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La primera vez que vi a Andrés furioso contra don Juan Soriano, el director del semanario Avante, fue cuando lo de la plaza de toros, la segunda cuando publicó que muchos antirrevolucionarios se habían deslizado en el gobierno de Puebla; que Manuel Garcia, el oficial mayor, había sido el que denunció a los Serdán, que Ernesto Hernández visitador de la administración en Puebla había sido integrante de una cosa que se llamó Defensa Social creada por Victoriano Huerta, que Saíd Suárez cobrador de la recaudación de rentas de Teziutlán personalmente había disparado sobre Venustiano Carranza en Tlaxcalantongo y que el propio gobernador había estado en La Ciudadela cuando el golpe de Estado que asesinó a Madero.
– Que se dé por muerto este cabrón -dijo entre dientes cerrando el periódico y levantándose de la mesa en que desayunábamos.
Después de ese día muchas veces lo oí repetir lo mismo. Pero Soriano seguía publicando su periódico, tomando café en los portales y paseando con su mujer los domingos por el zócalo. Todo el mundo sabía que iba a pie de su case a la oficina, que en las noches compraba el pan en La Flor de Lis y que le gustaba caminar solo después de la cena.
Yo leía su periódico a escondidas. Cuando Andrés lo aventaba y salía mentando madres, yo lo recogía y lo devoraba. A veces no entendía ni por qué se enojaba.
Quizá era que no salían las notas informando de las inauguraciones o que cuando salían eran como la de la inauguración del Teatro Principal: una foto suya cortando el listón, otra de la placa conmemorativa diciendo que la remodelación del teatro se había llevado a cabo durante el gobierno del general Andrés Ascencio y un pie de foto preguntándose por qué no aparecía por ninguna parte el municipio cuando toda la obra se había hecho con fondos suyos.
Cuando Aguirre nacionalizó el petróleo, el único periódico de Puebla que mostró entusiasmo fue el Avante. Andrés estaba furioso, le parecía una necedad eso de meterse en pleitos con países tan poderosos nada más para expropiarles lo que él llamaba un montón de chatarra. De todos modos cuando la señora Aguirre llamó a las mujeres de todas las clases sociales a cooperar con dinero, alhajas y lo que pudieran para pagar la deuda petrolera, Andrés me mandó a formar parte del Comité de Damas que presidía doña Lupe.
Llegó una tarde con un montón de cajitas. -Llévaselas y dile que te estás desprendiendo del patrimonio de tus hijas -me dijo.
Había de todo ahí: pulseras, aretes, brillantes, relojes, collares, una colección de alhajas del tamaño de la mía. Me fui a México con las niñas y las cajitas. Llegamos á Bellas Artes que estaba lleno de gente. Había campesinas que llevaban pollos y mujeres que se acercaban a la mesa en el escenario a entregar sus alcancías de marranito llenas de quintos. Hasta unas señoras gringas hablaron en contra de las compañías petroleras y cedieron públicamente miles de pesos.
Las niñas y yo subimos hasta la mesa con nuestras cajitas, las entregamos a la señora poniendo cara de heroínas. Para completar el espectáculo, yo a la mera hora me conmoví de verdad y dejé también las perlas que llevaba puestas.
El Avante publicó mi foto quitándome los aretes frente a la mesa presidida por la señora Aguirre. Se lo agradecí a don Juan Soriano y Andrés me regañó.
El tiempo se hizo lento. Yo empecé a sentir que llevaba siglos soñando niños y abrazando viejitos con cara de enternecida madre del pueblo poblano, mientras me enteraba por mis hermanos, o por Pepa y Mónica, de que en la ciudad todo el mundo hablaba de los ochocientos crímenes y las cincuenta amantes del gobernador.
De repente me decían ahí va una, o esa casa la compró para otra, yo nada más las iba apuntando. Las que duraban unas horas de antojo o se iban con él un rato para librarse de las amenazas, no estaban en mis cuentas. Me atraían las que le tuvieron cariño, las que incluso le parieron hijos. Las envidiaba porque ellas sólo conocían la parte inteligente y simpática de Andrés, estaban siempre arregladas cuando llegaba a verlas, y él no les notó nunca los malos humores ni el aliento en las madrugadas.
