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¡Despierta, papá!
Una mano me sacudió el hombro suavemente. Me aparté y sentí un aire frío en la nuca al deslizárseme la manta. La recuperé de un tirón y me acurruqué en busca del calor perdido. Alargué el brazo pensando en Bethesda, pero sólo encontré un cálido vacío donde debería haber estado ella.
– Vamos, papá, será mejor que te levantes. -Eco volvió a sacudirme, pero esta vez con menos suavidad.
– Vamos, marido, levántate -dijo Bethesda.
¿Qué sueño es más profundo que el de una fría noche de enero, con el cielo cubierto de nubes amenazadoras y la tierra temblando a tus pies? Ni siquiera los gimoteos de mi hijo y de mi esposa impidieron que volviera a caer en brazos de Morfeo con la misma facilidad con que caería un niño en una blanda cama de plumas de ganso. Era como si, en un árbol cercano, dos urracas parlotearan absurdamente y me llamaran «papá» y «marido», se abalanzaran sobre mí, agitaran las alas y me picotearan sin piedad. Gruñí y agité los brazos para repeler el ataque. Tras un breve combate, se batieron en retirada hacia las nubes de escarcha, dejándome soñar en paz.
Las nubes de escarcha se abrieron de repente. Un chaparrón de agua helada me cayó en pleno rostro.
Me senté de un brinco farfullando y maldiciendo. Con aire de satisfacción, Bethesda colocó un cuenco vacío junto a un vacilante candil que había en una mesita pegada a la pared. Eco estaba a los pies de la cama recogiendo la manta que acababa de quitarme. Me abracé tiritando de frío.
¡Robamantas! -mascullé ferozmente. En aquel momento me parecía el mayor crimen imaginable-. ¡Impedir el descanso de un anciano!
Eco se mantuvo impasible. Bethesda se cruzó de brazos y enarcó una ceja. A la débil luz de la llama, ambos seguían pareciéndome dos urracas.
Cerré los ojos.
– Tened piedad de mí -suspiré, creyendo que invocando misericordia podría conseguir un maravilloso momento de sueño.
Pero antes de que mi cabeza rozara la almohada, Eco me cogió del hombro y volvió a ponerme derecho.
– No, papá, esto es serio.
– Qué es lo que es serio? -Hice un torpe intento de apartarlo de un empujón-. ¿Está ardiendo la casa? -Ya estaba irremediablemente despierto y con un humor de perros… hasta que me di cuenta de que faltaba alguien en el grupo de conspiradores. Miré por la habitación maldiciendo y me estremecí de terror-. ¡Diana! ¿Dónde está Diana?
– Aquí, papá. -Entró en el dormitorio y se metió en el círculo de luz. La larga cabellera, que se soltaba por las noches, le caía por los hombros, resplandeciente como las oscuras aguas a la luz de las estrellas. Los almendrados ojos, ojos egipcios heredados de su madre, estaban ligeramente hinchados por el sueño-. ¿Qué pasa? -dijo bostezando-. Eco, ¿qué haces aquí? ¿Por qué estáis todos levantados? ¿Y qué es todo ese alboroto en la calle?
– ¿Alboroto? -pregunté.
Diana irguió la cabeza como un gallo de pelea.
– Claro, supongo que no podrás oírlo desde la parte de atrás de la casa, pero desde mi habitación sí que se oye. Tanto que me han despertado.
– ¿Quiénes?
– Los alborotadores. Corren con antorchas gritando no sé qué.
Arrugó la naricilla, algo que suele hacer cuando está confusa. Al ver mi cara de haba, se volvió a su madre, que se le acercó con brazos tiernos. A sus diecisiete años, Diana sigue siendo bastante niña para apreciar el calor maternal. Mientras tanto, Eco se mantenía apartado con la sombría expresión del mensajero que porta malas noticias.
Por fin me di cuenta de que debía de haber ocurrido algo realmente terrible.
Poco después estaba vestido y caminaba con viveza por las oscuras calles junto a Eco y sus cuatro guardaespaldas.
Volví la cabeza alarmado cuando un grupo de hombres de aspecto sombrío llegó corriendo por detrás y nos adelantó. Las antorchas que portaban cortaban el aire como un cuchillo afilado. Nuestras sombras danzaban alocadamente, agrandándose cuando las antorchas se acercaban y perdiéndose como espectros en la oscuridad a medida que sus portadores nos dejaban rezagados.
Tropecé con un adoquín mal colocado.
¡Por las pelotas de Numa! Deberíamos haber traído antorchas.
– Prefiero que mis guardaespaldas vayan con las manos libres -dijo Eco.
– Bueno, sí, guardaespaldas no nos faltan -dije mientras echaba un vistazo a los cuatro esclavos formidables que, literalmente, nos rodeaban. Tenían aspecto de gladiadores entrenados: mandíbulas firmes, mirada pétrea, atenta a cualquier movimiento que hubiera a nuestro alrededor.
Los buenos gladiadores son caros tanto a la hora de comprarlos como a la hora de mantenerlos. Mi nuera Menenia se quejaba cada vez que Eco añadía otro al servicio de la casa, aduciendo que el dinero estaría mejor invertido en esclavos para la cocina o en un mejor tutor para los mellizos. «La protección es lo primero -replicaba Eco-. Son los tiempos que corren.» Con lo que, muy a mi pesar, yo estaba de acuerdo.
Mis pensamientos se detuvieron en la esposa y los hijos de Eco, que habían quedado en la casa del monte Esquilino.
– Menenia y los mellizos… -dije al tiempo que aceleraba el paso para no quedarme atrás. Mi aliento iba formando nubes en el aire; por lo menos la marcha me mantenía caliente. Pese a lo rápido que íbamos, otro grupo de hombres que venía detrás nos adelantó, ahuyentando nuestras sombras con sus antorchas.
– Están a salvo. El mes pasado puse otra puerta en la casa. Haría falta un ejército para derribarla. Además, he dejado a mis dos guardaespaldas más corpulentos para que cuiden de ellos.
– ¿Cuántos guardaespaldas posees ahora mismo?
– Sólo seis: los dos que hay en casa y los cuatro que nos acompañan.
– ¿Sólo seis? -Yo seguía teniendo únicamente a Belbo, al que había dejado al cuidado de Bethesda y de Diana. Por desgracia, Belbo era demasiado viejo y no podría seguir siendo un guardaespaldas apropiado durante mucho tiempo. En cuanto al resto de los esclavos de la casa, apenas si podía esperarse que soportaran una lucha en condiciones, si algo realmente terrible sucediera…
Intenté apartar de la mente aquellas ideas.
Otro grupo de hombres llegaba por detrás a toda mecha. Al igual que nosotros, no portaban antorchas. Mientras nos adelantaban en la oscuridad, observé que los guardaespaldas de Eco se ponían nerviosos y metían la mano bajo la capa. Los desconocidos sin antorcha podían llevar algo más peligroso, una daga sin ir más lejos.
El grupo pasó sin que ocurriera el menor incidente. Más adelante, alguien abrió de par en par los postigos en la ventana de un piso superior para asomarse.
¡Por Hades! Pero ¿qué ocurre esta noche?
¡Lo han matado! -gritó uno de los hombres que iban delante-. ¡Lo han asesinado a sangre fría, cobardes bastardos!
– ¿A quién han matado?
– A Clodio. Está muerto.
La figura de la ventana permaneció en silencio un instante entre las sombras y después dejó escapar una prolongada y sonora carcajada que resonó a través de la fría brisa nocturna. El grupo que nos precedía se detuvo bruscamente.
– ¡Problemas! -dijo Eco. Asentí, pero entonces me di cuenta de que el comentario en susurros era una señal para sus guardaespaldas. Estrecharon el cerco a nuestro alrededor y apretamos el paso.
– Entonces, ¿adónde… -dijo jadeando el hombre de la ventana, que con las carcajadas apenas si podía articular palabra-… adónde va la gente con tanta prisa? ¿A celebrarlo acaso?
El grupo de la calle estalló en gritos exasperados. Algunos alzaban el puño. Otros se agachaban a buscar piedras. Incluso en el monte Palatino, con sus inmaculadas calles y sus elegantes casas, aún pueden encontrarse pedruscos sueltos. El hombre de la ventana siguió riéndose hasta que de repente soltó un grito:
– ¡Ay, mi cabeza! ¡Sucios bastardos! -Cerró los postigos de golpe ante la súbita lluvia de piedras.
Nos apresuramos y doblamos la esquina. -Eco, ¿crees que es cierto?
Que Clodio esté muerto? No tardaremos en saberlo. ¿No es aquélla su casa? ¡Mira cuántas antorchas se han reunido en la calle! Eso fue lo que me hizo salir de casa…, podía verse el resplandor reflejado en las nubes. Menenia me llamó para que fuera a verlo desde la azotea. Creyó que todo el monte Palatino estaba en llamas.
– De manera que pensaste venir a ver si tu querido padre ya estaba chamuscado.
Eco sonrió, pero en seguida se puso serio.
– De camino, en la Subura, vi gente por todas partes; reunida en las esquinas, escuchando a los oradores. Apiñada a las puertas de las casas hablando en voz baja. Unos echando pestes, otros lloriqueando. Centenares de hombres andaban en dirección al Palatino, como un río corriente arriba, y en sus labios las mismas palabras: «¡Clodio está muerto!».
La casa de Publio Clodio (la nueva, pues hacía sólo unos meses que la había comprado y se había mudado) era una de las maravillas arquitectónicas de la ciudad, según las opiniones de algunos. Las casas de los ricos del monte Palatino eran cada año más grandes y más ostentosas, como enormes bestias presumidas que devoran las minúsculas casas que las rodean y exhiben sus pieles cada vez más suntuosas. La piel de aquella bestia en particular era de mármol de muchos colores. El resplandor de las antorchas permitía ver el tenue brillo de las placas y de las columnas de mármol que adornaban las terrazas del exterior (pórfido verde pulimentado de Lacedemonia, mármol egipcio rojo veteado con lunares blancos como la piel del fauno, mármol amarillo de Numidia con vetas rojas). Las terrazas, situadas en la ladera del monte y sembradas de desnudos rosales en el invierno, rodeaban el antepatio pavimentado con grava. La verja de hierro que normalmente cerraba el acceso al patio se hallaba abierta, pero el paso estaba totalmente bloqueado por la multitud de plañideras que llenaba el patio y se desperdigaba por las calles.
En algún lugar, detrás de aquella multitud, al final del antepatio, estaba la entrada a la casa propiamente dicha, que se extendía por la colina como un pueblo independiente, con sus diversas alas rodeadas por más terrazas y comunicadas entre sí por pórticos con más columnas de mármol multicolor. La magnífica casa se perfilaba por encima de nosotros, una minúscula montaña de sombras profundas y reluciente mármol, iluminada por dentro y por fuera, suspendida como en un sueño entre las amenazadoras nubes y el humo nebuloso que desprendían las antorchas.
– Y ahora ¿qué? -le pregunté a Eco-. Ahora ni siquiera podemos entrar en el antepatio con todo este gentío. Los rumores deben de ser ciertos…, fíjate en todos esos hombres llorando. Vamos, lo mejor será que volvamos a casa a cuidar de nuestras familias. Nadie sabe lo que puede pasar después.
Eco asintió con la cabeza pero pareció que no me oía. Se puso de puntillas para ver qué pasaba dentro del antepatio.
– Las puertas de la casa están cerradas. No parece que entre ni salga nadie. Lo único que hacen es permanecer ahí apiñados…
Hubo una repentina oleada de excitación entre la muchedumbre.
¡Dejadla pasar! ¡Dejadla pasar! gritaba alguien. La aglomeración fue aún mayor cuando la gente retrocedió para dar paso a una suerte de transporte que atravesaba la calle. En primera línea apareció una falange de gladiadores que se abrían paso a codazos y empujones. La gente hacía lo que buenamente podía para quitarse de en medio. Los gladiadores eran altos como gigantes; a su lado, los guardaespaldas de Eco parecían niños. Dicen que al otro lado de las costas del norte de las Galias hay unas islas donde los hombres crecen así de grandes., Aquéllos tenían el rostro pálido y llevaban corto el pelo de color rojizo.
El gentío que nos precedía se comprimió. A Eco y a mí nos estrujaron juntos, con los guardaespaldas formando aún un círculo a nuestro alrededor. Alguien me pisó un pie. Tenía los brazos atrapados a los lados. Divisé una litera que se aproximaba; los porteadores que la llevaban hacían parecer enanos a los gigantes gladiadores. Suspendido por encima de la multitud, el dosel de seda a rayas rojas y blancas resplandecía a la trémula luz de las antorchas.
