no tenía sentido administrar esa empresa, si la empresa de su éxito era tanto más seductora. Arrendó una gran bodega, guardó allí todos sus muebles y pertenencias, y los hoteles pasaron a ser su hogar. Entonces se sintió por fin independiente. Me confesó hasta qué punto le molestaba la gente, cómo se sentía perseguida… Cómo la embargaba la culpa por no responder siquiera a sus amigos de toda la vida, los que pasaron a representar un peso sobre sus espaldas en lugar de un placer. Sólo veía a las personas que debía, a nadie más. Compuso en ese tiempo sus mejores canciones. Por fin se tomaba en serio y trabajaba como una profesional. Cuando conoció San Miguel de Allende, en una gira, se dijo que aquél sería su lugar de retiro. «Nada original», me agrega, «muchos han decidido hacer lo mismo, viven artistas de todos lados, especialmente nuestros vecinos del norte.» Cumplió su promesa y aquí la tenía yo, ante mis ojos: dos piezas frente a un pedazo de corredor que era casi suyo, nada más. Sus hijos la visitaban muy de vez en cuando, y uno que otro amigo pasaba a saludarla cuando cruzaba por la ciudad.

San Miguel de Allende, cautelosamente en mi memoria.

Elegí a Violeta entre todas mis amigas porque nuestra historia se remontaba tan atrás que cualquier explicación era innecesaria. Ella formaba parte de mi infancia, era casi un miembro más de mi familia. Por eso me resultaba tan cómoda: lo que hiciéramos juntas era como hacerlo sola. Y mi miedo al vacío no me permitía tanta privacidad. Entonces, a medida que las personas, paulatinamente, me fueron sobrando -y este fenómeno se agudizó a pesar de mi voluntad-, temí que si rompía el último eslabón iba a precipitarme de bruces en la total soledad. No, me dije una noche: un día Andrés no va a estar conmigo; ¿quién lo sabe mejor que tú misma? Tus hijos vivirán su propia vida y entonces tú, que has ido desqueriendo a medida que ascendías en la escala de las estrellas, no tendrás intimidad. Nadie la tendrá contigo. ¿Sabes, Josefa, lo que es vivir sin intimidad?

Me vuelve San Miguel de Allende por el recuerdo de mi primera -y única- pelea con Violeta. El remordimiento juega conmigo, Viola, Violeta, Violetera.

Primero vino lo del comedor y luego el cuento del sauna.

Pero al sauna lo precede la historia del «bulín».

Durante años almorcé sola con mi hijo Diego en la cocina de mi casa, luminosa y acogedora. Hasta que empezó lo que Violeta calificaba como «el proceso de ir haciéndote inaccesible». El primer síntoma fue al regreso de una gira: sorpresivamente, le pedí a María, la cocinera, que a partir de ese día pusiera la mesa en el comedor. Almorzaríamos allí. Me irritaba la cercanía de las empleadas, y la sola idea de que tuvieran acceso a mí desde la cocina me ponía mal. No resistía exponerme tres cuartos de hora cada día. Si me fui al comedor, fue para que no me hablaran. Para que nadie pudiera alcanzarme.

– Cuidado, mi amor -me dijo cariñosamente Andrés-. Un día podemos no encontrarte.

Era la época en que Violeta me llamaba «Miss No-Tengo-Tiempo-Mi-Vida-Es-Demasiado-Importante». Yo me reía, un poco molesta. Es que me sentía en deuda permanente. Mi carrera parecía meteórica y cada paso me exigía más esfuerzo que el anterior. La contradicción entre mi vida profesional y mi vida privada me atravesaba como una lanza envenenada. No necesito extenderme sobre este punto. Para las mujeres actuales es ya un lugar común. Prefiero abocarme más bien a las sensaciones: siempre acechando las llamadas que no he contestado, la gente que he dejado plantada, los requisitos básicos del cariño que no he cumplido.

Llego a mi casa a encerrarme. Tengo que trabajar: las palabras se me agolpan con sus respectivas notas, vislumbro una canción que no concreto porque no tengo las condiciones para hacerlo. Llego a mi casa y ésta ya no me sirve.

Rara la oscuridad de esta casa, tantas veces me pareció la única luminosidad posible. Entro, abro puertas, veo caras deprimidas frente al televisor, la luz del jardín malgastándose, cuerpos tirados en las camas, como desvencijados. Todos esperan que la nota vital salga de mi pobre garganta. Andrés llega a comer contento y satisfecho de sí mismo. A diferencia de mí, él ha tenido veinticuatro horas -las tiene cada día- para pensar en hacer las cosas bien. Besa a los niños con el cansancio de la satisfacción. Y me resiento: mi relación con los niños está siempre a medio filo, siempre ando zafándome de ellos para poder trabajar, y siempre adentro de la casa porque no puedo sin ellos. He optado por la presencia permanente porque le tengo miedo al abandono. ¿Cómo es posible que lo que más amo se convierta en lo que más perturba mi cotidianeidad?

Entonces empiezo a pagar cada minuto de soledad. Reparto billetes: al cine todos, o al museo en el radio-taxi con helados a la salida, y cuando se cierra la puerta saboreo el silencio que han dejado atrás.

– Zulema, voy a estar trabajando. Que no me interrumpan.

Pero para Zulema yo estoy en la casa. Empiezan las interrupciones. En algún momento salgo furiosa, no sé adónde. Camino y me encuentro a boca de jarro con un edificio en construcción. Venden un departamento de un solo ambiente. Me ilumino. Espero a Andrés entusiasmada.

– ¿De qué estás hablando? ¿Quieres poner un bulín?

– ¿Un bulín? Pero Andrés, nada que ver… sería una oficina, un lugar de trabajo…

– ¿Y tendrías ahí las reuniones con los músicos?

– Podría ser.

– Quizás puedas usarlo también para las sesiones de fotografía… ¿No has pensado poner una cama?

– Por lo menos un sofá-cama para dormir siesta -le respondo con toda ingenuidad, estoy tan absorta que no percibo su ironía-. ¡Y no le daría a nadie una copia de la llave! Imagínate, mi amor, el control que tendría sobre mi propio tiempo.

La discusión continuó hasta que Andrés cambió la sintonía y adoptó ese tono de-hombre-a-hombre con que le gusta hablarme a veces. No volvió a pronunciar la palabra bulín, pero la idea no le hizo gracia.

– No, Josefa, no. Es una pésima inversión. Está carísimo. Ese edificio no es de construcción fina, tiene pésimas terminaciones. ¡Después no te lo va a arrendar ni comprar nadie! Y no hablemos de los gastos… ¿Y quién se haría cargo de él cuando andes de viaje? ¿Quién te haría el aseo? No te veo a ti en eso, terminarías metiendo a la Zulema en el departamento. Además, Josefa, no están los tiempos para tener metros cuadrados de más, con toda la gente pobre que hay, con el problema de los allegados… ¿No te parece frívolo comprar un departamento para estar unas pocas horas al día sola?

Típica frase de Violeta… Como si se hubiesen puesto de acuerdo.

Tardé aún varios días en darme cuenta de lo que pasaba con él y sentirme cercada. Todo adentro de la casa. Me quiere adentro, a cualquier precio. La casa y yo: unidas hasta que la muerte nos separe.

– Tiene razón en parte -me dice Violeta unos días más tarde-. Ya es bastante aguantar a una mujer famosa sin serlo él. Piensa que está obligado a quedarse con los niños cuando estás de gira, incluso con los que no son propios. Y soportarte siempre rodeada de músicos, rockeros, sonidistas, periodistas, ver cómo te vistes de lentejuelas para los estelares, cuando un millón de ojos escrutarán cada centímetro de tu cuerpo. No puedes exigirle tanto, Josefa. Si después de todo es un marido…

Cerré una pieza en el segundo piso, inutilizada por no tener luz, y mandé a hacer un sauna. Los demás creyeron que era afán de salud o vanidad, pero yo había descubierto que un sauna es como un baño: un lugar de absoluta privacidad. Iba a ser el único sitio donde nadie me dirigiría la palabra. La señora está en el sauna, diría Zulema al teléfono: ni siquiera tendría que mentir.

Instalé mi sauna. Me hice adicta.

Entonces vino lo del teléfono. Pedí una vez más que me cambiaran el número. Instalé una línea extra en el living de los niños, con el compromiso de que nadie la atendería sino ellos. La segunda línea sería para «la casa». Acordamos con Andrés no darle a nadie el número, sólo a la familia para alguna urgencia. Ambos contábamos con oficinas para ser ubicados. Con este sistema descansé por primera vez. El maldito timbre ya no sonaba y por fin podía disfrutar mi casa sin sus interrupciones, sin ese miedo constante a que me atrapasen en contra de mi voluntad. A mis amigos les decía, sin inmutarme: «Ya no tengo teléfono, déjame recado con mi secretaria.»

Pero cometí un error: darle a Violeta esa misma versión. No supe hacer las distinciones necesarias.

Trabajaba con Alejandro una mañana en mi oficina, revisando mis contratos, cuando la secretaria nos interrumpió:

– Violeta Dasinski quiere verla.

Me sorprendí. Era muy discreta y no llegaba a mi oficina sin aviso.

Estaba sentada frente a mi escritorio. Jugaba con un lápiz amarillo y no sonreía.

– Te traje una idea para tu próxima canción.

– ¿Sí?

– «The soul selects her own society. Then, shuts the door» [2] -recitó con su pronunciación perfecta-. Es de la Emily Dickinson.

– Bonito -comenté desconcertada.

Pedí café para ambas; tenía un leve presentimiento. Entonces se levantó -largas las faldas de Violeta, gruesas sus botas- y, mirando hacia afuera por la ventana, me espetó:

– ¿Te has fijado, Josefa, en tus niveles de voracidad?

Extraña la frase. Cuidadosa y cálida, ella no solía hablar así.

– ¿De qué estás hablando? -el tono defensivo en mi voz.

– De detalles. Síntomas. ¿Te has fijado en que fumas el cigarrillo hasta el filtro, como si fuera el último de tu vida?

– No me digas eso, sabes que no debería fumar -desvié la respuesta para apaciguarla.

– Y cuando tomas vino, ¿cuántas veces llenas la copa? Me refiero a cuando haces vida social.

– No me estarás acusando de alcohólica…

– No, por eso te especifiqué lo de la vida social. Y cuando llegas a la casa, tú misma me has contado que entras a la cocina y te comes una marraqueta entera, especialmente si estás a régimen…

– ¿A qué viene todo esto, Violeta?

– Llevo tres noches analizándote. Supe por tus hijos que era mentira que no tenías teléfono. No contaste con la complicidad de ellos con Jacinta.

– Ah, es eso.

Se me secó la boca de pura angustia. No resisto la idea de una pelea con Violeta, no la resisto.

– Violeta, lo siento. No me juzgues, por favor. Estoy exhausta.

– Estás siempre exhausta.

– ¡Es que no es fácil! No es fácil esto de ser… – no encontraba la expresión exacta.

– ¿Famosa?

– Me carga esa palabra…

– Pero es corta… y precisa.

No me daría tregua, lo sentí en el aire.

– Tú debieras entenderlo. ¡Tú más que nadie! ¡Cuántos años fui la hija de mi mamá que cantaba! Luego la estudiante de música que cantaba, después la madre de Borja y Celeste que cantaba, más adelante la profesora de música que cantaba, hasta que por fin he llegado a ser, lisa y llanamente, una cantante. ¿Crees que ha sido fácil?

– No, sé que no. Y nadie ha gozado más de tu éxito que yo. El problema es lo que la fama ha hecho contigo.

– Perdóname, pero exageras. No tengo quejas.

Lanzó una risa llena de ironía.

– Es que a ti nadie te dice nada.

– Quizás. Lo peor es que dudo de que me importe.

– Está claro que no. Siempre fuiste escéptica, eso no se lo cobro a la fama. Pero no creí que también tú fueras a dar ese salto tan clásico del escepticismo al cinismo -se interrumpe a sí misma con un gesto reflexivo, un gesto muy de Violeta cuando va embalada-. Creo que el éxito favorece intrincados caminos de inconexión, y tú ya te has internado en ellos.

– ¿Crees de verdad que me he convertido en una cínica?

Animada por su propia certeza, me respondió sin un quiebre en la voz:

– Yo comprendo, Josefa, que el cinismo funciona como una droga para distanciarse, un analgésico para no sentir el peligro de existir, hasta que te envenena. Al principio, no cabe duda, te alivió: pudiste burlarte de tus temores. Pero al final te ha intoxicado -vacila un instante, me mira-. Veneno acumulativo, morfina, cada vez dosis más altas, hasta que tu adicción se vuelve irreversible.

Se levanta. Toma su cartera y el abrigo, camina hacia la puerta y dicta su sentencia:

– Ojo, Josefa: el cinismo es una enfermedad de alto riesgo.

Quedé helada. No hice gesto alguno para retenerla. Que se fuera. Prendí uno de mis cinco cigarrillos diarios… que usualmente guardaba para otros momentos. Fumé con voracidad, como habría descrito Violeta.

Me sentía como una casa con sus rincones, recuerdos e intimidades que el otro nunca apreciará en su justa dimensión. Esa caja de madera azul que Roberto me envió una vez, llena de dulces de colores, grandes dulces con manjar y coco rallado: esa caja es mirada como un adorno y yo la miro como un objeto de amor. Mi legítima reserva es abrir la puerta de mi casa y dejar entrar a la gente en la justa medida de mi deseo: algunos al hall de entrada, otros hasta el salón. No más allá. Los dormitorios, la salita, los patios del fondo, son míos. ¿Qué dijo Violeta sobre los intrincados caminos de inconexión? No, no son caminos intrincados, es sólo que ha entrado a operar la reserva y allí no hay vulnerabilidad posible. Claro, es también un rasgo de pobreza interior, ¡qué duda cabe!, pero así estoy a salvo. Tengo derecho a cerrar mi casa. Sí, Emily Dickinson tiene razón: then, shuts the door.

Es cierto que para sobrevivir yo les asignaba a las personas una cierta dosis de maldad, probablemente superior a la que ya tenían. Así, me deslizaba fortalecida entre la turbulencia de las relaciones humanas. En cambio, Violeta no. Ella era naturalmente confiada y como tal se paseaba por la vida, leve, abierta, con menos carga que yo, ilusionada de encontrarse con lo mejor del otro. Hoy miro para atrás, y aunque la óptica se vuelve evidente cuando uno ya conoce el desenlace de los acontecimientos, afirmo -sin ninguna presunción de pitonisa- que Violeta estaba equivocada.

Era más fácil herir a Violeta que herirme a mí.

No saqué nada tratando de intelectualizar. Cuando pasé al segundo cigarrillo comprendí que, aunque las relaciones humanas me complicaron siempre, ahora lo evidenciaba nítidamente. Pienso en las palabras de Violeta y mido el calibre de su resentimiento. ¿Cuándo empezó? Ni siquiera lo advertí. Con nadie he sido tan cuidadosa como con ella, ya relaté lo de San Miguel de Allende y Violeta fue la elegida. He estado hablando de la reserva y de pronto caigo en cuenta de cuánta guardamos hasta con los más queridos. Esto es como todo: recíproco. Cada relación tiene su propia e instintiva división: lo que se muestra, lo que se guarda. Dios mío, si yo quiero a Violeta. Pero… y la lista de peros es enorme. Mi mirada siempre relativa frente a su entusiasmo, la cantidad de opiniones que no le escucho porque se las cuelgo a sus defectos: no, eso no es atendible porque Violeta es una exagerada; no pienso hacerle caso, Violeta es rígida; ni le discutiré, es una fanática. Sin embargo, aparte de Andrés y los niños, ella es la persona más cercana que tengo. ¿Cercanía? Si ésta es la cercanía, ¿cómo será la distancia? ¿La de los otros hacia mí? Nunca analizo lo que suscito en los demás. Me hago poquísimas preguntas, pues, a diferencia de Violeta, nunca he dudado de un afecto básico. Por último, el de mis padres. Y el de Andrés, sí, el de Andrés: me da tal seguridad que miro a los otros dando por sentado, muy tranquila, que tal me quiere, tal me odia, a tal le resulto indiferente. Pero ahora tengo miedo porque no he apreciado los matices, abarcando el «tal me quiere» como total, sin pensar más. Los ojos de Violeta fueron acusadores: a ti nadie te dice nada. No. Probablemente, mi distancia lo ha impedido. Nadie se atreve a decirme nada. Y Violeta lo ha hecho.

Algo me ahoga. Debería meterme a un convento. No relacionarme sino con un ser invisible. Las sutilezas del cariño y el descariño me agobian. ¡Qué tentación, la de arremeter contra Violeta, pisar a fondo el acelerador y no estrangular más lo silenciado! Me acerco al teléfono: llamarla inmediatamente y devolverle las agresiones… Pero me freno: es un chispazo de lucidez. No, Josefa, detente, difícilmente a esta edad estrecharías nuevos lazos, no despilfarres los que has mantenido por una vida entera. Cuídalos. Y siento en la piel el miedo de perder a Violeta. Hay lujos que ya no puedo darme, como el de la total sinceridad. Ese tiempo ya pasó.

Me levanto del escritorio. Le pido una dipirona a mi secretaria. Vuelvo a trabajar con Alejandro. Doy vuelta la hoja.

¿Por qué no fui a buscarla con una gran bolsa de pistachos y le di no más un abrazo? Habría bastado. Violeta tenía una especial capacidad para transformar mis defectos en virtudes. Los tomaba, les metía un poco de ideología y me los devolvía en positivo. Nadie más en el mundo hacía eso conmigo. Me habría perdonado de inmediato, ella nunca conoció el rencor. ¿Por qué la dejé partir a las Bahías de Huatulco así de sola?

– ¿Quieres que te lleve al aeropuerto?

– No te preocupes, me lleva Eduardo.

– ¿Tienes dólares suficientes?

– Sí. Jose, sí -nunca me habría dicho «Jose» estando enojada, me consolé. Ella, Andrés y Mauricio eran los únicos que me llamaban así.

Tendría que habérselo dicho en ese momento, antes de partir: Violeta, te echo de menos, olvidemos esa discusión. Ella estaba herida y yo lo sabía. Pero no hice nada.

– Escríbeme, ¿ya?

– Pero si voy por veinte días…

– Siempre me mandas una postal, aunque vayas por una semana.

A Violeta la atraían los ritos, y tenía muchos. Era cuidadosa en su ejecución, especialmente si comprometían a otros. Siempre compró una postal para mí, buscando algo fino o divertido; otra para Jacinta y una tercera para su padre.

– Sí, te mandaré una postal.

Y como fui incapaz de decirle otras cosas, le hablé de México, uno de nuestros amores compartidos.

(«México es un país desaforado», fue la definición de Violeta. Y en ese desmadre nos dejamos seducir, cada una en su propio momento. En mí, cuando grabé allí mi primer disco; en Violeta, cuando hizo su romería buscando a Cayetana. Y el exceso de ese país invadió en nosotras diferentes vericuetos. Se nos adhirió. «Para siempre», dijo Violeta.)

– Avísame si te vas a construir una casa en Huatulco -le dije (otra casa más para su lista de fantasías).

Cuando llegó su primera postal, ¿por qué decidí ignorar los síntomas de su tristeza?

En la medida en que se disgrega el mundo que yo conocí, mis asideros se debilitan, la hostilidad me debilita a mí y no encuentro -se me pierde- el hogar humano en que me crié. Hablo del hogar colectivo… el grande.

La verdad, Josefa, es que ya no me siento en mi hogar en este mundo.

Hubo una segunda:

Conocí a un norteamericano, se llama Bob. Es una mezcla de periodista y dentista social. En mis palabras, es un «romanceador». Ha hecho las mismas peregrinaciones mías por América Central y eso nos ha acercado.

¿Sabes que Bob te conoce? Asistió a tu actuación triunfal en el Radio City Hall, en Nueva York. Le conté que te sentiste «estrella» la primera vez que viste un compact-disc tuyo en las vitrinas de la Quinta Avenida. Hay algo de destino -¿o no?- en que él haya ido a escucharte porque eras chilena (como todo gringo bien nacido, el tema de nuestro país le interesaba) y que hoy yo me lo cruce aquí, en estas bahías del Pacífico.

Es muy raro encontrar a alguien en el planeta que sienta lo mismo que una, ¿cierto?

Bob también pensó alguna vez que podríamos crear algo parecido al cielo aquí en la tierra, que la historia no podía seguir siendo siempre la historia del sufrimiento humano.

Vuelvo a mirar la fotografía de Violeta en el diario. Sus rizos se ven despeinados. Su cuerpo destella un aura de hielo, ese cuerpo que no supo sino de calor.

La calma no ayudó a Violeta, porque no había calma. Esta vez no la acompañó su bendita esperanza.

¿Es que se esfumó el último bosque y yo no me di cuenta? ¿Es que no la protegió de la intemperie? Quizás había muchos bosques, Violeta se enredó en los laberintos y el último quedó vacío: ella no pudo llegar en línea recta hasta él.

9.

– Soy una esclava de mi cuerpo, Josefa, y me detesto por eso.

– ¿Crees que la solución sea el matrimonio?

Lo fue, parece.

Del diario de Violeta:

La noche en que me casé fue la primera de amor sin orgasmo; al revés de tantas mujeres que empiezan a acabar cuando ya saben que serán desposadas.

*

Al encontrarme con Eduardo, yo estaba dispuesta a recoger, como fuera, ternura sobre el hombro. A esa ternura hubiese querido aferrarme.

*

Eduardo se ha tomado mi casa, a pesar de que no fue mi intención que lo hiciese. Hoy, domingo en la noche, se ha tendido arriba de la cama con un block amarillo en las manos, sentándome a mí al frente. Me ha pedido, con un tono severo, que me pusiera los anteojos. Me dictó una lista de quehaceres que deberé realizar durante la semana. Todos domésticos, como llamar al maestro que tiene que limpiar las canaletas o hacerle la revisión anual a la estufa del pasillo. Cuando le pregunté si bromeaba, me previno que el próximo domingo chequearía mi eficiencia. Lo he tomado como un juego.