Me hubiera gustado ser amante de Andrés. Esperarlo metida en batas de seda y zapatillas brillantes, usar el dinero justo para lo que se me antojara, dormir hasta tardísimo en las mañanas, librarme de la Beneficencia Pública y el gesto de primera dame. Además, a las amantes todo el mundo les tiene lástima o cariño, nadie las considera cómplices. En cambio, yo era la cómplice oficial.
¿Quién hubiera creído que a mí sólo me llegaban rumores, que durante años nunca supe si me contaban fantasías o verdades? No podía yo creer que Andrés después de matar a sus enemigos los revolviera con la mezcla de chapopote y piedra con que se pavimentaban las calles. Sin embargo, se decía que las calles de Puebla fueron trazadas por los ángeles y asfaltadas con picadillo de los enemigos del gobernador.
Yo preferí no saber qué hacia Andrés. Era la mamá de sus hijos, la dueña de su casa, su señora, su criada, su costumbre, su burla. ¿Quién sabe quién era yo?, pero lo que fuera lo tenía que seguir siendo por más que a veces me quisiera ir a un país donde él no existiera, donde mi nombre no se pegara al suyo, donde la gente me odiara o me buscara sin mezclarme con su afecto o su desprecio por él.
Un día salí de la casa y tomé un camión que iba a Oaxaca. Quería irme lejos, hasta pensé en ganarme la vida con mi trabajo, pero antes de llegar al primer pueblo ya me había arrepentido. El camión se llenó de campesinos cargados con canastas, gallinas, niños que lloraban al mismo tiempo. Un olor ácido, mezcla de tortillas rancias y cuerpos apretujados lo llenaba todo. No me gustó mi nueva vida. En cuanto pude me bajé a buscar el primer camión de regreso. Ni siquiera caminé por el pueblo porque tuve miedo de que me reconocieran.
Regresé pronto, y me dio gusto entrar a mi casa. Verania y Checo estaban jugando en el jardín, los abracé como si volviera de un secuestro.
– ¿Qué te pasa? -preguntó Verania a la que no le gustaban mis repentinas y esporádicas efusiones.
Al día siguiente, otra vez quería llorar y meterme en un agujero, no quería ser yo, quería ser cualquiera sin un marido dedicado a la política, sin siete hijos apellidados como él, salidos de él, suyos mucho antes que míos, pero encargados a mí durante todo el día y todos los días con el único fin de que él apareciera de repente a felicitarse por lo guapa que se estaba poniendo Lilia, lo graciosa que era Marcela, lo bien que iba creciendo Adriana, lo estiloso que se peinaba Marta o el brillo de los Ascencio que Verania tenia en los ojos.
Otra quería yo ser, viviendo en una casa que no fuera aquella fortaleza a la que le sobraban cuartos, por la que no podía caminar sin tropiezos, porque hasta en los prados Andrés inventó sembrar rosales. Como si alguien fuera a perseguirlo en la oscuridad, tenía cientos de trampas para los que no estaban habituados a sortearlas todos los días.
Sólo se podía salir en coche o a caballo porque quedaba lejos de todo. Nadie que no fuera Andrés podía salir en la noche, estaba siempre vigilada por una partida de hombres huraños, que tenían prohibido hablarnos y que sólo lo hacían para decir:»lo siento, no puede usted ir más allá.»
Fui adquiriendo obsesiones. Creía que era mi deber adivinarle los gustos a la gente. Para cuando llegaban a mi casa yo llevaba días pensando en su estómago, en si preferirían la carne roja o bien cocida, si serían capaces de comer tinga en la noche o detestarían el spaguetti con perejil. Para colmo, cuando llegaban se lo comían todo sin opinar ni a favor ni en contra y sin que uno pudiera interrumpir sus conversaciones para pedirles que se sirvieran antes de que todo estuviera frío.
