37354.fb2 Arr?ncame La Vida - читать онлайн бесплатно полную версию книги . Страница 15

Arr?ncame La Vida - читать онлайн бесплатно полную версию книги . Страница 15

CAPÍTULO XIV

Siempre creí que lo único necesario para vivir tranquila era tener a Andrés todos los días conmigo. Pero cuando la mañana siguiente en lugar de salir corriendo me anunció que pensaba quedarse y que iba a cambiar su oficina a nuestra biblioteca yo hubiera querido desaparecerlo. Era como tener un ropero antiguo a media casa, para donde uno volteara aparecía. No quedó lugar libre de su ruido. Para colmo, dio en estar cariñoso. Quería coger todas las mañanas y no ir a ninguna parte sin llevarme con él. Inventó nombrarme su secretaria privada y me hizo acudir a todas las juntas que organizó para planear cómo quitarle a Cordera la CTM, a todas las reuniones con políticos, y hasta cuando hacía pipí quería tenerme junto.

Dos días antes me hubiera hecho feliz. No sólo tener de nuevo su explosiva presencia, sino estar invitada a todo lo que tuve prohibido: a las reuniones y los acuerdos que siempre rehice tras la puerta, abrumando a Andrés con interrogatorios exhaustivos para medio saber lo que pasaba. Entonces pude presenciarlos todos, si se me hubiera ocurrido opinar me habrían dejado, sólo que yo acababa de subir los escalones de Bellas Artes y me había enamorado de otro.

Me volví infiel mucho antes de tocar a Carlos Vives. No tenía lugar para nada que no fuera él. Nunca quise así a Andrés, nunca pasé las horas tratando de recordar el exacto tamaño de sus manos ni deseando con todo el cuerpo siquiera verlo aparecer. Me daba vergüenza estar así por un hombre, ser tan infeliz y volverme dichosa sin que dependiera para nada de mí. Me puse insoportable y entre más insoportable mejor consentida por Andrés. Nunca hice con tanta libertad todo lo que quise hacer como en esos días, y nunca sentí con tanta fuerza que todo lo que hacía era inútil, tonto y no deseado. Porque de todo lo que tuve y quise lo único que hubiera querido era a Carlos Vives a media tarde.

Un día en el desayuno Andrés descubrió que me había crecido el pelo y que su brillo era lo mejor que había visto en años, encontró que mis pies eran más lindos que los de cualquier japonesa, mis dientes de niña y mis labios de actriz. En cambio yo nunca odié tanto mis caderas, mi boca, mis pestañas, nunca me creí más tonta, más tramposa, más fea.

Con las fealdades a cuestas pasé esa mañana oyendo a mi general inventar un grupo de diputados que se llamara Renovación, planeando cómo chingarse a uno y madrear a otro. Mientras yo sólo quería que llegara la tarde.

Tenía que ir a Palacio Nacional y fui con él.

– ¿Ahora sí vas de compras? -me dijo al bajarse del coche.

– A lo mejor contesté.

Nada más arrancó Juan y le pedí que me llevara a Bellas Artes. Cuando llegamos brinqué del coche.

– ¿A qué horas regreso, señora?

– No regrese. Como si no me hubiera oído volvió a decir:

– ¿Está bien a las ocho?

Subí corriendo las escaleras. No oí la música. Seguro que no estaba.

Empujé la puerta:

– Todos, otra vez desde la diecisiete -dijo su voz.

La música empezó a sonar. Me deslicé como un gato. Fui a sentarme hasta atrás. Puse las manos sobre las piernas y sin darme cuenta froté la falda hacia arriba y hacia abajo. Lo miré de lejos. Otra vez los brazos y la voz ordenando:

– Ese sostenido es sostenido, Martínez. Márquelo, no tenga miedo. Suena así. Buenas tardes, señora, qué bueno tenerla de público -gritó. Si evita el ruido de las manos contra la falda nos dará gusto.

Voy de un loco a otro, pensé, pero no salí corriendo. Me gustaba verlo de lejos. No podría imitarlo, pero lo recuerdo tan bien como al mar y la noche en Punta Allen.

Subí a los palcos del segundo piso. Me gustaba cómo movía las manos, cromo otros lo obedecían sin detenerse a reflexionar si sus instrucciones eran correctas o no. Daba lo mismo. El tenía el poder y uno sentía claramente hasta dónde llegaba su dominio. Iba por la sala, se metía en los demás, en mi cuerpo recargado sobre el barandal del palco, en mi cabeza apoyada sobre los brazos, en mis ojos siguiéndole las manos.

Dieron las ocho y la música no terminaba de ir y venir. Juan ya estaría en la puerta y Andrés furioso, pero yo no me moví de la butaca de terciopelo rojo hasta que los brazos de Carlos cayeron de golpe.

– Mejor, mucho mejor señores. Nos vemos mañana. Gracias por la tarde.

