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Toda esta dramática y enternecedora historia yo la creí completa durante varios años. Veneré la memoria de Eulalia, quise hacerme de una risa como la suya, y cien tardes le envidié con todas mis ganas al amante simplón y apegado que mi general fue con ella. Hasta que Andrés consiguió la candidatura al gobierno de Puebla y la oposición hizo llegar a nuestra casa un documento en el que lo acusaba de haber estado a las órdenes de Victoriano Huerta cuando desconoció al gobierno de Madero.
– Así que no era cierto lo de la leche -dije extendiéndole el volante cuando entró a la casa.
– Si les vas a creer antes a mis enemigos que a mi no tenemos nada que hablar -me contestó.
Con el papel que lo acusaba entre las manos me quedé horas mirando al jardín, piensa y piensa hasta que él se paró frente a mi sillón con sus piernas a la altura de mis ojos, sus ojos arriba de mi cabeza, y dijo:
– ¿Entonces qué? ¿No quieres ser gobernadora?
Lo miré, nos reímos, dije que sí y olvidé el intento de crearle un pasado honroso. Me gustaría ser gobernadora. Llevaba casi cinco años entre la cocina, la chichi y los pañales. Me aburría.
Después de Verania nació Sergio. Cuando empezó a llorar y sentí que me deshacía de la piedra que cargaba en la barriga, juré que ésa sería la última vez. Me volví una madre obsesiva con la que Andrés trataba poco. Era jefe de las operaciones militares, odiaba al gobernador y se asoció con Heiss. Eso hubiera sido suficiente para mantenerlo ocupado, pero además iba a México con frecuencia a visitar a su compadre Rodolfo que ascendió a subsecretario. Un día, para euforia de los dos, su jefe, el general Aguirre, resultó electo candidato a la presidencia.
Andrés fue con él a la gira por todo el país. Pasaba tanto tiempo lejos que Octavio y yo no pudimos avisarle cuando se perdió Virginia una tarde qué fue a comprar hilos y no regresó. Dimos parte a la policía, la buscamos muchos días, nunca supimos qué fue de ella. Al volver, su padre aceptó la desaparición como una muerte inevitable.
Supe que tenía otras hijas hasta que le cayó la gubernatura. Entonces consideró necesario ser un buen padre y se me presentó con cuatro más. Marta, de quince años; Marcela, de trece; Lilia y Adriana, de doce.
Adriana y Lilia eran hermanas gemelas, hijas de una novicia que estaba en el convento de las capuchinas de Tlalpan cuando Andrés fue con el ejército a cerrarlo durante la persecución religiosa. Lilia me encantó desde el principio. Tenía el pelo castaño y unos ojos enormes con los que curioseaba todo. Cuando me vio preguntó si yo era la esposa de su padre, dije que sí y desde entonces me llamó mamá; en cambio Adriana era una niña metida en sí misma a la que le costó un trabajo enorme sobrevivir entre nosotros.
Por ese tiempo Verania tenía cuatro años y Sergio tres, lo llamábamos Checo. Contando a Octavio teníamos siete hijos cuando nos cambiamos a la casa del cerro de Loreto. Quedaba en la subida, pero no sobre la calle principal, había que desviarse y entrar por unas callecitas estrechas entre las que aparecía de repente una barda larguísima que le daba la vuelta a la manzana. Tras ella y el jardín estaba la casa. Tenía catorce recámaras, un patio en el centro, tres pisos y varias salas para recibir. No me quiero ni acordar del trabajo que costó ponerle muebles a todo eso.
