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II OCTAVIO EN OCCIDENTE

Del 40 al 39 a J.C.

VI

Su amada Señora Roma parecía tan vieja y cansada. Desde donde estaba, en lo alto del Velia, Octavio veía el foro romano y, más allá, el monte Capitolino; si se volvía para mirar en otra dirección, veía a través de los pantanos del Palus Ceroliae todo lo largo de la Vía Sacra hasta los muros Servían.

Octavio amaba Roma con una fiera pasión ajena a su naturaleza, que tendía a ser fría y distante; él creía que la diosa Roma no tenía rival en la faz del mundo. Cómo odiaba escuchar decir que Atenas la superaba como el Sol supera a la Luna, escuchar que alguien decía que la zona elevada de Pergamum, era más preciosa, escuchar a un tercero manifestar que Alejandría hacía que pareciera un oppidum galo. ¿Era culpa suya que los templos estuviesen ruinosos, sus edificios públicos sucios, sus plazas y jardines abandonados? No, la culpa la tenían los hombres que gobernaban en su nombre, porque se preocupaban más por sus reputaciones que por las de las ciudades que los habían engendrado. Roma se merecía algo mejor y, si estaba a su alcance, recibiría lo mejor. Por supuesto, había excepciones: la gloriosa basílica Julia de César, su foro -que era la obra maestra-, la basílica Emilia, el Tabularium de Sila. Pero incluso en el Capitolio, los templos tan grandes como el de Juno Moneta necesitaban una mano de pintura. Desde los huevos y los delfines del Circo Máximo hasta los santuarios y fuentes de las encrucijadas, la pobre diosa Roma era una ruinosa dama en declive.

«Si sólo tuviésemos una décima parte del dinero que los romanos han gastado luchando los unos contra los otros, Roma no tendría rivales para su belleza», pensó Octavio. ¿Adónde iba todo ese dinero? Una pregunta que se le había ocurrido frecuentemente y para la que sólo tenía una respuesta aproximada: a las bolsas de los soldados para ser gastadas en cosas inútiles o atesorado de acuerdo a sus naturalezas; a las bolsas de los fabricantes y mercaderes, que obtenían sus beneficios de la guerra; a las bolsas de los extranjeros, y a las bolsas de los hombres que libraban las guerras. Pero si aquello último era verdad, ¿por qué él no había obtenido ningún beneficio?

«Mira a Marco Antonio -se dijo-. Ha robado cientos d millones, la mayor parte de ellos para mantener su estilo de vida hedonista en lugar de pagar a sus legiones. ¿Cuántos millones ha dado a sus supuestos amigos con el fin de parecer un gran hombre? Oh, yo también he robado; me llevé el cofre de guerra de César. De no haberlo hecho, hoy estaría muerto. Pero, a diferencia de Antonio, nunca di un denario. Lo que desembolso de mi tesoro oculto espero darle un buen uso, como pagarle a mi ejército de agentes. No puedo vivir sin mis agentes. La tragedia es que nada de eso lo puedo gastar en la propia Roma. La mayoría sirve para pagar las enormes pagas de las legiones. Un pozo sin fondo que quizá sólo tiene un bien real: distribuye la riqueza personal con más justicia que en los viejos tiempos cuando los plutócratas se podían contar con los dedos de las dos manos y los soldados no tenían ingresos suficientes ni si. quiera para pertenecer a la quinta clase. Eso ya no es así.»

La vista del foro se nubló cuando sus ojos se llenaron de lágrimas. «¡César, oh, César! ¿Qué podría haber aprendido si tú hubieses vivido? Fue Antonio quien les permitió matarte; él fue parte del complot, estoy seguro. Convencido de que era el heredero de César y urgentemente necesitado de la enorme fortuna de César, sucumbió a las lisonjas de Trebonio y Décimo Bruto. El otro Bruto y Casio no eran nada, sólo figurones. Como muchos otros antes que él, Antonio ansia ser el Primer Hombre de Roma, y, de no estar yo aquí, lo sería. Pero estoy, y tiene miedo de que usurpe ese título, como también el nombre y el dinero de César, llene motivos para sentir miedo. César el Dios -Divus Julius- está de mi lado. Si Roma debe prosperar, yo debo ganar esta batalla. Sin embargo, he jurado no ir nunca a la guerra contra Antonio, y mantendré mi juramento.»

La brisa de principios de verano agitó su brillante cabellera; las personas, al principio, advertían esta circunstancia para, después, reconocer la identidad de su propietario. Miraban, por lo general, con una mueca. Como triunviro presente en Roma, era él quien recibía la mayor parte de las culpas por los tiempos difíciles: el pan caro, alimentos suplementarios sin variedad, alquileres también altos, bolsas vacías. Pero a cada gesto agrio, él replicaba con la sonrisa de César, algo tan poderoso que los gestos adustos se convertían en sonrisas de respuesta.

Aunque incluso en Roma Antonio gustaba de pasearse en armadura, Octavio siempre vestía la toga con ribetes rojos. Con ella parecía más pequeño, menudo, grácil. Los días en que calzaba botas con plataforma eran cosa del pasado. Ahora, Roma lo conocía, más allá de cualquier duda, como el heredero de César, y muchos lo llamaban como él mismo se autoproclamaba: Divi Filius, el hijo de un dios. Seguía siendo su mayor ventaja, incluso ante su impopularidad. Los hombres podrían fruncir el entrecejo y mascullar, pero las mamás y las abuelas admiraban y babeaban; Octavio era un político demasiado inteligente como para despreciar el apoyo de las mamás y las abuelas.

Desde la Velia caminó entre los antiguos pilares cubiertos de musgo de la Porta Mugonia y subió al monte Palatino por su lado menos elegante. Su casa había pertenecido alguna vez al famoso abogado Quinto Hortensio Hortalo, rival de Cicerón ante los tribunales. Antonio había culpado al hijo por la muerte de su hermano Cayo, y lo había proscrito. Eso no preocupó al joven Hortensio, quien murió en Macedonia, siendo su cuerpo arrojado al monumento de Cayo Antonio. Como la mayoría de Roma, Octavio era muy consciente de que Cayo Antonio era tan incompetente que su muerte había sido toda una bendición.

La domus Hortensia era una casa muy grande y lujosa, aunque no del tamaño del palacio de Pompeyo Magno en el Carinae. Antonio se había apropiado de aquella mansión, y cuando César se enteró, hizo pagar a su primo por ella. A la muerte de César, los pagos se interrumpieron. Pero Octavio no quería una casa tan ostentosa que pudiera compararse a un palacio, sino sólo algo lo bastante grande para utilizar como sala de negociaciones y también de residencia. La domus Hortensia se la habían adjudicado por dos millones de sestercios, una fracción de su valor real, en la subasta de los bienes incautados. Esa clase de cosas ocurrían a menudo en las subastas de bienes incautados a los proscritos, en las que tantas propiedades de enorme valor se vendían al mismo tiempo.

En el lado elegante del Palatino, todas las casas buscaban tener vista al foro romano, pero Hortensio no se había preocupado por la vista. A él le interesaba el espacio. Muy aficionado a la pesca, tenía grandes estanques dedicados a la cría de carpas doradas y plateadas y jardines y campos que eran más habituales en las casas situadas al otro lado de los muros Servían, como el palacio que César había construido para Cleopatra al pie de la colina Janicula. Sus campos y jardines eran legendarios.

La domus Hortensia estaba en lo alto de un acantilado de cincuenta pies que daba al Circo Máximo, donde en los días de destiles o carreras de cuadrigas se apiñaban más de ciento cincuenta mil romanos para maravillarse y aplaudir. Sin dirigirle al Circo una mirada, Octavio entró en su casa a través del jardín y los estanques de detrás y llegó a una vasta sala de recepción que Hortensio nunca había utilizado debido a la enfermedad que sufría cuando la añadió.

A Octavio le gustaba el diseño de la casa, porque las cocinas y las habitaciones de la servidumbre estaban a un lado, en un edificio separado que contenía las letrinas y los baños para uso del servicio. Los baños y las letrinas para el propietario, su familia y los invitados estaban en la casa principal y, además, eran de valioso mármol. Como muchas casas en el Palatino, estaba situada encima de un arroyo subterráneo que descargaba en las inmensas cañerías de la Cloaca Máxima. Para Octavio, era la razón principal para la compra de aquella domus, ya que era la más reservada de las personas cuando se trataba de vaciar los intestinos y la vejiga. ¡Nadie debía verlo, nadie debía escucharlo! También era muy meticuloso en el aseo personal, que incluía un baño, por lo menos, una vez al día. Por lo tanto, las campañas militares eran un tormento sólo algo mitigado por Agripa, que hacía lo imposible por conseguirle intimidad cada vez que podía. Octavio no sabía por qué le daba tanta importancia a ese tema, puede que por su buena planta o porque los hombres se sentían vulnerables si su imagen no iba acorde con su persona.

El mayordomo salió a su encuentro con un signo de ansiedad; Octavio detestaba la menor mancha en la túnica o la toga, cosa que hacía la vida dura para el hombre, siempre ocupado con la tiza y el vinagre.

– Sí, puedes llevarte la toga -dijo, distraído, para, posteriormente, quitársela y salir al jardín del peristilo interior, que tenía la mejor fuente de Roma, con los caballos encabritados con colas de pescado, Anfitrión cabalgando en una cuadriga que era una concha. La pintura era exquisita, tan real que los cabellos como algas del dios del agua brillaban y resplandecían con un tono verdoso, y su piel era una red de minúsculas escamas plateadas. La escultura estaba en el centro de un estanque redondo cuyo mármol de un verde pálido le había costado a Hortensio diez talentos en las nuevas canteras de Carrara.

A través de un par de puertas de bronce que tenían escenas de la batalla de los lapitas y los centauros en bajorrelieve, Octavio entró en un vestíbulo que tenía su sala de negociaciones a un lado y su comedor en el otro. Luego pasó al enorme atrio con el impluvium debajo del compluvium; en el techo brillaba el agua como un espejo con el sol del mediodía. Finalmente, a través de otro par de puertas de bronce llegó a la logia, un gran balcón abierto. A Hortensio no le desagradó la idea de edificar una glorieta para protegerse de la fuerza del sol, y había colocado una serie de postes y travesaños en un lado para, posteriormente, plantar parras para taparlos. Con los años había creado un emparrado que en aquella estación estaba lleno de racimos de pequeñas cuentas de color verde pálido.

Había cuatro hombres sentados alrededor de una mesa baja, con una quinta silla vacía que completaba el círculo. Dos jarras y unos cuantos vasos de la sencilla cerámica avernia descansaban sobre la mesa; nada de copas de oro o botellas de cristal alejandrino para Octavio. La jarra de agua era más grande que la de vino, que contenía un claro y burbujeante vino blanco de Alba Fucentia. Ningún enamorado de la enología hubiese catado ese vino con desprecio, porque a Octavio le gustaba servir lo mejor de todo. Lo que le desagradaba eran las extravagancias y las cosas importadas. Lo producido en Italia, le gustaba decir a aquellos dispuestos a escuchar, era superlativo. ¿Así que por qué hacerse el pedante alardeando de vinos de Chíos, alfombras de Mileto, lanas tejidas en Hierápolis, tapices de Corduba?

Silencioso como un gato, Octavio no dio ninguna señal de su llegada, y permaneció en el umbral durante un momento para observar a su «consejo de ancianos», como los llamaba Mecenas, en clara burla al hecho de que Quinto Salvidieno, a los treinta y uno era el más viejo del grupo. Ante aquellos cuatro hombres -y sólo ante ellos-, Octavio daba voz a sus pensamientos; aunque no a todos sus pensamientos. Ese privilegio estaba reservado para Agripa, que era su hermano espiritual.

Marco Vipsanio Agripa -que tenia veintidós años- era todo lo que un noble romano debía ser en aspecto. Era alto como lo había sido César, con grandes músculos delineados de forma esbelta, y poseía un rostro muy atractivo cuyas cejas destacaban bajo una gran frente y en el que la fuerte barbilla se imponía firmemente bajo una boca severa; descubrir que sus ojos hundidos eran castaños resultaba difícil debido a las pestañas que los oscurecían. Sin embargo, Agripa procedía de una cuna de baja alcurnia, tan baja que era despreciada por Tiberio Claudio Nerón. ¿Quién había escuchado alguna vez hablar de una familia llamada Vipsanio? Sería samnita, si es que no era apuleo o calabrés. En cualquier caso, escoria italiana. Sólo Octavio apreciaba totalmente la profundidad y la vastedad de su intelecto, que lo capacitaban para comandar ejércitos, construir puentes y acueductos, inventar herramientas y artilugios para hacer más fácil el trabajo. Aquel año era pretor urbano de Roma, responsable de todos los juicios civiles y de la distribución de los casos criminales a los diversos tribunales; era una tarea pesada, pero no lo bastante como para satisfacer a Agripa, que también había asumido alguno de los deberes de los ediles, que se suponía que debían ocuparse de los edificios y de los servicios de Roma. Así pues, tras calificarlos como una roñosa pandilla de vagabundos, él había asumido la autoridad sobre el abastecimiento de agua y las cloacas para gran desconsuelo de las compañías que la ciudad había contratado para que las dirigiese. Hablaba seriamente de hacer cosas para prevenir que las cloacas inundasen la ciudad cada vez que el Tíber se desbordaba. Pero temía que esto no pudiera llevarse a cabo ese año porque se necesitaba de un profundo trazado de las muchas millas de cloacas y drenajes. Sin embargo, había conseguido hacer algo con el Aqua Marcia, el mejor de los acueductos romanos existentes, y estaba construyendo uno nuevo, el Aqua Julia. El abastecimiento de agua de Roma sería el mejor del mundo, pero la población de la ciudad aumentaba y se acababa el tiempo.

Era hombre de Octavio hasta la muerte, pero no ciegamente leal, sino con un profundo conocimiento de las debilidades y las fortalezas de Octavio, y sufría por él como Octavio nunca sufría por sí mismo. No existía ni pizca de ambición, a diferencia de la mayoría de los Hombres Nuevos. Agripa comprendía de verdad hasta el fondo de su ser que era de Octavio, ya que había recuperado su autoestima bajo su influjo. Suyo era el papel de fides Achates, y siempre estaría allí para Octavio. ¿Quién lo hubiese elevado mucho más allá de su verdadero estatus social? ¿Qué mejor destino que ser el Segundo Hombre de Roma? Para Agripa, eso era más de lo que cualquier Hombre Nuevo se merecía.

Cayo Cilnio Mecenas, que tenía treinta años, era un etrusco de sangre antigua; su noble familia procedía de Arretium, un activo puerto fluvial en un meandro del Arno donde se cruzaban las carreteras de Annian, Cassian y Clodian que iban de Roma a la Galia Cisalpina. Por razones que él conocía, había abandonado el nombre de la familia, Cilnio, y se llamaba a sí mismo, sencillamente, Cayo Mecenas. Su amor por las cosas finas de la vida se mostraba en su suave físico regordete, aunque podía, cuando hacía falta, hacer todo lo necesario para emprender agotadores viajes en representación de Octavio. Su rostro recordaba ligeramente el de un batracio debido a que sus ojos azul pálido tenían la tendencia a sobresalir; los griegos lo llamaban exoftalmia.

Famoso por su ingenio y su capacidad para los relatos, tenía una mente tan grande y profunda como la de Agripa, pero de una manera diferente. Mecenas amaba la literatura, el arte, la filosofía, la retórica y no coleccionaba cerámica antigua sino nuevos poetas. Como Agripa comentaba en tono risueño, era incapaz de ser el general de una lucha en un burdel, pero sí sabía cómo detener una. Nadie había encontrado a un interlocutor más calmo y persuasivo que Mecenas ni tampoco a un hombre más capacitado que él para intrigar y complotar en las sombras detrás de una silla curul. Como Agripa, se había reconciliado consigo mismo también bajo el influjo de Octavio, aunque sus motivos no eran tan puros como los de Agripa. Mecenas era una eminencia gris, un diplomático, un mercader de los destinos de los hombres. Podía descubrir un fallo útil en un periquete e insertar sus dulces palabras sin ningún dolor en los puntos flacos para producir una herida peor que la que podía hacer cualquier daga. Mecenas era peligroso.

Quinto Salvidieno, de treinta y un años, era un hombre de Picenum, aquel nido de demagogos y políticos que había criado luminarias como Pompeyo Magno y Tito Labieno. Pero no había ganado sus laureles en el foro romano; los suyos los había ganado en el campo de batalla, donde había destacado. Apuesto de rostro y cuerpo, tenía un resplandeciente pelo rojo que le había dado su apellido, Rufus, y unos astutos ojos azules que veían muy lejos. Hombre de grandes ambiciones, había atado su carrera a la estela del cometa de Octavio como la manera más rápida de llegar a la cima. De vez en cuando, el vicio picentino aparecía en él: contemplar el cambio de bando si era prudente hacerlo. Salvidieno no tenía la intención de acabar en el lado perdedor, y algunas veces se preguntaba si Octavio realmente parecía que fuese a ganar la eminente lucha. Gratitud tenía poca, lealtad ninguna, pero las había ocultado tan bien que Octavio ni siquiera soñaba que existían en él. Su guardia era buena, pero había ocasiones en que se preguntaba si Agripa sospechaba, así que cada vez que éste estaba presente, vigilaba atentamente lo que decía y hacía. En cuanto a Mecenas, ¿quién sabía lo que pensaba aquel untuoso aristócrata?

Tito Estatilio Tauro, de veintisiete años, era el menos capacitado, y, por lo tanto, quien menos sabía de las ideas y planes de Octavio. Hombre militar, mostraba lo que era: alto, fuerte y un tanto golpeado alrededor del rostro; la oreja izquierda hinchada, la parte izquierda de la frente y la mejilla con cicatrices, la nariz rota. Sin embargo, era apuesto, con el cabello rubio, los ojos grises y una sonrisa fácil que desmentía su reputación de jefe autoritario cuando mandaba las legiones. Tenía horror a la homosexualidad y no toleraba a nadie con tal inclinación bajo su mando, no importaba lo bien nacido que fuera. Como soldado, era inferior a Agripa y Salvidieno, pero no mucho más, y carecía de talento para la improvisación. No había ninguna duda de su lealtad, sobre todo porque Octavio lo deslumbraba. Los innegables talentos y habilidades de Agripa, Salvidieno y Mecenas no eran nada comparados con la extraordinaria mente del heredero de César.

– Saludos -dijo Octavio, y fue hacia la silla vacía.

– ¿Dónde has estado? -preguntó Agripa con una sonrisa-, ¿Haciéndole ojitos a la Dama Roma? ¿Al foro o al monte Aventino?

– Al foro. -Octavio se sirvió agua y bebió con ansia, luego exhaló un suspiro-. Planeaba qué hacer cuando tuviese el dinero para adecentar a la Dama Roma como se merece.

– Planear es todo lo que se puede hacer -señaló Mecenas con un tono seco.

– Es verdad. Así y todo, Cayo, nada se desperdicia. Los planes que hago ahora no tendré que hacerlos más tarde. ¿Sabemos algo de lo que está haciendo nuestro cónsul Pollio? ¿Ventidio?

– Está remoloneando en el este de la Galia Cisalpina -respondió Mecenas-. El rumor dice que muy pronto marcharán por la costa del Adriático para ayudar a Antonio a desembarcar sus legiones, que están acampadas alrededor de Apolonia. Entre las siete de Pollio, las siete de Ventidio y las diez que tiene Antonio, sólo nos espera recibir una tremenda paliza.

– ¡No iré a la guerra contra Antonio! -gritó Octavio.

– No tendrás que hacerlo -manifestó Agripa con una sonrisa-. Me juego la vida a que sus hombres no lucharán contra los nuestros.

– Estoy de acuerdo -manifestó Salvidieno-. Los hombres están hartos de guerras que no comprenden. ¿Cuál es la diferencia para ellos entre el sobrino de César y el primo de César? Una vez pertenecieron al propio César, eso es todo lo que recuerdan. Gracias al hábito de César de cambiar a sus soldados para que nutriesen a esta legión o debilitasen a aquella otra se identifican con César, no con una unidad.

– Se amotinaron -recordó Mecenas con un tono duro.

– Sólo se puede decir que la novena se amotinó directamente contra César, gracias a una docena de centuriones corruptos pagados por los compinches de Pompeyo Magno. Por lo demás, culpa a Antonio. Él hizo que se amotinasen, nadie más. Mantiene a sus centuriones borrachos y compra a sus portavoces. ¡Los presiona! -dijo Agripa con un tono de desdén-. Antonio es un provocador, no un genio político. Carece de toda sutileza. ¿Por qué si no pensaría en desembarcar a sus hombres en Italia? ¡No tiene sentido! ¿Le has declarado la guerra? ¿Lo ha hecho Lépido? Lo hace porque te tiene miedo.

– Antonio no es más buscador de problemas de lo que es Sexto Pompeyo Magno Pío, para darle su nombre completo -dijo Mecenas, y se rió-. He escuchado que Sexto envió a su suegro Libo a Atenas para pedirle a Antonio que se una a él para aplastarte.

– ¿Cómo lo sabes? -preguntó Octavio, que se sentó muy erguido.

– Como Ulises, tengo espías en todas partes.

– Yo también, pero es nuevo para mí. ¿Qué respondió Antonio?

– Algo así como un no. Ninguna alianza oficial, pero no pondrá trabas a las actividades de Sexto, siempre que estén dirigidas contra ti.

– Qué considerado de su parte. -El rostro extraordinariamente bello se arrugó, los ojos parecieron tensos-. Entonces, hice bien al darle a Lépido seis legiones y enviarlo a gobernar África. ¿Antonio ya se ha enterado de eso? Mis agentes dicen que no.

– Lo mismo que los míos -dijo Mecenas-. No hay duda de que Antonio no se sentirá complacido, César. Una vez muerto Fango, Antonio creyó que tenía a África metida en el seno de su toga. ¿Me refiero a que quién cuenta con Lépido? Pero ahora que el nuevo gobernador está muerto entrará Lépido. Con las cuatro legiones de África y las seis que llevó con él, Lépido se ha convertido en un jugador importante de la partida.

– Soy muy consciente de ello -replicó Octavio, irritado-. Sin embargo, Lépido detesta a Antonio mucho más de lo que me detesta a mí. Este otoño enviará a Italia el trigo.

– Perdida Cerdeña, vamos a necesitarlo -manifestó Tauro.

Octavio miró a Agripa.

– Dado que no tenemos barcos, habremos de comenzar a construir algunos. Agripa, quiero que te pongas tu insignia y vayas de viaje por toda la península desde Tergeste a Liguria.

Encargarás buenas galeras de guerra. Para derrotar a Sexto necesitamos flotas.

– ¿Cómo las pagamos, César? -preguntó Agripa. -Con las últimas de las tablas.

Una críptica respuesta que no significaba nada para los otros tres, pero que era clarísima para Agripa, que asintió. «Tablas» era la palabra en código que Octavio y Agripa utilizaban cuando hablaban del cofre de guerra de César.

– Libo regresó a Sexto con las manos vacías, y Sexto lo tomó como una ofensa. No tanto como para vengarse de Antonio, pero como ofensa de todas maneras -dijo Mecenas-. A Libo no le gustó en absoluto la postura que adoptó Antonio en Atenas, y por lo tanto Libo es ahora un enemigo que destila veneno contra Antonio en el oído de Sexto.

– ¿Qué cosa ofendió tanto a Libo? -preguntó Octavio, llevado por la curiosidad.

– Desaparecida Fulvia, creo que había esperado conseguir un tercer marido para su hermana. ¿Qué mejor manera de cimentar una alianza que con un matrimonio? ¡Pobre Libo! Mis espías dicen que cebó el anzuelo con una gran variedad, pero el tema nunca se planteó, y Libo regresó a Agrigentum muy desilusionado.

– Vaya. -Las cejas doradas se unieron y las largas pestañas taparon los notables ojos de Octavio. De pronto dio unas sonoras palmadas sobre las rodillas y pareció decidido-. ¡Mecenas, prepara tu equipaje! Marchas a Agrigentum para ver a Sexto y a Libo.

– ¿Con qué propósito? -preguntó Mecenas, a quien le desagradaba la misión.

– Tu propósito es hacer una tregua con Sexto que le permita a Italia tener trigo este otoño, y a un precio razonable. Harás lo que sea necesario para conseguir esa meta, ¿está claro?

– ¿Incluso si eso requiere un matrimonio?

– Incluso.

– Ella ya ha cumplido los treinta y tantos, César. Hay una hija, Cornelia, casi lo bastante grande para casarse.

– No me importan los años que tenga la hermana de Libo, todas las mujeres están hechas de la misma pasta; por consiguiente, ¿qué importancia tiene la edad? Al menos no tendrá la mancha de puta que tiene Fulvia.

Nadie comentó el hecho de que, después de dos años, la hija de Fulvia había sido devuelta con su virgo intacta. Octavio se había casado con la muchacha para apaciguar a Antonio, pero nunca había dormido con ella. Sin embargo, a lo mejor no pasaba lo mismo con la hermana de Libo. Octavio tendría que acostarse con ella, y, en lo posible, engendrar. En todas las cosas de la carne era tan puritano como Catón, así que rogaba que Escribonia no fuese fea ni licenciosa. Todos miraron el suelo de azulejos y fingieron ser sordos, mudos y ciegos.

– ¿Qué pasará si Antonio intenta desembarcar en Brundisium? -preguntó Salvidieno para cambiar un poco de tema.

– Brundisium está fortificado hasta el último palmo, no conseguirá que un solo transporte de tropas cruce la cadena de las bahías -respondió Agripa-. Yo mismo supervisé las fortificaciones de Brundisium, tú lo sabes, Salvidieno.

– Hay otros lugares donde puede desembarcar.

– Sin duda, pero ¿con todas aquellas tropas? -Octavio se mostró tranquilo-. De todas maneras, Mecenas, quiero que vuelvas de Agrigentum como el rayo.

– Los vientos están en contra -le recordó Mecenas con una expresión desconsolada. ¿Quién necesitaba pasar lo que fuese del verano en una cloaca como la ciudad de Agrigentum, en la Sicilia de Sexto Pompeyo?

– Mucho mejor para traerte a casa pronto. En cuanto a ir allí, ¡ahora! Coge un carro hasta Puteoli y alquila el barco más rápido y los mejores remeros que puedas encontrar, págales el doble de la tarifa habitual. ¡Ahora, Mecenas, ahora!

El grupo se deshizo; sólo se quedó Agripa.

– ¿Cuál es tu último recuento del número de legiones que tenemos para oponernos a Antonio?

– Diez, César. Aunque eso no importaría si todo lo que tuviésemos fuesen tres o cuatro. Ninguno de los dos bandos luchará. No dejo de repetirlo, pero todos los oídos son sordos excepto los tuyos y los de Salvidieno.

– Te escucho porque en ese hecho reside nuestra salvación. Me niego a creer que estoy derrotado -manifestó Octavio. Exhaló un suspiro y sonrió con tristeza-. ¡Oh, Agripa, espero que esta mujer de Libo sea soportable! No he tenido mucha fortuna con las esposas.

– Siempre han sido la elección de otros, no es más que un expediente político. Algún día, César, elegirás a una mujer por ti mismo, y ella no será una Servilia Vatia o una Clodia. Ni, sospecho, una Escribonia Libone si se hace el trato con Sexto. -Agripa se aclaró la garganta, parecía inquieto-. Mecenas lo sabe, pero me ha dejado a mí decirte las noticias de Atenas.

– ¿Noticias? ¿Qué noticias?

– Fulvia se cortó las venas.

Durante un largo momento, Octavio no dijo nada, sólo miró al Circo Máximo con tanta fijeza que Agripa se imaginó que había marchado a algún otro lugar más allá de este mundo. César era una maza de contradicciones. Incluso en su mente, Agripa nunca pensaba en él como Octavio; él había sido la primera persona en llamar a Octavio por su nombre adoptivo, aunque en aquellos tiempos todos sus partidarios lo hacían. Nadie podía ser más frío, más duro o más despiadado; sin embargo, era obvio que en aquel momento sufría por Fulvia, una mujer a la que había odiado.

– Ella era parte de la historia de Roma -acabó por decir Octavio- y se merecía un mejor final. ¿Han traído sus cenizas a casa? ¿Tiene una tumba?

– Hasta donde sé, ninguna de las dos cosas.

– Hablaré con Ático. -Octavio se levantó-. Entre nosotros, le daremos un entierro correcto, como se merece a su posición. ¿No son sus hijos con Antonio muy jóvenes?

– Antillo tiene cinco y Julio dos.

– Entonces le pediré a mi hermana que los cuide. Tres hijos propios no son bastantes para Octavia, siempre tiene a los de algún otro a su cargo.

«Incluida -pensó Agripa con gesto severo- a tu hermanastra, Marcia. Nunca olvidaré aquel día en los altos de Petra, cuando íbamos de camino a encontrarnos con Bruto y Casio; Cayo sentado con las lágrimas corriendo por su rostro por el dolor de la muerte de su madre. Pero ¡ella no está muerta! Ella es la esposa de tu hermanastro, Lucio Marcio Filipos. Otra más de sus contradicciones, que pudiese llorar por Fulvia mientras fingía que su madre no existía. Oh, yo sé por qué. Apenas llevaba de luto un mes cuando comenzó una aventura con su hijastro. Eso era algo que se podía haber silenciado, de no haber quedado embarazada. Él había recibido una carta de su hermana aquel día en Petra donde le rogaba que comprendiese la situación de su madre. Pero él no lo hizo. Para él, Atia era una puta, una mujer inmoral indigna de ser la madre del hijo de un dios. Así que obligó a Atia y a Filipos a retirarse a la villa de Filipos en Misenum y les prohibió entrar en Roma. Un edicto que nunca había proclamado, aunque Atia está enferma y su hija bebé es un miembro permanente de la guardería de Octavia. Algún día todo esto reaparecerá para acosarlo, aunque él no lo pueda ver, como tampoco ha visto nunca a su hermanastra. Una niña hermosa, rubia como cualquier Julio, pese a que su padre es tan moreno.»

Entonces llegó una carta de la Galia Transalpina que borró de la mente de Octavio cualquier pensamiento de Antonio o de su esposa muerta y pospuso la fecha del casamiento que Mecenas estaba preparando con todo detalle en Agrigentum.

Estimado César:

Te escribo para informarte de que mi amado padre, Quinto Fufio Caleño, ha muerto en Narbo. Tenía cincuenta y nueve arlos, lo sé, pero su salud era buena. Cayó muerto, se acabó en un momento. Tomo su legado y ahora estoy a cargo de las once legiones estacionadas por toda la Galia Transalpina, cuatro en Agendicum, cuatro en Narbo y tres en Glanum. En este momento, los galos están tranquilos, después de que mi padre aplastó una rebelión entre los aquitanos el año pasado, pero tiemblo al pensar lo que podría pasar si los galos se enteran de mi mando e inexperiencia. Me parece correcto informarte a ti en lugar de a Marco Antonio porque, aunque las Galias le pertenecen a él, está muy lejos. Por favor, envíame a un nuevo gobernador, alguien con la experiencia militar necesaria para mantener la paz aquí, preferiblemente pronto, ya que me gustaría llevar las cenizas de mi padre de regreso a Roma en persona.

Octavio leyó y releyó esta clara comunicación, el corazón palpitante en su pecho. Por una vez, palpitaciones felices. ¡Por fin una jugada del destino que le favorecía! ¿Quién podía imaginar que Caleño moriría?

Mandó llamar a Agripa, muy ocupado con su cargo de pretor urbano para que pudiese viajar durante largos períodos; el pretor urbano no podía estar ausente de Roma durante más de diez días.

– ¡Olvídate de tanto ladrillo y agua! -gritó Octavio, y le entregó la carta-. ¡Lee esto y alégrate!

– ¡Once legiones veteranas! -exclamó Agripa al comprender en el acto la importancia-. Tienes que estar en Narbo antes de que Pollio y Ventidio se te adelanten. Tienen menos millas que recorrer, así que ruega que las noticias no los encuentren pronto. El joven Caleño no le llegaba a su padre ni a la altura de los zapatos, si esto es alguna indicación. -Agripa agitó la hoja de papel-. ¡Imagínate, César! La Galia Transalpina está a punto de caer en tus manos sin necesidad de alzar un pilum.

– Nos llevamos a Salvidieno con nosotros -dijo Octavio.

– ¿Eso es prudente?

Los ojos grises mostraron sorpresa.

– ¿Qué te hace sospechar mi sabiduría en esto?

– Nada que pueda demostrar, excepto que gobernar la Galia Transalpina representa poseer gran poder. Puede que a Salvidieno se le suba a la cabeza. ¿Al menos supongo que pretendes darle el mando?

– ¿Prefieres tenerlo tú? Es tuyo si lo quieres.

– No, César, no lo quiero. Está demasiado lejos de Italia y de ti. -Exhaló un suspiro y se encogió de hombros en una expresión de derrota-. No se me ocurre nadie más. Tauro es demasiado joven y del resto no puedes confiar en nadie para que se enfrente con prudencia con los belovacos o los suevos.

– Salvidieno estará bien -manifestó Octavio con confianza, y palmeó a su más querido amigo en el brazo-. Partiremos para la Galia Transalpina mañana al amanecer y viajaremos de la manera que hizo mi padre el Dios: con carros de cuatro mulas a galope. Eso significa ir por la Vía Emilia y la Vía Domitia. Para asegurarnos de que no tendremos problemas a la hora de conseguir mulas de refresco cuando las necesitemos, llevaremos a un escuadrón de caballería germana.

– Tendrías que llevar una compañía completa, César.

– Ahora no, estoy demasiado ocupado. Además, no tengo el dinero.

Se marchó Agripa y Octavio caminó a través del Palatino hasta el Clivus Victoriae y la domus de Cayo Claudio Marcelo Menor, que era su cuñado. Inadecuado e indeciso cónsul en el año en que César había cruzado el Rubicón, Marcelo era el hermano y el primo hermano de dos hombres cuyo odio hacia César había ido más allá de la razón. Se había quedado en Italia mientras César luchaba contra Pompeyo Magno, y había sido recompensado tras la victoria de César con la mano de Octavia. Para Marcelo, la unión había sido una mezcla de amor y ventaja; un vínculo matrimonial con la familia de César significaba protección para él mismo y para su enorme fortuna, ahora toda suya. Además, amaba de verdad a su esposa, una joya sin precio. Octavia le había dado una hija, Marcela Mayor, un hijo al que todo el mundo llamaba Marcelo y una segunda hija, Marcela Menor, que era conocida como Cellina.

