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III VICTORIAS Y DERROTAS

Del 39 al 37 a J.C.

XI

Publio Ventidio era un picentino de Asculum Picenum, una gran ciudad amurallada en la Vía Salaria, la vieja carretera de la sal que conectaba Firmum Picenum con Roma. Seiscientos años atrás las gentes de las llanuras latinas habían aprendido a extraer la sal de las llanuras de Ostia; la sal era un bien escaso «de mucho valor. Con el tiempo, el comercio pasó a manos de los mercaderes que vivían en Roma, una pequeña ciudad en la orilla del río Tíber, quince millas corriente arriba de Ostia. Los historiadores como Fabio Pictor afirmaban categóricamente que había sido la sal lo que había hecho que Roma fuera la ciudad más grande de Italia, y a su gente, la más poderosa.

Fuera como fuese, cuando Ventidio nació en el seno de una rica y aristocrática familia asculana el año anterior al que Marco Livio Druso fuese asesinado, Asculum Picenum se había convertido en el centro del Picenum sureño. Edificada en un valle entre las estribaciones y las altas cumbres de los Apeninos, bien protegida por sus altas murallas de los marrucinos y los paelignos, las vecinas tribus italianas, Asculum era el centro de una próspera región dedicada al cultivo de manzanas, peras y almendras, cosa que significaba también la venta de una excelente miel y, además, de la jalea hecha con la fruta no adecuada para enviarla al Forum Holitorium, en Roma. Sus mujeres se ocupaban de una industria casera de finas telas en un tono azul muy atractivo que se conseguía de una flor propia de la región.

Pero Asculum se hizo notorio por una razón totalmente diferente: fue allí donde se cometió la primera atrocidad de la guerra italiana, cuando los habitantes, hartos de ser discriminados por el pequeño grupo de residentes romanos, asesinaron a los doscientos ciudadanos y a un pretor que estaba de visita durante la representación de una obra de Plauto. Cuando las dos legiones al mando del tío de Divus Julius, Sexto César, llegaron para aplicar el castigo, cerró sus puertas y soportó un asedio de dos años. Sexto César murió de una pulmonía durante un frío invierno y fue sucedido por Gneo Pompeyo Strabo Carnifex. Aquel bizco señor de la guerra picentino estaba orgulloso de sus logros, debido a los cuales se había ganado el apodo de Carnicero, pero sería eclipsado por su hijo Pompeyo Magno. Acompañado por su hijo de diecisiete años y el amigo de su hijo, Marco Tulio Cicerón, Pompeyo Strabo procedió a demostrar que carecía totalmente de piedad. Diseñó la manera de desviar el suministro de agua de la ciudad, que se obtenía de un acuífero debajo del lecho del río Tronto. Pero la sumisión no llegó a satisfacer a Pompeyo Strabo, decidido a enseñarles a los asculanos que no podían asesinar a un pretor romano haciéndolo literalmente picadillo. Azotó y decapitó a todos los varones asculanos entre la edad de quince y setenta años, un ejercicio de logística que era difícil de resolver. Después de dejar cinco mil cuerpos decapitados para que se pudriesen en la plaza del mercado, Pompeyo Strabo llevó a trece mil mujeres, niños y ancianos fuera de la ciudad y los abandonó en las garras de un terrible invierno sin comida ni ropa de abrigo. Fue después de aquella brutal matanza cuando Cicerón, asqueado a más no poder, pidió pasar al servicio de Sila en el teatro sur de la guerra.

El pequeño Ventidio tenía cuatro años, y se salvó del destino de su madre, su abuela, sus tías y sus hermanas, que perecieron en las nieves de los Apeninos. Él fue uno de un reducido número de niños muy pequeños que Pompeyo Strabo salvó para que desfilasen en su triunfo; un triunfo que escandalizó a los hombres decentes de Roma. Se suponía que los triunfos se celebraban por victorias conseguidas sobre los enemigos extranjeros, no italianos. Delgado, hambriento, cubierto de llagas, el pequeño Ventidio fue empujado a lo largo de la marcha de dos millas desde el Campo de Marte hasta el foro romano y luego expulsado de Roma para que se las apañase por sí mismo. Tenía cinco años.

Pero los italianos, ya fuesen picentinos, marsos, marrucinos, frentanos, samnitas o lucanos, eran de la misma raza que los romanos, e igual de difíciles de matar. Ventidio, que robaba comida cuando no podía pedirla, llegó hasta Reate, que era territorio sabino. Allí, un criador de mulas llamado Considio le dio empleo: limpiar los establos de sus yeguas de cría. Aquellas resistentes yeguas de una raza especial eran apareadas con burros para engendrar las soberbias mulas que se vendían muy caras a las legiones romanas, que necesitaban mulas de primera calidad, a un promedio de seiscientas por legión. Que Reate fuese el centro de esa industria se debía a su situación en la Rosea Rura, un cuenco de la mejor hierba; si era un hecho real o una mera superstición, todos creían que las mulas criadas en la Rosea Rura eran mejores que las de cualquier otro lugar.

Él era un buen chico, nervudo y fuerte, y trabajaba hasta el agotamiento. Con sus rizos rubios y sus brillantes ojos azules, Ventidio descubrió, con el tiempo, que si miraba a las mujeres del establecimiento con una mezcla de añoranza y admiración conseguía más comida y mantas para taparse cuando dormía en un nido de aromática paja.

A los veinte años era un joven grande, musculoso gracias al trabajo duro y notablemente experto en la crianza de mulas. Considio, maldecido con un hijo juerguista, encargó a Ventidio la administración de su finca mientras su hijo se marchaba a Roma para dedicarse a beber, a jugar y a rodearse de cortesanas. Eso dejó a Considio con un solo descendiente, una hija que desde hacía tiempo estaba enamorada de Publio Ventidio y en aquellos momentos se atrevió a preguntarte a su padre si podía casarse con él. Considio dio su consentimiento, y cuando murió le dejó sus quinientas iugera de Rosea Rura a Ventidio.

El muchacho, que era tan inteligente como trabajador, tuvo mas éxito en la cría de mulas que algunos de los sabinos que llevaban trabajando en esa industria durante siglos; incluso consiguió sobrevivir a aquellos terribles años cuando el lago que regaba la hierba de la Rosea Rura fue vaciado para alimentar un canal de riego utilizado por los cultivadores de fresas de Amiternum. Por fortuna, el Senado y el pueblo de Roma consideraban a las mulas más importantes que las fresas, por lo que el canal fue rellenado y la Rosea Rura recuperó su fertilidad.

Pero, en realidad, no quería pasar la vida como mulero. Cuando el banquero gaditano Lucio Cornelio Balbo se convirtió en el praefectus fabrum de César -el responsable de abastecer a sus legiones-, Ventidio frecuentó a Balbo y se aseguró una audiencia con César. A él le confió su ambición secreta: Ventidio quería entrar en la política romana, alcanzar el cargo de pretor y comandar ejércitos.

– Seré un político mediocre -le dijo a César-, pero sé que puedo comandar legiones.

César le creyó. Dejó la finca de la cría de mulas al cuidado de su hijo mayor y a Considia y se convirtió en uno de los legados de César, tras la muerte de éste transfirió su alianza a Marco Antonio. Allí estaba, por fin, el gran mando con el que había soñado.

– Pollio tiene once legiones, y no necesita más que siete -le dijo Antonio antes de dejar Roma-. Te puedo dar once y Pollio te cederá cuatro de las suyas. Quince legiones y la caballería que puedas reunir en Galacia tendrían que bastar para enfrentarte a Labieno y Pacoro. Elige a tus propios legados, Ventidio, y recuerda tus limitaciones. Debes realizar una campaña de contención contra los partos hasta que yo llegue al campo. Déjame el castigo a mí.

– Entonces, Antonio, con tu permiso me llevaré a Quinto Poppaedio Silo como mi legado jefe. -Ventidio sonrió, al tiempo que intentaba ocultar su entusiasmo-. Es un buen hombre que ha heredado la capacidad militar de su padre.

– Espléndido. Zarpa de Brundisium tan pronto como hayan cesado los vientos equinocciales; no puedes marchar por la Vía Egnatia, te llevará demasiado tiempo. Navega hasta Éfeso y comienza tu campaña expulsando a Quinto Labieno de Anatolia. Si llegas a Éfeso para el mes de mayo, tendrás tiempo más que suficiente.

Brundisium no tuvo ninguna objeción en bajar la pesada cadena de la bahía y permitir que Ventidio y Silo cargaran sus 66.000 hombres, 6.000 mulas, 600 carretas y 600 piezas de artillería a bordo de 500 transportes de tropas que habían aparecido como por arte de magia en la entrada de la bahía auspiciados por alguna fuente no revelada. Lo más probable, una parte del botín de Antonio.

– Los hombres estarán apretados como sardinas en una tinaja, pero no tendrán demasiadas ocasiones para quejarse de navegar a lo largo del camino -le dijo Silo a Ventidio-. Pueden remar. Debemos cargarlo todo, incluso la artillería.

– Bien. Una vez pasado el cabo Taenarum habremos dejado atrás lo peor.

Silo pareció preocupado.

– ¿Qué hay de Sexto Pompeyo, que ahora es dueño del Peloponeso y el cabo Taenarum?

– Antonio me aseguró que no intentará detenernos.

– He oído que está de nuevo en el mar Tirreno.

– No me importa lo que haga en el mar Tirreno, mientras deje en paz el mar Jónico.

– ¿De dónde consiguió Antonio tantos transportes? Aquí hay más de los que Pompeyo Magno o César consiguieron reunir.

– Los reunió después de Filipos y se aferró a ellos; los trajo a lo largo de la costa adriática de Macedonia y Epirus. Muchos estuvieron varados alrededor de la bahía de Ambracia, donde también tiene cien naves de guerra. En realidad, Antonio tiene más barcos de guerra que Sexto. Es una desdicha que estén llegando al final de su vida útil, aunque estén en cobertizos. Tiene una enorme flota en Thasos y otra en Atenas. Finge que la de Atenas es la única, pero ahora sabemos que no es verdad. Confío en ti. Silo. No me traiciones.

– Mi boca está sellada, tienes mi juramento. Pero ¿por qué se aferra Antonio a ellas, y a qué viene el secreto?

Ventidio pareció sorprendido.

– Para el día en que vaya a la guerra contra Octavio.

– Ruego para que ese día nunca llegue -dijo Silo-. El secreto significa que no tiene la intención de derrotar a Sexto. -Pareció intrigado, furioso-. Cuando mi padre dirigió a los marsos y después a todos los pueblos italianos contra Roma, los transportes y las flotas de guerra pertenecían al Estado. Ahora que Italia y Roma están en pie de igualdad en cuanto a las propiedades, el Estado se sienta en los bancos de atrás mientras los comandantes se sientan en las primeras filas. Hay algo que no está bien cuando los hombres como Antonio consideran la propiedad del Estado como su propiedad privada. Soy leal a Antonio y seguiré siendo leal, pero no puedo aprobar la manera como están las cosas.

– Tampoco yo -declaró Ventidio con voz ronca.

– Son los inocentes los que sufrirán si se desata una guerra civil.

Ventidio pensó en su infancia e hizo una mueca. -Supongo que los dioses están más dispuestos a proteger a aquellos lo bastante ricos como para ofrecerles los mejores sacrificios. ¿Qué es una paloma o un pollo comparado con un toro blanco? Además, es mejor ser un auténtico romano, Silo, ambos lo sabemos.

Silo, un hombre apuesto con los inquietantes ojos de color verde amarillo de su padre, asintió.

– Con los marsos en tus legiones, Ventidio, venceremos en Oriente. ¿Una campaña de contención? ¿Es eso lo que quieres?

– No. -Ventidio se mostró despectivo-. Ésta es mi mejor oportunidad para una campaña decente, así que pretendo llegar todo lo lejos y lo rápido que pueda. Si Antonio quiere la gloria, debería estar aquí en mi lugar, y no mantener un ojo puesteen Octavio y otro en Sexto. ¿Cree que todos nosotros, desde Pollio hasta mí, no lo sabemos?

– ¿De verdad crees que podemos derrotar a los partos?

– Podemos intentarlo. Silo. He visto al Antonio general y no es mejor que yo, o ni siquiera como yo. ¡Desde luego no es César! -La nave pasó por encima de la cadena sumergida en la bahía y se dejó llevar por el viento del noroeste-. ¡Ah, me gusta el mar! ¡Adiós, Brundisium, adiós, Italia! -gritó Ventidio.

En Éfeso, las quince legiones se instalaron en varios inmensos campamentos alrededor de la ciudad portuaria, una de las más hermosas del mundo. Sus casas tenían fachadas de mármol, se enorgullecía de un inmenso teatro, tenía docenas de magníficos templos y el recinto de Artemisa, en su aspecto de diosa de la fertilidad, motivo por el cual sus estatuas la mostraban cargada desde los hombros hasta la cintura con testículos de toro.

Mientras Silo hacía las rondas de las quince legiones y mantenía un ojo severo a los entrenamientos y las maniobras, Ventidio encontró una roca con un asiento natural y se sentó a pensar en paz y tranquilidad. Había visto un destacamento de quinientos honderos enviados por Polemón, el hijo de Zenón, que intentaba gobernar el Pontus sin la sanción oficial de Antonio.

Después de haber hecho una pausa para verlos practicar, los honderos habían fascinado a Ventidio. Era asombroso cómo un hombre con una bolsa de cuero poco profunda sujeta a un flexible cordón de cuero podía lanzar una piedra.

Más que eso, la piedra volaba a través del aire a una velocidad asombrosa. ¿Lo bastante fuerte como para apartar a un arquero montado parto del campo de batalla? ¡Ésa sí que era una buena pregunta! Desde el primer día en que había comenzado a planear esa campaña, Ventidio había decidido que no se conformaría con nada que no fuese la victoria. Por lo tanto, había sufrido por el legendario arquero montado parto, que fingía escapar del campo y disparaba sus flechas de espaldas por encima de la grupa de su caballo. Con una lógica perfecta, Ventidio había asumido que el grueso de las tropas serían arqueros a caballo, que nunca se aventuraban lo bastante cerca como ponerse al alcance de la infantería. Pero quizá esos honderos…

Nadie le había dicho que Pacoro había basado su triunfo en los catafractarios, guerreros vestidos de pies a cabeza en cota de malla montados en grandes caballos acorazados desde la cabeza hasta la rodilla. Pacoro no tenía arqueros a caballo. Otro motivo para esta sorprendente falta de información sobre el enemigo se debía a que Marco Antonio no había pedido un informe de las fuerzas partas. Tampoco lo había hecho ningún otro romano. Como Ventidio, todos en el bando de Antonio habían asumido sencillamente que el ejército parto contaba con más arqueros a caballo que catafractarios. El ejército parto siempre había sido así. ¿Por qué este otro iba a ser diferente?

Por lo tanto, Ventidio se sentaba y pensaba en los honderos mientras planeaba una campaña dirigida sobre todo contra los piqueros montados, que ya no se quedaban sin flechas casi nunca, incluso en la más larga de las batallas.

¿Qué pasaría, se preguntó Ventidio, si reunía a todos los honderos que tenía Oriente y los entrenaba para lanzar sus misiles contra los arqueros montados? No servía convertir a un legionario en hondero; hubiera preferido ser azotado y decapitado antes que quitarse su cota de malla y recoger una honda en lugar de un gladio.

Sin embargo, una piedra no era un proyectil adecuado, para empezar, los honderos no podían lanzar cualquier piedra vieja; dedicaban una gran cantidad de tiempo precioso a buscaren los lechos de los ríos las piedras adecuadas: suaves, redondas, de unos cuatrocientos gramos. Y a menos que la piedra golpease en alguna parte frágil del cuerpo, en particular el cráneo, causaba unos atroces morados pero no un daño permanente. Un combatiente enemigo estaría fuera de la batalla, pero sanaría lo suficiente como para unirse al combate unos pocos días más tarde. Ése era el problema con las piedras y las flechas, eran armas limpias, y las armas limpias pocas veces mataban. La espada era una arma sucia, cubierta con la sangre década cuerpo que encontraba, y los legionarios veteranos enjugaban las hojas pero nunca las lavaban. Sus bordes eran lo bastante afilados como para cortar un cabello, y cuando se deslizaba en la carne llevaba venenos que hacían que la herida se infectase y quizá provocase la muerte.

Bueno, él no podía hacer un proyectil de honda sucio, pensó Publio Ventidio, pero podía hacer uno más letal. Por su experiencia con la artillería de campaña, sabía que las grandes piedras hacían mayor daño no tanto por su tamaño sino por su capacidad para destrozar aquello donde pegaban y enviar trozos volando. Si la catapulta o la ballesta eran realmente eficientes, enviaba proyectiles a mayor velocidad que un instrumento cuyo resorte de cuerda estaba húmedo o no había sido tensado todo lo posible. Plomo. Cuatrocientos gramos de plomo ocupaban mucho menos que una piedra del mismo peso. Por lo tanto, ganaría impulso dentro de la bolsa de la honda, que podría girar más rápido y así enviar más lejos el proyectil debido a su velocidad. Cuando impactase, cambiaría su forma, se aplastaría o incluso crearía una punta. Los proyectiles de plomo no eran desconocidos, pero estaban diseñados para ser lanzados desde pequeñas piezas de artillería por encima de las murallas, como en Perusia, y eso era un ejercicio a ciegas de una efectividad rebatible. Una bola de plomo lanzada por un hondero experto a un blanco específico desde unos sesenta metros podía resultar algo extremadamente útil.

Mandó a los fundidores de la legión que hicieran una pequeña cantidad de proyectiles de plomo de cuatrocientos gramos con la advertencia de que si su idea daba fruto tendrían que fundir miles y miles de proyectiles del mismo peso. El jefe de los fundidores replicó con la astuta sugerencia de que miles de miles de balas de plomo de cuatrocientos gramos sería mejor encargárselas a un proveedor privado.

– Un proveedor privado nos engañaría -afirmó Ventidio, que consiguió mantener virilmente el rostro impávido.

– No si envío a media docena de fundidores para que pesen cada bola y comprueben que no tengan bultos, grietas ni hendiduras, general.

Después de haber acordado este arreglo, siempre que el jefe fundidor también suministrase el plomo y se asegurase de que no fuese adulterado con la adicción de un metal más barato como el hierro, Ventidio llevó una bolsa de bolas de plomo al campo de práctica de los honderos, riéndose para sus adentros. Nunca podías aventajar a un astuto legionario, por mucho que lo intentases o por muy alto que fuese tu rango. Habían crecido de manera muy similar a la suya, viviendo al día, y no tenían miedo de los perros de tres cabezas.

Xenón, el jefe de los honderos, estaba en su puesto.

– Prueba una de éstas -le dijo Ventidio, y le dio las bolas.

Xenón balanceó el pequeño objeto en el cuero de la honda e hizo girar el arma hasta que silbó. Un experto movimiento de muñeca y la bola de plomo silbó a través del aire para estrellarse en la cintura de un muñeco. Juntos caminaron para inspeccionar el daño; Xenón soltó un gemido, demasiado asombrado para gritar.

– ¡General, mira! -dijo cuando fue capaz.

– Ya estoy mirando.

El proyectil no había abierto un agujero en el cuero blando, había hecho una abertura irregular, y descansaba en el fondo de un relleno de tierra y paja.

– El problema con tus muñecos -señaló Ventidio- es que no tienen un esqueleto de verdad. Sospecho que estas bolas de plomo se comportarán de otra manera cuando impacten contra algo en un esqueleto. Por lo tanto, debemos probar el proyectil en una mula condenada.

Para el momento en que habían encontrado la mula, los quinientos honderos se habían reunido lo más cerca posible del campo de prueba; se había corrido la voz de que el comandante romano había inventado un nuevo proyectil.

– Colocadla con la grupa de cara a la trayectoria de la bala -ordenó Ventidio-. La usaremos contra caballos del tamaño de una mula que huyen. Un caballo caído es un arquero caído. Los partos quizá puedan mantener el suministro de flechas, ¿pero caballos? Dudo de que tengan muchos para reemplazarlos.

La mula quedó tan herida que tuvieron que sacrificarla en el acto, la piel desgarrada, los intestinos destrozados. Cuando lo sacaron de la carcasa, el proyectil ya no era una bola; parecía un plato aplastado con el perímetro rasgado, resultado, al parecer, de golpear contra el hueso en el camino de entrada.

– ¡Honderos! -gritó Ventidio-. ¡Tenéis una nueva arma!

Por todos lados resonaron los vivas.

– Envía aviso a Polemón de que necesito mil quinientos honderos más y un millar de talentos de plomo sobrantes de sus minas de plata -le dijo a Xenón-. Pontus acaba de convertirse en un aliado muy importante.

Por supuesto no fue algo tan sencillo. Algunos de los honderos encontraban que el misil más pequeño era difícil de lanzar, y otros, obstinados, rehusaron ver su excelencia. Pero gradualmente incluso los más recalcitrantes honderos se convirtieron en expertos en el lanzamiento del plomo, y aceptaron su nuevo tipo de arma. Las modificaciones en la bolsa de la honda también ayudaron porque el uso demostró que las bolas de plomo gastaban las finas tiras de cuero más rápido que la piedra.

Más o menos para el momento en que el contento entre los honderos era general llegaron otros mil quinientos honderos de Amaseia y Sinope y se esperaban más de Amisus, que estaba más lejos. Polemón, que no era ningún tonto, contaba que su generosidad y rapidez le diesen grandes dividendos más tarde.

Ventidio no perdía el tiempo mientras continuaba el entrenamiento de los honderos, ni tampoco estaba del todo complacido. El nuevo gobernador de la provincia de Asia, Lucio Munatio Planeo, se había instalado en Pergamum, bien al norte de las incursiones de Labieno, ubicado en Licia y Caria. Pero un pergamita a sueldo de Labieno buscó a Planeo y lo convenció de que Éfeso había caído y de que Pergamum era el siguiente objetivo parto. Agitado, poco valiente y dado a escuchar falsos consejos, Planeo, aterrorizado, había hecho el equipaje para escapar a la isla de Chíos, y desde allí había enviado aviso a Antonio, todavía en Roma, para advertirle de que nada podía detener a Labieno.

«Todo esto -le dijo Ventidio en una carta a Antonio-, mientras yo estaba desembarcando quince legiones en Éfeso. El hombre es un crédulo y un cobarde, y no se le deben facilitar tropas. No me he molestado en comunicarme con él por considerarlo una pérdida de tiempo.»

«Bien hecho, Ventidio -manifestó Antonio en su carta de respuesta, que llegó en el preciso momento en que Ventidio y su ejército estaban a punto de marchar-. Admito que le di a Planeo la gobernación para quitármelo de en medio; un poco como Ahenobarbo en Bitinia, excepto que Ahenobarbo no es un cobarde. Deja que Planeo se quede en Chíos, el vino es excelente.»

Cuando vio esta respuesta, Silo se rió.

– Excelente, Ventidio, excepto que dejaremos la provincia de Asia sin gobernador.

– Ya he pensado en eso -respondió Ventidio complaciente-. Dado que Pitodoro de Tralles es ahora el yerno de Antonio lo he llamado a Éfeso. Podrá cobrar los tributos e impuestos en nombre de Antonio, que es su tata político, y enviarlos a la tesorería en Roma.

– ¡Oh! -dijo Silo, con sus extraños ojos muy abiertos-, ¡Dudo de que eso plazca a Antonio! Esas órdenes van directamente a él.

– No es una orden que me hayan dado a mí, Silo. Soy leal a Marco Antonio, pero más leal a Roma. Los tributos y los impuestos cobrados en su nombre deben ir a la tesorería. Lo mismo que con cualquier botín que podamos recoger. Si Antonio quiere quejarse, puede hacerlo, pero sólo después de que hayamos derrotado a los partos.

– Se pavonea, Ventidio, porque los señores de la guerra de Galacia sin líder han reunido a cuantos soldados de caballería han podido encontrar y han venido a Éfeso dispuestos a demostrarles al desconocido general romano lo que pueden hacer los buenos jinetes. Diez mil de ellos, todos demasiado jóvenes para haber muerto en Filipos, y ansiosos por preservar sus llanuras de las depredaciones de Quinto Labieno, demasiado cerca para sentirse cómodos.

– Cabalgaré con ellos, pero no todo el camino -le dijo Ventidio a Silo-. Es tu trabajo poner a la infantería en camino cuanto antes. Quiero que mis legiones recorran como mínimo treinta millas al día, y las quiero en la ruta más directa a las puertas Cilicias. Eso es, por el Maeander arriba y a través del norte de Pisidia hasta Iconium. Toma la ruta de caravanas desde allí hasta el sur de Capadocia, donde seguirás la carretera romana que lleva hasta las Puertas Cilicias. Es una marcha de quinientas millas, y tienes veinte días. ¿Comprendido?

– Absolutamente, Publio Ventidio -manifestó Silo.

No era hábito de un comandante romano montar a caballo; la mayoría prefería caminar por varías razones. Para empezar, la comodidad; un hombre a caballo no tenía alivio para el peso délas piernas, que colgaban sueltas. La segunda, a la infantería le gustaba ver caminar a sus comandantes; los ponía a su mismo nivel, literal y metafóricamente. La tercera, mantenía a la caballería en su lugar; los ejércitos romanos estaban compuestos en su mayor parte por la infantería, más apreciada que las tropas a caballo, que a lo largo de los siglos se habían convertido en no romanos, una fuerza auxiliar de galos, germanos y gálatas.

Sin embargo, Ventidio estaba más habituado a montar que la mayoría, debido a su carrera como criador de mulas. Le gustaba recordar a sus altivos colegas que el gran Sila siempre había cabalgado una mula, y que Sila había hecho que César el Dios cabalgase una mula cuando era un joven. Lo que él quería era mantener un ojo atento a su caballería, dirigida por un gálata llamado Amintas, que había sido secretario del viejo rey Deiotaro. Si Ventidio llevaba razón, Labieno se retiraría ante una fuerza de caballería tan numerosa hasta encontrar un lugar donde sus diez mil infantes entrenados por Roma pudiesen derrotar a diez mil caballos. En ningún lugar de Caria o de la Anatolia central; podía hacerlo en Licia y en el sur de Pisidia, pero si se retiraba en esa dirección significaba alargar demasiado sus comunicaciones con el ejército parto. Su instinto, y era correcto, lo llevaría a través del mismo terreno que Ventidio le había marcado a Silo como ruta de sus legiones, pero días por delante de las tropas. Diez mil caballos en sus talones le obligarían a escapar demasiado rápido como para conservar el tren de equipajes, cargado con un botín que sólo las carretas tiradas por bueyes podían llevar. Caería en manos de Silo; el trabajo de Ventidio era mantener a Labieno en retirada hacia Cilicia Pedia y al ejército parto en el extremo más lejano de la cordillera Amanus, la barrera geográfica entre Cilicia Pedia y el norte de Siria.

