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CAPÍTULO XV

Claro que yo quería que me quisieran. Toda la vida me la he pasado queriendo que me quieran. La noche del concierto como ninguna.

Bellas Artes estaba lleno cuando llegamos. Rodolfo y Chofi entraron adelante, dirían las notas del periódico que acompañados por nosotros. Subimos hasta el palco presidencial. Justo en medio del teatro. Toda la gente miraba hacia ahí.

En los palcos vecinos estaban los secretarios de Estado con sus familias. Abajo había invitados especiales y gente de esa que cuando uno mira de lejos no sé por qué imagina feliz.

Abajo estaba el lugar en que yo me senté la primera vez que vi a Carlos. Abajo él estaría cerca, hubiera podido mirarme.

La orquesta afinaba haciendo ruidos. Los músicos usaban trajes negros, tenían los zapatos limpios y los cabellos engomados, estaban distintos a como los vi en las tardes de ensayos con sus blusas de todos colores, los pelos alborotados, los zapatos viejos y los pantalones lustrosos. Acicalados parecían de mentiras, se veían todos iguales cuando eran tan distintos entre sí como sus instrumentos. Por fin apareció Carlos, con su saco de colas y su corbata de moño, con su varita en la mano y la cabeza recién peinada. La gente aplaudió mientras él caminaba hasta el podio. Cuando estuvo arriba volteó y nos hizo una caravana.

– Qué payaso es este Vives -dijo Andrés.

Yo me emocioné. Nos sentamos, y Carlos ordenó la música con los brazos.

Cuando terminó la primera parte el teatro se puso a aplaudirle como si fuera Dios. Yo me quedé quieta mirando hacia abajo.

– ¿Qué te pasa Catin? ¿No te gustó? -dijo Andrés. ¿Por qué tienes cara de que vas a parir?

– Sí me gustó -dije parándome como todos. Es bueno este Vives.

– ¿Cómo sabes que es bueno? Yo no tengo la menor idea. Es la primera vez que venimos a esto. A raí se me hace demasiado teatral. Las bandas de los pueblos son más frescas y dan menos sueño.

Salimos del palco a tomar una copa y a conversar. Chofi estaba orgullosa con el descubrimiento de su marido.

– Es un genio -decía frente a las esposas de los ministros que la rodeaban como pollitos a su gallina. Se había puesto una de esas horribles estolas de pieles que terminan en cabecitas de zorro. Como si no tuviera los hombros anchos, los brazos regordetes y los pechos saltones. Las cabecitas de zorro se agitaban como borlas sobre sus pezones mientras ella elogiaba a Vives.

Tanta llegó a ser su euforia que se acaloró. Entonces sacó un abanico y empezó a echarse aire encima de las pieles. Todo menos quitárselas. Las demás mujeres asentían y aumentaban los elogios.

– Es guapísimo -dijo la esposa del secretario de Gobernación.

– Eso es algo fundamental en lo que me parece que estamos de acuerdo -contestó la del secretario de Hacienda soltando una carcajada. Ya lo de la música es una cualidad que hasta podría faltarle.

Todas se rieron con ella.

– Pero también es un gran músico -dijo poniendo los ojos en blanco la mujer del secretario de Relaciones Exteriores que era una hija de porfiristas nunca venidos a menos y que nos veía a todas como a unas recién llegadas al asunto de la cultura internacional. Ella que tuvo un padre embajador y «vivió en Francia toda la infancia».

– Sí, un gran músico -dijo Chofi abrazando sus zorritos.

Por suerte los intermedios terminan. No sé cómo hacían los ministros de Rodolfo para casarse con puras pendejas.

La segunda parte del concierto era una cosa triste y larga larga que siempre parece que ya se va a acabar y cuando uno cree que llegó el final vuelve como una maldición. Esa era la música que me había hecho subir los escalones buscándola, que se me había quedado pegada a las orejas, y que no podía tararear porque me daba miedo.

Los primeros veinte minutos vi a Andrés hacer esfuerzos para no quedarse dormido, después se puso a platicar con Fito.