Colgaba yo los últimos cuadros cuando llamaron a la puerta, unos doscientos obreros de la CROM que iban a manifestar su apoyo. Tras ellos fueron llegando desde campesinos hasta Maríachis, pasando por Heiss y un grupo de españoles textileros. La fiesta entró a nuestra casa sin ningún respeto. Tuve que hacerme cargo de un equipo de meseros y achichincles que los ayudantes de Andrés metieron en mi cocina. Desde el desayuno empezaban los banquetes. Se pusieron mesas por todo el jardín y en dos semanas pasé de ser una tranquila madre sin más quehacer que cuidar dos bebés, a ser la jefa de cuarenta sirvientes y administrar el dinero necesario para que a diario comieran en mi casa entre cincuenta y trescientas personas.
A los niños les cayeron encima unas nanas de la sierra más infantiles que ellos y yo apenas tenia tiempo de verlos entre un lío y otro. Por suerte Bárbara mi hermana vino a vivir conmigo y se volvió elegantemente mi secretaria particular.
Ese año la legislatura poblana les dio el voto a las mujeres, cosa que sólo celebraron Carmen Serdán y otras cuatro maestras. Sin embargo, Andrés no hizo un solo discurso en el que no mencionara la importancia de la participación femenina en las luchas políticas y revolucionarias. Un día, en
Cholula, empezó uno diciendo que varias mujeres se le habían acercado para preguntarle cuál podía ser su apoyo a la Revolución y que él les había respondido que ya el general Aguirre con su sabiduría popular había dicho una vez que las mujeres mexicanas debían unirse para defender los derechos de las obreras y las campesinas, la igualdad dentro de las relaciones conyugales, etcétera. De ahí para adelante no le creí un solo discurso. Para colmo, tres días después habló con acalorada pasión sobre la experiencia del ejido y esa misma tarde brindó con Heiss para celebrar el arreglo que le devolvía las fincas expropiadas por la ley de Nacionalización. Decía tantas mentiras que con razón cuando el mitin de la plaza de toros la gente se enojó y la incendió. Hubo muchos heridos. Sólo el periódico de Juan Soriano habló de ellos.
Con esa tragedia se acabaron los actos de adhesión en la ciudad y nos fuimos a recorrer el estado. Con todo y niños, nanas y cocineros rodamos de pueblo en pueblo oyendo a campesinos exigir tierras, reclamar justicia, pedir milagros. De todo pedían, desde una máquina de coser hasta la salud de un niño con poliomielitis, tejas para los techos de sus casas, burros, créditos, semillas, escuelas. Gocé la gira. Me gustó ir por los pueblos terrosos como San Marcos, pero más me gustó subir hasta Coetzalan por la sierra. Nunca había visto tanta vegetación; cerros y cerros llenos de plantas que cubrían hasta las piedras, barrancas a las que no se les veía más fondo que una interminable caída verde. En Coetzalan las mujeres se vestían con trajes blancos y largos, se trenzaban el pelo con estambres que luego enredaban sobre sus cabezas. Uno no entendía cómo caminaban entre los charcos y las piedras del monte sin mancharse ni siquiera la orilla de las faldas. Eran mujeres chiquitas, no más altas que los doce años de Lilia, y cargaban cestas enormes y varios niños a la vez. A la entrada del pueblo no había mucha gente, nos explicaron que los campesinos de ahí no querían al partido y que les daban miedo las elecciones porque siempre había tiros y muertos. Así que temían la llegada del candidato y no les importaba salir a mirarlo.
Andrés se puso furioso con los organizadores de la campaña que llegaban unos días antes que nosotros a cada pueblo, de pendejos no los bajó y pegando en el suelo con el fuete del caballo los amenazó de muerte si no reunían a la gente en la plaza.
Me bajé del camión con los niños detrás porque querían caminar por las calles empedradas, entrar a la iglesia y comprarse una naranja con chile en el mercado. Para librarme del griterío de Andrés fui con ellos a donde se les ocurrió.