En la casa reinaba un silencio sobrenatural. Marcelo estaba muy enfermo, hasta tal punto que su siempre muy gentil esposa había dado órdenes estrictas para que sus sirvientes no hiciesen ningún ruido ni charlasen.

– ¿Cómo está? -le preguntó Octavio a su hermana, para, a continuación, besarla en la mejilla.

– El médico dice que sólo es cuestión de días. El tumor es extremadamente maligno, se lo está comiendo por dentro de una forma voraz.

Los grandes ojos aguamarina desbordaban de lágrimas que sólo empapaban su almohada cuando se retiraba. Ella amaba de verdad a aquel hombre que su padrastro le había escogido para ella con la total aprobación de su hermano; los Claudio Marcelo no eran patricios, pero pertenecían a una muy antigua y noble familia plebeya que habían propiciado que Marcelo Menor fuera un adecuado marido para una mujer Julia. Había sido César a quien no le había gustado, César el que había desaprobado la unión.

Su belleza era cada vez más grande, pensó su hermano, que deseó poder compartir su pesar. Porque si bien había consentido al matrimonio, él nunca había acabado de aceptar al hombre que poseía a su amada Octavia. Además, él tenía planes, y la muerte de Marcelo Menor era probable que los ayudase a prosperar. Octavia acabaría por superar la pérdida. Cuatro años mayor que él, tenía todo el aspecto Julia: cabellos dorados, ojos azules, pómulos altos, una boca preciosa y una expresión de radiante calma que atraía a las personas. Sin embargo, lo más importante de ella es que tenía aquel famoso don del que disfrutaban la mayoría de las mujeres Julia: hacían felices a sus hombres.

Cellina era una recién nacida y Octavia amamantaba al bebé, una alegría que se negaba a ceder a una nodriza. Pero eso significaba que apenas sí salía, y a menudo tenía que ausentarse de la presencia de visitantes, como su hermano. Octavia era modesta hasta el punto de la mojigatería, lo que explicaba que fuera incapaz de descubrirse los pechos para amamantar a su hija delante de cualquier hombre excepto su marido, otra razón más para que Octavio la amase. Para él, ella era la Diosa Roma personificada, y cuando él fuese el amo indiscutido de Roma, estaba dispuesto a erigir estatuas de ella en los lugares públicos, un honor que no se concedía a las mujeres.

– ¿Puedo ver a Marcelo? -preguntó Octavio.

– Dice que no quiere visitantes, ni siquiera tú. -Hizo una mueca-. Es el orgullo, César, el orgullo de un hombre escrupuloso, su habitación huele, no importa lo mucho que frieguen los sirvientes o las barritas de incienso que quemen. El médico dice que es el olor de la muerte y no se puede erradicar.

Él la sujetó entre sus brazos y le besó el pelo.

– ¿Queridísima hermana, hay algo que yo pueda hacer?

– Nada, César. Puedes consolarme, pero nada lo consuela a él.

No había manera, tendría que ser brutal.

– Debo marcharme muy lejos a] menos por un mes -dijo.

Ella soltó una exclamación.

– ¡Oh! ¿Debes marchar? Él no durará un mes.

– Sí, debo marchar.

– ¿Quién preparará el funeral? ¿Quién buscará a un sepulturero? ¿Quién buscará al hombre correcto para la apología? ¡Nuestra familia se ha hecho tan pequeña! Guerras, asesinatos… ¿quizá Mecenas?

– Está en Agrigentum.

– ¿Entonces quién queda? ¿Domitio Calvino? ¿Servilio Vatia?

Él le alzó la barbilla para mirarla directamente a los ojos, su boca severa, con la expresión de un dolor sutil.

– Creo que debe ser Lucio Marcio Filipos -dijo con toda la intención-. No es mi elección, pero socialmente él no dará que hablar en Roma, dado que nadie cree que nuestra madre esté muerta. ¿Qué puede importar? Le escribiré para decirle que puede regresar a Roma y tomar residencia en casa de su padre.

– Se sentirá tentado de lanzarte el edicto a la cara.

¡Qué va! ¡Ése no! No será capaz. ¡Sedujo a la madre del triunviro César Divi Filius! Fue sólo ella la que le salvó el pellejo. Oh, me encantaría prepararle un cargo de traición y servírselo como una delicia para su paladar epicúreo. Incluso mi paciencia tiene límites, y como él lo sabe, aceptará -repitió Octavio.

– ¿Quieres ver a la pequeña Marcia? -le preguntó Octavia con una voz temblorosa-. Es tan dulce, César, de verdad.

– No, no lo haré -respondió Octavio, tajante.

– ¡Pero es tu hermana! Sois de la misma sangre, César, incluso por el lado Marcio. La abuela de Divus Julius era una Marcia.

– ¡No me importa aunque fuese la propia Juno! -afirmó Octavio con un tono feroz, y se marchó.

Oh, oh, se había marchado antes de poder decirle que los dos hijos de Fulvia con Antonio se habían sumado a su guardería. Cuando había ido a verlos se había sorprendido al encontrar que los dos pequeños carecían de cualquier tipo de supervisión y que Julio, de diez años, se había vuelto una fiera. Ella no tenía la autoridad para tomar a Julio bajo su protección y domarlo, pero sí que podía ocuparse de Antillo y de Julio como un simple acto de bondad. ¡Pobre, pobre Fulvia! Él espíritu de un demagogo del foro encerrado dentro de un cuerpo femenino.

Pilia, la amiga de Octavia, había insistido en que Antonio le había dado una paliza a Fulvia en Atenas, incluso que le había propinado varios puntapiés, pero eso era algo que Octavia sencillamente no podía creer; después de todo, conocía bien a Antonio y le gustaba mucho. Algo de su preferencia surgía del hecho de que él era tan diferente de los otros hombres de su vida; es cierto que podía llegar a cansar estar siempre en contacto con hombres sutiles, brillantes y tortuosos. Vivir con Antonio tendría que haber sido una aventura, ¿pero pegarle a la esposa? No, él nunca haría eso.

Volvió a la guardería, para llorar allí discretamente para que Marcela, Marcelo y Antillo, lo bastante mayores como para advertirlo, no viesen sus lágrimas. De todas maneras, pensó, alegrándose, que sería maravilloso tener a su madre de nuevo en su vida. Ésta había sufrido tanto de una enfermedad en los huesos que se había visto forzada a enviar a la pequeña Marcia y a Octavia a Roma, donde podría ver a sus hijas en un futuro no muy lejano. Sólo que ¿cuándo su hermano César lo comprendería? ¿Lo comprendería alguna vez? De alguna manera, Octavia no lo creía. Para él, mamá había hecho algo imperdonable.

Luego, su mente se volvió hacia Marcelo; fue a su habitación inmediatamente. A los cuarenta y cinco se había casado con Octavia, había sido un hombre en su plenitud, delgado, de buen físico, erudito en educación, apuesto, a la manera de César. La despiadada actitud de los hombres Julia no aparecía en él en absoluto, aunque había tenido una cierta astucia, una inteligencia que le había permitido eludir la captura cuando Italia se había vuelto loca por César Divus Julius y contraer un espléndido matrimonio que lo había traído al terreno de César sin problemas. Eso se lo tenía que agradecer a Antonio, y no lo había olvidado nunca. De ahí el conocimiento que tenía Octavia de Antonio, un visitante frecuente.

Ahora, la hermosa esposa de veintisiete años cuidaba de un hombre esquelético, devorado hasta los huesos por algo que mordía y masticaba sus entrañas. Su esclavo favorito, Admeto, estaba sentado junto a su cama, con una mano sobre la garra de Marcelo, pero cuando Octavia entró, Admeto se levantó rápidamente y le dio la silla.

– ¿Cómo está? -susurró ella.

– Dormido con jarabe de amapolas, domina. Ninguna otra cosa le alivia el dolor, lo que es una pena, ya que le nubla la mente terriblemente.

– Lo sé -dijo Octavia, y se sentó-. Come y duerme. Antes de que te des cuenta volverá a ser tu turno. Desearía que permitiese que algún otro lo cuidase, pero no quiere.

– Si yo me estuviese muriendo tan lentamente y con tanto dolor, domina, querría tener el rostro adecuado sobre mí cuando abriera los ojos.

– Sí, Admeto. Ahora vete, por favor. Come y duerme. Te ha emancipado en su testamento, me lo ha dicho. Serás Cayo Claudio Admeto, pero espero que te quedes conmigo.

Demasiado conmovido para hablar, el joven griego besó la mano de Octavia.

Pasaron las horas, y el silencio sólo se rompió cuando una niñera le trajo a Cellina para amamantarla. Por fortuna era un buen bebé, no lloraba fuerte ni siquiera cuando tenía hambre. Marcelo dormía, sin darse cuenta de nada.

Luego se agitó y abrió los confusos ojos oscuros, que se aclararon cuando la vio.

– ¡Octavia, amor mío! -gimió.

Marcelo, amor mío -dijo ella con una radiante sonrisa, y se levantó para buscar un vaso de vino dulce aguado.

Lo bebió con la ayuda de una paja, pero no mucho. A continuación trajo una palangana con agua y una tela. Apartó las sábanas de su piel y sus huesos, quitó el pañal sucio y comenzó a lavarlo con una mano suave como una pluma, al tiempo que le hablaba suavemente. No importaba dónde estuviese ella en la habitación, sus ojos la seguían, luminosos de amor.

– Los viejos no deberían casarse con muchachas jóvenes -dijo él.

– No estoy de acuerdo. Si las muchachas se casan con muchachos, nunca crecerán o aprenderán, y si lo hacen, sólo un poco porque ambos son igual de novatos. -Apartó la palangana-. ¡Ya está! ¿Te sientes mejor?

– Sí -mintió él, y de pronto un espasmo lo sacudió de la cabeza a los pies y un rictus de agonía desfiguró su rostro-. ¡Oh, Júpiter, Júpiter! ¡El dolor, el dolor! Mi jarabe, ¿dónde está mi jarabe?

Octavia le dio el jarabe de amapolas y se sentó de nuevo para mirarlo dormir hasta que Admeto llegó para relevarla.

Mecenas encontró su tarea mucho más fácil porque Sexto Pompeyo se había ofendido por la reacción de Marco Antonio a su propuesta. ¡«Pirata», naturalmente! Dispuesto a una conspiración para incordiar a Octavio, pero sin embargo no dispuesto a declarar una alianza pública. Sexto Pompeyo no se veía como un pirata, nunca lo había hecho, y nunca lo haría. Tras haber descubierto que amaba estar en el mar y mandar a trescientos y cuatrocientos barcos de guerra, se veía a sí mismo como a un César marítimo, incapaz de perder una batalla. Sí, imbatible en las olas y un gran competidor para el título de Primer Hombre de Roma; en ese aspecto tenía tanto de Antonio como de Octavio, competidores todavía más fuertes. Lo que él necesitaba era una alianza con uno de ellos contra el otro para reducir el número de competidores. De tres a dos. En realidad, nunca había conocido a Antonio, nunca había conseguido estar entre las multitudes agolpadas delante de las puertas del Senado cuando Antonio había clamado contra los republicanos como dócil tribuno de la plebe de César. A los dieciséis años había tenido mejores cosas que hacer, y Sexto no tenía ninguna inclinación política, entonces o ahora. Pero un día había conocido a Octavio en un pequeño puerto del empeine italiano y había encontrado en él a un formidable enemigo con el disfraz de un muchacho de rostro dulce, de veinte años, mientras que él terna veinticinco. La primera cosa que le había llamado la atención de Octavio era que tenía delante a un fuera de la ley natural que nunca se pondría en una posición donde pudiera ser considerado como tal. Habían hecho algunos tratos, y, después, Octavio había reanudado su marcha hacia Brundisium y él había zarpado a continuación. Desde entonces, las alianzas habían cambiado; Bruto y Casio habían sido derrotados y muertos, y, por consiguiente, el mundo pertenecía a los triunviros.

No había sido capaz de atribuir a la cortedad de Antonio la decisión de escoger el este; cualquiera con un mínimo de inteligencia veía que Oriente era una trampa, que el oro era el cebo en un terrible anzuelo afilado. El dominio del mundo sería para el hombre que controlase Italia y Occidente, y ése era Octavio. Por supuesto, era el trabajo más duro, el menos popular, porque Lépido, cuando recibió las seis legiones de Lucio Antonio, se había marchado a África para jugar allí a esperar y acumular más tropas. Otro tonto. Sí, Octavio era el más temido porque no había rechazado aceptar la tarea más dura.

De haber consentido una alianza formal, Antonio hubiese permitido que el intento de Sexto de convertirse en el Primer Hombre de Roma fuese más fácil. Pero no, ¡había rehusado asociarse con un pirata!

– Pues que así sea -le dijo Sexto a Libo, con una mirada despiadada de sus ojos azul oscuro-. Sólo nos llevará más tiempo derrotar a Octavio.

– Mi querido Sexto, nunca derrotarás a Octavio -le dijo Mecenas, que se presentó en Agrígentum unos pocos días más tarde-. No tiene ninguna debilidad que tú puedas aprovechar.

– Gerrae! -replicó Sexto-. Para empezar, no tiene barcos ni almirantes dignos de su nombre. ¡A quién se le ocurre mandar a un afeminado liberto griego como Heleno para arrebatarme Cerdefta! Por cierto, tengo al tipo aquí. Está sano y salvo y no ha sufrido ningún daño. Barcos y almirantes, dos debilidades. No tiene dinero, una tercera. Enemigos en todos los caminos de la vida, la cuarta. ¿Debo continuar?

No son debilidades, son deficiencias -señaló Mecenas, que saboreó un delicioso bocado de pequeños calamares-. ¡Están deliciosos! ¿Por qué son mucho más sabrosos que los que como en Roma?

Aguas fangosas, mejores lugares para alimentarse.

– Sabes mucho del mar.

Lo bastante como para saber que Octavio no puede derrotarme en él, incluso si encuentra algunos barcos. Organizar una batalla marítima es un arte en sí mismo, y resulto ser el mejor en toda la historia de Roma. Mi hermano, Gneo, era soberbio, pero no estaba a mi altura. -Sexto se reclinó y pareció complacido.

«¿Qué hay de esta generación de jóvenes? -se preguntó el fascinado Mecenas-. En la escuela aprendimos que nunca habría otro Escipión el Africano, otro Escipión Emiliano, pero cada uno de ellos estaba separado por una generación y eran únicos en su tiempo. Hoy no es así. Supongo que los jóvenes han tenido la oportunidad para demostrar lo que pueden hacer porque los hombres de cuarenta y cincuenta han muerto o se han exiliado de forma permanente. Estos especímenes todavía no tienen los treinta.»

Sexto salió de su ufano ensimismamiento.

– Debo decir, Mecenas, que estoy desilusionado con tu amo por no venir a verme en persona. ¿Tan importante es?

– No, te lo aseguro -replicó Mecenas con su más untuoso tono-. Te manda sus más profusas disculpas, pero ha sucedido algo en la Galia Transalpina que le ha obligado a acudir en persona.

– Sí, me he enterado, y probablemente antes que él. ¡La Galia Transalpina! Qué cornucopia de riquezas serán suyas, las mejores de las legiones veteranas: cereales, jamones y carne salada, remolachas… por no mencionar la ruta terrestre a las Hispanias, aunque todavía no tiene la Galia Cisalpina. Sin duda lo hará cuando Pollio decida ponerse sus prendas consulares, aunque el rumor dice que eso no será por algún tiempo. El rumor dice que Pollio marcha con sus siete legiones por la costa del Adriático para ayudar a Antonio cuando desembarque en Brundisium.

Mecenas pareció sorprendido.

– ¿Por qué Antonio necesita ayuda militar para desembarcar en Italia? Como primer triunviro es libre de ir y venir como le plazca.

– No, si en Brundisium hay algo que se lo impida. ¿Por qué la gente de Brundisium odia tanto a Antonio? Escupirían en sus cenizas.

– Fue muy duro con ellos cuando Divus Julius lo dejó allí para traer el resto de las legiones a través del Adriático el año antes de Farsalia -dijo Mecenas sin hacer caso del rostro sombrío de Sexto ante la mención de la batalla que había visto aplastado a su padre y cambiado el mundo-. Antonio puede ser muy irrazonable, pero nunca tanto como en aquel momento, con Divus Julius pegado a sus talones. Además, su disciplina militar era poco férrea, ya que permitió que los legionarios se descontrolasen, violasen y saqueasen. Luego, cuando Divus Julius lo nombró Maestro del Caballo, descargó gran parte de su aburrimiento en Brundisium.

– Es lógico -dijo Sexto con una sonrisa-. Sin embargo, cuando un triunviro trae a todo su ejército con él parece más una invasión.

– Una muestra de fuerza, una señal al imperator César…

– ¿A quién?

– Al imperator César; no lo llamamos Octavio, ni tampoco Roma. -Mecenas adoptó una expresión tímida-. Quizá es por eso que Pollio no ha venido a Roma incluso ni como segundo cónsul electo.

– Aquí hay algunas noticias menos agradables para el imperator César que la Galia Transalpina -dijo Sexto con un tono zumbón-. Pollio ha convencido a Ahenobarbo para que se sume al bando de Antonio, algo que le encantará al imperator César.

– Oh, el bando, el bando -exclamó Mecenas, pero sin pasión-. El único bando es el de Roma. Ahenobarbo es un exaltado, Sexto, como tú bien sabes. No pertenece a nadie excepto a Ahenobarbo y disfruta con pasearse arriba y abajo por su pequeño trozo de mar jugando a ser el padre Neptuno. ¿Sin duda esto significa que tendrás que ocuparte más tiempo de Ahenobarbo en el futuro?

– No lo sé -respondió Sexto con una expresión inescrutable.

– Para ir más al grano, hay rumores que dicen que no te estás llevando muy bien con Lucio Statio Murco en estos días -dijo Mecenas, que exhibió su erudición a un público que no lo apreciaba.

– Murco quiere compartir el mando -dijo Sexto antes de que pudiese poner freno a su lengua. Ése era el problema con Mecenas: lo adormecía de tal manera debido al cómodo ensueño producido por su locución que lo convertía de una criatura de Octavio en un amigo de confianza. Enfadado con su indiscreción, Sexto intentó disimularla con un encogimiento de hombros-. Por supuesto no puedo compartir el mando, no quiero compartirlo. Triunfé porque yo solo tomé las decisiones. Murco es un palurdo de Apulia que se cree un noble romano.

«Mira quién habla -pensó Mecenas-. Así que es hora de decirle adiós a Murco, ¿no? Para ese momento del año que viene estará muerto, acusado de una trasgresión u otra. Éste altivo réprobo no tolera iguales, de ahí su predilección por los almirantes libertos. Su romance con Ahenobarbo no durará más allá del tiempo en que Ahenobarbo lo trate de pretencioso picentino.»

Toda una información muy útil, pero no era por eso por lo que estaba allí. Mecenas dejó de un lado los rumores y la pesca de noticias y se ocupó de su verdadera misión, que era dejarle claro a Sexto Pompeyo que debía darle a Octavio y a Italia la ocasión de sobrevivir. Para Italia, eso significaba estómagos llenos; para Octavio, eso significaba aferrarse a lo que tenía.

– Sexto Pompeyo -dijo Mecenas con mucha ansia dos días más tarde-, no me corresponde a mí juzgarte, ni a nadie más. Pero no puedes negar que las ratas de Sicilia comen mejor que las gentes de Italia, tu propio país, desde Picenum, Umbría y Etruria hasta Bruttium y Calabria. La ciudad de tu hogar, que tu padre decoró durante tanto tiempo. En los seis años que han pasado desde Munda has ganado miles de millones de sestercios revendiendo trigo, así que no es dinero lo que buscas. Pero si, como tú insistes, es para forzar al Senado y al pueblo de Roma para que te devuelvan la ciudadanía y todos tus derechos, entonces sin duda debes comprender que necesitarás poderosos aliados en el interior de Roma. En realidad, sólo hay dos que tengan el poder necesario para ayudarte: Marco Antonio y el imperator César. ¿Por qué estás tan decidido a que sea Antonio, un hombre menos racional y, me atrevería a decir, menos fiable que el imperator César? Antonio te llamó pirata, quizá por no escuchar a Lucio Libo cuando lo tanteaste. Mientras que ahora es el imperator César quien se te acerca. ¿Eso no proclama su sinceridad, su respeto hacia ti, su deseo de ayudarte? ¡No escucharás calificativos de piratas de los labios del imperator César! ¡Otórgale tu voto! Antonio no está interesado, y eso es indiscutible. Si hay bandos que escoger, entonces escoge el correcto.

– De acuerdo -dijo Sexto con un tono furioso-. Daré mi voto a Octavio. Pero reclamo garantías concretas de que trabajará a mi favor en el Senado y en las asambleas.

– El imperator César lo hará. ¿Qué prueba de su buena fe te satisfaría?

– ¿Qué opina de casarse en mi familia?

– Está entusiasmado.

– Tengo entendido que no tiene esposa.

– Ninguna. Ninguno de sus matrimonios fue consumado. Considero que las hijas de prostitutas también podrían convertirse en tales.

– Espero que pueda aceptar entonces ésta. Mi suegro, Lucio Libo, tiene una hermana, una viuda muy respetable. Puedes tomarla con mi aprobación.

Los ojos saltones se abrieron todavía más como si la noticia de esa dama llegase como una emocionante sorpresa.

– ¡Sexto Pompeyo, el imperator César se sentirá muy honrado! Sé algunas cosas de ella, y es absolutamente adecuada.

– Si se realiza el casamiento, permitiré que las flotas que transportan el trigo de África tengan paso libre, y venderé mi trigo a trece sestercios el modius.

– Un número desafortunado.

– Para Octavio quizá -replicó Sexto con una sonrisa-, pero no para mí.

– Nunca se sabe -dijo Mecenas en voz baja.

Cuando Octavio vio a Escribonia, interiormente se sintió complacido, aunque las pocas personas presentes en el casamiento nunca lo hubiesen adivinado por su semblante serio y los ojos atentos que apenas revelaban sus sentimientos. Sí, estaba complacido. Escribonia no aparentaba los treinta y tres, parecía tener su misma edad, veintitrés en el próximo cumpleaños. Sus cabellos y sus ojos eran de color castaño oscuro, tenía la piel tersa limpia y lechosa, un bonito rostro y una figura excelente. No vestía el rojo y azafrán de una novia virgen, pero había escogido el rosa en capas de gasa encima de un camisón cereza. Las pocas palabras que intercambiaron durante la ceremonia mostraron que ella no era tímida, pero tampoco una charlatana, y en conversaciones posteriores demostró ser una persona educada, erudita y que hablaba mucho mejor el griego que él. Quizá la única cualidad que le daba algunos resquemores era su sentido del ridículo. Como no tenía mucho sentido del humor, Octavio temía a aquellos que sí lo tenían, especialmente si eran mujeres. ¿Cómo podía estar seguro de que no se estuviesen riendo de él? Sin embargo, era poco probable que Escribonia encontrase un marido tan por encima de su posición como el hijo de un dios que fuese especialmente divertido.

– Lamento separarte de tu padre -dijo él.

Sus ojos chispearon.

– Yo no, César. Es un incordio.

– ¿De verdad? -preguntó él, sorprendido-. Siempre he creído que separarse del padre es un golpe para una mujer.

– Ese golpe me ha alcanzado dos veces antes de ti, César, y cada vez que llega duele menos. En este momento es más un cachete que una bofetada. Además, nunca había imaginado que mi tercer marido fuese un joven tan hermoso como tú. -Se rió-. Lo mejor que podía esperar era a un viejo de ochenta años.

– ¡Oh! -fue todo lo que pudo decir.

– He oído que tu cuñado Cayo Marcelo Menor ha muerto -dijo ella, que se apiadó de su confusión-. ¿Cuándo debo ir a presentar mis condolencias a tu hermana?

– Sí, Octavia lamentó mucho no poder asistir a mi casamiento, pero está abrumada por el dolor, algo que no entiendo. Creo que los excesos emocionales son un tanto inapropiados.

– Inapropiados no -señaló ella gentilmente, que descubría más de él por momentos, y en parte se sintió desconsolada ante lo que aprendía. De alguna manera se había imaginado a César en el molde de un Sexto Pompeyo: descarado, duro, muy varonil, un tanto maloliente. En cambio, se había encontrado con la compostura de un venerable cónsul con una belleza que ella sospechaba que la obsesionaría. Sus luminosos ojos plateados aumentaban su hermosura hasta lo espectacular, pero no la había mirado con deseo. Aquél también era su tercer matrimonio, y si su conducta de enviar a sus dos esposas anteriores intactas de regreso con sus madres era alguna indicación, estas esposas políticas eran aceptadas por necesidad y luego guardadas para ser devueltas en la misma condición en que habían llegado. Su padre le había dicho que él y Sexto Pompeyo habían hecho una apuesta: Sexto había apostado que Octavio no consumaría el matrimonio, mientras que Libo creía que sí lo haría por el bien del pueblo de Italia. Así pues, si el matrimonio se consumaba y había un embarazo para probarlo. Libo ganaría una enorme fortuna. Las noticias de la apuesta la habían hecho desternillarse de risa, pero ella sabía lo bastante de Octavio como para comprender que no debía mencionárselo. Algo curioso. Su tío Divus Julius hubiese compartido la broma, por lo que ella sabía de él. Sin embargo, a su sobrino no le habría hecho ni una pizca de gracia.

– Puedes ver a Octavia en cualquier momento -le decía él-, pero prepárate para las lágrimas y los hijos.

Eso fue toda la conversación que consiguieron mantener antes de que las nuevas doncellas la acomodaran en su cama.

La casa era muy grande y estaba hecha con unos preciosos mármoles de colores, pero su nuevo propietario no se había preocupado de amueblarla correctamente o de colgar cualquier pintura en las paredes en los lugares claramente diseñados para ese propósito. La cama era muy pequeña para un dormitorio tan grande. Ella no tenía ni idea de que Hortensio había aborrecido los pequeños cubículos donde dormían los romanos, así que había construido su propio dormitorio del tamaño de una sala de negociaciones al uso, es decir, grande.

– Mañana, tus sirvientes te instalarán en tus propios aposentos -dijo él, que se metió en la cama en la más absoluta oscuridad. Había apagado la vela en la puerta.

Ésa fue la primera prueba de su modestia innata, que ella encontraría difícil de superar. Después de haber compartido el lecho matrimonial con otros dos hombres, había esperado algunos manoseos, pellizcos y golpes, un asalto que ella había asumido como destinados a provocarle el mismo grado de deseo, aunque nunca había sido así.

Pero aquélla no era la manera de comportarse de César (ella debía, debía, debía recordar llamarlo César). La cama era demasiado angosta para no sentir el largo de su cuerpo desnudo a su lado; sin embargo, él no hizo ningún intento de tocarla. De pronto, se colocó encima de ella, utilizó las rodillas para separarle las piernas e insertó su pene en un triste y seco receptáculo, tan poco preparada estaba ella. No obstante, eso no pareció decepcionarlo; trabajó diligentemente hasta llegar a un silencioso clímax, después se apartó de ella y se levantó de la cama con una frase mascullada de que debía lavarse y salió de la habitación. Cuando él no volvió, ella permaneció allí desconcertada; más tarde llamó a una criada y pidió una luz.

Él estaba en su estudio, sentado detrás de una vieja mesa cubierta con pergaminos y con un montón de hojas sueltas de papel debajo de su mano derecha, que sostenía una sencilla pluma de caña. La pluma de su padre estaba enfundada en oro y tenía una perla en la punta.

Pero estaba muy claro que a Octavio -César- no le importaban esta clase de apariencias.

¿Marido, estás bien? -preguntó ella. Él la miró ante la aparición de otra luz; ahora le dedicó la sonrisa más amorosa que ella hubiese visto jamás.

– Sí -respondió él.

– ¿Te desilusioné? -preguntó.

– En absoluto. Ha sido muy bonito.¿Haces esto con frecuencia?

– ¿Hacer qué?

– Trabajar en lugar de dormir.

– Siempre. Me gusta la paz y el silencio.

– Te he molestado, lo siento. No lo volveré a hacer.

Él agachó la cabeza con aire ausente.

– Buenas noches, Escribonia.

Sólo unas horas más tarde volvió a levantar la cabeza y recordó aquel pequeño encuentro. Pensó con una enorme sensación de alivio que le gustaba su nueva esposa. Ella comprendía los límites, y si él podía embarazarla, el pacto con Sexto Pompeyo se mantendría.

Octavia no era en absoluto lo que ella había esperado, descubrió Escribonia cuando fue a presentarle sus condolencias. Para su sorpresa, encontró a su nueva cuñada muy alegre. Debió de reflejarse en sus ojos, porque Octavia se rió y la hizo sentarse en una silla muy cómoda.

– El pequeño Cayo te dijo que yo estaba postrada por el dolor.

– ¿El pequeño Cayo?

– César. No puedo quitarme el hábito de llamarlo pequeño Cayo porque es así como lo veo: un encantador chiquillo que me seguía a todas partes haciendo el ridículo.

– Lo quieres mucho.

– Hasta el infinito.

– Pero en estos días de tanta grandeza y terriblemente importantes las hermanas mayores y «pequeño Cayo» ya no son lo que eran. Sin embargo, tú pareces ser una mujer con mucho sentido común, así que confío en que no le dirás lo que te cuente de él.

– Ciega y muda. También sorda.

– La pena ha sido que nunca tuvo una infancia adecuada, El asma lo afectó tanto que no podía jugar con los otros chicos o hacer su servicio militar en el campo de Marte.

Escribonia la miró sin comprender.

– ¿Asma? ¿Qué es eso?

– Jadea hasta que se le amorata el rostro; incluso algunas veces parece que vaya a morirse. ¡Oh, es terrible de ver! -Los ojos de Octavia se nublaron al recordar aquel viejo horror-. Es peor cuando hay polvo en el aire o está alrededor de los caballos que se mueven en la paja. Por eso Marco Antonio llegó a decir que el pequeño Cayo se ocultó en los margales de Filipos y no contribuyó en la victoria. La verdad es que había habido una terrible sequía. El campo de batalla era una espesa niebla de polvo y hierba seca; una muerte segura. El único lugar donde el pequeño Cayo pudo encontrar alivio fue en los margales que había entre la llanura y el mar. Es para él un dolor mucho más grande no haber participado en el combate que la pérdida de Marcelo lo es para mí. Créeme, no lo digo a la ligera.

– Pero la gente lo comprendería si lo supiese -protestó Escribonia-. Yo también escuché aquel rumor y sencillamente creí que era verdad. ¿César no podía haber publicado un panfleto o algo así?

– Su orgullo no se lo permite. Tampoco hubiese sido prudente. La gente no quiere a magistrados superiores que puedan morir pronto. Además, Antonio se enteró el primero. -Octavia parecía desdichada-. No es un mal hombre, pero tiene tanta salud que no tiene paciencia con aquellos que están enfermos o son delicados. Para Antonio, el asma es algo fingido, un pretexto para justificar la cobardía. Todos somos primos, pero todos somos muy diferentes, y el pequeño Cayo el más diferente. Tiene un impulso desesperado. El asma es Un síntoma de ello, eso es lo que dijo el médico egipcio que atendió a Divus Julius.

Escribonia se estremeció.

– ¿Qué hago si no puede respirar?

– Probablemente nunca lo verás -dijo Octavia, que vio que su nueva cuñada se estaba enamorando del pequeño Cayo, algo que ella no podía evitar pero que estaba predestinado a producir una amarga pena. Escribonia era una mujer adorable, aunque incapaz de fascinar al pequeño Cayo o al imperator César-. En Roma, su respiración es habitualmente normal a menos que haya sequía. Este año ha sido feliz. No me preocupo por él mientras esté aquí, ni tampoco debería. Él sabe qué hacer si tiene un ataque, y siempre está Agripa.

– El joven tan serio que estuvo a su lado durante nuestro casamiento.

– Sí, son como mellizos -dijo Octavia con el aire de alguien que ha conseguido analizar un misterio hasta llegar a su solución-. No hay rivalidad entre ellos. Es más, es como si Agripa encajase en los vacíos que deja el pequeño Cayo. Algunas veces, cuando los niños se portan muy mal, desearía poder dividirme en dos. Bueno, el pequeño Cayo ha triunfado en eso: tiene a Marco Agripa, su otra mitad.

Para el momento en que Escribonia dejó la casa de Octavia había conocido a los niños, una tribu a la que Octavia trataba como si todos ellos fuesen nacidos de su vientre, y se enteró de que Atia estaría allí la próxima vez que viniese. Atia, su suegra. También se enteró de más secretos de su extraordinaria familia. ¿Cómo podía fingir César que su madre estaba muerta? ¿Tan grande era su orgullo y altivez que no podía excusar el comprensible lapso de una mujer irreprochable en todos los sentidos? Según Octavia, la madre del imperator César Divi Filius no podía tener ningún fallo. Su actitud hablaba muchísimo de lo que esperaba de una esposa. Pobres Servilia Vatia y Clodia, ambas, vírgenes, pero perjudicadas por tener madres que eran moralmente inaceptables. Incluso aplicaba consigo mismo su forma de ser, por ello era mejor que Atia estuviese muerta a que fuese una prueba viviente de eso.

Sin embargo, al caminar de regreso a casa entre dos gigantes y feroces guardias germanos, su rostro llenaba sus pensamientos. ¿Podría conseguir que él la amase? «¡Oh, ruego para poder lograr que él me ame! Mañana -decidió- haré una ofrenda a Juno Sospita para quedar embarazada, a Venus Erucina para complacerle en la cama, a Bona Dea para la armonía uterina y a Vediovis por si acecha la desilusión. También a Spes, que es la esperanza.»