Me dio un vuelco el corazón. Conocía aquella litera. A mí mismo me habían transportado en ella. Por supuesto, Clodia estaría allí.
La litera se iba aproximando. Las cortinas estaban corridas, como debían estar. No tendría ningún deseo de ver a la multitud, ni de que ésta la viera a ella. Pero por un momento me pareció ver que las cortinas se descorrían ligeramente. Me estiré para ver por encima de las cabezas de los porteadores, pero me confundieron las luces y sombras que ondulaban sobre la seda roja y blanca. Quizás fue tan sólo una sombra lo que vi y no el descorrer de las cortinas.
La mano de Eco me tiró bruscamente del hombro haciéndome retroceder, apartándome del camino de los gladiadores que avanzaban junto a la litera. Me dijo al oído:
– ¿Crees que…?
– Pues claro, debe de ser ella. Las rayas rojas y blancas…, ¿quién más podría ser?
No creo que fuera el único hombre entre la multitud que reconocía la litera y sabía quién iba en su interior. A fin de cuentas, aquélla era la gente de Clodio, los pobres de la Subura que se amotinaban a una orden suya, los antiguos esclavos que contaban con él para que protegiera su derecho al voto, la hambrienta plebe que había engordado con el grano que se repartía gratis por disposición suya. Habían apoyado siempre a Clodio como éste los había apoyado a ellos. Habían seguido su carrera política, habían chismorreado acerca de sus aventuras sexuales y sus asuntos familiares y habían proyectado terribles muertes para sus enemigos. Lo adoraban. Tal vez no adoraran igualmente a su escandalosa hermana mayor, pero reconocían su litera cuando la veían. De repente oí que alguien entre la multitud susurraba su nombre. Otros lo repitieron y cantaron al unísono hasta convertirlo en una cantinela suave que seguía tras el dosel:
– Clodia… Clodia… Clodia…
La litera entró en el antepatio por la estrecha puerta. Los gladiadores habrían podido despejar el camino por la fuerza, pero la violencia no fue necesaria. Al oír su nombre, las plañideras que había en el patio se apartaron con temor. Se formó un vacío delante de la litera y se cerró tras ella, de manera que avanzó rápido y sin incidentes hasta el otro extremo del patio y subió el corto tramo de escalones de la entrada. Las altas puertas de bronce se abrieron hacia dentro. Giraron el dosel para que no pudiera verse a sus ocupantes apearse de la litera y entrar en la casa. Las puertas se cerraron tras ellos con un sonido metálico amortiguado.
El canto se desvaneció. Un silencio inquietante descendió sobre la multitud.
– Clodio, muerto -dijo Eco quedamente-. Parece imposible.
No has vivido tanto como yo -dije con aire compungido-. Todos mueren tarde o temprano, grandes y pequeños, y la mayoría más temprano que tarde.
– Claro, sólo me refería…
– Sé lo que querías decir. Cuando algunos hombres mueren, es como si se lanzara un grano de arena al río, ni siquiera se percibe una simple ondulación. Con otros, es como un gran canto rodado, las olas salpican la orilla. Y con muy pocos…
– Como un meteorito caído del cielo -dijo Eco.
Aspiré una profunda bocanada de aire.
– Esperemos que no sea tan terrible -dije. Pero algo me decía que lo sería.
Esperamos un rato, atrapados por la apatía que cae sobre una multitud cuando sucede algo de importancia. Entre las personas que nos rodeaban oímos numerosos y contradictorios rumores sobre lo que había sucedido. Se había producido un incidente en la Vía Apia, en las afueras de Roma…, no, a doce millas, en Bovilas…, no, más al sur. Clodio había salido a cabalgar solo…, no, con un pequeño guardaespaldas…, no, en una litera con su esposa y su habitual séquito de esclavos y sirvientes. Había sido una emboscada…, no, un único asesino…, no, un traidor entre los mismos hombres de Clodio…
Y así seguían, sin que fuera posible conocer la verdad, sólo había un único y unánime punto de acuerdo: Clodio estaba muerto.
Las amenazadoras nubes proseguían su marcha gradual hasta revelar el firmamento desnudo: sin luna, oscuro como boca de lobo, salpicado de estrellas que brillaban como bolas de cristal. El breve pero rápido paseo desde mi casa me había calentado la sangre. Los achuchones de la gente y las antorchas me habían mantenido caliente, pero a medida que refrescaba la noche me iba quedando frío. Encogí los dedos de los pies y me froté las manos mientras observaba cómo mi aliento se entremezclaba con el humo en el aire.
– Esto no sirve de nada -dije por fin-. Me estoy congelando. No he traído una toga lo bastante gruesa.
Eco parecía estar muy a gusto con su toga, no más gruesa que la mía, pero un hombre de cincuenta y ocho años tiene la sangre más delicada que uno que tiene veinte años menos.
– ¿A qué estamos esperando? Ya sabemos a qué venía tanto revuelo. Clodio está muerto.
– Sí, pero ¿cómo ha muerto?
No pude evitar una sonrisa. Había aprendido el oficio de mí. La curiosidad se convierte en costumbre. Aunque no huela dinero en el asunto, el Sabueso no puede evitar sentir curiosidad, y menos aún cuando hay asesinato por medio.
– Esta gente no nos ayudará a descubrirlo -dije.
– Supongo que no.
– Entonces, vámonos.
Dudó un instante.
– ¿Crees que enviarán a alguien a hablar a la multitud? Seguro que tarde o temprano saldrá alguien… -Me vio tiritando-. Sí, vámonos.
– Tú no tienes por qué irte.
– No puedo permitir que vuelvas solo a casa, papá. No una noche como ésta.
– Entonces, que me acompañen tus guardaespaldas.
– No soy tan idiota como para quedarme solo entre esta gente.
– Podríamos repartírnoslos, dos para ti y dos para mí.
– No, no pienso dar ninguna oportunidad a nadie. Te acompañaré a casa y luego regresaré si aún me quedan ganas.
Podríamos haber seguido discutiendo tales cuestiones logísticas un poco más de no ser porque, cuando levantó la vista, Eco vio a alguien detrás de mí. Los guardaespaldas se pusieron tensos.
– Busco a un hombre llamado Gordiano -dijo una voz cavernosa por encima de mi cabeza. Me giré para ver mi nariz incrustada en un pecho exageradamente ancho. Arriba, en alguna parte, había una cara rubicunda coronada por un flequillo de rizos rojos. El latín del individuo era horrendo.
– Yo soy Gordiano -dije.
Bien. Ven conmigo.
– Que vaya contigo ¿adónde?
Estiró la cabeza.
– A la casa, claro está.
¿Por invitación de quién? -pregunté sabiendo ya la respuesta.
– Por orden de mi señora Clodia.
Así que, después de todo, me había visto desde la litera.
Incluso con el pelirrojo gigante de guía, dudaba de la posibilidad de atravesar la concurrida entrada y el antepatio. De hecho, él se encaminó en otra dirección. Lo seguimos calle abajo, bordeamos la muchedumbre y llegamos a una estrecha escalera de caracol incrustada en la ladera del monte, al otro lado del círculo exterior de terrazas de mármol. La escalera estaba flanqueada por higueras cuyas densas ramas formaban un baldaquino sobre nosotros.
– ¿Estás seguro de que este camino nos lleva a la casa? -preguntó Eco con suspicacia.
– Vosotros seguidme -dijo el gigante con voz ronca mientras señalaba la distante lámpara en la parte superior de las escaleras. Sin una antorcha que nos guiara, el camino era oscuro y los escalones se perdían entre las sombras. Los subimos con precaución detrás del gigante, hasta que llegamos a un estrecho descansillo. La lámpara colgaba sobre una puerta de madera. Junto a la puerta había apostado otro gladiador que nos ordenó que dejáramos fuera a nuestra escolta y que sacáramos las armas. Eco sacó un puñal y se lo entregó a uno de sus guardaespaldas. Cuando yo protesté aduciendo que no llevaba ninguna, el gigante pelirrojo insistió en registrarme. Satisfecho por fin, abrió la puerta y nos condujo al interior.
Proseguimos por un pasillo largo y oscuro, descendimos unos escalones y finalmente llegamos a una habitación estrecha. Estábamos en el vestíbulo de la casa, exactamente al otro lado de las altas puertas de bronce, que estaban atrancadas por dentro con una fuerte viga de madera. A través de las puertas, podía oír el tumulto de la inquieta multitud que había en el patio.
– Esperad aquí -dijo el gigante y desapareció tras unas cortinas.
El vestíbulo estaba iluminado por una lámpara colgante, cuyas llamas se reflejaban en los muros y en el suelo de mármol pulido. Me acerqué a las trémulas cortinas rojas, fascinado por ellas.
Eco, ¿sabes lo que son? Deben de ser las célebres telas atálicas. Llevan hebras de oro auténtico. Si las vieras a la luz de una hoguera, te parecerían tejidas por las llamas.
Debería explicar que la casa de Publio Clodio y su mobiliario tienen una breve pero notable historia. El primer propietario había sido Marco Escauro, que comenzó a construir la casa seis años antes. Fue el mismo año en que Escauro fue elegido edil y, como consecuencia, se sintió obligado a entretener a las masas con producciones teatrales durante las fiestas de otoño, corriendo los gastos de su cuenta. Siguiendo la antigua tradición, Escauro construyó un teatro provisional en el Campo de Marte, fuera de las murallas. Dos años después, Pompeyo construyó el primer teatro permanente de Roma (los niños romanos crecerían sin idea de que existiera tal decadencia griega entre ellos), pero el teatro de Escauro se construyó únicamente para una temporada.
He estado en muchas ciudades y he visto muchos edificios notables, pero ninguno como el teatro de Escauro. Tenía asientos para ochenta mil personas. El inmenso escenario tenía tres plantas de altura y lo sostenían trescientas sesenta columnas de mármol. Entre tales columnas, e incrustadas en diversas hornacinas a lo largo del edificio, había un total de tres mil estatuas de bronce. Se habló de semejantes cifras exorbitantes hasta que todo el mundo se las supo de memoria, y no eran ninguna exageración; en momentos de poca actividad, durante las representaciones teatrales, los chiflados contaban las columnas y las estatuas en voz alta mientras los pobres actores se esforzaban inútilmente, relegados por la decoración.
La planta baja del escenario estaba decorada con mármol, el piso superior con madera barnizada y el del centro con sorprendentes vidrieras de colores (no simples ventanucos, sino paredes enteras de vidrio, un despilfarro que no se había visto nunca y que seguramente no volverá a repetirse). Para el decorado del escenario, había enormes telones de fondo pintados por algunos de los mejores artistas del mundo, enmarcados por lujosas telas atálicas de fibras rojas y anaranjadas, entretejidas con hilo dorado, como los legendarios ropajes dorados del rey Atalo de Asia. Bajo la luz del mediodía parecían tejidos con rayos del mismo sol.
Cuando terminaron los festivales y el teatro se desmontó, Escauro vendió algunos de los adornos y otros los convirtió en lujosos regalos. Pero conservó para sí la mayoría, con objeto de decorar su nueva casa del Palatino. Las planchas y columnas de mármol se convirtieron en terrazas y pórticos; las vidrieras murales, en claraboyas. Enormes cajas llenas de estatuas y magníficas telas y cuadros se amontonaron en el patio de la casa y fueron llevados al interior paulatinamente. En el atrio, que había sido vuelto a diseñar, Escauro decidió instalar las columnas más grandes del teatro, hechas de mármol negro de Lúculo, cada una de ellas ocho veces superior a la estatura de un hombre. Las columnas eran tan pesadas y tan difíciles de remolcar que un constructor de alcantarillas obligó a Escauro a establecer un seguro contra posibles daños en el alcantarillado de la ciudad cuando se pasara por ella para transportar las columnas al Palatino.
La casa de Escauro provocó casi tantos comentarios como el teatro. La gente que había mirado tontamente el teatro iba para mirar tontamente la casa. Sus vecinos más conservadores (y menos acaudalados) consideraban el recinto un insulto al buen gusto, una monstruosidad de despilfarro y exceso, una injuria a la austera virtud romana. Los que se quejaban deberían haber recordado el viejo proverbio troyano: por muy mal que estés, siempre puedes estar peor; como ocurrió cuando se propaló el rumor de que Escauro se mudaba de casa y había vendido el terreno a Clodio, el agitador de multitudes; Clodio, el patricio de elevada alcurnia que renunció a su apellido para convertirse en plebeyo; Clodio, la perdición de los Optimates; Clodio, el Señor de la Plebe.
