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Ese dos de noviembre caía en miércoles y Andrés decidió que pasáramos el puente de muertos en la casa de Puebla. Dijo que invitaría unos amigos, que organizara yo todo. Me puse furiosa sólo de pensar en esos días atendiendo a los invitados de Andrés y lejos de Carlos. Si por lo menos invitan gente grata, pero invitaría al subsecretario de Ingresos con la mensa de su mujer, siempre vestida como para que la retrataran para el Maruca, al secretario de Agricultura que no sabía ni hablar porque era lelo, y al político de última moda. Porque los políticos se ponían de moda y Andrés en cuanto uno andaba famoso lo invitaba a pasar el fin de semana con nosotros. Lo volvía el rey de la casa, el centro de las conversaciones, lo dejaba ganar en el frontón y me hacía complacer a su señora en todo lo que pidiera.
Conocía yo las vacaciones con quince invitados y tres comidas diarias, más aperitivos, galletas y café a todas horas. Me la pasaría visitando la cocina y el mal humor de Matilde.
Anduve maldiciendo todo el jueves. Andrés me avisó que saldríamos el viernes 28 al mediodía, para volver el miércoles dos en la tarde.
– ¿No se le caerá el país a Fito si te vas tanto tiempo? ¿Qué hará sin su compadre asesor?
– le pregunté pensando que a mí el mundo se me haría insoportable y aburridísimo sin Carlos.
Estuve con él la tarde del miércoles caminando por el zócalo y la avenida Juárez.
Cenamos en El Palace, viendo la plaza. Yo comí angulas y él ostiones, yo un pastel con helado y él un café express.
– Tengo un cuarto aquí abajo -me dijo.
– Puedo quedarme hasta la una -contesté y nos fuimos corriendo del restorán a un cuarto con un balcón que daba a la plaza y que abrí para sentir el frío, ver el Palacio y la Catedral.
– Siempre tenemos que coger a escondidas -dije.
– ¿Para qué te casaste a los dieciséis años con un general que es compadre del Presidente?
– Yo qué sé para qué hacía las cosas a los dieciséis años. Tengo treinta, quiero mandarme, quiero vivir contigo, quiero que la bola de viejas que se vienen mientras te miran dirigir sepan que la que se viene de a de veras soy yo. Quiero que me lleves a Nueva York y que me presentes a tus amigos. Quiero que me saques del ropero y decirle todo al general Ascencio.
– Pero por lo pronto quieres que demos una cogidita, ¿no?
– Si -dije, y se me olvidó el alegato.
Cuando nos despedimos lo volví a recordar, casi me gustó tener que decirle que me iría cuatro días al encierro de Puebla, sin él, con mi marido, con mis hijos y mis sirvientas, a mi casa, mezcla de guarida y convento, llena de corredores y macetas, recovecos y fuentes.
– Qué pena -dijo muy calmado.
– No te importa, claro que ni te importa -le grité. Total te quedas muy cogidito y me mandas con el otro. Maricón -dije cerrando la puerta del coche y ordenándole a Juan que arrancara.
Pasé furiosa toda la mañana del viernes. Lilia me lo notó desde temprano.
– ¿No quieres ir? Antes te gustaba regresar -dijo. Es bonito Puebla.
– ¿Vas a decirme qué te está pareciendo el novio que te inventó tu papá? -le pregunté.
– Es buena gente -contestó.
Tenía 16 años, unos pechos perfectos, unas piernas largas y duras, los ojos vivísimos y la risa llena de certidumbre.
– Es un cabrón bien hecho. Enchinchó siete años a Georgina Letona y ahora la deja para noviar contigo, que eres muy linda y muy fresca, y casualmente la hija de Andrés Ascencio. ¿No te das cuenta de que eres un negocio?
– Qué complicaciones haces, mamá. Estás así porque no quieres dejar a Carlos cuatro días.
– A mí qué me importa Carlos -dije.
– Se nota que nada.
– ¿Vienes a montar? -me contestó riéndose.
– No puedo. No he organizado lo de las comidas ni sé cuántos vamos a ser.
– Cómo te complicas -dijo. Y se fue haciendo ruido con las botas.
Quince años antes, yo era como Lilia. ¿En qué momento empezó a ser primero la comida de los otros que mis ganas de correr a caballo?
Llamé a Puebla para hablar con Matilde la cocinera. Le pedí que hiciera Lomo en chile pasilla para la noche.
– ¿No será muy pesado para la noche, señora? -contestó en el tonito con que le gustaba corregirme. Casi siempre acababa dándole la razón y quitándome de problemas, pero esa mañana me empeñé en el lomo.
– ¿No será mejor un pollo con hierbitas de olor? Ese le gusta mucho al general.
– Haga el lomo, Matilde.
– Lo que usted diga, señora -contestó.
Estaba medio enamorada de Andrés. Tenía mi edad y un hijo viviendo con su mamá en San Pedro, se veía vieja. Le faltaban dos dientes y nunca se puso a dieta ni fue a la gimnasia ni se compró cremas caras. Parecía veinte años más vieja que yo. No me quería nada y tenía razón. Me quedé pensando en que tendría que lidiarla todo el puente.
Seguía yo sentada junto a la mesita del teléfono, mirándome la punta de los mocasines, cuando entró Carlos al hall con una maleta en la mano.
