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Recorría la casa como sonámbula inventándome la necesidad de alguien. Tantas eran mis ganas de compañía que acabé necesitando a Andrés. Cuando se iba por varios días, como hizo siempre, yo empecé a reclamarle sin intentar siquiera los disimulos del principio.
– ¿A ti qué te pasa? -preguntaba. ¿Por qué frunces la boca? ¿No te da gusto verme?
Me faltaban reproches para contar mi aburrimiento, mi miedo cuando despertaba sin él en la cama, el enojo de haber llorado como perro frente a los niños y sus pleitos por toda compañía.
Me volví inútil, rara. Empecé a odiar los días que él no llegaba, me dio por pensar en el menú de las comidas -y enfurecer cuando era tarde y él no llamaba por teléfono, no aparecía, no lo de siempre que quién sabe por qué empezó a resultarme tan angustioso.
Para colmo no estaban mis amigas a la vuelta de la esquina, y Bárbara era otra vez mi hermana que vivía en Puebla, ya no mi secretaria particular ni nada de esas tonterías. Pablo estaba en Italia, Arizmendi era un invento, lo único posible se volvió Andrés y él me dejaba días en la casa de Las Lomas, dando vueltas de la reja a la puerta de la estancia para verlo llegar, leyendo los periódicos sólo para saber si andaba con Fito y dónde.
Establecí un orden enfermo, era como si siempre estuviera a punto de abrirse el telón. En la casa ni una pizca de polvo, ni un cuadro medio chueco, ni un cenicero en la mesa indebida, ni un zapato en el vestidor fuera de su horma y su funda. Todos los días me enchinaba las pestañas y les ponía rimel, estrenaba vestidos, hacía ejercicio, esperando que él llegara de repente y le diera a todo su razón de ser. Pero tardaba tanto que daban ganas de meterse en la pijama desde las cinco, comer galletas con helado o cacahuates con limón y chile, o todo junto hasta sentir la panza hinchada y una mínima quietud entre las piernas.
Al final de alguna de esas tardes, cuando yo pesaba cuatro kilos más, lloraba un poco menos y hasta empezaba a estar entretenidísima con alguna novela, Andrés se presentaba con su cara de dormimos juntos. Yo quería insultarlo, correrlo de lo que con los días se había ido volviendo mi casa, regida por mis tiempos y mis deseos, para mi desorden y mi gusto. Llegaba muy conversador a burlarse de mis piernas gordas o a contar y contar su pleito con alguien al que no sabía cómo darle en la madre.
– Dame ideas -decía, estás perdiendo el interés por mis cosas. Andas como sonámbula.
– Me abandonas -le contesté.
– Oye ya me estás cansando, siempre jode y jode con que te abandono. Te voy a abandonar de veras. Creo que me voy a quedar de fijo donde me atiendan mejor y sobre todo me reciban con gusto. Porque tú estás insoportable. Lo que necesitas es buscarte un quehacer. Se murió tu principal aliado, se te acabó la chamba de gobernadora y no encuentras lugar en el mundo. Acostúmbrate. Las cosas terminan. Aquí no eres reina y no te conocen en la calle, ni puedes hacer fiestas que todos agradezcan, ni tienes que organizar conciertos de caridad o venir conmigo a la sierra. Aquí hay muchas mujeres que no se asustan con tus comentarios, muchas que hasta los consideran anticuados. Pobre de ti. ¿Por qué no le hablas a Bibi la del general Gómez Soto? O métete a la Unión Nacional de Padres de Familia. Ahí hay mucho trabajo. Ahora están en una campaña contra el comunismo y necesitan gente. Mañana te presento con alguno.
Sabía que andaba haciéndole al anticomunista para joder a Cordera, el líder de la CTM. Lo había oído hablando por teléfono con el gobernador de San Luis Potosí, ex presidente metido a industrial, el día que declaró que sólo los oportunistas y los logreros pensaban en el comunismo.
– Estuvo usted perfectamente. Qué buen palo le dio a Cordera -decía. Se lo merece. Cuente conmigo si piensa seguir por ahí. ¿Qué le parecería si la próxima vez que venga usted por México lo invito a cenar a mi casa? Mi esposa estará encantada de verlo.