Clodio había pagado casi quince millones de sestercios por la casa y los muebles. Si el rumor era cierto (que Clodio estaba muerto), entonces había tenido poco tiempo de disfrutar del recinto. Jamás vería florecer los rosales en las terrazas de mármol al llegar la primavera.
Asomé la cabeza por entre los tapices atálicos para ver el atrio que había al otro lado, en donde el techo se disparaba bruscamente a la altura de tres pisos.
¡Las columnas de mármol de Lúculo! -susurré al tiempo que me colaba por las cortinas y hacía una señal a Eco para que me siguiera, porque allí estaban, elevándose vertiginosamente hasta el techo a una altura de trece metros, con un resplandor negro como el azabache.
En el centro del atrio había un estanque decorado con relucientes mosaicos azules y plateados que representaban el cielo nocturno y sus constelaciones. En el tejado, encima del estanque, habían recortado un cuadrado que más que abrirse al cielo parecía un cristal situado más allá de la luz, a través del cual ondeaban las estrellas como si estuvieran bajo el agua. Era una imagen que mareaba: el agujero parecía un estanque que reflejara las estrellas que teníamos a nuestros pies.
Me paseé lentamente por el perímetro del atrio. En las hornacinas de los muros estaban las mascarillas de cera de los antepasados. Publio Clodio Pulcher provenía de un linaje muy noble y antiguo. Uno a uno, los rostros impasibles de sus ascendientes me observaban. La mayoría habían sido captados en la madurez o en la vejez, pero en su conjunto, podía apreciarse que formaban un grupo hermoso. En cierto modo hacían honor a su apellido, Pulcher, que al fin y al cabo significa pulcro.
Eco me dio golpecitos en el hombro. Nuestro guía había regresado. Hizo un gesto con la barbilla y lo seguimos hacia el fondo de la casa.
Mientras recorríamos los pasillos, aproveché para echar ojeadas a las habitaciones que había a un lado y a otro. Por todas partes advertí señales de que estábamos en una casa que había sido ocupada recientemente y en la que aún no se habían instalado del todo. En algunas habitaciones había cajas y bultos amontonados en desorden, mientras que otras estaban vacías. En algunos sitios aún quedaban andamios y se percibía el olor del yeso recién puesto. Hasta las estancias que parecían acabadas daban la impresión de ser en cierto modo provisionales: muebles colocados en cualquier rincón, cuadros colgados en cualquier espacio, estatuas situadas demasiado cerca unas de otras.
¿Qué esperaba encontrar dentro de la casa? ¿Mujeres llorando, esclavos corriendo confusamente de un lado a otro, sensación de pánico? Por el contrario, la casa estaba en absoluto silencio, con alguna que otra persona a la vista. La extensión del recinto hacía que aquella quietud fuera más acusada y misteriosa, como un templo desierto. De cuando en cuando nos cruzábamos con algún esclavo que se apartaba en señal de deferencia mientras desviaba la cara en otra dirección.
Cuando el cuerpo muere, me dijo en una ocasión un filósofo, toda la vida dentro de él se contrae en un único punto antes de expirar. Eso es lo que parecía que ocurría en la casa de Clodio, que toda la vida se había concentrado en un único sitio, pues doblamos repentinamente una esquina y entramos en una sala iluminada por numerosas lámparas y en la que se oían muchas voces susurrantes. Hombres de aspecto nervioso, vestidos con toga, iban de un lado a otro con rostros preocupados, conversaban en grupos, gesticulaban con las manos, sacudían la cabeza y discutían en susurros. Los esclavos se mantenían apartados en los rincones, en silencio pero con la mirada alerta, a la espera de instrucciones.
Llegamos ante una puerta cerrada que había al otro extremo de la estancia. Junto a ella, había un gigante sentado con la barbilla entre las manos y expresión compungida. Llevaba en la cabeza un vendaje manchado de sangre y un torniquete en un brazo. Un apuesto joven de elegante túnica lo atosigaba a preguntas al tiempo que lo regañaba, sin darle tiempo a balbucear respuesta.
– Aún no entiendo cómo pudisteis abandonarlo de ese modo. En primer lugar, ¿cómo es que estabais con él tan pocos? ¡Por Hades! ¿En qué estaban pensando ésos cuando se lo llevaron a aquella taberna en lugar de traerlo a la villa?
Nuestro guía llamó suavemente a la puerta con el lateral del pie; alguien le había enseñado buenos modales. El joven y el herido alzaron la mirada y nos miraron a Eco y a mí con aire suspicaz.
El herido frunció el ceño:
¡Por Hades! ¿Quién…?
El joven nos contempló con cara aburrida.
– Debe de ser el tipo que ha mandado llamar mi tía Clodia.
La puerta se abrió. Un par de ojos femeninos nos acechó. Nuestro guía se aclaró la garganta y dijo:
– El que llaman Gordiano y su hijo, Eco.
La esclava asintió con la cabeza y abrió la puerta. Eco y yo entramos. Nuestro guía se quedó fuera cuando la esclava cerró la puerta.
La sala daba la impresión de ser un santuario. El suelo estaba cubierto por gruesas alfombras y las paredes por tapicerías que amortiguaban el tranquilo chisporrotear del único brasero que caldeaba la estancia y proyectaba sombras alargadas por los rincones. Apoyada en una pared había una mesa alargada, igual que un altar, con algunas mujeres congregadas delante dándonos la espalda. Iban vestidas de negro, con el cabello suelto cayéndoles por los hombros. No parecieron advertir nuestra llegada. La esclava se dirigió a una de ellas y le tocó suavemente el codo. Clodia se giró y nos miró desde el otro lado de la sala.
Hacía casi cuatro años que no la veía, desde el juicio de Marco Celio. Clodia había solicitado mis servicios para que la ayudara en la acusación; las cosas no habían discurrido como planeó y sus errores de cálculo habían acabado mal para ella. Desde entonces, había llevado una existencia mucho más tranquila y retirada, o eso he oído en las escasas ocasiones en que se menciona su nombre. Pero no la había olvidado. Una mujer como Clodia no se olvida nunca.
Se acercó lentamente, arrastrando tras ella el borde de su túnica negra. Su perfume llegó a nosotros un momento antes que ella, el aire empezó a oler a nardo y a azafrán. Siempre la había visto con el pelo echado hacia atrás y sujeto con horquillas. En aquel momento lo llevaba caído por el luto, enmarcando de un negro lustroso el impresionante ángulo de los pómulos y la orgullosa línea de la nariz. Tenía más de cuarenta años, pero seguía teniendo el cutis como los pétalos de rosa. Las suaves mejillas y la frente parecían resplandecer ante la vacilante luz del brasero. Sus ojos, sus famosos ojos verdes brillantes, estaban rojos por el llanto, pero su voz era firme.
– ¡Gordiano! Creí verte entre la multitud. ¿Es tu hijo?
– Mi hijo mayor, Eco.
Asintió, parpadeando para contener las lágrimas.
– Vamos, sentaos conmigo.
Nos condujo a un rincón y nos hizo señas para que nos sentáramos en un triclinio mientras ella se sentaba en otro. Se llevó una mano a la frente y cerró los ojos. Parecía estar al borde de las lágrimas, pero al rato respiró profundamente y se sentó derecha con las manos recogidas en el regazo.
Un sombra eclipsó la luz del brasero. Alguien había atravesado la estancia para unirse a nosotros. Se sentó junto a Clodia y trató de cogerle las manos.
– Mi hija Metela -dijo Clodia, como si fuera necesaria tal aclaración. La joven era sin lugar a dudas hija de su madre. Quizás, con el tiempo, se volvería tan hermosa como ésta. La belleza de Clodia no era de las que se obtienen al nacer. Consistía en algo más de lo que los ojos pudieran percibir, en un misterio oculto tras la carne que se acrecienta con el paso del tiempo-. Creo recordar que tienes una hija de la misma edad -dijo Clodia sosegadamente.
– Diana -dije-. De diecisiete años.
Clodia asintió. Metela se puso a llorar de repente. Su madre la abrazó un instante y luego la soltó y le ordenó que fuera a reunirse con las demás.
– Adoraba a su tío -dijo Clodia.
– ¿Qué ocurrió?
Hablaba con voz tensa e inexpresiva, como si cualquier muestra de emoción le hiciera imposible hablar.
– No estamos seguros. Estaba en el sur, en la villa que posee pasado Bovilas. Algo sucedió en la carretera. Dicen que fue Milón o los hombres de Milón. Una pelea. Murieron otros, además de Publio. -Se le quebró la voz; hizo una pausa para sosegarse-. Alguien que pasaba por casualidad encontró su cuerpo en la carretera (¡ni siquiera había alguien custodiándolo!). Unos forasteros lo trajeron de vuelta a la ciudad. Su cuerpo llegó inmediatamente después de la puesta de sol. Desde entonces han ido llegando algunos de los guardaespaldas. Los que sobrevivieron. Aún tratamos de encontrarle sentido a lo que ha ocurrido.
– He visto que en la otra sala interrogaban a un hombre vendado.
– Un guardaespaldas. El hombre llevaba años con Publio. ¿Cómo ha podido permitir que pasara?
– ¿Y el joven que le interrogaba?
– Mi sobrino, imagino. El hijo mayor de nuestro hermano Apio. Venía en la litera conmigo y con Metela. Quena a Publio como a un segundo padre. -Sacudió la cabeza-. El propio hijo de Publio estaba con él en Bovilas. No sabemos qué ha sido del niño. ¡Ni siquiera sabemos dónde está! -No pudo soportarlo más y se echó a llorar. Eco desvió la mirada. Era algo duro de observar.
El llanto remitió.
– Clodia -dije con calma-, ¿por qué me has hecho venir?
La pregunta pareció desconcertarla. Arrugó la frente y se enjugó las lágrimas.
– No estoy segura. Te vi entre la multitud y… -Se encogió de hombros-. En realidad, no lo sé. Pero habrá que hacer algo. Tú sabes de eso, ¿no? Interrogatorios. Investigaciones. Cómo hacerlo. Publio sabía cómo ocuparse de esos asuntos, claro. Pero ahora Publio…
Respiró profundamente y exhaló el aire lentamente. Se le habían secado las lágrimas.
– No sé por qué te he mandado llamar, de verdad. ¿Para ver una vieja cara conocida? Nos despedimos como amigos la última vez, ¿no es cierto? -Me tocó el brazo y logró esbozar una débil sonrisa. El esfuerzo produjo únicamente una pequeña fracción del encanto que era capaz de desplegar. La debilidad del intento lo hizo aún más conmovedor-. ¿Quién sabe lo que sucederá ahora? El mundo se ha vuelto del revés. Pero habrá que hacer algo para que todo vuelva a su sitio. Los hijos de Publio son demasiado jóvenes para encargarse de ello. Recaerá sobre el resto de la familia. Puede que te necesitemos. Puede que haya que recurrir a eso, ¿comprendes? -Suspiró cansada-. No hay nada que hacer ahora mismo, salvo buscar el consuelo que podamos. Metela me necesita. -Se puso en pie y miró con desolación hacia el grupo de mujeres que había al otro lado de la habitación.
La entrevista parecía haber llegado a su fin. Hice un gesto a Eco. Nos levantamos juntos del triclinio.
La esclava fue a indicarnos la salida. Clodia se alejó de nosotros pero en seguida se giró.
– Esperad. Deberíais verlo. Quiero que veáis lo que le hicieron.
Nos condujo al otro lado de la estancia, hacia la mesa que hacía de altar, en donde se encontraba Metela junto a otras dos mujeres y una niña. Al acercarnos, la más vieja se giró y nos fulminó con la mirada. Tenía la cara macilenta y demacrada y el pelo casi gris del todo. Sin horquillas, le llegaba hasta la cintura. No había lágrimas en sus ojos, sólo ira y resentimiento.
– ¿Quiénes son estos hombres?
– Amigos míos -dijo Clodia alzando la voz.
– ¿Y qué hombre no lo es? -La mujer dirigió a Clodia una mirada fulminante-. ¿Qué hacen aquí? Deberían esperar en la sala externa con los demás.
– Les pedí que entraran, Sempronia.
Esta no es tu casa -dijo la mujer sin rodeos.