«Aquí el intelectual soy yo», me advirtió. Supongo que sólo puede haber uno para que la pareja marche.

*

Eduardo escribía en sus hojas amarillas sobre la mesa de fierro del jardín, después de almuerzo, mientras yo miraba el cielo desde mi hamaca. Lo interrumpí:

– ¿ Cómo sería tu paraíso? Contéstame así, sin racionalizar.

– O sea, ¿cómo me gustaría que fuera el mundo?

– El mundo ideal…

– A ver… -piensa un minuto y me devuelve la pregunta-. ¿Qué arreglarías tú de este mundo?

– ¿Yo? Dos cosas. El cuerpo y los pobres: ellos evitan mi paraíso.

– ¿Cómo así?

– El cuerpo es el deterioro, lo perecible, lo dolorido. Y los pobres: el estigma global.

Eduardo me miró con una leve ironía y luego me despachó:

– Sólo sé de mi paraíso personal: está en mi escritura. No he pensado en el otro ni me preocupa.

*

Hemos hecho el amor; marido y mujer amantes, perfectamente legal.

Soy el eros consumado de un Eduardo excitado y ansioso. Me excito y ansío también yo. Todo se desenvuelve como corresponde y pierdo la compostura, como siempre con él, y esto lo desboca como a un caballo ciego y nuestros gritos son casi una vergüenza. Todo anduvo bien, hasta el momento posterior al orgasmo, a su orgasmo. ¡Con razón lo han llamado alguna vez la petite mort! Acabar. Vaciarse. Descargar. El resultado: placer, alivio, paz. Y eso lo llevó directo al sueño. Directo, he dicho. No hay intervalo. Ni un abrir de ojos para decirme que me ama o, por último, para mirarme amándome.

Nada. Se separa de mí como si nunca hubiese estado conmigo, se traslada a su propio bienestar, que es solamente suyo. Después del amor, Eduardo no comparte nada. Acaba y se duerme, ése es el ciclo. Ni un rastro de ternura, de acercamiento, de cuidado. Yo me quedo en la cama con los ojos abiertos, aún impregnada de la intimidad que acabo de vivir, y no se me ocurre otra cosa que acariciarlo. Con ternura, no con pasión. Cuando lo oigo roncar, comprendo que mis caricias están fuera de lugar. Él se ha ido en el momento mismo en que el acto terminó. Y yo quedo absolutamente sola, con el semen adentro, los olores colgando de mi cuerpo, mi amor dando vueltas por el dormitorio. Sin una mano amiga que me reafirme luego de la fusión que recién he vivido.

Una vez más he sido el depósito de Eduardo, una vez más me ha tomado y me ha dejado. Ya no le sirvo a esta hora.

Creo que la próxima vez debería cobrarle.

*

Al menos, si tengo demonios es que tengo conciencia.

*

Hoy, mientras comíamos, le he contado divertida a Eduardo el diálogo que tuve con Josefa cuando vino del estudio a tomarse un café.

Josefa: No puedo entender, Violeta, sencillamente no puedo entender que tu objetivo, en general, no sea el éxito.

Yo: ¿Qué te impresiona de eso?

Josefa: Bueno, no sé… Podrías llegar muy lejos.

Yo: Es que no me interesa llegar lejos. No de esa manera, Jose. No como yo, la arquitecto. Me gustaría que el mundo llegara lejos, ¿entiendes?

Josefa: No, no lo entiendo.

Le expliqué que sólo me interesaba hacer bien mi trabajo.

Josefa pareció incrédula: O sea, ¿no te importa, de verdad, el concepto de triunfo?

La miré, casi la conmiseración en mis ojos, y le dije que no.

Eduardo daba vueltas su tenedor en redondo. Fue entonces que dijo esa frase:

– La gran diferencia entre ustedes dos es que Josefa es una ganadora y tú una perdedora.

Lo miré entre enojada y sobresaltada:

– ¡Me enferma la palabra «perdedor»! Sólo puede salir de la boca de un acomplejado o de un arribista, que viene siendo casi lo mismo, y tú no eres eso, Eduardo. Además, es el típico concepto inventado en el Chile de esta década; antes los chilenos no nos dividíamos en esas categorías.

He seguido masticando la rabia.

Tan de este tiempo hacer de los adjetivos, sustantivos, y… ¡qué horror! de los sustantivos, adjetivos.

*

Si yo fuese capaz de planear por encima y no referirme directamente, me habría dedicado a la política. Siempre me ando cavando mi propia tumba. ¡Cómo me gustaría conocer la prudencia y la mesura! (¿O la falta de transparencia?)

*

Su voz es única; es superdotada, ¡qué duda cabe! ¿A cuántas cantantes les es dado ese timbre, cuántas lo pueden lucir?

Hoy fue el esperado recital de Josefa. Es el primero al que asiste Eduardo. Teníamos los mejores asientos del teatro.

La ovación que la recibió no modificó en absoluto su postura: siempre elegantemente estática y distante su forma de pararse en los escenarios. Nadie podría sospechar que está sufriendo. Su pánico la hace parecer lejana: es parte de su sello, de lo que el público ama en ella sin percibir que esa lejanía no es sino miedo, su eterno miedo. Pero nosotros, los que sabemos, estamos tranquilos, pues una vez que parte cantando, comienza su placer, su vértigo, y nada ni nadie la detiene.

Vestía un oscuro traje de lamé, largo hasta el suelo y de corte muy sobrio (salvo un respetable escote y un tajo a partir de las rodillas). El resto, lamé y el cuerpo de Josefa, nada más. «Qué estupenda-, le digo despacito a Eduardo, y él agrega: «¡Y qué sexy!» Esta vez no se dejó el pelo suelto como le gusta a Andrés; peinada hacia atrás con vehemencia, el único accesorio en todo su atuendo era una pequeña corona que le sujetaba el pelo en un perfecto trenzado (pero yo sé que por ahí debe haber un postizo, su largo de pelo no da para tanto).

No había más mobiliario que una silla. (Qué baratas deben resultar las producciones de Josefa cuando decide cantar ella sola con la guitarra. La iluminación y nada más. Le explico a Eduardo que para la televisión se hace acompañar por una orquesta y que a veces lleva un par de guitarristas en las giras. Le digo que esto no es así cuando graba, es cuando canta en vivo… Me hace callar.)

El repertorio venía escrito en el programa: en un noventa por ciento, canciones de ella. Sólo incluyó el famoso tango Malena y Amanecí en tus brazos de Chavela Vargas. Me sorprendió que excluyera su amada Macorina, a fin de cuentas es su gran hit dentro de lo que no es de su propia composición.

Los primeros acordes de la guitarra sumergieron al público en un silencio casi sagrado. De allí surgió su canto. Vuelvo a impresionarme ante el efecto que produce esa voz sobre los que la escuchan. ¿Se transforman, se vuelan, se van al cielo? ¿Qué es exactamente lo que les ocurre?

Eduardo casi no respiró hasta el intermedio. Sólo entonces me preguntó: «¿Será de verdad la misma del verano, ésa de las alpargatas viejas y los tres chalecos desteñidos?» No supo que yo cantaba -calladamente- cada canción junto a Josefa. Es mi forma de alentarla desde lejos.

Todo fue perfecto, como siempre. Ningún tropiezo, ningún paso en falso. Por eso entrega el programa antes, para tener todo acotado, todo bajo su control. Josefa casi no habla entre canción y canción. A lo más, da su título y dice a qué álbum pertenece. En raras ocasiones cuenta cuándo o por qué la compuso. Esa parquedad ya es parte de su leyenda.

Cuando terminó el recital, los aplausos la llamaron. Reapareció en el escenario. Hizo una venia para retirarse, pero el público no se lo permitió. «¡Macorina! ¡Cántanos Macorina!» Ella dudó un momento, luego algo cambió en su expresión, tomó la guitarra y comenzó: «Ponme la mano aquí, Macorina, ponme la mano aquí…» El goce de Josefa al cantar esa canción es contagioso, uno lo va sintiendo junto a ella y -diga lo que diga- se palpa nítidamente lo que le significa esta vocación: un placer salvaje, «…tu boca una bendición de guanábana madura y era tu fina cintura la misma de aquel danzón…» Sí, Eduardo estaba embelesado, «…caliente de aquel danzón.» La ovación posterior logró atraer a este hombre a la tierra.

Bueno, no puedo seguir toda la noche contando del recital, parezco una tonta fan. Es que lo soy. Y hoy he pasado a ser más importante ante los ojos de Eduardo sólo por ser la amiga de Josefa.

*

Eduardo llegó tarde esta noche. Lo esperé con la comida lista. Terminó gustoso su lasaña y saboreó despacio el vino tinto, un Tarapacá del que me he prendado y que, para mi sorpresa, él se tomó hasta la última gota.

– Todo bien -me dijo-. Todo muy bien.

– ¿Ves -le dije- que después de todo no soy tan mala dueña de casa?

Eduardo: Esto no tiene nada que ver contigo ni con ser o no una buena dueña de casa.

Yo (sorprendida): ¿Cómo?

Él: Es automático.

Yo: ¿La lasaña se hizo automáticamente?

Él: La hizo la Rosa.

Yo: ¿Y quién le dijo a la Rosa que la hiciera? ¿O tú crees que una empleada funciona de un modo automático, sin que yo lo ordene?

Él: Bueno, el vino llega automáticamente en el pedido mensual. Lo vienen a dejar a la casa, incluso.

Yo: Pero, Eduardo, yo hago ese pedido mensual; si no, el vino no llegaría.

Él: Está en tu lista, es automático.

Me siento desesperadamente desdibujada.

Y para agregar pesares, entrada la noche me despertaron unas fuertes puntadas en los ovarios. Ahí estaba mi período: perfecto, cíclico, puntual…

*

Anoche llegué al orgasmo antes que él y seguí montada sobre su sexo, moviéndome frenéticamente, tan imbuida en ese frenesí que no me percaté de su eyaculación. Solamente abrí los ojos cuando lo oí reír. «Acabé», me dijo, siempre riendo. ¿Era mofa lo que vi en sus ojos?

Me desprendí de su cuerpo, un poco humillada.

*

Se me confunde mi ser doméstico con mi ser sexual y no sé cuál soy, como si estuviesen tan reñidos que no me reconozco en ambos simultáneamente. Algo debe andar mal.

*

Hablando con Josefa sobre el placer sexual: esa oleada de calor que nos copa, que nos allana, que distinguimos bien como deseo, es lo que a ella la humaniza. Y lo que a mí me destruye.

Los anticuerpos se forman sólo frente a sensaciones conocidas. Frente a las desconocidas -el desprecio en la cama, por ejemplo- no hay anticuerpos formados, no se reconoce el sentimiento, una no se escuda y el corazón no lo resiente.

Frente al deseo nunca aprendí a desprenderme, quizás por eso he sido generosa: pozo impermeable del que todavía no filtro cuánto ha caído en él.

Este estado de mi ser no me es nativo

*

Aburrida de esperar a Eduardo, encendí el televisor. Entrevistaban a un joven dirigente político. Le preguntaron por la nostalgia. El respondió: ¿Qué es eso? No la conozco.

Apagué la tele y supe que nunca votaría por él.

Recordé mi encuentro en el restaurante con ese antiguo dirigente estudiantil de quien fui tan amiga. Estaba yo en una mesa esperando a Josefa para acompañarla al Canal 7, donde iba a participar en un programa sobre los años sesenta. Al verlo, pensé: nadie mejor que él para darme una idea que soplarle a Josefa.

Él: ¿Los años sesenta? Sólo una cosa se puede hacer con ellos, Violeta.

Yo (ansiosa por la respuesta inteligente): ¿ Cuál? ¡Dime!

Él: ¡Olvidarlos!

*

Hoy comimos con Josefa y Andrés. Era el cumpleaños de Celeste y, como Jacinta no podía fallar, fuimos los tres.

Nota al margen: Jacinta me llevó al dormitorio de Celeste a conocer su nueva disposición: cama nueva, tocador, cómoda con florcitas pintadas… Toda la parafernalia necesaria para alegrar a una niña de su edad. «¡Es preciosa, Celeste!», le dije entusiasmada, «tu madre es un ángel por habértela regalado.» «No le cuesta nada-, me respondió enojada, – si plata es lo único que tiene.» «Eres injusta, ¿y el tiempo, el esfuerzo? ¿Eso no cuenta?» Pero terminaba yo de hablar y veo en la boca de Celeste formarse un puchero, el gesto infantil por esencia. «No nos quiere-, me dice, «su único afán es deshacerse de nosotros.» La senté en la cama y le di un discurso. Debo acordarme de hablar con Josefa sobre el tema, ¡malditos adolescentes!

Eduardo estuvo encantador, ingenioso y divertido. Caigo en cuenta de que uso este cuaderno sólo para las quejas y me siento muy injusta, casi tanto como Celeste. ¿Por qué será que nunca necesito escribir cuando estoy contenta? En el momento en que encendíamos las velas de la torta en la cocina, Josefa me preguntó cómo iban las cosas en mi nuevo matrimonio. «Son los ajustes», le expliqué, «los famosos ajustes; ¿cuánto crees tú que tarda una pareja en limarlos?» «La vida entera, Violeta», me contestó.

*

Llamé a Josefa para comentarle lo de Celeste. El episodio terminó en que llegó Celeste hoy, perfectamente alegre, diciéndole a su madre; «Violeta es divertida, mamá. A los hombres los trata con el cariño, a las mujeres con la cabeza.» Josefa le respondió; «Será alguna sabiduría de las de Violeta, tratar a cada uno con lo que más le haré falta.»

Bien por ella, bien por mí.

*

Eduardo es, como todo hombre que se precie de serlo, un total egocéntrico.

¿Me habré convertido en una de esas neuróticas del amor adictivo?

Lo que me vuelve loca es que no me escuche. Cada noche yo podría escribir aquí una pequeña pieza de tres actos, demostrando tres situaciones diarias en que no soy oída por él. ¿Qué le pasa? ¿Es que le aburre contestar? ¿Es que no tiene tiempo interno para mí? ¿Es que sencillamente su yo lo repleta todo?

Me va a dar cáncer. Generaré un cáncer de pura desesperación por no ser escuchada.

*

¿Por qué pienso en penetrar y no en envolver? El pene penetra, la vagina envuelve.

*

Recuerdo a la Agustina, esa pobladora que recogí porque el marido la había golpeado. Trabajaba en las ollas comunes de la población. Esa primera noche, contándome de su vida, me dijo: «Él me ocupó anoche, compañera, y así y todo se atrevió a pegarme después.»

Eduardo ronca, me he levantado en puntillas a la galería, presa de la angustia. Ha vuelto a suceder esta noche lo de la casa del molino. ¿Cómo tendría que nombrarlo? De un momento a otro se transformó y se volvió un ser brutal. Me opuse y me opuse hasta la inutilidad, hasta que asquerosamente me entregué. Es su faceta obscena la que más me confunde, más me daña. Sin embargo, es la que termina por ganar.

La Agustina y yo somos lo mismo: la mujer depósito. Todo lo líquido se deposita en nosotras, el semen y el sudor. ¿Serán líquidas las penas? Deben serlo, como el agua del feto, como la sangre, como las lágrimas.

Esta noche he sido ocupada por mi marido. *

*

Decidí enfrentar el tema de su sed. Prefiero llamarla así, quisiera embellecer lo canalla.

Todavía era temprano y el bar estaba casi vacío. Escuchando una música new-age, le pregunto cuál será el público del lugar. «Ciertamente no son los parroquianos de los barrios de las orillas, ni las oficinistas del centro de la ciudad-, me responde hosco. «Puta burguesía», agrega, «el bar pasa a llamarse pub y cambian los boleros por Vangelis. Ponen maní junto al whisky, hablan inglés en la mesa de la esquina. Ya no existen esos bares donde veníamos a emborracharnos cuando llegué a vivir a Santiago. Ya no queda ni siquiera el vino en jarro, solamente tragos sofisticados. Esto no parece mi país.» Lo miro, cómplice, y me arrimo a su recuerdo de un país que ambos quisimos y que nos han transformado sin nuestra venia.

El bar Los Tres Mosqueteros, me cuenta. Era enorme y oscuro, las mesas se perdían en la opacidad. Un largo tubo de bronce reluciente al pie de la barra. Bajo los arcos de la sala, las maletas de los vendedores de libros puerta a puerta. El sonido de los dados batidos en cubiletes de cuero. Había hombres, sólo hombres. Una vieja radio y la voz de Lucho Barrios. «La cerveza y el vino compartían ese reino», me dice con la mirada lejana, y agrega: «Yo sospechaba lazos invisibles entre esos seres que no hablaban entre sí; fue entonces, Violeta, que sentí la solidaridad tácita entre los que han optado, a pesar de sí mismos, por la profundidad del alcohol.»

Pidió el segundo gin con gin.

«La soledad es devastadora», me dice, «y esta noche amenaza con ser eterna; mis perdiciones son tantas, y tú lo sabes, no me juzgues por un trago de más o de menos.» «¿De qué soledad hablas, Eduardo, si yo estoy aquí?» Me mira sin comprender y entiendo que existen viajes en los que no lo acompaño y el remordimiento me acomete y el amor me trepa por el cuerpo y me duele. Pido un gin con gin para mí. Y a poco andar, otro. Estoy con él, en su piel. Me acoge como a uno de los suyos. Y me dice: «Necesitarás el gin, Violeta, sólo cuando tu lucidez se acerque a lo metafísico, sólo cuando dejes de estar atenta a este pedazo de vida en este pedazo de mundo tan real, cuando tu inteligencia no pueda ignorar el pesimismo. Entonces te daré la bienvenida entre los nuestros.»

Pensé que el gin estaba en su sangre aun antes de beberlo.

«Te odio por tu fortaleza», fue lo último que me dijo, «y te amo por eso. Es raro que los dioses no hayan logrado nublarte los ojos.»

*

Creo que, después de la noche del pub, he empezado a vivir en la demencia. No tengo otra forma de vivir con él. Quizás es muy alto el precio que estoy pagando por una próxima maternidad. ¿Cómo saberlo?

10.

Nosotras, las otras, sabemos de qué habló Violeta cuando nombró los refugios. Estuvimos ahí para el rompimiento del primero.

Tales refugios no habrían sido posibles sin un elemento ordenador: el amor de Violeta por el arte. La pintura de Gonzalo, la música de Josefa, la escritura de Eduardo. La musa-madre. Ella pudo pintar, pero gastó sus ojos en los planos que dibujaba en esa oficina italiana para cuidar la pintura de Gonzalo. Nació con la música en los oídos, pero le hizo siempre la segunda voz a Josefa. Las palabras le brotaron como borbotones en la cuna misma. Le brotaron, pero no optó por ellas.

Fue arquitecta. Como decía Josefa, Violeta deduce las casas de la gente. Y sostenía que los espacios condensan todo lo que les sucede a las personas. En ellos intervenía. Más tarde quiso ir más lejos, pensando en los espacios colectivos, y estudió el desarrollo urbano. Llegó a idear bellos proyectos que pudo desarrollar a través de organizaciones no gubernamentales. Pero para ello debió esperar.

Porque amaba a Gonzalo.

Porque estuvo ocupada todos esos años en Europa, ejerciendo de proveedora, trabajando para la pintura de su marido, siendo su más rigurosa crítica y actuando como manager en la venta y la exposición de sus cuadros.

Viajaron mucho, miraron aceitándose los ojos, compartieron mil anhelos. Violeta no tenía tiempo para contestarse las interrogantes de la vida, pues debía tener la respuesta pronta para Gonzalo, cuyas propias preguntas lo hacían desfallecer. Cualquier estructura débil en el interior de Violeta se fortalecía para evitarle a él su propia debilidad, para seguir mirándose en el profundo reflejo que uno le daba al otro.

Violeta, Gonzalo y el reflejo.

Gonzalo actuaba como caja de resonancia de amor y orfandad, de abrigo y desaliento. Eran tan fuertes sus sentimientos que ella se veía obligada a sentirlos también. Y se acostumbró a sentir en la imagen de Gonzalo. (Josefa le dice más tarde: «Igual lo habrías dejado, a la larga esos niveles de dependencia mutua asfixian.»)

Yo lo miraba a los ojos, escribe Violeta, encontraba su desamparo, se encontraba éste con el mío, y nos íbamos ambos en él; nos montábamos en su grupa, galopábamos, cruzábamos el mundo ahí arriba y volvíamos exhaustos, muertos de desamparo los dos.

Nació Jacinta.

Algo cambió.

Una vez por semana, de noche, Violeta tomaba el pelo de Gonzalo y se lo trenzaba, largos y pacientes sus dedos curvando mechones claros, uno sobre otro. Ahora la niña lloraba, debía atenderla, y aquel gesto se interrumpía.

Violeta no daba la bienvenida a los cambios entre ellos dos, ella que amó siempre el cambio. No los acogía, pues sospechaba que si las leyes del juego se transformaban, los espejos en que Gonzalo y ella se miraban -a sí mismos, al otro- se romperían.

– Podríamos volver -dijo Violeta un día- a lo nuestro… a América Latina.

Nuestra América: la reina de las naciones.

Convenció a Gonzalo, le habló de las raíces y del otro color. Ella albergaba más de una intención frente a ese viaje. Mandaron a Jacinta donde sus abuelos y cruzaron el Atlántico. Comenzaron a descender por México, y en cada ciudad Violeta dejó su corazón. Bolivia era la última escala, la antesala de Chile.

El primer recuerdo horadante en Violeta es el de la nada haciéndose carne. Un par de incautos extranjeros, totalmente europeizados, llegando a Santa Cruz de la Sierra en el día del Carnaval.

