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CAPÍTULO XI

En casi todos los estados las mujeres no tenían ni el pendejo derecho al voto que Carmen Serdán había ganado en Puebla. Por primera vez éramos la avanzada, así que el 7 de julio amanecí más elegante que nunca y fui con Andrés a caminar y a presumir mi condición de su mujer oficial. No había mucha gente en las casillas, pero encontramos periodistas y les puse mi mejor sonrisa, fui hasta la urna de la mano de mi general como si no le supiera nada, como si fuera la tonta que parecía.

Voté por Bravo, el candidato de la oposición, no porque lo considerara una maravilla, sino porque seguramente perdería y era grato no sentirse ni un poco responsable del gobierno de Fito.

En Puebla las cosas estuvieron tranquilas. Quizá en mi papel de primera dama no pude verlas de otro modo, pero supimos que en México la gente había obligado al Presidente Aguirre a gritar ¡Viva Bravo! cuando estaba votando, y que los militantes del PRM tuvieron que salvar a la Revolución robándose las urnas en que perdía Fito. Para eso bajaban pistola en mano de autos organizados por sectores, a inventar pleitos que obligaban a cerrar las casillas antes de tiempo.

Bravo por prontas providencias se fue a Venezuela. A su plan para levantarse en armas la gente le puso el Plan de la Rendición. Sus adeptos se levantaron de todos modos y los mataron como chinches. Ni así regresó mi candidato. Resulté un desastre como electora, por eso me pareció correcto reconocer mi error y aplaudirle al Congreso cuando en septiembre declaró que el triunfo le pertenecía a Fito por 3.400.000 votos contra 151.000 de Bravo.

Como yo, el gobierno de los Estados Unidos optó por reconocer y apoyar el triunfo del gordo, avisó que a su toma de posesión mandaría como embajador extraordinario al secretario Bryan.

Al poco tiempo volvió Bravo. Nunca vi a Andrés reírse tanto como el día que leyó el discurso que mi excandidato pronunció y entregó a la prensa la misma tarde de su llegada.

– Este cabrón sí que es divertido. Oye esto -me dijo: «Como en mi actitud inflexible para nada intervinieron la ambición ni la vanidad, vengo también a renunciar ante el pueblo soberano de México al honroso cargo de Presidente de la República para el que tuvo a bien elegirme el pasado 7 de julio.» Es divertido -decía pateando el suelo para acompañar su risa. Está lleno de ardientes propósitos, de profundas devociones, de agradecimientos inextinguibles, de confianza en un México libre y feliz. Lleno de todo menos de gúevos.

– ¿Qué querías? -pregunté. ¿Que se dejara matar?

– Pues sí. Era lo menos. Este si que tanto pedo para cagar aguado -dijo y siguió riéndose toda la mañana.

Después se le ocurrió mandarme a acompañar a Chofi que estaba encargada de acompañar a la esposa del secretario Bryan durante la recepción de la embajada gringa.

Llegamos cuando un montón de gente apedreaba la estatua de Washington. Entramos a la embajada por la puerta de atrás y ya adentro oímos tiros y gritos, mientras unos meseros muy serios nos administraban panecitos con caviar y copas de champagne. La señora Bryan estaba pálida pero fingía un «no pasa nada», digno de la mejor actriz. Seguro estaba pensando que en mala hora habían mandado a su marido a un país de salvajes, pero sonreía de vez en cuando y hasta me preguntó cómo estaba el clima en Puebla.

– Álgido -le contesté.

– Algidou, how nice -contestó.

Cuando salimos de la cena nos enteramos de que un mayor Luna había muerto al intentar aprehender a un grupo de terroristas que planeaba asesinar a los generales Aguirre y Campos.

– Pobre mayor Luna, murió sirviendo a la patria -le dijo Chofi al teniente encargado de custodiarla y de comunicarnos la mala noticia.

– Esta no se ha tardado nada en confundirse con la patria -pensé. A todas les pasa, pero creí que era más lento -murmuré, mientras la oía hablar de la vocación de servicio y el profundo sentido del deber del mayor Luna.

Ya en Puebla la recordé cuando comentaba con Mónica y Pepa la payasada de Fito al manifestar sus bienes: dos ranchos, Las Espuelas y La Mandarina, una casa con huerta en Matamoros, una casa habitación con valor de 20.500 pesos en las Lomas de Chapultepec y otra cercana a la anterior con valor de 27.000 pesos. Ningún depósito numerario en ninguna institución de crédito.

– Son unos cursis -dijo Mónica. Con tu perdón, Cati, pero, ¿a quién quieren convencer de su honradez? Que no me digan que ni cuentas de cheques tienen. ¿Qué? ¿Chofi guarda las quincenas abajo del colchón?

– Ningún depósito en México -dijo Pepa. Tu compadre es insufrible, nos esperan seis años de tedio: creyente y anticomunista, ya sólo quedaba mi marido -dijo riéndose con la frescura que le había brotado de las citas en el mercado de La Victoria.

– ¿Ya sabes por qué le dicen a Rodolfo el Income Tax? -preguntó Mónica. Porque es un pinche impuesto -se contestó.

Nos reímos. Como buenas poblanas mis amigas eran la purísima oposición verbal. Decían todo lo que yo quería oír y no tenía dónde. Me gustó verlas. Estuve tan feliz que hasta se me olvidó que al día siguiente era la toma de posesión de Rodolfo y yo no sabía qué ropa usar.

Mi papá me hizo el favor de evitarme esa decisión; Fui a verlo al salir de casa de Pepa. Estaba tomando su café con queso y un pan duro que rebanaba delgadito.

– ¿Cómo ves lo de la guerra? ¿Nos pasará algo peor que la falta de medias? -le pregunté.

– No pienso vivir para saberlo -contestó.

Hice chistes sobre su habitual pesimismo y me puse a lamentar mi condición de esposa de Andrés Ascencio, comadre de Rodolfo Campos, infeliz que no quería soplarse un discurso larguísimo, leído en el tono de retrasado mental que Fito imprimía a su oratoria en los momentos cumbres.

– Pobre de ti, chiquita -dijo sobándome la cabeza. Ya te irá mejor alguna vez. Te has de encontrar un buen novio.

– Te tengo a ti -le contesté frunciendo la nariz y levantándome a besarlo.

Nos pusimos a juguetear como siempre. Lo acompañé a ponerse la pijama y estuve acostada junto a él hasta que llegó mi madre con cara de ya es muy noche para que andes fuera de tu casa. Ella nunca estaba fuera de su casa después de las cinco de la tarde, menos sin su marido. Yo le resultaba un escándalo. Me levanté.

– No sé qué ponerme mañana -dije.

– Ponte algo negro, siempre es elegante -me contestó Bárbara entrando al cuarto.

– A ver qué encuentro, cuiden a mi novio -pedí.

Tuve que encontrar algo negro. Cuando amaneció, mi papá había muerto.

No me gusta hablar de eso. Creo que todos lo vimos como una traición. Hasta mi madre, que está segura de que lo encontrará en el cielo. Bárbara se encargó de organizar el funeral y todas esas cosas. Yo no me acuerdo qué hice aparte de llorar en público como nunca debió hacerlo la esposa del gobernador. Tampoco sé cómo pasaron los últimos meses de Andrés en el gobierno. Cuando me di cuenta ya vivíamos en México.