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CAPÍTULO VII

En cambio me propuse conocer los negocios de Andrés en Atencingo. Empecé por saber que el Celestino del que oyó Checo era el marido de Lola y que su muerte fue la primera de una fila de muertos. Después me hice amiga de las hijas de Heiss. De Helen sobre todo. Tenía dos hijos y estaba divorciada de un gringo que le ponía unas maltratadas terribles antes de que ella encontrara el valor para abandonarlo.

Helen se había regresado a Puebla en busca de la ayuda de su padre que como era de esperarse no le dio un quinto gratis. La puso a trabajar en Atencingo. Su quehacer era espiar a un señor Gómez, el administrador, y medir la fidelidad que le tenía en los manejos. Para hacerlo se fue a vivir a una casa inhóspita y medio vacía, con una alberca de agua helada y cientos de moscos por las tardes.

Yo iba a visitarla cualquier día. Me llevaba a los niños a nadar en su espantosa alberca mientras platicaba con elle.

– Aquí hay muy pocos hombres -decía. Y me contaba su última experiencia con algún poblano. Estaba terca en casarse con uno, y yo segura de que ninguno se iba a meter en ese lío. Las gringas estaban bien para un rato, pero nadie les entraba para todos los días. Ella quería casarse, tener una vajilla de talavera y una casa con techo de dos aguas. No sé por qué tenía la necedad del techo de dos aguas. Siempre que hablaba de su futuro lo incluía como algo imprescindible.

Un día estábamos viendo nadar a los niños y tomando uno de los daiquiris que a ella le gustaba preparar y beber sin tregua, cuando oímos disparos cerca. Salí corriendo en traje de baño, picándome los pies con las yerbas y las piedras que rodeaban la casa. Checo iba atrás de mí con mis sandalias.

– Regrésate a la casa -le dije. Me puse los zapatos y corrí hasta el ingenio. Había un muerto: pleito de borrachos, dijo Gómez el administrador.

Sentada en el suelo una mujer lloraba despacio, como si le quedara toda la vida para lo mismo.

Cuando me acerqué a preguntarle quién era el muerto, ella alzó la cara:

– Era mi señor -dijo. Ayúdeme usted porque si me quedo aquí me matan también y quién ve por los niños.

Juan el chofer me había seguido, le pedí que recogiera el cadáver. A Gómez el administrador lo miré con cara de gobernadora antes de participarle:

– Me lo voy a llevar.

– Como usted ordene. La señora se queda, ¿verdad? -preguntó viendo que me había dado por abrazarla.

– Viene conmigo -contesté.

Caminamos hasta la casa de Helen. Ahí ella empezó a hablar como si yo no fuera la esposa del gobernador. La oí sin decir una palabra, con la cabeza entre las manos. Lo que contó era espantoso. Nadie hubiera podido inventar algo así.

Cuando terminó, Helen dejó de beber para decir con su acento de gringa lela:

– Yo no lo dudo Cathy. Son infames estos hombres. Qué parientes tenemos.

– Quiero que Heiss me devuelva al Mapache -le dije a Andrés, cuando llegó a dormir a nuestra cama.

– Tratos son tratos, Catín. Tu papá ya no está con Amed.

– Pero ustedes mataron a los campesinos de Atencingo.

– ¿Qué? -dijo Andrés.

– Me lo contó la única que sobrevivió. Hoy en la tarde mataron a su marido en el ingenio. Yo lo vi, lo mataron porque llegó a contarles a los peones cómo las gentes de Heiss y las tuyas les entraron a tiros hace dos días a todos los que defendían las tierras que ese pinche gringo le compró a De Velasco en tres mil pesos. Me dijo que eran más de cincuenta con todo y niños, que mandaste al ejército a desarmarlos y luego les echaste encima cien hombres con ametralladoras. Devuélveme mi caballo, ya los muertos ni quien los reviva. Pero si todo el mundo va a ganar algo, yo quiero mi caballo de regreso o le digo la verdad a don Juan el de Avante.

– Tú te callas la boca. Nada más eso me faltaba, el enemigo en mi cama. La gobernadora soplándole al honrado periodista. ¿Qué te estás creyendo?