Metela se fue al lado de su madre y le cogió la mano. La mujer mayor las miró airadamente. La cuarta mujer, cuyo rostro aún no había visto, seguía dándonos la espalda. Bajó la mano para tocar la cabeza de la pequeña que tenía apretada contra ella. La niña estiró el cuello y nos miró con ojos grandes e inocentes.
– Sempronia, por favor… -dijo Clodia con un susurro tenso.
– Sí, madre, tratemos de ser pacíficas. Incluso con nuestra querida Clodia. -La cuarta mujer se volvió por fin. En sus ojos no vi ni ira ni lágrimas. La voz denotaba cansancio, pero era agotamiento, no resignación. No se reflejaba ninguna emoción ni en la voz ni en el rostro, únicamente una especie de firme determinación. Alguien habría esperado una reacción más intensa en una viuda. Tal vez sólo estaba paralizada por la impresión, pero su mirada era persistente y profunda mientras nos evaluaba.
Fulvia no era una gran belleza, como Clodia, pero su aspecto era impresionante. Tenía por lo menos diez años menos que ella; le echaba no más de treinta. Cuando su hija se le agarró, comprendí de dónde habían salido aquellos ojos pardos, brillantes y curiosos; había en la mirada de Fulvia una agudeza que indicaba una inteligencia formidable. Carecía de la terrible dureza de la madre, pero se percibía su semilla en las duras líneas del contorno de la boca, en especial cuando volvía la mirada a Clodia.
Pude ver en seguida que las cuñadas no se apreciaban. Clodia y su hermano eran (mal) afamados por su mutua devoción; había muchos que pensaban que su comportamiento era más propio de un matrimonio que de dos hermanos. ¿En qué lugar dejaba a la esposa real de Clodio? ¿Qué pensaba Fulvia de la intimidad que existía entre su esposo y su cuñada? Por la mirada que se intercambiaron, deduje que ambas habían aprendido a tolerarse mutuamente, pero nada más. Clodio había sido el vínculo entre ambas, el objeto de su afecto al igual que la causa de su mutua animosidad; quizás Clodio también había mantenido la paz entre ellas. Ahora Clodio estaba muerto.
Y bien muerto, pensé, pues más allá de Fulvia pude distinguir el cadáver que yacía en la mesa alta y alargada. Aún llevaba la ropa de montar de invierno (una túnica pesada, de manga larga, ceñida con un cinturón, medias de lana y botas rojas de cuero). La túnica, mugrienta y empapada de sangre, estaba desgarrada por el pecho y colgaba hecha jirones, como los gallardetes de una bandera roja harapienta.
– Venid -susurró Clodia, haciendo caso omiso de las otras mujeres y cogiéndome del brazo-. Quiero que lo veáis. -Me llevó hasta la mesa. Eco me seguía muy de cerca.
El rostro estaba intacto. Tenía los ojos cerrados y sólo algunas manchas de suciedad y de sangre y una ligera mueca, como de alguien que padece dolor de muelas o tiene una pesadilla, alteraban los labios y mejillas inertes. Se parecía a su hermana de un modo misterioso: los mismos pómulos, hermosamente moldeados, y la misma nariz larga y orgullosa. Era un rostro para derretir los corazones de las mujeres y provocar la envidia de los hombres, un rostro para mofarse de sus insatisfechos colegas patricios en el Senado y para ganarse la adoración de la chusma. Clodio había sido sorprendentemente guapo, casi demasiado aniñado para un hombre que ronda los cuarenta años. Las únicas señales que delataban su edad eran algunas greñas canosas en las sienes, e incluso éstas se perdían entre la densa mata de pelo negro.
Por debajo del cuello, su cuerpo, fuerte y delgado, estaba elegantemente proporcionado con los hombros cuadrados y el ancho pecho de nadador. Una herida abierta le atravesaba el hombro derecho. Había dos heridas de puñal más pequeñas en el pecho y las piernas estaban marcadas por numerosas laceraciones, arañazos y contusiones de todo tipo. Otras magulladuras le marcaban la garganta como si le hubieran atado una cuerda delgada al cuello; de hecho, si no hubiera tenido más heridas, yo habría jurado que lo habían estrangulado.
A mi lado, Eco se estremecía. Al igual que yo, había visto muchos cadáveres, pero las víctimas envenenadas o apuñaladas por la espalda presentan un espectáculo menos sangriento que el cadáver que teníamos delante. No era el cuerpo de un hombre al que hubieran asesinado de forma rápida y furtiva. Era el de un hombre muerto en combate.
Clodia cogió una mano del cadáver entre las suyas, apretándola como si pudiera calentarla. Recorrió los dedos y frunció el ceño:
– El anillo. ¡El sello de oro! ¿Se lo has quitado tú, Fulvia?
Fulvia negó con la cabeza.
– El anillo ya no estaba cuando lo trajeron. Los hombres que lo mataron han debido de llevárselo como trofeo. -Seguía sin mostrar ninguna emoción.
Se oyeron suaves golpes en la puerta. Algunas esclavas entraron con telas dobladas en los brazos. Portaban peines, frascos de ungüento y calderos de agua caliente que despedían nubes de vapor en el aire.
– Dame un peine -dijo Clodia al tiempo que alargaba un brazo a una de las esclavas.
Fulvia torció el gesto.
– ¿Quién ha mandado traer esto?
– Yo. -Clodia se fue al extremo de la mesa y empezó a peinar el pelo de su hermano. Las púas se enredaron en una maraña de sangre seca. Se le crispó el rostro. Pasó el peine por los cabellos, pero las manos le temblaban.
– ¿Has sido tú? Entonces serás tú la que ordene que se lo lleven -dijo Fulvia.
– ¿Qué quieres decir?
– No es necesario lavarlo.
– Claro que sí. El pueblo quiere verlo ahí fuera. -Y lo verá.
– ¡Pero no así!
– Así exactamente. Querías que tus amigos vieran las heridas. Pues bien, yo también. ¡Toda Roma las verá!
– Pero toda esta sangre y su ropa colgando como andrajos…
– Quítale la ropa, entonces. Deja que el pueblo lo vea tal como es.
Clodia continuó peinándolo sin apartar los ojos de su trabajo. Fulvia avanzó hacia ella. La agarró de la muñeca, le arrebató el peine y lo tiró al suelo. El gesto fue repentino y violento, pero la voz era tan impasible como el rostro.
– Mi madre tiene razón. Ésta no es tu casa, Clodia, ni él era tu marido.
Eco me tiró de la manga. Asentí con la cabeza. Ya era hora de irnos. Incliné la cabeza por deferencia al cadáver pero el gesto pasó inadvertido; Clodia y Fulvia se miraban como tigresas con las orejas gachas. Las esclavas se dispersaron nerviosamente mientras nosotros nos dirigíamos a la puerta. Antes de salir de la sala, me di la vuelta y eché una última mirada a las mujeres; me sorprendió ver la imagen de Clodio muerto, tendido en la mesa y rodeado por las cinco mujeres que habían estado más cerca de él durante su vida (su hija pequeña, su sobrina Metela, su esposa Fulvia, su hermana Clodia y su suegra Sempronia). Pensé en las mujeres troyanas llorando-la muerte de Héctor, con las esclavas formando el coro.
La sala externa, muy iluminada, parecía otro mundo con los hombres de toga paseándose preocupados y el acallado murmullo de las voces masculinas. El ambiente era igual de tenso pero de distinta naturaleza (no por el dolor, sino por la crisis y la confusión), como un campamento militar asediado o una desesperada reunión de conspiradores. La sala estaba más atestada que antes. Habían llegado importantes personajes acompañados de -sus respectivas comitivas de libertos y esclavos. Reconocí a varios conocidos senadores y magistrados populistas. Algunos conversaban tranquilamente en parejas. Otros se reunían en círculo para escuchar a un hombre de mirada salvaje y pelo revuelto que no cesaba de golpearse la palma de la mano con el puño.
– Digo que asaltemos esta noche la casa.de Milón -decía-. ¿Para qué esperar? La tenemos a tiro de piedra. Lo sacaremos a la calle a rastras, prenderemos fuego a la casa y le arrancaremos un miembro tras otro.
Cuchicheé al oído de Eco:
– ¿Sexto Cloelio?
Eco asintió y me respondió entre susurros:
– El brazo derecho de Clodio. Organiza a la chusma, prepara amotinamientos, disloca hombros y aplasta narices. Sin temor a ensuciarse las manos.
Algunos políticos asentían con la cabeza a la sugerencia de Cloelio. Otros se mofaban.
– ¿Qué te hace pensar que Milón se atrevería a volver a la ciudad después de lo que ha hecho? dijo uno-. Ahora debe de estar a mitad de camino de Masilia.
– No -dijo Cloelio-. Milón lleva años afirmando que algún día mataría a Publio Clodio. Recordad mis palabras: mañana irá al Foro a fanfarronear. ¡Y cuando asome la nariz, lo aniquilaremos allí mismo!
– De nada serviría una matanza -dijo el apuesto joven de elegante traje que había visto al entrar, Apio, el sobrino de Clodio-. En vez de eso, pediremos con insistencia un juicio.
– ¿Un juicio! -gritó exasperado Cloelio. Hubo un gruñido general.
– Sí, un juicio -insistía Apio-. Es el único modo de exponer al bastardo y a sus amigos con él. ¿Crees que Milón estaba solo detrás de esto? No tiene seso para tramar una emboscada. ¡Me huelo que detrás está Cicerón! Los enemigos de mi tío Publio no lo mataron por capricho. ¡Fue un asesinato frío y calculado! No quiero sólo venganza; un cuchillo en la espalda podría satisfacerla. ¡Quiero ver a esos hombres desacreditados, humillados y expulsados de Roma entre abucheos! Quiero que la ciudad entera los repudie y a sus familias con ellos. Eso significa un juicio.
– No creo que sea una cuestión de elegir entre preparar o no una matanza -dijo un joven de aspecto astuto y tranquilo que estaba en la periferia de la multitud.
– Cayo Salustio -me dijo Eco al oído-. Uno de los tribunos radicales elegidos el año pasado.
Las cabezas se volvieron. Convertido ya en centro de la atención, Salustio se encogió de hombros.
– Bueno, ¿en qué te basas para creer que podemos controlar a la plebe? Clodio podía, pero Clodio está muerto. No hay forma de saber lo que ocurrirá mañana, o esta misma noche, para el caso. ¿Una matanza? ¿Un baño de sangre? Tendremos suerte si queda en Roma organización suficiente para incoar un proceso.
Hubo otra ronda de gruñidos y bufidos, pero nadie puso en duda lo que decía Salustio. Por el contrario, se apartaron con inquietud y reanudaron sus disputas sin él.
– ¡Un juicio! -insistió Apio.
¡Primero un amotinamiento! -dijo Sexto Cloelio-. La gente no se contentará con menos. Y si Milón se atreve a dar señales de vida, lo decapitaremos y pasearemos su cabeza por el Foro clavada en una estaca.
– Entonces, seguro que la furia de la ciudad se desatará contra nosotros -arguyó Apio-. No. Mi tío Publio conocía el modo de utilizar a la plebe (como se usa un puñal, no una maza). Estás nervioso, Sexto. Te vendría bien dormir un poco.
– No me cuentes cómo utilizaba Publio a la plebe -dijo Cloelio-. La mitad de las veces era yo el que tramaba las estrategias por él.
Los ojos de Apio chispearon. Me recordaron a los ojos de Clodia, brillantes y verdes como esmeraldas.
– No intentes atribuirte más poder del que te corresponde, Sexto Cloelio. Ahórrate tu vulgar retórica para la chusma. Los hombres de esta sala somos demasiado refinados para tu estilo fanfarrón.
Cloelio abrió la boca para responder pero se dio media vuelta y se alejó con paso airado.
Hubo un silencio tenso que rompió Salustio.
– Creo que estamos todos un poco nerviosos -dijo-. Me voy a casa a dormir un poco. -Un nutrido grupo de sirvientes salió con él arrastrando los pies, dejando más espacio para los que permanecieron allí con sus paseos y gesticulaciones.
– Nosotros deberíamos hacer lo mismo -dije dando un codazo a Eco-. Necesito dormir. Además, es como dice Salustio: nadie sabe lo que puede ocurrir esta noche en las calles. Deberíamos estar en casa con nuestras familias y las puertas atrancadas.
El gladiador que nos había escoltado antes no nos había quitado el ojo de encima. Cuando nos movimos en dirección a la puerta, se unió a nosotros e insistió en indicarnos la salida. Se volvió únicamente cuando nos hubo entregado a la protección de los guardaespaldas de Eco, que aguardaban en un descansillo de-la apartada entrada lateral.