Había un único camino por donde Labieno podía pasar desde Capadocia hasta Cilicia, porque las altas y escarpadas montañas del Taurus aislaban a la Anatolia central de cualquier lugar al este de ellas; las nieves del Taurus nunca se derretían, y los pasos existentes se encontraban a una altura de tres mil y tres mil cuatrocientos metros, sobre todo en el segmento Antitaurus. Excepto en las Puertas Cilicias. Era en las Puertas Cilicias donde Ventidio esperaba alcanzar a Quinto Labieno.

Las jóvenes tropas gálatas tenían la edad precisa que produce a los mejores y más valientes guerreros: no lo bastante viejos como para tener esposas y familias, no lo bastante viejos como para creer que ir a la batalla contra el enemigo era algo a lo que tener miedo. Sólo Roma había conseguido convertir hombres mayores de veinte en magníficos soldados, y ésa era la marca de la superioridad romana. Disciplina, entrenamiento, profesionalismo, un seguro conocimiento que cada hombre era parte de una vasta máquina invencible. Sin sus legiones, Ventidio sabía que no podía derrotar a Labieno; lo que debía hacer era retener al renegado en un punto, hacerle imposible cruzar las Puertas Cilicias y esperar a que llegasen las legiones. Al confiar en Silo, le estaba entregando la batalla.

Labieno hizo lo esperado. Su red de inteligencia le había informado de la enorme fuerza acampada en Éfeso; y cuando escuchó el nombre de su comandante, supo que debía retirarse a toda prisa de la Anatolia occidental. Su botín era considerable, porque había ido a lugares que Bruto y Casio no habían tocado; Pisidia, que estaba llena de templos a Kubaba Cibeles y su consorte Attis; Licaonia, que rebosaba de recintos dedicados a deidades olvidadas del resto del mundo desde que Agamenón había gobernado Grecia, e Iconium, una ciudad donde los dioses medos y armenios tenían templos. Por estos motivos intentó desesperadamente llevar su tren de equipajes con él; algo del todo inútil. Lo había abandonado a cincuenta millas al oeste de Iconium, ya que sus carreteros, demasiado aterrorizados de la horda romana que los perseguía, no estaban como para pensar en robar su contenido. Escaparon, y dejaron abandonado un tren de dos millas de bueyes que mugían sedientos. Ventidio sólo se detuvo para liberar a las bestias para que buscasen agua y seguir adelante. Cuando, pasado el tiempo, el botín llegó a la tesorería, equivalía a cinco mil talentos de plata. No había ninguna obra de arte valiosa, pero sí una gran cantidad de oro, plata y gemas. Sería, pensó mientras su trasero se levantaba y caía al paso de la mula, un adecuado adorno a su triunfo.

El terreno que había alrededor de las Puertas Cilicias no era bueno para los caballos; los bosques de diversas clases de pino crecían demasiado cerca y no permitían que creciera la hierba, por lo tanto, ningún caballo podía comer un follaje tan duro. Cada soldado cargaba todas las hierbas que podía, razón por la cual Ventidio no se había apresurado. Pero la tropa era hábil, recogía cada trozo de hierba tierna que podían encontrar, para Ventidio, tenían el aspecto del báculo de un augur, acabado en la punta con un rizo. Entre el forraje que su ejército aún tenía y los tallos de helecho calculaban que aún podían sobrevivir diez días. Lo suficiente si Silo era lo bastante duro para lograr que sus legiones marchasen treinta millas al día. César siempre conseguía más millas que las de sus legionarios, pero César era único. ¡Oh, aquella marcha desde Placentia para relevar a Trebonio y al resto en Agendicum! Y qué gratitud, matar al hombre que te había rescatado. Ventidio tosió y escupió a un imaginario Cayo Trebonio.

Labieno había llegado al alto del paso dos días antes y había conseguido talar los árboles suficientes para hacer un campamento según el correcto estilo romano: había utilizado los troncos para hacer empalizadas, cavado trincheras alrededor del perímetro y erigido torres a intervalos en la empalizada. Sin embargo, sus tropas tenían un entrenamiento romano, pero no eran romanas, y eso significaba que había errores en el diseño del campamento. Ventidio lo calificaba como buscar lo más fácil. Cuando él llegó, Labieno no hizo ningún intento de salir de detrás de sus fortificaciones y presentar batalla, pero Ventidio no esperaba que lo hiciese. De hecho, lo que esperaba era que llegasen Pacoro y los partos; eso era lo sensato. También era un arriesgado juego de espera. Sus exploradores ya habrían encontrado a Silo y las legiones, de la misma manera que los exploradores de Ventidio ya habían confirmado que no había partos a varios días a caballo de las Puertas Cilicias. Más al este de ese punto, Ventidio no se atrevía a enviar exploradores. El hecho más destacado era que Silo no podía estar mucho más lejos, a juzgar por la velocidad con la que Labieno había construido su campamento.

Tres días más tarde Silo y las quince legiones bajaron por las laderas del Taurus, ya habían superado el relieve parto; todavía estaban a cierta distancia, además, los habían obligado a subir desde la costa, en Tarsus, una marcha agotadora para hombres y caballos.

– Allí -le dijo Ventidio a Silo, y señaló mientras se encontraban; no tenían tiempo que perder-. Construiremos nuestro campamento por encima de Labieno, y en terreno alto. -Se mordió el labio inferior y tomó una decisión-. Envía al joven Apio Pulchen y a cinco de las legiones al norte de la Eusebia Masaka; diez serán suficientes para combatir en este territorio; es demasiado escarpado para un despegamiento masivo de tal dimensión, y no tengo lugar para instalar un campamento de millas cuadradas. Dile a Pulcher que ocupe la ciudad y se prepare para marchar al primer aviso. También puede informar del estado de las cosas en Capadocia; Antonio está ansioso por saber si hay un Ariarthrid capaz de gobernar.

Nadie utilizaba a las tropas de caballería para construir un campamento; no eran romanos y no tenían idea del trabajo manual. Ahora que Silo había llegado podía ocuparse de erigir algo que daría cobijo a los soldados, pero sin informarle de que ésa iba a ser una larga estada. Labieno ya estaba lo bastante preocupado como para ocultarse detrás de sus paredes y mirar a lo alto de la escarpada ladera donde el campamento de Ventidio crecía rápidamente; su único consuelo era que, al ocupar el terreno elevado, éste le había dejado una ruta de escape a Cilicia en dirección a Tarsus. Ventidio también era consciente de este hecho, aunque no le preocupaba. En aquel momento prefería expulsar a Labieno de Anatolia. Aquel empinado lugar lleno de tocones no era sitio para una batalla decisiva. Sólo una buena batalla.

Cuatro días después de la llegada de Silo se presentó un explorador para decirle a los comandantes romanos que los partos habían rodeado Tarsus y tomado la carretera a las Puertas Cilicias.

– ¿Cuántos son? -preguntó Ventidio.

– Cinco mil o un poco más, general.

– ¿Todos arqueros?

El hombre lo miró desconcertado.

– No son arqueros. Son todos catafractarios, general. ¿No lo sabías?

Los ojos azules de Ventidio se cruzaron con los verdes de Silo, ambos pares sorprendidos.

– ¡Menuda estupidez! -gritó Ventidio cuando el explorador se hubo marchado-. ¡No, no lo sabíamos! ¡Todo ese trabajo con los honderos, y total para nada! -Se rehizo, y consiguió parecer decidido-. Buen o, tendrá que depender del terreno. Estoy seguro de que Labieno cree que somos unos locos al halarle ofrecido una oportunidad para escapar, pero ahora estoy centrado en acabar con los catafractarios que con sus mercenarios. Convoca a reunión de los centuriones para magaña al amanecer, Silo.

El plan fue cuidadosa y meticulosamente preparado.

– No he podido confirmar si Pacoro manda su ejército en persona -le dijo a sus seiscientos centuriones presentes en la reunión-»pero lo que tenemos que hacer, muchachos, es tentar a los partos para que carguen contra nosotros montaña arriba sin el apoyo de la infantería de Labieno. Eso significa que nos pondremos en nuestras empalizadas y les gritaremos terribles insultos a los partos en parto. Tengo a un tipo que ha escrito unas cuantas palabras y frases que cinco mil hombres tendrán que aprenderse de corrido. Cerdos, idiotas, hijos de ñuta, salvajes, perros, comemierdas, palurdos. Cincuenta centuriones con las voces más potentes tendrán que aprender a decir «¡Tu padre es un maricón!», «Tu madre la chupa» y «Pacoro es un porquero»; los partos no comen cerdos y consideran a los cerdos impuros. La idea es conseguir que se cabreen tanto que se olviden de las tácticas y carguen. Mientras tanto, Quinto Silo habrá abierto las puertas del campamento y tumbado las paredes laterales para dejar salir a nueve legiones a la carrera. Es vuestra otra tarea, muchachos, decirles a vuestros hombres que no tengan miedo de estos grandes mentulae en sus enormes caballos. Vuestros hombres deben cargar como los guerreros nubios, debajo y alrededor de los caballos, y descargar golpes de espada contra las patas. Una vez que el caballo haya caído, golpead con la espada el rostro del jinete y cualquier otra parte no protegida por la cota de malla. Todavía pienso usar a mis honderos, aunque no puedo estar seguro de que vayan a ser de gran ayuda. Eso es todo, muchachos. Los partos estarán aquí mañana bastante temprano, así que hoy nos dedicaremos a aprender insultos partos y a hablar, hablar, hablar Dispersaos y que Marte y Hércules Invicto sean con nosotros.

Fue más que una buena batalla; fue un dulce entrenamiento, ideal para los legionarios que nunca habían visto antes a un catafractario. Los jinetes acorazados parecían más temibles de lo que la experiencia demostró que eran en realidad, y respondona la descarga de insultos con una furia que avasalló todo el sentido común. Cargaron por la ladera sembrada de tocones, hicieron temblar el suelo, vociferaron sus gritos de guerra y algunos de los caballos cayeron innecesariamente mientras sus jinetes se estrellaban sobre los tocones o intentaban saltarlos. Sus oponentes, con corazas, pequeños en comparación, salieron de entre los árboles a cada lado del campamento y bailaron ágilmente en el bosque de patas equinas, golpearon y cargaron para convertir la carga parta en un frenesí de caballos que relinchaban y de jinetes caídos, indefensos contra los golpes que les llovían sobre sus rostros y se clavaban en las axilas. Un buen golpe con un gladio penetraba en la cota hasta el vientre, aunque no era muy bueno para la espada.

Para su gran deleite, Ventidio descubrió que los proyectiles de plomo lanzados por los honderos abrían agujeros en la coraza parta y seguían adelante para matar.

Labieno sacrificó a un millar de su infantería para que librasen una acción de retaguardia para escapar por la carretera romana a Cilicia, agradecidos de estar con vida. Era más de lo que se podía decir de los partos, hechos pedazos. Quizá un millar de ellos siguió a Labieno, el resto quedaron muertos o moribundos en el campo de las Puertas Cilicias.

– Qué baño de sangre -le dijo un exultante Silo a Ventidio cuando, seis horas después del comienzo, acabó la batalla.

– ¿Cómo nos ha ido, Silo?

– Oh, muy bien. Unas pocas cabezas partidas que se pusieron en el camino de los cascos, varios aplastados debajo de los caballos caídos, pero, en resumen, yo diría que unas doscientas bajas. ¡Qué me dices de las balas de plomo! Incluso la cota de malla no puede detenerlas.

Ventidio frunció el entrecejo mientras caminaba por el campo, sin conmoverse por el sufrimiento que lo rodeaba; se habían atrevido a desafiar el poder de Roma, y se habían dado cuenta de que era algo contraproducente. Un grupo de legionarios pasaba entre los montones de muertos y agonizantes para rematar a los caballos y a los hombres que no podrían sobrevivir. A los pocos que se habían quedado y estaban ligeramente heridos los mantendrían prisioneros porque el guerrero catafractario era un noble cuya familia podía permitirse pagar el rescate. Si no llegaba el rescate, el hombre sería vendido como esclavo.

– ¿Qué vamos a hacer con las montañas de muertos? -preguntó Silo, y exhaló un suspiro-. Éste no es un terreno que tenga más de sesenta centímetros de tierra blanda, por lo que será muy duro cavar fosas para enterrarlos, y la madera es demasiado verde para arder en las piras.

– Los arrastraremos hasta el campamento de Labieno y los dejamos allí para que se pudran -respondió Ventidio-. Para cuando volvamos por este camino, si alguna vez volvemos, no serán más que huesos blanqueados. No hay ninguna «oblación en muchas millas a la redonda, y las disposiciones sanitarias de Labieno son lo bastante buenas como para asegurar que el Cidno no se contaminará. -Soltó un resoplido-. Pero primero buscaremos el botín. Quiero que mi desfile triunfal sea muy bueno. ¡No hay triunfo de imitación macedonio para Publio Ventidio!

«Este comentario -pensó Silo con una sonrisa secreta- es una bofetada para Pollio, que libraba la misma vieja guerra en Macedonia.»

En Tarsus, Ventidio descubrió que Pacoro no había estado presente en la batalla, quizá por eso había sido tan fácil enfurecer a los partos. Labieno continuaba escapando hacia el este a través de Cilicia Pedia, su columna desordenada por culpa de los catafractarios sin líder y de unos pocos mercenarios quejosos con gran influencia para crear discordias entre los más plácidos infantes.

– Tenemos que seguirlo de cerca -dijo Ventidio-, pero esta vez podrás cabalgar con la caballería, Silo. Yo llevaré las legiones.

– ¿Es que fui demasiado lento en llegar a las Puertas Cilicias?

– ¡Edepol, no! Entre tú y yo Silo, me estoy haciendo demasiado viejo para las largas cabalgadas. Me duelen las pelotas y tengo una fístula. Tú lo harás mejor, eres mucho más joven. Un hombre de casi cincuenta y cinco años está condenado a usar los pies.

Un sirviente apareció en la puerta.

– Domine, Quinto Delio está aquí para verte, y pide ser alojado.

Los ojos azules se encontraron con los verdes en otra de aquellas miradas que sólo la íntima amistad y los gustos similares permitían. Decían muchísimo, aunque no se cruzaron ni una palabra.

– Hazlo pasar, pero no te preocupes del alojamiento.

– Mi muy querido Publio Ventidio. Y también Quinto Silo, qué agradable veros. -Delio se acomodó en una silla antes de que se la ofreciesen y miró con ansia la jarra de vino-. Una copa de algo ligero, blanco y brillante estaría muy bien.

Silo sirvió el vino y le dio la copa mientras hablaba con Ventidio.

– Si no tienes nada más, me ocuparé de mis asuntos.

– Mañana al amanecer os atenderé a los dos.

– Vaya, vaya, cuánta prisa -manifestó Delio, que bebió un sorbo y después hizo una mueca-. ¡Puaj! ¿Qué es esta meada tercera prensada?

– No lo sé porque no lo he probado -replicó Ventidio escuetamente-. ¿Qué quieres, Delio? Tendrás que alojarte esta noche en una posada porque el palacio está lleno. Puedes venir por la mañana y tener todo el lugar para ti. Nos vamos.

Indignado, Delio se sentó más recto y lo miró furioso. Desde la memorable cena en la que había compartido el diván de Antonio dos años atrás se había habituado tanto a la deferencia que la esperaba incluso de los curtidos hombres militares como Publio Ventidio. ¡Ahora, la exigía! Sus ojos castaños encontraron los de Ventidio, y enrojeció; mostraban desprecio.

– ¡Vaya, esto ya pasa de la raya! -exclamó-. ¡Tengo un imperium propretoriano e insisto en que se me acomode ahora mismo! Echa a Silo si no tienes a nadie más a quien echar.

– Yo no echaría ni al más mísero contubemalis por un rastrero como tú, Delio. Mi imperium es proconsular. ¿Qué quieres?

– Traigo un mensaje del triunviro Marco Antonio -contestó Delio con frialdad-, y esperaba entregarlo en Éfeso y no en un nido de ratas como Tarsus.

– Entonces tendrías que haberte movido más rápido -afirmó Ventidio sin la menor compasión-. Mientras tú estabas navegando, yo libraba una batalla contra los partos. Puedes llevarle un mensaje de mi parte a Antonio: dile que hemos batido a un ejército de catafractarios partos en las Puertas Cilicias y que hemos hecho huir a Labieno. ¿Cuál es tu mensaje? ¿Algo igual de asombroso?

– No es prudente provocarme -dijo Delio en un susurro.

– No me importa. ¿Cuál es el mensaje? Tengo trabajo que hacer.

– Se me ha pedido que te recuerde que Marco Antonio está muy ansioso de ver al rey Herodes de los judíos sentado en su trono tan pronto como sea posible.

La incredulidad se reflejó en el rostro de Ventidio.

– ¿Antonio te envió hasta aquí sólo para decirme eso? Dile que estaré encantado de poner el culo gordo de Herodes en el trono, pero primero tengo que expulsar a Pacoro y a su ejército de Siria, cosa que llevará algún tiempo. Sin embargo, asegúrate al triunviro Marco Antonio que no olvidaré sus instrucciones. ¿Eso es todo?

Hinchado como una cobra, Delio separó los labios en una mueca.

– ¡Lamentarás esta conducta, Ventidio! -siseó.

– Lamento una Roma que alienta a lameculos como tú, Pelio. Ya sabes por dónde se sale.

Ventidio se marchó y dejó a Delio que rabiase. ¡Cómo se atrevía el viejo mulero a tratarlo de esa manera! Sin embargo, por el momento decidió, mientras abandonaba la copa de vino y se levantaba, que tendría que aguantarlo. Había derrotado a un ejército parto y echado a Labieno de Anatolia, una noticia que a Antonio le gustaría tanto como le gustaba Ventidio. «Ya llegará tu momento -se dijo Delio-. Cuando llegue mi oportunidad, atacaré, Pero todavía no. No, todavía no.»

Al mando de su caballería gálata, Quinto Poppaedio Silo, con gran valor y astucia, encerró a Labieno a medio camino, en el paso del monte Amanus llamado las Puertas Sirias, y esperó a que Ventidio llegase con las legiones. Era noviembre, pero no hacía mucho frío; las lluvias de otoño no habían llegado, algo que significaba que el suelo tenía la dureza de la batalla, digno de un combate. Algún comandante parto había traído dos mil catafractarios desde Siria para ayudar a Labieno, pero no sirvió de nada. Por segunda vez los guerreros acorazados fueron hechos pedazos, pero en esta ocasión también pereció la infantería de Labieno.

Tras hacer sólo una pausa para escribirle una jubilosa carta a Antonio, Ventidio fue a Siria, donde no se encontró a ningún parto, ya que se habían marchado. Pacoro tampoco había estado en la batalla de Amanus; el rumor decía que se había marchado a su casa en Seleucia del Tigris meses atrás y se había llevado al Hircano de los judíos con él. Labieno había escapado, y había embarcado para ir a Chipre en dirección a Apamea.

– Eso no le servirá de nada -le comentó Ventidio a Silo-. Creo que Antonio puso a uno de los libertos de César en Chipre para que gobernase en su nombre, un tal Cayo Julio Demetrio. -Buscó papel y escribió una nota-. Envíale esto de inmediato, Silo. Si es el hombre que creo que es mi memoria se confunde con todos esos libertos griegos, buscará en la isla desde Pafos hasta Salamis muy a fondo. De hecho, con mucha diligencia.

Hecho esto, Ventidio desperdigó sus legiones en varios campamentos de invierno y se acomodó a esperar lo que trajese el año siguiente. Instalado con toda comodidad en Antioquía y con Silo en Damasco, pasaba su tiempo de ocio soñando con su triunfo, la perspectiva del cual se hacía cada vez más interesante. La batalla en el monte Amanus le había dado dos mil talentos de plata y unas bonitas obras de arte para decorar las carrozas en su desfile. «¡Que te den, Pollio! ¡Mi triunfo eclipsará tu desfile!»

Las «vacaciones» de invierno no duraron tanto como Ventidio esperaba; Pacoro regresó de Mesopotamia con todos los catafractarios que había podido encontrar, pero sin arqueros a caballo. Herodes se presentó en Antioquía con las noticias al parecer obtenidas de uno de los paniaguados de Antígono descontento ante la perspectiva de un perpetuo gobierno parto.

– He establecido una excelente relación con el tipo, un zadoquita llamado Ananeel que desea ser sumo sacerdote. Como no pretendo ser yo mismo sumo sacerdote, lo hará tan bien como cualquiera, así que se lo prometí a cambio de una información fidedigna de los partos. Le he hecho susurrar a sus contactos partos que, después de haber ocupado el norte de Siria, pretendes tenderle una trampa a Pacoro en Nicephorium, en el río Éufrates, porque tú esperas que lo cruce en Zeugma. Pacoro se lo ha creído, y no hará caso de Zeugma, sino que viajará por la orilla este todo el camino hacia el norte, hasta Samosata. Imagino que tomará el atajo de Craso hasta el Bilechas, ¿no es una ironía?

Aunque no sentía ningún afecto por Herodes, Ventidio era lo bastante astuto como para comprender que ese codicioso hombre con cara de sapo no tenía nada que ganar con mentir; la información que Herodes le daba debía ser verdad.

– Te doy las gracias, rey Herodes -dijo, sin sentir la repulsión que le inspiraba Delio. Herodes no era un sicofante, pese a su disfraz de obsequioso; simplemente estaba decidido a expulsar a Antígono el usurpador y reinar sobre los judíos-. Puedes estar seguro de que en el momento que desaparezca la amenaza parta te ayudaré a librarte de Antígono.

– Deseo que la espera no sea muy larga -manifestó Herodes con un suspiro-. Las mujeres de mi familia y mi prometida están encerradas en lo alto del más siniestro trozo de roca en el mundo. He recibido noticias de mi hermano José de que están muy escasas de comida. Me temo que no puedo ayudarlas.

– ¿Ayudaría algo de dinero? Te puedo dar lo suficiente para que vayas a Egipto y compres suministros y los transportes ara que te lleven hasta allí. ¿Puedes llegar a esa siniestra roca in que sepan que abandonas Egipto?

Herodes se irguió, atento.

– Puedo escapar sin que me vean con toda facilidad, Publio Ventidio. La roca tiene un nombre (Masada), y está muy lejos de Palus Asphaltites. Una caravana de camellos que vaya por tierra desde Pelusium evitaría a los judíos, idumeos, nabateos y partos.

– Una impresionante lista -dijo Ventidio con una sonrisa-, Entonces, mientras yo me ocupo de Pacoro, te sugiero que hagas eso. ¡Anímate, Herodes! Para este momento del año próximo te verás en Jerusalén.

Herodes consiguió parecer humilde y apocado, una hazaña de no poca importancia.

– Yo ¿este… cómo… ah… consigo este dinero?

– Sólo ve a ver a mi cuestor, rey Herodes. Dile que te dé lo que sea que le pidas, siempre dentro de un límite. -Los brillantes ojos azules chispearon-. Los camellos son caros, lo sé, pero soy mulero de oficio. Tengo una buena idea de lo que cuesta cualquier cosa con cuatro patas. Trata honestamente conmigo y no dejes de traer información.

Ocho mil catafractarios emergieron de la parte sudeste, en Samosata, y de allí cruzaron el Éufrates mientras estaba en su nivel invernal. Esta vez al mando, Pacoro fue hacia el oeste, hacia Chaléis, por la carretera que llevaba a Antioquía a través de un terreno verde que no le presentaba ninguna dificultad, un territorio que conocía muy bien de sus anteriores incursiones. Tenía agua y abundantes pastos y, aparte de un monte bajo llamado Gíndaro, el terreno era fácil y relativamente llano. Tranquilo porque sabía que todos los príncipes menores de la zona estaban de su parte, se acercó al Gíndaro con su caballería extendida a lo largo de millas por la parte trasera para que pastase en su camino hacia Antioquía. Ellos no sabían que ahora estaba de nuevo en manos romanas. Los agentes de Herodes habían hecho bien su trabajo, y Antígono, que podía haber esperado mantener abiertos sus canales con Pacoro, estaba demasiado ocupado en someter a aquellos judíos que aún consideraban que ser gobernados por los romanos era mejor.

Un explorador llegó al galope para informarle de que un ejército romano se había instalado en el Gíndaro, muy bien atrincherado. Aquello fue un alivio para Pacoro, que mandó a sus catafractarios a que adoptasen el orden de batalla; no le gustaba desconocer dónde se hallaba el nuevo ejército romano.

Repitió todos los errores que sus subordinados habían hecho en las Puertas Cilicias y el monte Amanus, todavía imbuido por el desprecio por los soldados de infantería a la hora de enfrentarse con los gigantes con cotas de malla en caballos blindados. La masa de catafractarios cargó colina arriba y se encontró con una lluvia de proyectiles de plomo que atravesaban sus cotas a una distancia más allá de las flechas; debido al desorden de los caballos, que relinchaban al sentir el impacto de las balas que se estrellaban entre sus ojos, la vanguardia parta se hundió. Momento en el que los legionarios se lanzaron con valentía al combate; se movieron entre los caballos para cortarles las rodillas y arrastrar a los jinetes para matarlos con golpes de espada en el rostro. Las largas lanzas eran inútiles en semejante refriega, y, en su mayoría, los sables permanecían todavía envainados. Sin ninguna esperanza de conseguir que su retaguardia pasase, por la confusión reinante delante de ellos, y sin manera de encontrar el flanco romano, Pacoro observó con horror cómo los legionarios se acercaban cada vez más a su propia posición en lo alto de un pequeño otero. Pero luchó, como hicieron los hombres a su alrededor, para defender a su persona hasta el final. Cuando Pacoro cayó, aquellos que aún podían se reunieron alrededor de su cuerpo e intentaron enfrentarse a los verdaderos soldados de infantería. Para el anochecer, la mayoría de los ocho mil estaban muertos y los pocos sobrevivientes cabalgaban a uña de caballo hacia el Éufrates y el hogar, llevándose con ellos al caballo de Pacoro como prueba de que estaba muerto.

En realidad no lo estaba cuando la batalla acabó, aunque tenía una herida mortal en el vientre. Un legionario lo remató, le quitó la armadura y se la llevó a Ventidio.

Más tarde, Ventidio, ya en Atenas con su esposa y sus hijos, escribió a Antonio:

El territorio era ideal. Tengo la armadura dorada de Pacoro para exhibirla en mi triunfo; mis hombres me han aclamado imperator en el campo tres veces, como puedo testimoniar si tú lo requieres. No tenía sentido librar una guerra de contención en ningún momento de esta campaña, que progresó en un orden natural en una serie de tres batallas. Por supuesto, comprendo que el cierre de mi campaña no es causa de queja para ti. Te ha dado una Siria segura donde poder reunir a tus ejércitos -incluido el mío, que pondré en cuarteles de invierno alrededor de Antioquía, Damasco y Chalcis- para tu gran campaña contra Mesopotamia.