– ¿La salida es a las doce? -preguntó.
No le contesté. Corrí a quitarme las anchoas que tenia en el copete. Me puse unos pantalones, perfume y rojo en los labios. Volví a la sala pero él ya no estaba ahí.
– Se fueron al bar del salón de juegos -explicó Lucina.
– ¿Ya estás lista? -le pregunté. ¿Y los niños?
– Todos.
El salón de juegos quedaba al fondo del jardín. Todas nuestras casas eran enormes, hubiera sido bueno recorrerlas en coche. Crucé el jardín y entré al salón, Andrés y Carlos jugaban billar.
– A ver a qué horas, señora -dijo Andrés. Te doy hasta la una.
– Yo ya estoy. Lili no ha vuelto de montar. ¿A quién más invitaste?
– Nada más al diputado Puente con su señora. Quiero ver gente de allá y descansar -dijo Andrés apuntándole a la bola. Tiró y falló. Qué mal estoy jugando. ¿Qué haces ahí panda? Arrea a tus hijos. Vamos a necesitar tres coches, que vengan Juan y Benito. ¿Quién más está?
– Yo puedo manejar mi coche -dijo Carlos.
– Perfecto -contestó Andrés. Tú, Catalina, vete con él, llévense a Lilia, a los niños y a la nana. Yo no quiero saber de pláticas domésticas. A Carlos le caen bien porque es un hombre libre. Las otras niñas y Octavio que se vayan con Benito. Pero que nadie salga después de las dos. Todos al mismo tiempo. Nos vamos siguiendo. Vigila que Lilia no lleve nada más trajes de baño y pantalones, que lleve algo de vestir porque la van a invitar los Alatriste una noche.
– ¿Ya organizaste? -le pregunté.
– Si, ya organicé. Y no me lo preguntes en ese tono. Es mi hija y yo veo por su futuro. Tú no te metas.
– Cuando te conviene es tu hija, cuando no te conviene es nuestra hija. A los diez años me la entregaste con un discurso sobre la necesidad de que yo fuera como su madre. Ahora ya nada más es hija tuya.
– Porque ahora necesita alguien que le asegure el futuro, no quien le limpie los mocos y la ayude con las tareas.
– No voy a dejar que la cases a la fuerza -dije.
– No te preocupes, se va a casar por su gusto.
– ¿Por qué no comprometes a una de las dos grandes?
– Porque dio la casualidad que ésta es más bonita.
– Ni que Emilito fuera una belleza. Perfectamente se puede casar con Marta.
– Porque a ella la quieres menos.
– Pues sí, la quiero menos y es más grande. Lili es una pobre niña boba.
– Tiene la misma edad que tenías tú cuando nos casamos.
– Pero el hijo de Alatriste es un pendejo. Tú serás lo que sea pero no porque tu papá te ordenó la vida.
– Mi papá qué vida me iba a ordenar, si no lo conocí. Mi pobre madre se las tuvo que ver negras, no me hagas volver sobre esa historia. Qué bueno que Milito tenga asegurado el futuro, mejor para mi Lili. ¿Vas a tirar alguna vez, Vives?
– Estoy esperando a que acaben de discutir.
– No esperes, cabrón, tira. Yo estoy discutiendo porque estoy esperando a que tires, si no ni pierdo el tiempo con esta señora que se la pasa terqueando. Debió ser abogado. «Gotita de miel» le decía su papá. ¿Tú crees, hermano? No sabía quién era su hija el pobre don Marcos.
– Menos quién era su yerno -dije.
– Ya tiré avisó Carlos.
Le cerré un ojo mientras Andrés se concentraba en ponerle tiza al taco. Después me fui.
Salimos a las cinco. Andrés estaba rojo dizque del coraje, pero era del brandy. Todavía pasamos por el diputado Puente. Un coche detrás del otro. Primero el de Carlos, con nosotros, después el que manejaba Benito y llevaba a Lucina y las niñas grandes con dos amigos, al último el de Andrés que manejaba Juan.
Fue un viaje grato. Verania y Checo primero cantaron las canciones del colegio, después se pelearon por un libro de cuentos y por fin se durmieron. Lilia iba atrás con ellos. Nos platicó un rato.
– Le escribí a Loli -dijo.
– ¿Quién es ésa?
– ¿No sabes? La que da consejos en la revista Maraca.
– ¿Y qué le preguntaste?
– Ya sabes.
– ¿Y qué te dijo?
– ¿Te leo? Me puse Carmina de Puebla. Así dice la respuesta: «Una simple simpatía puede llevarla al amor, todo se reduce a que usted encuentre en él aquellas cualidades de que usted, en sus sueños, ha adornado a su príncipe azul. Pero si hay discrepancia entre el sueño y la realidad, cosa muy común, no llegará el amor. Puede usted estar segura.»
– ¿Tú tienes simpatía por Milito? -le preguntó Carlos.
– Algo -dijo ella.
– Pero no tiene nada que ver con el príncipe de tus sueños -dije.
– Poco -dijo ella.
– Entonces no va a llegar el amor -sentencié. Lo que tienes que hacer es mandarlo a la chingada mañana mismo. Suavecito, sin groserías, pero derechito a la chingada. Le dices que no sabes bien, que tu mamá dice que estás muy chica, que quieres conocer otros muchachos, que mejor nada más sean amigos por ahora.