Ya en el hotel tuvieron un anticipo de la potencia de la soledad que los embargaría más tarde. Luego del desayuno, los empleados empezaron a retirarse. Se despedían de la patrona con aire de triunfo: la libertad del feriado se leía en sus semblantes.

El avión de Violeta y Gonzalo había aterrizado esa mañana a las siete proveniente de La Paz. Caminando hacia el hotel, a dos cuadras de la plaza principal, la piel los hizo comprender que habían llegado al trópico. El pelo de Violeta transpirando bajo el sombrero de paja, la ropa de algodón ciñéndose al cuerpo, las manos mojadas de sudor. Y la ciudad desierta. «No me sorprende», dijo Gonzalo, «después de todo, es domingo.» A las ocho de la mañana, cuando ya instalados en el Hotel Italia tomaban un café, la morena que los servía, con gran encanto, les anunció la jornada que se les avecinaba: Carnaval.

Cuando llegó el momento de recorrer la ciudad, salieron a gozar de los árboles centenarios que rodeaban la gran plaza, con ese verde pródigo que sólo la selva -o su cercanía- regala. Hasta que comprendieron, a poco andar, que eran los únicos con semejante ocurrencia ese día. Hasta que respirar los comenzó a ahogar.

Nadie en las calles. Las veredas vacías. Las tiendas y los restaurantes herméticamente cerrados. Y los grupos carnavaleros -las comparsas- haciendo sonar sus trompetas y tambores, caminando con un extraño ritmo, entre el baile y el andar cansado. En torno a ellos, muchachos pintados y embarrados, con bolsas llenas de agua, de pintura, de desechos. Su tarea parecía ser la de asaltar al caminante. Desde una galería de la plaza -galerías de portales, antiguo y bello el trópico colonial- Violeta trató de cruzar la calle y sintió un fuerte golpe en el costado derecho. No entendió de qué se trataba. La invadió un frío extraño y sintió un punzante dolor en las costillas. Gritó por Gonzalo. El había arrancado a tiempo y se agazapaba tras un portal. Cuando se vio a salvo, corrió hacia Violeta. Su mirada encerraba una ira impotente, mientras recogía a los pies de su esposa una bolsa plástica en cuyo interior barroso se escondían palos con agudas puntas en sus extremos.

Eran las doce del día de un domingo extranjero y extraño. Solos, mojados y adoloridos, no encontrarían ningún aliado en las calles.

Gonzalo tomó el brazo de su mujer con decisión y se dirigieron al hotel, caminando a saltos, mirando para todos lados, buscando una vía libre. Violeta tenía hambre -se habían levantado al alba para tomar el avión- y no pensaba más que en comer. Pero él no admitió discusión: había que desaparecer. Alcanzaron el hotel corriendo, escondiéndose cuando la música les anunciaba una comparsa. El sol ardía. Abandonando la plaza, no hubo más techos ni sombras. Sólo ese sol sin cobertizo alguno.

También el hotel estaba vacío. El comedor, cerrado. En el mesón dieron con un muchacho de aspecto un poco oligofrénico cuya única capacidad aparente consistía en entregar las llaves de la habitación. Y la vaga información, quizás inventada ante el apremio, de que a alguna hora era posible que abrieran el Pamplona, un restaurante ubicado frente al hotel. Su puerta daba a la ventana de Violeta y Gonzalo. Nada para comer.

Tomó el libro de Jack Kerouac que en ese momento leía. De tanto en tanto se asomaba a la ventana con la esperanza de ver aquella puerta abierta. Avanzada la media tarde, sus ojos se habían fijado allí compulsivamente, como si de pronto una llave mágica pudiera abrir esa puerta. El hambre se desataba a medida que pasaban las horas y se hacía más nítida la imposibilidad de satisfacerla. Los ojos de Violeta se cansaron de tanto clavarse en el Pamplona de Santa Cruz. Detrás, los tambores v las trompetas envenenando el aire, ese sonido cansado, gastado, aterrador en su monotonía.

– Violeta, quisiera hablarte de un par de cosas que he estado pensando -Gonzalo interrumpió desde su cama el silencio inmaculado del dormitorio.

– ¿Sobre qué tema? -preguntó, sorprendida de que le dirigieran la palabra cuando su mente no estaba ahí.

– Sobre mi pintura. Sobre el tema de América Latina y de Europa y nosotros dos…

Violeta lo miró sin disimular su malestar. Reprimió la brusquedad con que espontáneamente le habría respondido.

– No, Gonzalo, tengo demasiada hambre para conversar… Por favor, dejémoslo para después.

Continuaban desfilando las comparsas bajo la ventana. Cada vez más pobres, con disfraces más desencajados, más sucios, más caóticos, más agotados. Y el aire en la habitación, cada vez más denso. El ventilador era insuficiente y ningún libro parecía capaz de distraer a Violeta de su cansancio enervado.

A las cinco de la tarde Violeta decidió salir. Tenía que encontrar algo para comer. Gonzalo, furioso, prefería el hambre a ese miedo oscuro y ambiguo, ese miedo maquillado de fiesta. Salieron. El sol caía sobre ellos, ese sol del oriente boliviano que opacaba una ciudad ya harta en su propio festejo. Violeta pensó en Graham Greene, en Malcolm Lowry. Las palmeras latinoamericanas, en su alucinación, se le confundían con las de Yakarta, las de Vietnam. El polvo, con ése de los pueblos mexicanos en el Día de los Muertos. La misma inquietud de no saber cuál es ni dónde está el límite.

Y de súbito, la lluvia.

El agua de carnaval.

Y el cuerpo empapado de Violeta no distinguía ya entre el sudor, las comparsas y el cielo.

Al fin, vio a lo lejos un pequeño almacén con su puerta abierta. Corrió hacia él. Un grupo la persiguió. La ensuciaron con el barro, volvieron a mojarla, algo le golpeó la espalda otra vez. No importaba nada: había alimento en un mesón. Era queso de cabra. También unas galletas de chuño, duras, añejas, de color pardo. Y cerveza. Violeta empatizó con esta mujer que se lo ofrecía, como una niña pequeña con su madre cuando la ha despertado de una pesadilla. Gonzalo, con la cara negra de pintura y adolorido por algún golpe, miraba como enajenado desde la distancia con que un loco puede mirar su propio manicomio. Violeta armó un paquete con la escasa comida y emprendió la aventura de regresar al hotel con su tesoro. Volvió a cruzarse con sus enemigos y empezaron a serle invisibles. Cientos de ojos vidriosos, cerebros escindidos por el alcohol, la coca y la música enferma avanzaban. La danza maldita, continuando como a pesar de sí. Se acercaba la noche y el agua que tiraban traía ahora piedras: deshechos los miembros de las comparsas, deshechos Violeta y Gonzalo, y esos tambores en sus oídos operando como un mal presagio.

Violeta extendió su desesperación y el mal a la ciudad entera, a todo ese pueblo. Un continente de males incurables, pensó, toda nuestra miseria hecha carne en estas calles y en estos seres embobados en su demencia.

Con las percusiones ya no en sus oídos sino en la mente, llegaron al hotel cayendo el sol. Empapados, lodo y suciedad pegados al cuerpo, al pelo, a la cabeza entera, a la fatiga inmensa, subieron a la pieza por los pasillos desiertos y allí, abriendo el paquete con las manos sucias, Violeta tragó queso y más queso y volvió a tragar. De un golpe le arrancó la tapa a la cerveza, dejando que el líquido la atravesara mientras los ojos de Gonzalo no se despegaban de ella. Gonzalo no comía.

Ella se tiró con todo su asco y su desolación encima de la cama. Fue entonces cuando él pronunció su nombre, como entre tinieblas.

– Violeta.

No lo miró, expectante. Había en ese tono una severidad que la alarmaba.

– ¿Sí?

– Tengo algo que decirte.

– ¿Ahora? -preguntó incrédula.

– Sí. Ahora y de una vez.

– …

– Me vuelvo a Europa.

– ¿Cómo?

– Voy a dejarte.

11.

La nostalgia de tierras heridas y presentidas: Violeta respiró así su vuelta a Chile.

«Patria celeste», murmuró.

– Ahora empieza mi propia vida. Siempre supe que la historia de la mujer existe en la medida en que ella se cuela en la historia de los hombres. Si no lo hace, queda en el olvido. Y no pienso resignarme.

Eso fue lo que me dijo.

Y puso manos a la obra. Partió por lo más básico: una casa para Jacinta y para ella. Le pidió a su padre que le entregara la herencia de su madre.

– Las librerías son tuyas, papá, y tienes varios hijos a quienes no les corresponde el dinero de Cayetana. Lo quiero para mí: su heredera soy yo.

– Tendría que liquidar parte de mi capital… capital que también será tuyo en el futuro.

– No estoy interesada en el futuro. Las cosas son difíciles en Chile, papá, y voy a tener que estar muy atenta para que este sistema no me trague. Quiero hacerlo bien. Lo siento por ti, pero tendrás que liquidar alguno de tus bienes y darme lo que es mío.

Con el dinero en la mano -y con la sorpresa del padre, después de tantos años, ante una hija tan asertiva-, Violeta se abocó a la búsqueda de una casa.

En esos días me acompañó donde una costurera que vivía en los barrios periféricos. Divisamos, desde lejos, una escena que nos suena conocida, escena del barrio alto. Casa perfecta, pero en miniatura; antejardín, pero chiquito; balcón con flores, el perro al lado de los niños. Están bien vestidos, se ven tan impecables como la casa. A la distancia, la presencia de la mujer, los colores de la ropa infantil, todo resuena como el modelo requerido.

– Yo no recordaba así La Florida -me dice Violeta desconcertada ante el nuevo aspecto de ese sector de Santiago.

La visión va cambiando a medida que nos acercamos. La casa ya no es tan blanca, su pintura está descascarada. La mujer, que parecía lucir un buen corte en su pelo, lo tiene dañado y sus senos están muy caídos. El acrílico, no el algodón que semejaba ser, le da una nota estática a la ropa de los niños. El perro es un vulgar quiltro.

– Esta es la parodia del barrio alto -digo-. Para ser imitada desde la miseria, imitan bien.

Violeta me mira angustiada.

– ¿Y la identidad, Josefa? ¿Quiénes somos, después de todo?

Inquieta ante una ciudad cuya fisonomía apenas reconoce, vuelve a Ñuñoa, el barrio de su infancia.

Desde la Plaza Ñuñoa caminó y buscó y averiguó. Hasta que dio con la casa de la calle Gerona, a tres cuadras de la antigua casa de Cayetana. Parrones, una palmera, dos aromos donde colgó la hamaca, molduras en los techos, mampara de pino oregón, vidrios biselados y su galería con los mil rectángulos de sol.

– ¿Será lo adecuado? -no pude dejar de preguntar al ver las dimensiones.

– Nunca un metro cuadrado es inútil, nunca. Pregúntamelo a mí, después de mis ocho años en Via del Pavone. Los pobres europeos se mueren de sofoco en la avaricia de sus espacios.

– ¿No pasarás miedo en esta casa tan grande, tú sola con una niña?

– Traje el revólver de mi papá.

– ¡Violeta! No son los tiempos más adecuados para tener armas en la casa. ¿No será un desatino?

– Puede ser. Pero está inscrito a nombre de Tadeo, todo en orden, no te preocupes.

– ¿Y sabes dispararlo?

– Perfecto -se rió-, acuérdate de que soy nieta de un mariscal.

Llenó su casa de música, de cuadros, de libros y de alfombras. Eran su único capital, no necesitaba más.

– Te pierdes muchas cosas -le dije un día.

– Esa es mi libertad -me contestó-, dejarlas pasar… Tiene que ver con un cierto modo de mirar el mundo.

Había gestos de Violeta que me sorprendían por su contraste conmigo. Ella misma se cortaba el pelo, entresacándose rizos cerca del cuello, sin mirarse al espejo, sin ir nunca a una peluquería. Su odio por los muebles modulares, por los restaurantes de moda, por las revistas femeninas, por los centros comerciales, por las reproducciones, me hacía aparecer mundana sin serlo de veras.

(La primera vez que visitó mi casa tras su vuelta a Chile, me dijo directamente: «Es preciosa, Josefa, pero tienes que volar de aquí esas reproducciones. Son pretenciosas y vulgares.» «¿Por qué?», le pregunté. «Si fueran afiches, solos en un bastidor, sin vidrio, respetando su sentido de anuncio, vale. Pero darle carácter de cuadro a una simple reproducción, no.» «Exageras», le dije. «No, no exagero, lo único que merece ser colgado en una pared es un original.» «Pero Violeta», reclamé, «no tengo plata todavía para comprarlos.» «Entonces deja el blanco, es siempre más respetable. Y si no, tienes varias alternativas: una bonita fotografía, un género entretenido o un dibujo de los niños. No hay trazo infantil que no sea bello.»)

Envidiaba su falta de interés en la ropa -claro, si con cualquier cosa se veía bien-, sus eternas faldas largas y sus botas: nunca un traje a medida, nunca un dos piezas, nunca un taco alto, nunca una mini en invierno. Violeta y yo habíamos sido siempre modestas para vestirnos. Nuestras familias no tuvieron dinero para lujos y así nos educaron. En ese estilo continuamos de grandes. Hasta que mi trabajo me obligó. El día en que compré mi primera prenda de quinientos dólares, se lo conté a Violeta. Era una chaqueta blanca, acolchada, hecha de muchas telas diversas: blancas, cremas, perlas, marfiles, un patchwork en rasos, brocados y satines. Ella tocaba la chaqueta, sorprendida, mientras se la probaba frente al espejo: ¡tanto dinero para algo que sólo se pone sobre el cuerpo! Cuando tuve el primer vestido de mil dólares, también se lo conté. Pero el día en que vio las lentejuelas para mi recital en San Francisco, no me preguntó el precio. Nuestra lenta diferenciación ya se había marcado.

Las preocupaciones de Violeta al volver fueron perfectamente definidas: el Chile de esos años, que le desgarraba el corazón, y el arte como cotidianidad. Su sensación de protagonismo era intensa, algo que nunca sintió en Europa. Para defenderse de las calles peligrosas, adornó el interior. No encontró una forma más eficaz que el afecto, apostando a él como la única manifestación de arte posible.

– ¿Por qué el afecto como forma de arte? -pregunté yo, la pragmática.

– ¿Por qué el sicoanálisis como manifestación de amor? Por ahí va la idea -me respondió.

Pensé que leía en exceso a Julia Kristeva y no le discutí.

Todo lo de Violeta parecía ser romántico o patriótico.

Yo la miraba inquieta: el arte, los guetos, los amigos, el delirio, las energías divididas y despilfarradas en una especie de diletantismo. «Al fin, no hay arte sino en lo cotidiano», dijo, y puso toda su pasión al servicio del día a día. La casa de la calle Gerona floreció, las veladas allí eran un refugio para los suyos. Violeta como una reina, compartiéndolo todo, escuchando, concentrándose en cada otro como si fuese ella misma. Atiende a cada llamado. Sus oídos para todas las voces, desangrando su atención para responder a las diversas expectativas. Nadie le pregunta por ella misma. Violeta sin tiempo propio, dadivosa, regalándolo. ¿Hasta el momento en que quede vacía?, me pregunté un día en silencio. La mejor música uno la encontraba allí, escuchando a los new-age cuando aún nadie lo hacía, hablando de libros que todavía no llegaban al país, asistiendo a las funciones de cine-arte, tomando el café en cafetera de verdad. («Tres cosas me han impresionado muy negativamente de este país al volver», dijo, «el Nescafé, la ausencia de calefacción central y el machismo, y en ese orden.»)

Tanta vida dentro de ella. ¿Para qué la andaba prestando?

Ir al cine con Violeta era la mejor forma de conocerla. Daba casi bochorno su vitalidad frente a la pantalla, como un niño creyéndolo todo, asustándose, sufriendo, como si fuera real de principio a fin. Le dolía físicamente el cuerpo después de una película difícil o angustiante. Pues bien, así era Violeta en todo.

Fue su tiempo de máxima belleza exterior: su cuerpo y su casa como soportes. El disfraz, los colores de su ropa, la sensualidad, la vivificaban a ella y a su entorno.

(Ese domingo en la mañana la pasé a buscar, esperando verla en sus eternos bluyines dominicales. No, me explica. Debe aprovechar todo gesto para usurparle a la rutina el diario vivir. Ese domingo de mañana soleada deja de lado sus bluyines y abre su clóset, extrayendo y combinando ropas, negros con azul petróleo, se amarra un hermoso pañuelo entre rizo y rizo, rodea su cuello con un collar africano que guarda para las grandes ocasiones. «¿Y cuáles son estas ocasiones?», se pregunta de súbito, sorprendida por sus propias reglas. «Ninguna», se responde, «un domingo cualquiera de sol invernal que puede irse de las manos, y habrá menos tiempo cuando el domingo termine.» Adornar el tiempo para que no se vaya tan rápido, se dice Violeta probando nuevos olores entre sus aceites orientales. Se mira en el espejo acariciando la plata y el cuero africano y vuelve a pensar en las grandes ocasiones. «Si no es ahora», me dice, «¿cuándo?»)

Ser amiga de Violeta entonces era un don. Sus cariños parecían amplificados, honrados, bendecidos, poéticos. Yo misma me sentía una privilegiada, siempre importante ante sus ojos. Si uno le traspasaba una simple historia personal, de esas tontas historias importantes, en sus manos ésta quedaba libre de la trivialidad.

Pero Violeta se dispersaba y la energía se le iba en esos gestos. Nada que amalgamar. Era una vida bella pero desquiciada. Violeta, la seducción y su particular estilo: no, no era una coqueta. Sin embargo, resultaba terriblemente seductora. Los amantes la rodeaban y ella parecía quererlos a todos, todos le cabían, y al cansarse de ellos los despachaba con la ligereza de una pluma. Vivía al filo, con el riesgo como permanente opción.

Aquella escena en la hamaca: fue un verano en la casa del molino. Violeta jugaba con palitos de fósforos, tendida entre los dos castaños. Los alineaba sobre la cubierta de un block de dibujo que sujetaba en su falda, formando una larga hilera.

– ¿Qué haces?

– Estoy en medio de una sesión de contabilidad -me contestó risueña.

– ¿Cuentas palitos de fósforos?

– No. Hombres. Cada fósforo es un hombre con el que he hecho el amor. Estoy concentrada haciendo la lista, no quiero dejar a ninguno fuera.

– ¿No te parece que ya son muchos?

Me miró:

– No, ¿por qué? Más bien me enorgullece.

Por pudor no quise contar y desvié la mirada. Pero serían, hasta ese momento, al menos veinticinco.

Más tarde, durante mi caminata diaria hacia los cerros, aparte de constatar que su visión de pecado y la mía eran muy distintas, pensé en los amores de Violeta: por muchos que fueran, nunca parecieron accidentales sino plenos, tiernos, comprometidos y deseados. Violeta y la vulnerabilidad. A los ojos de ella, probablemente, yo vivía una mesura vulgar. Y a los míos, ella ha vivido en la sistemática falta de cálculo. Bueno, no es raro, me dije, Violeta no conoce la palabra cálculo.

– Estoy llenándome de lugares comunes en este país: tragándolos, aspirándolos. ¿Qué podemos hacer, Josefa?

– Elige. Heroica o prudente, querida. Ambas cosas no pueden ir juntas.

– La cuestión es no perder la confianza en el mundo que nos rodea. No debemos perderla, por nada.

– Yo ya la perdí -le respondo.

– Tú no eres un ejemplo, Jose, tú ya claudicaste.

– No he claudicado, Viola. Sólo he olvidado.

Violeta se niega a conocer la opacidad del olvido.

Estacionamos el auto en Providencia, vamos a la librería con la lista que ella ha confeccionado sobre lo que no puedo dejar de leer. Figuran autores tan disímiles como Mishima, Carlos Fuentes y Christa Wolf. Sé que los encontraré, si algo le admiro al tío Tadeo es su capacidad de mantenerse al día.

Antes de cruzar la ancha avenida vemos un grupo de gente que se ha aglomerado, formando una pequeña multitud.

– ¿Qué pasa? -le pregunto.

– No sé, veamos.

Nos acercamos. Al centro del tumulto se encuentra una muchacha, bonita y bien vestida, protegida por varias señoras -las que tienen tiempo para pasear por Providencia un día cualquiera en la mañana- bien arregladas y buenas mozas. Un hombre, probablemente el marido de una de ellas, sujeta a un chiquillo con franca violencia, casi desgarrando esos escuálidos brazos morenos. No tiene más de catorce años y está apenas vestido, si ropa pudiera llamarse a esos jirones que lo cubren. Nos explican que ha tratado de robarle la cartera a la muchacha, la bonita, y que han llamado a los carabineros para entregarlo. Pero el chiquillo grita que él no ha hecho nada, que no pretendía hacer nada, que no es un ladrón. Violeta le mira bien los ojos y no sé qué ve, pero la cólera la acomete y enfrenta al señor que lo apresa.

– ¿A usted le consta que él iba a robar?

El señor se desconcierta. ¿Era posible que alguien con el aspecto de Violeta pudiese abogar por esta especie indefendible?

– No, no me consta, pero si ella lo dice…

– ¿Alguien lo vio? -pregunta Violeta a gritos mientras yo me escondo, respiro profundo entrando el estómago; quisiera desaparecer detrás del grupo, esquivar todo este bochorno. No me importan ni el pelusa, ni el robo, ni la joven. Mi única preocupación es pasar inadvertida. Escucho el griterío de las señoras y cómo Violeta las increpa de vuelta. La veo arrancar al chiquillo, sin violencia pero con firmeza, de manos del señor, que ya no parece tan decidido, y caminar airosa entre el gentío llevándolo por los hombros con cuidado, casi con ternura. La mirada desafiante de Violeta mientras camina con el niño, esa mirada digna y segura, no es nueva, la conozco bien.

