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CAPÍTULO XXIV

El año no empezó bien para Alonso. La presencia de Andrés en Acapulco le pareció intolerable. Era lógico. A pesar de la perfecta figura y el atuendo de magazine que él tenía siempre, a pesar de su cara joven y su trato agradable, Andrés se notaba más que él. No hacia más que entrar a un cuarto o acercarse a la conversación de un grupo y todo empezaba a girar a su alrededor. Era el héroe de sus hijos, el atractivo de mis visitas, el dueño de la casa y de remate mi marido.

Una tarde en que inventé ir a Pie de la Cuesta a ver meterse el sol, Quijano no quiso acompañarnos. Al regresar, Lucina nos dijo que se había ido a la filmación urgente. Luego ella misma me entregó una nota breve, diciendo: «Me voy. Supongo que entiendes la causa. Con todo, te quiero, Alonso».

Durante la cena Andrés hizo más de veinte chistes sobre el «arregladito» que había hecho el favor de dejarnos, por fin, en familia. Sus hijos se los rieron todos, yo algunos.

La primera noche me sentí culpable por Alonso, la segunda me cambié al cuarto de Andrés. Nunca tuvieron los hijos una sorpresa como la que les dimos ese fin de año mostrando una reconciliación llena de besos públicos y cortesías de novios.

Volvimos a México ya muy empezado enero. No busqué a Quijano. Me entretuve con las rabietas de Andrés y lo ayudé a criticar al Gordo y a sobrellevar la inminente candidatura de Cienfuegos.

A principios de febrero fuimos a Puebla, donde tomaba posesión el tipo que él había querido como gobernador. En Puebla, Andrés seguía siendo autoridad y le encantó recordar los honores y el trato de cacique respetable que se le daba. Ahí se sentía tan cómodo y seguro, que se le olvidó su cargo de asesor presidencial. Yo tampoco tuve ganas de volver a México y compartí con él la inmensa casa vacía cuando los niños regresaron a sus colegios acompañados por Lucina.

Se iba poniendo viejo, un día le dolía un pie y al otro una rodilla. Bebía sin tregua brandy de la tarde a la noche y té de limón negro durante toda la mañana. Me hubiera dado piedad si el jardín y el cuarto del helecho no revivieran insistentemente a Carlos.

Lilia me visitaba todos los días, me contaba los últimos chismes y me hacia reír. A mis amigas las veía algunas tardes. Mónica trabajaba con tal furia que a veces sólo podía darnos un beso y desaparecer. En cambio Pepa tenía el jardín toda la tarde y la placidez que sus encuentros en la bodega del mercado le dejaban en la cara y las palabras. También recuperé a Bárbara mi hermana que era como un ángel de la guarda, mejor que un ángel porque no me juzgaba, sólo se moría de la risa o se echaba a llorar y, como yo, pasaba de las carcajadas a las lágrimas sin ningún esfuerzo. Ella estaba conmigo la tarde que Andrés llegó a la casa sintiéndose muy mal. Volvía de Tehuacán donde le habían hecho un homenaje. Uno de esos homenajes a los que iba rodeado de autoridades formales que públicamente le rendían cuentas y lo trataban como a un patrón. Ese día lo habían acompañado el nuevo gobernador del estado, el presidente municipal de Puebla y por supuesto el de Tehuacán, donde lo declararon hijo predilecto de la población.

Eran como las cinco cuando oímos el ruido de los autos llegando hasta la puerta.

– Qué tedio Bárbara -dije, ya regresó. Va a llamarme para que lo escuche hacer el recuento de sus glorias.

Se había pasado el desayuno recordándome cómo estaban los obreros peleados entre sí cuando él llegó al gobierno, cómo durante su administración aumentaron los caminos, se construyeron escuelas, se terminó el descontento.

– Voy a decirles -me adelantó: No vengo como gobernante, mi labor como tal ha terminado, vengo como hijo del estado de Puebla, como ciudadano y como hombre que sabe entregar el corazón. ¿Qué te parece? No me dices qué te parece Catalina, ¿para qué crees que te tengo?

En su locura de los últimos meses me había vuelto a nombrar su secretaria privada y yo quise seguirle la corriente para pasar el tiempo. Le extendí un papel en el que había escrito su posible discurso y señalé un párrafo cualquiera. Lo leyó en voz alta: “Estaré siempre al servicio de todos ustedes, aquí y fuera de aquí, como funcionario y como simple ciudadano. Les pido que desechen rencillas, que eliminen dificultades, que sigan trabajando con entusiasmo, como hermanos, como hombres que fueron a la Revolución con un programa social bien definido y por cuyo rescate si llegara a ser necesario iría con ustedes nuevamente a la lucha, sin llevar conmigo ninguna ambición personal política, porque ya como gobernante he cumplido, pero sí iría con el deseo de velar por la tranquilidad y el progreso de nuestro querido estado”.

Terminó de leer y me dijo:

– No me equivoqué contigo, eres lista como tú sola, pareces hombre, por eso te perdono que andes de libertina. Contigo sí me chingué. Eres mi mejor vieja, y mi mejor viejo, cabrona.

Antes de irse pidió su té y me invitó una taza. La bebí despacio, esperando que llegara de a poco la extraña euforia que producía.

Matilde no había regresado a la cocina. Puso el té sobre la mesa, nos vio beberlo y le dijo a Andrés:

– Usted va a perdonar que yo me meta general, pero está usted tomando muy seguido esas hierbas y seguido hacen daño.

– Qué daño ni qué nada. Si no fuera por ellas ya me hubiera muerto. Son lo único que me quita el cansancio.

– Pero a la larga perjudican. Yo veo que usted se está desmejorando.

– No por las hierbas Matilde. ¿No me digas que sigues creyendo en esas cosas? -le contestó Andrés antes de dar el último trago: Mira cómo está de rozagante la señora y ella también lo toma.