– ¿Y qué le digo a mi pa? -preguntó.
– Yo me encargo de tu pa -dije.
– ¿Me lo prometes? El dice que es lo que más me conviene. No vas a poder.
– ¿Qué sabe tu papá lo que más te conviene? Eso es lo que más le conviene a él. Así amarra sus negocios con don Emilio.
– Conste que tú le dices, ma -dijo de últimas y al rato se durmió también.
La tarde era clara y los volcanes se veían cercanos y enormes. En Río Frío, Andrés nos rebasó ordenando que nos detuviéramos. Nos estacionamos frene a la tiendacantina del pueblo. Empezaba a oscurecer, los árboles parecían fantasmas detrás de nosotros. Los niños se bajaron haciendo mido.
– El que quiera refresco que lo pida, el que quiera mear que mee. No desaprovechen la oportunidad porque no vamos a parar hasta Puebla -dijo Andrés.
Llegamos como a las nueve. Carlos me hizo notar que la casa no se veía de lejos, estaba escondida y sin embargo desde la terraza uno podía ver la ciudad a punto de irse a dormir. La gente en Puebla se encerraba temprano, se metía en sus casas de puertas grandes y no andaba en la calle dando vueltas después de las ocho.
Andrés llevó a los invitados a sus cuartos mientras yo veía cómo estaba la cena.
– Nada más pon diez lugares -le dije a Lucina. Metí el dedo en la cazuela del lomo. Cenamos en veinte minutos. Me mandas tortillas calientes en cuanto las vayas teniendo.
Subí a ver qué cuarto le había tocado a Carlos. Le pedí a Juan que cargara una maceta grande con un helecho y la pusiera dentro. Después me fui a cambiar. Tenía ropa nueva en el clóset de Puebla. Nunca hacía equipaje para ir de una casa a la otra.
Me puse uno de los vestidos de gobernadora. Uno rojo de tela pesada, ceñida en el pecho y con pliegues hasta el suelo.
– ¿Me vas a dejar que te lo quite? -dijo Carlos acercándose a mí cuando entré a la sala.
Empecé a pensar cómo le haría para escaparme al tercer piso a media noche.
Andrés facilitó la cosa porque en cuanto acabamos de cenar se fue a dormir.
El diputado Puente y su señora no tenían sueño, las hijas y sus amigos tampoco, así que nos quedamos frente a la chimenea platicando.
Cuatro noches pasé en el cuarto de Carlos, escapándome cuando Andrés se dormía, pretextando el catarro de Checo y la conversada con Lili hasta muy tarde.
Andrés jugaba frontón todas las mañanas. Carlos perdía con él el primer partido, luego nadaba conmigo y los niños. El domingo fuimos a tomar una nieve al zócalo de Atlixco. Ahí me presentó a Medina, el líder de la CTM, muy amigo de Cordera.
– Usted va a perdonar, señora, aunque dice Carlos que es usted de confianza, pero Andrés Ascencio es un cabrón. Nos quiere chingar nada más para demostrarle a Álvaro que él todavía manda aquí. Los de la CROM cobran en la presidencia, son sus chantes. Desde hace mucho, ni crean que de ahora. Son la gente que él metió en La Guadalupe después de la huelga esa que terminó a punta de pistola.
– ¿Cómo estuvo eso? -preguntó Carlos.
– No quisiera contar delante de la señora. Aunque aquí todo el mundo lo sabe.
– Yo no -dije. ¿Cómo fue?
Despacio, soltando las cosas de a poquito, Medina contó:
– La Guadalupe había estado en huelga un mes. Los trabajadores querían aumento de salario y plazas para los eventuales. Estaban confiados, era el sexenio del general Aguirre y como había huelgas por todas partes se les olvidó que en Puebla gobernaba Andrés Ascencio. Un mes estuvieron con sus banderas puestas. Hasta que llegó el gobernador.
– Échame a andar las máquinas -le dijo a uno que se negó. Entonces camínale -ordenó. Sacó la pistola y le dio un tiro. Tú échame las máquinas a caminar -le pidió a otro que también se negó. Camínale -dijo y volvió a disparar. ¿Van a seguir de necios? -les preguntó a los cien obreros que lo miraban en silencio. A ver tú -le dijo a un muchacho, ¿quieren morirse todos? No va a faltar quien los reemplace mañana mismo.
El muchacho echó a andar su máquina y con él los demás fueron acercándose a las suyas hasta que la fábrica volvió a rugir turno tras turno sin un centavo de aumento.
Lo mismo había hecho con la huelga de La Candelaria: veinte muertos. Las noticias hablaron de un herido accidental.
Medina tenía todas las historias por contar. Empecé queriendo escucharlas y terminé levantándome a corretear a los niños por el zócalo mientras él y Carlos hablaban. Cuando volvimos al quiosco calientes y chapeados, a pedir otra nieve, Medina se levantó, me dio la mano y las gracias anticipadas por mi silencio. No le dije que creía la mitad de sus histories, pero pensé que eso de Andrés matando personalmente obrero tras obrero era una exageración. Tampoco se lo dije a Carlos. Mejor hablé del campo y canté con los niños el corrido de Rosita Alvirez. Llegamos a Puebla tardísimo. Andrés ya había pedido la comida y se estaba sentando a presidir la mesa.