– Los pobres están desquiciados por su propia pobreza -fue toda la explicación que me dio.

He visto más de una vez esa mirada. La primera fue cuando tomó la mano de Marcelina en el pasillo de la iglesia del colegio, apretándosela, avanzando altanera, gritando con los ojos: ¡veamos si alguien se atreve a humillarla!

Era la ceremonia de la confirmación. Cada una de nosotras debía elegir una madrina. Nunca entendí qué sentido podía tener ese sacramento, salvo lo que me atrajo entonces: la madrina. No la del nacimiento, en cuya elección no se intervenía, sino una activamente escogida.

Marcelina Cabezas era una mujer del sur, mapuche, que había cuidado a Violeta desde su nacimiento. Cuando se trató de escoger una madrina, le pareció evidente: Cayetana era ya su madre, la abuela Carlota su madrina de nacimiento, ¿qué otra mujer, sino Marcelina, merecía tal distingo?

Todas las compañeras llegaron ese domingo al colegio de punta en blanco, de la mano de sus albas madrinas: tías, hermanas mayores, abuelas. Nadie dejó de volver la cabeza cuando Violeta se presentó con Marcelina. Vestida con su mejor atuendo, toda de gasa celeste, con su pelo azabache orgulloso en su tiesura, Marcelina Cabezas entró a la iglesia tomando la mano de su niña, pero su caminar estoico pareció derrumbarse con las miradas que le dirigieron, marcándola, punzándola, apartándola, quitándole este derecho que la había honrado tanto. Violeta enrojeció; de furia, me diría más tarde. Le apretó la mano a Marcelina, no se separó un centímetro de su lado durante toda la ceremonia y se quedó al chocolate caliente con galletas, sola con su madrina, sin una compañera -aparte de mí- que se le acercase en el vasto refectorio. Cuando ambas hubieron bebido sus tazas, Violeta tomó otra vez a Marcelina de la mano y cruzaron juntas el enorme comedor, entre la espesura de ojos y murmullos.

«¿Sabes, Josefa?», fue el único comentario posterior de Violeta, «si algún sentido tiene haber nacido en esta parte del mundo, es evitar la humillación de la otra parte, que es harto más numerosa. Mientras yo exista, nunca una Marcelina se sentirá desprotegida. Lo juro por mi vida.»

No dijo nada más.

(Muchos años después, el siquiatra que la atendía interpretó que su salvación ante tantas pérdidas había descansado únicamente sobre los hombros de Marcelina. Violeta sabía lo que era haber sido resguardada por su cariño y no le pareció raro que el asilo le fuese dado por la misma persona que le enseñó los elementos más básicos: el lenguaje, sus primeras palabras, sus primeros cuentos, su primera mirada al mundo. En las historias de Marcelina, en la explicación de su tierra y sus antepasados, en su tradición oral, Violeta aprendió de los espíritus tutelares. Y eso fue un arma que la ayudaría a resistir lo que iba a tocarle en sus próximas vidas.)

Me dice después, en la casa del molino:

– Era tan linda la revolución. Estaba tan a mano… Además, participaba el que lo quisiera. ¡Su gran capital es que cualquiera podía llegar a ser héroe! Y todos podían, a través de ella, ser personas, hasta los más pobres. Hoy, para ser alguien, el héroe debe empezar por el dinero, ése es el único capital que vale. El requisito sine qua non.

Más tarde escribió con esos dedos siempre llenos de tinta:

La revolución / la gran hembra: lo llenó todo, dio todas las respuestas. Era total.

*

Sin una dimensión utópica, lo efímero me envuelve, me atrapa y me dice que la vida es apenas esto: lo que veo y lo que toco. Nada más.

¿Es todavía posible la utopía?

Los avaros años ochenta, los llamó.

Me trajeron un té de manzanas de regalo desde Turquía. Invité a Violeta a compartirlo. Me acompaña a la cocina y mientras hiervo el agua, saco las tazas del aparador. He dispuesto la bandeja con el azucarero cuando mis ojos se fijan en la gruesa cerámica blanca de las tazas, atravesada por algunas grietas incipientes. El amarillo rojizo de la manzana se me dispara frente a la vulgaridad de esa loza.

– Ven, Violeta, acompáñame.

– ¿Dónde? Pero si íbamos a probar este té.

– No, no en estas tazas… Ven, vamos.

Nos subimos al auto. En diez minutos estamos en los grandes almacenes y Violeta me mira atónita mientras pido que me muestren un juego de porcelana.

– ¿No te parece un poco exagerado? -me pregunta.

– No, no hay exageración en la búsqueda de lo bello. Tú eres la primera en afirmarlo.

– Pero no de esta manera, nunca he querido decir esto.

– No importa. Todo debe ser perfecto.

Llevábamos las décadas grabadas a fuego sobre la piel, como el ganado. Repitió: esos avaros ochenta. El reventón de la avaricia, los llamé yo más tarde, cuando los noventa me dieron la perspectiva.

Ella se mecía en la hamaca entre los dos aromos, recogía las bolitas amarillas de su pelo en el invierno, mientras yo subía peldaños y peldaños en la escala del éxito, me forraba de gasa para los estelares, acumulaba cuentas de ahorro -tanto dinero ganado en los ochenta- mientras cantaba y dejaba mi alma para poder hacerlo, recibiendo aplausos de gira en gira, firmando contratos con la televisión, grabando nuevos discos. Pero en los teatros cantaba a Joan Baez. Para no entregarme, me decía, y me entregaba igual, con la fantasía de que no había claudicado del todo.

Dementes, exitosos y complicados los ochenta para mí.

También vivíamos tontas escenas cotidianas.

Andrés y yo nos arreglábamos en nuestro dormitorio para asistir a un matrimonio, y Violeta, tendida en mi cama, hojeaba una revista.

– Dime, Violeta, ¿qué ropa te pones cuando vas a un matrimonio? -le pregunta Andrés mientras se echa agua de colonia.

– No tengo ropa ad hoc porque no voy a matrimonios -responde distraída.

– ¿No te invitan o no vas?

– No, nadie me invita.

– Pero qué raro, Violeta. ¿Por qué?

– Porque no existen a mi alrededor. Nadie se casa. Ni mis amigos ni sus hijos.

– ¿Y qué hacen, entonces?

– No sé, no lo había pensado.

Andrés se rió. Yo recordé a Violeta diciéndome pocos días atrás: «Mis necesidades sociales disminuyen a medida que las tuyas aumentan. Créeme, Josefa, las mías son cada vez más mínimas.»

Y mientras Violeta luchaba por la humanidad de las viviendas populares y se embarraba los pies y comprendía el engorroso proceso del subsidio habitacional, aumentaba en mí la pasión por cantar. Era casi mi única pasión, y mi médico me empastillaba para que no sucumbiera ante el pánico de escena, y los sólidos brazos de Andrés me protegían. ¿A qué distancia estábamos? Lo que más sufrió ella de la modernización fue el sentimiento de pérdida de raigambre.

La famosa modernidad no nos hizo bien ni a Violeta ni a mí. A ella, por marginarla. A mí, por devorarme.

A veces pensé que ella pertenecía a una especie extinguida.

Y como siempre que Violeta hablaba del pasado lo hacía de manera inspirada, yo me colaba en esa inspiración. Y sabía que una sola cosa nos salvaba de perdernos: la casa del molino. Fue el único vínculo suficientemente sólido. Violeta y ese lugar innombrado eran casi una misma cosa. El espíritu de uno y otra convergían, la descripción de uno valía para la otra. Y al acogerme a mí allí, nos salvó.

Y este verano habrá dos ventanas vacías. Violeta no estará en la tercera. ¿Cómo imaginar el lago sin su presencia? ¿Qué le diré al señor Richter? ¿Qué haremos con esa casa?

¿Cómo le explico que Violeta no vendrá?

12.

Busco el centro.

Así escribe Violeta cuando viaja a México. Inexorablemente, me acerco a las páginas en blanco de su diario, al final de esta historia. Han pasado sólo tres meses desde el último viaje de Violeta. ¿Cómo no comprendí que huía?

Para entender esta huida, necesito hablar de Violeta y la luz.

La buscaba incesantemente, incluso dentro de su propio ser. Por ello, sus vivencias siempre orillaron la transparencia. Exigente consigo misma, fijaba límites en su sed de experiencia. No permitiría que su vida -siempre un poco en el margen- se convirtiera en un juego sin reglas. Y la dignidad de su ser femenino era una parte importante del juego y de la luminosidad. Cada día vivido al lado de Eduardo fue una manera de vulnerar esa dignidad. Ella lo sabía. La luz decrecía. No se perdonó a sí misma esa entrada a las tinieblas.

No fue una sorpresa, entonces, que eligiese México -la región más transparente- para desprenderse de la oscuridad.

El mar infinito de las Bahías de Huatulco trajo el mar a los ojos de Violeta. Y la paz se asentó en ellos. Pero no duró.

Primer diálogo con el norteamericano que en silencio me acompaña por las tardes en la Playa de la Aguja:

Él: Aparte de las cosas que sabemos, ¿ a qué te dedicas?

Yo: Depende de cuáles son esas cosas…

– Las usuales -me dice con una sonrisa.

– Es que a ésas no me dedico -le respondo sonriendo también.

La risa de su boca pasa a los ojos.

Él: Entonces, ¿de dónde vienes?

Yo: De Chile.

– ¿Chile? -parece entusiasmarse de inmediato.

– Sí, Chile -(esa profunda grieta, como la nombró la poesía).

Me acoge.

Es de Boston pero habla español casi como su lengua materna. Bien por mí, no puedo ser inteligente en otro idioma. Se llama Bob y es hermoso. Por fin me dirigió la palabra, hoy es la tercera tarde en que coincidimos en esta pequeña playa adonde no viene nadie sino los que se hacen acompañar por sus libros.

*

La fidelidad: ¿indispensable o necesaria?

Lo segundo es más hermoso, implica opción, no tiene la fealdad de la norma.

Entre lo indispensable y lo necesario corre un chorro de agua prístina que no sólo refresca, sino que arremete contra la rigidez, la ablanda, la amolda y la baña de una superficie que al endurecerse la convierte en confitura y no en piedra.

*

Hoy le describí a Bob una mesa puesta en una tarde de verano. El ají verde cortado en pequeños cuadrados dentro del aceite, la cebolla a la pluma mezclada con el tomate muy rojo, el choclo -que aquí llaman «elote»-, el queso generoso sobre la madera junto al cuchillo afilado, el jugo de frambuesa. Y en un canasto de mimbre, el pan amasado, su corteza dorada de pan nuevo y la miga blanda y suave. Todo esto sobre un mantel de cuadros azul y blanco, bajo el castaño.

Fue una antesala para hablarle de la casa del molino.

*

En Chile los días llovieron miseria, los días llovieron dolores, los días llovieron soledad. Y aunque las lluvias cesaron, temo al país desmemoriado.

Aquí estoy a salvo, entre estas hormigas rojas y los sapos que me saltan desde las escaleras, de noche, como en el campo.

*

Pienso en la dificultad de precisar el deseo, porque el deseo no tiene lenguaje.

*

Vuelvo a la fidelidad. ¿Qué sucede cuando en la pareja quedan zonas secretas, espacios de comunicación bloqueados y cristalizados adonde no se puede volver a entrar? ¿Qué sucede con esa intimidad que empieza a restringirse y a empobrecerse? ¿Adónde se va?

Vine a Huatulco. Elegí este lugar en el mapa con cuidado. Vine acá para no ser aquella mujer quejumbrosa y adolorida en que me estoy convirtiendo. Habituada a mi propia pertinacia, debo volver otra.

He visto a las iguanas arrastrándose bajo el sol, por los peldaños de las escaleras, paseándose como Pedro por su casa. Están mimetizadas con la piedra, son de piedra también las iguanas, blanca y negra una, gris la otra. Caminan como viejas ágiles, rápidas y cluecas como gallinas, con las patas excesivamente abiertas. La mimetización de las iguanas me sugiere un par de ideas que desecho porque no me gustan.

*

Le he enviado una postal a Josefa hablándole de Bob. Hoy le expliqué a él algunas cosas y las comprendió. Mis ideas vagas -la vaguedad inunda cada una de mis percepciones- son recibidas por él con exactitud. No le molestan. No pude dejar de hablarle de la incertidumbre. La temo, expliqué, me veo rodeada de ella. Así comenzaron para mí los noventa. No la quiero, busco cómo refugiarme de ella. Éste no es el fin de siglo que merecía.

Bob nació en Estados Unidos y es «políticamente correcto». Aunque intelectualmente me acompañe, ¿sabrá de lo que hablo? ¿Sabrá de la pena? Lo que sí he comprobado es que sabe de la compasión.

*

Pasé un glorioso día en la ciudad de Oaxaca. A última hora de la tarde, mientras me comía una sandía muy roja sentada en los escalones de la plaza, me ordené, llamé a mis diosas, las que siempre me acompañan. Perséfone me dijo, muy sabia, que mirara en mi entorno actual.

Compré una cerámica para Jacinta: azul añil con un Sol y una Luna jugando alrededor.

*

¿Es que Eduardo no leyó lo que alguna vez escribió Pavese: que debe pagarse por cada lujo, y que TODO es un lujo, empezando por ESTAR en el mundo?

*

Recuerdo cuánto le divirtió a Josefa que yo estableciera, en la casa del molino, el momento de la queja. Media hora cronometrada. Nos juntábamos las mujeres -cualquier edad era aceptada- y se soltaba todo, todo lo que permanentemente contenemos. Aparecían muchas cosas, inesperadas unas, fantásticas otras. Luego yo miraba el reloj y, muy seria, interrumpía los suspiros o los bufidos de rabia.

– Ya, ¡basta! Se terminó.

Y cada cual partía o retomaba su quehacer, aligerada. (¡Que nos fuera más liviana la carga!)

Estoy muy sorprendida, y debo comentárselo a Josefa, de no haber necesitado un momento de queja aquí en Huatulco. Siempre he creído que la capacidad de revitalización de las mujeres es única. La regeneración de sus células es mejor, incluso, que la de las culebras y -por cierto- que la de los hombres.

Huatulco como medicina. Aquí no hay nada que temer, ni una lista en papel amarillo un domingo en la tarde, ni un vaso de gin que explote en maltrato, ni un cuerpo ambiguo -el mío- que rechace y acoja sin ton ni son.

Por ahora, y ojalá por siempre, sólo la Bahía Tangolunga, y el agua verde que es verde cuando uno la toca, pero azul cuando uno la mira. Sólo esos peces que formaron un gran triángulo en su cardumen, de todos los tamaños pero exactos en su diseño, negro y blanco en los puntos y las rayas del cuerpo, amarillo brillante en las colas: un moderno dibujo japonés estos peces milenarios, cuando se acercan al coral, todos al unísono, obedientes, armónicos. Si pudiese traducirlo a una expresión tangible, haría un tapiz. (Prometo algún día aprender ese arte.)

Mi cuerpo está recordando lo que mi mente ha olvidado estos últimos dos años.

*

Siempre en la Playa de la Aguja, hemos conversado hasta que se fue el sol. Le conté una historia.

Fue sobre aquella mujer abandonada en su adolescencia. Partí con cierta timidez y, a medida que avanzaba, las palabras llegaban solas, nadie las habría podido detener, detalles olvidados, distintos ribetes, todos rugiendo en mi cabeza. Agotada, cierro mi cuento: «Esta niña, hoy adulta, no es que añore a esas mujeres de su infancia. No, no es que las añore. Es que siempre juguetean en algún recodo de ella. El olvido sólo hace su deber, como un manto que abriga o una brisa que refresca. Y los recuerdos… éstos pueden colarse, como un haz de luz. Pero añejos de pasado o luz, siempre palpitan. Ella vive en el espíritu de sus antepasados, y ahí están siempre, sus murmullos.»

Termino de hablar. Bob pregunta:

– ¿Estuviste mucho tiempo con esta mujer, a su lado?

– Toda la vida -le respondí.

Después de un largo silencio, me mira.

– Haremos un pequeño viaje tú y yo. Un viaje necesario.

Y partimos.

13.

– Recuperé a Beethoven en el duty free de Buenos Aires, las nueve sinfonías por veintiocho dólares – me dijo Violeta cuando fui a verla a la vuelta de su viaje.

Eduardo me abrió la puerta y me llevó al dormitorio: la Quinta Sinfonía a todo volumen, Violeta en trance, envuelta en una toalla, sentada con las piernas cruzadas en el suelo. Una mano sujetaba la toalla sobre el pecho, la otra seguía la música, ¿dirigiendo la orquesta? Eduardo me la mostró, con ese gesto casual y desprendido que siempre tiene uno de los que forman la pareja, el que no sufre.

– Mírala. Es una loca.

Sonreí, pensando para mis adentros por qué los maridos de mis amigas me parecían casi siempre unos idiotas.

Violeta me saludó, alegre. Buen semblante el de su vuelta de México. Aunque han pasado sólo dos meses o algo así, los recuerdos se me arremolinan: los perros, la transición, la gran noticia, todo ello girando alrededor de esas canciones que debiera grabar en estos días, las que no le gustaron a Violeta.

– Espérame, me visto al tiro.

Se forró en hermosos algodones, largos algodones color rosa, se colgó tres diferentes collares al cuello y nos fuimos a la galería. Le pidió a Rosa que nos hiciera café y allí me entregó una pequeña bolsa de género negro. La abrí, miré su interior y me levanté emocionada para besarla. ¿Con este regalo me perdonaba? ¿Bajaban entre nosotras los niveles de reserva? Como Violeta usaba distintos lenguajes, probablemente un collar para mí era una forma de unirme a ella. Porque Violeta adoraba los collares, los buscaba, los perseguía, los acumulaba. Tocando las delicadas filigranas de plata, le pregunto si es mexicano.

– No -me responde y baja la voz-, es de Guatemala.

– ¿Fuiste a Guatemala?

Vuelve a bajar la voz.

– Clandestinamente -acechada en su propia casa: es la impresión que me dio.

– Pero Violeta, eso no es trivial para ti… ¿Estuviste allá? ¿En Antigua?

Asiente con los ojos en forma casi fugitiva.

Entra Jacinta a la galería y nos interrumpe.

– Mamá, ven, no puedo con el suero.

– ¿Qué suero? -pregunto asustada.

– Es que la Amiga tuvo guaguas -me contesta Violeta-. El mundo al revés en esta casa, ella tiene nueve y yo ninguna. Acompáñame.

Entramos al patio de la cocina. Los nueve perritos están acurrucados en torno a la Amiga, pequeñas y suaves masas negras concentradas entre un poco de inmundicia.

– Nadie quiere limpiar los vómitos ni la caca – me dice resignada-. El veterinario trajo el suero y a Jacinta le dan nervios aplicárselo. Yo estoy de mamá de todos.

– Violeta, esto es un caos -protesto, aterrada de resbalarme sobre algún excremento.

– Pero mira lo dulces que son…

Toma a uno en sus brazos; el gesto me recordó a mis hijos, cuando recién los parí. Violeta parece dichosa entre ellos, como si cuidarlos no le exigiese ningún esfuerzo. Me siento en la cocina tratando de participar, pero los perros le devoran toda su atención. Me costó tanto encontrar un momento para ir a su casa. Sin mi mala conciencia por aquella discusión antes de su partida, sencillamente lo habría postergado. Aproveché la entrada de Eduardo a la cocina para irme. Violeta me acompañó por los largos pasillos hasta la puerta.

– Hazme una síntesis, ¿cómo te fue?

Sorpresivamente sus ojos se llenaron de recuerdo y me contestó, ensoñada.

– Bien.

Me he acordado mil veces en estos días de ese «bien» que no descifré en el momento: sensual, acompañada, misteriosa esa palabra cuando Violeta la pronunció.

– ¿Me contarás de Guatemala después?

– Sí, después.

Ya en la puerta, me preguntó cuándo nos veríamos con más calma.

– No sé, me falta el tiempo… Estoy componiendo unas canciones, he estado en eso desde que te fuiste. Estoy muy concentrada.

– ¿Puedo verlas?

– ¿Te interesa?

– Mucho. Si tú quieres, paso mañana por tu casa después del trabajo y les echo un vistazo. ¿Te viene bien?

– Ya. Te espero -y agregué-: Estás con muy buena cara.

Me miró seria.

– Sí, me siento muy bien. México, un bálsamo. La distancia, otro bálsamo. Pero tengo un raro presentimiento.

Desde que éramos muy chicas, yo le atribuí siempre a Violeta un cierto carácter de bruja. Ella sostenía haberlo heredado de su abuela Carlota.

– Ando como poseída por una fantasía.

– ¿Cuál?

– La del destierro.

Sonó como una sentencia. Me trajo a ese día de diciembre de 1989, el día en que nos aprontamos para votar en las primeras elecciones después de esos años que a ella le habían parecido eternos.

– Ya llega tu democracia tan ansiada, Violeta, ya llega.

Y ella me contestó con un tono solitario:

– Me pasa algo raro, Josefa. Todo lo de estos años me apena. Pensándolo bien, no se me va a quitar nunca la pena. Sin embargo, algo me dice que no estaré aquí para gozar esta nueva etapa.

Ciertos días yo amanecía llena de palabras. Eran días maravillosos, reconocibles por los más cercanos: abstraída, con el ceño apenas fruncido y los ojos como si fuera miope, como si fuesen los ojos de Violeta, no podía concentrarme en dos estímulos a la vez. Me deslizaba por los espacios de mi hogar, tocaba los muros del pasillo como si me bamboleara en una embarcación insegura. Mis paseos terminaban en la pieza de atrás, donde al fin había armado una especie de estudio: atrás, cerca de los patios, como corresponde. Siempre deteniéndome en la gran cocina cuadrada -que era la fascinación de Violeta, la suya era rectangular y juraba que en su próxima reencarnación tendría una cuadrada-, me sujetaba del blanco y brillante artefacto que nos horneaba el alimento, reposaba los dedos en sus quemadores, levantaba la tapa de alguna olla, siempre había alguna humeando. Algo sucedía esos días en que las interrupciones disminuían. Hablo de esas interrupciones endémicas a nuestro género: las que producen divisiones y subdivisiones de la atención. Como dictaminó Andrés, esos días yo entraba en trance.