– ¿A quién voy a estar encantada de ver? -pregunté cuando colgó para saber qué tipo de cena tendría que planear y para cuándo.
– Al general Basilio Suárez -dijo, y se echó una carcajada.
– ¿Yo voy a estar encantada de ver a ese asno? Eres un mentiroso. ¿Y desde cuándo estás encantado tú? ¿No decías que era un contrarrevolucionario de mierda?
– Hasta ayer, hijita. Y hasta ayer a ti te parecía un asno. Pero desde hoy es para toda la familia un hombre prudente y casi sabio. Imagínate que se le ha ocurrido Llamar a las chingaderas de Cordera «experimentos sociales basados en doctrinas exóticas». No puedes negar que es un hallazgo.
– A mí, Cordera me cae bien -dije.
– Tú no sabes lo que dices. Cordera es un ambicioso y un provocador. Está necio en que hay lucha de clases y en que los obreros al poder. Ya lo dijo bien el general, es un demagogo. Como él siempre fue riquito. Su papá rentaba las mulas en que acarreábamos maíz yo y mis hermanos. Tenían una hacienda enorme antes de la Revolución. El qué sabe de hambre, por favor, qué sabe de pobreza, qué sabe de todo lo que habla. Nada sabe, ni le importa. Pero qué bien se hace notar. Ya que no chingue. Ya nos chingó de pobres, que no quiera chingarnos de ricos.
– A mí me cae bien -dije.
– Vas a decir que te gusta su traje gris. ¿Tú también crees eso de que nada más tiene uno? Bola de pendejos. Tiene 300 iguales el cabrón, pero qué bien los engaña. El líder de los trabajadores. Va para afuera ese cabrón. Me canso que le quitamos la chamba de pobre reivindicador. Ya vas a ver cómo le va en la convención. Se las voy a cobrar todas, hasta esta pendejada tuya de «a mí me cae bien».
– Pues a mí me cae bien -dije feliz de encontrar algo con qué molestar.
La verdad es que yo a Cordera lo había visto la vez del desfile y me gustaron sus pómulos salidos y su frente ancha, pero no hablé mucho con él.
– ¿Por qué te cae bien, babosa? ¿Cuándo lo has tratado?
– No sabes lo que dices -contestó enfureciendo.
– Sé lo que miro -dije.
– Cállate la boca. ¿Qué le viste? Dirás que ¿qué?
– Eso mero.
– No inventes, Catalina. ¿Crees que me provocas? Tú de eso no has visto más que lo que yo veo.
– ¿Tú también notaste lo bonito que se ríe? -pregunté.
– Vete a la chingada -dijo. Vas a ver lo bonito que se va a reír en un mes.
Al día siguiente me llevó a presentar con los de la Unión de Padres de Familia. Llegamos a una casa grande en la colonia Santa María. Fuimos hasta la oficina de un señor Virreal. Estaba sentado tras un escritorio de madera oscura, era flaco flaco, empezaba a quedarse calvo. Después supe que su mujer era una gorda que se llamaba Mari Paz con la que tenía once hijos seguiditos.
– ésta es mi señora, licenciado -dijo Andrés. Está muy interesada en colaborar con ustedes -y luego a mí: Te mando a Juan de regreso en una hora, y aquí que se esté para lo que se ofrezca.
Por un lado se fue Andrés y por el otro entró una señora de collar de perlas y medallita de la Virgen del Carmen. Delgada, bien vestida, con una sonrisa de beata conforme, que me incomodó desde el primer momento.
– Ven conmigo -dijo. Te voy a llevar a conocer nuestro local y algunas de nuestras colaboradoras. Me llamo Alejandra y voy a tener mucho gusto en ser tu guía y tu hermana de hoy en adelante.
Pensé que era una cursi y la seguí. La casa vieja y oscura tenía muchos cuartos seguidos con puertas que al mismo tiempo son ventanas y que los comunican entre si. Todos estaban acondicionados como para dar clases, con mesas, sillas y pizarrones. Entramos a uno en el que se reunían varias mujeres.