VII

Octavio estaba en Roma cuando llegó la noticia desde Brundisium de que Marco Antonio, acompañado por dos legiones, había intentado entrar en su bahía, pero había sido rechazado. Habían tendido la cadena; los bastiones, guarnecidos. A Brundisium no le importaba la posición que tenía el monstruo Antonio, decía la carta, ni le importaba si el Senado había ordenado admitirlo. Que entrase en cualquier parte de Italia que quisiese: no por Brundisium. Dado que el único otro puerto dentro de la zona donde se podían desembarcar dos legiones era Tarentum, en el lado más lejano del talón, un frustrado y furioso Antonio había tenido que desembarcar a sus hombres en puestos más pequeños alrededor de Brundisium y, por lo tanto, dispersados.

– Tendría que haber ido a Ancona -le comentó Octavio a Agripa-. Allí hubiese podido unirse a Pollio y Ventidio, y ahora estaría marchando hacia Roma.

– De haber estado seguro de Pollio lo hubiese hecho -replicó Agripa-, pero no confía en él.

– ¿Entonces crees en la carta de Planeo que habla de dudas y descontento? -Octavio agitó una hoja de papel.

– Sí, lo creo.

– Yo también -dijo Octavio con una sonrisa-. Planeo está en una encrucijada; preferiría a Antonio, pero quiere mantener un camino abierto hasta mí por si acaso llega el momento de saltar a nuestro lado de la verja.

– Tienes demasiadas legiones alrededor de Brundisium para que Antonio pueda reunir de nuevo a sus hombres hasta que llegue Pollio, algo que mis exploradores dicen que no ocurrirá por lo menos hasta dentro de un nundinum.

– Tiempo suficiente para que nosotros lleguemos a Brundisium, Agripa. ¿Nuestras legiones están colocadas a través de la Vía Minucia?

– Perfectamente colocadas. Si Pollio quiere evitar el combate, tendrá que marchar a Beneventum y a la Vía Apia.

Octavio dejó la pluma en su apoyatura, ordenó los papeles en pilas -que comprendían la correspondencia con entidades y personas, bosquejos de leyes y detallados mapas de Italia-, y se levantó.

– Entonces nos vamos a Brundisium. Espero que Mecenas y mi Nerva estén preparados. ¿Qué hay del neutral?

– Si no estuvieses enterrado debajo de una montaña de papeles, César, lo sabrías -replicó Agripa con un tono que sólo él se atrevía a usar con Octavio-. Llevan ya días preparados. Además, Mecenas ha conseguido camelar al neutral Nerva para que viniese.

– ¡Excelente!

– ¿Por qué es él tan importante, César? -Cuando un hermano eligió a Antonio y el otro a mí, su neutralidad era la única manera que la facción Cocceio Nerva pudiese continuar existiendo si Antonio y yo llegábamos a los golpes. El Nerva de Antonio murió en Siria, algo que dejó una vacante a su lado. Una vacante que hizo sudar a Lucio Nerva. ¿Se atrevería él a llenarla? Al final dijo que no, aunque tampoco me escogió a mí. -Octavio hizo una mueca burlona-. Con su esposa empuñando el látigo, está atado a Roma, por lo tanto, es neutral.

– Todo eso lo sé, pero insisto en la pregunta.

– ¿Tendrás la respuesta si mi plan funciona?

Lo que había sacado a Marco Antonio de su cómodo diván ateniense era una carta de Octavio sellada con el anillo de esfinge de Divus Julius.

Mi querido Antonio:

Me duele profundamente tener que pasarte la noticia que acabo de recibir de la Hispania Ulterior. Tu hermano Lucio murió en Corduba no hace mucho en su cargo de gobernador. Por los muchos informes que he leído, sencillamente cayó muerto. Ninguna agonía, ningún dolor. Los médicos dicen que fue una catástrofe originada en el cerebro, y la autopsia mostró que había sangre alrededor de su tallo. Fue cremado en Corduba, y me enviaron las cenizas junto con la documentación suficiente para satisfacerme en todos los aspectos. Tengo sus cenizas y los informes para cuando tú vengas. Por favor, acepta mis sinceras condolencias.

Por supuesto, Antonio no se creyó ni una palabra, excepto el hecho de que Lucio estaba muerto; al día siguiente fue a toda prisa a Patrae, y se habían cursado órdenes a Macedonia occidental para embarcar a dos legiones desde Apolonia inmediatamente. Las otras ocho fueron puestas en alerta para embarcar hacia Brundisium en el momento en que él las llamase.

¡Era intolerable que Octavio hubiese recibido las noticias primero! ¿Por qué no le había llegado ni una palabra a él antes que la carta? Antonio leyó la misiva como un desafío, como si le dijera: «… las cenizas de tu hermano están en Roma. ¡Ven y recógelas, si te atreves!» ¿Se atrevía? ¡Por Júpiter Óptimo Máximo y todos los dioses, él se atrevía!

Una vez enterados se envió de forma urgente una carta de Planeo a Octavio desde Patrae, donde el enfurecido Antonio se vio obligado a esperar hasta recibir la confirmación de que sus dos legiones navegaban. Iba (de haber sabido Antonio su contenido no lo hubiese hecho) junto con la breve orden de Antonio a Pollio de poner a sus legiones en marcha por la Vía Adriática; en aquel momento estaban en Fanum Fortunae, desde donde Pollio podía marchar hacia Roma a lo largo de la Vía Flaminia o seguir la costa del Adriático hasta Brundisium. Un acobardado Planeo suplicó un lugar en el barco de Antonio, al considerar que sus oportunidades de atravesar las líneas para llegar a Octavio eran más fáciles en suelo italiano. Ahora lamentaba con desesperación haber enviado aquella carta. ¿Cómo podía estar seguro de que Octavio no dejaría saber su contenido a Antonio?

La culpa hizo que Planeo fuese un irritable y ansioso compañero de viaje. En plena travesía, cuando en mitad del Adriático apareció a la vista la flota de Gneo Domitio Ahenobarbo, Planeo se cagó en el taparrabos y casi se desmayó.

– ¡Oh, Antonio, somos hombres muertos! -gimió.

– ¿A manos de Ahenobarbo? ¡Nunca! -respondió Antonio con una mueca de asco-. ¡Planeo, creo que te has cagado encima!

Planeo escapó, y dejó a Antonio solo a la espera de un bote que venía hacia su barco. Su estandarte aún ondeaba en o mástil, sin embargo, Ahenobarbo había arriado el suyo.

Rechoncho, moreno y calvo, Ahenobarbo trepó ágilmente por la escala de cuerdas y avanzó hacia Antonio con una enorme sonrisa.

– ¡Al fin! -gritó él irascible, al tiempo que abra» Antonio-. Estás en marcha para aplastar a ese odioso insecto, Octavio, ¿verdad? ¡Por favor, di que sí!

– Así es -fue la respuesta de Antonio-. ¡Que se ahogue en su propia mierda! Planeo acaba de cagarse encima con sólo verte, y yo creo que es más valiente que Octavio. ¿Sabes lo que hizo Octavio, Ahenobarbo? Asesinó a Lucio en la Hispania Ulterior, y luego ha tenido la desvergüenza de escribirme para informarme de que es el orgulloso propietario de las cenizas de Lucio. ¡Me desafía a que las vaya a buscar! ¿Está loco?

– Soy tu hombre contra viento y marea -dijo Ahenobarbo con voz ronca-. Mi flota es tuya.

– Bien -dijo Antonio, que se libró de un fuerte abrazo-. Quizá necesite una gran galera con un sólido espolón de bronce para romper la cadena de la bahía de Brundisium.

Pero ni un sextrirreme con un espolón de bronce de veinte talentos hubiese podido romper la cadena tendida a través de la boca de la bahía; en cualquier caso, Ahenobarbo no tenía una nave ni la mitad de grande que un sextrirreme. La cadena estaba sujeta entre dos muelles de cemento reforzados con varillas de hierro, y cada uno de sus eslabones de bronce estaba hecho con un metal que tenía un grosor de quince centímetros. Antonio y Ahenobarbo nunca habían visto una barrera más monstruosa ni a una población tan jubilosa ante la visión de sus frustrados intentos por romper aquella barrera. Mientras las mujeres y los niños vitoreaban y se burlaban, los hombres de Brundisium descargaron sobre el quinquerreme de batalla de Ahenobarbo una mortífera lluvia de lanzas y flechas que finalmente los obligó a alejarse.

– ¡No puedo hacerlo! -gritó Ahenobarbo, que lloraba de furia-, Pero ¡cuando lo haga, van a sufrir! ¿De dónde la han sacado? ¡La vieja cadena era una décima parte de ésta!

– Agripa, aquel palurdo de Apulia, la instaló -dijo Planeo después de asegurarse de que ya no olía a mierda-. Cuando me marché para buscar refugio contigo, Antonio, la gente de Brundisium se apresuró a explicar su génesis. Agripa ha fortificado este lugar mejor de lo que estaba Ilium, incluidas las zonas terrestres.

– No morirán rápidamente -prometió Antonio-. Empalaré a los magistrados de la ciudad con estacas metidas en el culo y se las iré clavando un par de centímetros cada día.

– ¡Ay, ay! -dijo Planeo, que se encogió sólo de pensarlo-. ¿Qué vamos a hacer?

– Esperaremos a que lleguen mis tropas y las desembarcaremos donde podamos al norte y al sur -respondió Antonio-. Una vez que llegue Pollio (que se está tomando su tiempo) borraremos este maldito lugar atacándolo por su lado de tierra, y me dan lo mismo las fortificaciones de Agripa. Supongo que después de un asedio… Saben que no tendré piedad con ellos; resistirán hasta el final.

Así pues, Antonio se retiró a la isla situada frente a la entrada de la bahía de Brundisium para esperar a Pollio e intentar descubrir qué se había hecho de Ventidio, que mantenía un curioso silencio.

Se había acabado sextilis y también pasaron las nonas de septiembre, aunque el tiempo aún era lo bastante caluroso para que la vida en la isla fuera un infierno. Antonio se paseaba y Planeo lo miraba pasear. Antonio gruñía y Planeo sopesaba. Los pensamientos de Antonio nunca se alejaban del tema de Lucio Antonio y los de Planeo iban más lejos y eran más amplios aunque también sobre un único tema, pero más fascinante: Marco Antonio. Porque Planeo estaba viendo nuevas facetas en Antonio, y no le gustaba lo que veía. La maravillosa, la gloriosa Fulvia entraba y salía de su mente; tan valiente y decidida, tan interesante. ¿Cómo podría Antonio haber pegado a una mujer, y no hablemos ya de su esposa? ¡La nieta de Cayo Graco!

«Es como un niño pequeño con su madre -pensó Planeo, y se enjugó las lágrimas-. Tendría que estar en Oriente combatiendo contra los partos; ése era su deber. En cambio, está aquí, en suelo italiano, como si no tuviese el coraje de abandonarlo. ¿Es Octavio quien lo carcome o es la inseguridad? En su corazón, Antonio cree que puede ganar futuros laureles. Oh, es valiente, pero comandar ejércitos no requiere bravura. Es más un ejercicio intelectual, un arte, un talento. Divus Julius era un genio de la guerra, Antonio es el primo de Divus Julius. Pero para Antonio, sospecho, eso es más una carga que un placer. Está tan aterrorizado ante el fracaso que, como Pompeyo Magno, no se moverá a menos que tenga superioridad numérica, y por eso está aquí en Italia, entre Pollio, Ventidio y sus propias legiones, sólo separado por un pequeño mar. Suficientes para aplastar a Octavio, incluso ahora que Octavio tiene las once de Caleño de la Galia Transalpina. Supongo que todavía están en la Galia Transalpina al mando de Salvidieno, que le escribe a Antonio regularmente en un intento de cambiar de lado. Un pequeño detalle que no le dije a Octavio.

»Lo que asusta a Antonio de Octavio es aquel genio que Divus Julius tenía en tanta abundancia. ¡Oh, no como un general de ejército, sino un hombre de infinito coraje, con aquel coraje que Antonio está comenzando a perder! Sí, su miedo al fracaso crece, mientras que Octavio comienza a atreverse a todo, a apostar por resultados impredecibles. Antonio está en desventaja cuando trata con Octavio, pero incluso más cuando trata a los enemigos como a extranjeros, como con los partos. ¿Alguna vez librará esa guerra? Se queja de la falta de dinero, ¿pero esa falta es en realidad la suma total de su renuencia a librar la guerra que debería estar combatiendo? Si no la libra, perderá la confianza de Roma y los romanos, cosa que también sabe; por lo tanto, Octavio es su excusa para demorarse en Occidente. Si expulsa a Octavio de la arena tendrá tantas legiones que podría derrotar a un cuarto de millón de hombres. Sin embargo, con sesenta mil, Divus Julius derrotó a más de trescientos mil, porque lo hizo con genio. Antonio quiere ser el amo del mundo y Primer Hombre de Roma, pero es incapaz de saber cómo hacerlo.

»Se pasea, se pasea, arriba y abajo, arriba y abajo. Está inseguro. Es necesario tomar decisiones, y está inseguro. Tampoco se puede embarcar en uno de sus famosos ataques de "vida inimitable". ¡Qué ridículo, llamar a sus compañeros en Alejandría Sociedad de Vivos Inimitables! Ahora está aquí, en una situación donde no puede emborracharse para olvidar. ¿Sus colegas no han comprendido, como yo, que los excesos de Antonio demuestran sencillamente su innata debilidad?

»Sí -concluyó Planeo-, es hora de cambiar de bando, ¿pero puedo hacerlo en este momento? Dudo de la misma manera que duda Antonio, y como él, estoy corto de coraje.

Octavio sabía todo esto con más certeza que Planeo; sin embargo, no podía estar seguro de qué lado caerían los dados ahora que Antonio había llegado a las puertas de Brundisium; se lo había jugado todo a los legionarios. En el ínterin, sus agentes vinieron a decirle que no lucharían contra las tropas de Antonio, como tampoco contra las de Pollio o Ventidio. Este anuncio hizo que Octavio se relajase de alivio. Ahora sólo faltaba ver si las tropas de Antonio lucharían por él.

Dos nundinae más tarde tuvo la respuesta: los soldados al mando de Pollio y Ventidio se habían negado a luchar contra sus camaradas de armas.

Se sentó para escribirle a Antonio una carta.

Mi querido Antonio:

Estamos en un punto muerto ya que mis legionarios rehúsan combatir contra los tuyos y los tuyos rehúsan combatir contra los míos. Ellos pertenecen a Roma, dicen, no a cualquier hombre, incluso un triunviro. Los días de las eran de s gratificaciones, dicen, han pasado. Estoy de acuerdo con ellos. Desde Filipos he sabido que no podemos seguir resolviendo nuestras diferencias a través de ir a la guerra el uno contra el otro. Puede que tengamos el imperium maius, pero para poder hacerlo cumplir debemos mandar a soldados dispuestos. Y no lo hacemos.

Por lo tanto, propongo, Marco Antonio, que cada uno de nosotros elija a un único hombre como su agente para encontrar una solución a este punto muerto. Como persona neutral a quien ambos consideremos justa e imparcial, ¿podríamos nombrar a Lucio Cocceio Nerva? Estás en libertad para discutir esta elección y nombrar a otro hombre. Mi agente será Cayo Mecenas, y ni tú ni yo debemos estar presentes en este encuentro. Asistir significaría caldear los ánimos.

– ¡Rata astuta! -gritó Antonio, que hizo una bola con la carta.

Planeo la recogió, alisó el papel y la leyó.

– Marco, es la solución lógica a tu problema -manifestó-. Considera por un momento, por favor, dónde estás y a lo que te enfrentas. Lo que Octavio sugiere puede resultar un ungüento que cure los sentimientos heridos por ambas partes. De verdad, es tu mejor alternativa. Un veredicto que fue reiterado por Gneo Asinio Pollio varias horas más tarde cuando llegó en una barca desde Barium.

– Mis hombres no lucharán, ni tampoco los tuyos -declaró llanamente-. Yo no puedo cambiar sus mentes, ni tú podrás cambiar las de ellos y, según todos los informes, Octavio está en la misma situación. Las legiones han decidido por nosotros, por consiguiente, nos corresponde buscar una salida honorable. Les he dicho a mis hombres que arreglaré una tregua. Ventidio ha hecho lo mismo. ¡Cede, cede! No es una derrota.

– Cualquier cosa que permita a Octavio escabullirse de las mandíbulas de la muerte es una derrota -replicó Antonio, empecinado.

– ¡Tonterías! Sus tropas están tan poco dispuestas a luchar como las nuestras.

– ¡Ni siquiera tiene el coraje de enfrentarse conmigo! Todo se hace a través de agentes como Mecenas. ¿Ánimos crispados? Ya le daré yo ánimos crispados. ¡No me importa lo que diga, voy a ir a su pequeña reunión en representación de mí mismo!

– Él no estará presente, Antonio -dijo Pollio con la mirada fija en Planeo, que miraba al cielo-. Tengo un plan mucho mejor. Acéptalo, iré como tu representante.

– ¿Tú? -preguntó Antonio, incrédulo-. ¿Tú?

– ¡Sí, yo! Antonio, he sido cónsul durante ocho meses y medio y todavía no he podido ir a Roma para vestir mis prendas consulares -manifestó Pollio, exasperado-. Como cónsul supero en rango a Cayo Mecenas y a ese despreciable Nerva juntos. ¿Crees de verdad que una comadreja como Mecenas me engañará? ¿Lo crees?

– Supongo que no -admitió Antonio, que comenzaba a ceder. De acuerdo, aceptaré, pero con algunas condiciones.

– Dilas.

– Que soy libre de entrar en Italia por Brundisium y que a ti se te permitirá ir a Roma para asumir tu consulado sin poner impedimentos en tu camino. Que retengo mi derecho a reclutar tropas en Italia y que a los exiliados se les permita regresar a casa inmediatamente.

No creo que ninguna de estas condiciones vayan a ser un problema -dijo Pollio-. Siéntate y escribe, Antonio.

«Es curioso -pensó Pollio mientras cabalgaba por la Vía Minucia hacia Brundisium- que siempre haya conseguido estar donde se toman las grandes decisiones. Estuve con César (¡el Divus Julius!) cuando cruzó el Rubicón y en aquella isla fluvial en la Galia Cisalpina donde Antonio, Octavio y Lépido acordaron dividirse el mundo. Ahora estaré presidiendo la siguiente ocasión trascendental; Mecenas no es un tonto, no pondrá ninguna objeción a que ocupe la silla. ¡Qué extraordinaria fortuna para un escritor de la historia moderna!»

Aunque su familia no había sido relevante hasta su llegada, Pollio tenía un intelecto lo bastante formidable para haber sido uno de los favoritos de César. Un buen soldado y mejor comandante, había ascendido con César después de que éste se convirtiese en dictador, y nunca había tenido ninguna duda de cuáles eran sus lealtades hasta después del asesinato de César. Demasiado pragmático y nada romántico para ponerse junto al heredero de César, se había quedado sólo con un hombre a quien servir: Marco Antonio. Como muchos de sus pares, encontraba a Cayo Octavio como una farsa, ni siquiera podía intuir al hombre sin par que César podía haber visto en aquel niño bonito. También creía que César no esperaba morir tan pronto -era duro como una vieja bota militar- y que Octavio sólo había sido un heredero temporal, sólo una treta para excluir a Antonio hasta juzgar si éste se asentaría. También para ver lo que el tiempo haría con el hijo de mamá que ahora negaba la existencia de su madre. Luego, el destino y la fortuna habían reclamado la pena capital de César y permitido que un grupo de hombres amargados, celosos y carentes de visión lo asesinasen. Cuánto había lamentado eso Pollio a pesar de su capacidad para consignar los acontecimientos contemporáneos con distanciamiento e imparcialidad. El problema era que, en aquel momento, Pollio no tenía ni idea de lo que César Octavio diría de su inesperado ascenso a las esferas del poder. ¿Cómo podía algún hombre ver el acero y el coraje en el interior de un joven inexperto? César, había comprendido hacía tiempo, era el único que había visto de qué estaba hecho Cayo Octavio. Pero incluso cuando Pollio también había llegado a comprender lo que había dentro de Octavio ya era demasiado tarde para un hombre de honor seguirlo. Antonio no era el mejor hombre, simplemente era la alternativa que permitía el orgullo. A pesar de sus fallos -y eran muchos-, al menos Antonio era un hombre.

Pollio sabía tan poco de Octavio como de su principal embajador Cayo Mecenas. En todos los aspectos físicos -altura, constitución, color, atractivo facial-, Pollio era el hombre medio. Como otros muchos, especialmente aquellos cuya gran inteligencia era parte del «paquete», desconfiaba de los que no eran definitivamente hombres medios en cualquier aspecto. De no haber sido Octavio tan vanidoso (por todos los dioses, botas con suelas de tres pulgadas) y agraciado le hubiese ido mucho mejor a la hora de hacer una estimación de Pollio después del asesinato de César. Lo mismo con Mecenas, rechoncho y feo de cara, con los ojos saltones, rico, y mimado. Mecenas sonreía tontamente, unía los dedos, fruncía los labios, parecía divertido cuando no había nada por lo que estarlo. Era un presuntuoso. Características detestables o molestas. Sin embargo, él se había ofrecido voluntario para tratar con ese presuntuoso porque sabía que, en cuanto Antonio se hubiese calmado, escogería a Quinto Delio como su delegado. Eso era algo que no se podía permitir; Delio era demasiado venal y codicioso para aquellas delicadas negociaciones. Era posible que Mecenas fuese igual de venal y codicioso, pero hasta donde Pollio podía ver, Octavio no había cometido muchos errores a la hora de seleccionar su círculo íntimo. Salvidieno era un error, pero sus días estaban contados. La codicia siempre había enfadado a Antonio, que no tendría ninguna compasión en acabar con él tan pronto como no le fuese útil. Pero Mecenas no había hecho ninguna propuesta, y tenía una cualidad que Pollio admiraba: amaba la literatura y era un entusiasta mecenas de varios poetas prometedores, incluidos Horacio y Virgilio, los mejores versificadores desde Catulo. Sólo eso inspiraba alguna esperanza en Pollio de que se pudiese alcanzar una conclusión satisfactoria para ambas partes. Pero cómo podría él, un simple soldado, sobrevivir a la clase de comidas y bebidas que un experto como Mecenas le serviría.

– ¿Espero que no te importe la comida sencilla y el vino bien aguado? -le preguntó Mecenas a Pollio en el momento en el que él llegó a la sorprendentemente modesta casa en las afueras de Brundisium.

– Gracias, lo prefiero -contestó Pollio.

No, gracias a ti, Pollio. ¿Puedo decirte antes de que nos sentemos a ocuparnos de nuestros verdaderos asuntos que disfruto de tu prosa? No te lo digo con un espíritu de sicofonía porque dudo de que seas susceptible al fino arte de los halagos. Te lo digo porque es la verdad.

Avergonzado, Pollio dejó pasar el cumplido y se volvió para saludar al tercer miembro del equipo, Lucio Cocceio Nerva. ¿Neutral? ¿Cómo podía ser otra cosa un hombre tan neutro? No era de extrañar que su esposa lo gobernase.

Mientras cenaban huevos, ensaladas, pollo y pan crujiente, Pollio descubrió que le gustaba Mecenas, que parecía haberlo leído todo desde Homero hasta eminencias latinas como César y Fabio Pictor. Si había algo que faltaba en cualquier campamento militar, reflexionó, era una profunda conversación sobre literatura.

– Por supuesto, Virgilio es helenístico en estilo, pero claro que también lo era Catulo. ¡Oh, qué poeta! -afirmó Mecenas con un suspiro-. Sabes, tengo una teoría.

– ¿Cuál?

– Que los más líricos exponentes de la poesía o la prosa tienen algo de sangre gala. Vienen de la Galia Cisalpina o sus antepasados lo hicieron. Los celtas son un pueblo lírico. También, musical.

– Estoy de acuerdo -dijo Pollio, más tranquilo al no encontrar dulces en el menú-. Si dejamos aparte Iter (¡un poema notable!), César es típicamente antipoético. Un latín exquisito, pero desnudo y parco. Aulo Hirtio estuvo con él el tiempo suficiente para imitar su estilo en los comentarios que César no vivió para escribir, pero carecen de la precisión de su amo. Sin embargo. Hirtio da a conocer algunas cosas que César nunca hubiese hecho, como aquello que impulsó a Tito Labieno a alejarse de Pompeyo Magno después del Rubicón.

– Sin embargo, nunca un escritor aburrido. -Mecenas soltó una risita-. ¡Dioses, qué aburrido es Catón el Censor! Como verse forzado a escuchar el primer discurso de alguien con aspiraciones políticas que sube a la rostra.

Se rieron juntos, cómodos el uno con el otro, mientras Nerva el Neutro, como Mecenas lo había nombrado, dormitaba pacíficamente.

Por la mañana se pusieron manos a la obra en una habitación un tanto lóbrega amueblada con una gran mesa, dos sillas de madera con respaldo pero sin brazos y una silla curul de marfil. Al verla, Pollio parpadeó.

– Es tuya -dijo Mecenas, que se sentó en una de las sillas de madera y le señaló la otra a Nerva-. Sé que aún no has ejercido, pero tu rango como cónsul este año exige que presidas nuestras reuniones y que debas sentarte en marfil.

«Un bonito y muy diplomático toque», pensó Pollio, que se sentó a la cabecera de la mesa.

– Si quieres disponer de un secretario para que tome anotaciones, tengo a un hombre -añadió Mecenas.

– No, no, haremos esto solos -respondió Pollio-. Nerva actuará como secretario y tomará anotaciones. ¿Sabes taquigrafía, Nerva?

– Gracias a Cicerón, sí. -Con una expresión complacida al tener algo que hacer, Nerva puso la mano derecha sobre una pila de hojas de papel, escogió una pluma de entre una docena y descubrió que alguien se había molestado en disolver una pastilla de tinta.

– Comenzaré por hacer un resumen de la situación -dijo Pollio-. Uno, Marco Antonio no está satisfecho de que César Octavio esté cumpliendo sus deberes como triunviro. A, no ha asegurado que los pueblos de Italia estén bien alimentados. B, no ha acabado con la piratería de Sexto Pompeyo. C, no ha acomodado al número suficiente de veteranos retirados en sus parcelas de tierra. D, los comerciantes de Italia están sufriendo tiempos muy duros para los negocios. E, los terratenientes italianos están furiosos ante las medidas draconianas para separarlos de sus tierras para acomodar a los veteranos. F, más de una docena de ciudades de Italia han sido despojadas ¡legalmente de sus tierras públicas para acomodar a los veteranos. G, ha subido los impuestos hasta unas cotas intolerables. Y H, está llenando el Senado de gentes a su servicio.

»Dos, Marco Antonio no está satisfecho con la manera con que César Octavio ha usurpado la gobernación y las legiones de una de sus provincias, la Galia Transalpina. Tanto la gobernación como las legiones están al mando de Marco Antonio, que debería haber sido notificado de la muerte de Quinto Fufio Caleño y permitírsele nombrar a un nuevo gobernador, además de disponer de las once legiones de Caleño como considere conveniente.

«Tres, Marco Antonio no está satisfecho con librar una guerra civil dentro de Italia. ¿Por qué César Octavio no decidió solucionar sus diferencias de opinión con el difunto Lucio Antonio de una manera pacífica?

«Cuatro, Marco Antonio no está satisfecho con que se le prohíba la entrada a Italia a través de Brundisium, su mayor puerto del Adriático, y duda de que Brundisium desafíe al triunviro residente en Italia, César Octavio. Marco Antonio cree que César Octavio dio órdenes a Brundisium para excluir a su colega, que no sólo tiene derecho a entrar en Italia, sino que también tiene derecho a traer a sus legiones con él. ¿Cómo sabe César Octavio que estas legiones han sido importadas? Es muy posible que estén destinadas a la reserva.

«Cinco, Marco Antonio no está satisfecho con que César Octavio esté dispuesto a permitirle reclutar nuevas tropas dentro de Italia y la Galia Cisalpina, como tiene todo el legítimo derecho a hacer.

»Eso es todo -concluyó Pollio, que dijo todas las palabras sin hacer ningún uso de notas.

Mecenas había escuchado impasible mientras Nerva escribía, y, por lo que parecía, con buen resultado, porque Nerva no le había pedido a Pollio que repitiese nada de lo que había dicho.

– César Octavio ha afrontado innumerables dificultades en Italia -manifestó Mecenas con voz tranquila y agradable-. Me perdonarás si yo no clasifico y enumero con tu sucinto estilo, Gneo Pollio. No estoy imbuido por tal implacable lógica; mi estilo se inclina más al relato.

«Cuando César Octavio se convirtió en triunviro de Italia, las islas y las Hispanias, encontró el tesoro vacío. Tuvo que confiscar o comprar tierra suficiente donde asentar a más de cien mil soldados veteranos retirados. ¡Dos millones de higuera! Así pues, confiscó las tierras públicas de dieciocho municipios que habían apoyado a los asesinos de Divus Julius; una justa decisión. Cada vez que ha conseguido dinero, ha comprado tierra a los propietarios de los latifundios, con la premisa de que estos individuos estaban utilizando grandes zonas para criar ganado que habían estado bajo el arado para cultivar trigo. No se abordó a ningún agricultor, porque César Octavio estaba convencido de ver aumentar la producción local de trigo una vez que estos latifundios fueran divididos como parcelas para los veteranos.

»Los implacables asaltos de Sexto Pompeyo han privado a Italia del trigo que se cultiva en África, Sicilia y Cerdeña. El Senado y el pueblo de Roma se han despreocupado del suministro de trigo al creer que Italia siempre se podía alimentar del trigo cultivado en ultramar, mientras que Sexto Pompeyo ha demostrado que un país que depende de la importación de trigo es vulnerable, que puede ser convertido en rehén. César Octavio no tiene el dinero ni los barcos para expulsar a Sexto Pompeyo de los mares, ni tampoco para invadir Sicilia, su base. Por esa razón hizo un pacto con Sexto Pompeyo y ha llegado al punto de casarse con la hermana de Libo. Si ha creado impuestos, es porque no tiene otra alternativa. Este año el trigo que vende Sexto Pompeyo vale treinta sestercios el modius. Un trigo que ya ha sido comprado y pagado por Roma. De alguna parte tiene que encontrar César Octavio cuarenta millones de sestercios cada mes, ¡imagínatelo! ¡Casi quinientos millones de sestercios al año! ¡Pagados a Sexto Pompeyo, un vulgar pirata! -gritó Mecenas con tanto ánimo que su rostro reflejó una poco frecuente pasión.

– Más de dieciocho mil talentos -dijo Pollio pensativamente-. Por supuesto, lo próximo que dirás es que las minas de plata de Hispania estaban comenzando a producir cuando el rey Bocco la invadió, así que ahora están de nuevo cerradas y el tesoro empobrecido.

– Así es -dijo Mecenas.

– Aceptado eso como leído, ¿qué pasa luego en tu historia? -Roma ha estado dividiendo la tierra en donde asentar primero a los pobres y después a los veteranos desde tiempos de Tiberio Graco.

– Siempre había creído -le interrumpió Pollio- que el peor pecado de omisión cometido por el Senado y el pueblo fue rehusar darle una pensión a los veteranos retirados de Roma por encima de lo que se ahorró para ellos de sus pagas. Cuando los consulares como Catulo y Escauro negaron a Cayo Mario una pensión a los soldados del Censo por Cabezas carentes de propiedades, Mario los recompensó con tierras a su nombre. Eso fue hace sesenta años atrás, y desde entonces los veteranos han mirado a sus comandantes en busca de recompensas, y no a la propia Roma. Un terrible error. Les dio a los generales un poder que nunca se les hubiese permitido disponer.

– Estás contando mi historia por mí, Pollio -manifestó Mecenas con una sonrisa.

– Te pido perdón, Mecenas. Continúa, por favor.

– César Octavio no puede liberar a Italia de Sexto sin ayuda. Ha suplicado esa ayuda a Marco Antonio muchas veces, pero Marco Antonio o es sordo o analfabeto porqué no ha respondido a esas cartas. ¡Luego vino la guerra interna, una guerra que no fue provocada en ningún sentido por César Octavio! Él cree que el verdadero instigador de la rebelión de Lucio Antonio (porque nos pareció aquello a nosotros en Roma) fue un liberto llamado Manio, de la clientela de Fulvia. Manio convenció a Fulvia de que César Octavio le estaba robando a Marco Antonio sus derechos de nacimiento, una extraña acusación que ella creyó. A su vez, convenció a Lucio Antonio para que utilizase las legiones que estaba reclutando en nombre de Antonio y marchar sobre Roma. No creo necesario decir nada más del tema, salvo asegurarle a Marco Antonio que su hermano no fue juzgado, si no que se le permitió asumir su imperium proconsular y marchar a gobernar la Hispania Ulterior.

Mecenas rebuscó entre un montón de pergaminos que tenía cerca, encontró uno y lo levantó.

– Aquí tengo la carta que el hijo de Quinto Fufio Caleño le escribió no a Marco Antonio, como debería haber hecho, si no a César Octavio. -Se la entregó a Pollio, que la leyó con la facilidad de un hombre muy educado-. Lo que César Octavio vio en ella fue alarmante porque traicionaba la debilidad y la falta de decisión del hijo de Caleño. Como veterano de la Galia Transalpina, Pollio, estoy seguro de que no necesito decirte lo volátiles que son los galos melenudos y lo rápidos que son para oler a un gobernador titubeante. Por esta razón y sólo por esta razón, César Octavio actuó con rapidez. Tuvo que actuar con rapidez. Consciente de que Marco Antonio se encontraba a mil millas de distancia, asumió la tarea de viajar inmediatamente a Narbo para instalar allí a un gobernador provisional, Quinto Salvidieno. Las once legiones de Caleño están exactamente donde estaban: cuatro en Narbo, cuatro en Agendicum y tres en Glanum. ¿Qué hizo mal César Octavio al actuar así? Lo hizo como un amigo, un compañero triunviro, nuestro representante.

Mecenas exhaló un suspiro, parecía triste.