Y en ese estado peculiar había caído mi alma cuando Violeta volvió de México.

La esperé en mi estudio con café y cigarrillos, ansiosa por conocer su opinión sobre mis canciones. Mil veces había pasado por este mismo rito, siempre mi oído respetuoso frente a su evaluación.

– Tienes que aprovecharme -se rió cuando le entregué los papeles ya pasados en limpio-. Al volver, Eduardo me tenía la gran tarea: el manuscrito casi completo de su novela. Parece que de verdad trabajó en mi ausencia.

– Pero si lleva años escribiéndola. Por lo menos desde que está contigo.

– Sí. Y ahora quiere que se la corrija, que le haga de editora. No sé por qué confía así…

– Ni tonto que fuera…

– Soy un carrusel de sinónimos. ¡Dios me guarde si cada página que sale de su máquina de escribir no es recogida inmediatamente por mí! Bueno, vamos a lo tuyo.

La dejé un rato sola. Ni siquiera levantó los ojos cuando volví a entrar. Siempre me fascinó su concentración, yo le decía que era su faceta masculina.

– ¿Puedo ser honesta? -dijo luego de un rato de silencio con los papeles en la mano.

– Por supuesto.

– Pareciera que tus sensaciones son tan escasas que tienes que agotarlas hasta la médula. Aquí hay algo inanimado, Josefa.

– Cuando canto, efectivamente agoto hasta el fondo toda sensación. Después, quedo vacía. Esa es, básicamente -agregué con una sonrisa-, mi famosa indiferencia.

– No hablo de eso -estaba seria Violeta, comprometida con mis canciones, sintiéndose responsable frente a ellas-. Hay algo deshabitado en estas palabras. Son hermosas, pero das la sensación de no estar contaminada ni por la vida ni por la realidad.

Lo que no añadió fue que eso sólo lo logra la extrema frialdad. Su estado de ánimo al hablarme era una corriente alterna de impotencia contenida y de triste decepción.

– Es raro. Como si la normalidad, la democracia, te amordazara, nos amordazara a todos, y al revés, la dictadura, la urgencia, el vivir en el límite, nos vomitaba todas las palabras.

Se levanta, se acerca a la pequeña mesa y sirve un nuevo café para ella y otro para mí. Debe haber sido la última conversación coherente que tuve con Violeta. Retengo con nitidez su gesto un poco consternado cuando me dijo:

– Aquí no hay desborde, Josefa.

– ¿Debería haberlo?

– Sí -sonaba rotunda-. No sé si es autocontrol o autocensura, pero sí sé que el miedo al desborde te está paralizando.

La miré pensativa. Ella continuó.

– Es el desajuste interno de esta época. ¿Qué nos pasó, Josefa?

No entiendo bien el plural que usa Violeta, pero intuyo un sentido en que es posible que ella y yo vayamos cuesta abajo.

– En esta sociedad abocada a la eficiencia de producir, a la voracidad de consumir, en esta transición chilena, la mirada se contamina de pura desazón… – aligera el tono-. Es desazonante esta forma de transitar de una sociedad pobre a una rica. La verdad, Josefa, es que éstos no son los momentos para la creatividad -enciende un cigarrillo lentamente. Aspirando el humo, continúa-: Siento mucha nostalgia de los tiempos en que creíamos… Los noventa carecen de toda idea. ¡Las ideas, Dios mío! ¿Dónde se nos fueron?

Se detiene. No quiero interrumpirla, temo discusiones mayores en las que no deseo enfrentarme con ella. No en este momento.

Volvió a los papeles, los miró con una atención distraída.

– No me avengo con estas mentes de hoy: el miedo a disentir, la falta de irreverencia, el pragmatismo… No me dirás que dan una bonita suma. ¿Sabes lo que siento? Que las relaciones inocentes dejaron de existir. Hasta las amistades pasaron de estar ahí, a la mano, a negociarse. Nada pareciera ser gratis ahora.

– No es raro, entonces, que yo responda a todo eso. Son los humores de esta época.

– Bueno, como época no me resulta hospitalaria. Te lo dije desde México, me siento en una tierra de nadie. No reconozco siquiera cuáles son nuestros propios deseos. El mundo está viejo y cansado, Jose.

– Nadie ansiaba tanto la democracia como tú, Violeta, y veo que a nadie le ha costado tanto vivir en ella como a ti -medí el tono, controlando mis ganas de gritarle a la cara: ubícate, Violeta, pégate una ubicada, por favor, ¡estamos en otra!

– Es cierto. Y me censuro por eso, para que tú veas. Me siento culpable.

Le sonrío con ironía. Ella se expande, inocente.

– ¡Cuánto quisiera que recuperásemos el sentido de lo sagrado! ¡Que algo volviera a ser sagrado! Buscar el encantamiento, recobrarlo, restaurarlo, redimirlo. ¿No pueden tus canciones ir por ahí?

Estaba pensando en sus palabras cuando la vi palidecer. Cambió de tono y me dijo:

– ¿Sabes? Me siento mal. Sigamos otro día.

– ¿Qué te pasa?

– No sé, me siento mal…

– ¿Qué te duele?

– Todo.

– ¿Te llamo a un doctor? ¿O te llevo a la clínica?

– No seas ridícula. Es sólo un malestar.

– Vamos a mi pieza, al menos tiéndete en una cama.

Mientras ella se acurrucaba, recordándome a los perritos negros, fui a hacerle una infusión de hierbas. Esperando a que la tetera hirviera, pensé en nuestra conversación interrumpida. Estábamos casi a fines de 1991. Era tan mal visto añorar el pasado que a Violeta le daba vergüenza reconocerlo. Y se armaba de una batería de ideas abstractas para disimular lo que lisa y llanamente le sucedía. Que le dolía el corazón.

Esa llamada a la semana siguiente fue de Jacinta: Violeta estaba embarazada.

Ahora sí se apuran los hechos.

Mientras riega los cardenales instalados limpiamente en sus maceteros rojos, todos iguales en diez maceteros sobre el balcón de la calle Gerona, me mira asorochada. Le noto un feo moretón en la mejilla.

– Me dio una fatiga. Me caí y me pegué contra el lavatorio.

– ¿Qué dijo el doctor?

– Que debería vivir en un tono menor hasta cumplir los tres meses.

– Pero Violeta, ¿te lo esperabas a estas alturas?

– No. Mis ganas no más me hacían acordarme del tema, pero había perdido toda esperanza. Hace tiempo ya que dejé de sacar cuentas o andar pendiente de la fechas. Quizás por eso mismo resultó.

– ¿Qué dice Eduardo?

– Creo que le importa más la novela que esto. Anda como desconcertado. No le va a gustar nada saber en qué condiciones tengo que vivir estos meses… No se lo he dicho todavía.

– ¿Cuáles son esas condiciones?

– Parece que no es broma tener guagua a los cuarenta, Jose. Con Jacinta también fue todo muy delicado, acuérdate. Tengo que cuidarme, es la retención del feto lo que más preocupa al doctor. Hay que evitar espasmos o contracciones como sea.

– ¿Me vas a decir que, de paso, te prohibieron los orgasmos? -traté de tomarlo a la broma, pero ella me contestó muy seria.

– Efectivamente. Así me lo dijo el doctor.

– ¿Por qué no pides una licencia, o un permiso sin sueldo, y te dedicas a cuidarte?

– Porque ya tomé mis vacaciones para ir a Huatulco -y agrega-: Y porque no quisiera estar todo el día en la casa. No con Eduardo trabajando aquí.

– Como si fuera un energúmeno…

– Lo es.

Pasaron varios días sin que supiera de ella. Una llamada telefónica rápida, no más, para saber de su salud. Yo estaba inmersa en los textos de mis canciones, puliéndolos luego de la conversación que tuve con Violeta. Me concentré a tal punto que hasta olvidé algo tan crucial para ella como su embarazo. A veces llegaban mis hijos, venían de estar con Jacinta y me contaban. No eran días fáciles, Violeta no se sentía muy bien.

Yo tenía que partir al norte, a dar unos recitales en Arica y La Serena. La noche anterior a mi viaje recibí nuevamente una llamada de Jacinta.

– Josefa, la mamá está con pérdidas.

– ¡Mierda! ¿La vio el doctor?

– Sí, pero está encerrada en la pieza, ha llorado todo el día y no me deja entrar.

– ¿Y Eduardo?

– No llegó anoche… No sé dónde está. Ven a verla, sé buena.

Estaba haciendo la maleta, y me preparaba para ver a Andrés terminada esa tarea. Siempre me costaba separarme de él. Necesitaba que me regaloneara y me reafirmara cada vez. Además, era meticulosa para hacer mis maletas. Nada podía faltarme: desde los antidepresivos a las sales de fruta para mi porfiada acidez, de los tapones para los oídos hasta los tampax (varias veces me había sucedido que se me adelantara la menstruación por el estrés de subir al escenario). Del vestuario y el maquillaje se ocupaba Mauricio, quien me acompañaba en cada gira (era una condición de mi contrato). Pero aun así las maletas requerían toda mi concentración.

– Parto mañana al alba, Jacinta. Ya sabes, los horarios malditos de los vuelos nacionales…

– Hazte un tiempo, Josefa, apuesto a que a ti te abre la puerta.

No había notado la presencia de mi hijo Borja en la pieza. Seguía atentamente la conversación telefónica. Y su mirada -el juicio que encerraba esa mirada- bastó.

– Voy al tiro.

Debería haber cancelado mi recital. El cuadro que me encontré donde Violeta me espantó. ¿Por qué no la traje a mi casa? ¿Por qué no la rescaté?

Efectivamente, me abrió la puerta de su dormitorio. Me repelió el aire denso, encerrado, fétido. Volví a pensar en los perritos de la Amiga cuando la vi agazapada, buscando refugio y calor. Pero a ella ninguna madre nutritiva iba a acogerla. La pieza y la cama estaban desordenadas. Su cabeza, despeinada. Ni el ámbar ni el marfil: su rostro, sucio por el llanto -como el de un niño-, de nuevo amoratado.

– Violeta, ¡te volviste a golpear!

No me respondió, como si bastara con las evidencias.

– No perderé esta guagua, pase lo que pase -dijo por fin. Me pareció positiva su determinación.

– ¿Estás sangrando?

– Sí. Sé que nunca más me voy a embarazar, lo sé. Por eso quiero conservarla aunque sea lo último que haga en la vida.

– ¿Por qué estás con pérdidas? ¿No te has cuidado?

Guardó silencio y escondió la cara en la sábana.

– ¿Qué pasa, Violeta? ¡Cuéntame!

– Eduardo. Es culpa de Eduardo… Me cuesta hablar, Jose, me siento desleal…

– ¿Por qué crestas le guardas las espaldas? ¿Hasta cuándo juegas a la sometida? ¡No te viene ese papel!

– No me agredas… -apenas un hilo de voz, y yo no podía con mi propia dureza.

– ¿Qué pasó?

– Fue anoche… Me entregó unas páginas de su novela para que se las corrigiera, yo estaba muy cansada, le dije que al día siguiente, que quería dormir. Se quedó en el escritorio, enojado, y yo me vine a acostar. Entre sueños lo sentí salir. Volvió tarde. Me despertó, venía con trago. El gin se olía desde la puerta. Quiso hacer el amor, le dije que no debíamos. Se puso obsceno, tú sabes… Luego, muy violento… -a Violeta le temblaba la voz, iba soltando las palabras con dificultad, con vergüenza-: Me dijo que este embarazo era una estupidez… Le dije que por eso me había casado con él. Se enfureció.

– Es un concha de su madre… -la rabia me subía por el cuerpo-. Te violó, ¿cierto?

– Sí.

– Y tú, ¿qué hiciste?

– Lo que hace cualquier mujer frente a la fuerza bruta: resistir y resistir. De repente pensé que eso le haría peor a la guagua y me entregué… Fue como si no estuviera ahí. Cuando ya todo había pasado, le dije que si esto volvía a suceder yo lo mataría.

– ¿Y te tomó en serio?

– Me pegó.

– Hay que denunciarlo a la policía.

– Es mi marido, Josefa, no llegaríamos muy lejos.

Le tomé la cabeza, le arreglé el pelo, como a una criatura dejada de la mano de Dios.

– ¿Qué vas a hacer, Violeta?

– Conservar esta guagua. Lo demás, lo voy a pensar después. Por ahora sé que volverá arrepentido y avergonzado, y eso me dará una tregua.

– Voy a hablar con Andrés. Él puede ayudar.

– ¡No! No abras la boca. Te lo digo en serio. No le he contado nada a nadie, Eduardo no es sólo mi marido, será también el padre de mi hijo. No quiero que se sepa nada. No hables con Andrés, por favor.

– Está bien, está bien. Si tú quieres…

Y me fui al norte.

14.

Las últimas páginas del diario de Violeta no tienen fecha. Ha cambiado el color de la tinta y pienso en sus dedos siempre sucios, con el rastro de lápices y lapiceras. La tinta de las últimas páginas es color café.

Son frases cortas, pequeños párrafos… Nada de lo que escribe se aparta de la abstracción. ¿Fue a propósito? ¿Su propia finura le impidió un testimonio más carnal? Quién sabe cuántas cosas no incluyó en su diario; quizás esa misma omisión fue lo que sugería -debiera sugerirme- la acción que no estaba descrita.

Menos mi vientre.

Que se profane mi cuerpo, que se profane la existencia misma.

Menos mi vientre.

*

Busco la luz cantarina, la del amanecer. Si ella me limpiara… ella nunca me ha fallado.

Las horas transcurren él con él, yo sin él.

*

En el sexo se está muy sola.

*

En mis horas de extravío acaricio mi estómago, tomándolo, aprehendiéndolo, anidándolo. Hubo un instante de una eternidad bendita: el instante en que se gestó. Aquello es lo que mi corazón tiene presente.

*

Ya no queda un solo demonio en el infierno. Se fueron todos a mi cabeza.

*

Toda sangre termina por llegar al lugar de su quietud, dice el Chilam-Balam. Debo creerle.

*

Uno a uno rompió los pétalos: el deshojador.

*

Introducirse en lo interior de un espacio. Introducir un cuerpo en otro por sus poros. Con exceso, con atrevimiento, con osadía. Lo que ha hecho no es sólo penetrar. Ha desmigajado.

*

Supongo que habrá alguna conquista -alguna que sea- que se haga de una vez para siempre, ¿o es que todas deben requerir nuestro esfuerzo diario para retenerlas?

*

Le tengo miedo a la pesadilla. Vuelve y vuelve. Sueño que estoy pariendo culebras, pequeñas serpientes resbalosas saliendo de mi vagina. No, no son niños, son culebras.

*

Estoy vigilante. Estoy en alerta. Estoy en la víspera de.

Pienso obsesivamente en la muerte y sus aliados.

No le temo al peligro heroico. Le temo al peligro feo.

*

Presiento al espíritu malo, al Invasor. Busco mi refugio. El último bosque: el lugar del cobijo, donde las sombras nos sugieran la utopía del sol que se colará por las copas y nos calentará algún mediodía, donde nos burlemos de las lluvias con la certeza de que no han llegado para quedarse, donde habrá techo para todos, donde nadie dejará de guarecerse, donde la geografía será más solidaria que temerosa. El lugar de la compasión. El lugar donde no aceche la añoranza.

Más que a nada, le temo a la orfandad ética.

*

Las mujeres son diosas al parir. El poder de dar vida es el poder total. Soy todopoderosa.

Invoco a la diosa Deméter, que me auxilie.

Estoy preparada. Ya se secó la última flor rosada de la azalea, ya puedo cerrar.

*

El cuerpo es una trampa, es una trampa, es una trampa.

*

EL ABUSO MATA ALGO MUY VALIOSO: LA MISERICORDIA.

*

Y en la página anterior a la página en blanco, con una letra enorme y desquiciada, leo su último dolor, el último que escribió:

Que su hija ha perdido la razón. Dile a Cayetana que me lleve.

15.

Aunque en los sueños no se habla mucho, anoche soñé con Violeta, y Violeta me habló. No como suele hablar ella; esta vez sus palabras y la atmósfera que las rodeaba eran solemnes.

Me contó:

He sido todos los momentos este verano. En momentos oscuros, hice lo que hice. Y en momentos soleados, me transformaba en Reina, y Eduardo era Rey. Y luminoso fue ese instante, el del trayecto de tu casa a la mía esa noche, Josefa.

Los brillos en mi rostro, el arreglo de mi pelo, el parecer otra, me hicieron sentirme un ángel. Guardé en el bolsillo la mejor mirada de todas las que le conocí a Eduardo, y sujeta a mi cuerpo, bien sujeta, partí a su encuentro. Para abrirme, para mejorarlo todo, para reconstruir.

Soy un ángel, me digo.

Paso levemente mis dedos por mi cabeza adornada. Cintas de colores cuelgan. Me pregunto de dónde se sujetan, parecen tan firmes en mi nueva fachada de arlequín. Ésta será una noche loca, me sonrío a mí misma. Quiero perdonar. Quiero ser radiante, como fui antes, como he sido tantas veces. Mi exterioridad, en las manos casi sagradas del maquillador, ha tramado para mí una afortunada noche de fiesta.

Eduardo será recuperado para mis encantos.

Se me fue Violeta, envuelta en telas color de rosa, se me fue y no pude sujetarla. Algo como una nube se la llevaba, no pude hablarle, no alcancé a preguntarle.

Quedé despierta, desvelada como tantas noches desde aquélla. Hasta mis sueños se llevó Violeta. Me fui al living, la estufa Bosca aún llameaba. Había copado mi cuota de cinco cigarrillos ese día, pero decidí que no importaba. Con una copa de Amaretto y mi sexto cigarrillo, la atención entera se me fue hacia Eduardo. Un puzzle transformado en pesadilla. El gran escritor. Así lo llama la prensa ahora, después de los hechos.

¿Por qué se abstrajo tanto de Violeta? Ella le recordaba el cuerpo, algo que él prefirió pensar como externo. Cómo les sobra este cuerpo a los hombres, descontando el momento exacto en que buscan desahogarse de él. No pueden experimentar la pasión sino en cantidades limitadas, restringidas. Aun de ese límite vuelven con miedo y agotados, por eso se duermen. La fusión es demasiado para ellos. Nuestros cuerpos no son más que un reposo en el camino, un reposo entre un antes importante y un después todavía más importante. Entre el arte y el poder, nosotras ejercemos la capacidad vulgar de atraerlos hacia la tierra. Ése es el gran problema, ellos nos ven como un reposo ya conocido y excesivamente habitado. Acostumbrado y cotidiano. ¿Reposo que pide fusiones? Debo seguir, piensa el hombre, debo apurarme hacia las cosas importantes (que nunca son los sentires): la gran novela, la política, el dinero, diversas y exactas empresas, al fin. No importa hacia qué, pero se apura.

Nuestro cuerpo de mujer como intervalo. ¡Cuánto sintió eso Violeta! Agotador intervalo que les recuerda que están vivos. Vivos en sí mismos, no para las grandes causas; vivos y punto. Abandonan esos cuerpos, aterrados de cuánto les interrumpe la disolución de su persona. Siempre hay que partir. El sueño como la más conocida de las partidas, dormir para reponerse de ese instante tan abyectamente vivo, ese instante en que sintieron y no pensaron. Ni analizaron.

La pasión, siempre, como proyecto a corto plazo, es sólo un intermedio en el flujo de lo importante… que nunca está en nosotras, sólo en un más allá del mundo. Nuestros cuerpos y sus demandas quedan atrás, son superfluos.

Quizás, Viola, de verdad ellos nos desean. Pero para resistir esa verdad, deben considerarlo un deseo banal. No pueden soportar que seamos un deseo en nosotras mismas.

Una rara característica de Violeta era que se le olvidaba el origen de sus cicatrices. «No seas tonta», le decía yo, «¿cómo no te vas a acordar de qué te pasó en el brazo, qué te hizo esa marca?» «No, no me acuerdo», contestaba ella, cándida. Así es como olvidó cuál es el Infierno.

Violeta y su Infierno: la Fragilidad.

(La de los principios, la del afecto y la más pavorosa: la de la vida.)

Y llegamos, inexorablemente, al presente.

Mediados de noviembre.

Volvemos a la escarcha fucsia sobre su cuello, a Mauricio engolosinado con su maquillaje, al oro en sus mejillas, a la noche de la fiesta.

A ese gesto de Violeta que abolió la impotencia de tanta mujer viva.

– Hablo sola -me dijo esa noche durante la fiesta-. Hace dos años que hablo sola.

Le ofrecía a Eduardo un camarón envuelto en masa de hoja, pero él siguió conversando con Andrés y no respondió.

– Todo se echó a perder. Llegué alegre a buscarlo, pero mi atraso le desencadenó quizás qué… Estaba hosco, agresivo. Partimos mal. Es una lástima, yo estaba tan contenta.

Casi no había visto a Violeta desde mi gira al norte. Llamados rápidos: todo iba bien, los comienzos de pérdida cesaron, Eduardo no había vuelto a tomar y cada día que avanzaba jugaba a favor de Violeta y su proyecto. Le está ganando al tiempo en esta batalla, me dije en mi apuro, y quedé tranquila.

Vi de reojo cómo Eduardo le pedía a Andrés que le alcanzara la botella de gin. Miré a Violeta, ella se estremeció.

– Dios mío, ¡no! -la oí murmurar.