Octavio nos guiaba, quería impresionar a sus hermanas, le parecían lindísimas y no lograba hacerse a la idea de que alguien como Marcela fuera su pariente. Con el menor pretexto la tomaba de la mano, la ayudaba a caminar entre las piedras, era su novio. Viéndolos caminar se me ocurrió que Marcela se vería linda con un traje como el de las inditas. Organicé que todas nos vistiéramos como ellas. Doña Remigia, la esposa del delegado del partido nos ayudó a conseguir la ropa y a vestirnos. Las faldas eran de ella y sus hermanas, los estambres también. Hasta para Verania me dieron un huipil blanco. Volvimos a la plaza en la que Andrés iba a empezar un discurso para los pocos mirones que había. Caminábamos con trabajo, nos costaba mantener firme la cabeza llena de estambres, nos veíamos extrañas, pero a la gente le gustamos. Empezaron a seguirnos al cruzar el mercado. Cuando llegamos a la plaza le llevábamos al general Ascencio tres veces más público del que habían logrado conseguir sus acarreadores. Fuimos a pararnos junto a él, que empezó su discurso diciendo:
– Pueblo de Coetzalan, ésta es mi familia, una familia como la de ustedes, sencilla y unida. Nuestras familias son lo más importante que tenemos, yo les prometo que mi gobierno trabajará para darles el futuro que se merecen… -Y siguió por ahí. Nosotros lo oímos quietos, sólo Checo se ponía y se quitaba el sombrero corriendo alrededor de nuestras piernas. Octavio aprovechó para poner la mano en la cintura de su hermana Marcela y no quitarla de ahí hasta que acabó el discurso sobre la unidad familiar. De Coetzalan bajamos a Zacatlán que era la patria chica de Andrés. De ahí lo habían visto salir pobretón y rencoroso, los Delpuente y los Fernández, los que eran dueños del pueblo antes de la Revolución y padecían viéndolo volver para gobernarlos.
La tarde que llegamos un hombre se estaba afeitando en la barbería, y otro le preguntó si se arreglaba para ir a recibir al general Ascencio.
– Qué general ni qué general -contestó el hombre. Ese siempre será un hijo de arriero. Yo no les rindo a los pelados.
No fue a la comida que al día siguiente nos ofrecieron los importantes del pueblo. Mi general preguntó por él con interés y lamentó que no nos acompañara. Al salir nos dijeron que un borracho lo había matado en la mañana.
Por lo demás, Zacatlán se tiró a la fiesta. Hubo fuegos artificiales y baile toda la noche. Andrés me cortejó como si lo necesitara y me agradeció lo de Coetzalan. Estuvo feliz.
También su madre, a la que yo había visto tres veces y siempre arisca, anduvo encantada baila y baila como si su hijo le hubiera devuelto la dignidad y el gusto.
Doña Herminia era una mujer delgada de ojos profundos y mandíbula hacia adelante. Tenía el pelo blanco y escaso, se lo recogía atrás en un chongo sin mucha gracia. Estaba acostumbrada a la pobreza, pero cuando su hijo se volvió importante, no tardó nada en acostumbrarse a la buena vida. Nunca quiso salir de Zacatlán.
Andrés le compró una casa frente al zócalo. La fachada era de piedra y los balcones tenían unos herrajes que los antiguos dueños habían llevado de Francia. Cada pareja y cada nieto tenia su recámara en esa casa, quién sabe para qué, porque como doña Herminia no era precisamente cálida, la visitaban poco sus nietos, ya no se diga sus hijos que andaban de arriba para abajo haciéndose importantes. A Andrés le gustaba pasar temporadas cortas en Zacatlán. Se iba a meter a la casa de cantera para que su mamá lo cuidara todo lo que no lo pudo cuidar y consentir de niño. Yo mejor no iba para no estorbar el romance. Además a mí nunca me gustó Zacatlán, siempre estaba lloviendo y me deprimía.
Ni un pueblo dejamos sin visitar. Andrés fue el primer candidato a gobernar que hizo una campaña así. No le quedaba más remedio, Aguirre fue el primer candidato a presidente que recorrió todo el país.