Para mucha gente yo era parte de la decoración, alguien a quien se le corren las atenciones que habría que tener con un mueble si de repente se sentara a la mesa y sonriera. Por eso me deprimían las cenas. Diez minutos antes de que llegaran las visitas quería ponerme a llorar, pero me aguantaba para no correrme el rimel y de remate parecer bruja. Porque así no era la cosa, diría Andrés. La cosa era ser bonita, dulce, impecable. ¿Qué hubiera pasado si entrando las visitas encuentran a la señora gimiendo con la cabeza metida bajo un sillón?
De todos modos me costaba disimular el cansancio frente a aquellos señores que tomaban a sus mujeres del codo como si sus brazos fueran el asa de una tacita de café. En cambio a ellos se les veía tan bien, tan dispuestos a comerse una buena cena, a saber por el menú el modo en que se les quería.
Casi siempre se me olvidaba algo. Por más que Andrés se empeñaba en sermonearme sobre el buen manejo de la servidumbre y el modo ejecutivo de hacer a cada quien cumplir con su deber; entrando las visitas, Matilde la cocinera se acordaba de que no había limones, de que las tortillas no iban a alcanzar o de que era mucha gente para los hielos que tenía nuestro refrigerador. En ese momento hubiera yo querido ahorcar a una visita, por ejemplo a Marilú Izunza con su melena rubia.
Esa cena fue una de las peores. Amanecí detestando mi color de pelo, mis ojeras, mi estatura. Quería estar distinta para ver si así me volvía otra y le pedí a la Güera que me cortara el pelo como se le diera la gana.
Quedé pelona con ella detrás de mi cabeza diciendo que esa era la última moda, que el pelo parejo ya no se usaba, que ya parecía yo Cristo de pueblo con mi eterna melena hasta los hombros, que el pelo largo era para las niñas y que yo era una señora importante. Me enseñó revistas, me pintó los ojos y los labios, pero no logró convencerme. Lloré y maldije la hora en que mi hartazgo había inventado cambiarme el aspecto.
Fui a casa de mis padres en busca de apoyo. Mi papá estaba en la cocina esperando que su cafetera empezara a soltar un chorro de café negro sobre la pequeña taza de metal que tenía integrada. Era una cafetera italiana. Se paraba frente a ella todas las mañanas a esperar su expreso como si estuviera en la barra de un café romano. En cuanto el chorro negro empezaba a caer y el olor corría por la casa, él iniciaba los elogios a su auténtico café italiano.
– Pero si es de Córdoba papá -decía yo cada vez que empezaba con su discurso.
– De Córdoba sí, pero no hay en todo México un café como el mío, porque aquí muelen el café gordo y lo dejan hervir. No se puede beber. Café americano, lo llaman. Sólo los gringos pueden creer que eso es bueno, porque los gringos tienen estragado el paladar. Su principal guiso es la carne molida con salsa de tomate dulce. ¿Se puede imaginar mayor porquería? En cambio huele esto, huele esto y calla tu boca ignorante.
Cuando entré en la cocina sin mi pelo, con la cara de muñeca de celuloide que me habían dejado las pinturas de la Güera, mi papá suspendió la contemplación de su café y silbó: fiu, fiuuu. Después empezó a cantar: «Si por lo que te quise fue por tu pelo, ahora que estás pelona ya no te quiero.»
Lo abracé. Me estuve un rato pegada a su cuerpo, evocando el olor del campo y sintiendo el del café. Se estaba bien ahí y me puse a llorar.
– Oye si era chiste -dijo. Yo te quiero igual, aunque te pelaran a jícara.
– Es que va a haber una cena en mi casa -dije.
– ¿Y eso qué novedad es? En tu casa hay cena cada dos días. No vas a llorar por eso. Tú eres una gran cocinera, lo heredas. Mírate las manos, tienes manos de campesina, manos de mujer que sabe trabajar. Mi madre hacia todo sola, tú tienes una corte de ayudantes. Te saldrá bien. ¿Quién viene ahora?
– ¿Qué más da? Unos dueños de fábricas en Atlixco, pero me van a mirar la cabeza y les voy a dar risa a sus mujeres.
– Desde cuándo te importa lo que diga la gente. Ya te pareces a tu mamá. Nunca le vas a dar gusto a la gente. Ni con el pelo hasta las rodillas ni calva. El chiste es que te sientas contenta.