Yo estaba mirando a Carlos. Le miraba la espalda y los brazos yendo y viniendo. Le miraba las piernas. Lo miraba como si él fuera la música, como si no fuera el mismo tipo capaz de conversar, burlarse de él y bromear con Andrés durante una comida. Era otro, puesto todo en algo que no tenía nada que ver con nosotros, que le venía de otra parte y lo llevaba a quién sabe dónde.

– A este señor Mahler le hacía falta coger -dijo Andrés cerca de mi cuello.

Varias veces hubo quienes intentaron aplaudir creyendo que un estruendoso tamborazo había sido el último, pero la música volvía a empezar, bajando hasta hacerse inaudible, hasta que quedaba sólo un silbido al que después se unía un violín, luego un chelo y después todos hasta ensordecernos. Por eso cuando el final llegó de veras, sólo yo que lo había oído muchas veces supe que sí era el final y empecé a aplaudir sola.

Interrumpí la conversación de Fito con Andrés y las cabeceadas de Chofi. Se pararon a aplaudir y con ellos todo el teatro.

Carlos que había soltado los brazos y estaba quieto frente a su orquesta volteó por fin y pude ver su cara con el mechón de pelos caídos hasta los ojos. Hizo una caravana, se bajó del podio y desapareció.

– ¿Quién acompaña a quién a tomar un helado? -quise que llegara a decirme mientras los aplausos seguían. Cuando apareció no fue al podio, con los brazos señaló a la orquesta y otra vez agachó la cabeza hasta las rodillas.

Tienen razón las muy pendejas, pensé, es guapísimo. Y eso que ellas no lo han oído hablar, no han caminado con él por Madero ni han querido insultarlo a media calle.

Seguí aplaudiendo, como todos, como Andrés que gritaba como si fuera 15 de septiembre.

– Algo bueno tenía que salir del general Vives. Este muchacho tiene aptitudes políticas, nadie sin aptitudes políticas puede sacar tantos aplausos de un teatro. Míralo nada más, parece que ha hecho el discurso de su vida. Esto ni en tu toma de posesión -le decía a Fito entre carcajadas.

– Vives, Vives, Vives -gritaba la gente mientras los de la orquesta sentados aplaudían o pegaban en los atriles con el arco de sus instrumentos.

Por la puerta lateral regresó Vives muy peinado.

Otra vez los aplausos crecieron al verlo aparecer. Subió al podio, alzó los brazos para levantar a sus músicos, se volvió hacia nosotros y volvió a inclinar la cabeza hasta casi tocar el suelo.

– Tiene que ser buen político -decía Andrés, es un excelente actor, un teatrero. Lástima que eso de la caravana no se usa entre nosotros, pero tendría buen efecto. ¿Por qué no lo impones Gordo? -le dijo a Fito. Nada más mira a nuestras mujeres, están enloquecidas. Yo voy a ensayar lo de la caravana si tú me prometes concederles el voto a las señoras. La Cámara tiene un proyecto de ley que nunca le aprobó a Aguirre. Te aseguro que ellas votando y yo caravaneando llego a Presidente y ni quien diga que es de mal gusto que sea yo tu compadre. A Vives lo nombro presidente del partido al día siguiente de mi designación y ándale, a recorrer el país con todo y orquesta. ¿Cómo la ves Catín?

Era la quinta vez que Vives desaparecía y volvía a aparecer, que la orquesta se sentaba y se paraba, pero nadie había dejado de aplaudir. Menos que nadie las mujeres. Todas las que estaban en los palcos de alrededor, las feligreses de Chofi, le aplaudían como si se las hubiera cogido.

– Ya vámonos -le dije a Andrés. En la cena lo felicitamos pero esto ya es un exceso, ni que fuera qué.

– Eso digo yo, ni que fuera torero. Parece que se hubiera jugado la vida -dijo Andrés.

– No se vayan -pidió Rodolfo que era incapaz de ordenar. Yo no puedo hacer la grosería.

– Pero nosotros no somos tú -le dije.

– Pero son su gente -dijo Chofi que se tomaba muy en serio el compadrazgo.