Sin embargo, ha llegado a mis oídos que Antíoco de Cotnagene firmó un tratado con Pacoro que cedía a Comagene el gobierno parto. También obsequió a Pacoro con alimentos y provisiones, un hecho que permitió a Pacoro entraren Siria sin verse afectado por los habituales problemas que representa mantener a una gran fuerza de caballería. Por lo tanto, en marzo tengo la intención de llevar siete legiones al norte, hasta Samosata, y ver qué tiene que decir el rey Antíoco de su traición. Silo y dos legiones marcharán a Jerusalén para poner al rey Herodes en su trono.

El rey Herodes ha sido de gran ayuda para mí. Sus agentes propagaron informaciones falsas entre los espías partos que me permitieron encontrarme en el territorio ideal cuando los partos desconocían totalmente mi paradero. Creo que Roma tiene en él a un aliado digno de su peso. Le he dado cien talentos para que vaya a Egipto y compre provisiones para su familia y la familia del rey Hircano, que está instalado en el mismo retiro de montaña imposible de ser ocupado. Sin embargo, mi campaña me ha dado diez mil talentos de plata de botín, que van de camino a la tesorería en Roma mientras escribo. Una vez que haya celebrado mi triunfo y el botín haya sido liberado, tú te beneficiarás considerablemente. Mi parte, de la venta de esclavos, no será grande, porque los partos lucharon hasta la muerte. Reuní alrededor de mil hombres del ejército de Labieno y los vendí.

En cuanto a Quinto Labieno, acabo de recibir una carta de Cayo Julio Demetrio, que se halla en Chipre, donde me informa de que capturó a Labieno y lo mandó ejecutar. Deploro este último hecho porque no creo que un simple liberto griego, incluso uno del difunto César, tenga autoridad suficiente para ejecutar. Pero te dejo a ti la decisión final, como corresponde.

Puedes estar seguro de que cuando llegue a Samosata me ocuparé duramente de Antíoco, que ha abandonado el estatus de Comagene como amigo y aliado. Espero que os parezca bien a ti y a los tuyos.

XII

La vida en Atenas era agradable, sobre todo después de que Marco Antonio solucionase sus diferencias con Tito Pomponio Atico, el más apreciado romano en Atenas, según se podía deducir de su apellido, que significaba «ateniense de corazón». Amante de los chicos atenienses, hubiese sido más exacto, pero eso era discretamente omitido por todos los romanos, incluso por uno tan homofóbico como Antonio. En días anteriores, Ático había desarrollado la disciplina de no satisfacer nunca su gusto por los chicos en ningún otro lugar salvo en la homofílica Atenas, donde había construido una mansión y había sido muy bueno con la ciudad a lo largo de los años. Hombre de gran cultura y notable literato, Ático tenía un pasatiempo que finalmente le había permitido ganar una gran fortuna; publicaba las obras de famosos autores romanos de Catulo a Cicerón y César. Cada nueva obra era copiada en ediciones que iban desde las varias docenas hasta los varios miles. Un centenar de escribas escogidos por su actitud y legibilidad estaban ocupados esos días con la poesía de Virgilio y Horacio, cómodamente albergados en un edificio en el Argileto, cerca del Senado. Unidas al scriptorium había las salas que funcionaban como biblioteca de préstamo, un concepto que en realidad había sido inventado por los hermanos Sosio, sus editores rivales, que ocupaban las dependencias vecinas. Su carrera en la edición era anterior a la de Ático, pero carecían de su inmensa fortuna y habían tenido que progresar más lentamente; en los últimos tiempos, los hermanos Sosio habían producido algunos políticos con expectativas, uno de ellos estaba con Antonio como legado superior.

Ático se había casado a una edad madura con su prima, Caecilia Pilia, que le había dado una hija, Caecilia Ática, su única hija y heredera de su fortuna. Un ataque de parálisis había convertido a Pilia en una inválida; había muerto poco después de la batalla de Filipos, por lo que Ático tuvo que ocuparse de dar crianza a Ática. Nacida dos años antes que César cruzase el Rubicón, ahora tenía trece años, y estaba cuidada con amor y cariño por un padre sofisticado que nunca le había ocultado ninguna de sus actividades, convencido de que la ignorancia sólo la haría vulnerable a los cotilleos mal intencionados. A pesar de eso, Atico se preocupaba por su única hija ahora que estaba alcanzando la madurez. ¿Á quién escogería como su marido dentro de cinco años?

Una notable astucia y una incomparable habilidad para mantener buenas relaciones con todas las facciones de la clase superior de Roma le habían asegurado hasta ahora su supervivencia, pero después de la muerte de César, el mundo había cambiado de forma tan radical que temía tanto por su propia supervivencia como por el bienestar de su hija. Su única debilidad había sido la simpatía que sentía por la más dudosa de éntrelas matronas romanas; lo cual le había llevado a socorrer a Servilia, la madre de Bruto y amante de César; a Clodia, la hermana de Publio Clodio y una notoria devoradora de hombres, ya Fulvia, que había sido esposa nada menos que de tres demagogos: Clodio, Curio y Antonio.

Proteger a Fulvia casi le había significado la ruina, a pesar de su poder en el mundo del comercio romano regido por los caballeros; por un terrible momento había parecido como si todo desde sus importaciones de cereales hasta sus vastos latifundios en Epirus irían a parar a la subasta para beneficio de Antonio, pero al recibir la breve misiva de Antonio donde le ordenaba abandonar a Fulvia lo había hecho. Aunque en privado había llorado amargamente cuando ella se cortó las venas, el destino de Ática y de su fortuna importaban más.

Por consiguiente, cuando Antonio llegó a Atenas con Octavia y sus numerosos hijos, Ático se dedicó a congraciarse con el matrimonio. Encontró al triunviro mucho más calmo, y con acierto adjudicó el mérito a Octavia. Era obvio que eran muy felices juntos, pero no a la manera de los jóvenes recién casados, que nunca querían más compañía que la propia. Antonio y Octavia ansiaban compañía, asistían a todas las conferencias, simposios, y funciones que la capital de la cultura podía ofrecer y a menudo daban fiestas en su hogar. Sí un año de matrimonio había mejorado a Antonio, de la misma manera que aquel famoso palurdo, Pompeyo Magno, había mejorado después de casarse con Julia, la encantadora hija de César.

Por supuesto, todavía existía el viejo Antonio que ocupaba aquel cuerpo hercúleo, atrevido, de carácter ardiente, agresivo hedonista y perezoso.

Era esto último, la pereza de Antonio, lo que ocupaba los pensamientos de Ático mientras caminaba por una angosta callejuela ateniense para ir a cenar con Antonio en la residencia del gobernador; era abril del año en que Apio Claudio Pulcher y Cayo Norbano Flaco eran cónsules, y (junto con el resto de Atenas) Ático sabía que los partos habían sido expulsados a sus propias tierras. No por Antonio, sino por Publio Ventidio. En Roma, la gente decía que las incursiones partas habían cesado sin más, interrumpidas tan bruscamente que Antonio no había tenido tiempo para reunirse con Ventidio en Cilicia o Siria. Pero Ático sabía que no era así; nada había evitado que Antonio estuviese donde se desarrollaban las acciones militares. Nada, excepto la más terrible debilidad de Antonio: una pereza que lo llevaba a una perpetúa demora. Parecía ciego al ritmo de los acontecimientos, y se decía a sí mismo que todo ocurriría cuando él lo quisiese. Mientras Julio César había estado vivo para empujarlo, la debilidad no había parecido tan evidente, pero después del asesinato de César, Octavio había empujado. No obstante, Filipos había sido una victoria tan grande para Antonio que la debilidad había florecido al máximo. Déla misma manera que cuando Julio César lo había dejado a cargo de toda Italia mientras él iba por el mundo aplastando a sus enemigos. ¿Qué había hecho Antonio con esa inmensa responsabilidad? Había uncido cuatro leones a una carroza, reunido a una corte de magos, bailarines y payasos y se había divertido sin cesar. ¿Trabajo? ¿Qué era eso? Roma se gobernaba a sí misma; como hombre al mando, haría precisamente lo que quería, divertirse. Aunque no había ninguna base real, parecía creer que, dado que él era Marco Antonio, todo saldría de la manera que él creía que debía ser. Y cuando nada resultaba así, Antonio culpaba a todos menos a sí mismo.

Debajo de la tranquilizadora influencia de Octavia no había cambiado, en realidad. Siempre el placer por delante del trabajo. Pollio y Mecenas habían reorganizado los límites del triunvirato de una forma más sensata, un acto que debía librar completamente a Antonio para que se ocupase de dirigir a sus ejércitos. Pero al parecer aún no estaba preparado para hacerlo, y sus excusas eran huecas. Octavio no representaba una amenaza real y, a pesar de sus protestas, tenía dinero más que suficiente para ir a la guerra. Sus legiones ya existían, estaban bien equipadas y abastecidas con grano barato por Sexto Pompeyo. Por lo tanto, ¿qué le detenía?

Para la hora en que llegó a la residencia del gobernador, Ático sentía la amarga furia que sienten los viejos, y encontró, para su desagrado, que él y Antonio cenarían solos; con la excusa de una enfermedad de uno de los niños, Octavia no asistiría a la cena. Eso significaba que no podría convencer a Antonio para que estuviese de buen humor. Con el corazón en los pies, Atico comprendió que iba a ser una cena muy incómoda.

– ¡Si Ventidio estuviese aquí, lo juzgaría por traición! -fue el primer comentario de Antonio. Ático se rió.

– ¡Pamplinas!

Antonio pareció sorprendido, luego arrepentido. -Sí, sí, ya veo por qué dices que son pamplinas, ¡pero la guerra contra los partos era mía! Ventidio se excedió en sus órdenes.

– ¡Tendrías que haber estado tú en la tienda de mando, mi querido Antonio! -replicó Ático con voz tajante-. Dado que tú no estabas, ¿de qué te quejas si tu delegado lo hizo tan bien que ni siquiera tuvo muchas bajas? Tendrías que estar haciendo ofrendas a Marte Invicto.

– Se suponía que debía esperarme -afirmó Antonio, tozudo.

– ¡Tonterías! Tu problema es que quieres tener ambas caras déla vida en un mismo momento.

El rostro de Antonio delató su irritación ante esas claras palabras, pero los ojos carecían de la chispa roja que ardían como la advertencia de un inminente estallido.

– ¿Las dos caras de la vida? -preguntó.

– Sí. El hombre más famoso de nuestros días se pasea por el escenario ateniense acompañado por un gran coro de admiración; ésa es una. El hombre más famoso de nuestros días dirige sus legiones a la victoria; ésa es la otra.

– ¡Hay muchísimas cosas que hacer en Atenas! -protestó Antonio, indignado-. No soy yo quien hace las cosas mal, Ático, es Ventidio. Es como un peñasco que corre ladera abajo. Incluso ahora no está contento con descansar en sus laureles y se ha ido con siete legiones Éufrates arriba para darle una patada en el trasero al rey Antíoco.

– Lo sé. Tú me enseñaste su carta, ¿lo recuerdas? Lo que haga o deje de hacer Ventidio no es la cuestión. La cuestión es que tú estás en Atenas, no en Siria. ¿Por qué no lo admites, Antonio? Eres un perezoso.

En respuesta, Antonio se partió de risa.

– ¡Oh, Atico! -jadeó cuanto pudo-. ¡Eres imposible! -De pronto recuperó la seriedad y frunció el entrecejo-. En el Senado tengo que enfrentarme a los generales de salón, pero esto no es el Senado y tú estás buscándome las cosquillas.

– No soy miembro del Senado -replicó Ático, lo bastante enfadado como para perderle el miedo a aquel hombre peligroso-. Una carrera pública está abierta a la crítica desde todos los flancos, incluido el de los simples comerciantes como yo. Te lo repito, Marco Antonio, eres un holgazán.

– Bueno, quizá lo sea, pero tengo una agenda. ¿Cómo puedo ir más lejos al este de Atenas cuando Octavio y Sexto Pompeyo todavía siguen con sus triquiñuelas?

– Podrías aplastar a esos jóvenes, y tú lo sabes. En realidad, tendrías que haber acabado con Sexto hace años y dejado a Octavio con sus propios recursos en Italia. Octavio no es ninguna amenaza real para ti, Antonio, pero Sexto es un grano que es necesario reventar.

– Sexto mantiene ocupado a Octavio.

Ático no pudo más, se levantó de un salto del diván y dio la vuelta para enfrentarse a su anfitrión a través de la larga y baja mesa cargada con comida, su rostro normalmente amable retorcido por la furia.

– ¡Estoy harto de escucharte decir eso! ¡Crece, Antonio! ¡No puedes ser virtualmente el amo absoluto de medio mundo y pensar como un escolar! -Apretó los puños y los agitó-. He desperdiciado mucho de mi precioso tiempo intentando descubrir qué pasa contigo, por qué no actúas como un estadista. Ahora lo sé. Eres un tozudo, haragán y ni siquiera la mitad de inteligente como tú mismo crees que eres. ¡Un mundo mejor organizado nunca te tendría a ti como gobernante!

Boquiabierto, demasiado asombrado para hablar, Antonio lo miró mientras él recogía los zapatos y la toga y caminaba hacia la puerta. Entonces, él también saltó del diván y alcanzó a Ático a tiempo para detener su marcha.

– ¡Por favor, Tito Ático! ¡Por favor, siéntate de nuevo! -La sombra de una sonrisa apartó los labios de sus dientes, pero consiguió mantener sujeto el brazo de Ático con gentileza.

Se apagó la furia; Ático pareció achicarse, luego se dejó llevar de nuevo al diván y una vez más se sentó en el locus consularis.

– Lo siento -murmuró.

– No, no, tienes derecho a dar tus opiniones -dijo Antonio con un tono bastante jovial-. Al menos ya sé lo que piensas de mí.

Tú te lo has buscado. Cada vez que comienzas a utilizar a Octavio como excusa para quedarte al oeste de donde deberías estar, me sometes a una dura prueba -dijo Ático con un tono ¿apaciguador.

– ¡Pero Ático, el chico es un idiota! Me preocupa Italia, es la pura verdad.

– Entonces ayuda a Octavio en lugar de ponerle trabas.

– En un millar de años.

– Está en graves apuros, Antonio. El grano de esta próxima cosecha parece que nunca llegará gracias a Sexto Pompeyo.

– Entonces, Octavio debería quedarse en Roma ocupándose de acariciar las faldas de Livia Drusilia en lugar de montar invasiones contra Sicilia con sesenta barcos. Sesenta barcos. No me extraña que haya sido apaleado. -Una enorme pero bien formada mano buscó un trozo de pollo. La comida pareció calmarlo; miró de reojo a Ático con una sonrisa-. Sólo concédeme una victoriosa campaña contra los partos el año siguiente y le daré a Octavio toda la ayuda que necesite cuando acabe. -Pareció sospechar-. No te agradará Octavio, ¿verdad?

– Me es indiferente -contestó Ático con un tono distante-. Tiene algunas extrañas ideas sobre cómo debe funcionar Roma; ideas que no me beneficiarán a mí ni a ningún otro plutócrata. Como Divus Julius, creo que pretende debilitar a la primera clase y a la parte superior de la segunda clase para fortalecer a las clases bajas. Oh, no del Censo por Cabezas, eso se lo reconozco. No es un demagogo. Si fuese sólo un cínico explotador de la credulidad popular, no me preocuparía. Pero me parece que él cree de verdad que César es un dios, y él, hijo de un dios.

– Su manera de insistir en la deificación de César es una marca de su locura -dijo Antonio, sintiéndose mucho mejor.

– No, Octavio no es un loco. De hecho, no creo haber visto a ningún hombre más cuerdo que él.

– Quizá yo sea un tardón, pero él tiene alucinaciones de grandeza.

– Tal vez, pero confío en que tengas la suficiente imparcialidad para ver que Octavio es algo nuevo para Roma. Tengo razones para creer que emplea a un pequeño ejército de agentes por toda Italia que trabajan con mucho empeño para perpetuar la ficción de que él es como César, como un guisante en la vaina. Como César, es un brillante orador con un gran atractivo para las masas. Su ambición no conoce límites, y por esa razón dentro de unos pocos años se tendrá que enfrentar con una situación muy grave -manifestó Ático sobriamente.

– ¿A qué te refieres? -preguntó Antonio, perdido.

– Cuando el hijo egipcio de César sea mayor, vendrá a visitar Roma. Mis contactos egipcios me dicen que el chico es la viva imagen de César, y algo más que en el aspecto físico. Es un prodigio. Su madre insiste en que lo único que desea para Cesarión es un trono seguro y el estatus de amigo y aliado del pueblo romano, y puede que sea así. Pero si él es la imagen de César y Roma lo ve, muy bien podría quedarse con Roma, Italia y las legiones de Octavio, que en el mejor de los casos es un César de imitación. Tú no te verás afectado porque para entonces ya estarás en un retiro obligado; Cesarión sólo tiene nueve años. Pero dentro de trece o catorce será un hombre crecido. Las luchas de Octavio contigo y Sexto Pompeyo serán algo insignificante comparado con Cesarión.

– Mmm… -dijo Antonio, y cambió de tema.

Una cena inquietante que no perturbó la digestión de Antonio, que comió con su habitual entusiasmo. Algunas reflexiones le permitieron despreocuparse de las críticas de Ático a su propia conducta. ¿Cómo podía saber los problemas a los que se enfrentaba Antonio aparte de Octavio? Después de todo, él tenía setenta y cuatro años; a pesar de su apuesta y ágil figura y astucia comercial, debía de estar sufriendo los primeros síntomas de senilidad.

Eran los comentarios de Ático sobre César los que se le quedaron grabados. Con el entrecejo fruncido, pensó en aquel viaje de tres meses a Alejandría, hacía ahora más de dos años. ¿De verdad Cesarión ya casi tenía nueve años? Lo que él recordaba era a un chico apuesto, dispuesto a toda clase de aventuras, desde cazar hipopótamos a perseguir cocodrilos. Valiente sin límites. Bueno, también así había sido César. Cleopatra tendía a apoyarse en él, a pesar de la edad, aunque eso no había sorprendido a Antonio. Era una mujer emocional y no siempre sabia, mientras que su hijo era… ¿Era qué? Más duro, desde luego. Pero ¿qué más? Él no lo sabía.

¿Por qué no había tenido más paciencia con el fino arte de la correspondencia? Cleopatra le había escrito de vez en cuando, y a Antonio no se le había pasado por alto que sus cartas hablaban en su mayor parte de Cesarión, de su inteligencia y de su autoridad natural. Pero no había hecho mucho caso, al considerar sus comentarios como los habituales de una madre hechizada. Casado con Octavia, lo sabía todo de las madres hechizadas. Una vaga inquietud le incitó a pensar en un viaje a Alejandría para ver por sí mismo en qué se estaba convirtiendo Cesarión, pero de momento era imposible. Sin embargo, pensó sería para él un enorme placer descubrir que Octavio tenía mi primo rival que era más temible que Marco Antonio. Se sentó para escribirle a Cleopatra.

Querida mía:

He estado pensando en ti mientras estoy sentado aquí en Atenas metafóricamente impotente. El estado literal aún no me ha visitado, me apresuro a añadir, y siento a mi mejor amigo sujeto en mis ingles que comienza a moverse con tu recuerdo, con tus besos. Atenas, como verás, ha mejorado mi estilo literario; aquí hay poco más que hacer aparte de leer, patrocinar la academia y otros antros filosóficos y hablar con hombres como Tito Pomponio Ático, que vino a cenar.

¿Puede ser que Cesarión esté de verdad cerca de su noveno cumpleaños? Supongo que debe de ser así, pero me duele pensar que me he perdido dos preciosos años de su infancia. Créeme que intentaré solucionarlo lo antes que pueda, y cuando sea posible iré a por ti. Mis propios gemelos deben de estar cerca de los dos años. ¿Adónde se va el tiempo? Nunca los he visto. Sé que has llamado a mi hijo Ptolomeo y a mi hija Cleopatra, pero pienso en ellos como el Sol y la Luna, así que quizá cuando tengas en la residencia a Cha'em podrías llamar oficialmente a mi hijo Ptolomeo Alejandro Helios y a mi hija Cleopatra Selene. Él es el decimosexto Ptolomeo y ella la octava Cleopatra. Sí que sería bueno que tuviesen sus propios nombres, ¿no crees?

El año que viene estaré sin duda en Antioquía, aunque quizá no tenga tiempo para visitar Alejandría. Sin duda ya sabrás que Publio Ventidio se excedió en el mandato que le había dado para ir a la guerra y expulsar a los partos de Siria. En realidad no me complació, dado que apesta a soberbia. En lugar de poner a Herodes en el trono, se ha ido a Samosata, que, según me acaban de informar, ha cerrado sus puertas para soportar el asedio. Sin embargo, debe de tener el tamaño de una aldea, por lo que no podrá tardar más de un nundinum en rendirse.

Octavia está encantada, aunque algunas veces me encuentro a mí mismo deseando que tuviese algo más de su hermano. Hay algo intimidatorio en una mujer que no tiene faltas, y ella no las tiene, créeme. Si se quejase de vez en cuando, creo que pensaría mejor de ella, pues sé que cree que no paso bastante tiempo con los niños, de los cuales sólo tres son míos. En cuyo caso, ¿por qué no decirlo? Pero ¿lo hace? ¡Octavia, no! Sólo se muestra apenada. Así y todo, debo considerarme afortunado. No hay mujer en Roma más deseable; me envidian profundamente incluso mis enemigos. Escríbeme y dime cómo estás, y cómo está Cesarión. Ático hizo algunos comentarios sobre él y su relación con Octavio. Insinuó que puede haber un futuro peligro para él. Hagas lo que hagas, no lo envíes a Roma hasta que yo pueda acompañarlo. Es una orden, y no seas como Ventidio. Tu hijo se parece demasiado a César como para ser bien recibido por Octavio. Necesitará aliados en Roma, un fuerte apoyo.

A finales de mayo, Antonio recibió una carta de Octavio con los temas habituales: sus dificultades con Sexto Pompeyo y el abastecimiento de trigo, pero en ésta suplicaba a Antonio encontrarse con él en Brundisium de inmediato. Acompañado sólo por un escuadrón de guardias germanos, un rezongón Antonio salió de Atenas para ir a Corinto y de allí coger el barco hasta Patrae. Pero antes de partir repitió, enfadado, sus quejas a Delio, y comenzó por su resentimiento contra Ventidio.

– ¡Todavía está sentado delante de Samosata para dirigir ese patético asedio con la lentitud de un caracol! ¡Lo pone en la liga de Cicerón! Toda Roma sabía que Cicerón era incapaz de mandar a un zorro a un gallinero, incluso con Pomptino, que fue quien combatió de verdad.

– ¿Cicerón? -preguntó Delio, incrédulo, despistado; era demasiado joven para recordar las primeras hazañas de Cicerón-. ¿Cuándo demonios el Gran Abogado condujo un asedio? Es la primera vez que escucho de su participación en cualquier acto militar.

– Fue a gobernar Cilicia diez años después de haber sido cónsul, y se empantanó en un asedio en la Capadocia oriental, un lugar que era poco más que una aldea llamada Pindenissus. Cicerón y Pomptino tardaron una eternidad en conquistaría.

– Ya lo veo -dijo Delio, que de verdad lo veía, pero no los asedios dirigidos por el cónsul menos belicoso que Roma hubiese producido-: Creía que Cicerón era un buen gobernador.

– Oh, lo era, si apruebas a la clase de hombre que hace imposible que los empresarios romanos obtengan beneficios de las provincias. Pero Cicerón no es el tema, Delio. Ventidio sí que lo es. Espero que para el momento en que regrese de vera Octavio haya reducido a pedazos las puertas de Samosata y esté ocupado contando el botín.

Antonio no era ni de cerca tan complicado como Delio había esperado, pero tenía preparado un relato cuando el triunviro de Oriente llegó a su residencia de Atenas furioso por Octavio, que no se había presentado ni había enviado palabra excusándose. Para agregar mofa a la befa, de nuevo Brundisiuin se había negado a bajar la cadena de la bahía y a admitir al visitante. En lugar de ir a atracar a otro puerto, Antonio dio la vuelta y regresó a Atenas muy furioso.

Delio había escuchado a medias las quejas, demasiado acostumbrado al odio de Antonio hacia Octavio como para prestar mucha atención. Ésa era otra de las habituales rabietas no una de aquellas diatribas interminables que hubiesen aterrorizado a Héctor; por consiguiente, Delio esperó al período de calma que seguiría a tantas protestas. Una vez calmado, Antonio se dedicó de nuevo al trabajo como si encontrase beneficiosos aquellos estallidos.

La mayoría de su trabajo en aquel momento se refería a decisiones vitales que debía hacer sobre qué hombre gobernaría cada uno de los muchos reinos y principados dispersos por Oriente; lugares que Roma no administraba en persona como provincias. Antonio en particular estaba convencido de que los clientes-reyes eran la solución correcta, y no más provincias. Era una política astuta que ponía a los gobernantes locales como receptores del odio por el cobro de tasas y tributos.

Su mesa estaba llena de informes de todos los candidatos para cada trabajo. Cada hombre tenía un informe que había sido hecho a conciencia; Antonio, a menudo, tenía información adicional, y algunas veces ordenaba que este o aquel candidato se presentase en Atenas.

Sin embargo, no pasó mucho rato antes de que volviesen al tema de Samosata y el asedio; su desagrado no disminuyó ni un ápice.

– Estamos a finales de junio y seguimos sin saber ni una palabra -dijo Antonio con expresión ceñuda-. Allí están Ventidio y siete legiones delante de una ciudad del tamaño de Aricia o Tibur. ¡Es escandaloso!

Ahora era la oportunidad para devolverle a Ventidio la humillación que había sufrido en Tarsus. Delio atacó.

– Tienes razón, Antonio, es escandaloso. Por lo menos, por lo que he escuchado.

Antonio, atento, enfocó su mirada en el rostro dolido de odio, y la irritación desapareció ante la curiosidad.

– ¿A qué te refieres, Delio?

– A que el comportamiento de Ventidio en Samosata es un escándalo. Así, al menos, me lo ha dicho un corresponsal mío en la Sexta Legión en su última carta. Llegó ayer con una rapidez inusitada.

– ¿Cuál es el nombre de este legado?

