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Tenía yo diecisiete años cuando nació Veranea. La había cargado nueve meses como una pesadilla. Le había visto crecer a mi cuerpo una joroba por delante y no lograba ser una madre enternecida. La primera desgracia fue dejar los caballos y los vestidos entallados, la segunda soportar unas agruras que me llegaban hasta la nariz. Odiaba quejarme, pero odiaba la sensación de estar continuamente poseída por algo extraño. Cuando empezó a moverse como un pescado nadando en el fondo de mi vientre creí que se saldría de repente y tras ella toda la sangre hasta matarme. Andrés era el culpable de que me pasaran todas esas cosas y ni siquiera soportaba oír hablar de ellas.
– Cómo les gusta a las mujeres darse importancia con eso de la maternidad -decía. Yo creí que tú ibas a ser distinta, creciste viendo animales cargarse y parir sin tanta faramalla. Además eres joven. No pienses en eso y verás que se te olvidan las molestias.
Como había perdido la candidatura para ser gobernador, andaba ocioso. Le dio por viajar y me llevó hasta Estados Unidos en coche.
Yo todo el tiempo tenía sueño. Me dormía con el sol sobre los ojos y aunque el coche fuera dando brincos por largos caminos de terracería.
– No sé para qué te traje, Catín -me decía-. Mejor hubiera yo invitado a otra mujer. No has visto el paisaje, ni me has cantado, ni te has reído. Has sido un fraude.
Todo el embarazo fui un fraude. Andrés no volvió a tocarme dizque para no lastimar al niño y eso me puso más nerviosa, no podía pensar con orden, me distraía, empezaba una conversación que acababa en otra y escuchaba solamente la mitad de lo que me contaban. Además tenía un espantoso miedo a parir. Pensé que me quedaría tonta para siempre. El se iba con más frecuencia que antes. Ya no me llevaba a México a los toros. Salía de la casa solo y yo estaba segura de que a la vuelta se encontraba otra mujer. Alguien presentable, sin un chipote en la panza y unas ojeras hasta la boca. Tenía razón. Yo no hubiera ido conmigo a ninguna parte. Menos a los toros donde las mujeres eran bellísimas y con las cinturas tan delgadas.
Me quedaba rumiando el abandono, sobándome la panza, durmiendo. Sólo salía para ir a comer a casa de mis papás.
Un mediodía iba por el zócalo soplándole a un rehilete que compré para Pía y me estrellé con todo y barriga contra Pablo mi amigo del colegio. Pablo era hijo de chipileños, sus abuelos eran del Piamonte en Italia. Por eso era güerejo y de ojos profundos.
– ¡Qué bonita te ves! -dijo.
– Cómo eres -contesté.
– En serio. Yo siempre supe que te verías linda esperando un hijo.
Total no fui a comer a casa de mis papás. Pablo repartía leche en una carretita tirada por mulas. Salía de Chipilo muy temprano en las mañanas. Me invitó a subirme en ella y nos fuimos al campo. Me trataba como a una reina. Nadie le tuvo más cariño que él al probable bebé. Ni yo. Aunque yo no era un buen ejemplo de amor extremo. Esa tarde jugamos sobre el pasto como si fuéramos niños. Hasta se me olvidó la barriga, hasta llegué a pensar que hubiera sido bueno no desear más que aquel gusto fácil por la vida. Aprecié la tela corriente de sus pantalones, sus pelos desordenados y sus manos. Pablo se encargó de quitarme las ansias esos tres últimos meses de embarazo, y yo me encargué de quitarle la virginidad que todavía no dejaba en ningún burdel.
Eso fue lo único bueno que tuvo mi embarazo de Verania. Todavía el domingo anterior al parto fuimos a jugar en la paja. De ahí me llevó a casa de mis papás porque empecé a sentir que Verania salía. Mi general llegó dos días después con veinte ramos de rosas rojas y chocolates.
La niña tenía un mes y yo los pezones llenos de estrías cuando Andrés entró a la casa con los dos hijos de su primer matrimonio.
Virginia era unos meses mayor que yo. Octavio nació en octubre de 1915 y era unos meses menor. Se pararon en la puerta del cuarto donde yo estaba. Su padre me presentó y los tres nos miramos sin hablar. Yo no sabía nada de la vida de Andrés, menos que tuviera hijos de mi edad.