– Dile que no…

– Me da miedo… es capaz de armar un escándalo aquí mismo, delante de todo el mundo.

– ¿Quieres que haga algo?-una extraña valentía se apoderó de mí en ese instante.

– No, no. Podría ser fatal.

Violeta se desencajó. Sólo alguien que la conociera de toda la vida podría haberlo notado bajo las máscaras de su disfraz.

– Violeta, estás temblando…

No hubo respuesta.

– ¿Qué temes? ¿Perder la guagua?

– Sí. Pero tengo un temor adicional…

– ¿Cuál? -tuve que interrogarla, tanto vacilaba.

Me miró con los ojos ennegrecidos:

– Jacinta.

No comprendí bien qué me decía. Se lo habría preguntado si Andrés no nos hubiese interrumpido para pedirle un baile. Partieron juntos. Ella parecía aliviada y yo me contenté con mirarlos. Se veían hermosos en la pista, Andrés disfrazado de mosquetero, los globos jugaban con las alas de su sombrero y las serpentinas los abrazaban. La música era alegre, las risas estruendosas, había abundante comida y bebida. Una estupenda fiesta, me dije, y me felicité por haber invitado a Violeta. Fiestas así no se daban en su ambiente y pensé que para ella sería entretenido venir, mirar rostros que ha visto en la pantalla o en las revistas. Violeta se divertía con esas cosas y después las relataba con mucha gracia.

Me acerqué a Eduardo. Seguía, con su gin en la mano, los pasos de los bailarines. Andrés y Violeta muy juntos, algo le decía ella al oído y ambos se reían.

– Se entienden bien, ellos dos.

– Muy bien -le respondí.

– ¿Sabías que te tiene pensada para madrina?

– No me ha dicho nada -me emocioné: yo, la menos maternal, de madrina, me pareció un lindo homenaje-. Me encantaría si me lo pide.

Me sorprendió la avidez con que vació el contenido del vaso y cómo de inmediato lo volvió a llenar.

– Cuidado -le dije, tratando de que sonara a broma.

No me escuchó, o no le importó. Dio un trago largo y volvió, ante mi estupor, a vaciar el vaso. Fue entonces que me dijo lo que ha martillado en mi cabeza desde esa noche, taladrándome.

– Tú que eres tan amiga de Violeta, ¿sabías que esa criatura no es mía?

– ¿Qué dices?

– Cuando perdí a mi mujer y a mi hijo en el maremoto de Corral, decidí esterilizarme.

– ¿Hablas en serio? ¿Lo hiciste?

– Sí. Era la forma de evitar que volviera a pasarme algo así.

– ¿Y Violeta lo sabe?

Escuché una risa siniestra, desconocida.

– Nunca se lo dije. Ella quería casarse para tener hijos, ¿cómo se lo iba a decir?

– ¡Fuiste deshonesto! -no pude evitar que se traslucieran mi desconcierto y mi desdén.

– Tan deshonesto como aspirar a que me cuiden -dijo él con furia contenida-, a no terminar botado en la acequia, a escribir en paz, a que me mantengan económicamente… y a aguantar que esta hija de puta llegue embarazada de un viaje y me haga creer que el padre soy yo. Pero no se lo diré… el vínculo de la paternidad es sagrado para ella, eso me protege.

– ¿Y por qué me lo dices a mí?

– Para que sepas la laya de amiga que tienes, para que no la protejas tanto. A veces podrías aliarte conmigo.

– Yo podría contarle esto a ella.

– No, no lo vas a hacer. Te conozco. Tú no te meterías en problemas ajenos, no tienes tiempo.

Volvió la risa, corta y extraña. Y sin darle mayor importancia, agregó:

– Ven, bailemos, a ver si lo hacemos tan bien como ellos.

Me tomó por la cintura. Yo no quería bailar con él. A pesar mío, sufrí la violencia de su abrazo.

Algo se había desatado en Eduardo. Toda la fraternidad de nuestra relación pareció esfumarse, y sentí cómo sus manos y piernas presionaban todo mi cuerpo. En la algarabía del baile, buscó abiertamente mi sexo con el suyo. Entonces mi instinto lo comprendió antes que mi mente: Jacinta. A esta edad, la intuición es sólo un asunto de experiencia. La rabia sacudió mi cuerpo. La rabia, Dios mío, la rabia: la enfermedad de la mujer de fines de siglo. No debiéramos dirigirla, me dije, nadie con nombre y apellido es el culpable. Pero mi racionalidad no duró. Busqué los ojos de Andrés y los inundé con la más desesperada de las miradas. Vi que se desconcertaba, pero su reacción no tardó: soltando a Violeta, le propuso amigablemente a Eduardo cambiar de pareja. Creo que Eduardo apenas se dio cuenta. En los brazos de Andrés me cobijé. Nunca separarme de esos brazos, que nunca me toquen otros brazos. «¿Qué pasó, Jose?», susurró. No fui capaz de contarle. «Después, mi amor, después.» Y bailé adherida al único lugar posible para mí.

Sólo una vez la mirada mía y la de Violeta se encontraron. Me recordó a la Violeta mariposa, la de la infancia. Su dolor, como el aria final de Madame Butterfly. Pero no había ningún amago -ninguno- de muerte en el marfil categórico de sus ojos.

No la vi irse. Repito, luego de todo lo ocurrido, no la vi irse. La limpieza del olor del cuello de Andrés barría de mí la suciedad de Eduardo; olvidé a Violeta.

¿Era mi responsabilidad distinguir entre una historia de amor y una de error? Las consecuencias no eran previsibles. Esta mujer, con su cuerpo embarazado y meritorio, esa noche subrayó, despuntó, mostró su reverso. Y yo no tenía cómo saberlo. Nunca vimos, ninguno de nosotros vio, cuáles eran los ribetes de ese corazón. ¿Podía yo sospechar, entonces, que faltaban sólo instantes para que cesara en Violeta el laudo de la piedad?

El resto lo supimos en la madrugada.

Rosa llamó a la policía a las tres de la mañana.

A las tres de la mañana, Rosa estaba despierta porque Jacinta había olvidado sus llaves y la llamó por teléfono desde su fiesta -otra fiesta- para que le abriera la puerta. «La mamá va a llegar más tarde que yo, no se dará cuenta», le dijo la muchacha, y Rosa, para cubrirle las espaldas, la esperó.

A las tres de la mañana, Celeste escribía en su cama -sólo la luz del velador prendida- una carta de amor. Aprovechando la ausencia de sus padres, escuchó a Bob Dylan a todo volumen para ver si el regalo que le había hecho Violeta valía la pena. Compuso siete distintos borradores. A las tres de la mañana, escribió la carta final.

A las tres de la mañana, Borja bailaba el último rock con Jacinta mientras ésta miraba la hora y le decía: «Me van a retar.» «No», le contestaba mi hijo, «yo sé cómo es esa fiesta, no van a volver hasta el amanecer. Tranquila, Jacinta, tranquila.»

A las tres de la mañana, Jacinta bailaba el último baile con su amigo Borja. A las tres de la mañana, le preguntó por qué no le había comentado su chaleco nuevo. «Es precioso», le respondió él, «¿de dónde lo sacaste?» «Me lo trajo mi mamá del último viaje.» «Pero no parece mexicano», le contestó Borja. «No», dijo Jacinta, «es guatemalteco.» Jugó coquetamente con sus muchos collares de mostacilla en el cuello y siguió bailando. A las tres y cinco, le dijo: «Ya, Borja, vámonos por favor, no quiero hacer pasar rabias a mi mamá, que ya está harto mal la pobre.»

Poco antes de las tres de la mañana yo le decía a Andrés: «No doy más, vámonos.» «No seas fome, si nunca bailamos», me contestó. «Es que no me gustan los fines de fiesta, no quiero ver todo en el suelo, los globos reventados, la serpentina marchita, los vasos boca abajo. No me gusta ver a la gente con trago luego de haberlos visto llegar tan compuestos.» «Está bien, el último baile», me dijo Andrés. Era una canción de los Beatles; Violeta siempre la citaba: Life is very short and there is no time for fussing and fighting my friend. Se la canté a Andrés al oído. Terminó el último acorde y le dije: «Vamos a lo nuestro, life is very short, no perdamos tiempo, mi amor.» Andrés se entusiasmó con la perspectiva, miró la hora y me dijo: «Son las tres, vámonos.»

Cinco para las tres, Rosa oyó el disparo. Rosa había salido en puntillas al pasillo cuando sintió llegar a la señora. Se alarmó pensando que Jacinta aún no estaba en casa. El dormitorio de la niña tenía dos puertas. Una daba al pasillo: era la que todos usaban para entrar o salir de la pieza. La otra daba al baño de Jacinta, y este baño, a su vez, tenía su propia puerta hacia el pasillo. Rosa, siempre en puntillas, entró al dormitorio y cerró con pestillo la puerta oficial, saliendo luego por la puerta del baño. Si la señora va a darle las buenas noches, se dijo, creerá que duerme y no se enterará. Fue entonces que sintió gritos en el dormitorio principal. No distinguió las palabras, pero sí las voces de Eduardo y Violeta. Y los golpes. Ese sonido, me dijo ella más tarde, nunca lo confunde una mujer del pueblo. Muy asustada, fue a esconderse a su pieza. Pasada media hora, sintió el disparo. Salió de su cobijo y sus ojos no pudieron creer lo que veían: el cuerpo de Eduardo botado en el pasillo frente a la puerta de Jacinta, la sangre, y Violeta a tres metros de él, hincada en el suelo, con la cabeza gacha, sujetando un revólver con ambas manos.

La policía llegó inmediatamente. Detrás de ellos, Borja y Jacinta. Los alarmó ver la puerta de la casa abierta y los autos de los carabineros. Entraron y la escena era exactamente la misma que describió Rosa. Como si se hubiese congelado en un instante fotográfico.

– ¡Mamá, mamá! -gritó Jacinta-. Mamá, ¿qué has hecho?

Fue la primera y única reacción de Violeta, que no había acusado recibo de la presencia de la policía, ni de los gritos de Rosa, ni de nada que sucediera a su alrededor: levantó la mirada, cansada e inerte, hacia su hija, y con la voz muy baja dijo las únicas cuatro palabras que habría de pronunciar:

– Los espíritus no funcionaron.

El estrépito y el tiro: el revólver de Violeta impregnó el aire de pólvora y en ella recogió silenciosos lamentos milenarios.

Violeta disparó por todas nosotras.

Intermedio

Nosotras, las otras, acompañábamos a Violeta esa noche, hace muchos años, cuando sola en casa de su padre hurgaba entre los libros del estante de madera de coigüe. La vimos, nítidamente, avanzar hacia la sección de poesía, alzar su mano y tomar una edición de tapa dura, forrada en gris: The Fact of a Doorframe. [3]

– Adrienne Rich -murmuró para sí misma y repitió dos veces el nombre de la autora. Gracias al marco de una puerta existo, fue su evidente reflexión, y partió con el libro. Nunca lo devolvió.

Lo anotó en su diario, ya no recordamos en cuál de todos sus cuadernos. Pero anotó lo del marco de la puerta.

Más adelante, visitando los poemas uno por uno, encontró «Poem of Women». Volvió a tomar su cuaderno de apuntes y escribió dos versos del poema, con mayúsculas:

MY LIFE IS A PAGE RIPPED OUT OF A HOLY BOOK AND

PART OF THE FIRST ONE IS MISSING [4]

Y cierra con su caligrafía característica: «Esto fue escrito para mí, lo sé. Debo encontrar esa primera línea que falta.»

Escuchamos desde siempre a Violeta opinar, enfática: «La soledad de mi madre quedó sellada un día martes, a las once de la noche, el 24 de enero de 1939, el día del terremoto de Chillán.»

The fact of a doorframe

means there is something to hold

onto with both hands. [5]

Cuando copió en su diario las tres líneas del primer poema de Adrienne Rich, «The Fact of a Doorframe», pensó que otros poemas podrían definirla mejor que aquél, pero lo dejó para más tarde, cuando la poesía adquiriese su real dimensión, mayor que el temblor de la tierra.

Porque la tierra tembló. (Y a pesar de este hecho indesmentible, Violeta iba a escoger mucho después una zona de volcanes. ¿Desafiándolos? También el mar tembló para Eduardo, y el agua se lo llevó todo.)

Pero fue real, nosotras lo vimos. Era de noche ese verano de 1939 cuando Oscar Miranda decidió ir al club. Un partido de dominó y un par de copitas, nada más, le prometió a su esposa Carlota. Ella, combinando paciencia con indiferencia, lo despidió en la puerta y sin otro pensamiento, se dirigió al dormitorio a acostar a su hija Cayetana.

Oscar Miranda no regresó a su hogar ni volvió a ver a su mujer y a su hija de diez años. El cuerpo de Oscar Miranda quedó atrapado bajo un muro de la fuente de soda que él llamaba «el club». La tierra se abrió, cayeron las paredes y la ciudad se vino abajo.

Cuando el movimiento comenzó en casa de Carlota, ella no dormía aún. Las pequeñas lágrimas rosadas de su lámpara empezaron a bailar mientras Carlota fijaba los ojos en el techo, preguntándose para qué la habría puesto Dios sobre esta tierra. Sin alarmarse de inmediato -nunca perdía el control-, esperó a ver si las lágrimas rosadas detenían su movimiento. No se detuvieron. Entonces se dirigió al dormitorio de su hija. Sin despertarla, la levantó y, sujetándola contra su cuerpo grueso, avanzó hasta la entrada, hacia el marco de la única puerta grande de la casa. La pequeña abrió los ojos; desconcertada al verse bajo el alero, abrazó a su mamá mientras el mundo se bamboleaba como la nieve en su bola de vidrio cuando ella la sacudía. No, no tenía esa suavidad. Este movimiento era más fuerte y más brusco. Hasta que la pared del pasillo que daba a los dormitorios se empezó a resquebrajar, hasta que los cimientos cedieron y la casa se partió en dos.

Ambas recordarían toda la vida los gritos en las calles, esos aullidos perdidos y lejanos, como una música de fondo para lo inmediato: la caída. Primero, de todos los objetos que las habían rodeado, y luego de las murallas de la casa que habitaban.

Carlota y Cayetana, bajo el marco de esa puerta, no se movieron, no respiraron, no hablaron, no lloraron. La casa cayó y ellas se salvaron.

Carlota miró su entorno, bombardeado por una guerra sin mano del hombre, y corrió con su hija a la única otra casa que significaba algo para ellas en toda la ciudad. Estaba en el suelo. Sólo al día siguiente lograron penetrar en sus escombros y rescatar a sus habitantes; esa noche, entre las dos, no pudieron hacerlo. Ningún sobreviviente. Carlota los miró: su madre y su padre muertos. Y no tenía más. Ya había pasado por la fuente de soda: también Oscar Miranda estaba muerto.

Carlota miró por última vez su ciudad y la abandonó. Las pertenencias a salvar fueron ínfimas y se preguntó si valdría la pena llevarlas. Luego de pensarlo dos veces, las apiló en un baúl de mimbre, barnizado entre amarillo y castaño, y aspirando a que su carga fuera la más liviana las mandó en un tren al sur. Con una mano tomó una maleta y con la otra a su hija, y luego de sepultar a los suyos, partió.

Su rumbo fue el mar. Descendieron cuando el tren se detuvo en Concepción.

Ya instaladas en la pensión que pudieron pagar -y lo hizo orgullosamente por adelantado-, compró para su hija un cuaderno a cuadros y un lápiz a mina, se los entregó y le dijo:

– Dibuja. O escribe. Pero no te quedes ahí sin hacer nada. Te he preparado un almuerzo frío, cómetelo a la una. No antes, para que no te venga el hambre muy luego en la tarde. Voy a buscar trabajo.

La primera jornada fue descorazonadora. Se ofreció en tiendas y almacenes. A oficinas no se acercó: ¿para qué, con la poca preparación que podía demostrar?

Al cuarto día llegó de vuelta a las diez de la mañana. Cayetana escribía un poema sobre los volcanes.

– Listo. Tengo trabajo. No podemos quedarnos en esta pensión con el sueldo que voy a ganar. No importa, vamos a arrendar una pieza para las dos en un barrio más barato.

– ¿Dónde te contrataron?

– En una paquetería. Voy a vender de todo, desde botones hasta lápices.

Se trasladaron a Chiguayante. Lograron, luego de mucho pedir e insistir en su condición de damnificadas, un lugar en la escuela pública del barrio para Cayetana.

Ni Cayetana ni Carlota se consideraron infelices. Tenían techo y comida. Se tenían la una a la otra.

La pieza que arrendaron era amoblada y Carlota mantenía su limpieza impecable. Lo único propio era el baúl de mimbre, que las siguió a cada casa en que vivieron. Sólo había una mesa, una cama que ambas compartían, dos sillas y una cocinilla a carbón en un costado. El baño era común. La bacinica bajo la cama ayudaba en la noche. Cayetana echó de menos la tina de su casa de Chillán, pero no lo dijo: la tina hundida bajo los escombros del terremoto era menos importante que el cuerpo de su padre también hundido.

Todo funcionó hasta el día en que a la cajera de la paquetería no le cuadró la caja y acusaron a Carlota. Ella, ofendida, renunció de inmediato.

Vino entonces un tiempo feo. Corto, pero feo. Así lo recordamos nosotras, y también ellas dos. Los empleadores pedían referencias. Carlota no las tenía. Había pasado un tiempo desde la tragedia de Chillán y ya no era válido -como fue en la escuela y en la paquetería- presentarse como damnificada. Y sus jefes anteriores no le darían recomendación alguna si la habían acusado de robo.

La casera fue comprensiva. Un tiempo de fiado, pero un tiempo no más. No tenían amigos, sólo algunos conocidos. Comer se tornó difícil.

(Muchos años más tarde, nosotras escuchamos a Cayetana decirle a su hija, a la que parió cuando esta historia que relatamos estaba ya en el olvido: «Yo conocí el hambre; tú no sospechas lo que es esa ansiedad.

Creo que la humanidad debiera dividirse en dos: los que han pasado hambre y los que no. Ahí radica toda la diferencia. Tengo disculpas para un par de traumas que nunca tendrás tú.»)

En la pieza vecina, la familia que arrendaba tenía una hija de siete años. A veces Cayetana jugaba con ella, aun considerándola una niña chica. Si la ayudaba a hacer las tareas, la madre le ofrecía quedarse a tomar el té. Preparaba una marraqueta entera de pan para cada una. Cuando esto sucedía, Cayetana podía saltarse la comida y, de paso, aliviar a Carlota.

Pero no duró. Carlota encontró trabajo en una fuente de soda. Debió aprender a servir y a preparar diversos tipos de sándwiches. Los horarios variaron. Entraba tarde, eso le daba tiempo para hacer aseo de mañana y preparar la comida. Pero nunca volvió antes de las nueve de la noche, y el peso del invierno aumentaba la densidad de esa hora. Muchas veces llegó a casa encontrando a Cayetana acostada, a veces medio dormida. En esos momentos, se acurrucaba en la cama luego de sacarse los zapatos de taco alto que le dolían, y abrazaba a su hija. La apegaba a su pecho por largos y eternos momentos, únicos e irremplazables, jugando con ese pelo castaño que crecía rebelde.

Una vez la niña preguntó.

– ¿La vida va a ser así para siempre?

– No, no -le contestó, definitiva, la madre-. Si fuera así, Dios no nos habría puesto sobre esta tierra. Y si lo hizo, fue por algo. Espérate, va sabremos sus razones.

Dios era una figura vaga para la niña; probablemente, lo era también para su madre. Como un amigo que nos acompaña desde lejos, pensó Cayetana, pero que no nos hace mucho caso, ni nosotras a él.

Ambas se sentían solas con este nuevo horario. Pero pudieron pagar el arriendo y comer tranquilas. A veces, Carlota llegaba de la fuente de soda con jamón y queso que permitían a los dependientes llevarse cuando se añejaban.

– No me gusta que trabajes así -le decía Cayetana a su madre.

– Son sólo los pies que me duelen. Me obligan a usar esos zapatos altos para gusto de los clientes y termino con los dedos acalambrados.

Hubo domingos -el único día libre de Carlota- en que no tuvo fuerzas para salir de la cama.

– Debiera llevarte al parque, como hacen las otras mamás -decía culposa.

– Te cambio el parque por cuentos. Cuentos largos y entretenidos. Así no te mueves de la cama ni yo tampoco.

Fueron esos mismos cuentos los que avivaron y acicalaron la imaginación de Violeta años más tarde. Cayetana nunca dejó de contárselos, y luego Violeta a Jacinta. «Una familia de cuenteros», decía Carlota.

Un día Cayetana, exhausta en su encierro, decidió irse del colegio a la fuente de soda. No quedaba a más de veinte cuadras de la casa, y las caminó gustosa. Nunca andaba en micro, no tenía dinero para eso. Y cuando entró, algo olió en el aire. Había casi puros hombres. No tomaban té a esa hora, sino cerveza. Le gritaban a su madre como si fuesen sus dueños. Le dio pena ver a Carlota ahí.

Estudiaré y estudiaré, se prometió a sí misma, me educaré para tener de grande un trabajo decente. Y mi mamá descansará.

Una noche Carlota llegó muy enojada. Se enojaba poco y esto sorprendió a su hija, que para ese entonces había juntado ya muchos cuadernos cuadriculados -chicos, de hojas ordinarias- con poemas y dibujos. Apartó su atención de las palabras que al fin se habían encontrado en una rima.

– ¿Qué pasó?

– Un cliente se sobrepasó conmigo. Le reclamé al jefe y no me dio la razón.

No especificó nada más, pero el pequeño corazón de Cayetana se encogió. Contó los días. No fueron más de diez hasta que la cesantía las acechó otra vez.

– ¡Eres una parada en la hilacha, eso es lo que pasa contigo! -le había dicho el jefe.