– Lo siento, Antonio, no te lo puedo decir. Le di mi palabra de que no divulgaría la fuente de información. -Delio habló con un tono suave, los párpados entornados-. Se me dijo en la más estricta confidencia.

– ¿Estás en libertad de decirme la naturaleza del escándalo?

– Desde luego. El asedio a Samosata no progresa porque Ventidio aceptó un soborno de mil talentos de Antíoco de Comagene. Si el asedio se prolonga lo suficiente, Antíoco confía en que tú le ordenarás a Ventidio y sus legiones que recojan los bártulos y se marchen.

Asombrado, Antonio no dijo nada por un largo momento. Luego su aliento silbó entre los dientes, los puños apretados.

– ¿Ventidio aceptó un soborno? ¿Ventidio? ¡No! Tu informante está equivocado.

La pequeña cabeza se movió a un lado y a otro para insinuar un triste escepticismo.

– Comprendo tu renuencia a creer algo malo de un viejo compañero de armas, Antonio, pero dime esto: ¿por qué mi amigo en la Sexta iba a mentir? ¿Qué ganancia hay para él? Más que eso, al parecer, el soborno es de conocimiento común entre los legados de las siete legiones. Ventidio no ha hecho ningún secreto de ello. Está harto de Oriente y desea regresar a casa para celebrar su triunfo. También corre el rumor de que manipuló los libros de cuentas que envió al aerarium junto con el botín de toda su campaña. También que, de hecho, se guardó otros mil talentos del botín. Samosata es un lugar tan mísero que él sabe que no podrá sacar mucho de allí. Entonces ¿para qué intentar conquistarla?

Antonio se levantó de un salto, y llamó a gritos a su sirviente.

– ¡Antonio! ¿Qué pretendes hacer? -preguntó Delio, pálido.

– ¡Lo que cualquier comandante en jefe hace cuando su segundo al mando traiciona su confianza! -respondió Antonio escuetamente.

El sirviente se acercó, aprensivo.

– ¿Sí, domine?

– Prepara mi cofre, incluida la armadura y las armas. ¿Dónde está Lucilio? Lo necesito.

El sirviente se marchó a la carrera. Antonio comenzó a pasearse como una fiera enjaulada.

– ¿Qué vas a hacer? -repitió Delio, que ahora sudaba.

– Ir a Samosata, por supuesto. Puedes venir conmigo, Delio. Puedes estar seguro de que llegaré al fondo de todo esto.

Toda su vida pasó delante de los ojos de Delio; se tambaleó, jadeó, cayó al suelo y sufrió una convulsión. Al momento, Antonio estaba de rodillas a su lado, pidiendo a gritos un médico que tardó una hora en llegar, tiempo en el cual fue llevado a una cama en lo que parecía ser la agonía final.

Antonio no se quedó con él; tan pronto como se llevaron a Delio, ya estaba dándole órdenes a Lucilio y se aseguró de que los sirvientes supiesen cómo empacar para una campaña; una decisión tonta, no tener a su cuestor con él.

Octavia entró con el médico, con la alarma reflejada en su rostro.

– Mi querido Antonio, ¿qué pasa? -preguntó. -Me voy a Samosata en menos de una hora. Lucilio ha encontrado un barco que puedo alquilar para que me lleve a Portae Alexandreia. Eso está en el golfo de Sinus Isicus, lo más cerca que puedo llegar. -Hizo una mueca, recordó besarle la mano-. A partir de allí tengo una cabalgada de trescientas millas, meum mel. Si sopla el austro, el viaje me llevará alrededor de un mes, pero si no lo hace, más de dos meses. Si le sumas la cabalgada, tardaré entre dos y tres meses sólo para llegar hasta allí. ¡Oh, maldito Ventidio! Me ha traicionado.

– Rehúso creerlo -dijo ella, que se puso de puntillas para besarle la mejilla-. Ventidio es un hombre de honor.

Los ojos de Antonio superaron su cabeza para fijarse en el médico, que estaba inclinado y al que le temblaban las rodillas.

– ¿Quién eres? -preguntó.

– Es Temistofanes -dijo Octavia-. Es el doctor que acaba de ver a Quinto Delio. Antonio, que se había olvidado del todo de Delio, parpadeó.

– ¡Oh! ¡Oh, sí! ¿Cómo está? ¿Todavía vive?

– Sí, señor Antonio, vive. Creo que sufre un ataque de hígado. Consiguió decirme que debe ir contigo a Siria, pero no puede; de eso estoy seguro. Necesita cataplasmas de carbón, verdín, bitumen y aceite aplicados en el pecho varias veces al día, además de purgas y una flebotomía -respondió el médico, que parecía aterrorizado-. Un tratamiento muy caro.

– Es mejor entonces que se quede aquí -manifestó Antojo, enojado por no tener a Delio para señalarle al legado delator-. Ve a ver a mi secretario Lucilio para que te pague.

Otro beso y abrazo a Octavia y Antonio se marchó. Ella se quedó, con una expresión divertida, y luego se encogió de hornos y sonrió.

– Bueno, ahora no lo volveré a ver hasta el invierno -comentó-. Debo darle la noticia a los niños.

En la planta alta, muy cómodo en su cama, Delio dio gracias a los dioses por haberle dado la entereza de mente para desplomarse. Por lo que decía Temistofanes, lo pasaría mal, e incluso llegaría a tener fuertes dolores; un precio pequeño a pagar por la salvación. Que Antonio hubiese decidido salir para Samosata era la única cosa que no había buscado; ¿por qué iba a hacerlo cuando ni siquiera había movido un músculo para expulsar a los partos? Quizá, decidió Delio, sería una buena idea tener una milagrosa recuperación y pasar unos meses en Roma dedicado a congraciarse con Antonio.

El austro sopló, y el barco, que no llevaba más carga que a Antonio y su equipaje, soportó llevar dos hileras de remeros a bordo. Pero el viento del sur no era el ideal y al capitán le desagradaba el mar abierto, por lo que se mantuvo cerca de la costa todo el camino y fue haciendo escalas desde Licia hasta Portae Alexandreia. «Es una suerte -pensó el inquieto Antonio- que Pompeyo Magno hubiese barrido de estas costas a todos los piratas que se refugiaban en las cuevas y fortalezas a lo largo de Pamfilia y Cilicia Tracheia. De lo contrario hubiese sido capturado y retenido a la espera del pago de un rescate como muchos romanos, incluido Divus Julius.

Incluso leer era difícil, porque el barco tenía tendencia a cabecear. El Mare Nostrum no tenía mareas oceánicas, pero estaba agitado y podía ser peligroso en tormentas. Éstas al menos se las evitó porque era verano, el mejor tiempo del año para navegar. La única manera que tenía para aliviar su impaciencia era jugar a los dados con los marineros por unos pocos sestercios, e incluso así, tenía mucho cuidado de no perder. También caminaba por la cubierta una y otra vez, y mantenía los músculos en forma levantando barricas de agua y haciendo otras demostraciones de fuerza delante de la tripulación. La mayoría de noches, y a instancias del capitán, entraban en un puerto o fondeaban frente a alguna playa desierta. Era un viaje de setecientas millas a un promedio de treinta millas al día en el mejor de los casos. Había momentos en los que Antonio creía que nunca llegaría.

Cuando todo lo demás fallaba, se apoyaba en la borda y miraba el agua, con la esperanza de ver algún gigantesco monstruo marino, pero lo más cerca que estuvo de eso fueron los grandes delfines que nadaban y retozaban alrededor del casco, metían entre los dos remos del timón y saltaban como liebres marinas.

Luego descubrió que mirar durante mucho tiempo le provocaba una oleada de soledad, una sensación de abandono, de cansancio y desencanto, y se preguntaba qué le estaría pasando.

Al final decidió que la defección de Ventidio había destrozado una parte de su interior, que no lo había hecho reaccionar con su rabia acostumbrada, que era una especie de espíritu combativo, sino que lo había llenado de negra desesperación. Sí -pensó-, temo encontrarme con él. Temo encontrar la prueba de su perfidia aquí mismo debajo de mis narices. ¿Qué puedo hacer? Despedirlo, por supuesto. Expulsarlo de Roma y que no tenga el maldito triunfo que tanto le interesa. Pero ¿con quién puedo reemplazarlo? ¿Con algún llorica como Sosio? Quién más hay, aparte de Sosio? Canidio es un buen hombre, y mi primo Caninio. Sin embargo, si Ventidio pudo aceptar un soborno, ¿por qué no cualquiera de ellos, que no están ligados a mí por años en la Galia Transalpina y en la guerra civil de César? Tengo cuarenta y cinco años, y el resto son diez y quince años más jóvenes que yo. Calvino y Vatia están con Octavio, también, me dicen, Apio Claudio Pulcher, el cónsul más importante desde Calvino. ¿Quizá es el núcleo de todo esto? Infidelidad. Deslealtad.»

En exactamente un mes su barco amarró en Portae Alexandreia, y se dedicó a buscar monturas para sus sirvientes. Se había traído a Clemencia con él, su Caballo Público tordo gris con la alzada y la fuerza para soportarlo. Todavía con aquel humor lúgubre cabalgó hacia Samosata.

Al llegar al Éufrates, Samosata se alzaba como un ladrillo negro. Asombrado, Antonio descubrió que ésta era una ciudad pande con el mismo tipo de murallas que Amida, porque había pertenecido a los asirios cuando gobernaban esta parte del mundo. Basalto negro del tipo que los griegos llamaban ciclópeo; suave, inmensamente alto e invulnerable a los arietes y a las torres de asalto. A partir de aquel momento supo que Delio lo había engañado; lo que no sabía era si Delio lo había hecho adrede o sólo porque había sido engañado por su corresponsal f Sexta. Ésa no era una aldea de Capadocia en un acantilado de toba, sino una impresionante tarea incluso para un César experiencia de asedios había sido muy diferente. Nada que Ventidio hubiese visto en ninguna de las guerras de César podía haberlo preparado para esto.

Sin embargo, siempre estaba la posibilidad de que Ventidio hubiese aceptado un soborno; envarado y dolorido, Antonio se apeó de Clemencia en la zona de reunión del campamento, al lado mismo del alojamiento del general.

Ventidio salió para ver a qué venía tanto alboroto; un hombre fornido que aparentaba su edad, prietos rizos grises que convertían su cabeza en algo parecido al astracán. Su rostro se iluminó.

– ¡Antonio! -gritó, y se acercó para abrazarlo-. En nombre de Júpiter, ¿qué es lo que te trae a Samosata?

– Quería saber cómo iba el asedio.

– ¡Ah, eso! -Ventidio se rió, jubiloso-. Samosata puso término hace dos días. Las puertas están abiertas y Antíoco se ha largado, el astuto irrumator.

– Al lado de dar, ¿no?

– Bueno, en ese aspecto. En todos los demás, recibe.

Ventidio le dio a Antonio una silla de campaña y fue a buscar las bebidas.

– ¿Horrible tinto, peor blanco o refrescante agua del Éufrates?

– Tinto, mitad y mitad con agua del Éufrates. Es buena, ¿verdad?

– Tiene sabor para ser agua. La ciudad no tiene un acueducto ni cloacas. Cavan pozos en lugar de traer el agua potable desde el río, luego también cavan letrinas junto a los pozos. -Hizo una mueca-. ¡Los muy locos! Las fiebres entéricas se propagan durante el verano y el invierno. He construido un acueducto para mis hombres y les he prohibido que entren en contacto con los habitantes de Samosata. El río es tan profundo y ancho que no he tenido más que meter las cloacas del campamento en él. Nuestros lugares de baño están corriente arriba, aunque ésta es peligrosa. -Atendida la hospitalidad, Ventidio se sentó en su silla curul y miró a Antonio astutamente-. Hay algo más que curiosidad por mi asedio, Antonio. ¿Qué pasa?

– Alguien en Atenas me dijo que habías aceptado un soborno de mil talentos de Antíoco para mantener el asedio.

– Cacat! -Ventidio se sentó muy erguido, y el placer desapareció de sus ojos-. Bueno, tu llegada muestra que has mordido el anzuelo. ¿Quién es? Creo que tengo derecho a saberlo.

– Primero, una pregunta: ¿tienes problemas con la cadena de mando en la Sexta?

Ventidio abrió mucho los ojos.

– ¿La Sexta?

– Sí, la Sexta.

– Antonio, no tengo aquí a la Sexta desde abril. Silo tuvo problemas para poner a Herodes en su trono, y me pidió otra legión. Le envié la Sexta.

Antonio se levantó, preso de un súbito malestar, y fue hasta ventana, en la pared de ladrillos. Eso lo respondía todo excepto porqué Delio se había inventado la historia. ¿Cómo lo había ofendido Ventidio?

– El informante fue Quinto Delio, que dijo que se escribía con un legado de la Sexta. Este legado le habló del soborno e insistió en que todo el ejército lo sabía. Ventidio empalideció.

– ¡Oh, Antonio, eso duele! ¡Me has herido en lo más profundo! ¿Cómo has podido creer la palabra de un miserable gusano como Delio sin siquiera escribirme para preguntarme qué estaba pasando? ¡En cambio, aquí estás en persona! Eso demuestra que le crees. ¡Y a mí no! ¿Qué clase de prueba aportó?

Antonio se esforzó al volverse desde la ventana.

– No lo hizo. Dijo que su informante quería conservar el anonimato. Pero llegó más lejos que eso; me refiero al soborno. También te acusó de manipular los libros de cuentas para el tesoro.

Con las lágrimas corriendo por su rostro curtido, Ventidio volvió un hombro hacia Antonio.

– ¡Quinto Delio! ¡Un lameculos, un miserable rastrero, un vil trepador! ¿Sólo con su palabra has hecho este viaje? ¡Podría escupirte! ¡Debería escupirte!

– No tengo excusas -dijo Antonio, lloroso, con el deseo de estar en alguna otra parte, en cualquiera menos allí-. Supongo que es la vida en Atenas. Tan lejos de la acción, metido hasta el cuello en montañas de papeles, alejado de todo. Ventidio, te pido perdón con todo mi corazón.

– Puedes clamar perdón desde aquí hasta tu pira y en tu vuelta a la vida, Antonio. No servirá de nada. -Se enjugó las lágrimas con el dorso de la mano-. Tú y yo hemos acabado. Acabado. He tomado Samosata y arrojo mis libros de cuentas abiertos para cualquiera que tú escojas como auditor. No encontrarás ninguna discrepancia, ni siquiera en una lámpara de bronce. Te pido que me licencies, mi comandante, que me dejes regresar a Roma. Insisto en mi triunfo, pero he luchado mi última campaña para Roma. Una vez que haya depositado mis árales a los pies de Júpiter Óptimo Máximo me iré a casa, a Reata criar mulas. Casi me he roto la espalda luchando tus guerras por ti, y las únicas gracias que me has dado es una acusación de un tipejo como Delio. -Se levantó y fue hacia la puerta-. Aunque éstas son mis habitaciones, esta noche saldré de ellas. Puedes instalarte y tomar las disposiciones que quieras. ¡Tú confiabas en mí! Y ahora esto.

– ¡Publio, por favor! ¡Por favor! ¡No podemos separarnos como enemigos!

– Tú no eres mi enemigo, Antonio. Tú peor enemigo eres tú mismo, no un mulero picentino que caminó en el triunfo de Strabo hace cincuenta años atrás. Tú eres el motivo por el que los italianos todavía estamos en el extremo corto del palo; después de todo, Delio es un romano. Eso hace que su palabra sea mejor que la mía, eso hace que sea mejor que yo. Estoy harto de Roma, harto de la guerra y de los campamentos, de sólo la compañía de hombres. Y no confíes en Silo, es otro italiano, podría aceptar un soborno. Regresará a casa conmigo. -Ventidio tomó aliento-. Buena suerte en Oriente, Antonio. Te va bien, de verdad. Corruptos lameculos, grasientos potentados orientales que se mienten incluso a sí mismos… -Su rostro se contorsionó en una muestra de dolor-. Eso me recuerda una cosa: Herodes está aquí. También está Polemón de Pontus y Amintas de Galacia. No te faltará compañía, incluso si Delio fue demasiado cobarde para venir.

Después de que Ventidio cerró la puerta al salir, Antonio vació su vino aguado a través de la ventana y se sirvió un vaso lleno del fuerte y ligeramente tóxico vino.

«No podría haber sido peor, ni podría haber llevado una conversación de forma más inepta. Ventidio tenía razón -pensó Antonio mientras bebía el vino hasta acabarlo. Cuando se levantó para llenar de nuevo su vulgar vaso de cerámica, se trajo la botella-. Sí, Ventidio tenía razón. En algún momento del camino me he perdido a mí mismo, mi dirección, mi autoestima. ¡Ni siquiera soy capaz de enfurecerme! Lo que dijo es la verdad. ¿Por qué creí a Delio? Es como si volviera atrás en el tiempo, aquel día en Atenas cuando Delio vertió su veneno en mi oreja ansiosa. ¿Quién es Delio? ¿Cómo he sido capaz de creer un relato del que no tenía ninguna prueba para respaldarlo ni ninguna evidencia? Quería creerlo, es lo único que se me ocurre. Quería ver desgraciado a mi viejo amigo, lo deseaba. ¿Por qué? Porque luchó en una guerra que me pertenecía, una guerra que no me molesté en luchar por mí mismo. Eso podía haber significado mucho trabajo. Se ha convertido en una tradición romana que el comandante en jefe se adjudique todo el mérito. Cayo Mario lo comenzó cuando se adjudicó el mérito de la captura de Yugurta. No tendría que haberlo hecho.

Sila consiguió la hazaña de una forma experta, brillante. Pero Mario, sencillamente, no quería compartir los laureles, por lo que nunca lo mencionó ni siquiera en las negociaciones. Si Sila no hubiese publicado sus memorias, nadie hubiera sabido nunca la verdad.

«Quería acabar esta campaña contra los partos en la nieve, reservarme el encuentro final para mí mismo después de que un hombre mejor los hubiese ablandado. Luego Ventidio me robó mi trueno. Un Titán lo bastante osado para saber cómo hacerlo. (Crac, bum! Adiós a mi trueno. ¡Cuán furioso me sentí cuán frustrado! Lo subestimé a él y a Silo; nunca se me ocurrió pensar lo buenos que eran. Por eso creí a Delio. No puede haber otra razón. Quería destruirlos logros de Ventidio, quería verlo caído en desgracia, incluso matarlo como a Salvidieno. Aquello también fue obra mía, aunque Salvidieno era menos hombre, menos comandante. Estaba tan absorbido con Octavio que dejé que Oriente se escapase de mis manos, le di [as riendas a Ventidio, mi leal mulero.

Comenzó a llorar, y se balanceó atrás y adelante en un débil taburete de patas cruzadas con su asiento de cuero, y miró cómo las lágrimas caían en el vino, bebiendo su propio dolor como un perro se lame las heridas. ¡Oh, el pesar, el arrepentimiento! Nadie lo volvería a mirar de nuevo de la misma maneta. Su honor había sido manchado de una forma irremediable.

Cuando Herodes entró una hora más tarde, se encontró a Antonio tan borracho que no fue reconocido ni saludado.

Entró Ventidio, vio a Antonio y escupió en el suelo.

– Busca a sus sirvientes y diles que lo acuesten -ordenó Ventidio con rudeza-. Aquí, en mis habitaciones. En el momento en que se recupere, yo estaré ya a medio camino de Siria.

Herodes no pudo averiguar nada más que eso.

Antonio se lo dijo dos días más tarde, sobrio, pero contra todo pronóstico afectado por el vino.

– Creí a Delio -manifestó, dolido.

– Sí, eso fue poco sabio, Antonio. -Herodes intentó mostrarse animado-. Sin embargo, ya está hecho y acabado. Samosata ha caído, Antíoco ha huido a Persia y el botín sobrepasa todas las expectativas. Una buena conclusión para la guerra.

– ¿Cómo conquistó Ventidio el lugar?

– Es un inventor, así que vio lo que debía hacer. Construyó gigantesca bola con trozos de hierro, la sujetó a una cadena y colgó ésta de una torre. Luego unció cincuenta bueyes y arrastró la bola todo lo lejos que pudo detrás de la torre. Cuando la cadena quedó bien tensa, cortó la unión entre la bola y las bestias. La bola se movió como un monstruoso puño y golpeó las murallas con un terrible sonido; me tapé los oídos. ¡Las murallas se cayeron sin más! En cuestión de un día había demolido lo suficiente para que sus soldados entrasen por miles. Los samosatas no tenían ninguna otra defensa más que sus fortificaciones. ¡Ni tropas buenas o malas, nada!

– He escuchado que también inventó un proyectil de plomo para las hondas.

– ¡Una arma terrorífica! -exclamó Herodes. Puso una mano en el brazo de Antonio-. Ven, Antonio, tú estás al mando ahora que Ventidio se ha marchado. Por lo menos, tendrías que inspeccionar el lugar y ver lo que hizo la bola de hierro. Aquellas paredes se han mantenido durante quinientos años, pero nada puede detener a un ejército romano. No tienes aspecto de tener mucha hambre, y tus legados están dando vueltas por ahí, desconcertados, sin saber qué deben hacer. Por consiguiente he organizado una cena en mi casa. ¡Por favor, ven! Hará que todos se sientan mejor, incluido tú.

– Me duele la cabeza.

– No me sorprende, teniendo en cuenta la meada que bebiste. También tengo un vino decente, si es eso lo que quieres.

Antonio exhaló un suspiro, extendió las manos y las miró.

– Parecen capaces de sujetar cualquier cosa, ¿no? -preguntó con un estremecimiento-. Pero han perdido el control.

– ¡Tonterías! Una buena comida de pan fresco y carne magra lo pondrá todo bien.

– ¿Qué está pasando en Judea?

– Muy poco. Silo es un hombre excelente, pero dos legiones no eran bastantes, y en el momento en que llegó una tercera, Antígono se había instalado en Jerusalén. Es una ciudad muy difícil de tomar, más difícil que esta guarnición asiría. Por cierto, Ventidio fue muy bueno conmigo.

Antonio hizo una mueca.

– No metas el dedo en la llaga. ¿Cómo?

– Me dio dinero suficiente para ir a Egipto y reabastecer Masada, donde están Hircano y mi familia. Pero envejezco, Antonio, y los judíos necesitan, bueno, un tirano. Se están armando y se entrenan para el combate.

Puesto que ningún legado cometió la imprudencia de mencionar a Ventidio, para el final de su primer nundinum en «amosata, Antonio fue capaz de sentir que ostentaba de verdad el mando. Pero culpar a Ventidio conllevó que la ciudad sufriera atrozmente a manos de Antonio. Toda la población fue vendida como esclava en Nicephorium, donde un representante del nuevo rey de los partos, Fraates, los compró como mano de obra. Estaba escaso de trabajadores porque había ejecutado a una significativa parte de su pueblo, desde los de categoría más alta hasta los de más baja. Sus propios hijos fueron los primeros en morir, pero no consiguió matar a un sobrino, un tal Monaeses, que escapó a Siria y desapareció. Algo muy molesto para Fraates, a quien le encantaba ser rey.

Las murallas de Samosata fueron derribadas. Antonio quería utilizar las piedras para hacer un puente en el Éufrates, pero descubrió que el río era demasiado profundo y la corriente tan fuerte que arrastraba las piedras como si fuesen hojas. Al final, acabó por desperdigar las piedras a lo largo y a lo ancho.

Cuando acabó con todo esto, un helor apareció en el aire nocturno. Antonio depuso a Antíoco, le hizo pagar una multa considerable y colocó a su hermano Mitrídates en el trono. Publio Canidio recibió el mando de las legiones, y fue a acampar cerca de Antioquía y Damasco; debía preparar la campaña para entrar en Armenia y en Media al año siguiente, bajo el mando personal de Antonio. Cayo Sosio fue nombrado gobernador de Siria, y recibió las órdenes de poner a Herodes en su trono tan pronto como acabase el período de inactividad de invierno.

En Portae Alexandreia, Antonio embarcó en una nave cuyo capitán estaba dispuesto a enfrentarse al mar abierto. La herida se curaba poco a poco. Podría volver a mirar a los ojos a sus colegas romanos sin preguntarse qué estarían pensando. Pero necesitaba un dulce pecho femenino para apoyar su cabeza. El único problema era que el dulce pecho femenino que le interesaba pertenecía a Cleopatra.

XIII

Cuando Agripa regresó después de dos años en la Galia Transalpina cubierto de gloria, él y las dos legiones que había traído acamparon en el Campo de Marte, fuera del pomerium; el Senado le había rechazado un triunfo, cosa que le prohibía entrar en la propia Roma. No era necesario decir que esperaba que César le estuviese aguardando en la entrada de la espléndida tienda roja erigida para albergar al general en su exilio temporal, pero no había ni rastro de César. Tampoco de los senadores. Bueno, quizá había llegado pronto, pensó Agripa mientras le indicaba a su ordenanza que trajese sus cosas al interior; estaba demasiado ansioso por ver a César aunque fuera en la distancia como para buscar refugio. Sus ojos eran capaces de percibir el destello del metal a una distancia de dos millas o el casi invisible rasguño en algo sujeto en una mano, razón por la cual soltó un suspiro de alivio cuando vio a una gran guardia armada de germanos salir por la Puerta Fontinalis y bajar por la colina hacia la Vía Recta. Entonces frunció el entrecejo; en el centro de la comitiva había una litera. ¿César en una litera? ¿Estaba enfermo?

Ansioso e impaciente, se obligó a esperar donde estaba, a no correr hacia la litera, que acabó por detenerse delante de la tienda, acompañada por un aluvión de jubilosas felicitaciones de los germanos.

Cuando Mecenas salió de la litera, Agripa soltó una exclamación.

– Adentro -dijo el archimanipulador, y se dirigió hacia la tienda.

– ¿Qué pasa? ¿César está enfermo?

– No, no está enfermo, sólo metido en un buen lío -respondió Mecenas, que parecía tenso-. Su casa está rodeada con guardias, y no se atreve a salir al exterior. Ha tenido que fortificarse, ¿te lo puedes creer? ¡Un muro y una trinchera en el Palatino!

– ¿Por qué? -preguntó Agripa, asombrado.

– ¿No lo sabes? ¿No lo adivinas? ¿Qué puede ser aparte del ministro de trigo? ¿Los impuestos? ¿Los altos precios?

Con los labios apretados, Agripa miró los estandartes de las águilas plantados en el suelo, fuera de su tienda, cada una envuelta en los laureles de la victoria.

– Tienes razón, tendría que haberlo sabido. ¿Cuál es el último capítulo en esta eterna épica? Dioses, comienza a ser tan insoportable como leer a Tucídides.