– Es que no estoy contenta -dije abrazándolo.
– ¿Qué te lastima? ¿No tienes todo lo que quieres? No llores. Mira qué lindo está el cielo. Mira qué fácil es vivir en un país en el que no hay invierno. Siente cómo huele el café. Venga mi vida, venga que le preparo uno con mucha azúcar, venga cuéntele a su papá.
Por supuesto no le contaba yo nada. El no quería que yo le contara, por eso se ponía a hablarme como a una niña que no debía crecer y terminábamos abrazados mirando los volcanes, agradecidos de tenerlos enfrente y de estar vivos para mirarlos. Me daba muchos besos, metía su mano bajo mi blusa y me pintaba con los dedos rayitas en la espalda, hasta que me iba amansando y empezaba a reírme.
– Así ya estás preciosa -decía, ¿quieres ser mi novia?
– Claro -le decía yo, tu novia, pero no tu esposa. Porque si nos casamos vas a querer que organice cenas para tus amigos.
Esa noche Marilú llegó a mi casa con una piel que era la mejor muestra de que su marido compartía las cosas. Ella era hija de un español de esos de padre comerciante, hijo caballero, nieto pordiosero. Su padre era el nieto. No tenía un quinto pero estaba seguro de su alcurnia y pudo heredársela entera a su hija. Dueña de ese capital Marilú le hizo el favor a Julián Amed de casarse con él. Julián Amed era un árabe de los que vendían telas en el mercado de La Victoria, jalando a la gente que iba a comprar verduras y obligándola con un interminable palabrerío a llevarse por lo menos un metro de manta de cielo. Después en las noches, con el mercado cerrado, juntaba a sus paisanos para jugar cartas y de ahí, de varias ganadas, de una que se cobro matando al perdedor que no quería pagarle y quedándose con todo lo que tenía, Julián sacó para poner su fábrica de hilados y tejidos. Ya era muy rico cuando convenció a Marilú de que su capital y la alcurnia de una Izunza harían unos hijos espléndidos y una familia ejemplar. Ella que entonces era una rubita pálida transparente por culpa de las hambres disimuladas tras los enormes muebles del comedor heredados de su abuelo, aceptó después de unos remilgos. No bien se casó, se le subió la alcurnia hasta la altura de la cartera de su marido y se volvió insufrible. Siempre que podía me dejaba ir apreciaciones del estilo de:
– Qué mérito el tuyo vivir con un político, hay que estar siempre disimulando, y es tan difícil no ser franco. Yo no podría. Julián me regaña mucho porque digo todo lo que pienso, pero yo le digo tú que pierdes, tú eres un empresario, no tienes que andar quedando bien, lo tuyo es tuyo porque te lo ganaste con tu trabajo, tú no eres político. Además los Izunza somos francos y tú ya lo sabías cuando te casaste conmigo.
Esa noche no estaba yo para soportar a Marilú. Matilde la cocinera, harta de cenas, enfureció porque le comenté que a la carne le faltaba jugo. Checo se había quedado llorando en su cuarto porque yo no esperé hasta que se durmiera, Andrés había pasado la tarde elogiando a Heiss y para colmo la Güera me había dejado pelona. No estaban las cosas para oír a Marilú, pero ella sentada a media sala con su piel de zorro, como si no estuviera prendida la chimenea, les contaba a las demás mujeres cómo había corrido a su sirvienta de diez años porque la descubrió embarazada queriéndose sacar el hijo con el palo de la escoba:
– Yo me horroricé, francamente. Y todo por no hacerme caso, porque ya yo le había dicho que tuviera cuidado con los trabajadores de la fábrica, que son unos irresponsables que nada más andan viendo a quién le hacen el chiste. Se lo dije cuando la vi que andaba con las trenzas muy peinadas y queriendo llevar recados a la fábrica. Se lo dije, tú mejor no pienses en hombres, te conviene más quedarte conmigo siempre, conmigo estás bien, te trato bien, puedes cuidar a mis hijos como si fueran tuyos, ¿para qué te quieres meter con un hombre que ni te va a sacar de pobre y nada más te va a meter en líos? Pero no me hizo caso. Se fue de cuzca porque así es esta raza y después sí, mucha lágrima, mucho perdón señora, mucho es que me engañó. Pero no. Yo le dije muy claro, mira, voy a ser buena contigo porque ya tienes muchos años en la casa, te voy a mantener hasta que vaya a nacer la criatura, no te voy a pagar porque no vas a hacer bien tu trabajo, pero con que cuides a los niños me conformo. Eso sí, cuando te llegue la hora te vas al pueblo porque yo no tengo tiempo de ayudarte y no quiero que mis hijos se den cuenta de tu situación. ¿Qué más quería? Pues quería más, quería sacarse al hijo. No saben lo que sufrí, tan buena gente que se veía, tantas veces que le dejé a mis niños. Imagínense en manos de quién, igual me los mata.