– ¿De dónde vienen cargados de mugre? -preguntó.
– Fuimos a Atlixco a tomar nieve -dijo Verania que lo adoraba.
El lunes me quedé en la casa. Durante años no había jugado con mis hijos, los encontré listísimos y estuve segura de que no podía tener mejor compañía que sus juegos y sus ocurrencias mientras Carlos visitaba otra vez a Medina.
Pasamos la mañana jugando serpientes y escaleras. Me dieron las dos de la tarde carcajeándome y peleando como chiquita.
El martes organicé todo desde temprano y a las diez no tenía más deber que ir con Carlos a donde fuera. Nadie me vería dentro del Chrysler enorme, escondida en el piso para salir de la ciudad y sus calles llenas de mirones. Después venia el campo y ahí no se metían con uno.
Lo convencí y nos fuimos por la carretera a Cholula hasta Tonanzintla que estaba todo sembrado con flores de muerto. El campo se veía anaranjado y verde; cempazúchil y alfalfa crecían en noviembre. Entramos a la iglesia llena de angelitos ojones y asustados.
– Dizque era yo la novia -le dije. Dizque iba caminando con la marcha nupcial a casarme contigo. La marcha nupcial tocada por tu orquesta.
– No puedo dirigir y casarme.
– Dizque podías -corrí hasta la puerta para hacer mi entrada despacio: un paso, otro paso. Tatatán, tatatán, caminé cantando hasta él que se había quedado frente al altar, junto a los reclinatorios de terciopelo envejecido.
– Qué loca estás, Catina -dijo, pero alzó los brazos hacia el coro para fingir que dirigía. Seguí caminando parsimoniosa hasta que llegué junto a él y le detuve los brazos.
– Tienes que recibir a la novia. Ven, nos hincamos aquí. La gente nos está mirando. Tú me prometes quererme en la salud y en la enfermedad, en lo próspero y en lo adverso, y todos los días de mi vida. Yo te acepto a ti como mi esposo y prometo serte fiel en lo próspero y en lo adverso, en la salud y en la enfermedad y amarte y respetarte todos los días de mi vida.
– Qué bien te lo sabes. Lo tienes ensayadísimo. Pero, ¿por qué lloras? No llores, Catalina, ya prometo serte fiel con marido y sin marido, en las carcajadas y el miedo, y amarte y respetar tus preciosas nalgas todos los días de mi vida.
Nos abrazamos todavía hincados en los reclinatorios, bajo el techo y las paredes doradas, frente a la virgen encerradita en su nicho. Nos abrazamos hasta que se paró frente a nosotros una vieja enrrebozada con la cara llena de arrugas y verrugas, tan chaparrita que nos quedaba a la altura de los ojos.
– ¿Qué no les da respeto Dios? -dijo. Si quieren hacer cochinadas vayan a hacerlas a un establo, no vengan aquí a ensuciar la casa de la virgen.
– Nos acabamos de casar -dije. A Dios le gusta el amor.
– Amor ni qué amor. Pura calentura es lo que traen ustedes. Andeles para fuera -dijo tomando su escapulario por una punta y levantándoselo hasta la cara. Se tapó con él desde la barba hasta la mitad de los ojos y empezó a rezar. Luego muy rápido, mientras nosotros seguíamos mirándola como a una aparición, sacó una botella de agua bendita y nos la echó encima diciendo más jaculatorias con su voz chillona.
– ¿Dónde queda el establo? -le preguntó Carlos levantándose y jalándome.
– ¡Animas del purgatorio! Dios tenga clemencia de sus almas, porque seguro que sus cuerpos se van a chichinar -dijo.
Buscamos un lugar entre los sembradíos. Nos acostamos sobre las flores anaranjadas, rodamos sobre ellas desvistiéndonos. A veces yo veía el cielo y a veces las flores. Hacía más ruido que nunca, quería ser una cabra. Era una cabra. Era yo sin recordar a mi papá, sin mis hijos ni mi casa, ni mi marido, ni mis ganas del mar.
Nos reímos mucho. Nos retamos como dos mensos que no tienen futuro ni casa ni una chingada. No sé de qué nos reíamos tanto. Creo que de nuestras ganas nos reíamos.
– Estás toda pintada de flor de muerto -dijo Carlos. Debe ser bonito que así huela la tumba de uno y que la pongan toda de anaranjado en Todos Santos. Cuando me muera te encargas de que me entierren aquí.
– Te vas a morir en Nueva York, en un viaje como ese del mes pasado, o en París. Tú eres muy internacional para morirte aquí cerca. Además vas a estar tan viejito que ya no te va a importar ni a qué huela tu rumba.
– Me muera cuando me muera quiero que mi tumba huela como tu cuerpo ahora. Y ya vámonos que son las dos. Si no estás a la hora de presidir la mesa nos mata tu marido.
– Ya me cansé de mi marido. Todos los días nos va a matar por algo. Que nos mate y ya, nos enterramos aquí y nos ponemos a coger debajo de la tierra donde nadie nos esté molestando.
– Buena idea, pero mientras nos mata vámonos yendo.