– Aquel gusano conspirador de Lépido (¡con dieciséis legiones bajo su mando!) dejó que Sexto Pompeyo se fuese con todo el cargamento de trigo de África. Luego aquel asqueroso traidor de Menodoro tuvo una pelea con Sabino (no le gustaba estar bajo su mando) y desertó para irse con Sexto. No se llevó más que seis galeras de guerra con él, pero le dijo a Sexto la ruta de la cosecha de Cerdeña, así que ésa también se perdió. El Senado no tiene alternativa. Debe comprarle el trigo a Sexto, que está cobrando cuarenta sestercios el modius. Eso significa que el trigo del Estado costará cincuenta sestercios el modius, mientras que los vendedores particulares están hablando de cobrar sesenta. Si el Estado compra el trigo suficiente para el reparto gratuito, tendrá que cobrarle cincuenta a aquellos que lo paguen. Cuando las clases bajas y el Censo de Cabezas se enteraron, se pusieron furiosos. Disturbios, guerras de bandas; César tuvo que traer una legión de Capua para vigilar los graneros estatales, por lo que el vicus Portae Trigeminae está lleno de soldados, y el puerto de Roma, desierto. -Mecenas tomó aliento y extendió las manos temblorosas-. Es una crisis, una verdadera crisis.

– ¿Qué hay del botín que trajo Ventidio en su triunfo? -preguntó Agripa-. ¿No puede manipular los balances de los libros y mantener el precio a cuarenta para el pueblo?

– Podría haberlo hecho, pero Antonio insistió en que se le diera a mitad a él como triunviro y comandante en jefe en Oriente. Dado que el Senado aún está lleno de sus criaturas, votó que debería recibir cinco mil talentos -manifestó Mecenas con un tono lúgubre, agotada la pasión-. Añade la parte de las legiones, y todo lo que quedan son dos mil. Nada más que cincuenta millones de sestercios, contra una factura de trigo de Sexto de casi quinientos millones de sestercios. César peguntó si podía pagar la factura en cuotas, pero Sexto dijo que no. Dinero en mano, o ni un grano. Un mes más verán los graneros vacíos.

– ¡Y ningún dinero para pagar los costes de una guerra total contra el mentula -dijo Agripa con un tono feroz-. Bueno, yo traigo otros dos mil en botín; eso son cien millones de la factura del trigo cuando se añadan a lo que queda de Ventidio. ¡Lo que deberíamos hacer es llevar el Senado al centro del foro y dejar que la turba apedree a cada miembro hasta la muerte! Pero, por supuesto, todos han huido de Roma, ¿no es así?

– Sí. Escondidos en sus villas. No sólo Roma está revuelta, toda Italia se levanta. No es culpa suya, dicen, y culpan de todo al mal gobierno de César. ¡Los maldigo!

Agripa se acercó a la puerta de la tienda.

– Tenemos que detenerlo. Mecenas. Ven, vayamos a ver a César.

Mecenas lo miró, atónito.

– ¡Agripa! ¡No puedes! ¡Si cruzas el pomerium para entrar en Roma, perderás el triunfo!

– ¿Oh, que es un triunfo cuando César me necesita? Ya celebraré un triunfo por alguna otra guerra.

Agripa se alejó, sin compañía, aún con la armadura; sus largas piernas se tragaban la distancia. Su mente corría en círculos, porque sabía que no había ninguna respuesta, mientras su espíritu insistía en que debía haberla. «¡César, César, no puedes permitir que un vulgar pirata te tenga a ti y al pueblo romano como rehenes! Te maldigo, Sexto Pompeyo, pero maldigo a Antonio todavía más.»

Todo lo que Mecenas pudo hacer fue meterse de nuevo en la litera con la ilusión de estar en la domus Livia Drusilia una hora más tarde, escoltado por su guardia armada. ¡Agripa, solo! La turba lo haría pedazos.

La ciudad estaba en rebeldía, todas las persianas de las tiendas, bajadas y cerradas, las paredes, cubiertas de pintadas, algunas protestaban por el precio del trigo, pero la mayoría insultaban a César, advirtió Agripa mientras bajaba por la Colina de los Banqueros. Las bandas caminaban armadas con piedras, garrotes, alguna espada, pero nadie le desafió; hasta el más agresivo de entre ellos se daba cuenta de que era un guerrero. Los restos de huevos podridos y verduras chorreaban por las fachadas de venerables bancos y pórticos; en el aire flotaba el hedor de los excrementos en los bacines que nadie tenía el coraje de llevar hasta la letrina pública más cercana para vaciarlos; nunca en sus más mórbidos sueños había pensado Agripa ver Roma tan degradada, tan sucia, tan marcada. La única cosa que faltaba era el hedor del humo; hasta entonces, la locura aún no dominaba del todo. Sin importarle su seguridad, Agripa se abrió paso a codazos entre las soliviantadas multitudes en el foro, donde habían tumbado las estatuas y los brillantes colores de los templos aparecían casi borrados con las pintadas y la suciedad. Cuando llegó a las Escaleras de los Orfebres las bajó de cuatro en cuatro, apartando a quien se cruzaba en su camino. Atravesó el Palatino, y allí delante de él se alzaba el muro levantado a toda prisa, en lo alto del cual había una fila de guardias germanos.

– ¡Marco Agripa! -gritó uno cuando él levantó un brazo; cayó el puente levadizo a través de una amplia trinchera y levantaron el rastrillo.

Para ese momento, al sonoro coro de «¡Marco Agripa!» se sumaron los gritos y los vivas. Entró rodeado por los entusiastas ubios.

– ¡Mantened la guardia, muchachos! -gritó por encima del hombro, y les dedicó una sonrisa. Entró en un patio desolado, con los estanques de peces sucios, y con hierbajos por todas partes, un jardín abandonado que ahora servía de campamento para los germanos, que no eran melindrosos.

En el interior de la domus Livia Drusilia vio que la nueva esposa había dejado su marca. El lugar había cambiado hasta el punto de ser irreconocible. Entró en una habitación amueblada con un gusto exquisito, las paredes iluminadas con frescos, los plintos y las hornacinas de preciosos mármoles. Burgundino apareció con su rostro furioso, que se transformó en una pura sonrisa tan pronto como descubrió quién estaba marcando el valiosísimo suelo con sus botas de clavos.

– ¿Dónde está, Burgundino?

– En su sala de negociaciones. ¡Oh, Marco Agripa, qué alegría verte!

Sí, estaba en su sala de negociaciones, pero no sentado a la desvencijada mesa sostenida por cajones de libros y estanterías llenas hasta los topes. Aquella mesa era enorme y estaba hecha de malaquita verde; el desorden de los archivos había quedado reducido a la misma pulcritud que la mesa de César siempre había mostrado, y los dos escribas ocupaban mesas menos ornadas pero muy presentables, mientras un empleado se movía archivando los rollos de pergamino. El rostro que se levantó irritado para ver quién lo molestaba había envejecido, parecía estar a punto de llegar a la cuarentena, no por las líneas o las amigas, sino por las marcas negras alrededor de unos ojos gastados, surcos en la frente, una boca casi sin labios.

– ¡César!

El tintero de malaquita salió volando; de repente Octavio se levantó en medio de papeles que flotaban y cruzó de un salto la habitación para sujetar a Agripa en un extraordinario abrazo. Entonces llegó la comprensión. Retrocedió, horrorizado.

– ¡Oh, no! ¡Tu triunfo!

Agripa lo abrazó, lo besó en las mejillas.

– Habrá otros triunfos, César. ¿Crees de verdad que podía permanecer afuera cuando Roma está en semejante tumulto que te impide salir? Si un civil ve mi rostro, no lo reconocería, así que vine a ti.

– ¿Dónde está Mecenas?

– Regresa en la litera -respondió Agripa con una sonrisa.

– ¿Quieres decir que has venido sin escolta?

– No hay chusma que se pueda enfrentar a un centurión totalmente armado, y eso es lo que creyeron que era. Mecenas necesitaba la guardia más que yo.

Octavio se enjugó las lágrimas, cerró los ojos.

– Agripa, mi querido Agripa. Oh, éste será el punto de inflexión, lo sé.

– ¿César? -preguntó una nueva voz, baja y ligeramente ronca.

Octavio se volvió en los brazos de Agripa, pero sin apartarse.

– ¡Livia Drusilia, mi vida vuelve a ser completa! Marco ha regresado a casa.

Agripa contempló el pequeño rostro oval, la piel de un marfil impecable, la boca de labios llenos, los grandes ojos oscuros brillantes. Si ella encontraba la situación extraña, nada de eso se reflejó, ni siquiera en la profundidad de aquellos ojos tan expresivos. En su rostro apareció una sonrisa de auténtico deleite, y apoyó su mano suavemente en el brazo de Agripa, y lo acarició con la ternura de una amante.

– Marco Agripa, qué maravilloso -dijo, y después frunció el entrecejo-. ¡Pero tu triunfo!

– Renunció a él para verme -manifestó Octavio, y cogió a su esposa por una mano y puso el otro brazo sobre los hombros de Agripa-. Ven, vamos a sentarnos en algún lugar más privado y cómodo. Livia Drusilia me ha dado la fuerza de trabajo más eficiente, pero he perdido mi aislamiento.

– ¿Es este nuevo aspecto de la casa de César obra tuya, señora? -preguntó Agripa, que se sentó en una silla dorada tapizada con un suave brocado púrpura y aceptó una copa de cristal de vino sin agua. Bebió un sorbo, y se rió-. ¡Una cosecha mucho mejor de la que acostumbrabas a servir, César!

¿Supongo que beber sin agua significa que esto es una celebración?

– Ninguna más importante que tu regreso. Es una maravilla, mi Livia Drusilia.

Para sorpresa de Agripa, Livia Drusilia no se ausentó, como debía hacer una esposa. Escogió una gran silla púrpura y se sentó con los pies debajo de las nalgas, y aceptó una copa de Octavio con un gesto de gracias. «¡Vaya! ¡La señora asiste a los consejos!»

– De alguna manera tengo que sobrevivir un año más a esto -dijo Octavio, y dejó la copa después de aquel brindis-. A menos que tú creas que podamos movernos el próximo año.

– No, César, no podemos. Portus Julius no estará preparado hasta el verano, por lo tanto, Sabino dijo en su última carta que me da ocho meses para armarme y entrenarme. La derrota de Sexto Pompeyo ha de ser completa, absoluta para que no pueda levantarse de nuevo. Aunque de alguna parte tendremos que encontrar por lo menos ciento cincuenta barcos de guerra. Los astilleros de Italia no pueden darnos tanto.

– Sólo hay una fuente capaz de proveerlos, y ésa es nuestro querido Antonio -dijo Octavio con un tono amargo-. ¡Él y únicamente él es la causa de todo esto! Tiene al Senado comiendo de su mano, ningún dios puede decirme por qué. ¿Creerías que esos locos actuarían mejor si no vivieran en medio de tanta agonía? ¡Pues no! La lealtad a Marco Antonio cuenta más que los vientres hambrientos.

– Eso no ha cambiado desde los días de Catulo y Escauro -señaló Agripa-. ¿Le estás escribiendo?

– Lo estaba cuando tú apareciste en la puerta, desperdiciando una hoja de papel tras otra en un intento de encontrar las palabras adecuadas.

– ¿Cuánto tiempo ha pasado desde que lo viste?

– Más de un año, cuando se llevó a Octavia y a los niños a Atenas. Le escribí la primavera pasada y le solicité que se reuniese conmigo en Brundisium, pero me engañó al presentarse sin las legiones y con tal velocidad después de mi llamada que yo todavía estaba en Roma esperando su respuesta. Lo que hizo entonces fue regresar a Atenas y me envió una desagradable carta, con la amenaza de cortarme la cabeza si no me presentaba en nuestro próximo encuentro. Luego se marchó a Samosata, por consiguiente, nada de reunión. Ni siquiera estoy seguro de que haya regresado a Atenas.

– Dejemos eso de lado, César. ¿Qué podemos hacer con el abastecimiento de trigo? De alguna manera tenemos que alimentar a Italia, y más barato de lo que dice Mecenas que podemos.

– Livia Drusilia dice que debo pedir prestado todo lo que necesite de los plutócratas, pero me repugna hacerlo.

«¡Bueno, bueno, un buen consejo del gorrión negro!»

– Tiene razón, César. Pedir en préstamo en lugar de implantar impuestos.

Los ojos de ella volaron al rostro de Agripa, asombrados; el de aquel día era un encuentro que temía, convencida de que el mas amado amigo de César sería su enemigo. ¿Por qué no iba a serio? Los hombres no daban la bienvenida a las mujeres en los consejos, y mientras ella sabía que sus ideas eran las correctas, los hombres como Estatilio Tauro, Calvisio Sabino, Apio Claudio y Comelio Gallo detestaban ver cómo subía su estrella. Tener a Agripa de su lado era un regalo mayor que el hijo que hasta ahora no había tenido.

– Me exprimirán.

– Más que una esponja de primera calidad -dijo Agripa con una sonrisa-. Sin embargo, el dinero está allí, y hasta que Antonio no mueva el culo de Oriente, no están obteniendo ninguna ganancia del este, su mayor fuente de beneficios.

– Sí, lo entiendo -admitió Octavio, un tanto envarado, sin tener muy claro si deseaba verse abrumado por los buenos consejos sobre cosas que había deducido por sí mismo-. Lo que me desagrada es pagar un interés que será del veinte por ciento compuesto.

Hora de retirarse; Agripa pareció desconcertado.

– ¿Compuesto?

– Sí, intereses sobre los intereses. Eso hará que Roma sea su deudora durante los treinta o cuarenta años próximos -señaló Octavio.

– Dudas de ti mismo, querido César, y no debes -intervino Livia Drusilia-. ¡Venga, piensa! Tú conoces la respuesta.

Apareció la vieja sonrisa, se rió.

– Te refieres a las arcas de Sexto Pompeyo, llenas de ganancias poco recomendables.

– A eso se refiere -señaló Agripa, y le dirigió a ella una mirada de gratitud.

– Eso ya se me ha ocurrido, pero lo que me desagrada todavía más que pedirle a los plutócratas es darle el contenido de los cofres de Sexto a ellos cuando todo se acabe. -De pronto se mostró astuto-, Les ofreceré el veinte por ciento compuesto, y echaré mi red lo bastante grande como para atrapar en ella a unos cuantos senadores de Antonio. Dudo de que nadie me vaya a rechazar en estos términos, ¿no? Incluso quizá tenga que pagar más de un año de las ganancias de Sexto, pero una vez que me deshaga de Antonio y haga mío al Senado, podré hacer lo que quiera. Reducir la tasa de interés con leyes; los únicos que protestarán serán los grandes peces en nuestro mar de dinero.

– No ha estado ocioso en otros aspectos -manifestó Livia Drusilia.

Octavio pareció desconcertado por un momento, y después se rió.

– ¡Oh, la campaña de cultivar más trigo en Italia! Sí, me he endeudado todavía más en nombre de Roma. Mis cálculos revelan que un campesino con una gran familia necesita doscientos modii de trigo al año para alimentarlos a todos. Pero una iugerum da mucho más que eso, y por supuesto el campesino vende el sobrante a menos que las criaturas del campo y los otros augurios en los que cree le digan que vendrá una sequía o una inundación. En cuyo caso ensila más trigo. Sin embargo, las señales dicen que no tendremos inundación o sequía el próximo año. Por lo tanto, les estoy ofreciendo a los agricultores treinta sestercios el modius por el sobrante. Una suma que los compradores privados a los que normalmente les venden no están preparados para igualar. Lo que espero es que algunos de nuestros veteranos cultiven algo en sus parcelas. La mayoría de ellos alquilan sus tierras a los cultivadores de uvas porque les gusta beber vino; a mí me parece que así es como funciona la mente de un soldado retirado.

– Cualquier cosa que signifique comprarle menos trigo a Sexto en la próxima cosecha es bueno, César -afirmó Agripa-, ¿pero bastará? ¿Cuánto piensas comprar?

– La mitad de nuestras necesidades -respondió Octavio con voz tranquila.

– Será caro, pero no tanto como lo que pediría Sexto. Mecenas dijo que Lépido no ha hecho nada para preservar el suministro africano. ¿Qué está pasando allí? -preguntó Agripa.

– Se cree demasiado importante -contestó Liria Drusilia, que arrojó aquella piedra para ver si Agripa miraba a su esposo en busca de confirmación. Pero no lo hizo, aceptó sus palabras (y a ella) como un igual a Octavio. «¡Oh, Agripa, yo también te quiero!»

La armadura de Agripa crujió cuando intentó ponerse más cómodo; había demasiadas sillas de campo sin respaldo.

– Él no lo sabe, César -añadió Livia Drusilia, con los ojos resplandecientes-. Díselo, y después deja que el pobre hombre se quite esa terrible coraza.

– Edepol! ¡Me olvidé! -exclamó Octavio, y se sacudió de deleite-. En menos de un mes, Marco, serás primer cónsul de Roma.

– ¡César! -dijo Agripa, asombrado. Una ola de alegría inundó su cuerpo y transfiguró su rostro severo-. ¡César, no soy… no soy digno!

– Nadie en el mundo es más digno, Marco. Todo lo que he hecho es darte una Roma golpeada y sangrante, hambrienta pero no derrotada. He tenido que darle el segundo consulado a Caninio por la única razón que es el primo de Antonio, pero cuando cumpla el plazo será reemplazado por Estatilio Tauro como cónsul elegido por Divus Julius. El Senado tiembla porque tú mostraste tu acero cuando eras pretor urbano para hacerles comprender que no tendrás piedad.

– Lo que no has dicho, César, es cuánto detestarán este nombramiento los hombres de sangre noble. La mía es corriente.

– ¿Nombramiento? -preguntó Octavio, que abrió mucho sus ojos grises-. Mi querido Agripa, fuiste elegido en ausencia, un premio que no quisieron conceder a Divus Julius. Tu sangre no es corriente, es una buena y legítima sangre romana. Yo sé la espada de quién prefiero tener a mi lado, y no pertenece a un Fabio, a un Valerio o a un Julio.

– ¡Oh, esto es fantástico! Significa que podré trabajar en Portus Julius con autoridad consular. Sólo tú o Antonio podéis impedírmelo, y tú no lo harás, y él no puede. ¡Gracias, César, gracias!

– Cuánto desearía que todas mis decisiones fuesen recibidas con tanto placer -dijo Octavio, y sus ojos se cruzaron con los de su esposa-. Livia Drusilia tiene razón, debes ponerte ropas más cómodas. En cuanto a mí, tengo que seguir escribiéndole aquella carta a Antonio.

– No, no lo hagas -le pidió Agripa, que se levantó a medias de la silla.

– ¿No?

– No. -Agripa consiguió levantarse-. Ve más allá de las cartas. Envía a Mecenas.

– La rueda que sigue la huella -manifestó Livia Drusilia, que se acercó para apoyar su mejilla contra la de Agripa-. Nos hemos convertido en la rueda que sigue la huella, César. Agripa tiene razón. Envía a Mecenas.

Luego se marchó a sus propias habitaciones, que consistían en una gran sala amueblada con el estilo más lujoso, pero sin ninguna ostentación. Había un gran armario, porque a Livia Drusilia le encantaba la ropa, pero, con diferencia, la habitación más grande era su tablinum privado, su estudio, que no imitaba al de un hombre, sino que era el de un hombre. Dado que había venido a César sin dote o un sirviente, los libertos que servían como sus secretarios le pertenecían a su esposo y ella había tenido la astuta idea de rotarlos entre las salas, de tal forma que todos sabían lo que estaba pasando y podían actuar en una crisis.

Fue al oratorio, otra de sus ideas, con altares a Vesta, Juno Lucina, Opsinconsiva y la Bona Dea. Sí su teología era un tanto confusa, se debía a que no había sido educada en la religión estatal como un varón; sencillamente, ella tenía esas cuatro fuerzas divinas a las que rezaba. Vesta para que le diese un buen hogar; Juno Lucina, para un niño; Opsinconsiva, para aumentar la riqueza y el poder de Roma, y la Bona Dea, porque sabía que la Bona Dea la había llevado al lado de César para ser su colaboradora además de su esposa.

Una jaula dorada de palomas blancas colgaba de una percha; con arrullos amorosos, llevó una a cada altar, para ofrecerla. Pero no para matarla; en el momento en que cada ave se apoyaba en el altar, la llevaba a la ventana y la lanzaba al aire, para observarla volar con las manos cruzadas sobre el pecho, el rostro alzado con una expresión de embeleso.

Durante meses había escuchado a su marido hablar de su amado Marco Agripa -escuchado no con escepticismo, pero con desesperación-. ¿Cómo podría ella competir con ese parangón? ¿Quién había acunado la cabeza de César en su regazo en aquel terrible viaje desde Apolonia hasta Barium después del asesinato de Divus Julius; quién lo había cuidado cuando el asma amenazaba matarlo; quién siempre había estado allí hasta que la defección de Salvidieno lo había exiliado a la Galia Transalpina? Marco Agripa, nacido el mismo día, aunque so en el mismo mes. Agripa había nacido el vigésimo tercer día de julio, Octavio el vigésimo tercer día de septiembre, ambos el mismo año. Ahora tenían veinticinco, y habían estado juntos durante nueve.

Cualquier otra mujer hubiese intentado meter una cuña entre ellos, pero Livia Drusilia no era tan estúpida ni tan crédula. Compartían un vínculo que ella sabía por instinto que nadie podría romper. Entonces ¿para qué gastar su esencia en el intento? No, lo que debía hacer era congraciarse ella misma con Marco Agripa, ponerlo de su parte; o, al menos, intentar hacerle ver que su lado era el lado de César. En su mente había imaginado una lucha titánica; era de esperar que él la mirase con celos y desconfianza. Ni por un momento había creído lo que el rumor decía: que eran amantes en todos los sentidos. Quizá la semilla de eso yacía en César, pero había sido apartada decididamente todo el tiempo, él mismo se lo había dicho. Sin admitir que existía, pero dándole a ella el resumen de una conversación que había tenido con Divus Julius en un carro en un viaje por la Hispania Ulterior. Diecisiete. Había sido un contubernalis sin experiencia y enfermo con el privilegio de servir con el más grande romano que hubiese existido. Divus Julius le había advertido de que su belleza, aliada con su delicada mirada, llevaría a las alegaciones que se acostaba con hombres; en la homofóbica Roma, una siniestra desventaja para una carrera pública. No, él y Agripa no eran amantes. Lo que tenían era un vínculo más profundo que la carne, una única fusión de sus espíritus. Al comprender esto, ella se había sentido aterrorizada de Marco Agripa, el único al que no conseguiría tener como su aliado. Que su sangre fuese despreciada por Claudio Nerón ya no tenía importancia; si Agripa era una parte intrínseca de la milagrosa supervivencia de César, entonces para la nueva Livia Drusilia su sangre era tan buena como la suya. Incluso mejor.

El encuentro ese día había llegado y pasado, y la había dejado con el corazón tan ligero como la visión de una mariposa en el viento, porque había aprendido que Marco Agripa realmente amaba como pocos eran capaces o deseaban amar, sin condiciones, sin miedo a rivales, sin deseo de favores o distinción.

«Ahora somos tres -pensó mientras miraba a la paloma de Opsinconsiva elevarse por encima de los pinos, tan alto que las puntas de sus alas resplandecieron doradas con el sol del ocaso-. Ahora somos tres para cuidar de Roma, y tres es un número afortunado.»

La última paloma pertenecía a la Bona Dea, su oferta privada que sólo le concernía a ella. Pero mientras se elevaba, un águila bajó del cielo para cogerla, llevársela. Una águila… «Roma ha aceptado mi ofrenda, y ella es una diosa más grande que la Bona Dea. ¿Qué podría significar? ¡No preguntes, Livia Drusilia! No, no preguntes.»

A Mecenas nunca le importaba que lo enviasen a negociara lugares como Atenas, donde disponía de una pequeña residencia que no tenía ninguna intención de compartir nunca con su esposa, una típica Terencia Varrone; altiva, orgullosa, muy consciente de su estatus. Allí, como Ático, podía complacer su lado homosexual discreta y deliciosamente. Pero eso podía esperar; primero, tenía que ver a Marco Antonio, que se decía que estaba en Atenas, aunque Atenas no lo había visto. Al parecer, no estaba de humor para filosofía o conferencias.

Cuando Mecenas salió para presentar sus respetos al gran hombre, no lo halló porque estaba ausente; fue Octavia quien lo recibió, quien lo sentó en una silla ática que él no encontró hermosa.

– ¿Por qué será que los griegos, tan brillantes en todo, nunca han aprendido a apreciar de verdad la curva? -le comentó a Octavia mientras aceptaba la copa de vino-. Si hay algo que me desagrada de Atenas, es la matemática rigidez de sus ángulos rectos.

– Oh, sí que tienen cierto afecto por la curva, Mecenas. No hay capitel de columna ni la mitad de hermoso para mí como el jónico. Como un pergamino desenrollado, cada extremo curvándose hacia arriba. Sé que las hojas de acanto corintias se han hecho más populares en los capiteles, pero son un exceso. Para mí, reflejan una cierta decadencia -manifestó Octavia con una sonrisa.

«Parece -pensó Mecenas- un tanto agobiada, aunque todavía no ha cumplido los treinta. Como su hermano, ha desarrollado unas manchas oscuras alrededor de sus luminosos ojos aguamarina y su boca. Su sonrisa muestra una curva triste. Hablando de curvas… ¿El matrimonio tiene problemas? ¡Sin duda, no! Incluso un lujurioso como Marco Antonio no podía encontrar falta alguna a Octavia, como esposa o mujer.»

– ¿Dónde está?

Sus ojos se nublaron, se encogió de hombros. -No tengo idea. Regresó hace un nunditium, pero apenas si lo he visto. Glafira está en la ciudad, escoltada por sus dos hijos menores.

– ¡No, Octavia, es imposible que te sea infiel delante de tus narices!

– Yo misma me lo dije, y creo que me lo creí.

El archimanipulador se inclinó hacia adelante en la silla angular.

– Vamos, querida, no es Glafira lo que te preocupa. Tienes demasiado sentido común para eso. ¿Cuál es en realidad el problema?

Sus ojos se velaron, sus manos se movieron indefensas.

– Estoy desconcertada, Mecenas. Lo único que te puedo decir es que Antonio ha cambiado de alguna manera que no puedo explicar. Esperaba que regresase lleno de buena salud y gritando de diversión; le encanta visitar escenarios de guerra, le rejuvenece. Pero ha vuelto; oh, no lo sé, marchito. ¿Ésa es la palabra correcta? Es como si el viaje le hubiese privado de algo que necesita desesperadamente para mantener la buena opinión de sí mismo. Ha habido otros cambios; se ha enemistado con Quinto Delio, a quien despachó. No quiere ver a Planeo, que vino de visita desde la provincia de Asia. Sólo aceptó el tributo que éste le trajo y le ordenó que regresase a Éfeso. Planeo está furioso, pero lo más que pude sacarle a Antonio es que no confía en ninguno de sus amigos. Que todos ellos le mienten. Pollio quería hablar con él aquí sobre las dificultades de César en Italia; tiene problemas para mantener a la facción senatorial de Antonio en la brecha, ve a saber lo que significa. Pero ¡no se le ha permitido venir!