– Eso de los hijos es problema de cada quien -dije yo.
– Ay, Catalina, qué cosas dices. ¿Ves cómo eres mujer de político? ¿Y por qué te cortaste el pelo? -preguntó meneando su melena de lado a lado. ¿Qué opinó tu papá? A ti la opinión de tu papá te importa mucho, ¿verdad? El otro día estuvo comiendo en la casa y no hizo más que hablar de ti.
– ¿Mi papá comió en tu casa? -dije espantada.
– Claro, es el representante del señor gobernador en unos negocios que está haciendo con Julián. ¿No te ha contado que se va a hacer rico?
Detesté la idea de que mi padre entrara a hacer nada con el marido de Marilú y como representante de Andrés.
– No lo sabía -dije como una lela.
– Seguramente quieren darte la sorpresa. Ni digas que te conté -dijo ella mirando a las demás que empezaban a estar felices con el chisme.
– No te preocupes -dije. ¿Te pintaste más clarito el pelo?
– No me lo pinto. Estuvimos en la playa y se me aclara con el sol.
– A mí no me gustan las playas -dijo Luisita Rivas, hay que desvestirse y luego meterse a una agua con tierra y sal en la que se baña todo el mundo. Me da asco el mar.
– Ay no, Luisita. Me va a perdonar, pero es divino el mar -dijo otra de las mujeres. Aproveché el cambio de tema para levantarme en busca de Andrés.
Estaba en el centro del círculo que hacían los hombres para conversar parados, con sus vasos de whisky en la mano y tirando las cenizas donde mejor les parecía. Andrés fumaba puro, cuando llegué roía la punta de uno antes de prenderlo.
– ¿Me permites un momento? -dije.
– ¿Es urgente? -contestó él, que tenía la palabra y detestaba soltarla.
– Si, es una cosa simple, pero urgente.
– Vamos a ver la cosa simple de la señora -dijo. Con permiso, señores.
Me colgué de su brazo como si fuéramos a dar un paseo largo, lo llevé fuera de la sala, atravesamos el comedor y quería yo seguir cuando me detuvo:
– ¿Qué pasa?
– No quiero que metas a mi papá en tus cosas. Déjalo que viva como pueda, no se ha muerto de hambre, no lo revuelvas -dije.
– ¿Para eso me interrumpiste? ¿Por qué no miras si ya está la cena? ¿Y desde cuándo los patos les tiran a las escopetas? -dijo riéndose. ¿Por qué te cortaste mi pelo?
Lo odiaba cuando se portaba como mi patrón.
Pero me aguanté y cambié el tono por uno que funcionara mejor:
– Andrés, te lo pido por lo que más quieras. Te dejo que le regales el Mapache a Heiss, pero saca a mi papá de un lío con Amed.
– ¿El Mapache a Heiss? ¿Tu caballo adorado? Voy a ver qué puedo hacer, te lo prometo, llorona. Ya párale, se te va a correr el rimel. Vamos a atender a las visitas que no vinieron a vernos cuchichear en un rincón.
Volví al grupo de las mujeres. Prefería oír la plática de los hombres, pero no era correcto. Siempre las cenas se dividían así, de un lado los hombres y en el otro nosotras hablando de partos, sirvientas y peinados. El maravilloso mundo de la mujer, llamaba Andrés a eso.