Descendimos los escalones que daban a la calle_ La multitud congregada fuera del antepatio de la casa de Clodio había aumentado considerablemente. Había grupos de hombres- que discutían, como sus jefes dentro de la casa, sobre lo que debería hacerse, sólo que gritaban más y su lenguaje era más vulgar. Otros, estaban solos y sollozaban abiertamente, como si hubiesen asesinado a un hermano -o a su propio padre.
Intentaba caminar en línea recta, pero -la multitud era como una fuerza, como una contracorriente que me retuviera. Eco estaba contento de quedarse y observar, de modo que callejeamos excitados por la luz de las antorchas, los trozos de conversación que flotaban, la movediza masa humana y la sensación de inseguridad y espanto.
Súbitamente, las grandes puertas de bronce de la casa de Clodio se abrieron con un doble sonido metálico. Un silencio expectante cayó sobre la muchedumbre como una ola. Primero aparecieron hombres armados que descendieron los escalones acordonados, precediendo y flanqueando a los hombres de toga, que transportaban el cuerpo de Clodio en unas andas largas y aplanadas.
Tan pronto como se pudo ver el cuerpo, se elevó un gruñido entre la multitud, seguido de una gran precipitación hacia delante. Depositaron las andas en las escalinatas, ladeadas hacia arriba para que pudiera verse a Clodio. Nos vimos atrapados en la apretura. La multitud se comprimió en el antepatio y los que estaban en la calle entraron de un tirón detrás, como si se los tragara un torbellino. Eco me agarró de la mano cuando nos vimos impelidos a atravesar las puertas y entramos en el antepatio como los restos flotantes de una inundación. Sus guardaespaldas luchaban por mantenerse cerca a codazos y empujones. Sentí en las costillas el pinchazo de un cuchillo que llevaba el guardaespaldas que tenía a mi lado y pensé en la absurda ironía de tener que ser accidentalmente atravesado por el arma de un hombre que pretendía protegerme.
Nos detuvimos. La multitud estaba apretada en el antepatio como los granos de arena en una botella. Entre el humo de las antorchas tuve una clara visión de Clodio sostenido en las andas, rodeado en la muerte como lo había estado toda su vida, por guardias armados. A ambos lados de las andas estaban los hombres que lo habían transportado. Entre ellos reconocí a Apio y a Sexto Cloelio.
A Clodio lo habían despojado de la ropa ensangrentada y lo habían dejado únicamente con un taparrabos. Habían limpiado la herida del hombro y las heridas del pecho, pero con el único propósito de exhibirlos con mayor claridad; aún quedaba mucha sangre coagulada por toda la piel pálida y cerúlea. El pelo, observé, lo habían peinado y desenredado amorosamente. Lo llevaba estirado hacia atrás, como lo había llevado en vida, pero un mechón suelto le caía en un ojo. Mirándole sólo a la cara, se podría creer que simplemente dormía y que fruncía el ceño porque el pelo le hacía cosquillas en un ojo y que, de un momento a otro, iba a levantar la mano para apartárselo. Verle desnudo a la luz de las estrellas en aquella fría noche me hizo estremecer.
A nuestro alrededor, los hombres se lamentaban, maldecían, lloraban, golpeaban el suelo con los pies, agitaban los puños y ocultaban el rostro entre las manos. Otro estremecimiento de temor sacudió a la multitud cuando Fulvia apareció en los escalones.
Tenía los brazos cruzados y la cabeza inclinada. Su cabellera larga y oscura caía sin ondulaciones y se fundía con la línea negra de su túnica. La gente alargaba las manos hacia ella en señal de consuelo, pero ella hacía caso omiso. Permaneció largo rato junto al cuerpo de su esposo sin apartar la mirada de él. Después levantó la cara al cielo y dejó escapar un grito de angustia que me heló la sangre. Fue un grito de fiera salvaje hendiendo el aire de la fría noche; si aún quedaba alguien durmiendo en el Palatino, seguramente lo despertó. Fulvia se tiró de los pelos, elevó los brazos al cielo y se lanzó sobre el cuerpo de su esposo. Su sobrino y Sexto Cloelio hicieron un torpe intento de retenerla pero retrocedieron asombrados cuando Fulvia chilló y golpeó las andas con los puños. Acarició el contorno de la cara con manos temblorosas y apretó su rostro contra el de su esposo cubriendo con un beso los fríos labios.
A nuestro alrededor, la multitud bramaba como el agua de un torrente. Pensé en lo que el tribuno Salustio había dicho: nadie controla a la masa; sus decisiones las toma ella misma. Puede mutilar o matar a un hombre sin proponérselo, arrebatarle la vida aplastándolo o pisoteándolo. Agarré a Eco y con un gran esfuerzo conseguimos abrirnos paso y salir de allí. El gentío que había en el patio a rebosar llenaba ahora las calles tan lejos como la vista podía alcanzar. A lo largo de toda la barriada, las casas se hallaban iluminadas como el día, con guardias de aspecto preocupado apostados en las azoteas. Proseguí mi camino a toda velocidad abriéndome paso por la fuerza mientras Eco y sus guardaespaldas luchaban por mantener el ritmo.
Por fin sobrepasamos los límites de la multitud. No aminoré la marcha hasta que doblamos una esquina y nos encontramos en una calle oscura y vacía. Me detuve para recuperar el aliento; lo mismo hizo Eco. Le temblaban las manos. Me di cuenta de que yo también temblaba.
Como sólo oía mi propia respiración y las palpitaciones en mis sienes, no me di cuenta de que unas pisadas se aproximaban. Pero los guardaespaldas sí lo notaron. Se pusieron tensos y nos rodearon. Unos hombres venían por la oscura calle, en dirección a la casa de Clodio. Cuando pasaban, su líder les indicó que se detuvieran. Nos escrutó a la débil luz de las estrellas. Las sombras le ocultaban el rostro, pero pude distinguir que tenía el pelo rizado, una prominente nariz y una fuerte complexión bajo la capa. Un momento después se alejó de sus guardaespaldas y se acercó a nosotros.
– Venís de casa de Clodio?
– Sí -dije.
– ¿Es cierto lo que dicen?
– ¿Qué dicen?
– Que Clodio está muerto.
– Es cierto.
El hombre suspiró. Era un suspiro suave y tranquilo, muy diferente de los lamentos enfurecidos que acabábamos de dejar atrás.
¡Pobre Publio! Éste ha sido su final, para bien o para mal. Se acabó. -Irguió la cabeza-. ¿No te conozco?
– No sé.
– Creo que sí. Sí, estoy seguro.
– Puedes ver en la oscuridad, ciudadano?
– Bastante bien. Además, nunca olvido una voz. -Murmuró para sí y por fin gruñó-. Eres el padre de Metón, ¿verdad? Y éste es el hermano de Metón, Eco.
– Sí. -Traté de verle mejor. Podía imaginarme sus duras facciones (su marcada frente, la nariz aplastada de boxeador), pero seguía sin reconocerlo.
Nos conocimos el año pasado -dijo-, nos vimos un instante, cuando viniste a Ravena a visitar a Metón. Yo también estoy a las órdenes de César. -Se interrumpió un momento. Al no dar yo señales de recordarlo, se encogió de hombros-. Bueno, pues ¿qué está ocurriendo a la vuelta de la esquina? Aquel resplandor en el cielo, ¿no estará ardiendo alguna casa?
– No. Simplemente es un gran número de antorchas.
– ¿Se ha reunido mucha gente en la casa?
– Sí. Han ido a ver el cadáver. Su esposa, Fulvia…
– ¿Fulvia? -Pronunció el nombre con extraña intensidad, como si tuviera un misterioso significado para él.
– Le está llorando. Es probable que la oigas desde aquí.
Volvió a suspirar, un suspiro profundo y prolongado.
– Supongo que debería verlo con mis propios ojos. Adiós, Gordiano. Adiós, Eco. -Se reunió con sus acompañantes y prosiguieron su camino con paso ligero.
– Adiós -dije, incapaz aún de recordar su nombre. Me volví a Eco.
– Como muy bien te ha dicho, papá, lo conocimos el año pasado, en los campamentos de invierno de César en Ravena. Algo modesta la forma en que dice «yo también estoy a las órdenes de César». Según Metón, es uno de los hombres clave del general. Apenas fuimos presentados. Yo mismo me había olvidado de él. Me sorprende que se acuerde aún de nosotros. Pero claro, es un político. Hace meses que ha regresado a Roma para obtener un cargo público. Lo he visto en el Foro solicitando votos. Tú también debes de haberlo visto.
– ¿Tú crees? ¿Cómo se llama?
– Marco Antonio.
A la hora del desayuno, Bethesda y Diana exigieron que las pusiéramos al corriente de todo. Traté de suavizar la descripción del cadáver de Clodio para que no perdieran el apetito, pero insistieron en que les diera todos los espeluznantes detalles. Las disputas de los políticos les interesaban menos, pero escucharon atentamente mis apreciaciones sobre la famosa casa y sus muebles, y mostraron especial curiosidad por Clodia.
– ¿Es posible que hayan pasado ya cuatro años desde el juicio de Marco Celio? -preguntó Bethesda antes de soplar suavemente una cucharada de gachas calientes.
– Casi.
– Y pensar que no hemos visto a Clodia en todo este tiempo.
– En realidad, no me sorprende; no nos movemos en los mismos círculos elevados. Pero no creo que se la haya visto mucho por ahí. El juicio le quitó algo. Me ha parecido una mujer cambiada. ¿De verdad? Pues, según cuentas, parece que hizo toda una escena al invitaros a entrar hasta el mismo corazón de la grandiosa mansión de su hermano, como si te hiciera un gran favor y te permitiera sentirte privilegiado y especial. Ella busca algo.
– De verdad, Bethesda, estaba muy turbada.
– ¿Sí?
– Ya te lo he dicho, apenas podía contener las lágrimas.
– Llorar es una cosa y estar turbada otra muy distinta.
– No sé adónde quieres ir a parar.
– ¿No? -Bethesda se reclinó en su asiento-. Diana, ten cuidado con las gachas, no vaya a ser que te quemes la lengua.
Diana asintió con aire ausente y se tragó una cucharada llena.
– ¿A qué te refieres, respecto a Clodia?
– Bueno, no tengo ninguna duda de que estaría muy trastornada por la muerte de su hermano. Todos sabemos lo unidos que estaban, o por lo menos lo que decía de ellos la gente. Y el cuerpo tan ensangrentado, por el modo en que lo has descrito. ¡Terrible! -Revolvió las gachas. Pequeñas nubes de vapor se elevaban del cuenco.
– ¿Y?
Diana carraspeó:
– Creo que lo que mamá intenta decir es…
– Bueno, es obvio, ¿no? Bethesda miró a Diana y ambas asintieron con la cabeza al tiempo-. Su litera, su guardaespaldas…
– Y utilizando la misma entrada. Sí. Diana frunció los labios con aire solemne.
– ¡Por Hades! ¿De qué estáis hablando?
– Pues… Bethesda probó otra cucharada de gachas y por fin le pareció que se las podía comer sin quemarse-. Por la descripción que nos has hecho, parece que hay una entrada principal a la casa y también la solitaria puerta lateral por la que entrasteis vosotros.
– Sí…
– Y ambas iban a parar al mismo sitio.
– Sí, al mismo vestíbulo.
– Bueno, yo no puedo hablar por boca de Clodia, pero si yo estuviera muy turbada, no tendría estómago para enfrentarme a la gran multitud. Querría evitarlo si eso me fuera posible. Al parecer, Clodia podría haberlo hecho muy fácilmente, entrando simplemente por la puerta lateral. Podría haber evitado totalmente la multitud. ¿Tengo o no razón? Su litera la podría haber depositado a ella, a Metela y a su sobrino Apio al pie de los escalones y habrían podido subir al descansillo y entrar en la casa sin que nadie se hubiera enterado de su llegada.
– Supongo que sí…
Diana aprovechó la cuerda que le tendía su madre:
– En cambio, se metió por medio de la densa multitud con aquella enorme litera (todo el mundo sabe que la de rayas rojas y blancas es suya) y acompañada de un verdadero ejército de gigantescos gladiadores de cabezas rojas.
Bethesda asintió:
– Donde todo el mundo estuviera seguro de advertir su llegada.
– Y hablara de ello durante mucho tiempo -añadió Diana.