Nos levantamos y caminamos hasta el coche. Fui cortando flores, cuando llegamos a la casa las acomodé en una olla de barro en medio de la mesa.
– ¿Quién puso ese horror ahí? -preguntó Andrés llegando a comer.
– Yo -le dije.
– Cada día estás más loca. Esto no es tumba. Quítalas que son de mala suerte y huelen espantoso. Perdonen a mi señora -dijo a los invitados. A veces es una romántica equivocada -después distribuyó los lugares.
– ¿Dónde te quieres sentar, Carlangas? -le preguntó a Carlos cuando ya no quedaba más lugar que uno junto a mí. ¿Junto a mi señora?
– Encantado -dijo Carlos.
– No lo tienes que decir -contestó. ¿De qué es la sopa, Catalina?
– De hongos con flores de calabaza.
– Vaya. Está obsesionada con las flores. Pero es buena esta sopa, es reponedora, se la recomiendo, diputado -le dijo a Puente, el diputado de la CRQM que pasaba esos días en la casa.
– ¿Estuvo larga su desvelada de anoche? -preguntó Carlos.
– No más que otras -contestó Andrés. Teníamos mucho que hablar, ¿verdad diputado?
– Y lo que nos falta general -dijo el diputado.
– Ay ya no -suplicó su señora. Luego llegan muy tarde y una pasa muchos fríos.
Era una mujer chaparrita, de ojos grandes y pestañas muy negras. Con las chichis bien puestecitas y la cintura siempre apretada con lazos o cintos. Le gustaba su marido. Adivinar la razón, porque era espantoso, pero el caso es que ella siempre que se podía lo sobaba y cuando el tipo daba sus opiniones ella lo oía como a un genio, moviendo la cabeza de arriba para abajo. Quizá por eso el diputado terminaba sus más elocuentes intervenciones preguntando: «¿Cierto o no, Susy?», a lo que ella respondía: «Certísimo, mi vida», y por última vez movía la cabeza. Eran un equipo. Yo nunca pude hacer un equipo así. Me faltaba dedicación.
– ¿Y qué tal el juego? -pregunté.
– Bien -dijo Andrés. A ustedes no les pregunto cómo les fue porque me lo imagino. No sé cómo les gusta el campo. Se ve que no trabajaron ahí. ¿Visitaste a tu amigo Medina? -le preguntó a Carlos.
– No dio tiempo. Nos quedamos en Tonanzintla. La iglesia es impresionante, quiero dar un concierto ahí.
– Dalo. Mañana arreglamos eso en lugar de que pierdas tiempo visitando a Medina.
– Medina es mi amigo y tiene problemas.
– Pendejadas. El único problema que tiene es dejarse dirigir por Cordera y empeñarse en ser líder de la CTM en Atlixco. Porque en Atlixco la CTM se va a chingar, y Medina con ella, como que me llamo Andrés Ascencio.
– ¿Por qué te metes, Chinti? Deja que los trabajadores decidan a quién quieren -dijo Carlos con el aire de hermano mayor que tanto irritaba al general.
– El que no se tiene que andar metiendo eres tú. Dedícate a tu música y tus intelectualidades, dedícate si quieres a las mujeres complicadas, pero no te metas en política, porque éste es un trabajo que hay que saber hacer. A mí no se me ocurre dirigir orquestas y te aseguro que es mucho más fácil pararse a mover las manos frente a una bola de Maríachis que gobernar alebrestados y cabrones.
– Cordera y Medina son mis amigos.
– ¿Y yo qué? ¿No soy tu amigo? ¿Ve usted, diputado Puente? Así le pagan a uno -me miró y siguió. ¿No estás de acuerdo, Catalina? ¿Ya te convenció el artista de que a la izquierda unida jamás será vencida? Son un desastre las mujeres, uno se pasa la vida educándolas, explicándoles, y apenas pasa un loro junto a ellas le creen todo. Ésta, así come la ve, diputado, está segura de que el cabrón de Álvaro Cordera es un santo dispuesto a echar su suerte con los pobres de la tierra. Y lo ha visto tres veces, pero ya le creyó. Con tal de estar en contra de su marido. Porque ésa es su nueva moda. La hubieran conocido ustedes a los dieciséis años, entonces sí era una cosa linda, una esponja que lo escuchaba todo con atención, era incapaz de juzgar mal a su marido y de no estar en su cama a las tres de la mañana. Ah, las mujeres. No cabe duda que ya no son las mismas. Algo las perturbó. Ojalá y la suya se conserve como hasta ahora, diputado, ya no hay de ésas. Ahora hasta las que parecían más quietas respingan. Hay que ver a la mía.
Andrés me conocía tan bien que sonrió antes de dar un bocado de mole y después, con la boca llena, dijo:
– Cuando digo la mía me refiero a usted, señora De Ascencio. Lo demás son anécdotas, necesarias pero no imprescindibles.
– Este general tan claridoso -dijo el diputado Puente.
Carlos puso su mano sobre mi pierna bajo la mesa.