Mientras, Vives regresó a escena casi corriendo, subió al podio y con la cabeza y los brazos al mismo tiempo echó a sonar su orquesta casi sobre los aplausos. Como si les hubiera dicho «todos, otra vez, desde la 24». Sólo que la música era algo que se podía tararear, como si la hubiera pedido mi papá. Ya no sé cuántas mañanas lo oí levantarse tarareando eso, a veces se paraba en la puerta de nuestro cuarto y lo chiflaba durante un rato hasta que nosotros empezábamos a sacar las cabezas de bajo las sábanas y a maldecir al sol y al padre madrugador que nos había tocado.

Cómo no estaba mi papá para contarle, cómo no estaba para lamentar con él las equivocaciones de la vida, para ir a preguntarle qué hacer con el deseo fuera de sitio que me estaba creciendo.

Toda la orquesta era mi papá silbando en las mañanas, y yo como siempre que él estaba sin estar, que algo me traía la certidumbre de que sus palabras y su abrazo se habían muerto y no serían jamás otra cosa que un recuerdo, nada mejor que la terquedad de mi nostalgia, me puse a llorar hipeando y moqueando hasta hacer casi tanto ruido como la orquesta.

Dejé la butaca y me senté en el suelo para que nadie viera mi escándalo. Andrés, que nunca supo qué hacer en esos casos, me puso la mano sobre la cabeza y me acarició como si fuera yo un gato. Resultado: cuando la orquesta terminó de tocar yo tenía la cara sucia, los ojos hinchados y la melena revuelta.

– Ya mija -dijo Andrés. En mala hora le conté a Vives que tú no sabías de música nada más que eso que tu padre cantaba todo el tiempo.

La gente se había levantado de golpe y aplaudía, gritaba, aplaudía, gritaba esta vez de veras como en los toros. Yo seguía en el suelo. A través del barandal de bronce del palco vi la risa de Carlos que levantaba la cabeza tras su última caravana. Así se reía mi papá algunas veces. Dejé de llorar.

La gente siguió aplaudiendo pero Vives no volvió a. aparecer. Antes de que empezara el Himno Nacional y los honores a la bandera que se hacían siempre que Rodolfo llegaba y se iba de un lugar, yo corrí del palco al baño para hacer algo con mi aspecto.

La fiesta fue en Los Pinos. En un salón cubierto de madera y con enormes candiles en el techo. Ya había llegado Carlos cuando entramos nosotros con Rodolfo, Chofi y el Himno Nacional.

– Excelente Vives -dijo Fito apretando su mano.

– Maestro, no sé qué decirle -exhaló Chofi sobando sus zorritos.

– Vives, eres un talento político natural. No lo malgastes -dijo Andrés.

– Gracias -dije yo.

– Gracias a ustedes -dijo él, extendiendo su risa.

Me puse a temblar, era horrible lo que me pasaba. Creí que todo el mundo se daba cuenta.

Me cogí del brazo de Andrés y le dije que nos fuéramos.

– Pero si acabamos de llegar. No hemos cenado. Yo me estoy muriendo de hambre, ¿tú no? Además mira, vino Poncho Peña, me urge hablar con él -dijo y me dejó a medio salón y a medio metro de Vives y sus admiradores. Lo robaban. Hasta Cordera había ido a saludarlo. Vives lo abrazó y sobre su hombro me vio quieta, mirándolo. Lo tomó del brazo y caminó con él hasta donde yo estaba.

– ¿Se conocen? -preguntó y no nos dio tiempo de responder.

– Mucho gusto -dijimos ambos prefiriendo olvidar de dónde nos conocíamos.

– ¿Por qué no vamos al jardín? -dijo Carlos, aquí sobra gente.

Me cogió de la mano y caminó rápido hasta la puerta. Cordera vino con nosotros. Al pasar junto a Andrés, Carlos le dijo:

– Me llevo a tu mujer al aire porque aquí nos estamos ahogando.

– A ver si se le quita el sueño, ya se quería ir -contestó Andrés. Buenas noches, Álvaro -dijo cuando vio que estaba con nosotros, y me jaló hacia él. Fíjate en lo que hablan -me sopló en el oído antes de besarme. Hasta el rato -dijo en alto guiñándole un ojo a Carlos.