Me gustó la campaña. A pesar de lo arbitrario que ya era el general, entonces todavía estaba cerca, todavía parecía gente normal. Quiero decir, conversaba sin perder el hilo, de repente besaba a alguna de sus hijas, y todos los días antes de acostarnos me preguntaba si lo había hecho bien, si yo creía que la gente lo quería, si tenia éxito, si estaba yo dispuesta a acompañarlo en su trabajo de gobernante.
Una vez intentó copiarle al general Aguirre eso de pasar horas y horas oyendo a los campesinos. Fue en Teziutlán, otro pueblo de la sierra. Le pusieron una tarima y hasta ahí subían los indios con sus problemas, que si les faltaban bueyes, que si un tipo les quitaba la tierra que la Revolución les había dado, que si no les había tocado tierra de la que dio la Revolución, que si no querían que sus hijos crecieran como ellos. Le contaban sus vidas y le pedían cosas como si fuera Dios.
Sólo un día soportó Andrés esa tortura. A la mañana siguiente desde el baño mentó madres contra las necias costumbres del general Aguirre y me preguntó si no me parecía que cada quien tuviera su estilo. Por supuesto, dije que sí. Los mítines se volvieron breves, el de Tehuacán duró sólo una hora. Después nos fuimos a nadar a El Riego, un rancho con aguas termales en el que a veces vacacionaba el general Aguirre.
Por fin llegaron las elecciones. Fui a votar con Andrés. Al día siguiente salimos en el periódico tomados de la mano frente a la urna. No había nadie más por quién votar, así que las elecciones fueron pacificas, aunque no puede decirse que multitudinarias. Ese domingo las calles estuvieron medio vacías, la gente salió temprano a misa y luego se metió a sus casas sin hacer mucho ruido. Votaron los obreros de la CTM y los burócratas, quizá también uno que otro despistado, pero nada más. Claro que con eso tuvo Andrés para entrar legítimamente al Palacio de Gobierno y tomar posesión.
Ahora oigo que los poblanos dicen que no sabían lo que les esperaba, que por eso no movieron un dedo en contra, yo creo que de todos modos no hubieran hecho demasiado.
Era gente metida en sus casas y sus cosas, casi les podía caer un muerto encima que si se arrimaban a tiempo y caía junto, no hablaban de él.
Los primeros tiempos del gobierno fueron divertidos. Todo era nuevo, yo tenía una corte de mujeres esposas de los hombres que trabajaban con Andrés. Checo jugaba a que era el gobernadorcito y las niñas iban a todos los bailes a llamar la atención. Nuestro general nos veía gozarla y creo que le daba gusto. Quizá por eso nos llevó a la inauguración del manicomio de San Roque, un lugar donde encerraban mujeres locas. Después de cortar el listón y echar el discurso, dijo que llevaran una marimba y organizó baile ahí dentro. Las locas estaban muy elegantes con unas batas color de rosa y se pusieron felices con la música. Andrés bailó con una muy bonita que estaba ahí por alcohólica, pero hacía rato que no bebía, así que se la pasaba lúcida en medio de un montón de mujeres clavadas en la niñez o seguras de que alguien las perseguía o pasando de la euforia a la depresión. Con todas bailó el gobernador, también conmigo que no me sentía mal entre ellas, hasta pensé que uno podría descansar ahí.
De repente Andrés ordenó que se callara la marimba y me presentó como la presidenta de la Beneficencia Pública. San Roque dependería de mí al igual que la Casa Hogar y algunos hospitales públicos.
Me puse a temblar. Ya con los hijos y los sirvientes de la casa me sentía perseguida por un ejército necesitando de mis instrucciones para moverse, y de repente las Locas, los huérfanos, los hospitales. Pasé la noche pidiéndole a Andrés que me quitara ese cargo. Dijo que no podía. Que yo era su esposa y que para eso estaban las esposas: -No creas que todo es coger y cantar.