La comida fue eterna. Cuando llegaron las tortitas de Santa Clara y el café, sentí alivio. En un rato todo el mundo se iría a dormir la siesta. Andrés nunca quería saber de mí a esas horas, después de la segunda o tercera copa de coñac se levantaba, caminaba hasta la cocina, les daba las gracias a las muchachas y estuviera invitado quien estuviera él decía:
– Me disculpan, por favor. Tengo un trabajo privado que me urge terminar. Luego se iba a un cuarto de atrás que se oscurecía por completo a media tarde. Ahí dormía exactamente una hora y media. Despertaba listo para el dominó, al que yo tampoco era requerida, bastaba con organizar que hubiera suficiente café, mucho brandy y una charola con chocolates y podía yo desaparecer tranquilamente hasta la hora de la cena.
– ¿Vamos al zócalo? -le dije a Carlos.
– ¿En qué cuarto queda el zócalo? -contestó.
Nos estábamos riendo cuando Andrés volvió de su demagógico agradecimiento a las sirvientas y se paró atrás de mí. Puso sus manos sobre mis hombros y los oprimió.
– Ustedes nos disculpan. Tenemos un trabajo urgente -dijo.
– Yo quedé con los niños de ir al zócalo por un globo y a los Fuertes a trepar árboles -dije.
– Eres una madre ejemplar. Diles que los llevarás cuando empiece el dominó.
– Ay mamá -dijo Verania, cómo serás.
– Andrés, les prometí -dije.
– Me parece bien; el prometer no empobrece.
¿No has visto todo lo que yo prometo? Promételes que los llevas a las seis. Ahorita no puedes
– Aquí la esperamos, señora -dijo Carlos.
– ¿Nos vas a contar de tu papá? -le preguntó Checo.
– De lo que quieran -les dijo.
– No te tardes, ma.
– No, mi vida -contesté.
Andrés entró a nuestra recámara y cerró la puerta. Se sentó en la orilla de la cama, pidió que me sentara junto a él.
– ¿A dónde fueron? -preguntó.
– Ya sabes. Me mandas seguir y después me preguntas -le dije.
– Mandé al pendejo de Benito y los perdió cuando salieron de la iglesia. ¿Qué recado les pasó la vieja enrrebozada?
Me reí.
– Dijo que iba a sacarnos el demonio, nos bañó con agua bendita.
– Y les dio un recado de Medina.
– No, qué recado de Medina ni qué nada.
– Dice Benito que habló de un establo.
– No la oí.
– ¿Y tampoco oíste lo de las ánimas del purgatorio?
– Eso sí. Las llamó en una oración.
– ¿Qué decía la oración?
– No me acuerdo, Andrés. Creí que estaba loca. Llegó a echarnos de la casa de la virgen y no sé qué más pendejadas.
– Pues acuérdate.
– No me acuerdo. ¿Ya me puedo ir? ¿Quién nos va a seguir hoy en la tarde?
– Hoy en la tarde tú te vas a quedar en esta cama, con tu marido. Porque como espía eres una pendeja y como novia te está gustando el papel.
Me quité los zapatos. Subí los pies a la cama y enrosqué el cuerpo metiendo la cabeza entre las piernas. Suspiré.
– ¿Para qué quieres que me quede? ¿Para que me hagas el favor? Hace meses que no sé de ti.
– Te cae bien la distancia. Estás guapísima.
– ¿Y Conchita? -le pregunté.
– No hagas preguntas de mal gusto, Catalina -contestó.
– Son de cortesía. Me interesa saber cómo están de salud las mujeres con que te acuestas.
– Qué vulgar te has vuelto -dijo.
– ¿Desde cuándo nos vamos a volver finos? Esa ha de ser una maña que te pasó la sobrina de José Ibarra. Ellos siempre tan distinguidos. ¿La sigues teniendo en el rancho de Martínez de la Torre? Ya sé que le puso cortinas de terciopelo y muebles Luis XV para no sentirse perdida entre tanto indio. ¿Y qué hace cuando no estás ahí? ¿No se aburre? Seguro borda petit poa. Pobrecita. Ha de andar con sombrero de velito en la cara paseando entre peones y toros.
– Tuvo una hija.
– ¿La vas a traer?
– Ella no quiere.
– Tampoco las otras querían.
– Pero las otras no eran buenas madres y ésta sí. Quiere a la niña y me pidió que se la dejara para no estar tan sola.
– Por mí, mejor que no te pongas generoso. En mis rumbos ya sobran niños, no digamos adolescentes.
– No te quejes. Ya se va mi Lilia.
– ¿Tu Lilia? Ahora vienes a llamarla dulcemente mi Lilia. Se la han pasado gritándose desde que los conozco. Me quiere más a mí que soy su madrastra.
– No se pelea contigo, eso no quiere decir que te quiera -me dijo.
– Algo querrá decir. Me la trajiste cuando tenía diez años. Va a cumplir dieciséis.
– ¿Es tu hechura?
– Yo no hago a nadie. Yo los alimento y los oigo, lo demás es cosa suya. Aquí cada quien crece como puede: tus hijos, nuestros hijos, ¿a poco crees que yo educo a Checo?
– Lo mal educas, pero no te pongas filósofa, quítate el suéter, acuéstate aquí junto -dijo y me jaló hacia él. Te enflacó la cintura, ¿qué hiciste?
– El amor -le contesté.
– Majadera, no creas que me provocas. Sé que eres más fiel que una yegua fina. Ven para acá, te he tenido abandonada, ¿desde septiembre?
– No me acuerdo.
– Antes contabas los días.