– Son mis hijos mayores -dijo. Hasta ahora vivieron con mi madre en Zacatlán. Pero ya no quiero que estén en el pueblo, los traje a estudiar aquí, vivirán con nosotros.
Moví la cabeza de arriba para abajo y luego enseñándoles a la niña dije:
– Esta es su hermana. Se llama Verania.
Octavio se acercó a mirarla preguntando por qué tenía un nombre tan raro y yo le conté que así se Llamaba la madre de mi padre.
– ¿Tu abuela? -preguntó y se puso a pasar la mano por la mejilla de Verania.
Era un muchacho de ojos oscuros y confiados. Se reía igual que Andrés cuando quería hacerse agradable y pareció dispuesto a ser mi amigo. No pasó lo mismo con su hermana. Ella se quedó en la puerta junto a su padre, callada, sin dedicarme una mirada buena. La vi fea, medio gorda, de ojos tristones y labios muy delgados. Tenía los pechos chiquitos y las caderas cuadradas, le faltaban nalgas y le sobraba barriga. Me dio pena.
Octavio y ella quedaron instalados cerca de nosotros y de repente nos volvimos una familia. Hasta pensé que sería bueno tener compañía cuando Andrés no estuviera.
En la noche lo abrumé con preguntas. ¿De dónde le salieron esos hijos? ¿Tenia más?
Por lo pronto esos dos. Había conocido a su madre a principios de 1914 cuando fue a México acompañando al general Macías, un viejito que fue gobernador de Puebla tras la renuncia del gobernador constitucional, después de que Victoriano Huerta mató a Madero. Yo no sabía bien lo sucedido en esos años, pero Andrés me lo contó a saltos la noche del día en que llegaron sus hijos.
Macias era de Zacatlán. Arriero como el papá de los Ascencio, peleó en Puebla contra los franceses y se unió a las tropas de Porfirio Díaz. Con él
se hizo importante y rico. Cuando llegó la Revolución regresó al pueblo donde tenía un rancho y se sentía protegido. Andrés entró a trabajar con él. Era su jefe de peones, un muchacho listo, hijo de un conocido, se lo fue ganando. Cuando Huerta le ofreció la gubernatura, el viejillo la agarró encantado y se llevó a su ayudante para Puebla. A los seis meses de andar dizque gobernando se puso enfermo. Quiso ir a curarse a México y cargó con Andrés que se le había hecho necesario porque era ordenadísimo y lo cuidaba como un perro. Sabia dónde había puesto sus anteojos siempre que los perdía, y aprendió a manejar su ropa y hasta algunas de sus cuentas. El general duró enfermo tres semanas y a principios de enero de 1914 murió como era de esperarse. Andrés se quedó en México solo, sin entender una chingada de todo lo que ahí pasaba, sin trabajo y con dos monedas de plata, regalo del viejo Macias.
Le gustó la ciudad. Consiguió trabajo en un establo por Mixcoac y se quedó a ver qué pasaba. Total, tenía 18 años y ningunas ganas de volver al pueblo.
Por ahí por Mixcoac se encontró a Eulalia, una niña que llegó con las tropas de Madero. Su padre, Refugio Núñez, era un soldado raso y entusiasta. Eulalia vivía recordando el mediodía en que entraron a México y miles de personas les aplaudieron al verlos bajar del ferrocarril y caminar hasta la gran plaza en la que estaba el palacio al que entró el señor Madero mientras ella y su padre se quedaban afuera con toda la gente, aplaudiendo.
El padre de Eulalia trabajaba también en el establo, odiaba y tenia esperanza, le había pasado a su hija la sonrisa sombría de la derrota y la certidumbre de que pronto la Revolución volvería para sacarlos de pobres.
Mientras, trabajaban ordeñando vacas y repartían leche en una carreta conducida por Andrés y jalada por un caballo viejo. Eulalia no tenía por qué ir a la repartición, su quehacer terminaba en la ordeña, pero le gustaba recorrer con Andrés la colonia Juárez, tocar en las puertas de casas grandes a las que salían sirvientas con uniformes oscuros y una que otra vez mujeres blanquísimas con batas de seda y en la cara la expresión de que el mundo se les estaba acabando. Ella le enseñó a Andrés las casas que hacía un año se habían desbaratado con los cañones de la rebelión que derrocó a Madero. Andrés seguía entendiendo bastante poco, pero frente a la niña se volvió maderista. Eulalia, -dijo él tenía los ojos de Octavio-, era menuda y fuerte, le regaló la virginidad una mañana al volver de la entrega.