– Y a honor lo tengo -le contestó Carlota, cuando le retiró con fuerza las manos al jefe mismo, ya no a un cliente, de sus nalgas-. Págueme lo que me debe, yo aquí no vuelvo.

Y no volvió. No tuvo duda. Se fue, con la misma seguridad con que el día del terremoto abandonó su ciudad natal.

– Somos de una estirpe de sobrevivientes, Cayetana. Tú y yo. Y también lo serán tu hija y la hija de tu hija. Lo presiento.

Al día siguiente fue a buscar a Cayetana al colegio. Lo hizo con tiempo, respirando el aire, mirando a la gente en las calles, deteniéndose frente a las vitrinas. Caminar así es un lujo, el tiempo es el lujo mayor, se decía en silencio. Fue en el escaparate de una pastelería que vio el anuncio: Se necesita empleada doméstica, puertas adentro. Buen sueldo. Hablar aquí.

Carlota no pudo apartar los ojos del aviso. Luego prosiguió su camino a la escuela y recogió a su hija.

Al día siguiente hizo el mismo recorrido. El aviso aún estaba allí.

Al subsiguiente, entró.

Esa misma noche, Cayetana le dijo a su madre: «No te vayas a morir, mamá. ¿Qué pasaría conmigo? Me quedaría sola en el mundo.» Y Carlota le respondió, segura: «No tengo para cuándo morirme, soy una mujer fuerte. El día que me muera seré vieja, estaré ya cansada y moriré de pie sobre mi cama, como corresponde a la gente curtida. Verás que es cierto lo que te digo.»

Carlota y Cayetana se instalaron en una buena casa junto al Parque Ecuador, vecino a la Universidad de Concepción. Don Jorge Gallardo -el patrón de Carlota- enseñaba filosofía en la Escuela de Derecho. Era un hombre solo, también viudo, padre de una única hija. Lo que más temía Carlota al presentarse al nuevo trabajo era plantear la existencia de su Cayetana. Pero no fue motivo de problemas. Por el contrario: dada la situación del dueño de casa, la niña fue bienvenida.

Transcurrieron dos largos años sin sobresaltos, madre e hija muy juntas. Lo único que pesaba sobre Cayetana era pronunciar: «Mi mamá trabaja como empleada doméstica.» Y le costaba porque sabía que algo en Carlota estaba roto. ¿Será la esperanza, que siempre puede recuperarse?, se preguntaba Cayetana mirando a esta mujer, valiente al servir la mesa, al lavar la loza ensuciada por otros, al limpiar los baños de la casa.

No lavaba ni planchaba la ropa. Para ello don Jorge empleaba a una joven huérfana -de madre mapuche y padre mestizo- a quien le daba este trabajo para aumentar sus ingresos. La muchacha se acercó mucho a Carlota; la trataba con enorme respeto, como a la madre que había perdido, sospechando que esta mujer no vivía lo que le correspondía. Durante dos años, todos los martes y los viernes, almorzaron y comieron juntas.

– Usted es muy sabia, señora Carlota.

– En la vida, mujer, las penas la ponen sabia a una.

Cayetana fue la más beneficiada con la presencia de esta joven. Tenía, por fin, quien la sacara a pasear, la acompañara al cine y la ayudara en pequeñas diligencias. Y estaban los cuentos. Cayetana, sentada junto al fogón, escuchó historias de su raza y aprendió de ellas. La joven mapuche le hablaba de los espíritus tutelares, de los antepasados a quienes la machi llama con la rama de canelo, echándole mudái -licor de trigo bendito-, del marido elegido para la machi, el que debe proveerla de todo para que ella haga su trabajo. «Eso me gustaría ser a mí, una machi», le decía Cayetana. «No puedes», le contestaba la muchacha, «tú no eres mapuche.» «Pero mestiza soy», contestaba orgullosa la niña, «¿o tú crees que los españoles sólo tuvieron hijos entre sí?» Le hablaba del pillán, explicándole que no es el diablo como creen los blancos, sino el espíritu que los cuida. Llamaba al cielo la tierra de arriba, y eso Cayetana nunca lo olvidó. Tampoco el respeto a la tradición oral, a las voces de los mayores, los padres, los abuelos, los bisabuelos. Cayetana escuchaba sobre los sueños posibles de la muchacha: «Elegimos el vuelo del cóndor arriba o de la oruga que no ha movido una hoja pero que será la mariposa que moverá la imaginación.» (Mucho más tarde Cayetana le diría a su hija: «Lo mejor de esa cultura, Violeta, es que las emociones y las ideas van unidas en las mismas palabras. Esa es nuestra gran diferencia con ellos.» No nos consta si la niña lo comprendió o no.) Y Cayetana, cuando hubo asumido el significado de la palabra lamién, pensó mucho en la hermandad. Le preguntaba a Carlota: «Mamá, ¿por qué los mapuches entre ellos son hermanos y los blancos no?»

La muchacha que contó tantas historias a Cayetana se llamaba Marcelina Cabezas.

Dos años decíamos que duró la tranquilidad, hasta que llegó el pirata aquél, el que surtía a don Jorge de mariscos y harina. Era un hombre de mar. En alguna revuelta partió con su barco de la Armada, tomó la radio por donde recibía las instrucciones y, por considerarlas confusas y contradictorias, la tiró al mar. Desapareció con barco y todo. Volvió a los cuatro años, con dinero. Consciente de su delito, se entregó a la justicia y pagó con la cárcel. Cuando salió libre, se compró un molino: éste fue el único lugar donde hubo pan en la época de la depresión.

Don Jorge le profesaba una mezcla de admiración y cariño.

Un día, mientras Carlota le servía un té en el living, él le preguntó a boca de jarro:

– Usted, señora, ¿por qué hace este trabajo?

– Porque es un trabajo honrado y debo educar a mi hija.

– ¿Nunca se ha preguntado por la injusticia?

– ¿Para qué? Me tocó lo que me tocó y tengo que apechugar, sin hacerme preguntas.

– Bueno, no le vendría mal hacerse unas pocas. Usted sabe tan bien como yo que este trabajo no le corresponde…

– En no habiendo otro…

– ¿Cuál es su día libre?

– Los jueves en la tarde y domingo por medio.

– Bien, el próximo jueves la vendré a buscar y la voy a llevar donde unos amigos, a una reunión. Para que conozca un poco de mundo y para que se haga esas preguntas que no se hace.

Carlota lo miró. Alto y fornido, ¿cuánto medirían esos hombros? Sí, era vigor que trasuntaba, como un aroma. Los ojos negros, muy vivos, iban y venían sin intranquilidad. Sus manos, anchas al tomar la taza de té, anchas y ásperas, parecían tan firmes. Se fijó, el primer día que lo vio, en un anillo que usaba en su dedo meñique. Era una piedra con una cruz, negra y café, y la cruz nacía de la piedra misma, no era un dibujo ni un relieve. Por su hermosura y su originalidad, esa piedra conmovió a Carlota. Debían haber hecho muchas cosas esas manos. Y fue por eso que accedió, no por reuniones ni preguntas.

Carlota temía olvidar lo que eran las manos de un hombre.

Así fue como conoció a los compañeros, las manifestaciones y las ideas del socialismo, todo muy lejano para ella. Y claro, cómo no, su pecho se insufló de aires libertarios. Quiso estudiar, leer sobre algunos temas en libros que este pirata le facilitaba, y muchos jueves, en vez de salir al Parque Ecuador o a pasear por la calle Barros Arana, se quedaba con su hija estudiando. Lo hacían juntas, con tanto interés una como la otra. A veces le leía párrafos -alguna idea que le parecía bonita o inspirada- y su hija los comprendía mejor que ella.

Pero los humos no se le fueron a la cabeza. Los compañeros la provocaban, incitándola a buscar mejores horizontes, y ella decidía cada día quedarse con don Jorge: allí no pasaba frío (el sur es inclemente en sus inviernos), ni hambre (Cayetana se alimentaba con la misma equilibrada dieta de la hija del profesor), nadie las trataba mal y la niña -su única niña, la de sus ojos- podía estudiar tranquila.

Hasta que un día Antonio Sepúlveda -así se llamaba el pirata- le preguntó cuál era su sueño.

– Llegar a la capital -fue la respuesta resuelta de Carlota.

– Nada original, viniendo de una provinciana -opinó él.

– Pero ése es mi sueño.

– A la capital llegarás, mujer, si te casas conmigo.

Una semana más tarde, el anillo de la piedra cruz fue puesto ceremoniosamente en el dedo anular de Carlota. Y Antonio Sepúlveda le contó la historia de esta prenda, para que ella supiera qué le estaba regalando.

Los Sepúlveda eran once hermanos. Vivían en Talcahuano. Un día, la fiebre del oro acometió a uno de ellos, Guillermo, e impulsado por ella partió. Pasaron los años y Guillermo no volvía. Cada hermano, todos ligados al mar, tuvo como tarea buscarlo. Todas las redes de todo tipo fueron dispuestas tras este objetivo. Nada… Guillermo había desaparecido.

Pasados ya cinco años, el menor de los hermanos, Antonio, fue enviado por el padre a Nueva York, tras una pista fidedigna, con la misión de encontrarlo. Al despedirlo, refrendando la solemnidad de la ocasión, el patriarca Sepúlveda le entregó una medalla. Esta medalla colgaba de una cadena de plata, y enchapada en la plata se incrustaba una piedra cruz. Era una de aquellas piedras de la zona, de un río cercano, el Laraquete, que traen una cruz en ellas, en colores tierras, entre negros y cafés, y que sólo existen en dos ríos del mundo. «Es la cruz de la buena suerte», le dijo a su hijo menor, «que ésta te acompañe.»

Partió el undécimo de los hermanos. Tras mucho deambular y luego de algunas penurias, supo de un pequeño lugar en Harlem, perdido en medio de la pobreza, al que llamaban Chile Chico. Era un margen de la marginalidad donde se agrupaban los chilenos. Fue conducido donde el patriarca del barrio: «Él es el que da las señas, él es el único que puede ayudar e informar.»

Lo recibió un hombre grande y grueso, con un vistoso tatuaje en el brazo izquierdo. Junto a un vaso de vino escupió Antonio, cansado, la historia de su hermano. Con atención y amabilidad fue escuchado. Pero no. Guillermo Sepúlveda no ha pasado por aquí. Nadie con ese nombre. No. Sabemos de todos los chilenos que han cruzado esta parte del mundo en los últimos cinco años. Nadie con esas señas. Nadie.

Al levantarse Antonio, defraudado y descreído, el hombre grande le dijo: «Espera.» Fue y volvió al instante con una pequeña caja de cartón. Estaba cerrada. «Un obsequio para quien te envió», le dijo.

Volvió a Talcahuano el hermano menor y entregó a su padre la caja. Éste la abrió. Dentro había, convertida en anillo, una piedra cruz.

Un año más tarde, cuando Cayetana tenía ya catorce, el abuelo Antonio -como lo llamó siempre Violeta- compró una casa en la capital, en Ñuñoa, el barrio donde vivían sus amigos y sus compañeros. Se instalaron muy cerca de la plaza principal de la comuna.

Era una casa propia. Muy grande, tenía dos pisos, muchas habitaciones, patios y parrones.

Los molinos y los barcos pesqueros de Antonio Sepúlveda rendían frutos. Dejó a uno de sus hermanos administrando sus bienes y partió a Santiago a encontrarse con su gran pasión: la política.

Pasado el primer mes, Marcelina Cabezas tomó el tren rápido a Santiago y se vino a vivir con ellos.

De esa casa Cayetana nunca más quiso salir. Hasta que se fue del todo, de toda casa posible.

Allí nació Violeta. La primera vez que supo de la palabra «mudanza» fue a los doce años, cuando juntó todos sus papeles en una caja de cartón y los escondió bajo la cama de su amiga Josefa hasta que la casa nueva estuviera lista. Pero eso fue mucho más tarde. No debemos nosotras, las otras, faltarle el respeto al orden de este relato.

La vida en el hogar de Ñuñoa era lo más parecido a una vida feliz que nosotras hemos conocido. El abuelo Antonio llenaba cada espacio de la vida y de la casa, Cayetana como su hija verdadera, Carlota como su mujer a toda prueba. Iba y venía entre Santiago, Concepción y Talcahuano, siempre con las manos llenas. El buen material nunca faltaba para que Marcelina lo transformara en espléndidas comidas: el pescado, los mariscos, las longanizas, el arrollado.

Había música.

Había libros.

El abuelo Antonio le compró a Cayetana todos los libros que ella quiso: novelas, poesía, historia. Siempre había gente.

El abuelo Antonio no le cerraba las puertas a nadie.

Tampoco se las cerró al joven extranjero Tadeo Dasinski.

Tadeo era hijo de un mariscal polaco que peleó contra la dictadura de Pilsudski entre los años 1926 y 1935. Daszynski, como se escribía originalmente el apellido, era un socialista. En un momento de crisis política decidió sacar a su hijo menor del país. Temporalmente. Lo envió a Buenos Aires, donde vivía un hermano suyo. Allá llegó Tadeo en 1931, cuando no tenía más de dieciséis años. (En ese país se encontró llamándose Dasinski; para simplificar, le explicó su tío.) Terminó sus estudios básicos a duras penas en Buenos Aires. Como el mariscal había insistido en lo temporal de ese exilio, su hijo no estudió ni hizo nada contundente, esperando el llamado del padre que nunca llegó. Y aunque olvidó a casi todos los de su patria, la imagen del dictador Pilsudski, con sus negros y tupidos bigotes, se grabó para siempre en su memoria.

A raíz de desavenencias de dinero, se peleó con su tío argentino y se vino a Chile.

– Es un poco desadaptado -fue el comentario de Antonio Sepúlveda al conocerlo.

– Eso es lo que me gusta de él -replicó Cayetana.

Y lo barrieron para adentro, integrándolo a las tertulias, a las discusiones políticas, a las sopaipillas en los días de lluvia y a la harina tostada en los días de sol.

Tadeo Dasinski tenía un color ámbar y parecía ser un buen dueño de su cuerpo. Contenía en él la languidez y la belleza europeas, el temor y el desarraigo. Cayetana se enamoró de él.

Se casaron bajo una condición puesta por ella: vivirían en la casa de Ñuñoa. Era tan amplia que había espacio para todos. Podrían arreglar el segundo piso como un departamento privado para ellos. Pero por ningún motivo Cayetana viviría lejos de Antonio, de Carlota y de Marcelina. Y ante la menguada situación económica de Tadeo, esto resultó para él más un alivio que una carga.

Antonio no quiso que su hija sufriera ninguna penuria económica por casarse con un hombre pobre y sin profesión.

– Yo tampoco la tuve y no me ha ido mal, es todo cuestión de trabajo y esfuerzo. Pero en esa oficina donde trabaja no llegará a ninguna parte. Va a ser un empleaducho toda la vida. Y el hombre no es nada tonto. Yo les pondré su negocio propio.

Dos cosas llegaron de regalo de bodas: el anillo de la piedra cruz, que la madre sacó de su anular para ponerlo en el de su hija, y el capital -tan ansiado por Cayetana- para instalar una librería.

– ¡Podré leer todos los libros que quiera!

– Pero con una condición -advirtió Antonio-: que no dejes tus estudios. Tadeo la manejará hasta que termines tu carrera.

Influida por don Jorge Gallardo, el antiguo patrón de Carlota, que advirtió desde el principio el vivo interés de Cayetana por aprender y que le enseñó muchas cosas, ella entró a la Universidad de Chile a estudiar filosofía.

– Te vas a morir de hambre con esa carrera – le decía Carlota, sin sentirlo muy en serio.

– ¿Y para qué estoy yo? -replicaba el ancho y grande Antonio Sepúlveda-. ¡Que estudie lo que le parezca! Quizás con una carrera así se dedique después a la política.

Entonces, Tadeo se hizo cargo de la librería y Cayetana siguió en la universidad.

Nosotras, las otras, acompañamos a Cayetana, muy poco después de su matrimonio, en su embarazo. El único que tendría. Lo vivió con jovialidad e ilusión, y la casa de Ñuñoa entera se esmeró en agasajar a la futura madre. Las discusiones sobre el nombre eran un juego que a todos divertía.

– Un nombre polaco, ¡de ninguna manera! -exclamaba Cayetana cuando Tadeo pretendía meter baza-. Basta con el apellido que lleva. Al menos en el nombre deberían percibirse sus raíces del sur. Del sur de Chile, Tadeo.

Toda sugerencia fue desechada por Cayetana.

Hasta una noche en que, al volver a casa, corrió donde su madre.

– ¡Ya tengo el nombre para mi hija!

– ¡Tan tozuda, niña! ¿Y si te sale hombre?

– Va a ser mujer, estoy segura. Déjame contarte, mamá. Fuimos con un grupo del Pedagógico a una quinta de recreo en la Gran Avenida.

– ¿Y por qué tan lejos, mijita?

– No hay quintas de recreo en Ñuñoa, pues mamá. Para pasarlo bien hay que ampliar los barrios. Llegamos hasta el paradero 22, todos metidos adentro de un mismo auto, porque uno de mis compañeros había estado ahí y quería que escucháramos a un dúo de mujeres, dos hermanas que cantan boleros y corridos. La quinta se llama Las Brisas. Y una de ellas me llamó la atención.

– ¿Por qué?

– Porque, ¿sabes, mamá, lo sorprendente? La reconocí. Esta mujer, de pelo muy largo y despeinado, y con una voz robada a los ángeles, me recordó a alguien que yo conocía. Pensé y pensé mientras la escuchaba, de dónde la conozco, he oído esa voz antes… algo me sonaba a infancia. Hasta que desperté. ¿Te acuerdas de cuando vivíamos en Chillán y trabajó con nosotras esa vieja fantástica, la Pancha? ¿Te acuerdas de que era una payadora?

– ¡Cómo no me voy a acordar de la Pancha, pues mijita!

– ¿Y te acuerdas de que a veces iba a verla una mujer joven, que andaba con una guitarra al hombro, y la Pancha le mostraba sus payas?

– Me acuerdo del orgullo de la Pancha, no de que una folclorista se interesara en sus payas…

– Es ella, mamá. Es una de las hermanas que cantan. A la salida me acerqué y le pregunté si sería la misma persona de mis recuerdos. Y me lo confirmó. ¡Debieras oírla cantar! Es puro talento, pura tradición popular. Créeme, mamá, que me inspiró.

Carlota se sorprendió ante el entusiasmo de su hija.

– ¿Y cómo se llama esta mujer?

– Violeta Parra.

Hubo un silencio corto, como si los acordes de la guitarra cruzaran el entendimiento de la futura madre.

– Mi hija se llamará Violeta.

– Contrata a alguien que te lleve la administración y las platas chicas -le sugirió el suegro a Tadeo-. Y tú, aprende de libros en serio. Que llegue a convertirse en tu oficio.

Así fue como Carmencita llegó a la familia. Chiquilla inteligente, empeñosa, discreta, muy pronto pasó a compartir almuerzos dominicales y tomó a Violeta en brazos apenas ésta nació. Un año después del nacimiento de Violeta, Carmencita parió también. Era soltera. Antonio Sepúlveda, como buen librepensador, prohibió que se le hicieran preguntas y acogió a este hijo de padre desconocido con toda la naturalidad del mundo. Fue compañero de juegos de Violeta desde la más temprana infancia. Dos años después, otro embarazo de Carmencita volvió a sorprenderlos.

Ante la insistencia de Cayetana, que la acogía y la compadecía, el sueldo de Carmencita fue aumentado. Una jefa de hogar con dos hijos a cuestas no es broma, opinó. Como esta vez era una niña, toda la ropa, los juguetes y, más tarde, los uniformes, todo lo de Violeta, Cayetana se lo pasaba a Carmencita.

Así la familia parecía ampliarse y ampliarse, y todos encontraban en ella un espacio.

Cayetana, por esos tiempos, decidió visitar a una vidente. Una especie de bruja que veía nítidos futuros. Lo primero que hizo fue preguntarle por el destino de su Violeta.

– Su hija tendrá dos vidas -le vaticinó la mujer.

– ¿Qué significa eso?

– Tendrá dos vidas, es todo lo que veo.

Cayetana llegó a casa con esta profecía, y entre todos hicieron mil conjeturas e interpretaciones.

– Mientras me quieras mucho a mí en cada vida, no importa cuántas tengas -le dijo Cayetana a Violeta.

– ¿Y qué te dijo de ti, mamá?

– Poco, muy poco.

Nadie pudo sacarle más palabra que eso.

La única pelea fuerte que se recuerda de esos años fue a propósito de la entrada de Violeta al colegio.

Cayetana creía en la educación pública y pensó enviarla a un liceo -dependiente de la Universidad de Chile- que quedaba a una cuadra de la casa. Varios de sus amigos habían elegido para sus hijos ese colegio mixto, laico y de excelente nivel académico. A Cayetana le parecía el lugar natural para Violeta.

Pero, por primera vez, Tadeo no estuvo de acuerdo y alzó la voz, sin dar su brazo a torcer.

– Quiero un colegio privado para mi hija, donde aprenda idiomas y haga contactos para el futuro. No quiero que a Violeta le suceda nada de lo que me ha sucedido a mí, que he sido siempre un excluido, o a ti, que debiste soportar ser hija de una empleada doméstica. Exijo la vara más alta para mi hija.

– Tal vez tenga razón -intervino Carlota, presa quizás de qué recuerdos.

– Eso es arribismo -opinó el abuelo Antonio-. La van a desadaptar. Además, por principio yo estoy en contra de los colegios burgueses. ¡Y más encima católicos!

– Somos todos bautizados, aquí no hay ni un moro en esta casa -le respondió su mujer.

La discusión siguió por un buen tiempo.