– He escuchado que su más serio disgusto fue con Publio Ventidio -señaló Mecenas.

– Bueno, toda Roma debe saberlo ya -dijo ella con amargura-. Cometió un terrible error al creer que Ventidio había aceptado un soborno.

– Quizá ése es el problema.

– Quizá -asintió ella, y después volvió la cabeza-. ¡Ah, Antonio!

Él entró con toda la agilidad y la gracia que siempre asombraba a Mecenas; los hombres grandes y musculosos se suponía que se movían torpemente. El rostro de piel suave se estaba aflojando, pero no por algún estado de ánimo transitorio, pensó Mecenas. Ésa era su expresión habitual en esos días, adivinó. Cuando Antonio vio a Mecenas frunció el entrecejo.

– ¡Oh, tú! -dijo, y se dejó caer en una silla pero no buscó el vino-. Supongo que tu llegada era inevitable, aunque prefería creer que tu baboso amo continuaría escribiéndome cartas de súplica.

– No, consideró que ya era hora de enviar al suplicante Mecenas.

Octavia se levantó.

– Os dejaré solos -dijo, y alborotó los cobrizos rubios cuando pasó junto a la silla de Antonio-. Comportaos.

Mecenas se rió, Antonio no.

– ¿Qué quiere Octavio?

– Lo que siempre quiere, Antonio. Barcos de guerra.

– No tengo ninguno.

– Gerrae! El Pireo está lleno. -Mecenas dejó su copa de vino a un lado y unió los dedos para formar una pirámide-. Antonio, no puedes continuar evitando una reunión con César Octavio.

– ¡Ja! No fui yo quien no se presentó en Brundisium.

– No enviaste palabra de tu llegada, y te moviste con tanta rapidez que pillaste a César Octavio con el pie todavía en Roma. Luego no esperaste hasta que pudo hacer el viaje.

– No tenía ninguna intención de hacer el viaje. Sólo quería verme saltar a su orden.

– No, él no haría eso.

La discusión continuó y continuó durante varias horas, que emplearon para hacer una comida sin intención de disfrutar de las exquisiteces que los cocineros de Octavia habían preparado y durante la cual Mecenas observó a su presa como un gato a un ratón. Aunque tembloroso con la perspectiva de la caza. «Octavia, tú estás más cerca de la diana de lo que crees -pensó-. Marchito es la palabra correcta para describir a este nuevo Antonio.»

Finalmente dio una palmada en los muslos y soltó un ruido de enfado, la primera señal que había hecho de impaciencia.

– Antonio, admite que, sin tu ayuda, César Octavio no puede derrotar a Sexto Pompeyo. Antonio le mostró los dientes.

– Lo admito sin tapujos.

– ¿Entonces no se te ha ocurrido que todo el dinero que necesitas para dominar Oriente e invadir el reino de los partos está en las bóvedas de Sexto?

– Bueno, sí… se me ha ocurrido.

– Entonces, si es así, ¿por qué no comienzas a redistribuir la riqueza de la manera correcta, la manera romana? ¿Realmente importa que César Octavio vea desaparecer sus problemas si Sexto es derrotado? Tus problemas son los que te preocupan, Antonio, y, como los de César Octavio, se esfumarán una vez que las bóvedas de Sexto queden abiertas. ¿No es eso mucho más importante para ti que el destino de César Octavio? Si vuelves de Oriente con una brillante campaña en tu haber, ¿quién podrá ser tu rival?

– No confío en tu amo, Mecenas. Pensará la manera de quedarse con el contenido de las bóvedas de Sexto.

– Eso podría ser cierto si Sexto tuviese menos en ellas. Creo que admitirás que César Octavio tiene una buena cabeza para los números, para las minucias de la contabilidad.

Antonio se rió.

– La aritmética siempre ha sido su mejor tema.

– Entonces piensa en esto. Da lo mismo que crezca en Sicilia, en sus tierras, o lo robe de las flotas de África y Cerdeña, Sexto no paga por el trigo que vende a Roma y a ti. Éste es un hecho que viene sucediendo desde mucho antes de Filipos. En un cálculo conservador, la cantidad de trigo que ha robado durante los últimos seis años se aproxima, en números redondos, a unos ochenta millones de modii. Si le concedemos unos cuantos almirantes y supervisores codiciosos -pero de ninguna manera tantos gastos como los que tienen Roma y tú-, César Octavio y su ábaco han llegado a un promedio de veinte sestercios el modius de beneficio neto. No es ninguna exageración. Su precio para Roma ese año fue de cuarenta, y nunca ha sido menos de veinticinco. Bueno, eso significa que las bóvedas de Sexto deben de contener alrededor de mil ochocientos millones de sestercios. Divídelo por veinticinco mil y eso son nada menos que setenta y dos mil talentos. Con la mitad de eso, César Octavio puede alimentar a Italia, comprar tierras para instalar a los veteranos y reducir los impuestos. Mientras que tu mitad permitirá a tus legionarios vestir cotas de malla de plata y ponerse plumas de avestruz en los cascos. El tesoro de Roma nunca ha sido tan rico como Sexto Pompeyo es ahora mismo, incluso después de que su padre dobló el contenido.

Antonio lo escuchó con arrobada fascinación, su espíritu animado. Podría haber sido muy malo en aritmética en sus años de escolar (él y sus hermanos habían rehuido las lecciones la mayor parte de las veces), pero no tuvo problemas en seguir la lección de Mecenas, y sabía que ésta debía de ser una acertada estimación de la actual riqueza de Sexto. ¡Júpiter, qué cunnus! ¿Por qué no se había sentado con su ábaco para obtener este resultado? Octavio tenía razón, Sexto Pompeyo había sangrado Roma de toda su riqueza. ¡El dinero no había desaparecido sin más! ¡Lo tenía Sexto!

– Te comprendo -admitió escuetamente.

– ¿Entonces vendrás en persona a ver a César Octavio en primavera?

– Siempre que el lugar no sea Brundisium.

– Ah, ¿qué tal Tarentum? Un viaje más largo, pero no tan arduo como Ostia o Puteoli. Está en la Vía Apia, muy conveniente para hacer después una visita a Roma.

Eso no le convenía a Antonio.

– No, el encuentro tiene que ser a principios de primavera, y corto. Nada de discusiones y demoras. Tengo que estar en Siria para el verano para iniciar mi invasión.

«Esto no va a ocurrir, Antonio -pensó Mecenas-. He abierto tu apetito al mencionarte sumas que un glotón como tú no puede resistir. En el momento en que llegues a Tarentum te habrás dando cuenta de lo enorme que es el pastel, y tú querrás |a porción del león. Nacido en el mes de Sextilis, León. Mientras que César es un niño nacido en el límite, una mitad el frío y meticuloso Virgo y la otra mitad el equilibrio de Libra. Tu Marte también está en León, pero el Marte de César está en una constelación mucho más fuerte, Escorpión. Y su Júpiter está en Carnero, junto con su ascendente. Riquezas y éxito. Sí, he escogido al amo correcto. Claro que yo también tengo la astucia de Escorpión y la ambivalencia de Piscis.»

Sacado de su análisis astrológico, Mecenas dio un respingo al oír a Antonio preguntarle:

– ¿Te parece aceptable?

– Sí. Tarentum en las nonas de abril.

– Se ha tragado el anzuelo -les informó Mecenas a Octavio, a Livia Drusilia y a Agripa cuando llegó de regreso a Roma justo a tiempo para el Año Nuevo y para la inauguración del período de Agripa como primer cónsul.

– Sabía que lo haría -manifestó Octavio, complacido.

– ¿Cuánto tiempo llevabas escondiendo el anzuelo en el seno de tu toga, César? -preguntó Agripa.

– Desde el principio, antes de ser triunviro. Sólo era cuestión de añadir un año a los anteriores.

– Ático, Oppio y los Balbo han dicho que están dispuestos a prestar dinero de nuevo para comprar la próxima cosecha -dijo Livia Drusilia con una sonrisa un tanto maliciosa-. Mientras estabas ausente, Mecenas, Agripa los llevó a ver Portus Julius. Por fin comienzan a creer que podremos derrotar a Sexto.

– Bueno, saben sumar mejor que César -señaló Mecenas-. Ahora son conscientes de que su dinero está seguro.

La toma del cargo por Agripa se desarrolló sin inconvenientes. Octavio observó el cielo nocturno con él durante la vigilia, y su buey blanco como la nieve aceptó el martillo y el puñal del Popa y el cultrarius con tanta tranquilidad que los senadores presentes no sufrieron estremecimientos de aprehensión; un año de Marco Vipsanio Agripa era un año más que suficiente. Dado que el buey blanco de Cayo Caninio Gallo eludió el martillo y casi escapó antes de que le administrasen el golpe que lo paralizaría, no pareció probable que Caninio pudiese tener la capacidad de enfrentarse a este tipo vulgar y de baja cuna.

Roma continuaba alborotada, pero fue un invierno crudo; el Tíber se heló, cayó nieve y no se fundió, un terrible viento del norte sopló sin cesar. Nada de eso animaba a que se reuniesen grandes multitudes en el foro y en las plazas, lo que permitió a Octavio aventurarse más allá de sus paredes, aunque Agripa le prohibió que las derribase. El trigo estatal se vendió a cuarenta sestercios el modius -gracias a los préstamos de los plutócratas y a unos asombrosos intereses- y la cada vez más intensa actividad de Agripa en Portus Julius significó que había trabajo para cualquier hombre dispuesto a salir de Roma para ir a Campania. La crisis no se había superado, pero al menos se había aminorado.

Los agentes de Octavio comenzaron a hablar de la conferencia que tendría lugar en Tarentum en las nonas de abril y a predecir que los días de Sexto estaban contados. Volverían los buenos tiempos, entonaban.

Esta vez Octavio no llegaría tarde; él y su esposa llegaron a Tarentum mucho antes de las nonas, junto con Mecenas y su cuñado, Varro Murena. Dispuesto a que la conferencia tuviese el aire de una fiesta. Octavio decoró la ciudad portuaria con coronas y guirnaldas, contrató a todos los mimos, magos, acróbatas, músicos y actores que había en Italia, y levantó un teatro de madera para las representaciones de los mimos y las farsas, los espectáculos favoritos de la plebe. ¡El gran Marco Antonio venía para divertirse con César Divi Filius! Incluso Tarentum había sufrido a manos de Antonio en el pasado; pero todos los sentimientos habían sido olvidados. Una fiesta de primavera y prosperidad, era así como lo veía el pueblo.

Cuando Antonio llegó el día anterior a las nonas, todo Tarentum estaba alineado en el muelle para saludarlo a gritos, máxime cuando la gente vio que había traído con él los ciento veinte barcos de guerra de su flota ateniense.

– Maravillosos, ¿verdad? -le preguntó Octavio a Agripa cuando estaban en la entrada de la bahía, atentos a la presencia de la nave capitana, que no había entrado la primera-. Hasta ahora he contado cuatro almirantes, pero ningún Antonio. Debe de estar moviendo la cola en el fondo. Aquél es el estandarte de Ahenobarbo, un jabalí negro.

– Muy apropiado -respondió Agripa, mucho más interesado en los barcos-. Cada uno de ellos tiene cinco cubiertas de remeros, César. Espolones de bronce, muchos, dobles, bastan te lugar para la artillería y los marineros. ¡Oh, lo que daría por una flota como ésta!

– Mis agentes me aseguran que tiene más en Thasos, Ambracia y Lesbos. Todavía en buenas condiciones, pero dentro de cinco años no lo estarán. ¡Ah, aquí viene Antonio!

Octavio señaló a una magnífica galera con una alta popa que permitía un amplio camarote debajo, la cubierta erizada con catapultas. Su estandarte era un león de oro sobre un fondo escarlata, la boca abierta en un rugido, la melena negra, una cola con la punta negra.

– Muy adecuado -dijo Octavio.

Comenzaron a caminar de regreso hacia el espigón elegido para recibir a la nave capitana, que el práctico dirigía desde un bote. Ninguna prisa; llegarían mucho antes.

– Tú debes tener tu propio estandarte, Agripa -manifestó Octavio mientras observaba la ciudad extendida a lo largo de la costa, las casas blancas, los edificios públicos pintados de brillantes colores, los pinos y los cipreses en las plazas adornados con faroles y lazos.

– Supongo que debería -respondió Agripa, sorprendido-. ¿Qué recomiendas, César?

– Un fondo azul claro con la palabra «Fides» escrita en rojo -respondió Octavio de inmediato.

– ¿Y tu estandarte naval, César?

– No tendré ninguno. Ondearé la bandera con las letras SPQR rodeadas por una corona de laureles.

– ¿Qué me dices de los almirantes como Tauro y Cornificio?

– Ellos también ondearán el SPQR de Roma como yo. El tuyo será el único estandarte personal, Agripa. Una marca de distinción. Eres tú quien ganará por nosotros sobre Sexto. Lo presiento.

– Al menos sus barcos no se pueden confundir, porque ondean las tibias cruzadas.

– Muy evidente -fue la réplica de Octavio-. ¿Oh, qué maldito ha hecho eso? ¡Vergonzoso!

Se refería a la alfombra roja que algún oficial perteneciente a los duumviros había extendido a todo lo largo del espigón, una señal de realeza que horrorizó a Octavio. Pero nadie más parecía inquieto; era el rojo de un general, no el púrpura de un rey. Y allí estaba él, saltando del barco a la alfombra roja, con el aspecto ágil y saludable de siempre. Octavio y Agripa esperaron juntos debajo de la marquesina al pie del muelle, con Caninio, el segundo cónsul, un paso más atrás, y detrás de él, setecientos senadores, todos hombres de Marco Antonio. El duumviro y otros funcionarios de la ciudad tuvieron que contentarse con una posición todavía más apartada.

Por supuesto, Antonio vestía su armadura dorada; la toga no le quedaba muy bien sobre su corpachón, porque lo hacía parecer gordo, A Agripa, que era también un hombre musculoso pero más delgado, no le importaba en lo más mínimo su apariencia, así que vestía la toga con ribetes rojos. Octavio y él se adelantaron para saludar a Antonio, Octavio parecía un niño frágil y delicado entre aquellos dos espléndidos guerreros. Sin embargo, era Octavio quien dominaba, quizá por eso, quizá por su belleza, su abundante cabellera dorada. En aquella ciudad del sur de Italia donde los griegos se habían asentado siglos antes que tos primeros romanos entrasen en la península, el brillante pelo rubio era una rareza, y muy admirado.

«¡Está hecho! -pensó Octavio-. He conseguido traer a Antonio a suelo italiano, y no se marchará hasta que me dé lo que quiero, lo que Roma debe tener.»

Entre una lluvia de pétalos primaverales arrojados por niñas desfilaron hasta el complejo de edificios preparados para ellos, con grandes sonrisas y saludos a las entusiastas multitudes.

– Una tarde y una noche para acomodarnos -dijo Octavio en la puerta de la residencia de Antonio-. ¿Debemos ponernos manos a la obra de inmediato (comprendo que tienes prisa) o complacemos a la gente de Tarentum y mañana vamos al teatro? Interpretarán una farsa de Atella.

– No es Sófocles, pero sí algo más del gusto popular -respondió Antonio, con aspecto relajado-. Sí, ¿por qué no? He traído a Octavia y a los niños conmigo; estaba desesperada por ver a su hermano pequeño.

– No más desesperado que yo por verla. No ha conocido a mi esposa; sí, también he traído a la mía -manifestó Octavio-. ¿Entonces mañana por la mañana vamos al teatro y a un banquete por la tarde? Después de eso, nos ponemos a trabajar.

Cuando llegó a su propia residencia, Octavio se encontró a Mecenas, que se partía de la risa.

– ¡Nunca lo adivinarás! -consiguió decir Mecenas, que se enjugaba las lágrimas, para echarse a reír de nuevo-. ¡Oh, es tan divertido!

– ¿Qué? -preguntó Octavio mientras dejaba que un sirviente le quitase la toga-. ¿Dónde están los poetas?

– Eso es precisamente, César. ¡Los poetas! -Mecenas consiguió controlarse, aunque de vez en cuando tragaba, con los ojos llenos de lágrimas-. Horacio, Virgilio, el compañero de Virgilio-Plotio Tucca, Vario Rufo y varías luminarias menores salieron de Roma hace un nundinum para elevar el tono intelectual de este festival de Tarentum, pero -se ahogó, se rió, se controló- en cambio fueron a Brundisium. ¿Qué pasó? Pues que Brundisium no los dejó marchar, decidido a tener su propio festival. -Aulló de risa.

Octavio mostró una sonrisa, Agripa soltó una breve carcajada, pero ninguno de los dos podía apreciar la situación como Mecenas, porque carecían de su conocimiento de lo despistados que eran los poetas.

Cuando se enteró Antonio, se rió con tanta fuerza como Mecenas, después envió un correo a Brundisium con una bolsa de oro para ellos.

Octavio, que no se esperaba la presencia de Octavia y los niños, no había puesto a Antonio en una casa lo bastante grande como para acomodarlos a todos sin que lo molestase el ruido del cuarto de los niños, pero Livia Drusilia encontró una nuera solución.

– Me han hablado de una casa cercana cuyo propietario está dispuesto a cederla durante la duración de la conferencia. ¿Por qué no me voy allí con Octavia y los niños? Si yo también estoy, entonces Antonio no podrá quejarse de un tratamiento de segunda clase para su esposa.

Octavio le besó la mano y le sonrió a aquellos maravillosos ojos rasgados.

– ¡Brillante, amor mío! Hazlo ahora mismo.

– Si no te importa, no asistiremos a la función de mañana. Ni siquiera los triunviros pueden tener a sus esposas sentadas con ellos, y yo nunca escucho bien desde las filas de las mujeres, en el fondo, y, además, no creo que a Octavia le gusten mucho más las farsas que a mí.

– Pídele a Burgundino que te dé una bolsa, y sal de compras por la ciudad. Sé que tienes una debilidad por los vestidos bonitos, y puedes encontrar algo que te guste. Si no recuerdo mal, a Octavia le gusta comprar.

– No te preocupes por nosotras -dijo Livia Drusilia muy complacida-. Quizá no encontremos nada que nos guste, pero será una ocasión para conocernos la una a la otra.

Octavia sentía curiosidad por Livia Drusilia; como toda la clase superior de Roma, había escuchado la historia de la peculiar pasión de su hermano por la esposa de otro hombre, embarazada con su segundo lujo, divorciada por motivos religiosos, el puro misterio que lo rodeaba a él, a ella, a la pasión. ¿Era mutua? ¿No existía en absoluto?

La Livia Drusilia con la que se encontró Octavia era muy diferente de la muchacha que había sido cuando se casó con Octavio. «Ésta no es una esposa tímida como un ratón», pensó Octavia al recordar los informes. Se encontró con una joven matrona vestida con gran elegancia, los cabellos peinados a la última moda y que llevaba el número correcto de alhajas de oro, sencillas pero sólidas. Comparada con ella, Octavia se sintió como una provinciana bien vestida; algo nada sorprendente después de una relativamente larga estadía en Atenas, donde, en general, las mujeres no se mezclaban con la sociedad. Por supuesto, las esposas romanas insistían en asistir a las cenas dadas por los hombres romanos, pero aquellas ofrecidas por los griegos les estaban vedadas: sólo los maridos. Con estas premisas, el centro de la moda femenino era Roma, y nunca lo había visto más claro Octavia que ahora, al mirar a su nueva cuñada.

– Una idea muy inteligente ponernos a las dos en la misma casa -comentó Octavia cuando se habían sentado para beber vino dulce aguado y pasteles de miel todavía calientes del horno, una exquisitez de la región.

– Bueno, les da espacio a nuestros maridos -dijo Livia Drusilia con una sonrisa-. Imagino que Antonio hubiese preferido venir sin ti.

– Tu imaginación acierta de lleno -manifestó Octavia con un tono irónico. Se inclinó hacia adelante en un gesto impulsivo-. Pero ¡a mí no me importa! Cuéntamelo todo acerca de ti y… -Tuvo en la punta de la lengua decir el «pequeño Cayo», pero algo la detuvo, le advirtió que sería un error. Fuera lo que fuese, Livia Drusilia no era una sentimental ni femenina, eso estaba claro-. Tú y Cayo -corrigió-. Una escucha tantos relatos tontos, y me gustaría saber la verdad.

– Nos conocimos en las ruinas de Fregellae y nos enamoramos -explicó Livia Drusilia con tono normal-. Aquél fue el único encuentro hasta que nos casamos confarreatio. Para entonces yo estaba de siete meses de mi segundo hijo, Tiberio Claudio Nero Druso, que César envió a su padre para que lo criase.

– ¡Oh, pobre! -exclamó Octavia-. Debió de partirte el corazón.

– En absoluto. -La esposa de Octavio mordisqueó una pasta

– Me desagradan mis hijos porque me desagrada su padre.

– ¿Te desagradan los niños?

– ¿Por qué no? Se convierten en los mismos adultos que nos desagradan.

– ¿Lo has visto? Especialmente a tu segundo. ¿Cuál es el nombre abreviado?

– Su padre escogió Druso. Y no, no lo he visto. Ahora tiene trece meses.

– Sin duda, lo debes de echar de menos. -Sólo cuando me duelen los pechos por Ja leche. -Yo… Yo… -tartamudeó Octavia y guardó silencio. Sabía lo que la gente decía del pequeño Cayo; que era adusto. Bueno, se había casado con otra adusta. Sin embargo, ambos ardían, y no sólo por las cosas que ella, Octavia, consideraba importantes-. ¿Eres feliz? -preguntó, en un intento por encontrar algún terreno común.

– Sí, mucho. Mi vida en estos días es muy interesante. César es un genio, la calidad de su mente me fascina. Es un gran privilegio ser su esposa. También su colaboradora. Escucha mis consejos.

– ¿Lo hace de verdad?

– Todo el tiempo. Siempre esperamos con ansia nuestras charlas de cama.

– ¿Charlas de cama?

– Sí. Se reserva todas las preocupaciones del día para discutirlas conmigo en privado.

Las imágenes de esa extraña unión aparecieron ante los ojos de Octavia: dos personas jóvenes y muy atractivas acurrucadas en su cama hablando. ¿Alguna vez…? ¿Alguna vez…? Quizá después de que la conversación terminase, concluyó, y luego salió de su ensimismamiento con un respingo cuando Livia Drusilia se rió, con un sonido de campanillas.

– En el momento que ha aclarado sus problemas, se queda dormido -añadió con ternura-. Afirma que nunca ha dormido tan bien en toda su vida. ¿No es eso espléndido?

«¡Oh, todavía eres una niña! -pensó Octavia, que lo comprendió-, Un pececillo atrapado en la red de mi hermano. Te está moldeando para lo que él necesita, y el matrimonio no es una de sus necesidades. ¿Habrá consumado tu matrimonio confarreatio? Estás tan orgullosa de ello, cuando la verdad es que te ata a él como una condena. Si se ha consumado no es solo que tú ansiabas, pobre pececillo. Qué perceptivo debe de ser para haberte conocido una vez y visto lo que yo veo ahora el ansia de poder que se equipara sólo con la suya. ¡Livia Drusilia, Livia Drusilia! Perderás tu juventud, pero nunca conocerás la verdadera felicidad de una mujer como la he conocido yo, como la conozco ahora… La primera pareja de Roma, que presenta un rostro de hierra al mundo, que lucha uno al lado del otro para controlar a todas las personas y todas las situaciones con las que se encuentra. Por supuesto, has embaucado a Agripa. Supongo que él está tan prendado contigo como lo está mi hermano.»

– ¿Qué sabes de Escribonia? -preguntó, para cambiar de tema.

– Está bien, aunque no es feliz -respondió Livia Drusilia, que emitió un suspiro-. La visito una vez a la semana ahora que la ciudad está un poco más tranquila; es difícil salir cuando las bandas callejeras provocan disturbios. César puso guardias también en su casa.

– ¿Y Julia?

Por un momento, Livia Drusilia pareció desconcertada; luego, su rostro se despejó.

– ¡Oh, aquella Julia! Curioso, siempre pienso en la hija de Divus Julius cada vez que escucho su nombre. Es muy bonita.

– Tiene dos años, así que ya debe de caminar y hablar. ¿Es despierta?

– En realidad no lo sé. Escribonia la mima.

De pronto, Octavia sintió que estaba a punto de echarse a llorar, y se levantó.

– Estoy muy cansada, querida. ¿Te importa si voy a echar una siesta? Tenemos tiempo de sobra para ver a los niños; estaremos aquí unos cuantos días.

– Lo más probable: varias nundinae -dijo Livia Drusilia, que era obvio que no estaba muy entusiasmada ante la perspectiva de encontrarse con toda una tribu de niños.

La predicción privada de Mecenas resultó correcta; después de haber pasado el invierno en Atenas calculando el tamaño de la suma en las arcas de Sexto Pompeyo, Antonio quería la parte del león.

– El ochenta por ciento es para mí -anunció.

– ¿A cambio de qué? -preguntó Octavio con el rostro impasible.

– La flota que he traído a Tarentum y los servicios de tres almirantes con experiencia: Bíbulo, Oppio Capito y Atratino. Sesenta de las naves están al mando de Oppio, las otras sesenta al de Atratino, mientras que Bíbulo actúa como almirante supervisor.

– Por el veinte por ciento, yo debo proveer otros trescientos barcos como mínimo, además de un ejército terrestre para Ja invasión de Sicilia.

– Correcto -dijo Antonio, que se miró las uñas.

– ¿No te parece que es una repartición un tanto desproporcionada?

Sonriente, Antonio se inclinó hacia adelante con un aire de sutil amenaza.

– Ponlo de esta manera, Octavio; sin mí, no puedes derrotar a Sexto. Por lo tanto, soy yo quien dicta los términos.

– Negocias desde una posición de poder. Sí, lo entiendo. Pero no estoy de acuerdo por dos motivos. Primero, que actuaremos en conjunto para eliminar un tábano de debajo de la silla de Roma, no de la tuya o de la mía. Lo segundo es que necesito más del veinte por ciento para reparar los daños de Sexto y para pagar deudas de Roma.

– ¡Me importa una mierda lo que tú quieras o necesitas! Si voy a participar, recibo el ochenta por ciento.

– ¿Eso significa que estarás presente en Agrigentum cuando abramos las bóvedas de Sexto? -preguntó Lépido.