– Quiero mi caballo -le dije y me fui a dormir al saloncito de estar.

Me senté en el sillón azul en que a veces pasaba las tardes flojeando. Se me hacían tan lejos esas tardes. Cada vez que descubría una de las barbaridades de Andrés todo el pasado me parecía lejísimos.

Estaba días como ausente, dándole vuelta a las cosas, queriéndome ir, avergonzada y llena de pavor, segura de que nunca sería posible otra tarde tranquila, de que el asco y el miedo no se me saldrían jamás del cuerpo.

Esa noche tenía más horror que ninguna. Me acosté temblando. No quise cerrar los ojos porque veía la cara del muchacho tirado en el suelo del ingenio y la de su mujer llorando bajo el rebozo.

Por fin me dormí. Soñé a mis hijos con sangre en la cara, yo quería limpiárselas pero sólo tenía pañuelos que echaban más sangre. Cuando desperté Lucina llamaba a la puerta. Le abrí y entró con mi taza de té, la crema, el azúcar y pan tostado.

– Dice el general que baje usted en una hora.

– ¿Está bonito el día? -le pregunté.

– Sí, señora.

– ¿Ya se fueron los niños al colegio?

– Están desayunando.

– Pobres niños, ¿verdad, Luci?

– ¿Por qué, señora? Andan contentos. ¿Qué ropa le saco?

Bajé corriendo. Entré a las caballerizas gritándole. Ahí estaba con su mancha blanca entre los ojos y su cuerpo elegante.

– Mapache, Mapachito, ¿cómo te trató el pinche gringo hijo de la chingada? ¿Me perdonas?

Lo acaricié, lo besé en la cara, en el hocico y en el lomo. Después lo monté y nos fuimos corriendo hasta el molino de Huexotitla. Iba yo cantando para espantar a los muertos. De ida todavía los vi, pero ya de regreso se me habían olvidado.

Al mediodía fui con Andrés a una comida donde había periodistas. Uno que escribía en Avante le preguntó por los muertos de Atencingo.

– Me parece muy lamentable lo que ahí sucedió -dijo. He encargado al señor procurador que investigue a fondo los hechos y puedo asegurarles a ustedes que se hará justicia. Pero no podemos permitir que grupos de bandoleros disfrazados de campesinos diciendo que exigen su derecho a la tierra se apoderen con violencia de lo que otros han ganado con un trabajo honrado y una dedicación austera. La Revolución no se equivoca y mi régimen, derivado de ella, tampoco. Buenas tardes, señores.

El periodista le quería contestar pero el maestro de ceremonias tomó el micrófono a tiempo:

– Señoras y señores, damas y caballeros, en estos momentos el señor gobernador pasa a retirarse. Les suplicamos despejar la salida.

La gente se levantó y empezó a caminar hacia la puerta. Vi cómo a Andrés lo tomaban de los brazos entre cuatro de sus hombres y lo sacaban en vilo, otros me cargaron hasta la calle. Nos subieron en autos distintos que arrancaron de prisa.

– ¿Qué pasa? -le pregunté al hombre que manejaba el coche en que caí.

– Nada, señora. Estamos ensayando nuevas rutinas de salida -dijo.

Andrés fue a las oficinas del Palacio de Gobierno y yo a la casa.

En el salón de juegos estaban sus hijos grandes con unos amigos. Marta me había dicho que invitaría a Cristina, una compañera de su colegio, hija de Patricia Ibarra, la hermana mayor de José Ibarra, uno que fue mi novio.

Decíamos que éramos novios porque íbamos juntos a tomar nieve a La Rosa y caminábamos de la mano hasta el parque de La Concordia, donde nos dábamos un beso de lado antes de despedirnos. Un día me dio un beso con tan mala suerte que la hermana iba saliendo de misa de doce y nos vio. A José le dijeron que además de pobre era yo una loca que no se daba su lugar, y su papá lo invitó a un viaje por Europa.

El me lo contó todo como si yo fuera su mamá y tuviera que librarlo de un castigo.