Quise saberlo todo. Extrañamente me lo contó.
Pasaban el día juntos, desde la madrugada en que se levantaban a ordeñar hasta la tarde que se les hacía noche tomando café y oyendo a su padre hablar de que Emiliano Zapata había tomado Chilpancingo, de que los revolucionarios del norte se acercaban a Torreón, de que el traidor Huerta había expedido un despacho de General de Guerra para don Porfirio y que le habían mandado la condecoración a Paris.
Quién sabe cómo el papá de Eulalia estaba siempre al tanto de todo. Después de que unos marinos gringos fueron detenidos en Tampico por andar merodeando cerca del Puente Iturbide, él vaticinó el desembarco de tropas gringas en Veracruz. Antes de que Zacatecas fuera tomada por Villa, previó varios días de lucha sangrienta y más de cuatro mil muertos en la batalla.
Como todo lo adivinaba, supo también que Eulalia iba a tener un hijo de Andrés y tras la inevitable pesadumbre se dedicó a mezclar profecías sobre la guerra y el futuro de su nieto. Eulalia aceptó que le cambiara el cuerpo y que poco a poco se le fuera estirando con la presencia del hijo, sin dejar de levantarse en la madrugada para la ordeña o de ir con Andrés a hacer las entregas en la carreta.
Una mañana de mediados de julio, don Refugio Núñez amaneció anunciando la derrota del traidor. No bien lo dijo y la Cámara de Diputados le aceptó la renuncia a Victoriano Huerta. De ahí empezó a vaticinar la caída de Puebla, la de Querétaro, Saltillo, Tampico, Pachuca, Manzanillo, Córdoba, Jalapa, Chiapas, Tabasco, Campeche y Yucatán.
– Hoy llega el general Obregón -dijo el 15 de agosto. Y los tres se fueron al zócalo a recibirlo.
Al joven Ascencio le gustó Álvaro Obregón. Pensó que si un día le entraba a la bola, le entraría con él. Tenía aspecto de ganador.
– Porque no has visto a Zapata -le dijo Eulalia.
– No, pero conozco las caras de los indios de su rumbo -contestó Andrés.
No pelearon. El hablaba de ella como de un igual. Nunca lo oí hablar así de otra mujer.
Cuando Venustiano Carranza llegó a México y convocó a una convención de gobernadores y generales con mando, para el primero de octubre, don Refugio vaticinó que Villa y Zapata no apoyarían al viejo Carranza. Otra vez acertó.
La Convención se trasladó a sesionar a Aguascalientes y ahí sí fueron Villa y Zapata. A fines de octubre se aprobó el Plan de Ayala. Don Refugio empezó a beber desde que imaginó que eso sería posible y para cuando se confirmó la noticia llevaba tres días borracho y repitiendo:
– Se los dije, hijos, ganó «Tierra y Libertad».
– Usted dirá lo que quiera, pero hacen mal en pelearse con el general Carranza -dijo Andrés.
Eulalia se acarició la barriga y preparó café. Le gustaba oír a su padre conversar con su señor.
A principios de noviembre Carranza salió de México y desde Córdoba desconoció los actos de la Convención. En Aguascalientes la Convención siguió reuniéndose como si nada, nombró un Presidente provisional de la República y siguió peleando las plazas a los carrancistas.
El día 23 los gringos le entregaron Veracruz al general Carranza, pero el 24 en la noche las Fuerzas del Sur entraron a la ciudad de México.
El 6 de diciembre Eulalia amaneció con dolores de parto. De todos modos su padre decidió que antes de cualquier cosa tendrían que ir a la Avenida Reforma para ver desfilar al Ejército Convencionista con Villa y Zapata a la cabeza.
Una columna de más de cincuenta mil hombres entró tras ellos. El desfile empezó a las diez de la mañana y terminó a las cuatro y media de la tarde. Eulalia parió una niña a media calle. Su padre la recibió, la limpió y la envolvió en el rebozo de Eulalia mientras Andrés los miraba hecho un pendejo.
– ¡Ay, virgen! -era lo único que podía decir Eulalia entre pujo y pujo. Tanto lo dijo que cuando llegaron a la casa y mientras don Refugio bañaba a la criatura, Andrés decidió que la llamarían Virgen. Cuando fueron a bautizarla el cura dijo que ese nombre no se podía poner y les recomendó Virginia que sonaba parecido. Aceptaron.