Bostecé y estiré las piernas, me acomodé junto a él. Tenía yo puestos unos pantalones de pana y lo dejé acariciarlos.
– Es increíble lo bien que sigues estando. Con razón traes a Carlos hecho un pendejo.
– Carlos es mi amigo.
– También Conchita, Pilar y Victorina son mis amigas.
– Y las mamás de tus hijos.
– Porque así son las mujeres. No pueden coger sin tener hijos. ¿Tú no quieres tener hijos de Carlos?
– Tengo de sobra con los tuyos, y yo no cojo con Carlos.
– Ven para acá, condenada, repíteme eso -dijo poniendo su cara casi encima de la mía, tomándome de la barba para que yo le sostuviera la mirada.
– Yo no cojo con Carlos -dije mirándole a los ojos.
– Está bien saberlo -me contestó y se puso a besarme. Quítate la ropa. Qué trabajo cuesta que tú te quites la ropa -dijo tirando de mis pantalones. Lo dejé hacer. Pensé en Pepa diciendo: En el matrimonio hay un momento en que tienes que cerrar los ojos y rezar un Ave María. Cerré los ojos y me puse a recordar el campo.
– ¿No coges con Carlos? ¿Y qué estabas haciendo cuando te manchaste el cuerpo de amarillo?
– me preguntó.
– Radar sobre las flores.
– ¿Nada más?
– Nada más -dije sin abrir los ojos.
Se metió. Seguí con los ojos cerrados, echada bajo él imaginando la playa, pensando en qué disponer de comida para el día siguiente, haciendo el recuento de las cosas que quedaban en el refrigerador.
– Eres mi mujer. No se te olvide -dijo después, acostado junto a mí, acariciándome la panza. Y yo boca arriba, viendo mi cuerpo lacio, le dije:
– Ya no tengo miedo.
– ¿De qué?
– De ti. A veces me das miedo. No sé qué se te ocurre. Me miras y te quedas callado, amanece y te sales con el fuete y la pistola sin invitarme a nada. Empiezo a creer que me vas a matar como a otros.
– ¿A matarte? ¿Cómo se te ocurrió eso? Yo no mato lo que quiero.
– Entonces, ¿por qué te pones la pistola todos los días?
– Para que la miren los que quieren matarme. Yo no mato, ya se me pasó la edad.
– Pero mandas matar.
– Depende.
– ¿De qué depende?
– De muchas cosas. No preguntes lo que no entiendes. A ti no te voy a matar, nadie te va a matar.
– ¿Y a Carlos?
– ¿Por qué habría alguien de matar a Carlos? No coge contigo, no visitó a Medina, es mi amigo, casi mi hermano chiquito. Si alguien mata a Carlos se las ve conmigo. Te lo juro por Checo que tanto lo quiere dijo.
Después se quedó dormido con las manos sobre la barriga y la boca medio abierta, con una bota sí y otra no, sin pantalones y con la camisa desabrochada. Me estuve junto a él un ratito, mirándolo dormir. Pensé que era una facha, recorrí la lista de sus otras mujeres. ¿Cómo lo querrían? ¿Porque tenía chiste? Yo se lo encontré, yo lo quise, yo hasta creí que nadie era más guapo, ni más listo ni más simpático, ni más valiente que él. Hubo días en que no pude dormir sin su cuerpo cerca, meses que lo extrañé y muchas tardes gastadas en imaginar dónde encontrarlo. Ya no, ese día quería irme con Carlos a Nueva York o a la avenida Juárez, ser nada más una idiota de 30 años que tiene dos hijos y un hombre al que quiere por encima de ellos y de ella y de todo esperándola para ir al zócalo.
Me levanté de un brinco. Me vestí en segundos. Carlos estaba afuera y yo ahí de estúpida contemplando al oso dormir.
– Adiós -dije bajito y fingí que sacaba de mi cinto un puñal y se lo enterraba de últimas, antes de irme.
Salí al patio gritando:
– Niños, Carlos, vámonos. Ya estoy lista.
Oscurecía. Nadie estaba en el patio del centro. Fui al jardín de atrás. Subí las escaleras llamándolos. No los encontré. Las luces de sus cuartos estaban apagadas. Toqué en la recámara de Lilia que era la única encendida.
– ¿Qué te pasa, mamá? Gritas como si se te escapara el cielo.
Estaba linda. Con una bata ajustada en la cintura, la cara infantil y limpia. Se quitaba las anchoas. Las iba soltando rápido y el pelo le salía rizado bajo los oídos.
– ¿A dónde vas? -le pregunté.
– A cenar con Emilio -el mismo tono con que su padre me respondía: «a la oficina».
– Qué desperdicio, mi amor. Dieciséis años y ese cuerpo, y esa cabeza a la que tanto le falta aprender, y esos ojos brillantes y todo lo demás se va a quedar en la cama de Milito. El pendejo de Milito, el oportunista de Milito, el baboso de Milito que no es nada más que el hijo de su papá, un atracador como el tuyo pero con ínfulas de noble. Es una lástima, mi amor. Lo vamos a lamentar siempre.
– No exageres, mamá. Emilio juega bien tenis, no es simpático pero tampoco es feo. Es muy amable, se viste de maravilla y a mi papá le conviene que yo me case con él.
– Eso sí está claro -dije.