Se bajó del podio y desapareció por una de las puertas laterales del escenario. Estaba yo imaginando a dónde podría haber ido cuando llegó junto a mí.

– ¿Quién acompaña a quién a tomar un helado?

– Yo a ti -le dije.

– Tú eres a la que le gustan los helados, yo prefiero un whisky.

– ¿Cómo sabes que me gustan los helados?

– ¿No comes helados cuando estás nerviosa?

– Si, pero ahorita no estoy nerviosa, ¿y quién te dijo?

– Mis espías. También me dijeron que ayer querías bajarte del coche y venir a mi hotel.

– Te dijeron mal. ¿Quién crees que soy?

– Una mujer casada con un loco que le lleva veinte años y la trata como a una adolescente. Bajamos las escaleras.

Juan estaba en la entrada, pálido como pan crudo.

– Señora el general nos mata -dijo abriendo la portezuela del coche.

– Dígale que vamos caminando, que no tardamos -ordenó Carlos.

– No -dijo Juan. Yo sin la señora no regreso.

– Entonces quédese aquí porque vamos a caminar.

Me tomó del brazo y cruzamos la calle hacia Madero.

– Me gusta ese edificio -dije cuando pasamos junto al Sanborns de los azulejos.

– Yo no te lo puedo comprar. ¿Por qué no se lo pides a tu general?

– Vete a la chingada -contesté.

– Sus deseos son órdenes -dijo empujando la puerta de Sanborns y metiéndose justo en el momento en que Juan nos alcanzó y me puso la pistola en el costado:

– Lo siento señora, pero tengo familia, así que usted viene conmigo a recoger al general.

– Ándele pues Juan -dije y corrimos al coche. Llegamos por Andrés justo cuando se despedía de unos tipos en la puerta de Palacio.

– Hola princesa, ¿estuviste contenta? -preguntó.

No me acostumbraba a su nuevo tono, me hacía sentir idiota.

– Fui a ver a Vives -dije como si me desnudara.

– Qué bueno -contestó. ¿Y dónde lo dejaste? ¿Por qué no vino a cenar con nosotros?

– Lo mandé a la chingada.

– ¿Qué te hizo?

– Me trató como a una imbécil. Dijo que si me gustaba el edificio de Sanborns por qué no te pedía que me lo compraras.

– ¿Te gusta el edificio de Sanborns?

– Es de talavera -contesté, y nos fuimos a cenar abrazados.

Al día siguiente comió en nuestra casa el general Basilio Suárez. A propósito dispuse mole poblano porque ya sabía que lo odiaba.

El general Suárez era tan simple como una carne con su tortilla de harina. Lo que le importaba era hacer dinero y para eso se unía con Andrés. Andaban buscando los contratos de unas carreteras pero no se les hacían porque el secretario de Comunicaciones era un tal Jesús Garza, al que odiaban por aguirrista y quien seguramente los odiaba también. Se pusieron a inventar cómo desprestigiarlo y Suárez, que nunca daba para más, dijo:

– Yo creo que hay que acusarlo de comunista. No será mentir, porque ese hombre es comunista. Y nosotros no hicimos la Revolución para que vengan los rusos a quitárnosla.

– Tiene usted razón, general. Hoy mismo hablo con los de la Unión de Padres de Familia para que le aumenten a su desplegado contra Cordera unas cositas contra otros que nos la deben. Es hora de empezar a nombrarlos. Así de una vez mañana le quitamos la CTM a Cordera, se la damos a Alfonso Maldonado que no come lumbre y empezamos a preparar el terrenito para chingarnos esas dos cuñas que nos heredó Aguirre.

Iba yo a decir alguna cosa para contradecirlos cuando entró Vives.

– Llegas tarde -dijo Andrés. Estamos hablando de política, ¿no te importa?

– Me importa, pero me aguanto. Ya sé que en esta casa todo es política, y acepté venir a comer.

– Quedamos que a las dos y son tres y media -dijo Andrés.

– ¿Tú lo invitaste? -pregunté.

– No te dije para darte la sorpresa -dijo Andrés.

– Me la das -contesté. Lucina tráele un servicio al señor -dije adoptando actitud de ama de casa y señalándole a Vives un lugar junto al general Suárez. Andrés estaba en la cabecera, yo a su izquierda y el general a su derecha.

– Prefiero del otro lado si el general no se ofende -dijo mirando a Suárez.

– El hijo de mi general Vives no ofende nunca -dijo Suárez. Menos si elige sentarse junto a una bella dama en vez de junto a un envejecido ex presidente.

– Ya siéntate y deja de interrumpir -dijo Andrés.

– Perdón Chinti, ahora mismo me disciplino.

– ¿Cómo le dijiste? -pregunté riendo.

– No le digas, después quién la aguanta.

– Claro que no le digo, general. Además su señora y yo no nos hablamos. Ayer me dejó a media calle con la palabra en la boca.