– Me atrevería a decir que la acusación más verosímil que se puede hacer contra César Octavio es que ha sido incapaz de controlar Brundisium, a la que ha ordenado permitir a Marco Antonio desembarcar en el suelo patrio, ya sea para unas bonitas vacaciones o para su retiro. Brundisium desafía al Senado y al pueblo de Roma, es así de sencillo. Lo que César Octavio espera es poder convencer a Brundisium de que cese en su desafío. Y eso es todo -concluyó Mecenas con una dulce sonrisa.

En este punto comenzaron las discusiones, pero no con pasión y rencor. Ambos hombres conocían la verdad de cada uno de los temas planteados, pero ambos sabían que debían ser leales a sus amos, y habían decidido que el mejor modo de hacer esto último era discutir de manera convincente. Octavio era uno de los que leería las anotaciones de Nerva atentamente, y si Marco Antonio no lo hacía, al menos intentaría sacarle a Nerva todo lo posible de lo tratado en la reunión.

Finalmente, poco antes de las nonas de octubre, Pollio decidió que ya tenía suficiente.

– Mira -dijo-, para mí está claro que la manera como se arreglaron las cosas después de Filipos fue torpe e ineficaz. Marco Antonio estaba muy crecido, y despreciaba a Octavio por su conducta en Filipos. -Se volvió hacia Nerva, que había comenzado a escribir-. ¡Nerva, no te atrevas a escribir ni una palabra de esto! Es tiempo para hablar con franqueza, y a los grandes hombres no les gusta la franqueza. Eso significa que no puedes dejar que Antonio te obligue, ¿me escuchas? Si dices algo de esto, eres hombre muerto. Yo mismo te mataré, ¿está claro?

– ¡Sí! -dijo Nerva, y dejó caer la pluma a toda prisa.

– ¡Me encanta! -dijo Mecenas con una sonrisa-. Adelante, Pollio.

– En este momento el triunvirato es ridículo. ¿Cómo podía Antonio creer que podía estar en varios lugares a la vez? Porque es eso lo que pasó después de Filipos. Quería quedarse con todo, desde las provincias hasta las legiones. ¿Cuál fue el resultado? Octavio heredó el suministro de trigo y a Sexto Pompeyo, pero ni una flota para derrotar a Sexto, y mucho menos transportes para un ejército capaz de tomar Sicilia. De haber sido Octavio un hombre militar, cosa que no es, ni nunca ha afirmado ser, hubiese sabido que su liberto Heleno (obviamente un tipo persuasivo) no podía tomar Cerdeña, sobre todo porque Octavio no tiene los suficientes transportes de tropas y carece de naves. Las provincias fueron repartidas de la forma más errónea imaginable: Octavio recibe Italia, Sicilia, Cerdeña, Córcega y la Hispania Citerior y la Ulterior, Antonio todo Oriente, pero eso no es bastante para él. Toma también las Galias, junto con Illyricum. ¿Por qué? Porque en las Galias hay una enorme cantidad de legiones y no desean retirarse. Conozco a Marco Antonio muy bien, y es un buen tipo, valiente y generoso. De hecho, cuando está en su mejor forma, no hay nadie más capaz o inteligente que él. Sin embargo, es un glotón que no sabe contener su apetito, no importa lo que se le ocurra devorar. Los partos y Quinto Labieno corren a su libre albedrío por toda Asia y buena parte de Anatolia, y nosotros estamos aquí, en las afueras de Brundisium.

Pollio se desperezó, y después encorvó los hombros.

– Es nuestro deber, Mecenas, poner las cosas en orden. ¿Cómo hacemos eso? Por medio de trazar una línea entre este y oeste, y poner a Octavio a un lado y a Antonio en el otro. No hace falta decir que Lépido se puede quedar con África, ya que allí tiene diez legiones y está a salvo y seguro. No pondré objeciones por mi parte a que Octavio tiene la tarea más difícil porque tiene Italia, que está empobrecida, agotada y hambrienta. Ninguno de nuestros amos tiene dinero. Roma está cerca de la bancarrota, y Oriente está tan exhausto que no puede pagar ningún tributo importante. Sin embargo, Antonio no puede tener todas las cosas a su manera, hay que hacérselo ver. Yo propongo que Octavio reciba más ingresos por gobernar todo Occidente: la Hispania Ulterior, la Hispania Citerior, la Galia Transalpina en todo su territorio, la Galia Cisalpina e Illyricum. El río Drina es la frontera natural entre Macedonia e Illyricum, por lo tanto, dejemos que se convierta en la frontera entre el este y el oeste. No hace falta decir que Antonio tendrá la libertad de reclutar tropas en Europa y la Galia Cisalpina, como la tiene Octavio. Dicho sea de paso, la Galia Cisalpina tendría que ser parte de Italia en todos los aspectos.

– ¡Buen hombre, Pollio! -exclamó Mecenas con una gran sonrisa-. Yo no podría haberlo dicho mejor. -Imitó un temblor-. Para empezar, yo no me hubiera atrevido a ser tan duro con Antonio. ¡Sí, amigo mío, muy bien dicho! Ahora sólo nos queda por hacer que Antonio acepte. No veo ninguna oposición por parte de César Octavio. Lo ha pasado muy mal, y, por supuesto, el viaje desde Roma le ha comportado que padezca de nuevo de asma.

Pollio lo miró asombrado.

– ¿Asma?

– Sí. Casi muere como consecuencia de un ataque. Por eso se escondió en los pantanos en Filipos. ¡Tanto polvo en el aire!

– Comprendo -dijo Pollio con voz pausada-. Comprendo.

– Es su secreto, Pollio.

– ¿Antonio lo sabe?

– Por supuesto, son primos, él siempre lo ha sabido.

– ¿Qué opina Octavio de permitir que los exiliados regresen a casa?

– No pondrá objeciones. -Mecenas pareció pensar en otra cosa, y luego dijo-: Deberías saber que Octavio nunca irá a la guerra contra Antonio, aunque no sé si podrás convencer a Antonio de eso. No más guerras civiles. Está firme en eso, Pollio. Por eso estamos aquí. No importa cuál sea la provocación, no irá a la guerra contra otro romano. Su manera es la diplomacia, la mesa de conferencias, las negociaciones.

– No sabía que era tan partidario de eso.

– Lo es, Pollio, lo es.

Persuadir a Antonio de que aceptase los términos que Pollio había establecido con Mecenas llevó todo un nundinum de gritos, puñetazos en las mesas, llantos y gritos. Con el tiempo comenzó a calmarse; sus furias eran tan devastadoras que incluso un hombre tan fuerte como Antonio no podía sostener ese nivel de energía durante más de un nundinum. De la furia se hundió en la depresión y finalmente en la desesperación. En el momento en que acabó en el fondo de su pozo atacó Pollio; era ahora, o nunca. Mecenas no podría haberse enfrentado con Antonio, pero un soldado como Pollio, un hombre al que Antonio respetaba y amaba, sabía exactamente cómo hacerlo. Él tenía, además, la confianza de algunos leales en Roma, quienes, si era necesario, reforzarían sus planteamientos.

– ¡Está bien, está bien! -clamó Antonio desesperado, con las manos en sus cabellos-. ¡Lo haré! ¿Estás seguro de los exiliados?

– Absolutamente.

– Insistió en algunos puntos que no has mencionado.

– Menciónalos ahora.

– Quiero que me envíen cinco de las once legiones de Caleño.

– No creo que eso sea un problema.

– No estoy de acuerdo en combinar mis fuerzas con las de Octavio para barrer a Sexto Pompeyo de los mares, eso no es prudente, Antonio.

– Pregúntame si eso me preocupa. ¡En absoluto! -afirmó

Antonio con un tono feroz-. Tengo que nombrar a Ahenobarbo gobernador de Bitinia; estaba muy furioso por los términos que tú negociaste. Eso significa que no tengo bastantes flotas para retirarme sin Sexto. Tiene que quedarse en caso de que lo necesite, eso ha de quedar bien claro.

– Octavio aceptará, pero no estará feliz.

– Cualquier cosa que haga infeliz a Octavio a mí me hace dichoso.

– ¿Por qué ocultaste el asma de Octavio?

– ¡Bah! -exclamó Antonio-. ¡Es una niña! ¡Sólo las niñas enferman, no importa cuál sea la enfermedad! El asma es una excusa.

– No entregarle a Sexto Pompeyo te puede costar…

– ¿Costarme qué?

No lo sé -dijo Pollio con el entrecejo fruncido-. Sólo que lo hará.

La respuesta de Octavio a los términos que Mecenas le trajo fue muy diferente. Es interesante, pensó Mecenas, cómo había cambiado su rostro en los últimos doce meses. Había crecido más allá de la belleza, aunque nunca dejaría de ser bello. Los cabellos eran más cortos y ya no le preocupaban sus orejas grandes. Pero el mayor cambio estaba en sus ojos, los más maravillosos que hubiera visto, tan grandes, luminosos y de un color gris plata. Siempre habían sido opacos, nunca había transmitido lo que pensaba o sentía con ellos, pero ahora había una cierta dureza detrás de su brillo. La boca que siempre había deseado besar, a sabiendas de que nunca se le permitía besarla, era más firme, más recta. Suponía que aquello significaba que había crecido. ¿Crecido? ¡Nunca había sido un niño! Nueve días antes de las calendas de octubre cumpliría veintitrés, mientras que Marco Antonio tenía ahora cuarenta y cuatro, toda una maravilla.

– Si Antonio rehúsa ayudarme en mi batalla contra Sexto Pompeyo debe pagar un precio -dijo Octavio.

– Pero ¿cuál? Él no tiene poder alguno para comprometerse.

– Sí, lo sé, y Sexto Pompeyo me ha dado la solución para llevarlo a cabo.

– Cuál es.

– Un casamiento -dijo Octavio con el rostro sereno.

– ¡Octavia! -susurró Mecenas-. Octavia.

– Sí, mi hermana. Es viuda, no habrá ningún impedimento.

– Sus diez meses de duelo no han concluido.

– Sí seis meses de ello, y toda Roma sabe que no puede estar embarazada. Marcelo sufrió una larga y terrible enfermedad, y no resultará difícil conseguir una dispensa de los colegios pontificales y de las diecisiete tribus para que voten a favor en el comitium religioso. -Octavio sonrió, complaciente-. Harán lo que sea para evitar una guerra entre Antonio y yo. Es más, digo que ningún matrimonio en los anales de Roma demostrará ser más popular.

– Él no aceptará.

– ¿Antonio? Él es capaz de copular con una vaca.

– ¿Es que no escuchas lo que estás diciendo, César? ¿Sé lo mucho que amas a tu hermana y, sin embargo, estás dispuesto a que soporte a Antonio? ¡Es un borracho que pega a sus esposas! ¡Te lo ruego, piénsalo de nuevo! Octavia es la más encantadora, dulce y agradable de las mujeres de Roma. Incluso el Censo por Cabezas la adora, como hicieron con la hija de Divus Julius.

– Suena como si tú mismo quisieras casarte con ella, Mecenas -dijo Octavio astutamente.

Mecenas reaccionó.

– ¿Cómo puedes bromear con algo así, con algo tan serio como esto? Me gustan las mujeres, pero también las compadezco. Llevan unas vidas muy monótonas, su única importancia política está en el matrimonio: lo mejor que se puede decir de la justicia romana, a este respecto, es que la mayoría de ellas controlan su propio dinero. El verse relegadas a la periferia de los asuntos públicos puede irritar a las Hortensia y a las Fulvia, pero no a las Octavia. Si así fuera, no estarías aquí tan seguro y orondo de su obediencia. ¿No es hora de que ella se case con un hombre con el que quiera casarse de verdad?

– No la forzaré, si es a eso a lo que te refieres -dijo Octavio sin conmoverse-. No soy tonto, sabes, y he asistido a bastantes cenas familiares desde Farsalia como para comprender que Octavia está más que medio enamorada de Antonio. Irá a su destino voluntariamente, incluso con alegría.

– ¡No me lo creo!

– Es la verdad. Lejos de mí está comprender lo que ven las mujeres en los hombres, pero acepta mi palabra: a Octavia le gusta Antonio. Ese hecho y mi propia unión con Escribonia me dieron la idea. Tampoco dudo de Antonio cuando se trata del vino y de pegarle a las esposas. Quizá haya atacado a Fulvia, pero la provocación debió de ser muy severa. Más allá de todo chascarrillo es sentimental respecto a las mujeres. Octavia le cae bien. Como el Censo por Cabezas, él la adorará.

– Está la reina de Egipto; no será fiel.

– ¿Qué hombre en ultramar lo es? Octavia no le reprochará! la infidelidad, está muy bien criada.

Mecenas levantó las manos en el aire y se marchó con el sentimiento del papel nada envidiable que debía ejercer un diplomático. ¿Octavio esperaba, de verdad, que él, Mecenas, llevase a cabo estas negociaciones? ¡Bueno, no lo haría! ¿Arrojar una perla como Octavia a un cerdo como Antonio? ¡Nunca! ¡Nunca, nunca, nunca!

Octavio no tenía la intención de privarse a sí mismo de estas particulares negociaciones; iba a disfrutar de ellas. Para entonces Antonio ya habría olvidado ciertas cosas, como aquella escena en su tienda después de Filipos, cuando Octavio había reclamado la cabeza de Bruto y la había conseguido. El odio de Antonio había crecido tanto que oscurecía todos los episodios individuales; sólo pensaba en sí mismo. Tampoco Octavio esperaba que el casamiento con Octavia pudiese cambiar ese odio. Quizá un hombre poético como Mecenas asumiría que aquél era el motivo de Octavio, pero la propia mente de Octavio era demasiado sensible como para esperar milagros. Una vez que Octavia se convirtiese en esposa de Antonio haría exactamente lo que Antonio quisiera. Lo último que intentaría sería influir en cómo Antonio se sentía respecto a su hermana. No, lo que esperaba conseguir con esa unión era fortalecer las esperanzas de los romanos -y los legionarios- en que la amenaza de una guerra se había desvanecido. Así, cuando llegara el día en que Antonio, en las garras de una nueva pasión con otra mujer, rechazase a su esposa, perdería la estimación de millones de ciudadanos romanos en todas partes. Dado que Octavio había jurado que nunca desataría una guerra civil, él tenía no sólo que destruir la auctoritas de Antonio -su posición oficial pública-, sino su clignitos -la posición pública que poseía debido a sus acciones y logros personales-. Cuando César el Dios cruzó el Rubicón e inició la guerra civil, lo había hecho para proteger su dignitas, que había apreciado más que a su vida. Contemplar cómo sus hechos eran quitados de las historias y registros oficiales de la República y verse enviado a un exilio permanente era peor que la guerra civil. Bueno, Octavio no estaba hecho de la misma pasta; para él, la guerra civil era peor que la desgracia y el exilio. También, por supuesto, no era un genio militar seguro de su victoria. La manera de actuar de Octavio era corroer la dignitas de Marco Antonio hasta que llegase a un punto donde ya no fuese una amenaza. A partir de ese entonces en adelante, la estrella de Octavio continuaría en ascenso hasta que él y no Antonio fuese el Primer Hombre de Roma. No ocurriría de la noche a la mañana; aquello llevaría años. Pero serían años que Octavio podría permitirse conceder ya que era veintiún años más joven que Antonio. ¡Oh, la perspectiva de años y años de luchas para alimentar Italia y encontrar tierra para la inacabable riada de veteranos!

Le había tomado la medida a Antonio. César el Dios ya habría estado llamando a las puertas del palacio del rey Orodes en Seleucia del Tigris, ¿pero dónde estaba Antonio? Poniendo sitio a Brundisium, todavía en su propio país. Era perfecto que quizá estuviera allí para defender su título de triunviro, pero si estaba allí, entonces no podía estar en Siria luchando contra los partos. Si bien podía ser que él solo hubiese ganado en Filipos, Antonio sabía que no podía haberlo hecho sin las legiones de Octavio, compuestas por hombres leales a Octavio que él no podía tener.

«Daría lo que fuese -pensó Octavio después de escribir su nota a Antonio y enviarla por correo liberto-, daría casi cualquier cosa por tener la fortuna de tener en mis manos algo que pudiese derrotar a Antonio para siempre. Octavia no lo es, ni tampoco probablemente lo será que él la rechace, si es que decidiera rechazarla una vez que se cansase de su bondad. Soy consciente de que la fortuna me sonríe; me he escapado tantas veces por los pelos del peligro que casi estoy calvo. Ha sido la fortuna la que cada vez me ha rescatado del abismo. Como el deseo de Libo por encontrar un marido ilustre para su hermana. Como la muerte de Caleño en Narbo y su hijo idiota, que vinieron a hacerme la petición a mí en lugar de a Antonio. Como la muerte de Marcelo. Como tener a Agripa como general de mis ejércitos. Como mis escapadas de la muerte cada vez que el asma me ha dejado sin respiración. Como tener el cofre de guerra de mi padre Divus Julius para salvarme de la bancarrota. Como Brundisium, que le niega la entrada a Antonio, que quieran Liber Pater, Sol Indiges y Tello concederle a Brundisium la paz y una gran prosperidad. Yo no di ninguna orden a la ciudad para hacer lo que hace, de la misma manera que no provoqué la futilidad de la guerra de Fulvia contra mí. ¡Pobre Fulvia!

»Cada día hago ofrendas a una docena de dioses, la primera de todas a la Fortuna, para que me dé el arma que necesito para derribar a Antonio mucho antes de lo que la edad acabará inevitablemente por hacer. El arma existe, lo sé con la misma seguridad con que sé que he escogido poner a Roma de nuevo sobre sus pies permanentemente para conseguir una paz duradera en las fronteras de su imperio. Soy el Escogido a quien Virgilio, el poeta de Mecenas, escribe versos y todos los augures de Roma insisten en pronosticar una edad dorada. Divus Julius me hizo su hijo, y no puedo fallar en su confianza de acabar lo que él había comenzado. Oh, no será el mismo mundo que hubiese hecho Divus Julius, pero lo satisfacerá y complacerá. ¡Fortuna, dame más de la fabulosa suerte de César! ¡Tráeme el arma y abre mis ojos para que la reconozca cuando llegue!

La réplica de Antonio llegó con el mismo correo. Sí, él vería a César Octavio bajo la bandera de tregua. «Pero ¡nosotros no estamos en guerra! -pensó Octavio, sin aliento por algo que esa vez no era el asma-. ¿Cómo funciona su mente para creer que lo estamos?»

Al día siguiente, Octavio salió con su caballo público juliano; era un caballo pequeño pero muy elegante, con la piel cremosa y la crin y la cola más oscuras. Para montar no vestía la toga, pero como no quería aparecer como un guerrero, llevaba una túnica blanca con una ancha franja roja de senador en el hombro derecho.

Naturalmente, Antonio vestía la armadura de plata, con la figura de Hércules matando al león de Nemea en la coraza. Su túnica era púrpura, como también lo era el paludamentum que colgaba de su hombro, aunque con todo derecho tendría que haber sido roja. Como siempre, parecía gozar de un magnífico estado atlético.

– ¿Esta vez no llevas botas con plataforma, Octavio? -preguntó con una sonrisa.

Aunque Antonio no lo había hecho, Octavio le tendió la mano derecha de una forma tan obvia que Antonio se vio obligado a aceptarla, y la apretó con tanta fuerza que aplastó sus frágiles huesos. Octavio lo soportó con el rostro inmutable.

– Entra -lo invitó Antonio, que apartó la solapa de la entrada de la tienda. Que hubiese preferido habitar una tienda en lugar de ocupar una residencia privada era una muestra de su confianza en que el sitio de Brundisium no duraría mucho.

El salón público de la tienda era muy amplio, pero con la solapa bajada resultaba muy oscuro. Para Octavio, aquello indicaba la desconfianza de Antonio hacia su persona. Este tampoco confiaba en que su rostro no traicionase sus emociones, algo que no preocupaba a Antonio. No eran los rostros sino los pensamientos lo que le preocupaban, porque eran ellos el material con el que trabajaban.

– Estoy muy complacido -dijo, engullido por una silla que era demasiado grande para su enjuto cuerpo- de que hayamos llegado al proceso de redactar el boceto de un acuerdo, Creo que lo mejor es que tú y yo resolvamos personalmente aquellos asuntos en los que aún no hemos llegado a un completo acuerdo.

– Muy bien dicho -comentó Antonio, que bebió abundantemente de una copa de vino que había aguado con mucha alharaca.

– Es algo hermoso -señaló Octavio, que hizo girar la copa que tenía en las manos-. ¿Dónde la hicieron? Estoy seguro de que no fue en Puteoli.

– Es de una cristalería de Alejandría. Me gusta beber en copas de cristal, no absorbe el sabor de los vinos anteriores de la manera que incluso hace la mejor cerámica. -Hizo una mueca-. Y también las de metal tienen un sabor metálico.

Octavio parpadeó.

– Edepol! No sabía que eras un conocedor de algo que sencillamente contiene vino.

– El sarcasmo no te llevará a ninguna parte -dijo Antonio sin ofenderse-. Todo eso me lo dijo la reina Cleopatra.

– Oh, sí, eso tiene sentido. Un patriota alejandrino.

El rostro de Antonio se iluminó.

– ¡Con toda justicia! Alejandría es la ciudad más hermosa del mundo, y hace que Pergamum e incluso Atenas tiemblen en las sombras.

Después de beber un sorbo, Octavio dejó su copa como si quemase. ¡Allí tenía a otro loco! ¿Por qué alabar la belleza de otra ciudad cuando su propia ciudad se esfumaba debido a la falta de cuidado?

– Puedes tener todas las legiones de Caleño que te apetezca, no hace falta que te lo diga -mintió-. En realidad, no hay ninguna de tus condiciones que me molesten salvo tu negativa a ayudarme a limpiar los mares de la presencia de Sexto Pompeyo.

Antonio frunció el entrecejo y se levantó para apartar la solapa de la tienda, al parecer, decidido a que era necesario ver bien el rostro de Octavio después de todo.

– Italia es tu provincia, Octavio. ¿Te he pedido yo ayuda para gobernar la mía?

– No, no lo has hecho, pero tampoco has enviado al tesoro la parte que le corresponde a Roma de los tributos de Oriente. Estoy seguro de que no hace falta que te diga que, incluso como triunviro, el tesoro se supone que debe recibir los tributos y pagarles un estipendio a los gobernadores provinciales romanos, con el cual deben financiar a sus legiones y pagar las obras públicas en sus provincias -dijo Octavio amablemente-. Por supuesto, comprendo que ningún gobernador, y menos aún un triunviro, recauda sencillamente aquello que el tesoro requiere; siempre pide más, y se queda la diferencia para él. Una costumbre honrada por la tradición a la que no tengo nada que objetar. Yo también soy triunviro. Sin embargo, no has enviado nada a Roma en tus dos años de gobierno. De haberlo hecho, hubiese podido comprar los barcos que necesito para acabar con Sexto. Quizá a ti te venga bien utilizar los barcos pirata en tus flotas, dado que todos los almirantes que se pusieron de parte de Bruto y Casio decidieron convertirse en piratas después de Filipos. ¡No tendría ningún inconveniente en utilizarlos yo también, si no fuera porque se han enriquecido todos a mi costa, como aves carroñeras! Lo que hacen es demostrar a Roma y a Italia (que son la fuente de nuestros mejores soldados) que un millón de soldados no pueden ayudar a dos triunviros sin barcos. ¡Tú habrías de tener trigo de las provincias orientales para alimentar en abundancia a tus legiones! No es culpa mía que hayas dejado que los partos dominen todo, excepto Bitinia y la provincia de Asia. Lo que salva tu pellejo es Sexto Pompeyo (mientras a ti te convenga, él le vende a Italia el trigo a un precio modesto; trigo, te recuerdo, comprado y pagado por el tesoro de Roma). Sí, Italia es mi provincia, pero mi única fuente de dinero son los impuestos que debo cobrarles a todos los ciudadanos romanos que viven en Italia. No son suficientes para pagar los barcos y, además, el trigo robado a Sexto Pompeyo a treinta sestercios el modius. Por lo tanto, te lo pregunto de nuevo, ¿dónde están los tributos orientales?

Antonio escuchó con creciente furia.

– ¡Oriente está en bancarrota! -gritó-. ¡No hay ningún tributo que enviar!

– Eso no es verdad, e incluso hasta el más pobre de Roma de un extremo al otro de Italia lo sabe -replicó Octavio-. Pitodoro de Tralles te llevó dos mil talentos de plata desde Tarsus. Tiro y Sidón te pagaron otros mil. Del botín de Cilicia Pedia se te dieron cuatro mil. Un total de ciento setenta y cinco millones de sestercios. Hechos, Antonio. Hechos bien conocidos.

«¿Por qué he consentido en ver a ese despreciable insecto? -se preguntó Antonio a sí mismo, inquieto-. Todo lo que tenía que hacer para ganar notoriedad era recordarme que, cualquier cosa que hago en Oriente, de alguna manera se filtra hasta el más humilde de los ciudadanos de Roma en Italia. Sin decírmelo, me está diciendo que mi reputación sufre. Que no estoy por encima de las críticas, que el Senado y el pueblo de Roma me pueden despojar de mis cargos. Sí, yo puedo marchar sobre Roma, ejecutar a Octavio y nombrarme a mí mismo dictador. Pero ¡yo fui quien anunció a bombo y platillo la abolición de la dictadura! Brundisium ha demostrado que mis legionarios no lucharán contra los de Octavio. Por ese solo hecho este pequeño verpa se puede sentar aquí y desafiarme, no ocultar su antagonismo.»

– Así que no soy muy popular en Roma -manifestó con mal humor.

– Sí, debo ser sincero, Antonio, no eres nada popular, sobre todo después de asediar Brundisium. Te has sentido capaz de acusarme de poner a Brundisium en tu contra para que te negasen la entrada, pero sabes muy bien que no lo hice. ¿Por qué iba a hacerlo? ¡No obtengo ningún beneficio! En realidad, lo que has conseguido es que Roma viva atemorizada, a la espera de que marches sobre ella. ¡Cosa que no puedes hacer! Tus legiones no te dejarán. Si de verdad quieres recobrar tu reputación, tendrás que demostrárselo a Roma, no a mí.

– No me uniré a ti contra Sexto Pompeyo, si es eso lo que pretendes. Todo lo que tengo son un centenar de naves en Atenas -mintió Antonio-. No son suficientes para hacer el trabajo, dado que tú no tienes ninguna. Tal como están las cosas, Sexto Pompeyo me prefiere a mí, y yo no haré nada por provocarlo. Por el momento, él me deja en paz.

– No creía que me ayudarías -manifestó Octavio con calma-. No, estaba pensando en algo más visible para todos los romanos desde el más alto hasta el más bajo.

– ¿Qué?

– Cásate con mi hermana Octavia.

Boquiabierto, Antonio miró a su atormentador.

– ¡Por todos los dioses!

– ¿Qué tiene de extraño? -preguntó Octavio con voz suave y una gran sonrisa-. Yo mismo acabo de realizar una alianza marital muy parecida, como tú bien sabes. Escribonia es muy agradable: una buena mujer, bonita, fértil… espero casarme con ella para mantener a Sexto a raya, al menos durante un tiempo. Pero ella ni siquiera puede empezar a compararse con Octavia, ¿verdad? Te estoy ofreciendo a la sobrina nieta de Divus Julius, conocida y amada por todos los estratos de Roma como lo fue Julia, hermosa de mirar, enormemente bondadosa y reflexiva, una esposa obediente y madre de tres niños, incluido un hijo. Como Divus Julius había esperado de su esposa, está por encima de toda sospecha. Cásate con ella y Roma creerá que no pretendes hacerle ningún daño.

– ¿Por qué debo hacer eso?

– Porque sería cruel que un modelo de virtud público como Octavia te tildara de monstruo a los ojos de todos los romanos. Ni siquiera el más estúpido de ellos te perdonaría el mal trato a Octavia.

– Lo comprendo, sí, lo comprendo -declaró Antonio con voz pausada.

– ¿Entonces, trato hecho?

– Trato hecho.

Esa vez Antonio estrechó la mano de Octavio suavemente.

El pacto de Brundisium fue sellado el doce de octubre en la plaza de Brundisium y en presencia de una multitud de entusiastas ciudadanos que arrojaron flores a los pies de Octavio y controlaron su conducta lo suficiente como para no escupir a los pies de Antonio. Sus perfidias no fueron olvidadas ni perdonadas, pero aquel día significaba una victoria para Octavio y Roma. No se produciría otra guerra civil, algo que complacía a las legiones apostadas alrededor de la ciudad incluso más de lo que complacía a Brundisium.

– ¿Qué piensas de todo esto? -le preguntó Pollio a Mecenas mientras viajaban por la Vía Apia en un carro de cuatro mulas.

– Que César Octavio es un maestro de la intriga y mucho mejor negociador que yo.

– ¿Fue idea tuya ofrecerle a Antonio su muy querida y amada hermana?

– No, no, fue idea suya. Supongo que creí que las probabilidades de que él aceptase eran tan remotas que nunca aparecieron en mi mente. Entonces, cuando el día anterior a que fuese a ver a Antonio me lo dijo, supuse que me enviaría a mí a hacer la oferta. ¡Me cagué en los zapatos! Pero no. Fue él por su cuenta, sin escolta.

– No podía enviarte porque necesitaba que fuese algo de hombre a hombre. Lo que dijo, sólo lo podía decir él. Tengo entendido que le señaló a Antonio que había perdido el amor y el respeto de la mayoría de los romanos de una manera que Antonio lo creyó. El muy astuto méntula. «¡Te pido perdón!» La astuta y pequeña comadreja que le ofreció a Antonio la oportunidad de recuperar su reputación a través de casarse con Octavia. ¡Brillante!

– Estoy de acuerdo -dijo Mecenas, que se imaginó a Octavio como una méntula o una comadreja, y sonrió.

– Una vez compartí un carro con Octavio -manifestó Pollio con un tono reflexivo-. Desde la Galia Cisalpina a Roma después de la formación del triunvirato. Tenía veinte años, pero hablaba como un venerable consular del suministro de trigo, y de cómo los Apeninos hacían más fácil para Roma conseguir el trigo de África y Sicilia que de la Galia Cisalpina. Recitó cifras y estadísticas como el más ocioso funcionario civil que hayas escuchado. Sólo que no estaba intentando hacer el trabajo, estaba ordenando el trabajo que él consideraba que se debía hacer. Sí, un viaje memorable. Cuando César lo hizo su heredero, creí que estaría muerto en cuestión de meses. Aquel viaje me demostró que estaba equivocado. Nadie lo matará.

Atia le trajo noticias de su destino a Octavia con grandes llantos.

– ¡Mi querida muchacha! -gritó, y se lanzó sobre el cuello de Octavia- ¡El ingrato de mi hijo te ha traicionado! ¡Tú! ¡La única persona en el mundo a la que había creído a salvo de sus maquinaciones, de su frialdad!

– ¡Mamá, sé explícita, por favor! -dijo Octavia, y ayudó a Atia a sentarse-. ¿Qué me ha hecho el pequeño Cayo?

– ¡Te ha prometido con Marco Antonio! ¡Un bruto que propinó puntapiés a su esposa! ¡Un monstruo!

Asombrada, Octavia se dejó caer en la silla y miró a su madre. ¿Antonio? ¿Iba a casarse con Marco Antonio? El asombro fue seguido por un lento calor que fue invadiendo su cuerpo. En un tris sus párpados descendieron para ocultar sus ojos a Atia, que, acabado el llanto, comenzó a explotar.

– ¡Antonio! -gritó Atia lo bastante fuerte como para hacer que los sirvientes aparecieran a la carrera sólo para ser despedidos por un gesto impaciente-. ¡Antonio! ¡Un aburrido, un buitre, oh, no hay palabras para describirlo!

Mientras Octavia pensaba: «¿Seré afortunada por fin, tendré al hombre que quiero como esposo? Gracias, gracias, pequeño Cayo.»

– ¡Antonio! -rugió Atia con restos de espuma en las comisuras de los labios-. ¡Queridísima niña, debes reunir el coraje para decir que no! ¡No a él y no a mí malvado hijo!

Mientras tanto, Octavia pensaba: «He soñado con él durante tanto tiempo, sin esperanzas, tristemente. Antonio, cuando él estaba en Italia y venía a visitar a Marcelo, yo buscaba excusas para estar presente.»

– ¡Antonio! -aulló Atia, y golpeó los puños contra los brazos de la silla, bum bum bum-. ¡Ha engendrado más bastardos que cualquier otro hombre en la historia de Roma! ¡No hay ni una pizca de fidelidad en él!

Mientras Octavia pensaba: «Yo me sentaba y me deleitaba mirándolo, hacía ofrendas para que él no tardase en visitarnos de nuevo. Sin embargo, siempre tuve mucho cuidado en no manifestarme. ¿Y ahora esto?»

– ¡Antonio! -gimió Atia, las lágrimas corriendo otra vez por sus mejillas cuando la dominaba de nuevo la impotencia-. ¡Podría suplicar hasta el año que viene, y el traidor de mi hijo no me escucharía!

Mientras tanto Octavia pensaba: «Seré para él una buena esposa, seré lo que él quiera que sea, no me quejaré de las amantes ni suplicaré acompañarlo cuando él regrese a Oriente. ¡Tantas mujeres, todas mucho más experimentadas que yo! Se cansará de mí, lo sé en lo más profundo de mí ser, pero nada podrá quitarme nunca los recuerdos de mi tiempo con él cuando se acabe. El amor comprende, el amor perdona. Fui una esposa para Marcelo, y lo he llorado como hace una buena esposa. Pero ruego a todas las diosas romanas de las mujeres para que Marco Antonio me dure el resto de mi vida, porque él es mi verdadero amor. Después de él, no podrá haber otro. Nadie…»

– Calla, mamá -dijo Octavia en voz alta, con los ojos bien abiertos y brillantes-. Haré lo que dice mi hermano y me casaré con Marco Antonio.

– Pero ¡tú no estás en las manos de Cayo, tú eres sui taris! -Entonces Atia reconoció la mirada en aquellos espléndidos ojos aguamarina y se quedó boquiabierta-. Ecastor! -exclamó débilmente-. ¡Estás enamorada de él!

– Si es amor desear su caricia y su buena estima, entonces lo estoy -respondió Octavia-. ¿Sabes cuándo se producirá?