– ¿Ya no te dejan ser mi novio? -le pregunté.

– Es que tú no sabes cómo es mi familia.

– Ni quiero -le dije y me fui corriendo, desde el parque hasta la casa de la 2 Poniente.

– ¿Qué te pasa, chiquita? -preguntó mi mamá.

– Se peleó con el rico. ¿No le ves la cara? -dijo mi papá.

– ¿Qué te hizo? -dijo mi madre que siempre sentía cualquier agravio en carne propia.

– Lo que sea no se merece más de una trompetilla -contestó mi papá. Sácale la lengua.

– Ya se la saqué -dije.

La sobrina de ese tarugo al que después sus papás casaron con Maru Ponce para formar la familia más aburrida de todas las que recorrían los portales el domingo era la amiga de Marta y era preciosa.

En la noche la madre fue a recogerla a nuestra casa con la casualidad de que iba llegando Andrés y las invitó a cenar. Toda la cena las halagó, les preguntó por los hombres de su casa y les contó historias de toreros y políticos.

Al irse la hermana de José se despidió diciendo:

– Cati, me dio un gran gusto verla, usted siempre tan fina.

– Hace diez años no pensaba usted lo mismo -contesté.

– No le entiendo -dijo con una sonrisa torcida y se fue seguramente con chorrillo, porque Andrés le murmuró quién sabe qué cosas a la hija, que de la perturbación se puso el sombrero al revés.

Ni tres días pasaron antes de que se la llevara al rancho cerca de Jalapa. Ahí la tuvo hasta el final, de ahí salió con una niña a exigir su parte en la herencia. No le fue mal, todavía vive entre caballos, perros y antigüedades sin hacer nada útil. Hasta el yerno vive de la suerte de Cristina.

A mí no me dio coraje, qué coraje me iba a dar, si toda la familia Ibarra sigue cargando con la vergüenza. Esos días hasta los disfruté. Me daba risa: que ya el general se robó a la compañera de Marta y que la mamá se está volviendo loca. Más risa me daba imaginar a la rezandera aquella sale y entre de la iglesia sin ningún resultado. Esa sí que ni tiempo tuvo de darse a respetar -decía yo, pensando en José, el parque de La Concordia y el beso de mi deshonor.

De verdad en Puebla todo pasaba en los portales. Ahí estaba parado Espinosa cuando le dieron la puñalada que lo sacó del negocio de los cines, por ahí se paseaba Magdalena Maynes con sus vestidos nuevos antes de que la desgracia se le apareciera. Porque a ésa le cambió la vida de todas cuando mataron a su padre. Parece que la estoy viendo, nunca se le arrugaba un olán y la ropa le caía coma a las maniquíes. No eran ricos, pero gastaban como si lo fueran. Nosotros los veíamos con frecuencia porque el papá tenía negocios con Andrés. Todo el mundo parecía tener negocios con Andrés.

Magdalena era la consentida del licenciado. Los fines de semana se la llevaban al Casino de la Selva en Cuernavaca. Una vez los encontramos. Magda llevaba un vestido de seda con flores estampadas y el pelo recogido con dos peinetas. Sorbía su limonada con un desapego casi cachondo.

Estaban su padre y ella sentados en las mesas del jardín, frente a la alberca, cuando llegamos nosotros. Llevábamos a todos los niños. Al vernos el licenciado se levantó para hablar con Andrés en un aparte, ella conversó con nosotros sobre la calidez del día sin perderles detalle a los gestos de su padre que volvió pronto y se fue de inmediato con todo y la hija preguntándole quién sabe qué y transformada de adolescente frívola en litigante feroz. Me pareció extraño el cambio, pero tantas cosas eran extrañas y no las notábamos. Ya en el coche rumbo a Puebla le pregunté a Andrés qué los había molestado y me contestó que no me metiera. Así que olvidé a los Maynes.

Meses después el licenciado desapareció. Lo secuestraron una noche al cruzar los portales.

Magda fue a verme a la casa. Iba linda con un traje sastre de alpaca y una blusa de seda gris.