¿Adónde queréis ir a parar? -dije mirando a una y a otra, como si me hubiera dado por ejercitar los músculos del cuello.
– Bueno, papá, aquel dolor no era lo único que Clodia tenía en mente.
– Exactamente -aseguró Bethesda-. Salir a escena; eso era lo que a Clodia le interesaba.
– ¿Oh, claro! -sacudí la cabeza-. Si hubierais estado allí, si hubierais sentido el ambiente, la desesperación, la angustia…
Tanto mejor para realzar la tragedia -dijo Bethesda-. No dudo del auténtico dolor de Clodia, pero ¿entiendes?, ya debió de considerar las circunstancias antes de tiempo. Se dio cuenta de que no le permitirían aparecer en público junto al cuerpo de su hermano cuando fuera exhibido ante la multitud. Semejante privilegio estaba reservado para Fulvia.
– De modo que Clodia causó impresión de la única manera que conoce: saliendo a escena por todo lo alto.
– Comprendo, estáis diciendo que quería atraer toda la atención del público a expensas de su cuñada.
– No, nada de eso. -Bethesda frunció el ceño ante mi falta de perspicacia-. Sólo quería lo que era suyo.
– Reclamar la parte del dolor público que ella siente que le pertenece aclaró Diana.
– Ya entiendo -dije, no muy seguro de ello-. Bueno y ya que hablamos de actuar para exhibirse, me llamó mucho la atención el comportamiento tan contradictorio de Fulvia…
– ¿Contradictorio? -repitió Bethesda.
– Papá, ¿qué quieres decir?
– Ya os he contado lo rígida que estaba en el cuarto interior, prácticamente no dio muestras de ninguna emoción, ni siquiera cuando discutían acerca del modo de limpiar el cuerpo y puso a Clodia en su lugar. ¡Y luego aquellos chillidos tan histéricos delante de toda esa gente cuando exhibieron a Clodio ante la multitud!
– Pero, papá, ¿dónde está la contradicción? Diana me miraba llena de curiosidad al igual que su madre. Casi creí que se estaban burlando de mí.
– A mí me parece que una mujer debería llorar en privado y reprimirse en público, y no al revés -dije.
Bethesda y Diana se miraron la una a la otra y fruncieron el entrecejo.
– Y eso, ¿para qué serviría? -dijo Bethesda. -No se trata de que sirva o no sirva…
– ¡Esposo! -Bethesda sacudía la cabeza-. Por supuesto, Fulvia no quería mostrarte a ti su dolor, a un desconocido, en la intimidad de su hogar, y menos aún delante de Clodia. Se comportó con dignidad (para que su madre se sintiera orgullosa, para demostrar a su hija lo fuerte que debía ser, para confundir a su llorona cuñada). Y también por el bien de su marido, ya que vosotros los romanos creéis que el espíritu de un hombre muerto deambula durante un tiempo por las proximidades de su cuerpo vacío. Por eso adoptó ante ti la actitud más digna. Pero ante la multitud, era muy diferente. Fulvia quería provocarla tanto como le fuera posible, del mismo modo que su marido lo había hecho tantas veces. Poco habría conseguido si hubiera permanecido junto al cadáver ensangrentado comportándose como una estatua, ¿no crees?
Entonces tú crees que aquella exhibición de dolor fue calculada y falsa.
– Calculada, sin duda alguna. Ahora bien, falsa, de ninguna manera. Simplemente eligió el momento y el lugar más adecuados para dar rienda suelta al dolor que llevaba tanto tiempo soportando.
Sacudí la cabeza para mostrar mi desacuerdo:
– No estoy seguro de que estéis hablando con sensatez. Prefiero tratar de imaginarme la clase de estratagemas que estaban planeando los políticos en la antecámara.
Bethesda y Diana se encogieron de hombros al mismo tiempo, dándome a entender que el tema les aburría.
– A los políticos se les ve demasiado el plumero para que resulten interesantes -replicó Bethesda-. Claro está que puede que haya juzgado mal a Clodia y a Fulvia. No estuve allí para verlo con mis propios ojos. Solamente puedo guiarme por lo que tú me acabas de contar.
Soy un observador tan poco fiable? Enarqué una ceja-. ¡Pues me llaman el Sabueso, para que lo sepáis!
– El caso es que -prosiguió Bethesda haciendo caso omiso de mi observación- nunca se sabe lo que alguna gente es realmente capaz de hacer. Especialmente, cuando se trata de mujeres tan complicadas como Clodia o Fulvia. ¿Cómo llega uno a saber lo que realmente piensan, lo que realmente sienten? ¿Lo que realmente quieren? -Bethesda intercambió una mirada pensativa con Diana. Ambas se llevaron al mismo tiempo una cucharada de gachas a los labios y la bajaron bruscamente cuando Belbo irrumpió en la sala.
Durante muchos años, un gigante con pelo de paja había sido mi guardaespaldas privado, quien me había salvado la vida en más de una ocasión. Seguía siendo tan fuerte como un buey, pero también igual de torpe y pesado; tan fiel como un perro de caza, pero ya no útil para la caza. Todavía le confiaba mi vida en los aspectos cotidianos (dejaba que me afeitara la nuca), pero no podía contar con él para que me protegiera de los puñales en el Foro. ¿Qué se hace con un guardaespaldas leal que ha sobrevivido a su capacidad de cumplir su función? Belbo sabía leer un poco y hacer las sumas más elementales. No tenía una especial habilidad ni en carpintería ni en jardinería. Aparte de realizar ocasionales hazañas de fuerza prodigiosa (cargar con un saco pesado de grano o levantar un macizo ropero con una sola mano), cumplía bastante bien con sus funciones de portero, oficio que principalmente requería sentar se al sol en el atrio la mayor parte del día. El aletargamiento sentaba bien a su naturaleza bovina y realzaba aquel temperamento ecuánime que los desconocidos confundían a menudo con la estupidez. El' ingenio de Belbo podía ser lento, pero de ningún modo torpe. Era su modo de sonreír ante un chiste después de que todo el mundo había acabado ya de reír. Rara vez se enfadaba, aunque le provocaran. Y era aún más raro que mostrara temor. Cuando entró en el comedor, sin embargo, sus ojos de buey estaban asustados.
– ¿Qué ocurre, Belbo?
– Fuera en la calle, amo. Delante de la casa. Creo que será mejor que vengas a verlo.
No bien hube pasado al jardín que está en el centro de la casa, pude oír el alboroto que tenía lugar al aire libre, una mezcolanza indistinta de gritos y pisadas. Parecía un tumulto. Atravesé a toda prisa el jardín y el atrio hasta llegar al vestíbulo de la parte delantera de la casa. Belbo descorrió el pequeño entrepaño de la puerta y se apartó para dejarme que pegara el ojo a la mirilla.
Distinguí un movimiento turbio de derecha a izquierda: una multitud apresurada vestida de negro. Oí el rugido de la turba, pero no pude distinguirlo que decía.
– ¿Quiénes son, Belbo? ¿Qué pasa? -Me quedé mirando por la mirilla. De repente una figura se separó de la masa y corrió directamente hasta la puerta. Puso la boca en la mirilla y comenzó a gritar:
– ¡La echaremos abajo! ¡La quemaremos! -Aporreó la puerta con los puños. Retrocedí con una sacudida, mi corazón latía violentamente. Por la mirilla vi al hombre que reculaba, con la expresión de un-maníaco congelada en el rostro. Aunque la puerta nos separaba, me eché a temblar. Después, tan repentinamente como había aparecido, el hombre regresó y se alejó corriendo, desapareciendo entre la multitud.
– ¡Por Hades! ¿Qué pasa?
– Yo no te aconsejaría que salieras para averiguarlo -dijo Belbo seriamente.
Me paré a pensar un momento.
– Subiremos al tejado para echar un vistazo. ¡Ve a buscar la escalera de mano, Belbo, y tráela al jardín!
Momentos después, me encontraba precariamente instalad sobre las inclinadas tejas de la parte delantera de mi casa. Desde allí podría divisar no sólo la calle de abajo, sino también el Foro que estaba al otro lado, con sus templos y espacios públicos agrupados en el valle situado entre los montes Palatino y Capitolino. Justo debajo -de mí, la turba continuaba corriendo por la calle. Algunos iban en línea recta. Otros se dispersaban y cogían el atajo llamado la Rampa, que conduce hasta el
Foro y desemboca en un espacio estrecho entre la casa de las vestales y el templo de Cástor y Pólux. Algunos portaban palos y garrotes. Otros esgrimían dagas, desobedeciendo abiertamente la ley, que prohibía semejantes armas dentro de la ciudad. Y aunque ya era bastante avanzada la mañana, algunos portaban antorchas. Las llamas rompían y azotaban el frío aire.
La turba finalmente se redujo, pero no tardó en seguirla un grupo aún más amplio y lento de dolientes. Si aquello era un cortejo fúnebre, ciertamente era uno muy extraño. ¿Dónde estaban los enmascarados parodiando al hombre muerto para aliviar el ánimo? ¿Dónde estaban las efigies de cera de los antecesores del muerto, traídas de sus lugares de honor en el vestíbulo para presenciar su recorrido que le reuniría con ellos al otro lado? ¿Dónde estaban las plañideras que lloraban y se tiraban dé las enmarañadas greñas? De hecho, ¿dónde se podía ver allí a una mujer?
Pero había música (trompas lúgubres, flautas lloronas y panderetas estremecedoras, que hacían tal estrépito que me producía dentera). Y había un cuerpo: el cadáver de Clodio transportado en unas andas de madera festoneadas con tela negra. Seguía desnudo, salvo por el-taparrabo, y manchado y untado desangre coagulada.
Algunos dolientes se separaron para ir por la Rampa hasta el Foro, pero la procesión principal con el cadáver de Clodio prosiguió por la calle que pasaba delante de mi casa y que recorre la cresta del Palatino. Comprendí que hacían deliberadamente un lento circuito por la colina, pasando junto a las casas de los ricos y poderosos en una sombría procesión y haciendo que tanto amigos como enemigos echaran un último vistazo al hombre que había causado tanto trastorno a la ordenada vida de la república.
Unas casas más adelante, su recorrido les llevaría directamente ante la puerta- del hombre que había sido el enemigo más implacable de Clodio en el Senado yen los tribunales. Clodio se había convertido en el campeón de los humildes, de los soldados de a pie y de los libertos; contra el siempre había estado Cicerón, el leal portavoz de los que se llaman a sí mismos Optimates. El cortejo fúnebre parecía ir en orden, pero entre la muchedumbre que lo precedía se habían visto hombres con puñales y antorchas. Contuve el aliento preguntándome qué pasaría cuando alcanzaran la casa de Cicerón.
Cuando miré hacia la casa de Cicerón, comprendí que no era yo el único con tal aprensión; Casas y árboles intermedios me interceptaban la visión de la calle; pero de la propia casa pude distinguir claramente algunas ventanas con los postigos cerrados en la planta superior y una parte del tejado. Dos figuras había allí encaramadas, igual que Belbo y yo en mi tejado, asomándose por el borde para ver la calle. Por la deslumbrante luz de la mañana, reconocí al instante la silueta de Cicerón, de cuello grueso y firme mandíbula. Agazapado detrás de él, muy cerca y con los brazos extendidos para asegurarse de que su amo no fuera demasiado lejos al inclinarse, se hallaba una silueta más esbelta, la del secretario de Cicerón de toda la vida, Tirón. Permanecieron quietos durante largo rato, como si se hubieran congelado por el aire frío de la mañana; después Cicerón estiró el brazo hacia atrás para alcanzar el hombro de Tirón. Juntaron las cabezas y se consultaron preocupados. Por la forma en que se retiraron y estiraron los cuellos, tratando de ver sin ser vistos, saqué la conclusión de que el insólito cortejo fúnebre estaba pasando inmediatamente debajo de ellos. La melodía fúnebre de las trompas y las flautas se tornó más estridente; el sonido de las distantes panderetas, más enloquecedor. Absortos en el espectáculo que tenían a sus pies, Cicerón y Tirón no se dieron cuenta de que yo los observaba.
Al parecer, la procesión se detuvo ante la casa de Cicerón. Cicerón subía y bajaba la cabeza como una codorniz nerviosa. Pude imaginarme su duda (tenía miedo de apartar los ojos del gentío y, sin embargo, la menor visión de su persona podría incitarles a la violencia). Las trompas resonaban, las flautas trinaban y repiqueteaban las panderetas.
Por fin el cortejo prosiguió su camino y el canto fúnebre sé desvaneció..