– Estamos llenando bolsas de comida para la fiesta de los presos -dijo mi guía y hermana para que yo entendiera el porqué de esas quince mujeres sentadas alrededor de unas mesas y sin hablar entre sí. Sólo se oía el murmullo de sus voces contando: hasta tres las que echaban en las bolsas galletas con malvavisco y coco, hasta siete las que echaban galletas de animalitos, hasta cinco las que ponían puños de chochitos verdes, hasta dos las de las cajetillas de cigarros Tigres.
– Buenos días -corearon todas cuando nos vieron entrar.
Estábamos en los saludos y las presentaciones cuando llegó Mari Paz con tres niños prendidos a la falda y abrazando una caja.
– Traje los pambazos -dijo. No sé si alcance para poner uno o dos. Hice doscientos. ¿Cuántos presos son?
– Ciento cincuenta -dijo una gordita bigotona que nunca dejó de echar galletas con malvavisco en sus bolsas. Se las iba amontonando a la que tenía que seguir con las de animalitos, que se había puesto a conversar con la de los seis caramelos de anís como si no la esperara una hilera de bolsas producto del empeño de la bigotoncita.
– Pues faltan cien o sobran cincuenta -contestó Mari Paz haciendo un esfuerzo matemático.
– Que sobren cincuenta. Los repartiremos entre los celadores y las esposas que estén de visita -dijo Alejandra.
– No alcanzan. Siempre hay más celadores y visitas que presos -volvió a decir la bigotona. Ya no tenía dónde poner sus bolsas así que de ahí se siguió: Amalita, me da pena molestarla, pero si no se apura usted con los animalitos y Ceci con los anicitos, yo ya no voy a poder seguir trabajando.
– Ay, Irenita, usted perdone, nos atrasamos, pero orita le apuramos, no se preocupe, si las primeras que tenemos que acabar somos nosotras, están nuestras casas a medio recoger. Por venir temprano ni el quehacer acabamos.
– Así estamos todas -dijo Alejandra que a las claras se veía que no estaba en las mismas, en las manos y la cara se le notaban las cuatro sirvientas de planta. Después me enteré de que su marido tenía acciones del Palacio de Hierro y de la Coca Cola, era dueño de una fábrica de papel en Sonora y de una de hilos en Tlaxcala. Nadie le creía que su casa estaba a medio recoger mientras ella se entregaba a las obras pías, pero todo el mundo la oía hablar como si vendiera la verdad en paquetes.
Casi todas las otras mujeres se veían pobretonas, a lo mejor esposas de algún empleado del marido de Alejandra, de burócratas inconformes o hasta de obreros. Se pusieron a hablar de la parroquia y del padre Falito. Entendí que todas se conocían de ahí, y que a todas las confesaba el tal padre Falito.
Alejandra y Mari Paz eran las líderes. Pusieron la caja de pambazos sobre la mesa, me sentaron frente a ella con la instrucción de poner uno en cada bolsa de las que llegaban llenas después de dar la vuelta por las otras mujeres, y se fueron a cuchichear a un rincón cercano. Estirando la oreja era fácil oírlas.
– Es la esposa del general Ascencio -decía Alejandra.
– Hay que tener cuidado con ella. Dice el padre Falito que no son de confianza esas gentes -contestó Mari Paz.
– Falito exagera -dijo Alejandra. Yo la veo buena persona, creo que debe tener su oportunidad de acercarse al bien. Además nos hace falta gente con clase, Mari Paz, necesitamos quien sepa alternar. Estas están bien para los presos, pero no las podemos llevar a platicar con las mamás del Cristóbal Colón.
– A la mejor tienes razón, pero desconfío -dijo Mari Paz.
Yo fingía contar. Una, una, una, decía echando las tortas como alumna aplicada.
Mari Paz se acercó con su frondosidad y sus tres mocosos.
– ¿Cómo te huelen? ¿Me quedaron buenos? -preguntó coqueta.
– Ricos -dije. Les va a ir bien a los presos.
– Yo creo que sí fíjate. Estos tienen tinga con chorizo y frijoles refritos. Me decían que no les pusiera yo carne pero pobrecitos un día al año que no coman las porquerías que les da el gobierno. ¡Ay, perdón! Tu marido es…
– Del gobierno, sí -le dije.
– Ay qué pena, perdón. Si, yo imagino el trabajo que debe ser conseguir comida para tantos todos los días. Y hacerla. Bastante les dan considerando que están ahí de castigo, ¿verdad?