Al día siguiente fui a la Casa Hogar. Se llamaba muy elegante pero era un pinche hospicio mugroso y abandonado. Los niños andaban por el patio con los mocos hasta la boca, a medio vestir, sucios de meses. Los cuidaban unas mujeres que apenas podían decir su nombre y que no distinguían entre los traviesos y los retrasados mentales. Los tenían a todos revueltos. Los bebés dormían en una hilera de cunas de fierro con colchones mil veces orinados. Había recién nacidos entre ellos y tenían contratadas unas nodrizas que iban dos veces al día a darles la leche que les quedaba en unos pechos enflaquecidos.
Las corrí. A ellas y a las cuatro brujas que cuidaban a los niños.
Entonces un médico que parecía muy enterado tuvo a bien reclamarme.
– Se pueden morir estos niños si toman leche de vaca -dijo.
– Estarán mejor muertos que aquí -le contesté.
¿Quién podría parar mis obras de misericordia? Mi marido, claro. En la tarde me dijo que estaba yo exagerando, que ni un centavo extra para el hospicio o los hospitales y que las Locas ya tenían bastante con su edificio.
– Pero si ya fui a ver y no tienen camas dije.
– Nunca han dormido más arriba del suelo esas mujeres -me contestó. ¿Tú crees que hay locas ricas ahí? Las ricas andan en la calle.
– Y contigo -le contesté.
En la mañana había pasado al Nuevo Siglo por un vestido para Verania y la dependiente me preguntó qué me había parecido el mantón de Manila que antier me había comprado el general. Dije que bellísimo mirando la cara de horror del dueño que siempre sabía a dónde iban las compras de Andrés Ascencio. El mantón se lo habían mandado a una señora en Cholula. Pensé no hablarle de eso pero no me aguanté. De todos modos se hizo el que no entendía y dejó el asunto ahí.
Llamé a sus hijas para proponerles que me ayudaran a organizar bailes, fiestas, rifas, lo que pudiera dar dinero para la Beneficencia Pública. Aceptaron. Se les ocurrió todo, desde una premier con Fred Astaire hasta un baile en el palacio de gobierno. Durante un tiempo no supe cómo iban las locas ni los enfermos ni los niños, me dediqué a organizar fiestas. Por fin creo que hasta se nos olvidó para qué eran.
Nada más porque Bárbara mi hermana cumplía con su papel de secretaria fuimos a entregarles las camisetas y los calzones a los niños, las camas a las loquitas, las sábanas a los hospitales. San Roque estaba muy limpio cuando llegamos, las mujeres pasaron en fila a darnos las gracias. Sus batas rosas se habían ido destiñendo y de día eran más feas sus caras. Todavía estaba ahí la jovencita que inició el baile con Andrés y una que me contó que su hermano la había encerrado para quedarse con su herencia. Las invité a quedarse junto a nosotras. Cuando se acabó la celebración, nada más las saqué de ahí sin ningún trámite. Nadie preguntó nunca por ellas.
Esa noche hubo una ceremonia en el Colegio del Estado para celebrar su transformación en Universidad. Desde la campaña había sido una de las obsesiones de Andrés. Tenía pocos meses de gobernar cuando logro el cambio. Dejó de rector al mismo que era director del colegio y en agradecimiento esa noche le entregaba el rectorado Honoris Causa. Salieron críticas en los periódicos y la gente dijo horrores, pero a Andrés no le importó. Se disfrazó con una toga y un birrete y nos hizo a nosotros vestirnos de gala.
Como no nos dio tiempo de decidir qué hacer con las ex locas, nos las llevamos al festejo. A una le presté un vestido yo y a la otra Marta.
Durante el brindis presenté a la bonita con el rector, que la tomó como su secretaria particular y a la desheredada con el presidente del Tribunal de Justicia del Estado, que se encargó de ver que se le hiciera justicia. Creo que desheredaron al hermano porque como al mes recibí todo un juego de plata para té con la tarjeta de la señorita Imelda Basurto y, entre paréntesis, «la desheredada». Abajo: «Con mi eterno agradecimiento a su labor de justicia.»