– Según Filipos, Antonio y tu despiadado hermano han hecho un pacto en Brundisium por el que no habrá guerra civil. Todo el país está delirante de alegría, motivo por el cual la pareja ha decidido ofrecer todo un espectáculo en su viaje a Roma. Por la Vía Apia a Teanum, luego por la Vía Latina. Al parecer, no llegarán aquí hasta finales de octubre. El casamiento tendrá lugar muy poco después. -El rostro de la madre se retorció-. ¡Oh, por favor, querida hija, niégate! ¡Eres ui iuris, tu destino está en tus propias manos!

– Lo aceptaré con alegría, por mucho que digas o por mucho que me supliques. Sé cómo es Antonio, y eso no tiene ninguna importancia. Siempre ha tenido amantes porque nunca ha estado casado con una esposa que le satisfaciera. Míralas -prosiguió Octavia, cada vez más ardiente-. Primero Fadia, la hija analfabeta de un comerciante de todo, desde esclavos hasta trigo. Nunca la vi., por supuesto, pero al parecer era tan poco atractiva como aburrida. Pero Antonio no se divorció, sencillamente porque no iba nunca por casa. Le dio un hijo y una hija, por lo que dicen, dos chicos muy inteligentes. Que Fadia y sus hijos murieran de parálisis estival no se le puede atribuir a Antonio. Luego vino Antonia Hybrida, hija de un hombre que torturaba a sus esclavos. Dicen que también ella torturaba a sus esclavos, pero que Antonio «le quitó la costumbre de una paliza». ¿Puedes condenar a Antonio por curar a su esposa de tan horrible hábito? La recuerdo vagamente, y también a la hija. Una pobre niña fea y gorda y, peor aún, un tanto retrasada.

– Eso pasa por casarse entre parientes cercanos -señaló Atia con un tono severo-. Antonia Menor tiene ahora dieciséis años, pero nunca encontrará un marido, ni siquiera uno de baja cuna. -Atia se sorbió los mocos-. ¡Las mujeres son tontas! Antonia Hybrida cayó en una depresión después de que Antonio se divorciase de ella, algo que hizo con crueles palabras. No obstante, ella lo amaba. ¿Ése es el destino que quieres? ¿Lo es?

– Si Antonia Hybrida amó a Antonio o no, mamá, no es lo importante. El hecho es que ella no era una esposa adecuada para él. Sin embargo, pese a todas sus faltas, Fulvia sí que lo era. Sus problemas los atribuyó a su enorme riqueza, al estado de sui iuris que tú no dejas de recalcar, y a su primer esposo, Publio; Clodio. Él la alentó a hacer su voluntad en el foro, a tener una conducta que no se condena en las mujeres de alta cuna. Pero ella no fue tan mala hasta después de Filipos, cuando descubrió que Antonio se quedaría en Oriente durante años y no pensaba viajar a Roma. Su liberto Manio la convenció. Y también a Lucio y Antonio. Pero fue ella la que pagó el precio, no Lucio.

– Estás decidida a buscar excusas -dijo Atia con un suspiro.

– No son excusas, mamá. Lo que quiero decir es que ninguna de las esposas de Antonio fue una buena esposa. Pretendo ser la esposa perfecta, la clase de esposa que Catón el Censor hubiese aprobado, aquel viejo machista. Los hombres tienen prostitutas y amantes para su gratificación física, la clase de alivio que no pueden obtener de sus esposas porque se supone que las esposas no saben cómo complacer a un hombre físicamente. Las esposas que saben cómo gratificar a un hombre son sospechosas. Como una esposa virtuosa, no me comportaré de manera diferente o mejor que cualquier otra esposa virtuosa. Pero me aseguraré de que cada vez que vea a Antonio sea una persona educada, interesante y también placentera con la cual pasar el tiempo. Después de todo, me crié en una casa política donde escuchaba a hombres como Divus Julius y Cicerón y estoy excepcionalmente bien educada. También seré una madre maravillosa para sus hijos.

– ¡Ya eres una madre maravillosa para sus hijos! -replicó Atia agriamente después de haber escuchado ese discurso con desesperación-. Supongo que en el momento en que te cases exigirás hacerte cargo de aquel horrible niño. Cayo Curio. Te volverá loca.

– No ha nacido el niño que no pueda domar -afirmó Octavia.

Atia se levantó y se retorció sus nudosas manos artríticas.

– Diré esto de ti, Octavia, no eres tan indefensa como creía. Quizá hay más de Fulvia en ti de lo que crees.

– No, soy muy diferente -dijo Octavia con una sonrisa-, aunque sí sé lo que intentas decir. Lo que olvidas, mamá, es que soy hermana del pequeño Cayo, y eso significa que soy una de las mujeres más inteligentes que Roma ha producido. La calidad de mi mente me ha dado una confianza que mi vida hasta el momento no me ha permitido mostrar a nadie, desde Marcelo hasta ti. Pero el pequeño Cayo sabe muy bien lo que hay dentro de mí. ¿Crees que él no sabe lo que siento por Marco Antonio? ¡No hay nada que el pequeño Cayo pase por alto! Tampoco hay nada que no utilice para mejorar su propia carrera. Él me ama, mamá. Eso tendría que decírtelo todo. ¿El pequeño Cayo me forzaría a un matrimonio que yo no quisiese? No, mamá, no.

Atia exhaló un suspiro.

– Bueno, ya que estoy aquí, me gustaría ver el contenido de tu guardería antes de que se haga todavía más grande. ¿Cómo está la pequeña Marcia?

– Comienza a mostrar sus verdaderos colores. Tiene un gran carácter. No se la podrá forzar a un matrimonio que no le agrade.

– He escuchado el rumor de que Escribonia está embarazada.

– Yo también. ¡Qué encantador! Su Cornelia es una niña muy agradable, por lo que imagino que este niño también tendrá buen carácter.

– Bueno, es demasiado pronto para saber si lleva en el vientre a un niño o a una niña -señaló Atia con un tono enérgico mientras caminaban hacia el sonido del llanto de bebés, risas de infantes y discusiones infantiles-. Aunque deseo que sea una niña por el bien del pequeño Cayo. Tiene una opinión tan alta de sí mismo que no aceptará de buen grado a un hijo y heredero de tal madre. Tan pronto como pueda se divorciará de ella.

«¡Gracias a los dioses por estar tan cerca de la guardería! Estamos entrando en terreno peligroso -pensó Octavia-, Pobre mamá, siempre en la periferia de la vida del pequeño Cayo, invisible, sin mencionar.»

VIII

En el momento en que la cabalgada llegó a Roma, Marco Antonio estaba de muy buen humor. Su recepción por las multitudes que bordeaban las carreteras hasta el último palmo del camino había sido delirante; tan delirante que había comenzado a preguntarse si Octavio había exagerado su impopularidad. Una sospecha acentuada cuando todos los senadores dentro de Roma en aquel momento salieron en masa y con toda la regalía a saludarlo a él y no a Octavio. El problema era que no podía estar seguro; resultaba demasiado evidente el alivio de Italia y Roma ante la desaparición de la amenaza de la guerra civil. Quizá era el pacto de Brundisium lo que había hecho que todos sus viejos partidarios se pusiesen de nuevo de su parte. De haber podido moverse disfrazado por Italia y Roma un mes antes, a lo mejor hubiese escuchado críticas e insultos hacia él. Tal como estaban las cosas, titubeaba entre la duda y el entusiasmo, muy bien equilibrados, y maldecía a Octavio por lo bajo y menos que de costumbre.

La perspectiva de casarse con la hermana de Octavio no le preocupaba; es más, contribuía a su buen humor. Aunque sus ojos nunca se hubiesen posado en ella por propia voluntad para elegirla como esposa, siempre le había gustado; la encontraba físicamente atractiva, e incluso había envidiado la suerte de su amigo Marcelo al casarse con ella. Por Octavio se había enterado de que ella había tomado a su cargo a Antillo y Julio tras la muerte de Fulvia, cosa que reforzó su impresión de que ella era una buena persona, mientras que su hermano era malo. Eso ocurría a menudo en las familias; tenía el ejemplo de sí mismo contra Cayo y Lucio. Todos tenían el físico antoniano, pero manchado en el caso de Cayo por una cojera y en el de Lucio por la calva; sólo él había heredado la astucia juliana. Aunque había sembrado su simiente a diestro y siniestro, a Antonio le gustaban aquellos hijos a los que conocía, y acababa de tener una brillante idea para Antonia Menor, de la que se compadecía de una manera distante. De hecho, sus hijos ocuparon más su mente a medida que se acercaba a Roma de lo que lo hacía habitualmente, porque encontró una carta de Cleopatra que lo esperaba allí.

Mi querido Antonio:

Te escribo ésta en los idus de Sextilis, en medio de un tiempo tan magnífico que desearía que pudieses estar aquí para disfrutarlo conmigo, y con Cesarión, que te envía su amor y sus buenos deseos. Crece a pasos agigantados y su contacto con hombres romanos (especialmente tú) ha sido de un gran beneficio para él. Ahora mismo lee a Polibio, y ha dejado a un lado las cartas de Cornelia, la madre de los Graco: no hay guerras ni acontecimientos excitantes. Por supuesto, se sabe de corrido los libros de su padre.

No sé en qué lugar del mundo recibirás esta carta, pero antes o después lo harás. Uno escucha que estás en Atenas, un momento más tarde que estás en Éfeso, incluso que estás en Roma. No importa. Ésta es para darte las gracias por darle a Cesarión un hermano y una hermana. ¡Sí, he dado a luz a mellizos! ¿Se dan en tu familia? En la mía no. Estoy encantada, por supuesto. De un golpe has asegurado la sucesión y le has dado a Cesarión una esposa. ¡No es un milagro que el Nilo rebose de tan abundante!

«Qué bien me conoce -pensó para sí mismo-. Sabe que no leo las cartas largas, así que las suyas son breves. ¡Bueno, bueno! Cumplí con mi deber espléndidamente. Nada menos que dos, una pareja de palomas. Pero para ella no son más que simples adjuntos para propulsar a Cesarión. Su pasión por el hijo de César no conoce límites.»

Le escribió una carta de respuesta en el acto.

Querida Cleopatra:

Qué magnífica noticia. No uno, si no dos pequeños antonianos para seguir al hermano mayor Cesarión de la manera que mis hermanos me siguieron. Dentro de muy poco me casaré con Octavia, la hermana de Octavio. Una agradable mujer, también muy hermosa. ¿La conociste en Roma? Resolverá mis dificultades con Octavio por el momento y pacificará al país, que no está dispuesto a soportar otra guerra civil; tampoco, por lo que dijo Mecenas, lo hará Octavio. Eso debería significar que yo puedo marchar y aplastar a Octavio, pero los soldados forman parte de una conspiración nacional para declarar ilegal la guerra civil. Las mías no lucharán contra las de él, y las suyas no lucharán contra las mías. Sin unas tropas dispuestas, un general es tan impotente como un eunuco en un harén. Hablando de potencia, en algún momento tendríamos que acostarnos de nuevo. Si me aburro, permanece atenta a mi llegada a Alejandría para disfrutar de una vida inimitable

Bien. Eso bastaría. Antonio vertió un pequeño charco de cera roja fundida al pie de la única página del papiro faniano y apretó en ella su anillo de sello: Hércules invicto en el centro, IMP. M. ANT. TRI. a su alrededor. Se lo había mandado hacer después de aquella conferencia en la isla fluvial en la Galia Cisalpina. Lo que él deseaba era la oportunidad de escribir M. ANT. a DIV. ANT. por Divus Antonius, pero eso no podría ser mientras Octavio existiese.

Por supuesto, tendría que ir a la domus Hortensia para la fiesta de sus hombres antes de la boda y encontró la complacencia de Octavio tan irritante que no pudo evitar hacer un comentario con renovada inquina.

– ¿Cuál es tu opinión de Salvidieno? -le preguntó a su anfitrión.

Octavio pareció encantado ante la mención del nombre. «Creo que de verdad es un mariconazo», pensó Antonio.

– ¡Es el mejor de todos los tipos! -exclamó Octavio-. Lo está haciendo muy bien en la Galia Transalpina. Tan pronto como pueda librarlas, tendrás tus cinco legiones. Los belovacos están causando muchos problemas.

– Oh, todo eso lo sé. ¡Qué tonto eres, Octavio! -dijo Antonio con un tono de desprecio-. El mejor de todos los tipos está negociando conmigo cambiar de bando en nuestra no guerra casi desde que llegó a la Galia Transalpina.

El rostro de Octavio no transmitió nada, ni asombro ni honor; incluso cuando había brillado de afecto por Salvidieno, los ojos no habían participado de verdad. ¿Alguna vez lo hacían?, se preguntó Antonio, incapaz de recordar que lo hubiesen hecho ni una sola vez. Los ojos nunca te decían lo que pensaba de verdad sobre cualquier cosa. Sencillamente observaban. Observaban el comportamiento de todos, incluido a sí mismo, como si ellos y la mente detrás de ellos estuviesen a una distancia de veinte pasos de su cuerpo. ¿Cómo podían dos ojos tan luminosos ser tan opacos?

Octavio habló con naturalidad, incluso de una manera diferente.

– ¿Crees, Antonio, que su conducta se puede considerar traicionera?

– Depende de cómo lo mires. Cambiar de alianza de un romano de buena posición a otro de igual rango podría ser traicionero, pero no es una traición. Sin embargo, si dicha conducta está dirigida a incitar a la guerra civil entre dos iguales entonces sí que es claramente una traición -señaló Antonio que comenzaba a divertirse.

– ¿Tienes alguna prueba tangible que sugiera que Salvidieno deba ser llevado a juicio por maiestas?

– Talentos de pruebas tangibles.

– ¿Tú, si te lo pido, presentarías tus pruebas en el juicio?

– Por supuesto -contestó Antonio con fingida sorpresa-. Es mi deber para un compañero triunviro. Si es convicto, tú te verás privado de un buen general de tropas; algo afortunado para mí, ¿no? Eso, naturalmente, en el caso de que hubiese una guerra civil. Porque yo no lo alistaría en mis filas, Octavio, y mucho menos lo tendría como mi legado. ¿Fuiste tú quien dijo que se podía utilizar a los traidores, pero que nunca se podía confiar en ellos, o fue tu divino papaíto?

– Quien lo dijo no importa. Salvidieno debe marchar.

– ¿A través de la Estigia o a un exilio permanente?

– A través de la Estigia. No obstante, después del juicio en el Senado. No en comida. Demasiado público. En el Senado, a puerta cerrada.

– ¡Algo muy sensato! Sin embargo, algo difícil para ti. Tendrás que enviar a Agripa ahora a la Galia Transalpina que forma parte oficial del triunvirato. Si fuese mía, podría mandar a uno entre varios: por ejemplo, a Pollio. Ahora podré enviar a Pollio a relevar a Censorino en Macedonia, y a Ventidio para que mantenga a raya a Labieno y a Pacoro hasta que pueda ocuparme de los partos en persona -manifestó Antonio, que hizo girar el cuchillo en la herida.

– ¡No hay absolutamente nada que te impida tratar con ellos en persona de inmediato! -replicó Octavio con un tono cáustico-. ¿Qué, tienes miedo de ir demasiado lejos de mí, de Italia y de Sexto Pompeyo, en ese orden?

– ¡Tengo buenas razones para mantenerme cerca de los tres!

– ¡No tienes absolutamente ninguna razón! -replicó Octavio-, No iré a la guerra contra ti bajo ninguna circunstancia, aunque iré a la guerra contra Sexto Pompeyo en el momento que pueda.

– Nuestro pacto te lo impide.

– ¡Una mierda! Sexto Pompeyo fue declarado enemigo público, aparece en las tablillas como hostis, según una ley de la que tú fuiste parte, ¿lo recuerdas? Ya no es gobernador de Sicilia o de ninguna otra parte, es un pirata. Como curator annonae de Roma, es mi deber atraparlo, ya que impide el libre transporte de trigo.

Sorprendido por la temeridad de Octavio, Antonio decidió dar por terminada la conversación, si así se la podía llamar.

– Buena suerte -dijo con un tono de ironía, y se alejó hacia donde estaba Paulo Lépido para verificar el rumor que corría de que Lépido, el hermano del triunviro, estaba a punto de casarse con la hija de Escribonia, Cornelia.

«Si es verdad, cree que es un tipo astuto -pensó Antonio-, pero no lo hará ascender ni un escalón más allá de su considerable dote. Octavio se divorciará de Escribonia tan pronto como derrote a Sexto, y eso significa que debo asegurarme de que ese día nunca llegue. Si Octavio consigue una gran victoria, toda Italia lo adorará. ¿Es el pequeño gusano consciente de que la única razón por la que me mantengo tan cerca de Italia es para mantener el nombre de Marco Antonio vivo a los ojos italianos? Por supuesto que sí.» Octavio gravitó al lado de Agripa.

– Estamos de nuevo en problemas -dijo con voz triste-. Antonio me acaba de decir que nuestro querido Salvidieno ha estado en contacto con él durante meses con la intención de cambiar su alianza. -Sus ojos mostraban un color gris oscuro-. Confieso que fue todo un golpe. No creía que Salvidieno fuese tan tonto.

– Es un movimiento lógico para él, César. Es un pelirrojo de Picenum. ¿Cuándo alguien así ha sido digno de confianza? Se está muriendo por ser un pez grande en un mar grande.

– Eso significa que debo enviarte a ti a gobernar la Galia Transalpina.

Agripa pareció sorprendido.

– ¡No, César!

– ¿Quién más hay? También significa que no podré hacer nada contra Sexto Pompeyo en ningún momento cercano. La suerte está con Antonio, siempre lo está.

– Puedo visitar los astilleros entre Cosa y Genua mientras viajo, pero desde Genua cogeré la Vía Emilia Escaura hasta Placentia; no hay tiempo para seguir la costa todo el camino. César, César, pasarán dos años antes de que pueda volver a casa si hago el trabajo correctamente.

– Debes hacerlo correctamente. No quiero más alzamientos entre los «melenudos», y creo que Divus Julius se equivocó al permitir que los druidas continuasen con sus asuntos. Al parecer, la mayoría de ellos propician que haya descontento.

– ¡Estoy de acuerdo! -El rostro de Agripa se iluminó-. Tengo una idea para mantener a los belgas en orden.

– ¿Cuál? -preguntó Octavio, curioso.

– Instalar hordas de ubios germanos en la ribera gala del Rin. Todas las tribus, desde los nervios hasta los treviros estarán tan ocupados intentando apartar a los germanos de su propia orilla del río que no tendrán tiempo para rebelarse. -Mostró una expresión nostálgica-. Me encantaría imitar a Divus Julius cruzar a Germania.

Octavio se echó a reír.

– Agripa, si quieres darles una lección a los germanos suevos, estoy seguro de que lo harás. Por otro lado, necesitamos a los ubios, por lo tanto, ¿por qué no regalarles tierras más fructíferas? Son la mejor caballería que ha tenido Roma en su historia. Todo lo que puedo decir, mi querido amigo, es que estoy muy feliz de que me hayas escogido. Podría soportar la pérdida de centenares de Salvidienos, pero nunca podría soportar la pérdida de mi único y exclusivo Marco Agripa.

Agripa resplandeció, y en un gesto impulsivo tendió la mano para sujetar el antebrazo de Octavio. Sabía que él era hombre de César hasta la muerte, pero le encantaba ver que éste lo reconocía de palabra o de hecho.

– Lo más importante es a quién tendrás mientras yo esté de servicio en la Galia Transalpina.

– Estatilio Tauro, por supuesto. Sabino, supongo. Calvino, desde luego. Cornelio Galio es inteligente y de fiar siempre que no esté ocupado escribiendo algún poema. Caninas está en Hispania.

– Apóyate mucho en Calvino -fue la réplica de Agripa.

Como Escribonia, Octavia no consideraba correcto vestir de azafrán y rojo en su boda. Por eso, y porque tenía buen gusto, escogió un color que le sentaba bien, un turquesa pálido. Y con el elegante vestido llevaba un magnífico collar y los pendientes que Antonio le había regalado cuando él pasó por la casa del difunto Marcelo Menor para verla un día antes de la ceremonia.

– ¡Oh, Antonio, qué hermoso! -susurró mientras miraba las joyas con asombro. Hecho de oro macizo, el collar se apoyaba como un collar estrecho, y estaba engastado con unas impecables turquesas-. Las piedras no tienen ninguna mancha oscura que estropee su azul.

– Pensé en ellas cuando recordé el color de tus ojos -dijo Antonio, complacido por su evidente deleite-. Cleopatra me las dio para Fulvia.

Ella no desvió la mirada, ni permitió que ni una fracción de luz desapareciese de aquellos ojos tan admirados.

– De verdad, son maravillosas -manifestó, y se puso de puntillas para besarle la mejilla-. Las llevaré mañana.

– Sospecho -prosiguió Antonio sin prestar atención- que no estaban a la altura de las exigencias de Cleopatra cuando se trata de joyas, ya que recibe un montón de regalos. Se podría decir que me da sus descartes. No recibí nada de su dinero -acabó él con un tono amargo-. Ella es una… ah, perdona.

Octavia sonrió de la misma manera que cuando el pequeño Marcelo se portaba mal.

– Puedes ser todo lo profano que quieras, Antonio. No soy una doncella a la que se deba proteger.

– ¿No te importa casarte conmigo? -preguntó, convencido de que debía preguntar.

– Te he amado con todo mi corazón durante muchos años -respondió ella sin hacer ningún intento de ocultar sus emociones. El instinto le dijo que a él le gustaba ser amado, que lo predisponía a amar a su vez, y ella quería eso con desesperación. -¡Nunca lo hubiese adivinado! -dijo él, asombrado. -Por supuesto que no. Yo era la esposa de Marcelo, y leal a mis votos, amarte era algo para mí misma, separado de todo y muy íntimo.

Él notó la familiar sensación en el vientre, la reacción visceral que le advertía que se estaba enamorando. La fortuna estaba de su lado, incluso en eso. El día de mañana, Octavia le pertenecería. No necesitaba preocuparse de que ella mirase a otro hombre cuando no lo había mirado a él durante los siete años que había pertenecido a Marcelo Menor. No es que alguna vez se hubiese preocupado por cualquiera de sus esposas; las tres le habían sido fieles. Pero aquella cuarta era lo mejor del racimo. Elegante, culta, tranquila, de sangre juliana, una princesa republicana. Un hombre tendría que estar muerto para no sentirse atraído por ella. Él inclinó la cabeza y la besó en la boca, de pronto, muy hambriento de ella. El beso le fue devuelto con una sensación de mareo, pero antes de que pudiese consumir el deseo, ella se apartó.

– Mañana -dijo Octavia-. Ahora ven a ver a tus hijos.

La guardería no era una habitación muy grande, y a primera vista parecía repleta con niños pequeños. Su rápido ojo de soldado contó seis que caminaban y uno que saltaba en un catre. Una adorable niña rubia de unos dos años le dio un puntapié en la espinilla a un niño moreno y apuesto de unos cinco El le replicó rápidamente con una bofetada-empujón con la palma de la mano que la hizo caer sobre el trasero con un golpe apenas audible antes de que comenzasen los gritos.

– ¡Mamá, mamá!

– Si causas dolor, Marcia, debes esperar recibir lo mismo a cambio -dijo Octavia sin el menor rastro de bondad-. Ahora deja de chillar o te pegaré por comenzar algo que no puedes terminar.

Los otros cuatro, tres más o menos de la misma edad del niño pequeño y uno un poco más joven que la pequeña rubia, habían visto a Antonio y permanecían con las bocas abiertas, como hacía Marcia, la que había propinado el puntapié, y su víctima, a la que Octavia presentó como Marcelo. A los cinco años, Antillo tenía vagos recuerdos de su padre, pero no estaba seguro de que aquel gigante fuese realmente su padre hasta que Octavia le aseguró que sí lo era. Entonces él sencillamente miró, demasiado asustado para tender sus brazos para un abrazo. Julio, que aún no tenía dos años, se echó a llorar sonoramente cuando el gigante avanzó hacia él. Octavia lo cogió con grandes risas y se lo entregó a Antonio, que muy pronto lo hizo sonreír. En aquel momento, Antillo tendió los brazos para el abrazo, y también fue cogido.

– Son unos niños muy bonitos, ¿verdad? -preguntó ella-. Serán tan grandes como tú cuando crezcan. La mitad de mino puede esperar a ver cómo serán con coraza y botas, y la otra mitad lo teme, porque entonces ya estarán fuera de mis cuidados.

Antonio respondió algo, pero su mente estaba en otra parte; era Marcia quien lo intrigaba. ¿Marcia? ¿Marcia? ¿Quién era ella, y por qué llamaba mamá a Octavia? Aunque, observó, Antillo y Julio también la llamaban mamá. Aquel que estaba en el catre, rubio como Marcia, era su propia hija, Cellina, según fue informado. Pero ¿de quién era Marcia? Tenía el aspecto juliano, de lo contrario la hubiese considerado una prima rescatada de algún oscuro destino por aquella mujer obsesionada por los niños. Porque claramente lo estaba.

– Por favor, Antonio, ¿puedo tener a Curio? -preguntó | Octavia con una mirada de súplica-. No puedo tenerlo sin tu permiso, pero necesita con urgencia estabilidad y supervisión. Tiene casi once años y es un salvaje.

Antonio parpadeó.

– Puedes quedarte con el mocoso, Octavia. Pero ¿por qué quieres cargarte con otro niño?

– Porque es infeliz, y ningún niño de su edad debe serlo. Echa de menos a su mamá, y no hace caso a su pedagogo (un hombre muy ridículo e inapropiado para esa tarea), y la mayoría de las veces se le encuentra en el foro comportándose como un idiota. Otros dos años o más y estará robando bolsos.

Antonio sonrió.

– Bueno, Curio el Censor, su padre y amigo mío, hizo mucho de eso en sus días. Era un autócrata avaro y de mente estrecha que solía encerrar a Curio. Yo haré que lo suelte, pero crearemos un caos. Quizá tú eres lo que este Curio necesita.

– ¡Oh, muchas gracias! -Octavia cerró la puerta de la guardería y se escuchó un coro de protestas; al parecer ella pasaba más tiempo con ellos cuando no venía, y por eso culpaban al gigante, incluso Antillo y Julio.

– ¿Quién es Marcia? -preguntó Antonio.

– Mi hermanastra. Mamá me tuvo a mí, su primera hija, a los dieciocho, y a Marcia, a los cuarenta y cuatro.

– ¿Quieres decir que es hija de Atia y Filipo Júnior?

– Sí, por supuesto. Ella vino a mí cuando mamá no pudo cuidarla adecuadamente. Las articulaciones de mamá están hinchadas y le duelen muchísimo.

– Pero ¡Octavio nunca mencionó su existencia! Sé que finge que su madre está muerta, pero una hermanastra. Dioses, esto es ridículo.

– En realidad, dos hermanastras. No olvides que nuestro padre tuvo a una hija con su primera esposa. Ahora tiene cuarenta años.

– ¡Sí, pero…! -Antonio continuó sacudiendo la cabeza como un boxeador que ha recibido demasiados golpes.

– ¡Oh, vamos, Antonio, tú conoces a mi hermano! Aunque lo quiero muchísimo, veo sus faltas. Es demasiado consciente de su posición como para querer una hermanastra veinte años menor. ¡Qué indigno! Además, siente que Roma no lo tomará en serio si su juventud se ve reforzada por una hermana pequeña que es de conocimiento público. No ayudó que Marcia fuese concebida tan poco después de la muerte de nuestro pobre padrastro. Roma ha perdonado a mamá su desliz hace mucho tiempo. Pero César nunca lo hará. Además, Marcia vino a mí antes de que pudiese caminar, y las personas pierden la cuenta. -Se echó a reír-. Aquellos que conocen a los miembros de mi guardería creen que es mía porque se parece a mí.

– ¿Tanto amas a los niños?

– Amores una palabra demasiado pequeña, demasiado abusada y mal utilizada. Daría mi vida por un niño, así como suena

– Sin importar de quién sea el niño.

– Así es. Siempre he creído que los niños son la oportunidad para que las personas hagan algo heroico con sus vidas -procurar ver que todos sus propios errores han de ser rectificados para no repetirlos.

Al día siguiente, los sirvientes del difunto Marcelo Menor llevaron a los niños al palacio de mármol de Pompeyo Magno en el Carinae, aquellos destinados a quedarse y atender la casa de Marcelo Menor lloraban porque perdían a la señora Octavia. La casa que ahora debían cuidar pertenecía al pequeño Marcelo, pero no podría vivir en ella durante muchos años. Antonio, que era el albacea del testamento, había decidido no alquilarla, pero su secretario, Lucilio, era un estricto supervisor y encargado. Ninguna oportunidad para el ocio y dejar que la casa decayese.

Al anochecer, Antonio llevó a su nueva esposa a través del umbral del palacio de Pompeyo, una casa que había visto a Pompeyo llevar a Julia sobre aquel mismo umbral para vivir seis años de gloria que habían acabado con su muerte en el parto. «Que no sea ése mi destino», pensó Octavia, sin aliento ante la facilidad con que su marido la había alzado y luego depositado en el suelo para recibir el fuego y el agua, pasar a las manos de ella y, por lo tanto, asumir su posición como señora de la casa. Lo que parecían ser un centenar de criados miraron, suspiraron y exclamaron, para después dedicarle un suave aplauso. La reputación de la señora Octavia como la más bondadosa y comprensiva de las mujeres la había precedido. Los más viejos de entre ellos, especialmente el mayordomo Egon, soñaban que la casa florecería como había hecho con Julia; para ellos, Fulvia había sido exigente, pero poco interesada en los asuntos domésticos.

No había escapado a la atención de Octavia que su hermano parecía tan complacido como complaciente, aunque precisamente el porqué se le escapaba. Sí, él había confiado en cerrar la brecha al organizar aquel matrimonio, pero no sabía qué podía obtener de él, como era el caso de todos los que asistían a la ceremonia. Lo más atemorizador era el presentimiento de Octavia de que César contaba con su fracaso. «¡Bueno -se juró-, no fracasará por mi culpa!»

Su primera noche con Antonio fue puro placer, un placer mucho más grande que la suma de todas sus noches con Marcelo Menor. Que a su nuevo marido le gustaban las mujeres era evidente por la manera que la tocaba; murmuraba su propio deleite al estar cerca de ella. De alguna manera, él la despojó de las inhibiciones de toda una vida, dio la bienvenida a sus caricias y los pequeños ruidos de asombrado placer, dejó que ella lo explorase como si nunca hubiese sido explorado antes. Para Octavia, él era el amante perfecto, sensual y sexual, y no, como había esperado, preocupado sólo por sus propios deseos. Las palabras de amor y los actos de amor se fundieron en un continuo placer tan maravilloso que lloró. En el momento en que se durmió, extasiada, hubiese muerto por él. Con la misma alegría que lo hubiese hecho por un niño.

Por la mañana comprendió que Antonio estaba afectado de la misma manera; cuando ella intentó levantarse para atender sus obligaciones, todo comenzó de nuevo, más hermoso por la ligera sensación de conocimiento y más satisfactorio por su aumentado conocimiento de lo que ella necesitaba, y él se sentía tan feliz de proveer.

«¡Oh, excelente! -pensó Octavio cuando vio a la pareja dos días más tarde en una cena ofrecida por Gneo Domitio Calvino-. Yo tenía razón, son tan opuestos que están encantados el uno con el otro. Ahora sólo tengo que esperar a que él se canse de ella. Lo hará. ¡Lo hará! Debo hacer ofrendas a Quirino para que él la deje por un amor extranjero, no por uno romano, y a Júpiter, mejor y más grande que Roma, que aprovechará su inevitable desencanto con mi hermana. ¡Míralo, rebosante de amor! Tan sentimental como una niña de quince años. ¡Cómo desprecio a las personas que sucumben a una enfermedad tan trivial y poco atractiva! A mí nunca me ocurrirá eso, lo sé. Mi mente controla mis emociones, no soy vulnerable a ese almibarado asunto. ¿Cómo puede Octavia caer ante su interpretación? Ella lo mantendrá cautivado durante al menos dos años, pero es poco probable más allá de eso. Su bondad y la dulzura de carácter son una novedad para él, pero él no es bueno ni de naturaleza dulce, su fascinación por la virtud pasará y luego desaparecerá en una típica tempestad de rechazo antoniano.

»Me pondré a trabajar infatigablemente para desparramar la palabra de este casamiento a todo lo largo y lo ancho, mandaré a mis agentes que hablen de él incesantemente en todas las ciudades, pueblos y municipios de Italia y la Galia Cisalpina. Hasta ahora, los he tenido defendiendo mi propio caso enumerando las perfidias de Sexto Pompeyo, describiendo la indiferencia de Marco Antonio al sufrimiento de su patria. Pero durante el próximo invierno dejarán de decir esas cosas y cantarán alabanzas no de esta unión en sí misma, sino de la señora Octavia, hermana de César y la encarnación de todo lo que debe ser una matrona romana. Levantaré estatuas de ella, todas las que me pueda permitir, y continuaré así hasta que la península gima bajo su peso. ¡Ah, ahora lo veo! Octavia, tan casta y virtuosa como deshonrada era Lucrecia; Octavia, más digna de respeto que una virgen vestal; Octavia, la domadora del irresponsable palurdo Marco Antonio; Octavia, la persona que ha salvado ella sola a su país de los males de la guerra civil. ¡Sí, Octavia Púdica debe tener todos los méritos! Para el momento en que mis agentes acaben con el asunto. Octavia Púdica estará tan cerca de ser una diosa como Cornelia, la madre de los Graco. De esa manera, cuando Antonio la abandone, todos los romanos e italianos lo condenarán y le tildarán de bruto, despiadado monstruo regido por la lujuria.

»¡Oh, si pudiese ver el futuro! Si supiese la identidad de la mujer por la que Antonio abandonará a Octavia Púdica… Haré ofrendas a todos los dioses romanos para que ella sea alguien a quien todos los romanos e italianos puedan odiar, y odiar, y odiar, si es posible, y cambiar la culpa de la conducta de Antonio a su influencia sobre él. La haré parecer tan perversa como Circe, tan vana como Helena de Troya, tan maligna como Nedea, tan cruel como Clitemnestra, tan letal como Medusa. Y si no es ninguna de éstas, la haré parecer así. Mandaré a mis agentes a que inicien otra campaña de rumores, crearé a un demonio de esta mujer desconocida de la misma manera que estoy a punto de crear a una diosa a partir de mi hermana.