– La molestaste -dijo Andrés y es muy sentida.

– ¿Por qué no acaban de comer? -pedí y le pregunté a Suárez:

– ¿Le sirvo más frijoles o pasamos al postre? Aunque si vamos a esperar a Vives falta un rato para el postre.

– Por mí podemos pasar directamente al postre -dijo Vives. Prefiero ahorrarme el mole.

– Qué amigos tienes Andrés, este músico no sólo es metiche sino melindroso.

– ¿Qué le voy a hacer? Es el hijo del único cabrón que me ha merecido respeto. No puedo mandarlo matar porque desaira tu comida.

– Por mí que se muera de hambre -dije. ¿A usted general qué le damos?

– Yo quiero pay de manzana y queso de cabra -dijo Carlos. Hace años que no como queso de cabra.

– Pobre de ti -dijo Andrés. Se nos olvida que vuelves del autoexilio.

– Hay casos peores, hay quienes no pueden volver del exilio -dijo Suárez.

– Lo dice usted por el presidente Jiménez.

– ¿Por quién más? -preguntó Suárez. -Yo creo que Jiménez ya no tarda en volver -dijo Andrés. Hasta creo que hace falta un cabrón con sus huevos.

– Porque los tiene bien puestos es que va a volver para encerrarse en su casa y callarse la boca -dijo Carlos mientras untaba queso en un pan.

– ¿Te parece? -le preguntó Andrés con un respeto que no era común en su tono al hablar de política, menos con neófitos.

– Te lo aseguro Chinti -dijo Carlos. Confía en mi instinto. Y se puso a tararear La barca de Guaymas entre mordidas de queso y pay, cosa que a Andrés le produjo un ataque de risa.

– Salud Vives, por haberte encontrado -dijo. Salud general Suárez, ésta es su casa.

En la puerta apareció un señor diminuto y jorobado cargando una libreta enorme y un montón de papeles.

– Con su permiso general -dijo Andrés haciéndolo pasar.

– Lo estábamos esperando -contestó. Venga para acá. Párese aquí. No, mejor allá entre la señora y el señor -dijo señalándonos a mi y a Vives. Lea por favor.

El hombre se colocó entre nosotros, abrió la libreta y se puso a leer: “Con fecha primero de marzo de 1941 la propiedad fulana…” Total: Andrés me compraba el Sanborns de los azulejos.

– Nada más firme aquí señora -dijo el hombrecito y me extendió una pluma. Andrés nos miraba divertido.

– ¿Cómo lo hiciste para que vendieran esa case? -preguntó Carlos.

– Se la vendieron a mi señora. Ella es la que compra.

– Tu señora por sí sola no podría comprarse un chicle -dijo.

– Todo lo mío es suyo -contestó Andrés.

– Entonces debe estar millonaria.

– Nada que no se merezca. Fírmale Catín y haz con tu Sanborns lo que quieras.

– Yo no vuelvo a tomar ahí ni un café -dijo Carlos.

– No seas rencoroso, Vives. A ti qué más te da quién es el dueño. Es un lugar agradable.

– Lo era. Ahora está comprado con un dinero que quién sabe.

– No vas a venir tú a decirme lo que opinas de mi dinero. ¿De dónde crees que sacaron los ingleses el dinero para pagar tu beca? ¿Me vas a decir que era dinero muy limpio? Todo el dinero es igual. Yo lo agarro de donde me lo encuentro porque, si no lo agarro yo, se lo agarra otro güey; si esa casa yo no se la regalo a Catalina se la regala Espinosa a Olguita, o Peñafiel a Lourdes. Tenía cinco hipotecas, la dueña estaba perdida de todos modos, de que la agarre yo a que la agarre el banco, pues mejor la agarro yo y hago feliz a mi señora, que hasta antes de que tú metieras tu cuchara tenía la cara más resplandeciente que le he visto en los últimos diez años. Eres un aguafiestas.

Me sorprendió Andrés dando explicaciones, tolerando que se dudara de su honradez, hasta aceptando que su dinero no era limpio. ¿Por qué no le gritaba a Carlos? Quién sabe. Nunca entendí bien lo que pasaba entre ellos.

– Ándele pues señora, firme -dijo Vives.

Yo tomé la pluma y puse mi nombre como lo ponía siempre desde que me casé con Andrés.

– Ya tiene usted su capricho -dijo Carlos. ¿Ahora qué? ¿Se va a ir a dormir bajo la talavera?

¿Se va a sentir dueña? Le advierto que en esta ciudad hay pocos que no se sientan dueños de esa casa. Usted puede tener los papeles, pero mientras cualquiera pueda entrar ahí y sentarse a tomar café, la casa de los azulejos es de todo el mundo.

– Me gusta que sea así -dije.

– Claro, para ser benefactora, para que la quieran y la miren. ¡Cómo quiere que la quieran esta mujer! -dijo.