Me gustaba pasar a la mesa porque ahí la conversación podía volverse interesante. Como yo colocaba las tarjetas con los nombres y sentaba a cada quien donde me convenía, me acomodé junto a Sergio Cuenca que era un hombre guapo y buen conversador a quien yo invitaba a las cenas aunque no viniera al caso porque era de los pocos amigos de Andrés que me divertían. Le gustaba llevar la conversación y si yo me sentaba junto a él podía decir bajito cosas que quería que se dijeran alto sin decirlas yo.
– ¿Ya supieron que unos indios de Alchichica corretearon a Heiss y a Pérez su administrador? -preguntó. No les gustó el tono en que quiso convencerlos de sembrar caña en los campos.
– Si hombre -dijo don Juan Machuca, un español que no salía jamás de su fábrica en Atlixco y que desde ahí se enteraba de todo antes que nadie. Dicen que les mataron a dos mozos de estribo. Es que Heiss quiere ir muy aprisa. Creo que le dio billetes a un Elder para que conversara con los campesinos sobre la renta de sus ejidos. Los campesinos no quisieron rentar y él llegó a decirles que el trato ya estaba hecho. Claro, el líder enfureció, y para demostrar que no había transado persiguió a Heiss cuando iba de regreso. Todavía tiene que aprender don Miguel.
– ¿Cómo estuvo? -pregunté.
– No pasó nada -dijo Andrés. Don Mike sabe cómo hacer las cosas, lo que sucede es que el líder lo engañó. Y anda por ahí una mujer que alega que las tierras que le vendió De Velasco a Heiss eran de su padre. Háganme el favor.
– Pero general, si esas tierras eran de don Gabriel De Velasco desde antes de la Revolución -dijo doña Julia Conde echándose aire con su abanico de plumas verdes.
– Esta doña Julia siempre tan enterada de lo que pasó antes de la Revolución. ¿Tiene usted nostalgia? -le dijo Andrés.
– La verdad sí general. Eran otros tiempos.
– Entonces tenia veinte años y ahora tiene cincuenta -le dije a Sergio Cuenca que soltó una carcajada. Además las tierras son de Lola.
– ¿De qué se ríe usted? -preguntó Andrés.
– De las ocurrencias de su señora, general, que dice que las tierras eran del padre de Lola Campos.
– Con razón se ríe usted de ella.
– Con ella, general -dijo Sergio. Luego alzó su copa y tuvo a bien acordarse de un chiste tras otro en lo que quedó de cena.
Como a las dos de la mañana Marilú entró en su zorro y se despidió junto con su marido y los otros invitados. Los acompañamos hasta la puerta. Doña Julia Conde se abanicaba incansable.
– Yo no sé niña -le dijo a Marilú cómo puedes usar ese animal encima. En este país hace calor todo el año. Tenemos un invierno de mentiras. Yo me la paso abochornada.
– Esta ya no salió jamás de la menopausia -comenté con Andrés que me abrazaba de un hombro y dijo:
– Tiene usted razón doña Julia, nuestras señoras ya no aguantan lo que las de antes, hay que guardarlas entre pieles para que le duren a uno siquiera hasta que crezcan los hijos. ¿No crees Julián?
– Claro que lo cree -dijo Marilú como despedida.
– ¿Quién te dijo a ti que las tierras de Alchichica eran de esa mujer? -preguntó Andrés cuando cerramos la puerta.
– Ella -le contesté. Me vino a ver hace como un mes. Quería que yo te hablara, que te convenciera de que su padre las heredó de su padre y que por muchos años ellos las cultivaron, hasta que De Velasco se las quitó a la mala y ahora que está en quiebra se le hace muy fácil venderle a Heiss lo que no es suyo. Y Heiss compra barato con el pretexto de que hay riesgo de invasión. ¡Qué bárbaros Andrés!
– ¿Qué dijiste? -preguntó.
– ¿Qué le iba yo a decir? Que buscara otro camino, que yo a ti no te podía hablar de eso, que no me oías. ¿Qué importa lo que le dije? No la ayudé. Sentí vergüenza cuando se levantó y dio la vuelta para irse a la calle sin darme la mano.
– ¿Y si te callaste un mes por qué tienes que hacerte la enterada hoy en la noche?