»¡Hay muchas otras maneras para derribar a un hombre que no sea ir a la guerra contra él, qué desperdicio de vidas y prosperidad! ¡Cuánto dinero cuesta! El dinero se debe utilizar para la mayor gloria de Roma.

»¡Ten cuidado conmigo, Antonio! Pero no lo tendrás, porque crees que soy tan inútil como afeminado. No soy Divus Julius, no, pero soy un digno heredero de su nombre. Vela tus ojos, Antonio, sé ciego. Te atraparé, incluso a costa de la felicidad de mi amada hermana. Si Cornelia, la madre de los Graco, no hubiese tenido una vida atormentada por el dolor y la desilusión, las mujeres romanas no pondrían flores en su tumba. Así deberá ser por Octavia Púdica.

IX

Asombrada por la visión del triunviro Antonio y el triunviro Octavio, que caminaban juntos como viejos y queridos amigos, Roma se regocijó aquel invierno, y vivió ese acontecimiento como el comienzo de una edad dorada que, según los augures, llamaba a las puertas de la humanidad. Todo ello estuvo ayudado por el hecho de que las esposas del triunviro Antonio y el triunviro Octavio estaban embarazadas. Después de haber ascendido tan alto en el éter de la transfiguración creativa que no sabía cómo bajar, Virgilio escribió su cuarta égloga y anunció el nacimiento de un niño que salvaría al mundo. Los más cínicos apostaban a si sería el hijo del triunviro Antonio o el hijo del triunviro Octavio el niño escogido, y nadie se detenía a pensar en hijas. La Décima Era no la traería una niña, eso estaba muy claro.

No es que todo estuviese realmente bien. Se hablaba del juicio secreto de Quinto Salvidieno Rufo, incluso de que nadie, excepto los miembros del Senado, sabía cuáles eran las pruebas presentadas y lo que Salvidieno dijo mientras él y sus abogados ejercían la defensa. El veredicto causó asombro general; había pasado relativamente mucho tiempo desde que un romano había sido ejecutado por traición. Abundaban los exilios, las listas de proscritos, sí, pero no un juicio formal en el Senado en que se aplicara la pena de muerte, que no se podía ejecutar en un ciudadano romano, de ahí el fiasco de, primero, quitar la ciudadanía y, después, la cabeza. Había existido un tribunal de traición, y aunque no funcionó durante años, aún aparecía en las tablillas. ¿Entonces a qué venía el secreto y por qué el Senado?

No había acabado el Senado de disponer de Salvidieno cuando Herodes ya exhibía sus prendas tinas púrpura y oro por las calles de Roma. Se había alojado en una posada en la esquina del Clivus Orbius, desde luego, el alojamiento más caro de la ciudad, y desde sus mejores habitaciones había comenzado a repartir dinero con generosidad a ciertos senadores necesitados. Su petición al Senado de que lo nombrasen rey de los judíos fue debidamente presentada en el Senaculum delante de un número de senadores que superaba por muy poco el quorum sólo gracias a sus generosos «donativos» y a la presencia de Marco Antonio a su lado. En cualquier caso, todo el asunto era hipotético porque Antígono era rey de los judíos con la aprobación de los partos y era poco probable que fuese destronado en un futuro próximo; partos o no, la gran mayoría de los judíos quería a Antígono.

– ¿De dónde has conseguido todo este dinero? -preguntó Antonio mientras entraban en el Senaculum, un pequeño edificio adyacente al templo de la Concordia, al pie del monte Capitolino. El Senado recibía allí a los extranjeros, a quienes no se les permitía la entrada en la casa.

– De Cleopatra -respondió Herodes.

Las enormes manos se entrelazaron.

– ¿Cleopatra?

– Sí. Qué tiene eso de sorprendente.

– Es demasiado avara para darle dinero a nadie.

– Pero su hijo no lo es, y él la gobierna. Además, he aceptado pagarle a ella con las ganancias del bálsamo de Jericó cuando sea rey.

– ¡Ah!

Herodes recibió su senatus consultum que lo confirmaba oficialmente como rey de los judíos.

– Ahora todo lo que tienes que hacer es conquistar tu reino -dijo Quinto Delio mientras disfrutaba de una deliciosa cena; los cocineros de la posada eran famosos.

– ¡Lo sé, lo sé! -replicó Herodes.

– No fui yo quien te robó Judea -dijo Delio con un tono de reproche-. ¿Entonces por qué la tomas conmigo?

– Porque tú estabas allí delante de mis narices comiendo ubre de cerda a razón de una gota de bálsamo de Jericó por bocado. ¿Crees que Antonio moverá el culo alguna vez para luchar contra Pacoro? Ni siquiera ha mencionado una campaña parta.

– No puede. Necesita no perder nunca de vista a aquel dulce muchacho, Octavio.

– ¡Oh, eso lo sabe todo el mundo! -señaló Herodes, impaciente.

– Ya que hablamos de cosas dulces, Herodes, ¿qué ha pasado con tus ilusiones de casarte con Mariamne? ¿Antígono no se habrá casado ya con ella?

– El no puede casarse con ella porque es su tío, y tiene demasiado miedo a sus parientes como para dársela a uno de ellos. -Herodes sonrió y se echó hacia atrás en la silla mientras palmeaba con las manos regordetas-. Además, él no la tiene; yo, sí.

– ¿La tienes?

– Sí, me la llevé y la escondí poco antes de la caída de Jerusalén.

– ¿No eres un tío listo? -Delio vio otro bocado exquisito. ¿Cuántas gotas de bálsamo de Jericó hay en estas ostras rellenas?

Estos y varios incidentes más palidecieron ante el verdadero y continuo problema al que Roma se había enfrentado desde la muerte de César: el suministro de trigo. Después de haber prometido fielmente ser bueno, Sexto Pompeyo había vuelto a asaltar las rutas marítimas y se llevaba los cargamentos de trigo antes de que la cera del pacto de Brundisium estuviese seca del todo. Se hizo cada vez más atrevido, y llegó a enviar destacamentos a la costa italiana allí donde había almacenamiento de trigo, y lo robaba de donde nadie creía que lo hiciese. Cuando el precio del grano público subió hasta los cuarenta sestercios para una ración de seis días, estallaron los disturbios en Roma y en todas las ciudades italianas. Se repartía trigo gratis para los ciudadanos más pobres, pero Divus Julius lo había cortado a ciento cincuenta mil beneficiarios al introducir unas regulaciones de recursos económicos. Pero eso, aullaban las furiosas multitudes, era cuando el trigo tenía un valor de diez sestercios el modius, no de cuarenta. La lista para el reparto de trigo gratis debía ser aumentada para incluir a las personas que no se podían permitir pagar el cuádruple del precio antiguo. Cuando el Senado no aceptó esta demanda, los disturbios se hicieron más graves que en cualquier otro momento desde los días de Saturnino.

Aquélla era una situación incómoda para Antonio, obligado a presenciar en primera persona el tema absolutamente crítico en que se había convertido el suministro de trigo, y consciente de que él, y nadie más, había permitido que Sexto Pompeyo continuase con los asaltos.

Antonio contuvo un suspiro y abandonó todo pensamiento de utilizar doscientos talentos que había reservado para sus placeres en estos mismos placeres; los destinó a la compra de trigo suficiente para alimentar a otros ciento cincuenta mil ciudadanos, y, por lo tanto, se ganó la ilimitada adulación di Censo por Cabezas. ¿De dónde había salido ese dinero? menos que de Pitodoro de Tralles. Antonio le había ofrecido aquel plutócrata su hija Antonia Menor -fea, obesa y lerda-, cambio de doscientos talentos en efectivo, Pitodoro, todavía en sus mejores momentos, había aceptado la oferta en el acto y mugiendo como una ternera huérfana, Antonia Menor ya que de camino a Tralles con algo llamado marido. Mugiendo como una vaca sin terneros, Antonia Hybrida procedió a contarle a toda Roma lo que le había sucedido a su hija.

– ¡Qué cosa más despreciable has hecho! -gritó Octavio a Antonio.

– ¿Despreciable? ¿Despreciable? Ante todo, ella es mi hija y puedo casarla con quien quiera -vociferó Antonio ante aquella nueva manifestación temeraria de Octavio-. En segundo lugar, el precio que recibí por ella ha alimentado al doble de ciudadanos durante un mes y medio. ¡Habla de ingratitud! Me podrías criticar, Octavio, cuando tengas una hija que pueda hacer la décima paute de lo que ha hecho la mía por el Censo de Cabezas.

– Gerrae! -exclamó Octavio despreciativamente-. Hasta que no vayas a Roma y veas por ti mismo lo que está pasando tienes la intención de quedarte con el dinero para pagar tus deudas cada vez más grandes. La pobre niña no tiene ni pizca de inteligencia que la ayude a comprender su suerte; al menos podrías haber enviado a su madre con ella, en lugar de dejara la mujer en Roma llorando su pérdida a cualquier oído dispuesto a escuchar.

– ¿Desde cuándo tienes sentimientos? Mentulam caco!

Mientras Octavio estaba asqueado ante aquella obscenidad, Antonio se marchó, dominado por una furia que incluso a Octavia le resultó difícil de aliviar.

En aquel momento, Gneo Asinio Pollio, al fin cónsul con todo su rango en virtud de haber asumido sus atribuciones, hacer su ofrenda y jurar el cargo, apareció en escena. Se había preguntado qué podía hacer para ennoblecer dos meses de cargo, y ahora tuvo la respuesta: conseguir que Sexto Pompeyo tomase conciencia de la situación. Una cierta justicia le decía que ese hijo menor de un gran hombre tenía algo de derecho de su parte: tenía diecisiete años cuando su padre fue asesinado en Egipto, no había cumplido los veinte cuando su hermano mayor murió en Munda, él había tenido que permanecer impotente mientras un Senado y un pueblo vengativo lo obligaban a una vida fuera de la ley al negarle la oportunidad de recuperar la fortuna de la familia. Todo lo que hubiese hecho falta para evitar esta actual y terrible situación era un decreto senatorial que le permitiese regresar a casa y heredar la posición y la fortuna de su padre. Pero lo primero había sido deliberadamente manchado para aumentar la reputación de sus enemigos y lo segundo había desaparecido hacía tiempo en el pozo sin fondo del financiamiento de la guerra civil.

«Sin embargo -pensó Pollio, que citó a Antonio, a Octavio y a Mecenas a una reunión en su casa-, puedo intentar que nuestros triunviros vean que es necesario hacer algo positivo.»

– Si no es así -dijo mientras bebía vino aguado en su sala de negociaciones- no pasará mucho tiempo antes de que todos los presentes en esta habitación acaben muertos a manos de la masa. Dado que la masa no tiene idea de gobernar, aparecerá un nuevo grupo de amos de Roma; hombres cuyos nombres ni siquiera puedo adivinar ascenderán muy alto desde tales profundidades. Esto no es algo que quiera como final de mi vida. Lo que quiero es retirarme, con la frente cubierta de laureles, para escribir una historia de nuestros tiempos turbulentos.

– Una frase muy bien dicha -murmuró Mecenas cuando sus dos superiores no dijeron nada en absoluto.

– ¿Qué estás diciendo exactamente, Pollio? -preguntó Octavio después de una larga pausa-. ¿Que nosotros, que hemos sufrido a este irresponsable ladrón durante años, hemos visto los cofres del tesoro vacíos debido a sus actividades, debemos callarnos y alabarlo? ¿Decirle que todo está perdonado y que puede volver a casa? Bah.

– Veamos -dijo Antonio con aspecto de hombre de Estado-. Es un poco duro, ¿no? La opinión de Pollio de que Sexto no es tan malo tiene algo de justicia. Personalmente, creo que Sexto ha sido un tanto maltratado, de aquí mi renuencia, Octavio, a aplastar al chico; quiero decir al joven.

– ¡Hipócrita! -gritó Octavio, más furioso de lo que cualquiera de los presentes lo hubiese visto-. Es muy fácil para ti ser bondadoso y comprensivo, haragán, que pasas tus inviernos entregado a la lujuria y a las francachelas mientras yo lucho para alimentar a cuatro millones de personas. ¿Dónde está el dinero que necesito para hacer eso? Vaya, en las cajas de ese patético, pobre e injustamente maltratado muchacho. ¡Porque bóvedas debe de tener, ya que me ha quitado tanto! Cuando m exprime, Antonio, exprime a Roma e Italia.

Mecenas apoyó una mano en el hombro de Octavio; parecía gentil, pero los dedos se clavaron tan fuerte que Octavio hizo una mueca y la apartó.

– No he pedido que vengas hoy aquí a escuchar lo que Son esencialmente diferencias personales -afirmó Pollio con tono fuerte-. Os he pedido que vengáis para ver si entre todos podemos encontrar la manera de tratar con Sexto Pompeyo que sea considerablemente más barata que una guerra en el mar La respuesta es la negociación, no el conflicto. Esperaba de ti que fueses uno de los que lo comprendiese, Octavio.

– Antes haría un pacto con Pacoro para darle todo Oriente -replicó Octavio.

– Comienza a parecer como si no quisieses una solución -dijo Antonio.

– ¡Quiero una solución! ¡La única! Que es: quemar hasta el último de sus barcos, ejecutar a sus almirantes, vender a sus tripulaciones y soldados como esclavos y dejarlo libre para que emigre a Escitia. Porque hasta que no admitamos que es eso lo que debemos hacer, Sexto Pompeyo continuará matando de hambre a Roma e Italia a su capricho. Ese desgraciado no tiene sustancia ni honor.

– Propongo, Pollio, que enviemos una embajada a Sexto y le pida que se reúna con nosotros en una conferencia en… ¿Puteoli? Sí, Puteoli parece un buen lugar -dijo Antonio, que rebosaba buena voluntad.

– Estoy de acuerdo -afirmó Octavio en el acto, algo que sorprendió a todos, incluido Mecenas. ¿Su estallido había sido algo calculado en lugar de espontáneo? ¿Qué se traía entre manos?

Poco después, Pollio cambió de tema, después de que Octavio aceptase ir a la conferencia en Puteoli sin discusión.

– Será algo que te tocará a ti, Mecenas -dijo Pollio-. Pretendo marchar de inmediato a mi proconsulado en Macedonia. El Senado puede tener nombrados suffecius consulis para el resto del año. Un nundinum en Roma es suficiente para mí.

– ¿Cuántas legiones quieres? -preguntó Antonio, aliviado de discutir algo indiscutible en sus límites.

– Creo que seis me bastarán.

– ¡Bien! Eso significa que puedo darle a Ventidio once para que se las lleve a Oriente. Podrá contener a Pacoro y Labieno donde están por el momento. -Antonio sonrió-. Ventidio, un viejo y buen muletero.

– Quizá mejor de lo que crees -señaló Pollio con un tono seco.

– Me lo creeré cuando lo vea. No brilló exactamente mientras mi hermano estaba atrapado en Perusia.

– Tampoco yo, Antonio -replicó Pollio-. Quizá nuestra inactividad se debió a que cierto triunviro no respondió sus cartas.

– Me marcho, si no os importa -dijo Octavio y se levantó-. La mera mención de cartas es suficiente para recordarme que debo escribir un centenar de ellas. Es en momentos como éste cuando deseo tener la capacidad de Divus Julius para mantener ocupados a cuatro secretarios a la vez.

Octavio y Mecenas se marcharon. Pollio miró a Antonio con expresión de furia.

– Tu problema, Marco, es que eres perezoso y chapucero -dijo con un tono amargo-. Si no te levantas pronto de tu podex y haces algo, quizá encuentres que es demasiado tarde para hacerlo.

– Tu problema, como Pollio, es que eres un quisquilloso.

– Planeo se queja, y él encabeza una facción.

– Pues deja que se queje en Éfeso. Cuanto antes se vaya a gobernar la provincia de Asia, mejor.

– ¿Qué pasa con Ahenobarbo?

– Puede continuar gobernando Bitinia.

– ¿Qué hay de los clientes-reinos? Deiotaro está muerto y Galacia está en la ruina.

– Oh, no te preocupes, tengo algunas ideas -respondió Antonio, complacido, para después bostezar-. ¡Dioses, cómo odio Roma en invierno!

X

El pacto de Puteoli con Sexto Pompeyo se concluyó a finales de verano. Lo que Antonio creyó que él no divulgaría, pero que Antonio sabía, era que Sexto no se comportaría como un hombre honorable; en el fondo, era un señor picentino convertido en un pirata e incapaz de mantener su palabra. A cambio de aceptar el libre paso del trigo a Italia, Sexto recibió el reconocimiento oficial como gobernador de Sicilia, Cerdeña y Córcega; también recibió el Peloponeso griego, mil talentos de plata y el derecho a ser elegido cónsul dentro de cuatro años, con Libo como su sucesor al año siguiente. Una farsa, como comprendían todos los que tenían un cerebro más grande que un guisante. «Cómo te debes de estar riendo, Sexto Pompeyo», pensó Octavio acabadas las discusiones.

En mayo, Escribonia, la mujer de Octavio, dio a luz una niña a la que Octavia llamó Julia. A finales de junio, Octavia dio a luz una niña, Antonia.

Una de las cláusulas del contrato con Sexto Pompeyo decía que los exiliados que aún quedaban podían regresar a casa. Eso incluía al exclusivo Tiberio Claudio Nerón, que no había considerado que el pacto de Brundisium le ofreciera suficiente protección. Por consiguiente, había permanecido en Atenas hasta entonces, cuando decidió que podía regresar a Roma con relativa impunidad. Fue difícil, porque la fortuna de Nerón había disminuido a unos niveles alarmantes. Parte de culpa la tenía él, porque había invertido imprudentemente en las compañías publicani que cobraban los impuestos de la provincia de Asia, y fueron expulsados después de que Quinto Labieno y sus mercenarios partos invadiesen Caria, Pisidia y Lycia, las más fructíferas. Pero, por otra parte, no era culpa suya, salvo que un hombre más inteligente hubiese permanecido en Italia para acrecentar su fortuna en lugar de huir y dejarla a disposición de libertos griegos sin escrúpulos y banqueros ineptos.

Por lo tanto, el Tiberio Claudio Nerón que regresó a casa a principios de otoño estaba tan empobrecido que resultó ser una ruin compañía para su esposa. Sus recursos pecuniarios sólo alcanzaban para alquilar una litera y un carro abierto para el equipaje. Aunque le había dado permiso a Livia Drusilia para compartir la litera, ella lo rechazó sin argumentar ninguna de sus razones: una, que los porteadores eran un grupo de hombres esqueléticos que apenas si tenían fuerzas para levantar la litera con Nerón y su hijo a bordo, y dos, que detestaba estar cerca de su marido y de su hijo. Mientras el grupo viajaba a paso de marcha, Livia Drusilia caminaba. El tiempo era precioso: un sol cálido, una brisa fresca, abundancia de sombra, el delicioso perfume de la hierba tostada y de las aromáticas hierbas que los campesinos plantaban para espantar a los insectos durante el invierno. Nerón prefería ir por la carretera, mientras que Livia Drusilia utilizaba el margen, donde las margaritas creaban una alfombra blanca para sus pies y las manzanas tempranas y las últimas peras se podían arrancar de los árboles situados fuera de los huertos. Siempre que no se perdiese de la vista de Nerón, en la litera, el mundo era suyo.

En Teanum Sidicinum dejaron la Vía Apia para seguir por la Vía Latina, que iba tierra adentro; aquellos que continuaban viaje a Roma por la Vía Apia a través de los pantanos Pontinos arriesgaban sus vidas, porque la región estaba infestada por el paludismo.

En las afueras de Fregellae se alojaron en una modesta posada que podía ofrecer un baño correcto, algo que Nerón ordenó con avidez.

– No vacíes el agua después de que mi hijo y yo hayamos acabado -ordenó-. Mi mujer la puede usar.

En su habitación, él la miró con el entrecejo fruncido; con el corazón acelerado, ella se preguntó si su rostro la había traicionado, pero permaneció, modesta y complaciente, para recibir lo que ella ya sabía, gracias a una larga experiencia, qué iba a hacer: una homilía.

– Nos acercamos a Roma, Livia Drusilia, y te pido que hagas todos los esfuerzos posibles para no gastar en exceso -le dijo-. El pequeño Tiberio necesitará un pedagogo el año que viene (un gasto muy inconveniente), pero te corresponde a ti economizar lo suficiente mientras tanto para que no sea una carga. Nada de vestidos nuevos, nada de joyas, y de ninguna manera sirvientes especiales como peluqueros o maquilladoras. ¿Está bien claro?

– Sí, esposo -respondió Livia Drusilia, obediente y con un suspiro interior. Y no era porque no desease tener petaqueros o maquilladoras, sino porque ansiaba con desesperación tener una vida tranquila, segura, libre de críticas. Quería un paraíso donde pudiese leer lo que desease, o escoge una comida sin preocuparse por el coste, o no verse considerada responsable por inútiles gastos. Quería ser adorada, ver cómo los rostros vulgares se iluminaban con la mención de su nombre. Como Octavia, la exaltada esposa de Marco Antonio, cuyas estatuas se levantaban en los mercados de Beneventum, Tapua, Teanum Sidicinum. ¿Qué había hecho ella después de todo, excepto casarse con un triunviro? Sin embargo, la gente le cantaba como si fuese una diosa, rogaba que algún día la viesen viajar entre Roma y Brundisium. La gente no dejaba de hablar de ella, le atribuían la paz. ¡Oh por qué no era ella una Octavia! Pero ¿a quién le importaba la esposa de un noble patricio si su nombre era Tiberio Claudio Nerón?

Él la estaba mirando, extrañado; Livia Drusilia salió de su sueño con un respingo y se lamió los labios.

– ¿Deseas decir algo? -le preguntó él con frialdad.

– Sí, esposo.

– ¡Entonces habla, mujer!

– Estoy esperando otro bebé. Creo que otro hijo. Mis síntomas son idénticos a los que tuve con Tiberio.

Primero llegó la sorpresa y después el desagrado. Su boca se torció, apretó los dientes.

– ¡Oh, Livia Drusilia! ¿No podrías haber hecho mejorías cosas? ¡No puedo permitirme un segundo bebé, menos todavía otro hijo! Será mejor que vayas a la Bona Dea y pidas la medicina tan pronto como estemos en Roma.

– Me temo que es un poco tarde para eso, domine.

– Cacat! -exclamó él con un tono feroz-. ¿Cuánto tiempo llevas?

– Creo que casi dos meses. La medicina se debe tomar dentro de las seis nundinae, y ya he cumplido las siete.

– Incluso así la tomarás.

– Desde luego.

– ¡Todo son inconvenientes! -gritó él, que agitó los puños en el aire-. ¡Vete, mujer! ¡Vete y déjame bañar en paz!

– ¿Todavía quieres que Tiberio te acompañe?

– ¡Tiberio es mi alegría y consuelo, por supuesto que sí!

– ¿Entonces puedo ir a dar un paseo para conocer la ciudad vieja?

– ¡Por lo que a mí respecta, esposa, puedes tirarte por un precipicio!

Fregellae había sido una ciudad fantasma durante ochenta y cinco años, saqueada por Lucio Opimio por rebelarse contra Roma cuando la península estaba dividida en estados italianos mezclados con colonias de ciudadanos romanos. La injusticia de esta actuación había motivado finalmente a los estados italianos a unirse para intentar quitarse el yugo romano. La amarga guerra que había seguido había tenido muchas causas, pero había comenzado con el asesinato del abuelo adoptivo de Livia Drusilia, el tribuno de la plebe Marco Livio Druso.

Quizá porque ella sabía todo eso, con el corazón dolido y luchando para contener las lágrimas, su nieta caminó entre paredes derruidas y viejos edificios todavía en pie. ¡Oh, cómo se atrevía Nerón a tratarla de esa manera! ¿Cómo podía culparla a ella de su embarazo, ya que, de haber tenido la oportunidad, nunca hubiese entrado en su cama? Había descubierto que su marido la detestaba cada vez más desde Atenas; la esposa obediente no era menos obediente, pero detestaba cada momento de aquella obediencia.

Ella sabía de su abuelo, pero lo que ella no sabía era que cincuenta años antes Lucio Cornelio Sila había hecho este mismo paseo mientras se preguntaba por qué había habido aquella matanza, y miraba las rojas amapolas fertilizadas por la sangre italiana y romana, las delicadas cúpulas de cráneos con margaritas amarillas que salían de sus órbitas como ojos coquetos, y se había hecho a sí mismo la pregunta que ningún hombre había sido capaz de responder: ¿por qué vamos a la guerra contra nuestros hermanos? Como él, mientras caminaba, Livia Drusilia vio a un romano que avanzaba hacia ella a través de las lágrimas, y se preguntó si era real o irreal. Al principio buscó furtivamente un lugar donde esconderse, pero mientras él se aproximaba, ella se sentó en la misma base de la columna que Cayo Mario había utilizado como asiento y esperó a que el hombre llegase.

Vestía una toga con los bordes rojos y su cabellera era de color rubio oro; su paso era ágil y seguro, y el cuerpo, debajo de la amplia prenda, delgado y joven. Luego, cuando él estuvo a unos pocos pasos de ella, vio su rostro con claridad. Muy suave, hermoso, severo pero gentil, con ojos de plata bordeados d oro. Livia Drusilia lo miró, boquiabierta.

Octavio también había necesitado escapar; algunas veces las personas lo cansaban, no importaba lo bien intencionadas de sus atenciones o lo indiscutible de su lealtad. La vieja Fregellae estaba cerca de Fabrateria Nova, la ciudad construid» para reemplazarla. Disfrutando del sol, levantó su rostro hacia el cielo sin nubes y dejó vagar su mente sin dirección, algo que no hacía con frecuencia. Aquel lugar en ruinas tenía una extraña seducción, quizá debido a su tranquilidad: el zumbido de las abejas en lugar de las charlas humanas en el mercado, el débil canto de algún pájaro en lugar de los gritos de los vendedores. ¡Paz! ¡Qué hermosa, qué necesaria!

Podía haber sido porque había permitido a su mente aquel momento de libertad que lo invadió en la soledad; por una vez en su atareada vida fue consciente de que nadie estaba allí por él; oh, sí, Agripa, pero no era eso a lo que él se refería. Alguien pendiente sólo de él a la manera de una madre o una esposa aquel delicioso componente de feminidad y devoción desinteresada que Octavia le daba a Antonio o -¡maldita sea!-mamá le había dado a Filipo Júnior. Pero ¡no, él no pensaría en Atia y en su falta de castidad! Mejor pensar en su hermana, la mujer romana más dulce que hubiese existido. ¿Por qué un aburrido como Antonio recibía tanta felicidad? ¿Por qué no tenía él a su propia Octavia, por muy diferente que fuese de su propia hermana?

Tomó conciencia de que alguien caminaba entre los desolados trozos de piedra de Fregellae, una mujer que, al verlo, parecía dispuesta a escapar; luego, ella se sentó en la base de una columna, con lágrimas en sus mejillas resplandecientes debido a la fuerte luz. En un primer momento creyó que era una aparición, pero al hacer una pausa aceptó que era real. Un rostro encantador se volvió primero hacia él y después miró al suelo. Unas hermosas manos aletearon y después se cruzaron en el regazo; ninguna joya las adornaba, pero nada hablaba de sus humildes orígenes. Comprendió en sus huesos que aquélla era una gran señora. Algún instinto en su interior escapó de su jaula y gritó con tal éxtasis que de pronto él comprendió el mensaje divino: ella le había sido enviada, un divino regalo que él no podía rechazar. Casi le gritó en voz alta a su padre divino, luego sacudió la cabeza. «¡Háblale, rompe el hechizo!»

– ¿Te molesto? -preguntó él con una maravillosa sonrisa.

– ¡No, no! -exclamó ella, y se enjugó la última lágrima de su rostro-. ¡No!

Él se sentó a sus pies y la miró con una expresión cómica a aquellos sorprendentes ojos de pronto tiernos.

– Por un momento creí que eras la diosa del mercado dijo él-, y ahora veo un dolor que puede ser el llanto por el destino de Fregellae. Pero no eres una diosa, todavía. Algún día te convertiré en una.

¡Eran unas palabras embriagadoras! Ella no lo comprendía, y lo consideró un tanto loco. Sin embargo, en un instante, en menos tiempo del que tarda en caer un rayo, ella se enamoró.

– Tengo un poco de tiempo -manifestó ella con un nudo en la garganta-, y quería ver las ruinas. Son tan pacíficas. Cuánto deseo la paz! -Esto último lo dijo con pasión.

– Oh, sí, una vez que los hombres acaban con un lugar, desaparecen todos sus terrores. Emana la paz de los muertos, pero tú eres demasiado joven para estar preparándote para la muerte. Mi tío bisabuelo Cayo Mario encontró una vez a otro de mis tíos bisabuelos, Sila, aquí, en medio de la desolación. Algo así como un respiro. Ambos estaban ocupados en hacer otros lugares tan muertos como Fregellae.

– ¿Tú también has hecho eso? -preguntó ella.

– No con intención. Prefiero construir a destruir. Aunque nunca reconstruiré Fregellae. Es mi monumento a ti.

¡Más locuras!

– Bromeas, y yo soy un objeto que no lo merece.

– ¿Cómo podría bromear cuando he visto tus lágrimas? ¿Por qué lloras?

– Autocompasión -contestó ella con toda sinceridad.

– La respuesta de una buena esposa. Tú eres una buena esposa, ¿no es así?

Ella miró su sencilla alianza de oro.

– Procuro serlo, pero algunas veces es difícil.

– No lo sería, de ser yo tu marido. ¿Quién es él?

– Tiberio Claudio Nerón.

Su aliento siseó.

– ¡Ah! Ése. ¿Y tú eres?

– Livia Drusilia.

– De una vieja y buena familia. También una heredera.

– Ya no. Mi dote ha desaparecido.

– Eso implica que Nerón la gastó.

– Sí, después de la huida. En realidad, soy una Claudia de los Nerones.

– Así que tu esposo es tu primo hermano. ¿Tienes hijos?

– Uno, de cuatro años. -Bajó las negras pestañas-. Otro en mi vientre. Debo tomar la medicina -añadió. Ecastor, ¿porqué le había dicho eso a un absoluto desconocido?

– ¿Quieres tomar la medicina?

– Sí y no.

– ¿Por qué sí?

– No me gustan mi marido ni mi primer hijo.

– ¿Y por qué no?

– Porque tengo el presentimiento de que no habrá más hijos de mi vientre. Bona Dea me habló cuando le hice una ofrenda en Capua.

– Acabo de venir de Capua, pero no te vi allí.

– Ni yo a ti.

Se hizo un silencio dulce y sereno, y en su periferia trinaban las alondras y los pequeños insectos cantaban en la hierba una parte intrínseca del mismo, como si incluso el silencio tuviese capas.

«Estoy aprisionada en un hechizo», pensó Livia Drusilia.

– Podría estar sentada aquí para siempre -dijo ella con voz ronca.

– Yo también, pero sólo si tú estás conmigo.

Temerosa de que él se moviera para tocarla y ella no tener la fuerza suficiente para apartarlo, rompió el hechizo con una voz brusca.

– Vistes la toga praetexta, pero eres demasiado joven. ¿Eso significa que eres uno de los compañeros de Octavio?

– No soy un compañero. Soy César.

Ella se levantó de un salto.

– ¿Octavio? ¿Tú eres Octavio?

– Declino responder a ese nombre -manifestó él, pero no con furia-. Soy César Divi Filius. Algún día seré César Rómulo por un decreto del Senado ratificado por el pueblo. Cuando haya conquistado a mis enemigos y no tenga rival.

– Mi marido es tu enemigo jurado.

– ¿Nerón? -Él se echó a reír, divertido de verdad-. Nerón no es nada.

– Es mi marido y árbitro de mi destino.

– Querrás decir que eres su propiedad. ¡Lo conozco! Demasiados hombres incluyen a sus esposas con las bestias y los esclavos. Es una gran pena, Livia Drusilia. Yo creo que una esposa debe ser la más preciada compañera de un hombre, no un objeto.

– ¿Es así como consideras a tu esposa? -preguntó ella mientras él se levantaba-. ¿Como tu compañera?

– No a mi actual esposa. Ella no tiene inteligencia, pobre mujer. -Su toga estaba un tanto desarreglada; él acomodó los pliegues-. Debo marcharme, Livia Drusilia.

– Y yo, César.

Se volvieron para caminar en dirección a la posada.

– Voy de camino a la Galia Transalpina -dijo él en el cruce del camino-. Iba a ser una estancia prolongada, pero después de conocerte no lo podrá ser. Regresaré antes de que acabe el invierno. -Sus blancos dientes contrastaron con la piel bronceada cuando sonrió-. Cuando regrese, Livia Drusilia, me casaré contigo.

– Ya estoy casada, y soy fiel a mis votos. -Ella se irguió en toda su estatura con una dignidad conmovedora-. No soy Servilia, César. No romperé mis votos ni siquiera contigo.

– ¡Por eso me casaré contigo! -Él tomó el desvío de la izquierda sin mirar atrás, aunque su voz fue claramente audible-. Sí, y Nerón nunca se divorciará de ti para que te cases con alguien como yo, ¿verdad? ¡Qué terrible situación! ¿Cómo se podrá resolver?

Livia Drusilia lo miró hasta que se perdió en la distancia. Sólo entonces recordó para qué servían los pies y comenzó a caminar. ¡César Octavio! Por supuesto eran un montón de tonterías; bien podía ser que él dijese las mismas cosas a todas las muchachas bonitas que encontraba. El poder hacía que los hombres se creyesen irresistibles; bastaba recordar cómo Marco Antonio había hecho lo imposible por conquistarla. El único problema de este razonamiento era que ella se había sentido asqueada de Antonio, pero se había enamorado de su rival, una mirada y había caído.