– ¿Cómo te está yendo en el Congreso? -le preguntó a Cordera en cuanto estuvimos solos caminando entre los árboles del jardín.

– Muy bien -dijo Cordera mirándome.

– ¿Te vas a reelegir? -preguntó Vives.

– No depende de mí, la asamblea decide -contestó.

– Pero, ¿quién tiene la asamblea? No me digas que están dejando actuar a la asamblea.

– ¿Por qué no? Es lo correcto.

– No juegues, hermano.

– ¿Qué quieres que te diga? -dijo Cordera abriendo los brazos.

Caminábamos hacia el centro del jardín, Carlos me había pasado el brazo por la cintura y antes de contestar me jaló hacia él.

– La señora también sabe que su marido es una desgracia nacional. No lo dejes meterse, te quiere chingar, está clarísimo, le estorbas. Si te reeliges y puedes movilizar a los obreros como el sexenio pasado, a lo mejor hasta Presidente tienes que ser.

– Ascencio ya está metido. Le hemos dado guerra con los diputados en la Cámara, pero ¿quién crees que redactó el discurso que dijo el Presidente hoy en la mañana? ¿A quién crees que se le puede haber ocurrido eso de que un camino que avanza no se repite idéntico en todos los tramos? Todo para decir que su política no se separa de la de Aguirre pero que exhorta al proletariado a revisar métodos, apoyado en una actitud de autocrítica. Revisar métodos, para decir revisar personas y posiciones. Nos quieren chingar, mano, quieren que nos callemos. Están en el entreguismo más miserable. Están con Suárez que hace política para hacer negocios.

– Pero hay que darles el pleito, ¿o qué? ¿Ya te cansaste?

– No, no es eso, mano, es más complicado. ¿Hablamos mañana? -dijo mirándome otra vez con recelo.

– ¿Tienes miedo a morirte? No lo tenías.

– Miedo no, pero tampoco tengo ganas. Además no depende de mí. Te veo mañana. Adiós, señora, gracias por la discreción.

– ¿Cómo sabe que la tendré? -dije.

– Lo sé -contestó y se fue caminando para el otro lado.

– ¡Qué país! -dijo Carlos. El que no tiene miedo tiene tedio. ¿Tú tienes miedo?

– Yo tenía tedio -le contesté.

– ¿Ya no?

– Ya no.

– ¿Qué quieres hacer? -preguntó.

– ¿Cuándo?

– Ahora.

– Lo que tú quieras. ¿Tú qué quieres hacer?

– Yo, coger.

– ¿Conmigo? -dije.

– No, con Chofi -contestó.

Cuando desperté, Carlos estaba durmiendo junto a mi y hacía un puchero con la boca.

El departamento tenía una sala con un piano ocupando la mitad, una cocina que parecía closet, una recámara con fotos en las paredes y una ventana grande desde la que se veía Bellas Artes. Quise quedarme. Carlos abrió los ojos y sonrió.

– ¿A dónde nos vamos a ir? -le pregunté en el oído como si alguien pudiera escuchamos.

– Al mar -dijo todavía medio dormido.

– Vámonos entonces.

– ¿Qué horas son? -preguntó bostezando y estirando los brazos.

– No sé. ¿Por qué no nos morimos ahorita? -dije.

– Porque yo tengo mucho que hacer todavía. Nunca he dirigido en Viena.

– ¿Me vas a llevar a Viena?

– Cuando me inviten.

– ¿Todavía no te invitan?

– Falta que acabe la guerra y que yo dirija mejor.

– Ya no me vas a querer cuando eso pase dije.

– Te quiero ahorita -dijo y se puso a besarme. Después estiró un brazo por encima de mí tratando de alcanzar su reloj que estaba en el buró de mi lado. Son las cuatro, creo que sí nos vamos a morir hoy. Seguro que a Juan se le olvidó.

– ¿Qué se le olvidó?

– Que tenía que llamarnos cuando Andrés estuviera por salir de Los Pinos.

– ¿Para qué?

– Para que tú llegues a tu casa antes que él.

– Pero si yo no quiero regresar a mi casa.

– Tienes que llegar. Ni modo que te quedes aquí.