Cicerón y Tirón se reclinaron hacia atrás suspirando con alivio. En seguida, Cicerón hizo una mueca de dolor y se agarró el estómago. Lo que el talón era para Aquiles, era el vientre para Cicerón; su desayuno se había vuelto contra él. Se levantó, aún en cuclillas, y se subió a la parte alta del tejado como lo harían los cangrejos, seguido muy de cerca por Tirón, que al girar la cabeza, nos pilló observándoles. Tocó la manga de su amo y le habló. Cicerón se detuvo y volvió la cara-hacia nosotros. Levanté la mano para saludarle como buen vecino. Tirón nos devolvió el saludo. Cicerón permaneció largo rato inmóvil, después se agarró el estómago y se precipitó hacia delante, desapareciendo por el borde del tejado.
Mientras tanto, en la calle, más hombres de luto continuaban corriendo de un lado a otro en grupos de dos y tres, rezagados, apresurándose para mantener el ritmo. La mayoría cogió por la Rampa. Intenté ver adónde se dirigían todos, pero lo que yo podía ver del Foro era en gran parte tejados de cobre bruñido brillando al sol; alguna que otra vez podía vislumbrar diminutas figuras que se movían ponlos recodos. Parecían reunirse ante el Senado, al otro extremo del Foro; en donde la cara escarpada del monte Capitolino forma una muralla natural.
Desde mi posición, tenía una clara visión de la parte delantera del Senado. Amplios escalones de mármol conducían a las macizas puertas de bronce que estaban cerradas. Pude distinguir únicamente una pequeña porción del espacio abierto delante del Senado, pero esto incluía una clara visión de la Columna Rostral, la plataforma elevada desde donde los oradores se dirigen al pueblo. En el espacio entre la Columna Rostral y el Senado ya se aglomeraban los dolientes vestidos de negro.
El canto fúnebre, que durante un rato había dejado de oírse, ahora retornaba elevándose desde el Foro. Al resonar desde el valle, la música discordante sonaba aún más confusa y disonante que nunca. De repente fue superada por un enorme grito entre la multitud. El cuerpo de Clodio había llegado. Poco después vi que lo llevaban con las andas hasta la Co lumna Rostral y lo mantenían en alto para que la multitud lo viera, tal como lo habían expuesto en los escalones de la casa de Clodio la noche anterior. ¡Qué diminuto parecía y, sin embargo, incluso a semejante distancia, aún producía una cierta conmoción la visión de aquel cuerpo desnudo en medio de tanto luto y tanta piedra cincelada y fría!
Un orador subió a la Columna Rostral. Sólo podía captar el débil eco de su voz. Mientras aquél se paseaba a un lado y otro de la Colum na agitando los brazos, señalando el cadáver de Clodio y alzando los puños, la multitud estallaba en un rugido atronador. A partir de entonces, el estruendo de la multitud se elevaba y decaía pero no llegaba a descender nunca del todo.
– ¿Qué sucede?
Me volví, sobresaltado.
– ¡Diana, baja ahora mismo de la escalera!
– ¿Por qué? ¿Es peligroso estar aquí arriba?
– Muy peligroso. A tu madre le daría un ataque si te viera.
– Oh, lo dudo. Ha estado sujetando la escalera para que subiera. Pero creo que a ella le da miedo hacerlo.
– Deberías seguir su ejemplo.
– Y ¿tú qué, papá? Me atrevería a pensar que es más probable que un viejo como tú pierda el equilibrio a que lo haga una joven como yo.
– ¿Cómo he llegado a tener una hija tan impertinente?
– No soy impertinente, sólo curiosa. Es igual que la toma de Troya, ¿verdad?
– ¿Qué?
– Como Júpiter subido en el monte Ida observando el campo de batalla a sus pies. Son todos tan diminutos… Eso hace que uno se sienta como… como un dios.
– ¿De veras? Júpiter podía enviar rayos o mensajeros con alas. Además, podía oír lo que se decía. Tener una buena visión panorámica no me hace sentir como ningún dios. Más bien todo lo contrario. Me hace sentir impotente observar desde semejante distancia.
– ¿Por qué no bajas y te unes a ellos?
– ¿Ponerme a merced de la turba? Es imposible saber lo que podrían hacer después…
– ¡Mira, papá!
Como en una agitada inundación producida por una tormenta, la multitud pareció de repente desbordarse en la ancha plaza delante de la Columna Rostral, emergiendo oleada tras oleada en los escalones y jardines de los templos y edificios públicos circundantes.
– ¡Mira, papá! ¡El Senado!
Los amplios escalones se hallaban inundados por la plebe, que se alzaba como una marea negra para azotar las altas puertas de bronce. Atrancadas por dentro, resistieron la embestida, pero no tardé en oír un golpe seco, lento y repetitivo. Era duro ver lo que realmente estaba sucediendo, pero la multitud parecía estar asaltando las puertas del Senado con una especie de ariete improvisado.
– ¡Imposible! -dije ¡Increíble! ¿En qué estarán pensando? ¿Qué quieren?
Las puertas cedieron súbitamente. Momentos después, gritos de victoria se elevaron entre la multitud. Volví la mirada a la Columna Rostral. El orador continuaba vociferando, dando zancadas de un lado a otro y exhortando al gentío con gestos salvajes; entretanto, el cuerpo de Clodio había desaparecido. Fruncí el ceño, confundido; vislumbré al rato el cuerpo desnudo sobre las andas envueltas en tela negra, que proseguía su marcha con movimientos espasmódicos y extraños hacia los escalones del Senado. Al parecer, se andaban pasando las andas de mano en mano. Por un momento vi al gentío como una -colonia de insectos y al cadáver de Clodio como su reina. Sentí un: escalofrío y me dio un ataque de vértigo. Alargué una mano hacia Diana y la rodeé por los hombros mientras con la otra me sujetaba firmemente a las tejas.
Las andas llegaron al pie de los escalones del Senado y se encallaron un instante; se inclinaron hacia arriba y comenzaron el ascenso. El gentío, al poder ver el cuerpo de nuevo, estalló en otro rugido ensordecedor, mezcla de triunfo y desesperación. Las andas se sostuvieron en alto al llegar a la parte superior de los escalones. Un hombre subió a su lado agitando una antorcha encendida. Parecía que estaba pronunciando un discurso, aunque resultaba difícil imaginarse que la vociferante multitud pudiera oírle mejor que yo. Incluso a aquella distancia estaba casi seguro de que el orador era Sexto Cloelio, el lugarteniente de mirada salvaje de Clodio, el hombre que había hablado de amotinamientos y venganzas contra Milón la noche anterior.
Al cabo de un rato, aún agitando la antorcha, se dio media vuelta y entró en el Senado. Tras él, las andas fueron llevadas al interior.
– ¿En qué estarán pensando? -pregunté.
– En echarla abajo -dijo Belbo-. ¿No fue lo que el tipo ese dijo cuando aporreó la puerta?
Negué con la cabeza.
– Estaba delirando. Además, debía de estarse refiriendo a la casa de Milón, o a la de Cicerón incluso, pero ni mucho menos a…
A veces, el mencionar lo imposible puede hacerlo parecer de repente muy posible. Me quedé mirando el tejado del Senado, como si concentrándome pudiera ver a través y percibir las intenciones de Sexto Cloelio. Seguramente no…
Vi las primeras espirales de humo flotando fantasmalmente por las ventanas situadas a lo largo de la parte superior del Senado, con los postigos cerrados.
– Papá…
– Sí, Diana, ya lo veo. Deben de estar incinerando el cuerpo dentro del edificio. ¡Los muy idiotas! Como no tengan cuidado…
– No me parece que sean de los que tienen cuidado -dijo Belbo inclinando la cabeza con aire serio.
Poco después, las primeras llamas vacilantes aparecieron en todas las ventanas a un tiempo. Uno tras otro, los postigos se fueron incendiando. Un humo negro y denso empezó a filtrarse por las ventanas y por la entrada abierta. Sexto Cloelio salió corriendo del edificio, agitando la antorcha en alto con aire triunfante. El gentío se quedó en silencio un instante, probablemente aturdido, como lo estaba yo, por la monstruosidad que acababa de tener lugar. Dejaron escapar un rugido que debió de oírse hasta en Bovilas.
Por lo menos se oyó en casa de Cicerón. Por el rabillo del ojo, distinguí un movimiento en su tejado. Había regresado acompañado de Tirón. Ambos estaban de pie, ya no agazapados, y observaban el espectáculo del Foro. Tirón se llevó las manos a la cara. Estaba llorando. ¿Cuántos momentos felices había pasado en aquel edificio copiando los discursos de su amo con el método taquigráfico inventado por él, mandando a su ejército de subalternos de acá para allá, dando testimonio del esfuerzo que hacía para salir adelante? Los esclavos pueden ser muy sentimentales.
Cicerón no lloró. Se cruzó de brazos, contrajo la mandíbula y se quedó mirando con tristeza la orgía de destrucción que se engendraba allá abajo.
– ¡Allí! -dijo Diana. Señalaba a Cicerón-. ¡Allí! Ese aspecto debió de tener Júpiter mientras observaba Troya.
Conociendo mejor que mi hija a Cicerón y seguro de que no había nada, ni remotamente, parecido a un dios en él, estaba a punto de corregirla cuando Belbo me interrumpió:
– ¡Tienes razón! ¡La misma imagen!
Su certeza compartida me obligó a echar otro vistazo. Diana tenía razón. Tenía que reconocerlo. Según se veía Cicerón en aquel momento, observando la destrucción del Senado a manos de la gente de Clodio, así de grandioso debió de parecer Júpiter cuando se cernió sobre el monte Ida y observó el demencial choque de mortales a sus pies.
Agitadas por el frío viento, las llamas se elevaron cada vez más altas hasta que todo el Senado fue engullido por el fuego. La chusma bailaba en los escalones de mármol, ululando y carcajeándose al tiempo que esquivaba cascadas de cenizas.
El fuego empezó a extenderse, primero hacia el conjunto de oficinas senatoriales en la zona sur del Senado. El miedo a la muchedumbre ya había vaciado la mayoría de los edificios, pero después de que comenzaran a propagarse las llamas, algunos escribientes, acuciados por el pánico, salieron a toda prisa llevándose una pila de documentos. Unos tropezaban y caían, otros zigzagueaban alocadamente, esquivando a la chusma que se burlaba, mientras se les caía la carga. Había tablillas de cera desperdigadas como dados tirados. Rollos de papiro desenrollados y agitados como banderas a merced de la brisa.
El viento cambió de dirección. Las llamas se extendieron hacia el área norte del Senado, hacia la basílica Porcia, uno de los magníficos edificios del Foro, de 130 años de antigüedad, la primera basilica construida. Sus rasgos distintivos (la larga nave acabada en ábside con naves laterales a ambos lados con columnata) ahora aparecían reproducidos por los edificios de todo el Imperio. Muchos de los prestamistas más ricos del mundo conservaban su sede central en la basilica Porcia. Las llamas no tardaron en reducir su venerable majestad a un ardiente montón de escombros.
Fueron los prestamistas, supe luego, desesperados por salvar lo que quedaba de sus documentos, los que finalmente organizaron un amplio contingente de libertos y esclavos para combatir las llamas. Obrando así, por puro egoísmo, habían salvado una gran parte de Roma de desaparecer con el humo. Los que luchaban contra las llamas formaron largas líneas serpenteantes a lo largo del Foro y a través del mercado de ganado hasta las orillas del Tíber, donde llenaban los cubos de agua y los pasaban para derramarlos sobre las llamas y los devolvían vacíos hacia el río otra vez. De cuando en cuando algunos pendencieros se separaban del jolgorio frenético de los dolientes para acosar a los esforzados hombres que se enfrentaban al fuego, apedreándoles y escupiéndoles. Se desataron riñas a diestro y siniestro. Algunos guardaespaldas, enviados también por los prestamistas, llegaron para proteger a los que transportaban cubos.
Fue un día de locura. Roma parecía trastornada por la fiebre, delirante. Con Clodio abandonado a las purificantes llamas y el Senado junto con él, sus dolientes proseguían con su peculiar celebración fúnebre. ¿Habrían planeado tanta locura con antelación o la habían improvisado a medida que iba transcurriendo la jornada, inspirados por las danzarinas llamas y el vacilante humo, estimulados por el fuerte olor a chamusquina que se respiraba en el aire? A media tarde celebraron un festejo fúnebre. Antes de que ardiera el Senado, instalaron las mesas, las cubrieron con trapos negros y dispusieron un banquete.