– Le gusta la música. Nos lleva a los conciertos de Carlos.
– Porque están de moda y porque son una buena oportunidad de sentarse dos horas sin que se le note que no piensa nada -contesté.
Los cuartos daban a un pasillo abierto con un barandal del que colgaban macetas.
– Hace frío. ¿Seguimos platicando aquí adentro? -dijo metiéndose al cuarto. La seguí. Se paró frente al tocador a cepillarse el pelo.
– ¿Dónde estarán éstos? -pregunté. ¿Por qué se fueron sin mí?
– Porque ya no te quieren -dijo extendiendo su risa todavía de niña.
– ¿Ni un recado? -preguntó. Entonces recordé la maceta en el cuarto de Carlos.
– Que quedes preciosa mi amor. Voy a estar en el costurero. Pasa a verme -le dije y salí corriendo hasta la maceta con el helecho. Hurgué entre las hojas, encontré un papel, con su letra:
«Mi muy querida: Esperaba que vinieras pronto, aunque fuera vestida. Tuve que salir porque recibí un recado de Medina pidiendo verme a las seis en la puerta de San Francisco. Me llevé a los niños y la evocación exacta de tus redondas nalgas. Besos aunque sea en la boca. YO.»
Bajé corriendo las escaleras. Crucé el patio del centro al que Andrés se asomaba recién despertado.
– ¿Quién está dispuesto para el dominó? -me preguntó.
– No sé. Carlos y los niños se fueron a San Francisco. Yo voy a buscarlos. No he pasado por el salón de juegos pero ya debes tener ahí clientela. Ahorita le digo a Lucina que te mande el café y los chocolates -dije todo eso, rapidísimo y sin detenerme.
– ¿Carlos se llevó a los niños? ¿Quién le dio permiso? -gritó Andrés.
– Siempre se los lleva -contesté también gritando mientras bajaba las escaleras rumbo al garaje.
El coche que encontré cerca de la puerta era un convertible. Me subí en ése y bajé a San Francisco derrapando. Cuando llegué al parque fui más despacio, pensé que la conversación con Medina no iba a ser en la puerta de la iglesia y que Carlos necesitaría que los niños jugaran en alguna parte mientras él conversaba. No los vi entre los árboles, ni caminando sobre los bordes de las fuentes, ni bebiéndose el agua puerca que unas ranas de talavera echaban por la boca. No estaban en los columpios ni en las resbaladillas, ni en ninguno de los sitios en que jugaban habitualmente. Tampoco vi a Carlos sentado en una de las bancas ni tomando café en los puestos de chalupas. Me entró furia contra él. ¿Por qué se metía en política? ¿Por qué no se dedicaba a dirigir su orquesta, a componer música rara, a platicar con sus amigos poetas y a coger conmigo? ¿Por qué la fiebre idiota de la política? ¿Por qué tenía que ser amigo de Álvaro y no de alguien menos complicado? ¿Dónde estaban? Hacía frío. Seguro se salieron sin suéter -pensé. Les va a dar gripa a los tres y a mí pulmonía por andar en este pinche coche abierto. ¿Donde están? ¿Se habrán ido al zócalo?
Estacioné el coche al pie de las escaleras del atrio, me bajé y corrí a ver si seguían en la puerta de la iglesia. A lo mejor se habían quedado ahí para esperarme.
El atrio es una explanada larga, sin rejas, al fondo está la iglesia con su fachada de azulejos y sus torres delgadas. Ahí, justo en la puerta ya cerrada, estaban los niños sentados en el suelo.
– ¿Qué pasó? -dije cuando los vi solos, tan extrañamente quietos.
– El tío Carlos se fue con unos amigos y dijo que lo esperáramos aquí -me contestó Checo.
– ¿Hace cuánto tiempo? ¿Y quiénes eran sus estúpidos amigos, Verania?
– No sé -dijo Verania.
– ¿No era Medina? Acuérdense, el señor ese con el que estuvimos tomando nieves en el zócalo de Atlixco.
– No, no era ese señor mamá -dijo Verania que entonces tenía como diez años.
– ¿Segura?
– Si. Checo te dijo que eran sus amigos porque el que lo jalaba del brazo le dijo: «Vamos amigo», pero él no quería ir. Fue porque ellos tenían pistolas, por eso dijo que nos quedáramos aquí, que tú ibas a venir si él no volvía pronto.
– ¿Por qué no llamaron a los curas? ¿Dónde estaban los curas? -pregunté.
– Acababan de cerrar la puerta -dijo Verana.
– Curas inútiles. ¡Curas! ¡Curas! ¡Curas! -grité golpeando la puerta de la iglesia.
Un fraile abrió.
– ¿Se le ofrece algo hermana? -dijo.
– Hace una hora se llevaron de aquí a un señor que venía con mis hijos, se lo llevaron unos hombres armados, a la fuerza, y ustedes tenían la puerta cerrada a las seis de la tarde. Tanto que jodieron para abrir sus iglesias y las tienen cerradas. ¿Quién les avisó que cerraran la puerta? -dije echándome sobre el monje.
– No entiendo de qué me habla hermana. Cálmese. Cerramos la puerta porque oscureció más temprano.
– Ustedes nunca entienden nada de lo que no les conviene. Vámonos niños, al coche, rápido.