– Soy una pendeja -dije levantándome a buscar mi ropa regada por todo el cuarto. Estaba tan furiosa que atoré el cierre del vestido y empecé a jalonearlo hasta que lo rompí. Busqué los zapatos, total, con el abrigo encima no se notaría la espalda abierta.

– Tú y Álvaro son unos culeros -dije.

– Para ser poblana tienes bonito pelo -contestó.

– Tú qué sabes de los poblanos -grité. Sonó el timbre. Era Juan.

– Señora el general no quiere salir de Los Pinos. Dice que usted le dijo que estaría en el jardín y que por ahí debe andar, que no podemos dejarla.

– ¿Y con quién está? ¿No se ha acabado la fiesta? -pregunté.

– Está con don Alfonso Peña -contestó Juan.

– ¿Todavía? -pregunté.

– Hay que estar borrachísimo para aguantar a Peña tanto tiempo.

– Vamos, querida -dijo Carlos, ya vestido en la puerta.

Llegamos a Los Pinos. Juan se fue a estacionar el coche y nosotros nos bajamos cerca del sitio donde estuvimos con Cordera.

Caminamos. Carlos tenía su brazo en mi cintura y me jalaba. Entramos al salón. Ya no había casi nadie. Andrés y Peña estaban sentados al fondo, con un mesero de cada lado y una botella de coñac enfrente. Fuimos hasta ellos.

– ¿Ya tomaron su aire? -preguntó Andrés arrastrando las palabras.

– No tardamos mucho. ¿Cómo te dio tiempo de beber tanto? Estás borrachísimo, Andrés, como nunca. ¿Por qué? -le dije sorprendida. Estaba acostumbrada a verlo beber durante horas sin parar y sin emborracharse.

– Porque para vivir en este país hay que estar loco o pedo. Yo casi siempre ando loco, pero ahora me quería ganar la cordura y no la dejé. ¿Verdad, hermano? -le preguntó a Peña que estaba más borracho que él, tenía los ojos bizcos y miraba al suelo.

– Lo que yo te advierto es que son unos pinches comunistas peligrosos -decía encimando las palabras. No deberías dejar a tu mujer andar con ellos.

– A éste ya le llegaron las alucinaciones -dijo Andrés. Cree que Vives es comunista, lo que sigue es que vea venir un elefante morado y a Greta Garbo en calzones. Llévatelo a su casa, Juan, nosotros nos vamos a quedar aquí platicando.

– Vámonos mejor todos a la casa -dije. Aquí ya no es propio.

– Ay sí, mírenla, muy preocupada por la propiedad -dijo Andrés levantándose. Me parece bien, vamos a la casa pero que Juan se vaya por unos cantadores al Ciros.

– El Ciros ya lo han de haber cerrado -dije.

– Pues ni que fueran las tres de la mañana, ahorita los alcanza. Juan, tráigase un trío que se sepa Temor.

– Pero primero que nos lleve a la casa -dije.

– ¿Que no tenemos otro coche? ¿Y el tuyo, Vives? -preguntó Andrés.

Me brincó el estómago. El coche de Vives se había quedado en su casa.

– Se lo presté a Cordera que no traía en qué irse -contestó Vives, muy tranquilo.

– Cabrón Cordera, hasta con los coches de mis amigos quiere cargar. También tú vas a caer en la trampa del pobre Alvarito. Prestarle tu coche, si no tiene uno que camine, por qué se lleva el tuyo, no más vamos a perder tiempo. Si nos quedamos sin cancioneros lo mato, entonces sí, nada de concesiones políticas. Se muere por arruinarnos la noche y de paso le hago un favor al país.

Llegamos a la casa.

– Que Juan nos deje aquí en la reja y caminamos hasta adentro -dijo Andrés. Cuando esté yo sentándome en la sala quiero que usted esté de regreso con los músicos, Juan. Y que sepan Temor.

Me bajé rápido y fui hasta la ventanilla de Juan.

– Tiene parado el reloj -le dije. Ya no va usted a encontrar a nadie en el Ciros. Váyase mejor a la casa del maestro Lara y ahí seguro todavía no terminan la fiesta. Dígale a Toña que venga de urgencia.