Cuando ella le había ofrecido huevos y leche a la serpiente sagrada que vivía en el santuario de Bona Dea, en Capua, ésta había salido de una grieta con sus resplandecientes escamas que el sol había convertido en oro para oler y, a continuación, beber la leche, engullir los dos huevos y, luego, levantar su cabeza en forma de cuña para mirarla con sus inmóviles ojos fríos. Ella le había devuelto la mirada sin miedo, la escuchó hablar en un lenguaje extranjero en su interior y le tendió la mano para acariciarla. La serpiente había apoyado la barbilla en sus dedos y, sacando la lengua, fuera, dentro, hiera, dentro, le había dicho… ¿qué le había dicho? Como en una espesa niebla gris, ella se esforzó por recordar, e imaginó que le traía un mensaje de Bona Dea: si ella estaba preparada para hacer el sacrificio, la Bona Dea le regalaría el mundo. Aquello había acontecido el día en que sabía con certeza estar embarazada. Nadie nunca veía a la serpiente sagrada, que esperaba hasta la noche para salir a beber la leche y comer los huevos. Sin embargo aquel momento se le había manifestado a pleno sol, una larga serpiente dorada gruesa como su brazo. «¡Bona Dea, Bon Dea, dame el mundo y yo restauraré tu culto para que vuelva ser lo que era antes de que se entrometiesen los hombres!»

Nerón estaba leyendo unos pergaminos. Cuando su esposa entró, él alzó la mirada con una expresión ceñuda.

– Una caminata muy larga, Livia Drusilia, para alguien qUe camina por la carretera todo el día.

– Tuve una conversación con un hombre en las ruinas de Fregellae.

Nerón se puso rígido.

– ¡Las esposas no conversan con hombres extraños!

– No era un extraño. Era César Divi Filius.

Eso provocó que Nerón soltase una diatriba que Livia Drusilia había escuchado antes muchas veces, así que se sintió libre para dejar a su marido con la simple excusa de utilizar el agua del baño antes de que se enfriase del todo. Cosa que hizo, aunque se tuvo que armar de coraje después de ver la espuma de piel muerta y aceites corporales que flotaban en la superficie y de oler el hedor del sudor. Conociendo a Nerón, probablemente había orinado en el agua; sin duda, Tiberio lo había hecho. Con un paño quitó todos los restos que pudo antes de sumergirse en el agua apenas tibia. Mientras pensaba que no tendría el menor reparo en abandonar la virtud de una esposa por cualquier hombre que le ofreciese un baño caliente y perfumado en una preciosa bañera de mármol sólo utilizada por ella. Después de borrar cosas como la orina y la suciedad de su mente, soñó que ese hombre era César Octavio, que decía la verdad cuando hablaba.

Lo había dicho de verdad, aunque dedicó la caminata de regreso a la casa del duumvir en Fabrateria a reprocharse a sí mismo la más torpe de las proposiciones amorosas jamás hechas.

«¿Ves lo que ocurre cuando tientas a los dioses? -se preguntó con una sonrisa severa-. Desprecio el sentimentalismo, considero débiles a los hombres que afirman que una mirada los ha traspasado con el dardo de Cupido. Sin embargo, aquí estoy, con una flecha que sobresale de mi pecho, enamorado a más no poder de una muchacha a la que ni siquiera conozco. ¿Cómo puede ser? ¿Cómo puedo yo, tan racional y distante, haber sucumbido a una emoción que está en contra de todo lo que creo? ¡Ha tenido que ser la visita de algún dios, ha tenido que hacerlo! ¡De lo contrarío, no tiene sentido! ¡Soy racional y distante! ¿Por lo tanto, por qué siento esta increíble descarga de amor? ¡Oh, me conmueve de una forma insoportable! Quiero cargar todos sus problemas sobre mis hombros, quiero cubrirla de besos, quiero estar con ella durante el resto de mi vida. Livia Drusilia, la esposa de un pretencioso y pedante como Tiberio Claudio Nerón. Otra de la misma carnada, otra Claudia. La rama de los Claudio apellidada Pulcher produce cónsules y censores independientes, nada ortodoxos, mientras que la rama apellidada Nerón es famosa por producir don nadies. Nerón es un don nadie; un hombre orgulloso, testarudo y mezquino que nunca aceptará divorciarse de su esposa para que se case con César Octavio.»

Su rostro bailó ante sus ojos, lo enloqueció. Ojos rayados, pelo negro, la piel como leche cremosa, labios rojos. ¿Entonces aquello podría ser un simple impulso sexual? ¿Podía estar sufriendo del mismo mal que siempre metía en problemas a Marco Antonio? ¡No, eso no se lo podía creer! Fuera lo que fuese aquella extraña emoción, debía de haber una razón mejor para ella que una simple comezón en el pene. «Quizá -se preguntó Octavio mientras un carro lo llevaba de vuelta a Roma- cada uno de nosotros tiene una pareja natural, y yo he encontrado la mía. Como las tórtolas. La esposa de otro hombre, y premiada con su hijo. Eso no cambia nada. ¡Ella me pertenece a mí!»

Con el transcurrir de los días se dio cuenta de que no terna a nadie a quien confiar su secreto aunque lo hubiese deseado. Con las flotas cargadas de trigo amarradas sanas y salvas en Puteoli y Ostia y el precio del trigo más bajo -de hecho, como debía ser por lo menos aquel año-, Antonio había decidido regresar a Atenas y llevarse a Octavia y a su prole con él. Octavia quizá era la única persona en la que podía confiar en aquel terrible dilema emocional, pero ella era inmensamente feliz con Antonio y estaba ocupada con los preparativos del viaje. Esas dos cosas podían propiciar que la confidencia pasase a su marido, que se reiría y se burlaría de él de una manera insufrible. «¡Ja, ja, ja, Octavio, tú también puedes ser regido por tu miembro!» Octavio ya lo escuchaba. Por lo tanto, descartó a la familia Antonia y pasó a preguntarse si Agripa podría darle las palabras de sabiduría al respecto cuando él llegase a Narbo, cerca de la frontera con Hispania y a un mes de viaje de Roma.

Su estado mental lo atormentaba, porque la pasión sentía incómoda en alguien cuyos hábitos cerebrales eran fríamente lógicos y las emociones se suprimían con gran decisión. Confuso, inquieto, anhelante, Octavio perdió el apetito por la comida y estuvo cerca de perder la razón. Perdía peso a ojos vistas, como si alguna hoguera de aire caliente lo evaporase ni siquiera era capaz de comenzar a pensar en griego. Pensar en griego era una manía, algo que hacía con decisión de hierro porque era muy difícil. Sin embargo, allí estaba él, con medio centenar de comunicaciones para dictar en griego, obligado a dictarlas en latín con breves instrucciones a sus secretarios para que hiciesen sus propias traducciones.

Mecenas no estaba en Roma, lo que significaba que era Escribonia quien, en la víspera de la partida de Octavio hacia la Galia Transalpina, reunió el coraje para decir algo.

Había sido muy feliz durante el tranquilo embarazo, y había dado a luz un bebé, Julia, rápida y fácilmente. El bebé era, a todas luces, hermoso, desde sus delicados mechones hasta sus brillantes ojos azules, demasiado claros para convertirse en castaños con el paso de los meses. Sin recordar nunca a Cornelia con alegría, Escribonia se dedicó a cuidara su hija, más enamorada de ella que su distante y meticuloso marido. Que él no la amase no era una gran pena, porque la trataba con bondad, siempre con cortesía y respeto, y había prometido que, tan pronto como se recuperase totalmente del parto, él visitaría de nuevo su cama. «¡Que la próxima vez sea un niño!», imploró ella, e hizo ofrendas a Juno Sospita, Magna Mater y Spes.

Pero algo le había sucedido a Octavio en su viaje de regreso a Roma después de una visita a los campos de entrenamiento de la legión instalados alrededor de la vieja ciudad militar de Capua. Escribonia tenía sus propios ojos y oídos para percatarse de ello, pero también tenía a varios sirvientes, incluido Cayo Julio Burgundino, que era el mayordomo de Octavio y el nieto del amado liberto germano de Divus Julius, Burgundus, que la mantenían informada. Aunque siempre se quedaba en Roma como mayordomo de la domus Hortensia, tenía tantos hermanos, hermanas, tíos y tías sirviendo a Octavio que algunos de ellos siempre acompañaban a su patrón allí donde viajase. Octavio había salido a dar un paseo por Fregellae -según Burgundino, que venía cargado con noticias- y había vuelto de un humor que nunca nadie había visto antes. La teoría de Burgundino era que parecía como si lo hubiera visitado un dios, pero era sencillamente una de tantas.

Escribonia temía una enfermedad mental, porque el calmo y discreto Octavio se mostraba irritable, de mal genio y crítico de cosas a las que generalmente no hacía caso. De haberlo conocido tan bien como lo conocía Agripa, ella hubiese visto todo esto como una prueba de su autodesprecio, y hubiera acertado. En cambio, intentó recordarle que necesitaba su fuerza, y, por lo tanto, debía comer.

– Necesitas tu fuerza, querido, así que debes comer -le dijo cuando le sirvió una cena deliciosa que había escogido-. Mañana marchas a Narbo, y no te servirán ninguno de tus platos favoritos. ¡Por favor, César, come!

– Tace! -exclamó él y se levantó del diván-. ¡Ten cuidado con tus modales, Escribonia! Te estás convirtiendo en una arpía -Se tambaleó, con un pie levantado, mientras un sirviente se esforzaba en abrocharle el zapato-. ¡Humm! ¡Buena palabra! ¡Una auténtica arpía, un monstruo!

A partir de aquel momento, y hasta que ella escuchó los sonidos de su partida a la mañana siguiente, no lo volvió a ver. Corrió, con las lágrimas rodando por sus mejillas, y llegó a tiempo para ver su cabeza dorada cuando desaparecía en el carro, la capota levantada contra la lluvia que caía. César dejaba Roma, y Roma lloraba.

– ¡Se ha marchado sin decirme adiós! -le gritó a Burgundino, que estaba a su lado, la cabeza gacha.

Él le tendió un pergamino, con la mirada puesta en cualquier parte menos en ella.

Domina, César me ordenó que te diese esto.

Por la presente te concedo el divorcio.

Mis razones son éstas: vejez, arpía, malos modales, incompatibilidad y extravagancia.

Le he dado órdenes a mi mayordomo para que te traslade a ti y a nuestros hijos a mi vieja domus, en el Ox Heads, cerca de la Curiae Veteres, donde vivirás y criarás a mi hija como corresponde a su elevada posición. Deberá ser bien educada y no se le pondrá a hilar o tejer. Mis banqueros te pagarán una asignación adecuada, y podrás disponer como quieras de tu dote. Ten presente que puedo poner punto final a este generoso arreglo en cualquier momento, y lo haré si escucho cualquier rumor acerca de tu comportamiento. En ese caso, te devolveré a tu padre y asumiré la custodia de Julia; además, no te permitiré que la veas.

Estaba sellado con la esfinge. Escribonia lo dejó caer de los dedos, que, de pronto, se habían quedado entumecidos y sentó en un banco de mármol con la cabeza entre las rodillas para aliviar el mareo.

– Se ha acabado -le dijo a Burgundino, que seguía al lado.

– Sí, domina -respondió él con voz amable; le había gritado.

– Pero ¡si no he hecho nada! ¡No soy una arpía! No soy ninguna de esas cosas horribles que menciona. ¡Vieja! ¡Aún no ha cumplido los treinta y cinco!

– Las órdenes de César son que debes marcharte hoy, domina.

– ¡Si no he hecho nada! ¡No me merezco esto!

«Pobre mujer, lo irritaste -pensó Burgundino, obligado al silencio por los vínculos de cliente-. Él le dirá a todo el mundo que eres una arpía sólo para salvar la cara. ¡Pobre mujer! Y pobre la pequeña Julia.»

Marco Vipsanio Agripa estaba en Narbo porque los aquitanos habían estado causando problemas, y lo habían obligado a enseñarles que Roma aún producía excelentes tropas y generales muy competentes.

– Saqueé Burdigala, pero no la incendié -le dijo a Octavio cuando llegó después de un agotador viaje que lo había visto sucumbir ¡§ asma por primera vez en dos años-. Ni oro ni plata, pero una montaña de buenas ruedas de carro con flejes de hierro, cuatro mil excelentes barriles y mil quinientos hombres de buen físico para vender como esclavos en Massilia. Los vendedores se están frotando las manos de alegría; ha pasado mucho tiempo desde que los mercados vieron una mercadería de primera clase. No me pareció político esclavizar a las mujeres y a los niños, pero siempre puedo hacerlo si lo deseas.

– No, pero si tú lo deseas. Las ganancias de los esclavos son tuyas, Agripa.

– No durante esta campaña, César. Los hombres nos darán dos mil talentos, a los que pienso darles un destino mejor que guardarlos en mi bolsa. Mis necesidades son pocas, y tú siempre cuidarás de mí.

Octavio se sentó más erguido, los ojos brillantes.

– ¡Un plan! ¡Tienes un plan! ¡Explícamelo!

Como respuesta, Agripa se levantó para buscar un mapa y lo extendió sobre su mesa. Octavio se inclinó sobre él y vio que representaba con considerables detalles la zona alrededor de Puteoli, el principal puerto de Campania, a un centenar de millas al sudoeste de Roma.

– Llegará el día en que tendrás las suficientes naves de guerra para poder derrotar a Sexto Pompeyo -dijo Agripa, que mantuvo un tono neutral-. Calculo que unas cuatrocientas naves. Pero ¿dónde hay una bahía lo bastante grande como para acoger a la mitad? Brundisium. Tarentum. Sin embargo, ambos puertos están separados de la costa toscana por el estrecho de Messana, donde Sexto está siempre a la espera. Por consiguiente no podemos anclar nuestras flotas en Brundisium o Tarentum. Miremos ahora los puertos del mar Tirreno: Puteoli está demasiado congestionado por las naves comerciales, Ostia tiene el problema de los barcos, Surrentum está abarrotado con barcas pesqueras y Cosa debe ser mantenido para los lingotes de hierro de Ilva. A esto hay que añadir que son vulnerables a un ataque de Sexto, incluso si pudiesen acoger a cuatrocientas grandes naves.

– Soy consciente de todo esto -manifestó Octavio con voz cansada; el asma le había robado sus fuerzas. Su puño cayó sobre el mapa-. ¡Inútil, inútil!

– Hay una alternativa, César. La he estado pensando desde que comencé a visitar los astilleros. -La mano grande y bien formada de Agripa sobrevoló el mapa, y su dedo índice señaló dos pequeños lagos cerca de Puteoli-. Aquí está nuestra respuesta, César. Los lagos Lucrino y Avernio. El primero es poco profundo y sus aguas son calentadas por los Campos de Fuego. El segundo es insondable, con el agua tan fría que debe de llevar directamente al ultramundo.

– Bueno, es lo bastante oscuro y lúgubre, en cualquier caso -dijo Octavio, que era un escéptico religioso-. Ningún campesino talará el bosque a su alrededor por miedo a enfadar a los lémures.

– El bosque debe desaparecer -manifestó Agripa con un tono enérgico-. Pretendo unir el lago Lucrino con el Avernio por medio de varios grandes canales. Luego derribaré el dique que hay en el lago Lucrino y que lo separa del mar para que las aguas marinas inunden el lago. El agua de mar pasará por los canales y poco a poco convertirá en salado el lago Avernio.

El rostro de Octavio mostró una expresión donde se combinaban el asombro y la incredulidad.

– Pero el dique fue construido sobre la lengua de tierra que separa el lago Lucrino del mar para asegurar que las aguas del lago tuviesen exactamente la temperatura y la salinidad correctas para criar ostras -señaló, su mente fija en el fisco-. Dejar que entre el mar destruiría los cultivos de ostras. ¡Agripa, tendrás a centenares de criadores de ostras que pedirán tu ciudadanía, tu sangre y tu cabeza!

– Podrán tener de nuevo sus ostras cuando derrotes a Sexto de una vez por todas -replicó Agripa, sin preocuparse un ápice por arruinar una industria que venía existiendo desde generaciones-. Lo que yo derribe lo podrán levantar de nuevo más tarde. Si esto se hace como lo imagino, César, tendremos una enorme extensión de agua calma y protegida donde anclar todas nuestras flotas. No sólo eso, también podremos entrenar a las tripulaciones y a los marinos en el arte de la guerra naval sin necesidad de preocuparnos de un ataque de Sexto. La entrada será demasiado estrecha para que dos de sus naves puedan pasar a la vez. Para asegurarnos de que no nos aceche lejos de la costa, a la espera de que salgamos, voy a construir dos grandes túneles entre el Avernio y la playa, en Cumae. Nuestras naves podrán remar por estos túneles con total impunidad y surgir para atacar a Sexto por el flanco.

Esta exposición sacudió a Octavio como si lo hubiesen sumergido en agua helada.

– Eres otro César -dijo con voz pausada, tan asombrado que olvidó llamar a su padre adoptivo Divus Julius-. Éste es un plan cesáreo, una obra maestra de la ingeniería.

– ¿Yo otro Divus Julius? -Agripa pareció asombrado-. No, César, la idea es puro sentido común y su ejecución un tema de duro trabajo, no de un genio de la ingeniería. Al ir de un astillero a otro he tenido mucho tiempo para pensar. Una cosa que había olvidado es el hecho de que los barcos no se pueden impulsara sí mismos. Desde luego tendremos algunas flotas completamente tripuladas, pero quizá dos tercios serán naves nuevas sin tripulación. La mayoría de las galleras que he encargado son quinquerremes, aunque he tomado tres de los astilleros que no están equipados para transformarlas en algo cercano a los doscientos pies de eslora y los veinticinco pies de manga.

– Los quinquerremes son muy lentos -señaló Octavio, y demostró que no era un completo ignorante cuando se trataba de galeras de guerra.

– Sí, pero los quinquerremes tienen la ventaja del tamaño y pueden llevar dos terribles espolones de bronce. He preferido los quinquerremes modificados (no más de dos hombres con remos en tres bancadas), dos, dos y uno. Mucho espacio en cubierta para un centenar de marinos, además de catapultas y ballestas. A una media de treinta bancadas por lado, suman trescientos remeros por nave. Además de treinta tripulantes.

– Comienzo a ver tu problema. Pero, por supuesto, tú lo has resuelto. Trescientas veces, trescientos remeros: un total de noventa mil. Además, cuarenta y cinco mil marineros y veinte mil tripulantes. -Octavio se estiró como un gato contento-. No soy un general de tropas o almirante de flotas, pero soy un maestro de la ciencia de la logística.

– ¿Preferirías tener ciento cincuenta marineros por barco más que cien?

– Eso creo. Se lanzarían sobre el enemigo como hormigas.

– Veinte mil hombres me bastarán para empezar -dijo Agripa-. Quiero comenzar por construir el puerto, y, para eso, alguien puede presionar a los ex esclavos que vagan por Italia a la búsqueda de latifundios que tus repartidores de tierras han dividido para los veteranos. Yo les pagaré con los beneficios de la venta de esclavos, los alimentaré y les daré albergue. Si sirven para algo, más tarde podrán entrenarse como remeros.

– Un empleo con incentivos -comentó Octavio con una sonrisa-. Eso es inteligente. Esos pobres diablos no tienen nada para volver a casa, por consiguiente, ¿por qué no ofrecerles casas y estómagos llenos? Antes o después acabarán en Lucania para convertirse en bandidos. Esto es mucho mejor. -Chasqueó la lengua-. Esto va a ser lento, mucho más lento de lo que esperaba. ¿Cuánto, Agripa?

– Cuatro años, César, incluido el que viene, pero no en el que estamos.

– Sexto nunca cumplirá el pacto ni la tercera parte de ese tiempo. -Las largas pestañas doradas bajaron para ocultar los ojos-. Mucho menos ahora que me he divorciado de Escribonia.

– Cacat! ¿Por qué?

– Es una arpía, y no soporto más vivir con ella. Todo lo que yo quiero, ella no lo quiere. Así que se queja, se queja y se queja.

La astuta mirada de Agripa no se apartó del rostro de Octavio. «Vaya, parece que el viento ha cambiado de dirección. Ahora sopla de un cuadrante que no identifico. César está planeando algo, las señales son inconfundibles. ¿Qué estará planeando que requiere el divorcio con Escribonia? ¿Una arpía? ¿Una quejica? Eso no encaja, César, no puedes engañarme.»

– Necesitaré a varios hombres para que supervisen el trabajo en los lagos. ¿Te importa si los escojo? Es probable que sean ingenieros militares de mis propias legiones. Pero necesitarán protección de alguien con poder. Un propretor, si tienes alguno del que puedas prescindir.

– No, tengo un procónsul, si te vale.

– ¿Un procónsul? ¡No será Calvino, qué pena! Qué lástima que lo enviaras a Hispania. Él sería ideal.

– Se le necesita en Hispania. Hay tropas amotinadas.

– Lo sé. El problema allí comenzó con Sertorio.

– ¡Sertorio estuvo allí hace más de treinta años! ¿Cómo puede ser el culpable?

– Alistó a pueblos locales y les enseñó a luchar como romanos. Por eso ahora las legiones de Hispania son, en su mayor parte, eso: hispanas. Un grupo feroz, pero no bebieron la disciplina romana con las leches de sus madres. Una razón por la que no intentaré el mismo experimento en las Galias, César. Pero volvamos a nuestro tema. ¿Quién?

– Sabino. Incluso si hubiese una provincia que necesitase un nuevo gobernador (que no la hay), Sabino no la quiere, Quiere permanecer en Italia y participar en las maniobras navales cuando ocurran. -Esbozó una sonrisa-. No será muy agradable escucharlo cuando descubra que faltan cuatro años. No le confiaría las legiones, pero creo que será un excelente supervisor de ingenieros para Puerto Julio. Es así como llamaremos a tu puerto.

Agripa se echó a reír.

– ¡Pobre Sabino! Nunca se perdonará aquella maldita batalla mientras César conquistaba la Galia Transalpina.

– Se creía muy grande entonces, y también se lo cree ahora. Te lo enviaré para que lo prepares a fondo en lo que se debe hacer. ¿Estarás aquí en Narbo?

– No, a menos que se dé prisa, César. Marcho a Germania.

– ¡Agripa! ¿En serio?

– Muy en serio. Los suevos están furiosos y se han acostumbrado a ver lo que queda del puente de César a través del Rin. No es que vaya a utilizarlo. Voy a construir mi propio puente, corriente arriba. Los ubios comen de mi mano, así que no quiero que ellos o los queruscos se asusten. Por lo tanto, entraré en territorio suevo.

– ¿En el bosque?

– No. Lo haría, pero las tropas tienen miedo de los Bacenis; es demasiado oscuro y lúgubre. Creen que hay un germano detrás de cada árbol, por no hablar de los osos, los lobos y los auroeos.

– ¿Los hay?

– Detrás de algunos, por lo menos. No tengas miedo, César, iré con cuidado.

Dado que era políticamente correcto que e) heredero de César se presentase a sí mismo a las legiones de la Galia, Octavio permaneció el tiempo suficiente para visitar a cada una de las seis legiones acampadas alrededor de Narbo, y caminó entre los soldados y les dedicó la vieja sonrisa de César; muchos eran veteranos de las guerras galas, y se habían alistado de nuevo por el puro aburrimiento en la vida civil. «Eso tenía que acabarse», pensó Octavio mientras hacía sus rondas, la mano derecha destrozada de tantos entusiastas apretones. Algunos de estos hombres se habían convertido en grandes propietarios de tierras a través de una docena de alistamientos; se los licencia, se hacen con diez iugera cada uno, y un año más tarde están de vuelta para otra campaña. Entran, salen, entran, salen, y cada vez acumulan más tierra. Roma necesita tener un ejército permanente, sus hombres alistados para servir veinte años sin licencia. Luego, al final, recibirán una pensión monetaria en lugar de tierra. Italia no es tan grande, e instalarlos en las Galias, las Hispanias, o Bitinia o donde sea no les gusta. Son romanos y añoran una vejez en casa. Mi padre divino acomodó a la décima en los alrededores de Narbo porque se amotinaron, pero ¿dónde están estos hombres ahora? Pues en las legiones de Agripa.

«Un ejército debe estar donde está el peligro, dispuesto a luchar en un nundinum. Se acabó eso de enviar pretores a reclutar, equipar y entrenar tropas con una prisa tremenda alrededor de Capua, para después enviarlos en una marcha de mil millas a enfrentarse con el enemigo de inmediato. Capua continuará siendo el campo de entrenamiento, sí, pero en el momento en que un soldado haya acabado su instrucción, debe ser enviado inmediatamente a alguna frontera para incorporarse a una legión ya instalada allí. Cayo Mario abrió las legiones al alistamiento de los pobres del Censo por Cabezas; ¡oh, cómo lo odiaron los boni por eso! Para los botti (los hombres buenos), los pobres del Censo por Cabezas no tenían nada que defender, ni tierras ni propiedades. Pero los soldados del Censo por Cabezas resultaron ser incluso más valientes que los viejos propietarios, y ahora las legiones de Roma están formadas exclusivamente por el Censo por Cabezas. Hubo una vez en que los proletarios no tenían nada que dar a Roma excepto hijos; ahora le dan a Roma su valor y sus vidas. ¡Una brillante jugada. Cayo Mario!»

Divus Julius era un extraño. Sus legionarios lo adoraban mucho antes de ser deificado, pero él nunca se preocupó en iniciar los cambios que pedía a gritos el ejército. Ni siquiera pensaba en ellos como un ejército, sino como legiones. Era un hombre constitucional, alguien a quien le desagradaba cambiar la Constitución, el mos maiorum, pese a todo lo que los boni dijeron. Pero Divus Julius se había equivocado en cuanto al mos maiorum.

Hacía falta desde hacía tiempo un nuevo mos maiorum. La frase podía significar la manera como siempre se habían hecho las cosas, pero los recuerdos de las personas son cortos, y un nuevo mos maiorum se convertiría en otra sagrada reliquia. «Ahora es el momento para una estructura política diferente, una más adecuada para gobernar un gran imperio. ¿Puedo yo, César Divi Filius, permitir verme secuestrado por un puñado de hombres decididos a arrebatarme mi poder político? Divus Julius permitió que eso le ocurriese, tuvo que cruzar el Rubicón en un acto de rebeldía para salvarse. Pero un buen mos maiorum nunca hubiese permitido que los Cato Uticenses, los Marcelo y los Pompeyo empujasen a mi divino padre a estar fuera de la ley. Un buen mos maiorum lo hubiese protegido, porque no había hecho nada que aquel sapo orgulloso de Pompeyo Magno no hubiese hecho una docena de veces. Era el caso clásico de una ley para ese hombre, Pompeyo, pero otra ley para aquel otro hombre, César. A César se le había partido el corazón ante la mancha en su honor, de la misma manera que se le había roto cuando la Novena y la Décima se amotinaron. Ninguna de estas cosas hubiese ocurrido de haber mantenido un ojo más atento y un mayor control, sobre todo, desde sus locos oponentes políticos hasta sus inquietos parientes. ¡Bueno, eso no va a ocurrirme a mí! Voy a cambiar el mos maiorum y la manera de gobernar Roma para que se acomode a mí y a mis necesidades. No me veré declarado fuera de la ley. No libraré una guerra civil. Lo que deba hacer lo haré legalmente.»

Habló de todo esto con Agripa durante la cena en su último día en Narbo, pero no habló de su divorcio, de Livia Drusilia o del dilema de elección al que se enfrentaba. Porque vio, como a plena luz del sol de verano, que Agripa debía ser mantenido aparte de sus tribulaciones emocionales. Eran una carga inadecuada para Agripa, que no era su mellizo o su padre divino, sino un ejecutivo militar y civil de su propia creación. Su invencible brazo derecho.

Al finalizar la velada besó a Agripa en ambas mejillas y subió a su carro para el largo viaje de regreso a casa, hecho toda vía más largo por su decisión de visitar a todas las demás legiones en la Galia Transalpina. Todos debían ver y conocer al heredero de César, todos debían haber estado ligados a él personalmente. Porque ¿quién sabía dónde o cuándo necesitaría de su alianza?

Incluso con este duro programa, regresó a casa mucho antes de finales de año, sus prioridades estaban ya establecidas en un orden definitivo, algunas de extrema urgencia. Pero la primera en su lista era Livia Drusilia. Sólo con ese asunto resuelto estaría en condiciones de aplicar su mente a cosas más importantes. Porque en sí mismo no era una cosa importante; debía su poder sólo a una debilidad en él, una deficiencia que no podía descubrir, y a la que había renunciado a intentarlo. Por consiguiente, lo mejor era acabar con aquello de una vez.

Mecenas estaba de regreso en Roma felizmente casado con su Terencia, cuya tía abuela, la formidable y fea viuda del augusto Cicerón, aprobaba firmemente la unión ya que Mecenas era un hombre encantador y de buena familia. Era unos años mayor que Cicerón, tenía más de setenta, pero aún controlaba su inmensa fortuna con mano de hierro y un enciclopédico conocimiento de la leyes religiosas que le permitían evadir el pago de impuestos. La guerra civil de César contra Pompeyo Magno había visto a su familia dispersa y arruinada; el único sobreviviente era su hijo, un irascible borracho al que ella despreciaba. Así pues, había lugar para un hombre en su duro y viejo lecho, y Mecenas se acostó en él con toda comodidad. ¿Quién sabe? Quizá algún día sería el heredero de su fortuna, aunque en privado le informó a Octavio de que estaba convencido de que ella viviría más que todos ellos, y que había encontrado la manera de llevarse el dinero con ella cuando se muriera.

Por lo tanto, Mecenas estaba disponible para negociar con Nerón; el único problema radicaba en el hecho de que Octavio aún no le había dicho ni una palabra de su pasión por Livia Drusilia a nadie, ni siquiera a Mecenas, quien sin duda lo escucharía con expresión grave y luego intentaría convencerlo para que desistiera de esa estrafalaria unión. Tampoco, dada la estupidez de Nerón y lo intratable que era, permitiría a Mecenas disfrutar de sus habituales ventajas. En su mente. Octavio había equiparado este enamoramiento con la intimidad de las funciones corporales; nadie debía verlo o escucharlo. Los dioses no defecaban, y él era el hijo de un dios que algún día sería también un dios. Había mucho en la religión oficial que él consideraba mera tontería, pero su escepticismo no incluía a Divus Julius o a su propia condición, que él no consideraba a la manera griega. No había ningún Divus Julius sentado en lo alto de una montaña o vivienda en el templo que Octavio construía para Divus Julius en el foro; no, Divus Julius era una fuerza incorpórea cuya adicción al Panteón de fuerzas había aumentado el poder romano, la excelencia militar romana. Una parte había entrado en Agripa, de eso estaba seguro. Y mucho había entrado en él; lo notaba circulando por sus venas, y había aprendido el truco de formar una pirámide con los dedos para que la fuerza fuese todavía mayor.

¿Un hombre así confesaba sus debilidades a otro hombre? No, no lo hacía. Podía confesar sus frustraciones, sus esfuerzos, sus momentos de depresión práctica, pero nunca las debilidades o los fallos en su carácter. Por lo tanto, quedaba descartado utilizar a Mecenas. Tendría que conducir estas negociaciones él solo.

El veintitrés de septiembre era el día de su cumpleaños, y ahora había celebrado veinticuatro. Una niebla había descendido sobre los años inmediatamente después del asesinato de su divino padre; no recordaba muy bien cómo había conseguido la fuerza para embarcarse en su carrera, consciente de que algunos de sus actos se debían a la locura de la juventud. No obstante, habían dado buen resultado, y era eso lo que recordaba. Filipos había sido un refugio, porque, después de aquello, lo recordaba todo con absoluta claridad. Sabía por qué. Después de Filipos se había enfrentado a Antonio y había ganado. Una sencilla petición: la cabeza de Bruto. Había sido entonces cuando su futuro se había desplegado delante de su mirada interior y había visto su camino. Antonio había cedido después de una representación que iba desde una furia aterrorizadora hasta unas lágrimas patéticas. Sí, había cedido.

Sus encuentros con Antonio no habían sido numerosos desde entonces, pero en cada uno de ellos se había encontrado más fuerte, hasta que, en el último de ellos, había hablado con toda claridad sin siquiera el más mínimo temblor en su respiración. Ya no era el igual de Antonio; era el superior de Antonio. Quizá porque Divus Julius nunca había conseguido doblegarlo, Cato Uticenses acudió a su mente, y comprendió por fin aquello que Divus Julius siempre había sabido: que nadie puede doblegar a un hombre que no es consciente de tener una imperfección. «Saca a Cato Uticenses de la ecuación y tienes a Tiberio Claudio Nerón. Otro Catón, pero un Catón sin inteligencia.»

Fue a casa de Nerón a una hora de la mañana que lo vería llegar después de la marcha del último de los clientes de Nerón, pero antes de que el propio Nerón pudiese salir a respirar el aire húmedo del invierno y ver lo que estaba pasando en el foro. De haber sido Nerón un abogado de fama podría haber estado defendiendo a algún noble villano contra las acusaciones de malversación o fraude, pero su abogacía no era valorada; representaba a sus amigos en la cuarta o quinta posición sí se lo pedían, pero ninguno lo había hecho en los últimos tiempos. Su círculo, compuesto por aristócratas tan inútiles como él, era pequeño, y la mayoría de ellos habían seguido a Antonio a Atenas, más que vivir en la Roma de Octavio cargados de impuestos y soportando algaradas.

Nerón se habría quitado un gran peso de encima si hubiera podido declinar aquella visita incómoda, pero la cortesía decía que debía y la escrupulosidad también.

– César Octavio -dijo con voz tensa, y se levantó, pero sin apartarse de la mesa y sin tenderle la mano-. Por favor, siéntate.

No le ofreció vino ni agua, y se sentó de nuevo en su silla para mirar aquel rostro detestado, tan suave, tan joven. Le recordaba que él ahora estaba en la cuarentena y aún no había sido cónsul; sí que había ejercido de pretor el año de Filipos, pero eso no representaba ninguna ayuda para la carrera de nadie, y menos la suya. Si no podía recuperar sus fortunas, nunca sería cónsul, porque para ser elegido necesitaría pagar unos enormes sobornos. Casi un centenar de hombres se presentaban para pretor al año siguiente y el Senado hablaba de permitirá sesenta o más desempeñar el cargo, lo que dejaría libres a una riada de ex pretores para competir por los consulados durante la próxima generación.