A los ocho días del parto, Eulalia volvió al establo con la niña colgada de la chichi y una sonrisa aún más brillante que la de un año antes. Tenía una hija, un hombre y había visto pasar a Emiliano Zapata. Con eso le bastaba.
En cambio Andrés estaba harto de pobreza y rutina. Quería ser rico, quería ser jefe, quería desfilar, no ir a mirar desfiles. Andaba amargado de la ordeña al reparto y oía las predicciones de don Refugio como una serie de maldiciones. Los convencionistas y los constitucionalistas peleaban en todo el país. Un día unos tomaban una plaza y al otro día los otros la rescataban, un día salía un decreto y otro día otro, para unos la capital era México y para los otros Veracruz, pero Andrés pensaba que siquiera los constitucionalistas tenían siempre el mismo jefe, en cambio los convencionalistas eran demasiados y nunca se iban a poner de acuerdo.
– Lo que pasa es que tú no crees en la democracia -le decía su suegro.
– Siempre tuvo buen ojo don Refugio -dijo Andrés cuando me lo contó. Yo qué voy a creer en esa democracia. Bien decía el teniente Segovia: «democracia que no es dirigida no es democracia.»
Enero empezó con los convencionistas en el gobierno de la ciudad de México, pero a fin del mes Álvaro Obregón volvió a ocupar la ciudad y a los constitucionalistas les tocó un vendaval que tiró todas las lámparas eléctricas y dejó oscuras las calles de la ciudad. Muchos árboles se desgajaron y el techo del jacalón en el que vivían Andrés, Eulalia y don Refugio salió volando a media noche y los dejó expuestos al frío. A Eulalia le dio risa quedarse sin techo de buenas a primeras y don Refugio empezó un discurso sobre las injusticias de la pobreza que alguna vez la Revolución evitaría. El joven Ascencio pasó la noche maldiciendo y se propuso todo antes que seguir de arrimado y en la miseria.
Entró a trabajar en las tardes de ayudante de un cura español que era párroco en Mixcoac. Pero para su desgracia le duró poco ese trabajo porque Obregón impuso al clero de la capital una contribución de 500.000 pesos y como no pudieron pagarla todos los curas fueron llevados al cuartel general. Andrés acompañó al padre José que estaba riquísimo y lo oyó jurar por la Virgen de Covadonga que no tenia un centavo. Obregón ordenó que los curas mexicanos se quedaran detenidos y soltó a los extranjeros con la condición de que abandonaran el país. Ni un día tardó el padre José en despedirse de sus feligreses y salir rumbo a Veracruz con una maleta llena de oro. Al menos eso sintió Andrés que la cargó hasta la estación de trenes.
Las cosas se fueron poniendo peores. Hasta las vacas daban menos leche, estaban flacas y mal comidas. Eulalia y él caminaban toda la ciudad buscando pan y carbón, muchas veces no encontraban, muchas no podían pagar ni eso.
En marzo, para alimento de don Refugio y su hija, el Ejército del Sur volvió a ocupar la ciudad haciendo que Obregón huyera la noche anterior. Tras ellos llegó el Presidente de la Convención y la mayoría de los delegados.
Por más que las esperanzas de Eulalia y su padre crecían, no lograban contagiar a Andrés. Para colmo Eulalia estaba embarazada otra vez. En el establo les pagaban con irregularidad y les descontaban puntualmente las ausencias. Andrés empezó a detestar las ilusiones de su mujer. Hubiera querido irse. Casi veinte años después no se explicaba por qué no se había ido.
Eulalia estaba segura de que los señores de la Convención no sabían bien a bien por lo que pasaba el pueblo, así que cuando oyó que se organizaría a la gente para ir a pararse a una de las sesiones con los cestos vacíos y pidiendo maíz, no dudó en ir. Andrés no quería acompañarla, pero cuando la vio en la puerta con la niña metida en el rebozo y la cara de fiesta, la siguió.
– ¡Maíz! ¡Pan! -gritaba una muchedumbre mostrando canastas vacías y niños hambrientos. Mientras su mujer gritaba con los demás, Andrés mentaba madres y se pendejaba seguro de que por ahí no iban a lograr nada.
Un representante de la Convención avisó a la muchedumbre que se comprarían artículos de primera necesidad hasta por cinco millones de pesos.