Su llegada había sido una sorpresa para Antonio y Octavio, convencidos de que el tercer triunviro y sus dieciséis legiones estaban bien lejos del camino en África. ¿Cómo se había enterado de la conferencia tan pronto como para ser partícipe era algo que Antonio no sabía, mientras que Octavio sospechaba que el que se lo había comunicado era el hijo mayor de Lépido, Marco, que estaba en Roma para casarse con la primera novia de Octavio, Servilia Vatia. Alguien había hablado, y Marco se había puesto en contacto con Lépido de inmediato. Si había grandes botines a mano, entonces los Emilio Lépido debían tener su justa parte.

– ¡No, no estaré en Agrigentum! -replicó Antonio-. Estaré muy avanzado en mi camino para reducir a los partos.

– ¿Entonces cómo esperas que la partición de lo que hay en las bóvedas de Sexto se haga según tu dictado? -preguntó Lépido.

– Porque si no se hace, pontífice máximo, tú estarás fuera de tu trabajo sacerdotal y de todo lo demás. ¿Me importan tus legiones? No, no me importan. Las únicas legiones que valen su pan me pertenecen, y no estaré en Oriente para siempre. El ochenta por ciento.

– El cincuenta por ciento -dijo Octavio, con el rostro todavía impasible. Miró a Lépido-. En cuanto a ti, pontífice máximo, no te toca nada. Tus servicios no serán requeridos.

– Tonterías» por supuesto que lo serán -dijo Lépido con un tono complaciente-. Sin embargo, no soy codicioso. Con el diez por ciento me conformo. Tú, Antonio, no haces lo suficiente para garantizar un cuarenta por ciento, pero estoy de acuerdo dado que eres tan glotón. Octavio tiene las mayores deudas debido a las actividades de Sexto, por lo tanto él debe recibir el cincuenta por ciento.

– El ochenta o me llevo mi flota de regreso a Atenas.

– Hazlo y no recibirás nada -manifestó Octavio, que se inclinó hacia adelante en una sutil amenaza, algo que hizo mejor que Antonio-. ¡No te equivoques conmigo, Antonio! Sexto Pompeyo caerá el año que viene, dones o no tu flota. Como un leal y obediente triunviro, te ofrezco la oportunidad de compartir el botín de su derrota. Te ofrezco. Tu guerra en Oriente, si tiene éxito, beneficiará a Roma y al tesoro, por lo tanto una parte ayudará a financiar esa guerra. No te la ofrezco por ninguna otra razón. Pero Lépido está en lo cierto. Si utilizo sus legiones y también las de Agripa para invadir una isla muy grande y montañosa una vez que las flotas de Sexto ya no estén, Sicilia caerá rápido, y con menos pérdidas de vida. Así pues, estoy dispuesto a conceder a nuestro pontífice máximo el diez por ciento del botín. Necesito el cincuenta por ciento. Eso te deja a ti con el cuarenta. El cuarenta por ciento de setenta y dos mil son veintinueve mil. Eso es más o menos lo que César terna en su cofre de guerra para su campaña contra los partos.

Antonio escuchó con lo que sin duda era una ira creciente, pero no dijo nada.

– Sin embargo -continuó Octavio-, para el momento en que acabemos de montar toda esta guerra total contra Sexto, él habrá añadido otros veinte mil talentos a su tesoro, el precio de la cosecha de este año. Eso significa que tendrá alrededor de noventa y dos mil talentos. El diez por ciento de eso es más de nueve mil talentos. Tu cuarenta, Antonio, subirá a unos treinta y siete mil. ¡Piensa en eso, hazlo! Un enorme beneficio para una inversión menor; sólo una flota, no importa lo buena que sea.

– Ochenta -repitió Antonio, pero no con la misma firmeza.

«¿Cuánto ha venido dispuesto a llevarse? -se preguntó Mecenas-. No el ochenta por ciento; él sabe que nunca conseguiría eso. Pero está claro que se ha olvidado de añadir otra cosecha al botín. Depende de cuánto haya gastado en su mente. En las viejas cifras, treinta y seis mil. Si acepta un diez por ciento menos de las nuevas cantidades, se queda un poco por delante de aquello si había contado llevarse el cincuenta por ciento.»

– Recuerda que lo que va a ti, Antonio, y a ti, Lépido, se paga en nombre de Roma -manifestó Octavio-. Ninguno de vosotros gastará su parte en Roma. Mientras que todo mi cincuenta por ciento irá directamente al tesoro. Sé que el general tiene derecho a un diez por ciento, pero no aceptaré nada. ¿Para qué me serviría si lo tuviese? Mí divino padre me dejó más que suficiente en propiedades para mis necesidades, y he comprado la única domus romana que necesitaré. Ya está amueblada. Por lo tanto, mis necesidades personales son casi mínimas. Mi parte va íntegra a Roma.

– El setenta por ciento -dijo Antonio-. Soy el socio principal.

– ¿En qué? Desde luego no en la guerra contra Sexto Pompeyo -replicó Octavio-. El cuarenta por ciento, Antonio. Lo tomas o lo dejas.

El regateo continuó durante un mes, al final del cual Antonio ya tendría que haber estado camino de Siria. Que se quedase donde estaba se debía enteramente al botín de Sexto, porque estaba decidido a salir de las negociaciones con lo suficiente para equipar veinte legiones al máximo y a veinte mil soldados de caballería. Muchos centenares de piezas de artillería, un enorme tren de equipajes capaz de transportar toda la comida que necesitaría su inmenso ejército. Nadie como Octavio para insinuar qué quedaría del porcentaje para él. No lo haría, como bien sabía Octavio. Significaba el mejor ejército que Roma hubiese tenido nunca. ¡Oh, y el botín al final de la campaña! Haría que el botín de Sexto Pompeyo pareciese monedas.

Por fin se acordaron los porcentajes: cincuenta para Octavio y Roma, cuarenta para Antonio y Oriente, y el diez para Lépido, en África.

– Hay otras cosas -dijo Octavio-. Hay cosas que se deben resolver ahora, no más tarde.

– ¡Oh, Júpiter! -protestó Antonio-. ¿Qué?

– El pacto de Puteoli o Misenum o como quieras llamarlo le dio a Sexto e] imperio proconsular sobre las islas además del Peloponeso, y será cónsul de aquí a dos años. Todas éstas son cosas que se deben detener de inmediato. El Senado debe modificar su decreto de hostis, prohibirle a Sexto el fuego y el agua en un radio de mil millas de Roma, despojarlo de sus así llamadas provincias, y retirar su nombre de los fasti, no puede ser cónsul, nunca.

– ¿Cómo puede ser algo de esto inmediato? El Senado se reúne en Roma -objetó Antonio.

– ¿Por qué cuándo el tema es la guerra? Cuando se discute la guerra, el Senado debe reunirse fuera del pomerium. Tarentum está claramente fuera del pomerium. Aquí ahora mismo hay más de setecientos de tus obedientes senadores, Antonio, que no dejan de lamerte el culo con tanta asiduidad que sus narices se han vuelto marrones -señaló Octavio con un tono agrio-. También tenemos aquí al pontífice máximo, tú eres un augur, y yo soy un sacerdote y augur. No hay ningún impedimento, Antonio, ninguno en absoluto.

– El Senado debe reunirse en un edificio consagrado.

– Estoy seguro de que Tarentum tiene alguno.

– Te has olvidado de una cosa, Octavio -dijo Lépido.

– Por favor, ilústrame.

– El nombre de Sexto Pompeyo ya está en los fasti-, eso es lo que ocurre cuando escogemos los cónsules por años adelantados, y después sencillamente fingimos que han sido electos. Tacharlo sería nefas.

Octavio se rió.

– ¿Por qué tacharlo, Lépido? No veo la necesidad. ¿Te has olvidado de que hay otro Sexto Pompeyo de la misma familia que se pasea por Roma? No hay razón para que él no sea cónsul de aquí a dos años; fue uno de los sesenta pretores que sirvieron el año pasado.

En los rostros de todos aparecieron grandes sonrisas.

– ¡Brillante, Octavio! -exclamó Lépido-. Conozco al tipo; el nieto del hermano de Pompeyo Estrabo. Se morirá del orgullo.

– Esperemos que no sea para tanto, Lépido. -Octavio se desperezó, bostezó, consiguió parecer un gato ahíto-. ¿Supones que esto significa que podemos concluir el pacto de Tarentum y regresar a Roma para dar a conocer la feliz noticia de que el triunvirato ha sido renovado por otros cinco años y que los días de Sexto Pompeyo el pirata están contados? Debes venir, Antonio, ya es demasiado tarde para una campaña este año.

– ¡Oh, Antonio, qué maravilla! -exclamó Octavia cuando él se lo dijo-. Podré ver a mamá y visitar a la pequeña Julia, Livia Drusilia es indiferente a su sufrimiento, no se esfuerza en lo más mínimo para convencer al pequeño… César Octavio, quiero decir, a mantenerse en contacto con su hija. Tengo miedo por la pequeña.

– Estás embarazada de nuevo -dijo Antonio, que al fin cayó en la cuenta.

– ¡Lo has adivinado! ¡Qué sorprendente! Apenas si es un hecho, y estaba esperando a estar segura para decírtelo. Espero que sea un niño.

– Niño, niña, ¿qué más da? Tengo muchos de ambos.

– Así es -asintió Octavia-. Más que cualquier hombre distinguido, sobre todo si incluyes a los mellizos de Cleopatra.

Brilló una sonrisa.

– ¿Molesta, querida?

– Ecastor, no! Mejor dicho, orgullosa de tu virilidad, creo -dijo ella con una sonrisa-. Confieso que algunas veces me pregunto por ella, por Cleopatra. ¿Está bien? ¿Su vida es agradable? Se ha borrado de la conciencia de la mayoría de Roma, incluido mi hermano. Es una pena en cierta manera, dado que tiene un hijo de Divus Julius además de tus mellizos. Quizá algún día regrese a Roma. Me gustaría verla de nuevo. Él le cogió la mano y se la besó.

En Roma, a Antonio le esperaban dos cartas, una de Herodes y otra de Cleopatra. Consideró la de Cleopatra como menos urgente, y rompió el sello de la de Herodes.

¡Mi querido Antonio, por fin soy rey de los judíos! No fue fácil, dada la ineptitud militar de Cayo Sosio. ¡No Silo, A! Un buen gobernador para la paz, pero no a la altura de la tarea de disciplinar a los judíos. Sin embargo, me hizo un gran humor al entregarme dos buenas legiones de tropas romanas y dejarme que las llevase al sur, a Judea. Antígono salió de Jerusalén para encontrarse conmigo en Jericó, y lo derroté.

Luego escapó a Jerusalén, que sufrió el asedio. Cayó cuando Sosio me envió otras dos buenas legiones. Vino ñ con ellas. Cuando cayó la ciudad quiso saquearía, pero k convencí para que no lo hiciese. Lo que yo quería y Roma necesitaba, fe dije, era una Judea próspera, no un desierto arrasado. Al final, estuvo de acuerdo. Pusimos a Antígono con cadenas y b enviamos a Antioquía. Una vez que estés tú en Antioquía puedes decidir qué hacer con él, pero yo recomiendo vigorosamente la ejecución.

He liberado a mi familia y a la familia de Hircano de Masada y me he casado con Mariamne. Está embarazada de nuestro primer hijo. Dado que no soy judío, no me he nombrado a mi mismo sumo sacerdote. Ese honor le ha correspondido a un zadoquita, Ananeel, que hará todo lo que yo le diga. Por supuesto, tengo oposición, y hay algunos que conspiran para levantarse en armas contra mí, pero nada de eso prosperará. Mi pie está ahora bien firme en el cuello judío, y no se levantará nunca mientras haya vida en mi cuerpo.

¡Por favor, te lo ruego, Marco Antonio, devuélveme una Judea entera y contigua en lugar de estos cinco lugares separados! Necesito un puerto de mar, y me sentiría feliz con Joppa. Gaza está demasiado al sur. La mejor noticia es que he conseguido arrebatar los yacimientos de bitumen de Malcus de Nabatea, que se alió con los partos y me rechazó a mí, su propio sobrino, que fue a auxiliarle.

Acabo dándote las gracias más profundas por tu apoyo. Estate seguro de que Roma nunca lamentará haberme hecho rey de los judíos.

Antonio dejó que el pergamino se enrollase y permaneció sentado un momento con las manos detrás de la cabeza, sonriente al pensar en el sapo semítico. Mecenas con disfraz oriental, pero con un salvajismo y una crueldad que éste no tenía en absoluto. La cuestión era, ¿qué beneficiaría más los intereses de Roma en el sur de Siria? ¿Un reino judío reunido o uno fragmentado? Sin aumentar sus límites geográficos ni una milla, Herodes se había enriquecido muchísimo al adquirir los jardines de bálsamo de Jericó y los yacimientos de bitumen de Palus Asphaltites. Los judíos eran guerreros y excelentes soldados. ¿Roma necesitaba una Judea rica regida por un hombre muy inteligente? ¿Qué pasaría si Judea abarcaba toda Siria al sur del río Orontes? ¿Hacia dónde miraría después su rey? A Nabatea, que le daría una de sus grandes flotas que hacían el comercio con la India y Taprobane. Más riqueza. Después de eso miraría a Egipto, un riesgo menor que cualquier intento de expansión hacia el norte en una de las provincias romanas. Humm…

Recogió la carta de Cleopatra, rompió el sello y la leyó mucho más rápido que la de Herodes. No es que fuesen muy diferentes, Herodes y Cleopatra no tenían ni una pizca de sentimentalismo. Como siempre, ella había escrito una letanía de alabanzas a Cesarión, pero eso no era sentimentalismo, era la leona y su cachorro. Cesarión aparte, era la carta de una soberana más que de una ex amante. Glafira haría bien en emular a su contraparte egipcia.

El pequeño rostro afilado de Cleopatra apareció delante de su mirada interior, los ojos dorados brillantes cuando estaba feliz. ¿Era feliz? Una carta tan práctica, suavizada sólo por el amor por su hijo mayor. Bueno, ella era, primero, gobernante y, después, mujer. Pero por lo menos tenía más de qué hablar que con Octavia, preocupada con su embarazo y encantada de estar de nuevo en Roma, aunque no veía mucho a Livia Drusilia, a la que consideraba fría y calculadora. No es que lo hubiese dicho, pero ¿cuándo su actual esposa había cometido una incorrección social, incluso en privado, con su marido? Pero Antonio lo sabía porque él compartía el desagrado de Octavia; la muchacha era una criatura de Octavio. ¿Qué tenía Octavio, que podía coger y sujetar a unas personas escogidas con garras de acero? Agripa, Mecenas y ahora Livia Drusilia.

De pronto se sintió lleno de desprecio hacia Roma, de la cerrada clase gobernante de Roma, de la codicia de Roma, de las metas inexorables de Roma, del derecho divino de Roma a gobernar el mundo. Incluso los Sila y los César habían cedido sus propios deseos ante Roma y ofrecido todo lo que hicieron a los altares romanos, alimentaron a Roma con sus fuerzas, sus hechos, con el animus que los empujaba. ¿Qué había de malo en él? ¿Por qué era incapaz de esa clase de dedicación a algo abstracto, a una idea? Alejandro Magno no pensaba de Macedonia de la manera que César pensaba de Roma; pensaba primero en sí mismo, soñaba en su propia cabeza de dios, no en el poder de su país. Por supuesto, era por eso que su imperio se había deshecho tan pronto como él murió. El imperio de Roma nunca caería por la muerte de un hombre o por la muerte de muchos hombres. Un hombre romano tenía su lugar en un sol temporal, nunca pensaba en sí mismo como el sol. Alejandro Magno lo había hecho. Quizá Marco Antonio también. Sí. Marco Antonio quería un sol propio, y su sol no era el de Roma. No, no era el de Roma.

¿Por qué había dejado que aquel grupo de Tarentum rebajase su porcentaje? Todo lo que tenía que hacer era marcharse con su flota, pero no lo había hecho. Tenía la convicción de que se quedaba con el fin de asegurar la seguridad y el bienestar de sus tropas cuando invadiese el reino de los partos. ¡Verse apartado sólo con meras promesas! «Sí, prometo que te daré veinte legionarios bien entrenados -dijo Octavio, que mentía más que hablaba-. Te prometo que te enviaré tu cuarenta por ciento en el momento en que abramos las bóvedas de Sexto…

Te prometo que serás cónsul… Te prometo que serás primer triunviro… Te prometo que cuidaré de tus intereses en Occidente… Te prometo esto, te prometo aquello.» ¡Mentiras, mentiras, todo eran mentiras!

«Piensa, Antonio, piensa. Tienes más de setecientos de los mil senadores. Puedes buscar votantes en las clases superiores y controlar las leyes, las elecciones. Pero de alguna manera nunca consigues pillar a César Octavio. Por eso él está aquí en Roma y tú no. Incluso en este interminable verano, mientras tú estás aquí físicamente, no puedes reunir a tus fuerzas para destruirlo. Los senadores están a la espera de ver cuánto recibirán de los cofres de Sexto Pompeyo; incluso hay algunos que han desaparecido para ir a pasar el verano a sus villas junto al mar, lejos de la apestosa y ardiente Roma. Y el pueblo te está perdiendo de vista. Ahora que estás aquí, muchos de ellos va no te reconocerían a primera vista, aunque sólo han pasado dos años desde la última vez que estuviste aquí. Quizá odian a Octavio, pero es un odio conocido y mucho más apreciado. Es la clase de hombre que todo hombre cree que necesita querer para odiarlo. Mientras que yo ni siquiera soy considerado en estos días como el salvador de Roma. Han esperado demasiado tiempo a que me afirme. Cinco años desde Filipos y no he conseguido hacer aquello que dije que haría en Oriente. Los caballeros me detestan más de lo que detestan a Octavio. Les debe millones sobre millones, lo que le hace ser de ellos. Yo no les debo nada, pero no he conseguido hacer de Oriente un lugar seguro para los negocios, eso no me lo perdonan.

»El mes de julio ha pasado. Sextilis desaparece a toda prisa, es algo que no comprendo. ¿Cómo es que el tiempo pasa tan rápido? El año que viene; tendrá que ser el año que viene. Si no lo es, seré el hombre de las promesas vanas, un fracasado. Mientras que aquella pequeña sabandija gana.

Octavia apareció en la puerta, titubeó con una sonrisa vacilante y luego entró cuando él la llamó.

– No tengas miedo -dijo él con la voz profunda-, no te comeré.

– No creo que lo hagas, querido. Sólo me preguntaba cuándo nos marchamos para Atenas.

– En las calendas de septiembre. -Se aclaró la garganta-. Te llevaré a ti, pero no a los niños. Para final de año estaré en Antioquía, y eso significa el exilio para ti en Atenas. Los chicos estarán mucho mejor en Roma, bajo la protección de tu hermano.

En su rostro se reflejó la desilusión, sus ojos se llenaron de lágrimas no derramadas.

– Oh, eso será duro -dijo ella con voz quebrada-. Me necesitan.

– Puedes quedarte aquí si lo prefieres -replicó él con un tono seco.

– No. Antonio, no puedo. Mi lugar está contigo, incluso si no estás en Atenas muy a menudo.

– Como tú quieras.

XIV

Había un nuevo Quinto Delio en la vida de Antonio, un senador alto y muy elegante de una familia bastante antigua de la que había salido una virgen vestal alrededor de hacía un siglo. Los Fonteio Capito eran auténticos aristocráticos plebeyos romanos. Su nombre era Cayo Fonteio Capito, y era tan apuesto como cualquier Memmio y tan bien educado como cualquier Mucio Escévola. Fonteio no era un adulador; disfrutaba de la compañía de Antonio, sacaba lo mejor de Antonio y, como leal cliente, se complacía en hacerle un servicio a Antonio.

Cuando Antonio dejó Roma e Italia a principios de septiembre y se embarcó con Octavia en su nave insignia en Tarentum, se llevó a Fonteio con él. Los ciento cincuenta barcos de su flota tenían ahora veinte quinquerremes que Octavia había donado a su hermano de su fortuna privada; los ciento cuarenta aún estaban anclados en Tarentum, ocupados en construir cobertizos para que los navíos pudiesen ser sacados del agua antes del invierno.

Todavía era un poco pronto para las tormentas equinocciales, y por lo tanto Antonio estaba ansioso por zarpar, con la esperanza de navegar con un viento a favor y un buen mar todo el camino alrededor del cabo Taenarum, al pie del Peloponeso, y de esta manera llegar a Atenas y anclar en El Pireo.

Pero a los tres días de navegación se encontraron con una tormenta que los obligó a buscar refugio en Corcira, una hermosa isla delante de la costa griega. El mar alborotado había perjudicado a Octavia, a punto de acabar el séptimo mes de embarazo, así que agradeció estar en tierra firme.

– Detesto verte demorado -le dijo a Antonio-, pero confieso que deseo permanecer aquí unos cuantos días. Mi bebé debe ser un soldado, no un marinero.

Él no sonrió ante su pequeña broma, demasiado impaciente por seguir su camino como para sentirse conmovido por el sufrimiento de su esposa o sus valientes intentos por no ser una molestia.

– Tan pronto como el capitán diga que podemos zarpar, volveremos a la mar -replicó con un tono brusco.

– Por supuesto. Estaré preparada.

Aquella noche no se presentó a cenar, con la excusa de que aún tenía mal el estómago por la travesía marítima, y Antonio estaba cansado del grupo habitual que lo rodeaba, siempre buscando su atención, forzándole a adoptar una bonhomía que no sentía. De hecho, el único por el que se sentía atraído era Fonteio, a quien invitó a cenar, los dos solos.

Astuto a la manera de un diplomático natural y porque sentía más aprecio por Antonio que por sí mismo, Fonteio aceptó agradecido. Hacía tiempo que había adivinado que Antonio no era feliz, y quizá esa noche tendría la oportunidad para sondear en la herida de Antonio, a ver si podía encontrar el dardo envenenado.

Era una noche ideal para una conversación íntima; las llamas de las velas se movían como tentáculos con el viento que soplaba en el exterior, la lluvia golpeaba contra las persianas, un pequeño torrente gorgoteaba mientras bajaba por la colina. Las brasas resplandecían con fuerza en los varios braseros que quitaban el frío de la habitación, y los sirvientes se movían como lémures entrando y saliendo de las sombras.

Quizá por la atmósfera o quizá porque Fonteio sabía cómo buscar las respuestas correctas, Antonio se descubrió a sí mismo descargando sus temores, horrores, dilemas, ansiedades con poco orden o lógica.

– ¿Dónde está mi lugar? -le preguntó a Fonteio-. ¿Qué quiero? ¿Soy un verdadero romano o algo me ha pasado para hacerme menos romano de lo que era? Todo está en las puntas de mis dedos, un gran poder, y, sin embargo, parece que no tengo ningún lugar que pueda llamar propio. ¿O es «lugar» la palabra equivocada? No lo sé.

– Podría ser que cuando dices lugar te refieres a función -manifestó Fonteio, que buscó su camino con cautela-. Te gusta divertirte, estar con hombres a los que consideras tus amigos y con las mujeres que deseas. El rostro que muestras al mundo es atrevido, descarado, sin complicaciones. Pero yo veo muchas complicaciones detrás de ese exterior. Uno de ellos te llevó a una participación periférica en el asesinato de César. ¡No lo niegues! No te culpo, culpo a César. Él también te mató al hacer a Octavio su heredero; sólo puedo imaginar lo profundo que te hirió. Habías pasado tu vida hasta ese momento al servicio de César, y un hombre de tu temperamento no podría ver por qué César condenó algunas de tus acciones. Después dejó un testamento donde ni siquiera te mencionaba. Un golpe cruel que destruyó del todo tu dignitas. Porque los hombres se preguntaron por qué César dejó su nombre, sus legiones, su dinero y su poder a un niño bonito más que a ti, su primo y un hombre en su plenitud. Ellos interpretaron el testamento de César como una señal de su colosal desagrado por tu conducta. Eso no hubiese importado de no haber sido César, el ídolo del pueblo; ellos lo han hecho un dios, y los dioses no toman decisiones equivocadas. Por lo tanto, tú no eras digno de ser el heredero de César. Tú nunca podrías convertirte en otro César. César hizo que eso fuese imposible, no Octavio. Te despojó de tu dignitas.

– Sí, lo veo -dijo Antonio con voz pausada y los puños apretados-. El viejo me escupió.

– Tú no eres por naturaleza introvertido, Antonio. Te gusta tratar con hechos concretos, y eres propenso, como Alejandro Magno, a utilizar la espada en los problemas difíciles. No tienes la habilidad de Octavio para meterte debajo de la piel de la sociedad, para susurrar difamaciones como verdades de una manera que la gente llega a creerlas. La fuente de tu dilema es la mancha en tu reputación que César puso allí. ¿Por qué, por ejemplo, escogiste Oriente como parte de tu triunvirato? Sin duda crees que lo hiciste por las riquezas y por las guerras que podías llevar a cabo allí. Pero yo no creo que sea eso en absoluto. Creo que era una manera honorable de salir de Roma e Italia, donde tendrías que haberte mostrado a ti mismo ante las personas que sabían que César te despreciaba. ¡Busca dentro de ti mismo, Antonio! ¡Busca la herida y descubre a qué se debe!

– ¡Suerte! -replicó Antonio para asombro de Fonteio. Después más fuerte-: ¡Suerte! La suerte de César era proverbial, era parte de su leyenda. Pero cuando me dejó fuera de su testamento, le pasó su suerte a Octavio. ¿Cómo sino hubiese sobrevivido el pequeño gusano? ¡Tiene la suerte de César, por eso! Mientras que yo he perdido la mía. ¡La he perdido! Y ahí está el núcleo del problema, Fonteio. Todo lo que hago es desafortunado. ¿Cómo se puede enfrentar alguien a eso? Sé que no puedo.

– Pero ¡tú puedes, Antonio! -gritó Fonteio, que se recuperó de aquella extraordinaria exposición que había desarrollado-. Si escoges considerar tu presente melancolía como una pérdida de suerte, entonces haz tu propia suerte en Oriente. No es una tarea que te supere. Recupera tu reputación con los caballeros creando un Oriente perfecto para las oportunidades comerciales. Llévate un consejero oriental, alguien de Oriente y para Oriente. -Hizo una pausa y pensó en Pitodoro de Tralles, ligado a Antonio por vínculos matrimoniales. Un consejero con poder, influencia, riqueza-. Tienes cinco años más como triunviro gracias al pacto de Tarentum; úsalos. Crea un pozo de suerte sin fondo.

Antonio sufrió unos temblores de excitación que acabaron con su melancolía. De pronto vio su camino claro, cómo recuperar su buena fortuna.