– Debe absolutamente hablar inglés -insistía Tadeo-. El mundo del futuro es el inglés, Cayetana. Mira la falta que nos ha hecho a nosotros saberlo.

Ese argumento la ablandó. Pensó en su pasión por la lectura y en la posibilidad de no verse obligada a leer traducciones, y tener acceso a los originales. Al fin, decidió que le daba lo mismo: la verdadera formación era la de la casa y el colegio era secundario.

– ¿Cómo lo vamos a pagar?

– La mandaremos al liceo de la esquina los tres primeros años, hasta que yo junte ese dinero -dijo Tadeo-. El negocio va bien, confía en mí.

Así se hizo.

Mientras los hijos de Carmencita siguieron para siempre en el liceo de la esquina, y también los hijos de los amigos de Cayetana, tres años más tarde Violeta fue enviada a un colegio de monjas del barrio alto para que aprendiera inglés.

A Cayetana le parecía extraño, pero estimulando su buen humor, que lo tenía con creces, terminó por divertirle la idea.

Carlota estaba contenta.

Antonio siempre dijo que era una estupidez.

Tadeo, cada vez que iba a ese colegio, se henchía de orgullo.

– Mi niña no tendrá problemas en la vida -se atrevía a conjeturar-. Será culta, refinada, digna nieta de un mariscal, y se podrá adaptar a lo que sea.

A las lágrimas también, pensó Marcelina en silencio, ya que nadie le preguntó su opinión.

La diversión en los ojos de Cayetana.

A pesar de sus estudios, que prosiguió eternamente, y de una vida agitada llena de actividades, Cayetana desplegaba una ternura incontenible frente a su pequeña Violeta, confiando en que el papel tradicional de madre lo compartía con Carlota y Marcelina. La llamaba «mi manzanita» y la mascaba. La niña se miraba al espejo de noche y se preguntaba si se parecería a una manzana. Su mamá la hacía reír y fue esa risa, reflejada en los ojos de Cayetana, lo que más amó: Violeta siempre buscaba sus ojos.

Uno de los peores recuerdos de su infancia fue el episodio del jarrón polaco. Era un enorme jarrón floreado, muy fino, una de las pocas posesiones del pasado de su padre. A veces Violeta jugaba a marearse en el salón: daba cien vueltas sobre sí misma con los ojos cerrados y los brazos abiertos, hasta perder el equilibrio. Su padre insistía en que no lo hiciera, podía caerse arriba del jarrón o pasarlo a llevar con sus brazos extendidos. Hasta que ocurrió. Quebró el jarrón. Tadeo estuvo a punto de perder el control. Violeta, aterrada, buscó los ojos de su madre: en ellos encontró una mezcla de confianza y liviandad. Sin decir Cayetana una sola palabra, esos ojos relativizaron en Violeta el mal que había hecho. Así, el quiebre del jarrón polaco se mantuvo dentro de la niña como un error, una fea travesura, no una maldad. Gracias a los ojos de Cayetana.

Violeta llegó un día llorando porque en el nuevo colegio su compañera Carmen Brieba la había acusado de ser polaca, diciéndole que todos los polacos eran comunistas y que los iban a excomulgar de la Iglesia por eso, a ella y a su papá. Cayetana se largó a reír.

– ¿Y cómo lo sabe la Carmen Brieba?

– Se lo dijeron en su casa. El problema, mamá, es que ella siempre sabe todo.

– ¿Por qué?

– Porque es prima de la reina Isabel.

Cayetana no pudo menos que soltar la carcajada.

– ¿Prima de la reina Isabel?

– Te juro, mamá, siempre lo cuenta en el curso.

– ¿Y ustedes le creen?

– Sí, Josefa y yo le creemos.

La abrazó y su risa llenó el corazón de la niña, que ya no volvió a preocuparse sobre los polacos, ni de si serían todos comunistas o no.

Nosotras, las otras, quisiéramos ser respetuosas con los recuerdos de Violeta, que a partir de cierto punto comienzan a ser fragmentos. No es nuestra memoria la fragmentada, es la de ella.

Algo empezó a enrarecer el aire de la casa de Ñuñoa. Violeta lo percibe pero no sabe qué es. Ya está próxima a ser una adolescente y sabemos que sus ojos han registrado la imagen de Cayetana llorando en su pieza porque el abuelo Antonio ha sido duro con Tadeo. Le han pedido que les preste el dinero necesario para ampliar la librería, y él lo ha negado. Violeta sabe que el abuelo no niega nada sin tener una buena razón. Algo se encoge dentro de ella.

Su siguiente recuerdo es el tercer embarazo de Carmencita. Cayetana decide hacerse cargo de esta nueva criatura.

– Seré la madrina -anunció, y Carmencita soltó una lágrima ante la oferta.

Fue durante el embarazo de Carmencita, casi hacia el final, que celebraron esa comida con visitantes latinoamericanos en la casa de Ñuñoa. Se produjo una mezcla rara: dirigentes socialistas, intelectuales, funcionarios internacionales y hasta algunos guerrilleros, según decían. El abuelo Antonio los conocía a todos, él tenía sus redes y sus contactos. Algunas noches sentaba a Violeta en sus rodillas y le hablaba del más famoso de estos personajes, uno al que llamaban «el Che». Y hablándole del Che exaltaba el valor de la solidaridad y la generosidad. Este médico, que había rechazado una vida cómoda y estable para jugarse por los pobres, y no sólo por los de su país sino por los de todo el continente, era para Violeta como una estrella… Aprovechaba entonces el abuelo Antonio para hablar de cómo toda Latinoamérica debía ser una, compartiendo un mismo destino, y que los hombres buenos debían jugarse por él. Citaba a José Martí: «Es un crimen el no ser un hombre útil.» Violeta escuchaba muy seria, absorbía las palabras del abuelo. Se realizó entonces esa memorable comida, y Violeta recuerda su propia figura hecha un ovillo al lado de la chimenea, tratando de pasar inadvertida, cuando advirtió que los ojos de su madre se dirigían con frecuencia a los ojos verdes, entre feroces y acogedores, de un guatemalteco. Violeta percibió algo que no supo configurar en su conciencia, pero no pudo abstraerse de las ondas casi magnéticas que expelía aquel hombre. Era joven y muy apuesto. Su mirada quedó fija en él, temerosa de si habría de recordar ese rostro, temerosa de las vibraciones del cuerpo de su madre.

Unos días después vino el ataque: el corazón del abuelo Antonio falló sin previo aviso. Una mañana, sencillamente, no volvió a abrir los ojos. El duelo las embargó de la cabeza a los pies. La vida sin Antonio no era la vida. Cayó sobre la casa una lluvia de opacidad, algo que Violeta juró combatir esas noches sin consuelo en que lloraba al abuelo en su dormitorio. El brillo no puede venir de afuera, no puede dártelo otro, debe ser propio, concluyó.

Carlota decidió entregarse. O empezó a hacerlo, de a poco. Violeta se enojó mucho. «¿Por qué no peleas, abuela, tú, la más fuerte de todas?» «Por que no me interesa, mijita; ya cumplí, ya estoy vieja, quiero ir a reunirme con él.»

En el intertanto nació la guagua de Carmencita. Como Cayetana sería la madrina, la casa tuvo que despertar. Marcelina cocinó varios días; Carlota encontró fuerzas para participar, y Cayetana para entusiasmarse. El bautizo se hizo con todas las de la ley, y Violeta podría reconocer, todavía hoy, el vestido rosado que le compraron para la ocasión.

La noche del bautizo fue la noche más oscura, luego de la ida del abuelo. Violeta recuerda a Carlota y a Cayetana encerradas en la pieza: Cayetana gritaba y Carlota la consolaba dentro de su debilidad.

– Gracias a Dios que Antonio se fue -suspiraba Carlota-. Nunca le gustó del todo, algo sospechaba de él.

Violeta escuchaba con el oído pegado a la puerta.

– Por eso no les prestó el dinero para la ampliación de la librería.

Violeta fue donde Marcelina a preguntarle qué pasaba. No obtuvo respuesta.

Al día siguiente Tadeo dejó la casa. Se despidió de su hija y le prometió verla muy seguido.

– Cuando seas grande comprenderás y lograrás perdonarme.

Inmediatamente, Cayetana partió de viaje, no sin dar la explicación correspondiente a su hija sobre lo sucedido. Fue honesta, como lo era en todo; no intentó dibujar sombras en realidades que ya eran evidentes.

– El día del parto yo esperaba en la sala de afuera. Al demorarse el nacimiento, me acerqué al pabellón para ver si había algún problema. Y ante mi asombro, siento los gritos de Carmencita que llamaba a Tadeo. ¿Sabes lo que me pasó, Violeta? Recordé una novela rusa de espionaje en que la heroína, que se hacía pasar por alemana y a la que todos creían alemana, en el momento del parto grita en ruso. Quedé nerviosa. Más bien, sospechosa. Pero teníamos el bautizo por delante y mi palabra de apadrinar a este niño. Así es que el día del bautizo, observando la relación de Tadeo y Carmencita ya sin inocencia, y descubriendo pequeños elementos que antes había pasado por alto, lo entendí todo. Hablé con él esa tarde en cuanto se fueron los invitados. Le saqué con mentira verdad, un juego horrible que una se permite sólo en circunstancias que sean horribles también. Y le conté que Carmencita, en la sala de parto, con miedo en ese momento de morirse (a las mujeres les pasan cosas extrañas en el momento de dar a luz), me había confesado toda la verdad para proteger a sus hijos. Por lo tanto, yo ya sabía que él era el padre. La palidez de Tadeo hizo inútil la confesión. Sí, manzanita, ésa es la verdad. Tu padre está con Carmencita desde que tú naciste. El engaño ha sido feroz. Pero a pesar de eso es tu padre, te ama, y te corresponderá a ti perdonarlo algún día. No a mí.

Violeta escuchó esta historia como si le hubiese sucedido a otra. Con los sentimientos paralizados, ya no ponía atención cuando su madre concluyó.

– La perfecta pieza de ajedrez: el hombre protegido por mujeres, al amparo del amparo para destruirlas.

Violeta pensó que se iba a volver loca. Que si el abuelo Antonio no hubiese muerto, nada de esto habría sido posible. Que su padre era una buena persona. ¿Cómo convencerse de que se había quedado con su madre sólo porque le convenía? ¿Cómo podía no querer a su madre, a esa mujer adorable, irresistible a los ojos de su hija? «Uno puede amar a dos mujeres a la vez», le contestaría Tadeo mucho más tarde.

Y Cayetana partió, dejando a Violeta con Carlota y Marcelina. «Latinoamérica», dijo cuando le preguntaron por su rumbo, así de vago. La niña recibió algunas tarjetas postales que guardó por mucho tiempo. Recuerda una de Colombia en que su madre se refería al Tequendama, a un jardín de orquídeas y a una plantación de café. Nada más. De Lima el recuerdo es más nítido: su madre la llamó «la ciudad tres veces coronada, la lumbrera del gran océano Pacífico». Recuerda un altar en la iglesia San Francisco de Jesús de Lima, el del Patrón de los Imposibles, y le dice que la ha atraído ese nombre y que ha rezado por ella frente al santo de los imposibles. Guardó siempre una tarjeta escrita en Guadalajara, México. La espléndida construcción que aparecía en la fotografía se llamaba Hospicio Cabañas. Cayetana le habla de los veintitrés patios, de los naranjos y la cal, de la generosidad de la luz y del espacio, de los frescos de Orozco y de haber encontrado allí un lugar sagrado. Tus ojos verán algún día esta luz, manzanita, le dice a su hija, y te subyugará como a mí. Hubo también una tarjeta desde Guatemala, y la niña negó su contenido, sin saber por qué. Sólo sabe que no recuerda nada de esa parte del viaje de su mamá. Nada más, hasta el regreso apresurado de Cayetana porque Carlota ha decidido que le llegó el momento. Cayetana alcanza a llegar y la atiende amorosamente. Al día siguiente, durante toda la noche, Carlota murió. Y a la hora señalada se levantó en la cama para morir de pie, como se lo había prometido a su hija. Le copió al abuelo Antonio el instrumento: el corazón. Pero Violeta sabe que Carlota ha muerto de amor.

Entonces sobreviene el caos en la cabeza de la niña. A los pocos días se ve instalada en casa de su amiga Josefa, porque Cayetana ha decidido desarmar la casa de Ñuñoa, venderla y partir. Le deja a Violeta el baúl de mimbre. Cuando ya está preparada, le pide a Marcelina que se quede a cargo de su hija en casa de Tadeo, prometiéndole que muy pronto mandará por ella. Muy pronto. Que la espere un poquito.

Marcelina no quiere instalarse en el departamento de Tadeo, Es chico y apretado. Pero la verdadera razón es que teme la presencia de Carmencita. ¿Cómo la va a resistir? «Por Violeta», le contesta Cayetana, «por Carlota y por mí.»

Tadeo, contento de recuperar a su hija y haciendo planes futuros para todos, arrienda una casa grande e instala a Violeta en su propio dormitorio. «Pero si esto es pasajero, papá», le dice ella. «No importa, quiero que estés bien. No sabemos cuánto puede demorarse tu madre en venir a recogerte.» Fue entonces que Violeta hizo la primera mudanza de su vida; y en medio de aquel desorden llevó sus papeles donde Josefa.

El día que partió Cayetana, al abrazar a su hija, hizo un gesto que la traicionó porque podía parecer definitivo (¿intuyó su destino?, se preguntaría mil veces Violeta, después). Se sacó el anillo de la piedra cruz y lo puso en el dedo de su hija.

– Te queda un poco grande, pero no importa. Este es el anillo para las manos de todas nuestras mujeres, las de la familia. A través de él vamos pasándole lo mejor de nosotras a la que viene. No lo pierdas, te lo dejo en prenda porque es lo que más quiero. Me lo devolverás cuando nos volvamos a encontrar.

Violeta esperó y esperó. Adquirió el hábito de pararse en la puerta de calle de la nueva casa de su padre y mirar todo el largo de la vereda, buscando esa figura flexible, ese pelo castaño y largo que las otras mamás no usaban. Recibía cartas alentadoras: Ya estaremos juntas, mi amor, espérame un poco más. Cuando cumplió los trece, recibió una carta que no entendió mucho ni le interesó. Siete años más tarde, cuando cumplió veinte, ese mismo día de su cumpleaños, la carta apareció dentro de un libro. Le impresionó la coincidencia y le pareció muy de Cayetana. Entonces la leyó y la guardó, para pasársela más tarde a Jacinta:

Quiero recordarte algo, bella mía, en el día de tu cumpleaños: tu condición de privilegiada. Hoy cumples trece y estas palabras te sonarán raras, pero necesito que las recuerdes más adelante.

Tus iguales probablemente no te necesitarán, ellos saben cómo cuidar de sí mismos. Son los otros los que tendrán necesidad de ti. Y esto, Violeta, no se aplica sólo a tu carrera y a la profesión que algún día tendrás, sino al mundo.

La gente normal, Violeta, es gente simple. No son particularmente inteligentes o interesantes, ni especialmente educados, ni exitosos, ni destinados al triunfo. O sea, mi amor, no son nada especial. Esta gente común ha entrado a la historia a través de sus vecindarios; como individuos, sólo en los registros de nacimiento, matrimonio y muerte. Una sociedad en la que valga la pena vivir es aquélla destinada a estas gentes, no a los ricos, los brillantes, los excepcionales; aunque una sociedad que no les diese espacio a éstos sería sofocante.

El mundo no está hecho para nuestro beneficio personal ni estamos en él para beneficiarnos en lo propio. Un mundo que clame que es ése su objetivo no es bueno, y no debiera ser un mundo duradero.

No quisiera que al crecer lo olvidaras.

Feliz cumpleaños, mi amor.

Hasta el día en que llegó la noticia que iba a truncar todas las esperanzas de Violeta. Ya no salió más a la vereda a esperarla. Desde ese momento hasta siempre: nunca más buscar los ojos de Cayetana. Nunca más.

– La guerrilla -le dijo Tadeo-. Murió en su propia ley.

Los ojos verdes del guatemalteco volvieron a Violeta. ¿Estuvo con él todo este tiempo?

– No lo sé -fue la escueta respuesta de su padre.

Tadeo partió a Guatemala a buscar el cadáver de Cayetana. No aceptó que su hija lo acompañara, porque entendía el asunto como un trámite a ser despachado cuanto antes. Volvió sin él. La suma de decepciones iba a matar a Violeta: así lo sintió ella. Ni siquiera el cuerpo. Las explicaciones de su padre le parecieron insuficientes. Que trasladaron los cadáveres a una pequeña ciudad en Guatemala, que los enterrarían ahí, confusa la causa de la muerte… Las autoridades insistieron en una fiebre maligna; otros decían que los acribillaron. El ataúd estaba sellado. Nada más.

No volver a ver tu cara, mamá.

Para no volver a ver tu cara nunca más.

(Violeta pasó años buscando en casa de su padre objetos que hubiesen sido tocados por Cayetana. Violeta necesitaba tocar las cosas que hubiese tocado ella.)

Violeta sabe, y también lo sabemos nosotras, que su salvación entonces fue Marcelina. Su mundo desgarrado fue sostenido sólo por ella. Los fragmentos confluían en su solo cuerpo oscuro, herencia del padre mestizo y la madre mapuche. El equilibrio que Violeta conservó, surgió de las raíces mismas de esta mujer, como las medicinas de hierbas con que la curó tantas veces en su infancia. Es de ella de quien se declara eterna deudora.

Cuando Marcelina sintió a Violeta capaz de batírselas sola, dio por terminada su misión. Pero antes de partir, debía liquidar dos asuntos con su niña.

Lo primero:

– Iremos a un lugar que habría sido importante para tu madre. Ella te habría llevado ahí de todos modos si hubiera estado viva.

Tomó a Violeta una noche y la llevó al barrio de La Reina, a escuchar a una folclorista que cantaba dentro de una carpa.

– Se ha hecho muy famosa -le explicó Marcelina-, incluso en el extranjero. Todos vienen a escucharla. Una voz robada a los ángeles, eso dijo tu madre.

Violeta escuchó embelesada.

– Te llamas Violeta por ella.

(Cuando Violeta ya era grande, visitó muchas veces la casa larga de la calle Carmen, en pleno centro de Santiago, donde se instaló oficialmente la Peña de los Parra. Mientras tomaba el vino caliente, nunca dejó de pensar en la primigenia carpa de La Reina y en cuánto les habría gustado este nuevo lugar a Marcelina y a Cayetana.)

Lo segundo:

– Su nombre era Rubén Palma, por si nadie te lo dice. El guerrillero, el de los ojos verdes. Murieron juntos. Vivió el amor y en él murió. Recuerda siempre eso, mariposa.

Y partió.

Violeta reclamó, pataleó, lloró, pero Marcelina, muy quieta, le dijo: «Mis tierras son lo único que me salvará de tantos dolores. Para allá debo ir. Una debe volver siempre a sus orígenes. Ya es mi hora.»

(Marcelina Cabezas murió durante el sueño, plácidamente, en su tierra. Fue unos diez años más tarde, cuando Violeta vivía en Roma. Volvió a llorar, a patalear, y sólo se conformó evocando la última frase que escuchara de Marcelina.)

El nombre de Cayetana se borró de la casa donde Violeta vivió con su nueva familia. Nadie hablaba de ella, a todos les parecía sano no recordar cuánta turbiedad los había rodeado en el pasado. La apariencia de felicidad y normalidad sólo era posible sin su recuerdo. Tadeo le rogaba a su hija que protegieran todos juntos esa tranquilidad que les era tan preciada.

Un día en que Tadeo fue severo con ella, pidiéndole que no hiciese más preguntas sobre su madre, Violeta le prometió que ésta sería la última.

– Por lo menos dime una cosa: ¿dónde, exactamente, está enterrada?

– En la ciudad de Antigua, en Guatemala.

Entonces, cierta ya de que la poesía iba a tener en su vida más espacio que los temblores de la tierra, Violeta volvió al libro de Adrienne Rich, a su «Poem of Women». Hizo una nueva anotación bajo los nombres «Carlota, Cayetana y las demás».

The faces of women long dead, of our family,

Come back in the night, come in dreams to me saying:

We have kept our blood pure through long generations

We brought it to you like a sacred wine. [6]

Luego releyó lo subrayado años atrás.

MY LIFE IS A PAGE RIPPED OUT OF A HOLLY BOOK

AND PART OF THE FIRST LINE IS MISSING

Y entendiendo que su adolescencia había terminado, partió a buscar esa primera línea que faltaba.


  1. <a l:href="#_ftnref1">[1]</a> Y el cuerpo entero de la mujer suplica por el dolor del parto./ Y entonces bajan ellas, las mujeres, cual ovejas heridas./ buscando la sanación de sus cuerpos -junto a los pozos-,/ sus rostros ensombrecidos por la larga y sedienta espera del llanto de un recién nacido./(…) y las mujeres encintas se acercan a las blancas camillas del hospital/ con pasos silenciosos/ y le sonríen al niño aún no nacido/ y le sonríen, acaso, a la muerte.

  2. <a l:href="#_ftnref2">[2]</a> «El alma elige su propia compañía. Luego cierra la puerta.»

  3. <a l:href="#_ftnref3">[3]</a> La realidad del marco de una puerta.

  4. <a l:href="#_ftnref4">[4]</a> Mi vida es una página arrancad a de un libro sagrado/ y parte de la primera línea se ha perdido.

  5. <a l:href="#_ftnref5">[5]</a> La realidad del marco de una puerta/ significa que hay algo a qué aferrarse/ con ambas manos.

  6. <a l:href="#_ftnref6">[6]</a> Los rostros de mujeres muertas hace mucho tiempo, mujeres de nuestra familia,/ regresan en la noche, vienen a mí en sueños, diciendo:/ hemos conservado pura nuestra sangre a lo largo de las generaciones/ y te la hemos traído como un vino sagrado.