– Te lo dije, nos va a sobrar la comida -anunció Eulalia al día siguiente, antes de salir con su canasta a ver qué recogía en la venta de maíz barato que el Presidente ordenó se hiciera en el patio de la Escuela de Minería. Esa vez no la acompañó. La vio salir cargando a la niña, con la panza volviendo a saltársele. Flaca y ojerosa, con el lujo de la sonrisa que no perdía. Pensó que su mujer se estaba volviendo loca y se quedó sentado en el suelo fumando una colilla de cigarro.
Como se hizo de noche y Eulalia no volvía, fue a buscarla. Cuando llegó a la Escuela de Minería encontró a unos soldados juntando zapatos y canastas abandonadas y ni un grano de maíz en todo el patio. Habían ido más de diez mil personas a buscarlo. La lucha por un puño se volvió feroz, la gente se arremolinó y se aplastó. Hubo como doscientos desmayados, unos porque casi se asfixiaron y otros porque les dio insolación. Los habían recogido las ambulancias de la Cruz Roja.
Andrés fue por Eulalia al viejo hospital de la Cruz Roja. La encontró echada en un catre, con la niña descalabrada y su eterna sonrisa al verlo llegar.
No le dijo nada, sólo abrió la mano y enseñó un puño de maíz. Como él la miró horrorizado abrió la otra:
– Tengo más -dijo.
Poco después les pagaron en el establo diez pesos y sintiéndose ricos fueron al mercado de San Juan a comprar comida. Eran como las doce cuando llegaron. Las puertas de casi todos los expendios estaban cerradas. Frente a las de una panadería se amontonaban muchas mujeres gritando y empujando.
– Vamos ahí -dijo Eulalia riendo. Y se puso a empujar con todas las fuerzas de su flacura.
De repente las puertas cedieron y las mujeres entraron a la panadería tan enardecidas como hambrientas y se fueron sobre los panes peleándose por ellos y echando en sus canastas lo que podían. Andrés vio el desorden aquel, presidido por el panadero español que pretendía impedir a las mujeres que tomaran los panes sin pagarlos. Peleaba con ellas y quería meter la mano en sus canastas y quitarles lo que tenían dentro. Lo vio alejarse del mostrador colgado de las trenzas de una mujer que había vaciado una charola de bolillos en su canasta.
No encontró mucho dinero en la caja de madera guardada cerca del suelo, pero Andrés lo tomó rápidamente y buscó a Eulalia en media de los rebozos y los brazos de todas las mujeres que seguían recogiendo migajas mientras mordían alguna de sus ganancias. Fue hasta la puerta y desde allí le gritó. Ella alzó un brazo y le enseñó el pan que mordía y una risa llena de migajas. A empujones llegó hasta él, que se echó a correr jalándola.
– ¿No cogiste nada? -le preguntó Eulalia sin saber por qué habían abandonado la fiesta a la mitad. El no le contestó. La dejó rumiar su cocol de anís mientras iban en la carretera de regreso al establo y decirle que no le convidaría ni una mordida de sus panes por inútil y apendejado.
Don Refugio se había quedado con la niña y mecía su cuna de costal amarrado al techo con mecates. Eulalia entró dichosa y le extendió la canasta de panes al viejo profeta. Andrés los vio abrazarse riendo y pensó en guardar el dinero para días menos felices. Pero como Eulalia no dejaba de criticarlo se sacó de las bolsas todas las monedas que había podido guardarse.
– Hay muchas de a peso -gritaba Eulalia aventándolas al aire.
Esa misma tarde quiso comprarse un rebozo y obligó a su Andrés a gastar en una camisa para él y otra para don Refugio. A la niña le buscó un gorra con olanes de satín brillante y lo demás lo gastaron en azúcar, café y arroz. Andrés se empeñó en guardar quince pesos.
– Cinco más de lo que teníamos en la mañana -dijo Eulalia antes de dormirse.
Amanecieron oyendo los cañones tan cerca que pensaron en no ir a ordeñar las ocho vacas flacas que quedaban en el establo. Pero Eulalia quería sopear uno de sus panes en la cubeta de leche cruda y salió más temprano que nunca sin oír las advertencias de su padre.
Todo el día se oyeron los cañones. Andrés y Eulalia bajaron hasta la colonia Juárez con la poca leche que habían sacado, pero nadie les abrió la puerta. No había trenes ni coches en las calles, los comercios estaban cerrados y muy poca gente se atrevió a salir.