– ¿Qué quieres, Octavio? -preguntó. «Suéltalo, es lo mejor», pensó Octavio, decidido.

– Quiero a tu esposa.

Una respuesta que dejó a Nerón sin palabras; con los ojos oscuros como platos, jadeó y tragó, se ahogó, se vio en la necesidad de levantarse y de correr con paso torpe para buscar la jarra de agua.

– Bromeas -dijo al rato, con el pecho agitado.

– De ninguna manera.

– Pero ¡eso es ridículo! -En ese momento, las implicaciones de la petición comenzaron a calar. Con la boca apretada, regresó a su mesa para sentarse de nuevo, las manos apretadas alrededor de los feos contornos de un jarro de cerámica barato, ya que su juego de copas y botellas doradas había desaparecido-. ¿Quieres a mi esposa?

– Sí.

– ¡Que haya sido infiel ya es bastante malo, pero contigo…!

– Ella no ha sido infiel. Sólo la vi una vez, en las ruinas de Fregellae.

Tras decidir que la petición de Octavio no era carnal, si no más bien un misterio, Nerón preguntó:

– ¿Para qué la quieres?

– Para casarme con ella,

– ¡Así de infiel! ¡El hijo es tuyo! ¡La maldigo, la maldigo, la cunnus! ¡Bueno, no la conseguirás por las buenas, sucio cabrón! ¡Saldrá por mi puerta, pero su desgracia será conocida a lo ancho y a lo largo! -El jarro se derramó debido a que las manos que lo sostenían temblaban.

– Ella es inocente de cualquier transgresión, Nerón. Como te he dicho, la vi una sola vez, y desde el principio al final de aquel encuentro se comportó con el más completo decoro y unas maneras exquisitas. Elegiste bien a tu esposa. Es por eso que quiero que sea mi esposa.

Algo en los ojos, por lo general opacos, le dijo que Octavio decía la verdad; con su aparato cerebral ya forzado a sus límites, Nerón recurrió a la lógica.

– Pero ¡las personas no van por allí pidiéndole a los hombres sus esposas! ¡Eso es ridículo! ¿Qué esperas que diga? ¡No sé qué decir! ¡No puede ser verdad! ¡Esta clase de cosas no se hacen! ¡Tienes un poco de sangre noble, Octavio, deberías saber que no se hacen!

Octavio sonrió.

– Si no recuerdo mal -dijo con un tono normal-, el sexagenario Quinto Hortensio fue una vez a ver a Cato Uticenses y le preguntó si podía casarse con su hija, que entonces era una niña. Éste le respondió que no, y entonces le pidió a una de las sobrinas de Cato. Le volvió a decir que no, y Hortensio le pidió a su esposa y Cato dijo que sí. Las esposas, ya ves, no son de la misma sangre, aunque admito que la tuya lo es. Aquella esposa era Marcia, que era mi hermanastra. Hortensio pagó una fortuna por ella, pero Cato no aceptó ni un sestercio. Todo el dinero fue para mi padrastro, Filipos, que siempre estaba corto de dinero. Un epicúreo de los más caros. Quizá si mirases mi petición con la misma luz con que Cato hizo con Hortensio, a lo mejor te resultaría más creíble. Si lo prefieres, cree que, como Hortensio, fui visitado por un sueño donde Júpiter me dijo que debía tasarme con tu esposa. A Cato le pareció un motivo razonable. ¿Por qué no a ti?

Un nuevo pensamiento había aparecido en la mente de Nerón mientras lo escuchaba: ¡estaba atendiendo a un loco! Tranquilo por el momento, pero ¿quién sabía cuándo estallaría en la locura?

– Voy a llamar a mis sirvientes para que te echen -dijo, en la creencia que, dicho de esa manera, no sonaría demasiado incendiario, que no provocaría violencia.

Pero antes de que pudiese abrir la boca para pedir ayuda, el visitante se inclinó sobre la mesa y le sujetó el brazo. Nerón se quedó inmóvil como un ratón clavado por la mirada de un basilisco.

– No hagas eso, Nerón. Al menos deja, primero, que termine. No estoy loco, te doy mi palabra. ¿Me comporto como un loco? Sólo quiero casarme con tu esposa, y para eso es necesario que tú te divorcies de ella. Pero no como una deshonra. Cita razones religiosas, todo el mundo las acepta, y así se resguarda el honor para ambas partes. A cambio de que me cedas esta perla invalorable me ocuparé de aligerar tus presentes dificultades financieras. Es más, las borraré de la existencia mejor que un mago samio. ¿Venga, Nerón, no te gustaría eso?

Los ojos se desviaron bruscamente, para fijarse en un punto más allá del hombro derecho de Octavio, y el delgado rostro saturnino adoptó una expresión de astucia.

– ¿Cómo sabes que tengo problemas financieros?

– Toda Roma lo sabe -replicó Octavio con toda tranquilidad-. En realidad, tendrías que haber depositado tu dinero en las manos de banqueros como Oppio o los Balbo. Los herederos de Flavio Hemicillo son un grupo de bandidos, cualquiera salvo un tonto lo ve. Por desgracia, tú eres un tonto. Nerón. Escuché a mi divino padre decirlo en varias ocasiones.

– ¿Qué está pasando? -gritó Nerón al tiempo que recogía el agua derramada con una servilleta como si aquella insignificante tarea barriese las confusiones del último cuarto de hora-. ¿Te estás burlando de mí? ¿Eso haces?

– En absoluto, te lo aseguro. Todo lo que te pido es que te divorcies de tu esposa inmediatamente por motivos religiosos. -Buscó en el seno de la toga y sacó un papel plegado-. Están detallados aquí, para evitarte que te dé un dolor de cabeza pensando en algunos. Mientras tanto, yo haré mis propios arreglos con el Colegio de Pontífices y el quindecenviro respecto a mi matrimonio, que pretendo celebrar tan pronto como pueda. -Se levantó-. Por supuesto, no hace falta decir que tendrás la total custodia de tus dos hijos. Cuando nazca el segundo, te lo enviaré de inmediato. Es una pena que no conozcan a su madre, pero lejos de mí está impedir el derecho de un hombre a sus hijos.

– Ah… hum… ah -exclamó Nerón, incapaz de asimilar la habilidad con que había sido manipulado en todo eso.

– Supongo que su dote ya se ha perdido -manifestó Octavio con un toque de desprecio en la voz-. Pagaré tus deudas (de forma anónima), te daré una asignación de cien talentos al año y te ayudaré a los sobornos si buscas el consulado, aunque no estoy en posición de garantizar que seas elegido. Incluso los hijos de los dioses no pueden manejar a la opinión pública de manera efectiva. -Caminó hasta la puerta y se volvió para mirar atrás-. Enviarás a Livia Drusilia a la Casa de las Vestales tan pronto como te divorcies de ella. En el momento en que lo hagas, nuestro asunto estará concluido. Tus primeros cien talentos va están depositados en manos de los hermanos Balbo. Una buena firma.

Dicho esto salió y cerró la puerta silenciosamente.

Mucho de lo que se había hablado se esfumaba de prisa, pero Nerón permaneció sentado e intentó interpretar lo que podía, que era, sobre todo, el alivio de sus preocupaciones monetarias. Aunque Octavio no lo había dicho, una sana beta de autoconservación le dijo a Nerón que tenía dos alternativas: decírselo a todo el mundo o permanecer en silencio para siempre. Si hablaba, las deudas continuarían impagadas y la asignación prometida le sería retirada. Si mantenía la boca cerrada, podría ocupar la posición que se merecía en el más alto nivel de Roma, algo que valoraba más que a cualquier esposa. Por lo tanto, permanecería en silencio.

Desplegó la hoja de papel que le había dado Octavio y leyó las pocas líneas de su única columna con dolorosa lentitud. ¡Sí, sí, aquello salvaría su orgullo! Religiosamente impecable. Porque comenzaba a comprender que si Livia Drusilia era condenada como esposa infiel, él sería un cornudo y se reirían en su cara. Un viejo con una hermosa mujer joven, se presenta otro joven y… ¡oh, eso no podía ser! Que el mundo interpretase lo que quisiese de este fiasco; él se comportaría como si sólo fuera un impedimento religioso lo que se había producido, Acercó una hoja de papel y comenzó a escribir la nota de divorcio; luego, acabado esto, llamó a Livia Drusilia.

Nadie había pensado en decirle que Octavio había venido de visita; por lo tanto, se presentó con el mismo aspecto que siempre mostraba: sumisa y correcta, la esencia de la buena esposa. Decidió que era hermosa mientras la observaba. Sí, era hermosa. Pero ¿por qué Octavio se había encaprichado de ella? Con la posición que tenía, podía escoger a quien quisiese. El poder atraía a las mujeres como la miel a las abejas, y Octavio tenía poder. ¿Qué tenía ella que él hubiera detectado en un único encuentro, mientras que en seis años de matrimonio no se había revelado a su marido? ¿Era él, Nerón, ciego, o es que Octavio vivía una fantasía? Eso último, tenía que ser eso último.

– ¿Sí, domine?

Él le entregó la nota de divorcio.

– Me divorcio de ti ahora mismo, Livia Drusilia, por razones religiosas. Al parecer, un verso en la nueva adición a los Libros sibilinos ha sido interpretado por el quindecenviro como si afectara a nuestro matrimonio, que debe ser disuelto. Debes recoger tus pertenencias y marchar a la Casa de las Vestales ahora mismo.

La sorpresa la dejó muda, anuló sus sentimientos, aturdió su mente. Pero se mantuvo firme sin tambalearse; la única señal exterior del golpe fue la súbita palidez de su rostro.

– ¿Puedo ver al niño? -preguntó ella cuando pudo.

– No. Eso te convertiría en nefas.

– De modo que también debo dar al que tengo todavía en el vientre.

– Sí, en el momento en que nazca.

– ¿Qué pasará conmigo? ¿Me devolverás mi dote?

– No, no te devolveré tu dote ni una parte de ella.

– Entonces, ¿cómo voy a vivir?

– Como te las apañes para vivir ya no es asunto mío. Me han dicho que te envíe a la Casa de las Vestales, eso es todo.

Ella se volvió y regresó a su pequeño dominio, tan atestado con cosas que ella detestaba, desde su rueca hasta su huso, utilizado para ovillar el hilo que serviría para tejer telas que nadie usaría nunca; ella no era adepta a ninguno de esos oficios y no tenía ningún deseo de serlo. El lugar olía en aquella época del año; así pues, se esperaba que ella hiciese manojos de hierba pulguera seca para mantener a los insectos a raya, y llevaba una nundinae de retraso porque odiaba el trabajo. ¡Oh, qué días aquéllos, cuando Nerón le había dado unos pocos sesteros para alquilar libros de la biblioteca de Ático! Ahora todo se había reducido a hilar, tejer y atar.

El bebé comenzó a patearla con crueldad; de nuevo, como su hermano. Podía pasar casi una hora antes de que cesase con sus golpes, de hacer ejercicio a su costa. Muy pronto sus intestinos se revelarían, tendría que correr a la letrina y rogar que nadie estuviese allí para escucharla. Los sirvientes la consideraban por debajo de su estatus porque eran lo bastante listos como para saber que Nerón la consideraba así. Con los pensamientos en desorden, se sentó en el taburete de hilar y miró a través de su ventana el atrio y el dilapidado jardín del peristilo que estaba más allá.

– ¡Quédate quieto, cosa! -le gritó al bebé.

Como por arte de magia cesaron los golpes. ¿Por qué no se le había ocurrido antes? Ahora podía comenzar a pensar.

La libertad, y de un modo con que nadie hubiese podido soñar, y ella menos que todos. ¡Un verso de una adición a los Libros sibilinos! Sabía que cincuenta años atrás Lucio Cornelio Sila había encargado al quindecenviro que buscase en el mundo los fragmentos de los Libros sibilinos parcialmente quemados. ¿Qué estaban haciendo los fragmentos fuera de Roma? Pero ella siempre había creído que aquella colección de abstrusas cuartetas como algo del todo etéreo no tenía ninguna relación con las personas vulgares o acontecimientos vulgares. Los libros proféticos trataban de terremotos, guerras, invasiones, incendios, la muerte de hombres poderosos, el nacimiento de niños destinados a salvar el mundo…

Aunque le había preguntado a Nerón de qué viviría, Livia Drusilia no estaba en absoluto preocupada al respecto. Si los dioses se habían dignado a fijarse en ella -como era obvio que habían hecho- para salvarla de ese horrible matrimonio, entonces no dejarían que descendiese a ofrecerse a los hombres delante de Venus Erucina o que muriese de hambre. El exilio en la Casa de las Vestales debía de ser algo temporal; una vestal era elegida a los seis o siete años de edad, y debía mantener la virginidad durante los treinta años de su servicio, porque su virginidad representaba la buena fortuna de Roma. Tampoco las vestales aceptaban acoger mujeres; ¡ella debía de ser algo muy especial! No se imaginaba lo que podía guardarle el futuro, ni tampoco intentó adivinarlo. Ya era suficiente con estar libre, que por fin su vida fuese a alguna parte.

Tenía un pequeño baúl donde guardaba sus pocas prendas cada vez que viajaba; en el momento en que el mayordomo apareció en menos de una hora para preguntarle si estaba preparada para hacer la caminata desde el Germalus del Palatino hasta el foro, ya estaba hecho y cerrado; ella, envuelta contra el frío en un abrigado mantón, y la nieve que amenazaba. Con sus zapatos con plataforma alta de corcho para mantener los pies limpios de barro, se apresuró todo lo que los zapatos le permitían detrás del sirviente que cargaba su baúl y se quejaba en voz baja de sus cuitas. Bajar los Escalones Vestales le llevó algún tiempo, pero a continuación tuvo que andar un breve y nivelado camino más allá del pequeño y redondo Aedes Vestae, en la entrada lateral de la mitad de la Domus Publica de las vestales. Allí, una sirvienta le entregó su baúl a una fornida mujer gala, y luego la llevó a una habitación donde había una cama, una mesa y una silla.

– Las letrinas y los baños están por aquel pasillo -le dijo la mayordoma, porque eso era-. No comerás con las damas sagradas, pero te servirán de comer y de beber aquí. La jefa vestal dice que puedes ejercitarte en su jardín, pero no a la misma hora en que ellas lo utilicen. Se me ha dicho que te pregunte si te gusta leer.

– Sí, me encanta leer.

– ¿Qué libros prefieres?

– Cualquier cosa en latín o griego que las damas sagradas consideren conveniente -respondió Livia Drusilia, que estaba bien enseñada.

– ¿Tienes alguna pregunta, domina?

– Sólo una: ¿debo compartir el agua del baño?

Pasaron tres nundinae en una deliciosa paz salpicada con copos de nieve; a sabiendas de que su presencia grávida debía de ir contra todos los preceptos de las vestales. Livia Drusilia no hizo ningún intento de ver a sus anfitrionas, ni tampoco ninguna de ellas, incluida la jefa vestal, vino a visitarla. Pasaba su tiempo dedicada a la lectura, caminando por el jardín o disfrutando del baño en agua limpia y caliente. Las vestales disfrutaban de unas comodidades mucho mayores de las que había ofrecido la casa de Nerón; los asientos de las letrinas eran de mármol, los baños estaban hechos con granito egipcio y su comida era deliciosa. Descubrió que el vino formaba parte del menú.

– Fue el pontífice máximo Ahenobarbo quien reformó el Atrium Vestae hace sesenta años atrás -explicó la mayordomo y después el pontífice máximo César instaló la calefacción del hipocausto en todas las habitaciones, además de las salas de los registros. -Soltó un chasquido-. Nuestro sótano destinado a almacén de testamentos, pero el pontífice máximo César supo cómo aprovecharlo para convertirlo en el mejor hipocausto de Roma. ¡Oh, cuánto lo echamos de menos!

Un hundinum después del Año Nuevo, la mayordoma le trajo una carta. Después de desenrollarla y sujetarla con dos pesas de porfirio, Livia Drusilia se sentó a leer, algo fácil gracias al punto puesto encima de cada nueva palabra. ¿Por qué no hacían eso los copistas de Ático?

Para Livia Drusilia, amor de mi vida, saludos.

Como ésta te dice, yo, César Divi Filius, no te olvidé después de habernos encontrado en Fregellae. Me llevó algún tiempo encontrar la manera para librarte de Tiberio Claudio Nerón sin escándalo ni odio. Le encomendé a mi liberto, Heleno, a buscaren los nuevos Libros sibilinos hasta que encontrase un verso que se pudiese aplicar a ti y a Nerón. Por sí mismo, esto era insuficiente. También tenía que encontrar un verso que se aplicase a ti y a mí, algo más difícil. Este hombre excelente -estoy tan complacido de tenerlo de nuevo conmigo después de estar un año prisionero de Sexto Pompeyo- es en realidad mucho mejor erudito que almirante o general. Estoy tan feliz de escribir esto que me siento como Icaro, que se eleva en el éter. ¡Por favor, mi Livia Drusilia, no me hagas caer! La desilusión me mataría, si la caída no lo hace. Aquí tienes el verso tuyo y el de Nerón:

Marido y esposa, negras como la noche.

Unidos son el padecer de Roma.

Separados deben ser, y pronto

o Roma sufrirá para siempre.

En comparación, el tuyo y el mío

son rosas en Campania:

El hijo de un dios, blanco y de cabellos dorados,

debe tomar como esposa a la madre de dos.

Negra como la noche, de una pareja separada.

Ambos construirán Roma de nuevo.

¿Qué te parece? A mí me gustó cuando lo leí. Heleno es un tipo muy astuto, un experto con los manuscritos. Lo he elevado a la posición de jefe de los secretarios. El diecisiete de este mes de enero tú y yo nos casaremos. Cuando le llevé los dos versos al quindecenviro -soy uno de los Quince Hombres-, ellos aceptaron que mi interpretación era la correcta. Todos los impedimentos y obstáculos fueron barridos y se aprobó una lex curiata que sanciona tu divorcio de Nerón y nuestro casamiento.

La vieja vestal, Apuleya, es mi prima, y aceptó acogerte hasta que nos casemos. Me he comprometido a que, tan pronto como Roma esté recuperada, separaré a las vestales del pontífice máximo y tendrán su propia casa. Te quiero.

Quitó los pesos y dejó que el pergamino se enrollase, luego se levantó y salió de la habitación. La escalera de piedra que daba al sótano no estaba muy lejos; se apresuró por el pasillo hasta allí y bajó antes que nadie la viese. En el Atrium Vestae, todas las sirvientas eran mujeres, libres, para más señas, incluidas aquellas que cortaban leña y alimentaban los hornos que la convertían en carbón. ¡Sí, era afortunada! Habían acabado de cargar los hornos, pero todavía no era el momento de pasar las ascuas al hipocausto para que calentasen el suelo de arriba. Se acercó como una sombra al horno más cercano y arrojó el pergamino a las llamas.

«¿Porqué hice eso? -se preguntó a sí misma cuando estuvo sana y salva de regreso en su habitación, con la respiración agitada por el esfuerzo-. ¡Oh, venga, Livia Drusilia, tú sabes porqué! Porque él te ha escogido, y nunca nadie debe sospechar que te ha tomado cariño tan pronto. Ésta es una casa de mujeres, y todo es asunto de todas. Ellas no se hubiesen atrevido a romper el sello, pero en el momento en que me hubiera vuelto habrían entrado aquí para leer mi carta.

«¡Poder! ¡Me dará poder! Él me quiere, me necesita, se casará conmigo. Juntos construiremos Roma de nuevo. Los Libros sibilinos dicen la verdad, no importa la pluma de quien escribiese el verso. Si mis dos versos son una guía, todos los raíles de versos deben de ser muy tontos. Pero nadie nunca ha pedido que un extático profeta deba ser un Catulo o una Safo. Una mente bien preparada puede inventar tonterías como ésa en un instante.

Hoy son las nonas. Dentro de doce días seré la esposa de César Divi Filius; no puedo subir más alto. Por lo tanto, me corresponde a mí trabajar para él con toda mi fuerza y saber, porque si él cae, yo caigo.

El día de su boda ella vio por fin a la jefa vestal, Apuleya. Aquella dama que inspiraba temor y respeto no tenía aún veinticinco años, pero eso ocurría más de una vez en el Colegio de Vestales; algunas mujeres llegaban a la edad del retiro, a los treinta y cinco años más o menos, al mismo tiempo que nombraban a las mujeres más jóvenes como sus sucesoras. Apuleya podía estar, como mínimo, diez años como jefa vestal, y se estaba moldeando a sí misma con mucho cuidado para ser una amable tirana. ¡Ninguna adorable joven vestal iba a ser acusada de no ser casta bajo su reinado! El castigo, si era encontrada culpable, era ser enterrada viva con una jarra de agua y una hogaza de pan, pero había pasado mucho tiempo desde la última vez que ocurrió algo así, porque las vestales valoraban su posición y consideraban a los hombres como algo más extraño que un caballo a rayas africano.

Apuleya era muy alta, lo que obligó a Livia Drusilia a alzar la cabeza.

– Espero que te des cuenta -dijo la jefa vestal con expresión grave- de que nosotras, las seis vestales, hemos puesto a Roma en peligro al aceptar en nuestra casa a una mujer embarazada.

– Me doy cuenta, y te doy las gracias.

– Las gracias son irrelevantes. Hemos hecho ofrendas y todo está bien, pero si no hubiera sido por el hijo de Divus Julius no hubiésemos aceptado acogerte. Es una señal de tu extrema virtud que ningún daño haya caído sobre nosotras o Roma, pero descansaré tranquila cuando te cases y salgas de aquí. De haber estado el pontífice máximo Lépido en la residencia, quizá hubiese rehusado ponerte en nuestras manos, pero la Vesta del Hogar dice que tú eres necesaria para Roma. Nuestros propios libros también lo dicen. -Le ofreció una túnica recta de un deprimente color marrón que olía mal-. Ahora, vístete. Las pequeñas vestales han tejido para ti este vestido con una lana que nunca ha sido cardada o teñida.

– ¿Adónde voy?

– No muy lejos. Hasta el templo de la Domus Publica que compartimos con el pontífice máximo. No se ha usado para ninguna ceremonia pública desde el funeral del pontífice máximo César después de su cruel muerte. Marco Valerio Messala Corvino, el sacerdote superior en Roma en este momento, presidirá el acto, pero también estarán allí los flaminis y el Rex Sacrorum.

Con la piel quemando por el roce de la prenda, Livia Drusilia siguió a la silueta blanca de Apuleya a través de las enormes salas donde las vestales se ocupaban de sus tareas testamentarias, porque ellas tenían la custodia de varios millones de testamentos que pertenecían a los ciudadanos romanos de todo el mundo, y eran capaces de encontrar un determinado testamento en menos de una hora.

Una sonriente pequeña vestal de unos diez años había peinado los cabellos de Livia Drusilia en seis trenzas y colocado una corona de siete trenzas de lana sobre su frente. Sobre la corona iba un velo que la dejaba casi ciega, de tan grueso y áspero que era. ¡No había ninguna tela roja o azafrán para no atraer las miradas! Estaba vestida para casarse con Rómulo no con César Divi Filius.

Carente de ventanas, el templo era un lugar oscuro con manchas de luz, amarillo, algo aterrorizadoramente sagrado, y así se lo imaginó Livia Drusilia, poblado por las sombras de todos los hombres que habían moldeado la religión romana durante mil años, hasta el mismísimo Eneas. Numa Pompilio y Tarquinio Prisco acechaban allí codo con codo junto a los pontífices máximos Ahenobarbo y César, que observaban silenciosos como una tumba desde la impenetrable oscuridad de cada grieta…

Él esperaba, y no tenía amigos que lo asistiesen. Ella sólo lo reconoció por el brillo de su pelo, un parpadeante punto focal debajo de un enorme candelabro de oro que debía de contener un centenar de velas. También había varios hombres con togas decolores, algunos vestidos con laena, apex y zapatos sin cordones o hebillas. Se le cortó el aliento cuando ella por fin lo comprendió; aquél iba a ser un matrimonio en su forma más antigua, la confarreatio. Él se casaba con ella de por vida; su unión nunca se podría deshacer, a diferencia de una unión ordinaria. Las manos de su futuro marido la ayudaron a sentarse en un asiento conjunto cubierto con piel de oveja mientras el Rex Sacrorum hacía lo mismo con Octavio. Había otras personas en las sombras, pero ella no podía ver quiénes eran. Entonces, Apuleya, que actuaba como prónuba, lanzó un enorme velo sobre los dos. Vestido con la gloria de una toga con rayas púrpuras y rojas, Messala Corvino unió sus manos y dijo unas pocas palabras en un lenguaje arcaico que Livia Drusilia nunca había escuchado antes. Luego, Apuleya partió una torta de mola salsa -una desagradable masa de sal y harina seca- por la mitad y les dio de comer.

La peor parte fue el sacrificio que siguió, una confusa lucha entre Messala Corvino y un cerdo que chillaba porque no había sido adecuadamente drogado. ¿De quién era la culpa, quién no quería ese matrimonio? Se hubiese escapado de no haber sido por el novio, que saltó de debajo del velo y atrapó al cerdo por una pata trasera mientras se reía por lo bajo. Estaba jubiloso.

Se llevó a cabo a trancas y barrancas. Aquellos que eran testigos y verificaban el acto de la confarreatio -cinco miembros de los Livio y cinco miembros de los Octavio- se retiraron cuando terminó. Un débil grito de «Feliciter!» sonó en el aire pesado que apestaba a sangre.

Una litera esperaba en la Vía Sacra; a la novia la depositaron en la litera unos hombres que sostenían antorchas, porque la ceremonia se había prolongado hasta la noche. Livia Drusilia apoyó la cabeza en un blando cojín y dejó que se le cerrasen los párpados. ¡Había sido un día muy largo para alguien que entraba en su octavo mes! ¿Alguna otra mujer había sido sometida a eso alguna vez? Sin duda, era algo único en los anales.

Estaba tan cansada que se durmió mientras la litera se balanceaba y crujía en su dificultosa subida al Palatino, y se despertó aturdida cuando se separaron las cortinas y el resplandor de las antorchas iluminó el interior.

– ¿Qué? ¿Adonde? -preguntó, desconcertada, mientras unas manos la ayudaban a salir.

– Estás en casa, domina -respondió una voz femenina-. Ven, camina conmigo. El baño está preparado. César se reunirá contigo después. Soy la jefa de tus sirvientes, y mi nombre es Sofonisba.

– ¡Tengo tanta hambre!

– Ya habrá comida, domina, pero primero un baño -dijo Sofonisba, que la ayudó a quitarse el maloliente vestido de novia.

«Es un sueño», pensó mientras era conducida hasta una enorme habitación donde había una mesa, dos sillas y, apartados a los rincones, tres divanes desvencijados. Octavio entró cuando ella se sentaba en una de las sillas; lo seguían varios sirvientes cargados con bandejas y platos, servilletas, cuencos y cucharas.

– Me pareció mejor comer al estilo campestre, sentados a una mesa -dijo, y se sentó en la otra silla-. Si usamos un diván, no podré mirarte a los ojos. -Sus propios ojos habían tomado un color dorado a la luz de las lámparas y brillaban de un modo siniestro-. Azul oscuro, con pequeñas rayas doradas. ¡Qué sorprendente! -Tendió una mano para coger la suya y se la besó-. Debes de estar hambrienta, por lo tanto, comienza. ¡Oh, éste es uno de los días más grandes de mi vida! Me he casado contigo, Livia Drusilia, confarreatio, no hay escapatoria.

– No quiero escapar -respondió ella, que mordió un huevo duro y después una rebanada de crujiente pan blanco mojado en aceite-. De verdad que estoy hambrienta.

– Come un polluelo. El cocinero lo preparó en miel y agua. Se hizo el silencio mientras ella comía y él intentaba comer, ocupado en mirarla y ver que era una comensal con unos mójales exquisitos. A diferencia de sus feas manos, las de ella estaban perfectamente formadas, los dedos terminados en unas uñas ovales bien cuidadas; flotaban cuando se movían. ¡Unas manos hermosas, hermosas! Anillos, ella debía tener los mejores anillos-

– Una extraña noche de bodas -comentó ella cuando ya no pudo comer ni un solo bocado más-. ¿Tienes la intención de acostarte conmigo, César?

Él se mostró horrorizado.

– No, por supuesto que no. No se me ocurriría nada más repelente para mí ni para ti. Ya habrá tiempo suficiente, amor mío. Años y años, primero debes tener el hijo de Nerón y recuperarte de eso. ¿Qué edad tienes? ¿Qué edad tenías cuando te [asaste con Nerón? -Tengo veintiuno, y me casé con Nerón cuando tenía quince.

– ¡Eso es repugnante! Ninguna muchacha debería casarse a los quince; no es romano. Los dieciocho es la edad correcta, fío me extraña que fueses tan desdichada. Te juro que no serás desdichada conmigo. Tendrás ocio y amor. El rostro de ella cambió.

– Ya he tenido demasiado ocio, César, ése ha sido mi mayor problema. Leer y escribir cartas, hilar, tejer, nada que importase, Quiero un trabajo de algún tipo, un trabajo de verdad. Nerón tenía unas pocas sirvientas, pero el Atrium Vestae estaba lleno de carpinteras, albañiles, yeseras, médicas, dentistas; había incluso una veterinaria que venía a atender al perro faldero de Apuleya. ¡Las envidiaba!

– Espero que el perro faldero fuese una hembra -dijo él con una sonrisa.

– Por supuesto. Gatas y perras. Creo que la vida en el Atrium Vesta es preciosa. Tranquila, pero las vestales tienen un trabajo que hacer y, por lo que me dijo el ama de llaves, las obsesiona. Cualquiera que se precie debe tener un trabajo, y debido a que yo no tengo ninguno, no valgo nada. Te amo, César, ¿pero qué voy a hacer cuando tú no estés aquí?

– No estarás ociosa, eso te lo prometo. ¿Por qué crees que me casé contigo entre todas las mujeres? Porque miré en tus ojos y vi. el espíritu de una auténtica compañera de trabajo. Necesito a un ayudante de verdad a mi lado, alguien en quien pueda confiar literalmente mi vida. Hay tantas cosas que no puedo hacer por falta de tiempo, cosas más adecuadas para una mujer, y cuando estemos juntos en nuestra cama, voy a pedir consejo a una mujer: a ti. Las mujeres ven las cosas de otra manera, y eso es importante. Eres educada y muy inteligente, Livia Drusilia. Acepta mi palabra, quiero trabajar contigo.

Ahora le tocó a ella el turno de sonreír.

– ¿Cómo sabes que tengo todas estas cualidades? Una mirada en mis ojos insinúa unas suposiciones carentes de base.

– Estaba ocupado con tu espíritu.

– Sí, lo comprendo.

Octavio se levantó de prisa, luego se sentó de nuevo.

– Iba a llevarte para que te acostases en aquel diván; debes de estar agotada. Pero no descansará tus huesos, te los castigará. Ya he encontrado tu primera tarea, Livia Drusilia: amuebla este lugar, que parece una basílica, como corresponde al Primer Hombre de Roma.

– Pero ¡no es trabajo de una mujer comprar los muebles! Ése es el privilegio de un hombre.

– No me importa de quién sea el privilegio, no tengo tiempo.

Visiones de colores y estilos ya llenaban su cabeza; ella sonrió, radiante.

– ¿Cuánto dinero puedo gastar?

– Todo el que necesites. Roma es pobre y he gastado mucho de mi herencia en aliviar sus penurias, pero aún no soy un hombre pobre. Madera de cítrico, crisoelefantino, ébano, esmaltes, mármol de Carrara; lo que tú quieras. -De pronto pareció recordar algo, y se levantó-. Vuelvo en un momento.

Cuando regresó traía algo envuelto en una tela roja, y lo dejó sobre la mesa.

– Ábrelo, mi amada esposa. Es tu regalo de bodas. Dentro de la tela había un collar y unos pendientes. Las perlas del collar, que tema siete hileras unidas a un par de placas de oro que descansaban en la nuca y se enganchaban, eran del color de la Luna. Los pendientes tenían cada uno también siete hileras de perlas unidas a una placa de oro que descansaba sobre el lóbulo con un gancho soldado en la parte de atrás.

– ¡Oh, César! -susurró ella, hechizada-. ¡Son hermosas!

Él sonrió, deleitado a la vez por su deleite.

– Como soy un tanto conocido por mi parsimonia, no te diré cuánto me costaron, pero fui afortunado. Faberio Margarita acababa de recibirlas. Las perlas son tan perfectas que cree que fueron hechas para una reina (egipcia o nabatea, probablemente, porque las perlas las traen de Taprobane). Pero estas piezas nunca adornaron un cuello real o unas orejas reales, porque fueron robadas. Es probable que sean muy antiguas. Faberio las encontró en Chipre y las compró por… bueno, no tanto como lo que yo pagué, pero en cualquier caso no le salieron bastas. Te las doy a ti porque el viejo Faberio y yo creemos que nadie las ha usado antes, o las ha pagado. Por lo tanto, son tuyas para que las uses como su primera propietaria, meum mel.

Ella dejó que le colocase las perlas alrededor del cuello, que enganchase los ganchos a través de los agujeros en sus lóbulos luego se puso de pie para que él la admirase, tan llena de alegría que no podía hablar. La perla del tamaño de una fresa de Servilia era una insignificancia comparada con aquéllas; siete hileras. La vieja Clodia tenía un collar con dos hileras, pero ni siquiera Sempronia Aratina podía decir que tenía más de tres.

– Es hora de irse a la cama -dijo él con un tono enérgico, y la sujetó del codo-. Tú tienes tus propias habitaciones, pero si prefieres otras (no sé la vista que prefieres), sólo tienes que decírselo a Burgundino, nuestro mayordomo. ¿Te gusta Sofonisba? ¿Te servirá?

– Me estoy perdiendo en los Campos Elíseos -dijo ella, y permitió que la guiase-. ¡Tantas molestias y gastos por mí! César, te miré y te amé, pero ahora sé que cada día que estaré contigo te amaré más.