– Porque así es uno. Hasta que no le llegan a lo suyo no siente -dije.
– Catalina, tú sigues sin entender. Esas tierras no son de Lola, no te puedes creer todo lo que te venga a contar una india. Y el negocio de hilo en que metí a tu padre es la cosa más inofensiva que haya pasado por su camino.
– No te creo -le dije por primera vez en mi vida-. No te creo ninguna de las dos cosas.
– ¿Me crees que me gustas mucho con los pelos cortos? -dijo.
Empezó a besarme a medio patio, a ponerme las manos encima mientras caminábamos hacia las escaleras y nuestra recámara. Tenía unas manos grandes. Me gustaban tanto como les temían otros. O por eso me gustaban. No sé.
Hablaba mientras se iba desvistiendo:
– Muchacha ésta, pendeja, qué se tiene que andar enterando de lo que no le mandan.
Después del saco se quitó la pistola, pensé que me hubiera gustado usar una pistola bajo el vestido. Me tardé en desabrocharlo. Era un vestido largo, con el escote bajo en la espalda y cerrado hasta el cuello por delante. Un vestido en el que costaba trabajo entrar y salir porque había que pasar por un montón de botones.
– Qué lenta eres Catín -dijo. Me senté de espaldas a él en la cama que ya tenía tomada.
– Venga para acá -ordenó. Quise ver el mar y cerré los ojos.
– ¿Por qué no le devuelves sus tierras a Lola? -dije.
– ¡Qué mujer tan necia! Porque no puedo -contestó meciéndose sobre mi cuerpo.
– Pero si puedes sacar a mi papá de los hilos de Amed.
– A lo mejor.
A la mañana siguiente yo tarareaba algo hacia adentro mientras corría por la escalera rumbo al patio de atrás. Ya él estaba montado en el Listón y el adolescente que me ayudaba a montar tenia de las riendas a una yegua colorada.
– ¿Y el Mapache? -pregunté.
– Ya tiene el dueño que usted le quiso dar -dijo Andrés. Apreté el puño hasta que las uñas se me enterraron en la palma de la mano.
– Entonces trato hecho -dije dispuesta a subirme a la yegua colorada.
– Trato hecho -me contestó espoleando al Listón para que se echara a correr.
Fui tras él con la yegua corriendo como desbocada, lo dejé atrás. Entré por Manzanillo hasta el bosque de los Costes y me seguí camino a La Malinche sin acordarme de la gripa del Checo, ni del desayuno, ni de filia que siempre me buscaba en las mañanas para que yo le platicara cómo eran los vestidos de las señoras que habían cenado con nosotros. Con ella me sentaba en el jardín y echaba todas las críticas que se me antojaban, encantada de que se riera con tantas ganas de mis chismes.
Nomás de imaginarme al Mapache montado por Heiss, lloraba yo a gritos mientras el aire me pegaba en la cara y me iba secando las lágrimas que me salían a chorros.
Volví como a las once. Andrés ya se había ido, las niñas estaban en el colegio, sólo quedaba Checo rumiando su gripa.
– Mal de perrera por no ir a la escuela -le dije tirándome en la cama junto a él. Después llamé a Ausencio, el mozo principal, y le pedí que buscara a la sirvienta que acababa de correr de su casa la señora Amed.
– Dígale usted que queremos que se venga a trabajar a nuestra casa. Que ya sé de su asunto, que no se preocupe.
Lucina llegó al día siguiente con su ropa en una caja de cartón. Tenía los ojos oscuros y la cara chapeada. Hablaba poco, pero a Checo le contó desde entonces todos los cuentos que yo no me sabía, a Verania le cosió vestidos para sus muñecas y a mí me daba masajes en la espalda cuando me veía triste. Se volvió la nana de todos.
El hijo que iba a tener se le salió una mañana sin mucho escándalo. Era un feto de cinco meses y estaba muerto. Lo lloró un día. Ausencio, los niños y yo la acompañamos a enterrarlo en su pueblo. Entré todos cargamos la cajita de madera blanca en que lo guardó. Recorrimos el pequeño panteón que no tenía paredes, era una siembra abierta de tumbas sencillas. Al final, debajo de un árbol, estaba el agujero para su niño. Ausencio puso dentro la cajita y Lucina se apresuró a echarle encima un puño de tierra.