En la tarde se marcharon las últimas tropas convencionistas y a la mañana siguiente entraron a la ciudad las primeras fuerzas constitucionalistas. Dos días después entraron más y con ellas un nuevo comandante militar de la plaza, otro inspector de policía y otro gobernador del Distrito.
Eulalia fue con un billete de a peso a comprar manteca y en la tienda le dijeron que ese papel ya no valía. Regresó a la casa furiosa contra Andrés que no había querido gastárselo todo. Tenia tanta rabia que intentó quemar lo que tenían guardado, pero su padre pronosticó el regreso de los convencionistas y le quitó los billetes que había puesto a dorarse en el comal.
Se fue volviendo pálida y triste. Andrés decía que era el embarazo, pero don Refugio alegaba que el año anterior no había pasado nada así.
– Dicen que cada hijo se hace distinto -les contestaba Eulalia cuando discutían.
Cinco días después los convencionistas recuperaron la ciudad. No bien lo supo Eulalia, fue con sus billetes a la misma tienda en que se los habían devuelto.
Compró dos kilos de arroz, uno de harina, dos de maíz, uno de azúcar, uno de café y hasta una cajetilla de cigarros.
Cuando volvieron los constitucionalistas y don Refugio pronosticó que volvían para quedarse, Eulalia miró orgullosa su precaria despensa.
Carranza llevaba un mes en la ciudad y su gobierno era reconocido hasta por los Estados Unidos cuando Eulalia parió un niño de ojos claros como los de Andrés y sonrisa insistente y precoz como la de ella. Don Refugio estaba iluminado por la euforia, no podía encontrar mejor pronóstico para el futuro de prosperidad que estaba empeñado en alcanzar. El le puso Octavio antes de que nadie pudiera opinar otra cosa.
Virginia apenas tenía un año y pasó a segundo término de la noche a la mañana. La madre y el abuelo estaban demasiado ocupados con el prodigio de un hombre recién nacido y el padre apenas la veía intentar unos pasos mientras pensaba cómo salir de pobre rápido y para siempre.
Se iba solo en la carreta después de la ordeña y recorría la ciudad que empezaba a parecerle ordenada y hasta grata.
Un día el dueño del establo le pidió que acudiera a una nueva oficina llamada Departamento Regulador de Precios a preguntar en qué iba a quedar el precio de la leche, no fuera a ser que la estuvieran dando más barata.
Como a un aparecido, Andrés vio a Rodolfo, su amigo de la infancia en Zacatlán, tras la ventanilla de informes. Había entrado a México con el Ejército de Oriente, en calidad de sargento aunque jamás dio una batalla.
Era cobrador y necesitaba grado para merecer respeto. Le llevaba dos años y hacía más de cuatro que no se veían. Andrés siempre creyó que su amigo era un pendejo, pero cuando lo vio con la ropa limpia y tan gordo como cuando vivían alimentados por sus madres, dudó de sus juicios. Se saludaron como si se hubieran visto la tarde de ayer y quedaron de comer juntos.
Andrés volvió muy noche al jacalón de Mixcoac. Cuando su mujer le reprochó que no hubiera avisado cuánto tardaría, él contó la historia de su amigo convertido en sargento y le aseguró que pronto tendría un trabajo bien pagado.
Don Refugio se frotó las puntas de los bigotes y le dijo a su hija:
– Ya ves cómo tenía yo razón. Andaba en buenos pasos. A este hombre le va a ir bien con los del norte. Siquiera algo de todo esto que no me encabrone.
– Vamos a hacerlo padrino de Octavio -dijo Andrés.
Eulalia extendió su eterna sonrisa y fue a tirarse en la cama junto a su hijo.
– Asta dice que se siente cansada -contó don Refugio. Y para que ella lo diga ha de irse a morir.
Por desgracia don Refugio también acertó en esa predicción. La epidemia de tifo que hacía meses andaba por la ciudad entró al jacalón de Mixcoac y se prendió de Eulalia.
En ocho días se le fue cerrando la risa, casi no hablaba, tenia el cuerpo ardiendo y echaba un olor repugnante. Andrés y don Refugio se sentaron a verla morir sin hacer nada más que ponerle paños mojados en la frente. Nadie se aliviaba del tifo, Eulalia lo sabía y no quiso pesarles los últimos días. Se limitó a mirarlos con agradecimiento y a sonreír de vez en cuando.
– Que te vaya bien -le dijo a Andrés, antes de caer en el último día de fiebre y silencio.