– Mi papá fue al cine y no ha vuelto en tres días -me dijo.

Tendrá una amante, quise contestarle, pero me quedé callada, mirándome las manos como si yo tuviera la culpa.

– ¿Me haría usted el favor de preguntarle a su esposo por él? -dijo.

– Encantada, pero dudo que sirva de algo. Si él lo tiene no me lo va a decir.

– La gente dice que usted lo puede manejar.

– También dice que tú duermes con tu papá. Verás si no se equivocan.

– Ojala no se equivoquen, señora -dijo, se levantó y se fue.

Tres días después el licenciado apareció hecho pedazos y metido en una canasta que alguien dejó en la puerta de su casa.

Lo supe a media mañana porque me fui a peinar con la Güera y ahí llegaron unas viejas contándolo dizque muy impresionadas. La güera Ofelia me estaba poniendo una trenza postiza y me preguntaba cómo la sentía cuando me vi las lágrimas en el espejo. Me quedé quieta mientras ella terminaba de prender los pasadores. El salón estaba callado y la bola de viejas empezó a mirarme como si tuviera yo el cuchillo entre las manos. Me vi las uñas que Maura iba pintando y me mordí los labios para que ni una, pero ni una lágrima más se me fuera a salir pensando en el licenciado que era tan guapo y tan inteligente como todos decían.

Fui a casa de los Maynes. Había mucha gente. La viuda estaba sentada entre sus hijos menores con los ojos mirando al suelo y quieta como si también a ella la hubieran matado.

Magdalena era la única junto a la caja, me vio entrar. No me acerqué, no tenía nada que decirle, sólo quería verla y saber si la corona de flores que mandaría Andrés cabría por la puerta. Porque él así jugaba, cuando el muerto era suyo o le parecía benéfica su desaparición, mandaba enormes coronas de flores, tan enormes que no cupieran por la puerta de la casa en que se velaba al difunto.

Mientras contestaba las avemarías fui leyendo las cintas de los ramos y las coronas. Ninguna decía general Andrés Ascencio y familia. Cuando comenzó la letanía me levanté a ver si estaba afuera, pero antes de llegar a la salida vi entrar dos hombres cargando una de las coronas que le hacían a Andrés en el puesto central de La Victoria. Cruzaron la puerta.

Me fui de ahí. Se me ocurrió que la Güera podía saber qué decía la gente, seguro alguna de las mujeres a las que peinó esa mañana le había contado algo. Volví a verla.

No sabía más de lo que yo imaginaba. Decían que lo había matado Andrés porque a nadie se le ocurría otra cosa, pero no había pruebas. Sin embargo, yo recordaba la discusión en Cuernavaca y los ojos de Magdalena pidiéndome a su padre.

Volví a la casa. Me encerré en el saloncito a comerme primero el barniz de las unas y después las uñas. Odié a mi general. No supe si quería verlo llegar y preguntarle o quedarme ahí encerrada y no verlo nunca otra vez.

Llegó riéndose. Venía de montar y arrastraba las espuelas. Oí cómo subía las escaleras, cómo caminaba hasta el fin del corredor. Se detuvo en la puerta del salón y la empujó. Cuando vio que no se abría empezó a gritar:

– A mi nadie me cierra una puerta, Catalina. Esta es mi casa y entro a donde yo quiera. Abre, que no estoy para pendejadas.

Por supuesto le abrí. No quería que se oyera su escándalo.

– Ya sé que fuiste -dijo. Habrás notado que no tuve nada que ver. Quítate ese vestido que pareces cuervo, déjame verte las chichis, odio que te abroches como monja. Ándale, no estés de púdica que no te queda. Me trepó el vestido y yo apreté las piernas. Su cuerpo encima me enterraba los broches del liguero.

– ¿Quién lo mató? -pregunté.

– No sé. Las almas puras tienen muchos enemigos -dijo. Quítate esas mierdas. Está resultando más difícil coger contigo que con una virgen poblana. Quítatelas -dijo mientras sobaba su cuerpo contra mi vestido. Pero yo seguí con las piernas cerradas, bien cerradas por primera vez.