Al principio la gente iba a la casa a solicitar audiencia y me pedía que la ayudara con Andrés.
Yo oía todo y Bárbara apuntaba. En las noches me llevaba una lista de peticiones que le leía a mi general de corrido y aceptando instrucciones: ése que vea a Godínez, ésa que venga a mi despacho, eso
no se puede, a ése dale algo de tu caja chica, y así.
Mi primera gran decepción fue cuando me visitó un señor muy culto para contarme que se pretendía vender el archivo de la ciudad a una fábrica de cartón. Todo el archivo de la ciudad a tres centavos el kilo de papel. En la noche fue el primer asunto que traté con Andrés. No quiso ni detenerse a discutirlo. Nada más dijo que ésos eran puros papeles inútiles, que lo que necesitaba Puebla era futuro, y que no había dónde poner tanto recuerdo. El lugar donde estaba el archivo sería para que la Universidad tuviera más aulas. Además ya era tarde porque Díaz Pumarino su secretario de gobierno ya lo había vendido, es más, el dinero me lo iba a dar para el hospicio.
Al día siguiente tuve que pasar la vergüenza de explicarle mi fracaso al señor Cordero. Total que el dinero de la venta ni siquiera fue para el hospicio porque la Asociación de Charros visitó a Andrés la mañana en que lo tenía sobre su escritorio y junto con el cheque del gobierno del estado les dio lo del archivo como donativo personal.
Con ese empezaron mis fracasos y fui de mal en peor. Un día me visitó una señora muy acongojada. Su marido, un médico respetable, era dueño de la casa en que vivía toda la familia. Una casa muy bonita en el 18 Oriente. Según contó la señora, a mi general le había gustado la casa y llamó a su marido para comprársela. Como el hombre le dijo que no estaba en venta porque era el único patrimonio de su familia, Andrés le contestó que esperaba verlo entrar en razón porque no le gustaría comprársela a su viuda. Con la amenaza encima el doctor aceptó vender y puso precio. Andrés lo oyó decir tantos miles de pesos y después sacó de un cajón la boleta del registro predial con la cantidad en que estaba valuada la casa para el pago de impuestos. Era la mitad de lo que pedía, le dio la mitad y lo despidió dándole tres días para desalojar.
La esposa fue a verme al segundo día. En la noche se lo conté a Andrés.
– Así que aparte de lenta es argüendera la señora. Dile que tú no sabes nada.
– ¿Pero es cierto eso? ¿Para qué quieres la casa?
– Qué te importa -dijo y se durmió.
Al día siguiente fui a despertar a Octavio con la historia.
– ¿Por qué no dejas eso de las audiencias y te dedicas a algo más agradable? -me dijo.
Seguí hablando y explicándole, volví a contarle lo de la casa, segura de que no lo había entendido porque estaba amodorrado.
– Ay Cati no me digas que no sabes que así compra todo -dijo sentándose en la cama y estirando los brazos. Después dio un bostezo largo y ruidoso.
– ¿Puedo entrar? -preguntó Marcela empujando la puerta.
Llevaba pantalones y una camisa que alguna vez le vi a Octavio.
– ¿Todavía no te levantas? -le dijo caminando con las manos atrás de la cintura hasta que estuvo frente a él.
– Eres un huevón -dijo echándole encima el vaso de agua que llevaba escondido.
– Abusiva -gritó Octavio forcejeando para quitarle el vaso-. Se trenzaron en una lucha que se convirtió en abrazo y carcajadas. Estaban tan felices que me dieron envidia.
– De todos modos gracias Tavo -dije caminando hacia la puerta.
– A ti, Cati -contestó cuando me vio salir y cerrarla.