– Así estuvo mejor -dijo.
Verania quiso cantar ¡Oh, María, madre mía! y nosotros la secundamos.
De regreso en el coche todos fuimos callados hasta que Lucina nos dijo:
– No estén tristes. Mi niño ya está en el cielo. Es una estrella. ¿Verdad, señora?
– Si, Lucina -dije.
Desde entonces Marilú Amed distribuyó la historia de que yo le había sonsacado a su muchacha, la había obligado a un aborto y la tenía de esclava cuidando a mis hijos. Le duró el berrinche para siempre.
Unos días después salí a caminar con Checo después de comer. Lo llevé hasta la punta del cerro de Guadalupe a ver salir el primer lucero.
– Oye, mamá -me dijo entonces, ¿tú crees eso de que el hijo de Lucina es una estrella que está en el cielo?
– ¿Por qué me lo preguntas?
– Porque Verania sí lo cree y yo sé muy bien que eso no es cierto, que el hijo de Lucina está en el hoyo.
– ¿En el hoyo?
– Si, en el hoyo. Como ese Celestino que ayer dijo mi papá que le buscaran un hoyo.
– ¿A quién le dijo?
– A unos señores que lo vinieron a ver de Matamoros.
– No oíste bien. ¿Cómo va a decir eso tu papá?
– Si, lo dijo mamá. Siempre dice así. A ése búsquenle un hoyo. Y eso quiere decir que lo tienen que matar.
– Ay, hijo, qué cosas te imaginas -le dije. ¿Crees que matar es juego?
– No. Matar es trabajo, dice mi papá.
Un ruido me subió desde el estómago, y el arroz, la carne, las tortillas, el queso, las crepas de cajeta, todo me fue saliendo de regreso mientras el Checo me veía sin saber qué hacer, preguntando a intervalos: «¿Ya mamá?» Por fin salió una cosa amarilla y amarga y luego no quedó más.
– ¿Jugamos carreras de regreso? -le dije. Y empecé a correr bajando el cerro como si me quisiera desbarrancar.
– Tú estás loca, mami. Tiene razón mi papá.
– Eres una cabra loca -gritaba el niño atrás de mí.
Llegamos exhaustos a la casa. Verania estaba en la puerta cogida de la mano de Lucina. Era una niña preciosa. Con los ojos enormes y los labios delgados, pálida como yo, ingenua como mis hermanas.
– ¿Por qué se tardaron tanto? -preguntó.
– Porque mi mamá está enferma -dijo Checo.
– ¿De qué? -preguntó Lucina.
– De la panza. Vomitó toda la comida -dijo el niño que tenía cinco años. Cinco enloquecidos años.
No podían vivir en las nubes nuestros hijos. Estaban demasiado cerca. Cuando decidí quedarme decidí también por ellos y ni modo de guardarlos en una bola de cristal.
En la casa grande ellos vivían en un piso y nosotros en otro. Podíamos pasarnos la vida sin verlos. Después de la tarde que vomité, resolví cerrar el capítulo del amor maternal. Se los dejé a Lucina. Que ella los bañara, los vistiera, oyera sus preguntas, los enseñara a rezar y a creer en algo, aunque fuera en la Virgen de Guadalupe. De un día para otro dejé de pasar las tardes con ellos, dejé de pensar en qué merendarían y en cómo entretenerlos. Al principio los extrañé. Llevaba años de estar pegada a sus vidas, habían sido mi pasión, mi entretenimiento. Estaban acostumbrados a irrumpir en mi recámara como si fuera su cuarto de juegos. Me despertaban tempranísimo aunque estuviera desvelada, jugaban con mis collares, se ponían mis zapatos y mis abrigos, vivían trenzados a mi vida. Desde esa noche cerré mi puerta con llave. Cuando llegaron en la mañana los dejé tocar sin contestarles. En la tarde les expliqué que su papá quería tranquilidad en los cuartos de abajo y les pedí que no entraran más.
Se fueron acostumbrando y yo también.