– No sé -dije. Tampoco sé por qué a ustedes les preocupan.
– No creas que esto es lo único que hacemos. Esto fue una idea del padre Falito que es un hombre muy bueno y muy impresionable. Un día fue a la cárcel a confesar a un moribundo y regresó tristísimo. Nos contó cómo estaba el edificio de sucio, cómo son las crujías en las que se aprietan decenas de hombres solos en medio de sí mismos: Hasta lloró de acordarse. Entonces se le ocurrió que pidiéramos permiso de ir a visitarlos, a rezar con ellos y llevarles alguna golosina. Nos pareció bien y nos dieron permiso, ya ves que este gobierno no está contra los católicos como los otros. Por eso vamos a ir hoy en la tarde. Ya tenemos las piñatas, los rosarios, las estampitas, las bolsas de dulces y diez escapularios que el padre Falito quiere rifar.
– ¿Que se rifan los escapularios?
– No. Se venden, la gente que quiere los compra y después va con el padre y le pide que se los imponga. Pero estos diez, Falito los quiere rifar y se los va a imponer a los que se los saquen.
– ¿Y si no los quieren? -dije, mirando la puerta con la esperanza de que Juan apareciera.
– ¿Cómo? -preguntó. Claro que los quieren, nada más faltaba que no los quisieran, son un honor, al que se lo saque en la rifa será como si Dios se lo enviara. No creerás que le van a decir a Dios que no.
– Tienes razón -dije. Ni modo que le digan a Dios que no.
Juan apareció, él si como enviado por Dios y se paró en la puerta con su sonrisa de cómplice.
– ¿Qué pasó, Juan, nos están esperando? -dije. Sabía que a esa pregunta debía siempre responder: «Sí, señora, es muy urgente.»
Fingí sorpresa y me despedí apresurada prometiendo estar en Lecumberri a las cinco en punto.
En la calle sacudí los brazos y estiré las piernas. Había un tibio sol de febrero. Me quité el saco. Hacia más frío dentro de la casa que afuera. Afuera, de repente, todo me pareció más grato. El airón de la mañana había dejado el cielo azul y me gustaron los árboles.
– Lléveme a la Alameda, Juan -dije.
Como siempre que necesitaba reponerme de un mal rato, me compré un helado. Juan estacionó el coche y me bajé a caminar por la Alameda de Santa María. El quiosco brillaba con el sol y en las bancas había mamás, viejos, nanas, niños y novios.
Compré el periódico. Me senté a leerlo en una banca, lo encontré divertido. Los delegados de la reunión preparatoria del congreso de la Confederación de Trabajadores Mexicanos acusaban a don Basilio de recoger la cosecha de lo sembrado por el Sinarquismo y Acción Nacional y de levantar la bandera de la oposición contra Rodolfo. Declaraban que el discurso del general Suárez era un ataque al ex presidente Aguirre, le exigían a Fito que cumpliera su compromiso de llevar adelante la Revolución.
– Ya se armó un pleito -dije. Y Andrés está, ya sé dónde está.
Lamenté el abandono de los periódicos, y otra vez quise saber cosas y meterme en todo lo que según Andrés no me importaba: desde que llegamos a México se acabaron mis funciones de gobernadora y me trataba como a sus otras mujeres. Yo me había dejado encerrar sin darme cuenta, pero desde ese día me propuse la calle. Hasta bendije a la pendeja Unión de Padres de Familia que durante un tiempo sería mi pretexto.
– Juan, enséñeme a manejar -le dije al chofer.
– Señora, me mata el general -contestó.
– Le juro que nunca sabrá cómo aprendí. Pero enséñeme.
– Ora pues -dijo.
Juan era un hombre de unos veintisiete años, ingenuo y bueno como pocos. Me pasé al asiento de adelante, junto a él. Y empezó a temblar.
– Si nos agarra el general me mata.
– Ya deje de repetir eso y explíqueme cómo le hace -dije.
La lección teórica duró toda la mañana. Dimos como cincuenta vueltas a la Alameda. Después me llevó a la casa y se fue a buscar a Andrés que estaba en Palacio Nacional.