– ¿Considerarías emprender un largo viaje por mí en los mares invernales? -le preguntó a Fonteio.

– Lo que tú quieras, Antonio. Estoy preocupado de todo corazón por tu futuro, que no está en armonía con la Roma de Octavio. Ése es otro factor que causa la melancolía: que la Roma que Octavio pretende hacer es ajena a los hombres romanos que valoran Roma como era. César comenzó a manipular con los derechos y las prerrogativas de la primera clase, y Octavio está decidido a continuar con ese trabajo. Creo que, cuando encuentres tu suerte, tendrías que llevar a Roma de nuevo a lo que solía ser. -Fonteio levantó la cabeza, escuchó los sonidos del viento y la lluvia y sonrió-. La tempestad se agota. ¿Adónde quieres que vaya? -Era una pregunta que no pedía respuestas: sabía que era a Tralles y con Pitodoro.

– A Egipto. Quiero que veas a Cleopatra y la convenzas para que se encuentre conmigo en Antioquía antes de que acabe el invierno. ¿Podrás hacerlo?

– Es mi placer, Antonio -respondió Fonteio, que disimuló su desilusión-. Hay un barco anclado aquí en Corcira que puede navegar por el océano Libio. Iré de inmediato. -Una mirada triste apareció en su rostro-. Sin embargo, mi bolsa no es abundante. Necesitaré dinero.

– ¡Tendrás el dinero que necesites, Fonteio! -afirmó Antonio, su rostro transfigurado por la felicidad.

– ¡Oh, Fonteio, gracias por enseñarme lo que debo hacer! ¡Debo utilizar Oriente para forzar a Roma a que rechace las maquinaciones de César y al heredero de César!

Cuando Antonio pasó junto a la puerta de la habitación de Octavia camino a la suya, aún estaba rebosante de excitación y Heno de una nueva urgencia para llegar a Antioquía. ¡No, no se detendría en Atenas! Navegaría sin escalas a Antioquía. Tomada la decisión, abrió la puerta de Octavia y al entrar la encontró acomodada en la cama. Se sentó en el borde del lecho y apartó un mechón de cabello de su frente con una sonrisa.

– ¡Mi pobre muchacha! -dijo con ternura-. Tendría que haberte dejado en Roma y no someterte al mar Jónico cerca del equinoccio.

– Estaré mejor por la mañana, Antonio.

– Posiblemente, pero te quedarás aquí hasta que puedas conseguir un pasaje a Italia. ¡No, no protestes! No quiero ninguna discusión, Octavia. Regresa a Roma y ten a nuestro hijo allí. Echas de menos a los niños que están en Roma. No voy a Atenas, voy directamente a Antioquía, que no es lugar para ti.

La tristeza apareció en el rostro de la mujer; miró a aquellos ojos enrojecidos con dolor en los propios. Cómo lo sabía, no tenía idea, pero esa vez sería la última vez que vería a Marco Antonio, su amado marido. Adiós en la isla de Corcira. ¿Quién podría haberlo adivinado?

– Haré lo que tú creas mejor -contestó ella con un nudo en la garganta.

– ¡Bien! -Se levantó y se inclinó para besarla.

– Pero ¿te veré por la mañana?

– Me verás, claro que sí.

Cuando se marchó, ella se giró en la cama y hundió el rostro en la almohada. No para llorar; la agonía era demasiado grande para las lágrimas. Lo que ella miraba era la soledad.

Fonteio emprendió la marcha el primero. Un buque de carga sirio también había entrado para esperar a que pasase la tempestad, y dado que su capitán tenía que enfrentarse al océano Libio de todas maneras, dijo que no se oponía a hacer otra escala en Alejandría por una bonita suma. Sus bodegas estaban cargadas con ruedas de carros con flejes de hierro galo, potes de cobre de la Hispania Citerior, algunos barriles de garum y, para llenar los espacios, cañamazo de las tierras de los petrocorios. Eso significaba que su barco iba cargado hasta la línea de flotación, pero se asentaba bien en el agua, y estaba dispuesto a ceder su camarote en la popa a aquel atildado senador con sus siete sirvientes.

Fonteio se despidió de Antonio, todavía asombrado. ¡Qué terrible que todo hubiese salido mal! ¡Qué presuntuoso había sido al creer que podría leer la mente de Antonio, y mucho menos manipularla! ¿Por qué el hombre se había fijado en la suerte, entre todas las cosas? Un fantasma, una ficción. Fonteio no creía que la suerte existiese como una entidad en sí misma, sin importar lo que la gente dijese de la suerte de César. Sin embargo, Antonio había volado por encima de la verdad que debía ver para fijarse en la suerte. ¡La suerte! ¿En cuanto a Cleopatra? ¿Dioses, en qué estaba pensando cuando la escogió a ella como su consejero oriental? Ella retorcería y complicaría todavía más su confusión. La sangre del rey Mitrídates el Grande fluía por sus venas, junto con un montón de asesinos y amorales Ptolomeo y, para completarlo, unos cuantos partos. Para Fonteio, ella destilaba todo lo malo de Oriente.

Fonteio quería la guerra civil, si era la guerra civil lo necesario para librarse de Octavio. El único hombre que podía derrotar a Octavio era Marco Antonio. Y no el Antonio que Fonteio había visto emerger a lo largo de los últimos años, sino el Antonio de Filipos. ¿Cleopatra? ¡Oh, Antonio, qué mala elección! Había sido amigo de la viuda de César, Calpurnia, antes de que ella se quitase la vida, y Calpurnia le había dado un boceto bastante completo de la Cleopatra que ella y otras mujeres habían conocido en Roma, un boceto que no llenaba de esperanza al embajador de Antonio.

Llegó a Alejandría después de un mes de viaje debido a una tormenta que lo había obligado a pasar seis días en Paratonium. ¡Qué lugar! Pero el capitán había encontrado laserpicium, por lo que arrojó por la borda el cañamazo suficiente para alojarlo en veinte ánforas.

– ¡He hecho mi fortuna! -dijo a Fonteio, jubiloso-. Con Marco Antonio, que viene a vivir a Antioquía, habrá tanta indulgencia que podré pedir una fortuna por una dosis. Y hay varios miles de cucharadas por ánfora. ¡Ah, qué bendición!

Aunque no había estado en Alejandría antes, Fonteio no se mostró muy impresionado por la innegable belleza de la ciudad, su disposición en amplias calles. Mecenas, se dijo, lo hubiese llamado un desierto de ángulos rectos. Sin embargo, gracias a la pasión de cada uno de los Ptolomeo por erigir un nuevo palacio, el recinto real tenía encanto. Dos docenas de palacios, como mínimo, más una sala de audiencias.

Allí, en medio de un resplandor de oro que había impresionado a todos los romanos que lo habían visto, lo recibieron dos marionetas -era la única palabra con que podía describirlos, ya que estaban tan tiesos, rígidos y pintados que parecían un Par de muñecas hechas en Saturnia o Florentia manipuladas, a través de los hilos, por un amo invisible-. La audiencia fue breve; no le habían preguntado por el asunto que lo traía allí, sólo les transmitió los saludos del triunviro Marco Antonio.

– Puedes retirarte Cayo Fonteio Capito -dijo la muñeca de rostro blanco, sentada en el trono superior.

– Te damos las gracias por venir -añadió la muñeca de rostro rojo, sentada, a su vez, en el trono inferior.

– Un sirviente te acompañará para que cenes con nosotros esta tarde.

Sin el maquillaje y toda la parafernalia, lo que quedó a la vista fueron dos pequeñas personas, aunque el chico no iba camino de ser un hombre pequeño. Fonteio sabía su edad: diez años; no obstante, parecía tener trece o catorce, si no fuera porque aún estaba en la pubertad. ¡Era la imagen de César! Otro intérprete en el escenario del futuro, y una inesperada pero muy imperiosa razón por la que Antonio no debería asociarse con esa mujer. Cesarión era el único objeto de su afecto, así lo testimoniaban sus magníficos ojos dorados cada vez que se posaban en él. Por su parte, Cleopatra era esquelética, pequeña, casi fea. Los ojos y la magnífica piel la salvaban; también tenía una voz baja y melodiosa que usaba con mucha habilidad. Ambos le hablaron en un latín que él no podía reprochar.

– ¿Marco Antonio te envió aquí para avisarnos de que vendría? -preguntó el chico, ansioso-. ¡Lo he echado mucho de menos!

– No, su majestad, no viene aquí.

Desapareció la alegría del rostro, y los vividos ojos azules desviaron la mirada.

– Oh.

– Una desilusión -comentó la madre-. ¿Entonces, por qué estás aquí?

– En este momento, Marco Antonio ya tendría que estar en Antioquía -respondió Fonteio mientras pensaba que el langostino de agua dulce que comía carecía de sabor. Con el Mare Nostrum al pie de la escalinata de su palacio, ¿por qué no enviaba a sus flotas pesqueras a pescar los de agua salada? Mientras su mente se ocupaba de este misterio, sus labios continuaron hablando-. Tiene el deseo de hacer su estada allí permanente por dos razones.

– Una de las cuales -intervino el chico- es la proximidad a la tierra de los partos. Se lanzará desde Antioquía.

«Vaya con el pequeño monstruo maleducado -pensó Fonteio-. ¡Entremetiéndose en la conversación de los adultos!

Lo que es más, su madre cree que es normal además de maravilloso. (Muy bien, pequeño monstruo, veamos lo listo que eres de verdad!»

– ¿Cuál es la segunda razón? -preguntó Fonteio.

– El verdadero Oriente, que no se puede decir que sea la provincia de Asia, y desde luego no Grecia o Macedonia. Si Antonio tiene que gobernar Oriente, debería situarse en algún lugar verdaderamente al este, y Antioquía o Damasco es lo ideal -respondió Cesarión, sin arredrarse.

– Entonces, ¿por qué no Damasco?

– Tiene mejor clima, pero está muy lejos del mar.

– Lo mismo que dijo Antonio -manifestó Fonteio, demasiado diplomático para dejar que se viese su desagrado.

– ¿Por qué estás aquí, Cayo Fonteio? -preguntó la reina.

– Para invitarte a ti, majestad, a Antioquía. Marco Antonio está más que ansioso por verte. Necesita el consejo de alguien que sea oriental por nacimiento y cultura, y cree que eres, de lejos, el mejor candidato.

– ¿Consideró también a otras personas? -preguntó ella con viveza, el entrecejo fruncido.

– No. Yo sí -admitió Fonteio en voz baja-. Mencioné varios nombres, pero Antonio sólo uno, el tuyo.

– ¡Ah! -Ella se reclinó en su diván y sonrió como el gato que tenía a su lado. Una mano delgada acarició el lomo de la criatura, y el animal se volvió para sonreírle.

– Te agradan los gatos -comentó.

– Los gatos son sagrados, Cayo Fonteio. Una vez, hace veinticinco años, un mercader romano en Alejandría mató a un gato. La gente lo hizo pedazos.

– Brrr -exclamó él con un temblor-. Estoy acostumbrado a los gatos grises con rayas o manchas, pero nunca he visto uno de este color.

– Es egipcia. La llamo Bástelo. Llamarla Bast sería un sacrilegio, aunque recibí muy buenos augurios del diminutivo latino, -Cleopatra se volvió hacia el gato y buscó un dátil para dárselo-. Entonces, ¿Marco Antonio me ordena que vaya a Antioquía?

– No ordena, su majestad. Solicita.

– ¡Y un cuerno! -dijo Cesarión con una risita-. Ordena.

– Puedes decirle que iré.

– ¡Y yo! -se apresuró a decir el chico.

Entre madre e hijo surgió una curiosa escena muda; no se Pronunció ni una palabra, aunque ella deseaba hablar. Una lucha de voluntades. Que el niño ganase no fue ninguna sorpresa para Fonteio. Cleopatra no había nacido autócrata, las circunstancias la habían hecho así. Mientras que Cesarión era un autócrata formado en el vientre. Como su tata. Fonteio experimentó una oleada de temor que se extendió por su espalda e hizo que se le erizasen los cabellos de la nuca. Imaginó cómo sería Cesarión cuando fuese mayor. La sangre de Cayo Julio César y la sangre de los tiranos orientales. No habría manera de detenerlo. «Es porque Cleopatra sabe que hará de puta y alcahueta del pobre Antonio. Sin importarle nada de Antonio y su destino. Dispuesta a que su hijo con César gobierne el mundo.»

A Fonteio le aconsejaron que viajase por tierra, acompañado por una guardia egipcia que Cleopatra dijo que era necesaria; Siria estaba llena de ladrones y asesinos desde que varios principados desaparecieron durante la ocupación parta.

– Te seguiré tan pronto como pueda -le informó a Fonteio-, pero no creo que sea antes del Año Nuevo. Si Cesarión insiste en venir, tendré que buscar un regente y un consejo, aunque Cesarión no se quedará en Antioquía más que unos pocos días.

– ¿Él lo sabe? -preguntó Fonteio astutamente.

– Desde luego -replicó Cleopatra.

– ¿Qué hay de los hijos de Antonio?

– Para verlos, Antonio debe venir a Alejandría.

Un mes más tarde encontró a Antonio instalado en Antioquía y trabajando muy duro. Lucilio corría para obedecer una orden tras otra, mientras Antonio, sentado a su mesa, repasaba pilas de documentos y muy pocos pergaminos. Su único entretenimiento era hacer desfilar sus tropas, que estaban de nuevo en los cuarteles de invierno tras una dura campaña en Armenia que Publio Canidio había dirigido con tanta eficacia como Ventidio las campañas anteriores. El propio Canidio se había quedado en el norte con diez de las legiones, a la espera de la primavera; el resto de las legiones y la caballería estaban con Marco Antonio. La única cosa que Canidio había hecho mal a los ojos de Antonio era avisarle en cada carta de que no se podía confiar en el rey Artavasdes de Armenia, pese a todas sus afirmaciones de lealtad a Roma y de enemistad hacia los partos. Una profecía a la que Antonio optó por no hacer caso, más desconfiado de otro Artavasdes, rey de Media. Él también hacía propuestas de amistad.

– Veo que la ciudad se está llenando con potentados y futuros potentados -comentó Fonteio mientras se dejaba caer en una silla.

– Sí, ya los tengo a todos clasificados, así que los he llamado para que escuchen sus destinos -dijo Antonio con una sonrisa-. ¿Ella… ella vendrá? -añadió, y la ansiedad reemplazó al tono divertido.

– Tan pronto como pueda. Aquel insolente mocoso de Cesarión ha insistido en venir con ella; por consiguiente, Cleopatra tendrá que buscar un regente.

– ¿Un mocoso insolente? -preguntó Antonio, y frunció el entrecejo.

– Así lo consideré. En realidad, insoportable.

– Verás, participa en la monarquía al mismo nivel que su madre; ambos son faraones.

– ¿Faraones? -preguntó Fonteio.

– Sí, supremos gobernantes del río Nilo, el verdadero reino de Egipto. Alejandría no es considerada egipcia.

– En cualquier caso, estoy de acuerdo con eso. Es muy griega, desde luego.

– Oh, no dentro del recinto real. -Antonio intentó mostrarse desinteresado-. ¿Cuándo dijo que vendrá?

– A principios del año que viene.

Desilusionado, Antonio hizo un vago gesto con la mano.

– Mañana voy a mostrar la grandeza de Roma a todos los potentados y futuros potentados -manifestó-. En el ágora. La costumbre y la tradición dicen que debo vestir una toga, pero detesto esas prendas. Vestiré la armadura de oro. ¿Tienes alguna prenda adecuada?

Fonteio parpadeó.

– No, Antonio, ni siquiera unas prendas de trabajo.

– Entonces, Sosio puede prestarte alguna.

– ¿La armadura… es legal?

– Fuera de Italia, cualquier cosa que el triunviro decida es legal. Creía que eso lo sabías, Fonteio.

– Confieso que no.

Antonio había montado un tribunal en el ágora, el mayor délos espacios abiertos en Antioquía, y se había sentado allí «›n todo el esplendor militar, con Sosio, el gobernador y sus lerdos sentados también, pero en una posición menos prominente y el pobre Fonteio, ya bastante incómodo con la armadura prestada, solo. ¿En qué momento Antonio había comenzado a utilizar veinticuatro lictores?, se preguntó. El único magistrado con derecho a tantos era el dictador, y el propio Antonio había abolido la dictadura. ¡Sin embargo, allí estaba, con un número de lictores dictatorial! Algo que Octavio en Roma no se había atrevido a hacer, pese a su título de Divi Filius.

Era una reunión cerrada; los presentes tenían invitaciones formales. Los guardias impedían el paso en las numerosas entradas, para gran enojo de los ciudadanos de Antioquía, nada acostumbrados a verse excluidos de sus propios espacios públicos.

No se dijeron oraciones ni se hicieron augurios, una interesante y curiosa omisión. Antonio comenzó su discurso sin más, y utilizó su voz aguda, que llegaba más lejos.

– Después de muchas lunas de profunda reflexión, cuidadosa consideración, muchas entrevistas y lecturas de documentos, yo, imperator y triunviro Marco Antonio, he llegado a una decisión respecto a Oriente.

«Primero, ¿qué es Oriente? No incluyo Macedonia y sus prefecturas, que abarcan la propia Grecia, el Peloponeso, Cyrenaica y Creta, como parte de Oriente. Aunque el triunvirato las incluye, pertenecen geográfica y físicamente al mundo del Mare Nostrum. Oriente es Asia; esto es, toda la tierra al este del Helesponto, la Propóntide y el Bósforo tracio.

«Vaya -pensó Fonteio-, ¡esto promete ser interesante! Comienzo a comprender por qué escogió mostrar el poder armado de Roma más que su gobierno civil.»

– Habrá tres provincias romanas en Oriente, cada una bajo el control directo de Roma a través de un gobernador. La primera, la provincia de Bitinia, que incluirá Tróade y Misia, y que tendrá el límite oriental en el río Sangario. La segunda, la provincia de Asia, que incorpora a Lidia, Caria y Licia. La tercera, la provincia de Siria, limitada por la cordillera Amanus, la orilla occidental del río Éufrates y los desiertos de Idumea y Arabia Pétrea. Sin embargo, el sur de Siria también incorporará los reinos, satrapías y principados, además de la orilla occidental del Éufrates.

La pequeña multitud se movió, algunos rostros ansiosos, otros desilusionados. A un lado, y fuertemente custodiados, había varios hombres de aspecto oriental encadenados.

«¿Quiénes son? -se preguntó Fonteio-. No importa, no tardaré en enterarme.»

– ¡Amintas, adelántate! -gritó Antonio.

Un joven con atuendo griego salió de la multitud.

– ¡Amintas, hijo de Demetrio de Ancira, en nombre de Roma te designo rey de Galacia! ¡Tu reino incluye las cuatro tetrarquías gálatas, Pisidia, Licaonia y todas las regiones desde la orilla sur del río Halys hasta la costa de Pamfilia!

Se escuchó una sonora exclamación; Antonio acababa de darle a Amintas un reino mayor que aquel que el ambicioso Deiotaro había regido.

– ¡Polemón, hijo de Zenón de Laodiceia, en nombre de Roma te designo rey de Pontus y Armenia Parva, incluidas todas las tierras en la ribera norte del río Halys!

El rostro de Polemón era conocido; había bailado de muchacho al son de la música de Antonio en Atenas. Ahora tenía su recompensa, una muy grande.

– Arquelao Sisenes, hijo de Glafira, sacerdote-rey de Ma, en nombre de Roma te designo rey de Capadocia, que comienza al este del gran meandro del río Halys e incorpora todas las tierras de la orilla sur desde aquel punto hasta la costa tarsia y de Cilicia Pedia. Tu límite oriental es el río Éufrates por encima de Samosata. Puedo designar algunas pequeñas zonas dentro de tu reino que estarán mejor gobernadas por algún otro, pero a todos los efectos son tuyas.

«Otro joven muy complacido -pensó Fonteio-, ¡y mira a su madre! Los rumores decían que ella había succionado a Antonio con la vagina. Era muy astuto escoger hombres jóvenes. Clientes durante décadas.»

A continuación vinieron los nombramientos menores: Tarcondimoto y otros. Pero de inmediato aparecieron las ejecuciones, algo con lo que Fonteio no había contado. Lisanias de Calcis, Antígono de los judíos, Ariarates de Capadocia. «¡Oh, no soy un guerrero!», gritó Fonteio para sí mismo, y contuvo el contenido de su estómago mientras el hedor de la sangre ascendía en el sol ardiente y las pegajosas moscas venían como nubes. Antonio presenció la carnicería, indiferente; Sosio se desmayó. «Me niego a hacer eso», pensó Fonteio, y agradeció a todos los dioses que había cuando finalmente pudo salir del palacio del gobernador. Por supuesto, Antonio se quedó atrás. Ofrecía una fiesta a los nuevos reyes y a sus hordas de seguidores allí mismo en el ágora, porque el palacio no tenía grandes habitaciones o espaciosos patios. Si Fonteio no hubiese estado enterado, hubiese dicho que el palacio del gobernador en Antioquía había sido una vez una caravanera especialmente vil, no el hogar de reyes como Antíoco o Tigranes.

Por la mañana conoció al primer parto auténtico, un refundo llamado Monaeses, de la corte del nuevo rey, Fraates. Llevaba rizos, una barba postiza sujeta con hilos de oro enganchados por detrás de las orejas, una falda con volantes, una chaqueta a rayas y enormes cantidades de oro.

– Estoy pensando en hacerlo rey de los árabes esquenitas -dijo Antonio, complacido con sus disposiciones. Al ver la expresión de Fonteio, pareció sorprenderse-. ¿A qué viene la desaprobación? ¿Porque es un parto? ¡Me gusta! Fraates asesinó a toda su familia excepto a Monaeses, que fue lo bastante listo como para escapar.

– ¿No será que lo ayudaron a escapar? -preguntó Fonteio.

– ¿Por qué lo iban a ayudar? -preguntó a su vez Antonio.

– Porque todo el mundo sabe que estás planeando invadir el reino de los partos. Por eso. No importa lo obsesionado que un rey pueda estar ante la posibilidad de que su propia carne y su sangre lo depongan, sería estúpido si no salvase a un heredero. Creo que Monaeses está aquí como un espía parto. Además, es muy orgulloso y altivo. No puedo creer que le entusiasme reinar sobre un puñado de árabes del desierto.

– Gerrae! -exclamó Antonio, poco impresionado con esta información-. Creo que Monaeses es un buen hombre, y te apuesto lo que quieras a que tengo razón. ¿Un millar de denarios?

– ¡Hecho! -dijo Fonteio.

La principal razón por la que Cleopatra se había tomado su tiempo para viajar a Antioquía no tenía nada que ver con buscar a un regente o a un consejo; aquella alternativa siempre estaba preparada. Quería tiempo para pensar y tiempo para llegar en el momento adecuado. Ni demasiado pronto, ni demasiado tarde. ¿Qué iba a pedir cuando llegase a Antioquía? Aquella llamada había venido de un hombre muy diferente a Quinto Delio; Fonteio era un aristócrata y estaba dedicado a Antonio; no estaba en esto por dinero. Demasiado sofisticado para ser pillado, y sin embargo transmitía la impresión de estar asustado; no, preocupado. ¡Eso era, preocupado! Aunque la vida durante los últimos cuatro años había pasado sin incidentes, el faraón no había relajado su vigilancia ni un ápice. Sus agentes en Oriente y Occidente informaban con regularidad; había muy poco que ella no supiese, incluido quién esperaba conseguir qué de Antonio cuando llegase el momento de tomar sus disposiciones. En el momento en que Fonteio dijo que Antonio ya estaba en Antioquía comprendió por qué desea que estuviese allí a toda prisa: pretendía tener a la reina Egipto al pie de su estrado junto con un montón de sucios campesinos y no recibir nada. Sólo quería estar allí como una confirmación de que Egipto también estaba debajo del paraguas romano. A la sombra.

La furia la dominó. Se estremeció de ira, apenas si podía respirar. «¿Me quiere allí para ser testigo de sus actos de señor? Bueno, por Serapis, no lo haré. Que me mate si quiere, pero no lo haré. ¿Ver cómo nombra a este palurdo rey y a aquel patán príncipe? ¡Nunca! ¡Nunca, nunca, nunca! Cuando llegue a Antioquía, Marco Antonio, te pediré más de lo que puedes darme. Pero ¡me lo darás, tengas poder o no de dármelo! Fonteio está preocupado por ti, por lo tanto has desarrollado un punto débil lo bastante peligroso para hacer que Fonteio crea que te pone en peligro.»

A medida que transcurrían finales de noviembre, la reina ya sabía todas las disposiciones de Antonio en Antioquía. Parecían lógicas, sensatas, incluso previsoras. Excepto, claro está, su última decisión: hacer a Monaeses el Parto el nuevo rey de los árabes esquenitas. «¡Antonio, Antonio, Antonio, tonto! ¡Idiota! No importa si el hombre es un verdadero refugiado del hacha de su tío, nunca hagas a un ariano arsácida rey de ningún árabe. Está por debajo de él. Es un insulto. Un insulto mortal. Si resulta que es un agente del tío Fraates, lo reforzará en su enemistad. Puedes gobernar Oriente, pero eres de Occidente. No sabes ni por dónde empezar a comprender a los orientales, cómo sienten, cómo piensan.»

Decidió que no se podía permitir una guerra con los partos. ¿Sólo tenía que averiguar cómo convencer a Antonio de eso? No iba a Antioquía por ninguna otra razón. Roma era una amenaza para su trono, pero si ganaban los partos, lo perdería, y Cesarión sufriría el mismo destino que todos los jóvenes prometedores: la ejecución. Antonio estaba removiendo un avispero.

En esa época del año tendría que viajar por tierra, un complicado proceso porque Egipto debía asombrar a los pueblos de todas las tierras por las que ella y Cesarión atravesasen. Pesados carretones de suministros y parafernalia real, un millar de soldados de la guardia real, carros de mulas, caballos y, Para la reina, su litera con los porteadores negros. Un mes en la hetera; saldría en las nonas de diciembre, ni un día antes.

En todo este proceso, Marco Antonio el hombre, el amante, nunca apareció en los pensamientos superficiales de Cleopatra, demasiado ocupada en urdir complots y tramas para conseguir lo que quería y cómo conseguirlo. En algún lugar muy profundo tenía algunos vagos recuerdos de que él había sido una agradable diversión, pero, al final, un tanto aburrido; nunca había llegado a amarlo. Lo había descartado como un medio: se había quedado embarazada, el Nilo había inundado las tierras, Cesarión tenía una hermana para casarse y un hermano para darle apoyo. En esa etapa, todo lo que Antonio podía darle era poder, algo que ella necesitaba arrebatarle al menos un poco. Una tarea muy difícil para Cleopatra.