– Vuélveme a prestar a Juan -le dije a Andrés a la hora de la comida. Lo voy a necesitar mucho en la Unión.
– ¿Para qué? -dijo. Que te lleve y te recoja, yo lo necesito.
– ¿Y cuando no estés?
– Ahorita estoy -contestó.
– Ya leí el manifiesto de los delegados a la reunión de la CTM -comenté.
– ¿En dónde lo leíste?
– En El Universal. Lo compré aprovechando que salí. No sé por qué me dio por el encierro, pero ahora que volví a ver la calle me sentí otra. Si no me quieres dar a Juan, dame a otro chofer o deja que aprenda yo a manejar.
– Ay qué mujer tan chirrisca. Estaba seguro de que no aguantarías quieta más de 6 meses. ¿Cómo te fue en la Unión? ¿Vas a servir de algo?
Me quedé callada un momento. Costaba trabajo inventarle, era como un espía invisible pero siempre tras la puerta sabiéndolo todo.
– Claro que no voy a servir de nada. Para trabajar en eso me hubiera yo metido de hermana de la caridad y siquiera sabría yo mi lugar en el mundo. Pero entrarle a la confusión mental de las viejas esas, ni loca. Yo no necesito que el padre Falito me diga por dónde caminar y tengo mucho qué ver como para meterme a una casa fría a llenar bolsas de chochitos para unos presos a los que les van a rifar escapularios. Además a mí los comunistas todavía no me hacen nada y no me gustan los enemigos gratuitos. Yo creo que si se mete uno a eso de las caridades tiene que ser a lo grande; siquiera quedar como San Francisco: con los pobres tras uno bendiciéndola. Yo de pendeja en la grey del padre Falito soñando niños y rezándoles a los presos, primero muerta.
Andrés soltó una carcajada y sentí alivio.
– ¿Cómo dices que se llama el cura? ¿Falito? Qué locura. Tienes razón, una cosa es que a mí esos pendejos me vayan a dar una ayudada en el asunto de chingar a Cordera, y otra que te haga yo la maldad de meterte ahí. A ésos les hubiera llevado a una de las niñas. A Marta que le da por ahí y hasta sería buena informante, pero a quién se le ocurre llevarte a ti. ¿Cómo te habré visto de loca? Eso te pasa por recibirme de mal modo -y volvió a reír. Oye, ¿y conociste a Falito? ¿Cuántas de ahí crees que ya le hayan visto el nombre de cerca? Dónde te fui a llevar. Mereces un desagravio. Desde hoy vas conmigo a todas partes. Se acabó el encierro.
Así lo declaró y así fue porque él quiso, porque él así era. Iba y venía como el pinche mar. Y esos días tuvo a bien regresar.
– Tengo que volver a Palacio. El Gordo no puede hacer nada solo -dijo. Ven conmigo. Total, te vas al centro y a ver qué compras en tres horas. A las ocho que cierren vuelves por mí y te invito a cenar en Prendes. ¿Te parece mi plan?
Fui por mi abrigo y me subí al coche en tres minutos, no se me fuera a arrepentir de la invitación. Hacía frío, una de esas raras tardes de febrero en que uno puede ponerse abrigo de pieles sin sentir calor a media calle. Me puse un abrigo de zorro. El más bonito que he tenido. Porque las pieles a veces son cursis, pero ese de zorro, me lo ponía con botas y me sentía artista de Hollywood.
Llegamos al zócalo y le dimos la vuelta para entrar a Palacio Nacional. Desde que un valiente había tratado de asesinar a Fito, las precauciones y revisiones que había que sufrir para entrar eran un exceso. Se revisaban todos los coches incluyendo las cajuelas, todos los coches hasta el del mismo Gordo, no fuera a darse la casualidad de que en alguna esquina se le hubiera trepado alguien. Esa tarde los soldados revisaron hasta las bolsas de mi abrigo. Andrés se ponía furioso con el trámite.
– Qué culero es este Rodolfo -decía delante de los soldados y de quien quisiera oírlo.
Cuando logramos entrar, Andrés bajó del coche apresurado, me dio mucho dinero y la instrucción de que comprara lo que quisiera. Pero yo esa tarde sólo quería un helado y caminar lamiéndolo sin que nadie me estorbara.