Mientras los que apagaban el fuego continuaban con sus frenéticos esfuerzos, los clodianos bebían y comían en honor de su líder muerto. Los pobres y hambrientos de la ciudad se les unieron, al principio tímidamente y luego, al ver que eran bienvenidos, con alborozo. Llegaron enormes cantidades de comida (grandiosos recipientes llenos de morcillas, tarros de alubias negras, rebanadas de pan negro, todo oportunamente negro para una fiesta en honor del muerto, rociado con vino del color de la sangre). Mientras tanto, los ciudadanos de Roma, curiosos, confundidos y asustados (los que carecían de la ventaja segura de un tejado en el Palatino para observar lo que ocurría), bordeaban los limites del Foro asomándose cautelosamente por las esquinas y atisbando por las paredes, mirando con agravio, deleite, incredulidad o consternación.
Pasé la mayor parte del día observando desde la azotea. Lo mismo hizo Cicerón. Desaparecería sólo un instante para reaparecer con diversos visitantes, muchos de ellos senadores, por lo que pude deducir de los ribetes púrpura de sus togas. Darían cuenta del espectáculo, cabecearían con aire disgustado o se quedarían boquiabiertos de espanto y luego desaparecerían charlando y gesticulando. Parecía que hubiera alguna especie de reunión de jornada completa en la casa de Cicerón.
Eco pasó a verme un rato. Le dije que estaba loco si se aventuraba a salir en semejante día. Había estado lejos del Foro y aunque había oído el rumor de que el Senado estaba destruido, había pensado que era sólo eso, un rumor. Lo subí al tejado para que viera por sí mismo el espectáculo. En seguida regresó al lado de Menenia y los mellizos.
Hasta Bethesda superó la desconfianza que le inspiraba la escalera y se aventuró a subir al tejado un rato para ver todo el batiburrillo que se había organizado. Le tomé el pelo preguntándole si la vista de tanto alboroto la hacía sentir nostalgia de su Alejandría, ya que, por lo visto, los alejandrinos son célebres por los desórdenes. El chiste no le hizo gracia. A mí tampoco.
El festejo y la lucha contra el fuego en el Foro continuó hasta después del crepúsculo. Ya de noche, Belbo me trajo un cuenco de sopa caliente y volvió a bajarse del tejado. Poco después, Diana se unió a mí con su propio cuenco humeante. Mientras permanecíamos allí solos sentados en el tejado, el cielo se oscurecía en sombras cada vez más espesas de un azul que se aproximaba al negro. En todas las estaciones del año, el crepúsculo es el momento del día más hermoso en Roma. Las estrellas comenzaron a verse en el firmamento, brillantes como fragmentos de escarcha. Había incluso algo de belleza en las parpadeantes luces del Foro, ahora que la oscuridad ocultaba la fealdad de madera chamuscada y piedra ennegrecida. Los incendios ya hacía tiempo que se habían extinguido, pero la cada vez más intensa penumbra revelaba parcelas de llamaradas ardientes entre las ruinas de la basílica Porcia y los edificios senatoriales.
Diana terminó la sopa. Dejó el cuenco a un lado y se echó una manta por los hombros.
– ¿Cómo murió Clodio, papá?
– Yo diría que a causa de las heridas. No querrás que te las describa otra vez ¿verdad?
– No. Me refiero a cómo sucedió.
– No lo sé con certeza. Y no estoy seguro de que nadie lo sepa, salvo, claro está, el mismo que lo asesinó. Parecía haber bastante confusión al respecto anoche en su casa. Clodia dijo que hubo una especie de riña en la Vía Apia, cerca de un lugar llamado Bovilas, en donde Clodio tenía una villa. Clodio y algunos de sus hombres tuvieron un altercado con Milón y los suyos. Clodio se llevó la peor parte.
– Pero ¿por qué se pelearon?
– Clodio y Milón han sido enemigos mucho tiempo, Diana.
– ¿Por qué?
– ¿Por qué dos hombres suelen ser enemigos? Porque quieren la misma cosa.
– ¿Una mujer?
– En algunos casos. O bien un chico. O el amor del padre. O una herencia, o un trozo de terreno. En este caso, Clodio y Milón querían poder.
– ¿Y no podían tenerlo los dos?
– Al parecer, no. En ocasiones, cuando dos hombres ambiciosos son enemigos, uno de los dos debe morir para que el otro continúe viviendo. Por lo menos, así es como generalmente se resuelve, tarde o temprano. Es lo que los romanos llamamos política sonreí sin alegría.
– Tú aborreces la política, ¿verdad, papá?
– Me gusta decir que sí.
– Pero yo creía…
– Soy como aquel hombre que dice odiar el teatro pero nunca se pierde una representación. Pretende hacer creer a los demás que es su amigo el que lo arrastra a verlas. Aun así, es capaz de citar cada verso de Terencio.
– De manera que, en secreto, te encanta la política.
¡No! Pero está en el aire que respiro y no me preocupo de dejar de respirar. Dicho de otra forma: la política es la enfermedad de Roma a la que no soy más inmune que otros.
Frunció el entrecejo y preguntó:
– ¿Qué quieres decir?
– Determinadas enfermedades son peculiares de determinadas tribus y naciones. Tu hermano Metón dice que allá en la Galia hay una tribu en la que todo el mundo nace sordo de un oído. Tú has oído decir a tu madre que hay un poblado a orillas del Nilo en donde todo el mundo corre en desbandada cuando se acerca un gato. Y en una ocasión leí que los hispanos padecen de una forma de putrefacción de la dentadura que sólo pueden curar bebiéndose su propia orina.
– ¡Papá! -Diana arrugó la nariz.
– No todas las enfermedades son de origen físico. Los atenienses eran adictos al arte; sin él se volvían irritables y estreñidos. Los alejandrinos viven del comercio; venderían el suspiro de una virgen, de encontrar la manera de embotellarlo. He oído decir que los partos padecen hipomanía; clanes enteros guerrean entre ellos por un buen semental.
»Bueno, la política es la enfermedad de Roma. Todos en la ciudad la acaban cogiendo tarde o temprano, hasta las mujeres hoy en día. Nadie vuelve a recuperarse. Es una enfermedad insidiosa, con síntomas perversos. Distintas personas la sufren de maneras diversas, y otros no la padecen en absoluto; a uno lo deja tullido, a otro lo mata y a otro lo engorda y lo fortalece.
– Entonces, ¿qué es? ¿Algo bueno o algo malo?
– Simplemente romano, Diana. Si es bueno o malo para Roma, no te lo sabría decir. Nos ha hecho gobernantes del mundo. Pero empiezo a preguntarme si no será nuestro final.
Me quedé mirando el Foro, ya no como Júpiter observando la llanura de Ida, sino más bien como Plutón supervisando los ardientes abismos del Hades.
Diana se reclinó. Su cabellera, negra como el azabache, le servía de almohada mientras observaba el cielo. Sus oscuros ojos reflejaban el frío resplandor de las estrellas.
– Me gusta que me hables así, papá.
– Ah, ¿sí?
– Así solías hablar con Metón algunas veces, antes de que se alistara en el ejército.
– Supongo.
Se volvió de lado, apoyó la cabeza en la mano y me miro con expresión seria.
– ¿Va a ocurrir alguna desgracia, papá?
Me imagino que la gente de Clodio piensa que ya ha ocurrido.
– Me refiero a nosotros. ¿Estamos en peligro, papá?
No, si puedo evitarlo. -Deslicé la mano por su mejilla y le acaricié el pelo.
– Pero las cosas están empeorando, ¿verdad? Eso es lo que siempre decís Eco y tú cuando habláis de política. Y ahora es peor que nunca: Clodio muerto, el Senado incendiado. ¿Es que algo terrible va a pasar?
– Siempre hay algo terrible a punto de ocurrir a alguien en alguna parte. La única forma de librarse es ser amigo de la diosa Fortuna, si ella está dispuesta, y correr en dirección contraria siempre que veas acercarse a un político.
– Hablo en serio, papá. ¿Están las cosas como… no sé, como para que todo se caiga en pedazos sobre nosotros, encima de todos?
¿Cómo podía responderle? Del pasado me vino a la memoria de improviso una escena del Foro cuando era joven, después de que Sila ganara la guerra civil: largas hileras de cabezas clavadas en estacas, los enemigos del dictador pagando boquiabiertos testimonio de su triunfo. Después de aquello, la gente juró que nunca más volvería a suceder nada parecido. Han pasado treinta años desde entonces.
– No puedo prever el futuro, Diana.
Pero tú conoces el pasado, lo suficiente para entender lo ocurrido entre Clodio y Milón. Explícamelo. Si pudiera entender lo que pasa ahora, a lo mejor no me preocuparía tanto.
– Muy bien, Diana. Clodio y Milón. ¿Por dónde empiezo? Bueno, tendremos que empezar con César y Pompeyo. Tú sabes quiénes son.
Pues claro. Cayo Julio César es el hombre al que sirve Metón en la Galia. El general más grande desde Alejandro Magno.
Sonreí.
– Así que eso dice Metón. Puede que Pompeyo no esté de acuerdo.
Pompeyo limpió los mares de piratas y conquistó Oriente.
Asentí meneando la cabeza:
Y se dio a sí mismo el sobrenombre de Magno, igual que Alejandro. Como he dicho hace un momento, en ocasiones, cuando dos hombres quieren lo mismo…
– ¿Quieres decir que César y Pompeyo querían ser los dos Alejandro Magno?
– Exacto, ya que lo pones así. Y no puede haber dos al mismo tiempo. El mundo no es lo bastante grande.
– Pero César y Pompeyo, ¿no servían los dos al Senado y al pueblo romanos?
– Nominalmente, sí. Reciben del Senado las órdenes y los permisos para reclutar sus ejércitos, y entre ellos han conquistado el mundo en nombre del Senado. Pero en ocasiones los sirvientes superan a sus señores. César y Pompeyo han crecido demasiado para el Senado. Hasta ahora, la salvación de la República ha sido que los dos generales se han vigilado mutuamente (ninguno de los dos puede volverse demasiado poderoso por miedo a irritar al otro). Y ha habido otros factores a tener en cuenta en la balanza.
– Pompeyo se casó con la hija de César, ¿verdad?
– Sí: Julia. Al parecer hacían buena pareja. Aquel matrimonio suavizó las asperezas entre los dos hombres. Las relaciones familiares lo significan todo, especialmente para patricios como César. Y otro factor: los dos rivales solían ser tres. Estaba Marco Craso.
– El amo de Metón cuando era un muchacho. Fue el que acabó con Espartaco y la rebelión de los esclavos.
– Sí, pero a pesar de aquella victoria, Craso no fue nunca lo que se dice un general. Pero consiguió hacerse el hombre más rico del mundo. Craso, César y Pompeyo formaron lo que dieron en llamar el Triunvirato, en el que los tres compartían el poder. Parece que durante un tiempo funcionó. Una mesa con tres patas es estable.
– Pero una mesa con sólo dos…
– Antes o después tiene que caer. La primavera pasada, Craso fue asesinado en Partia, en el extremo oriental del mundo, tratando de probar sus proezas militares de una vez por todas a base de conquistar algunas de las tierras que ya había conquistado Alejandro. Pero la caballería parta lo derrotó. Mataron a su hijo junto con cuarenta mil soldados romanos. Le cortaron la cabeza a Craso y la utilizaron como puntal de escena para divertir a su rey. «Craso, haciendo mutis por el foro.»
– Dejando así el Triunvirato con dos pies.
– Pero, al menos, aquellos dos pies aún estaban unidos por el vínculo familiar entre Pompeyo y César… hasta que Julia murió al dar a luz. Ya nada los mantiene unidos, y no queda nada que evite que se lien a palos tarde o temprano. Roma contiene la respiración, como el erizo cuando observa a dos águilas planeando en círculos por encima de su cabeza, dispuestas a disputárselo para ver cuál de las dos se lo come.
– Debes de ser el primero que compara a Roma con un erizo, papá. Diana observaba las estrellas-. ¿Existe la constelación del erizo?
– Creo que no.
Así que me has contado todo acerca de César y Pompeyo pero de Clodio y Milón, ¿qué?
– César y Pompeyo son águilas en el cielo, que sobrevuelan mares y montañas. Aquí abajo, en tierra firme, están Clodio y Milón que han estado luchando por la misma Roma (la ciudad, no el imperio). Lucharon con bandas de matones en vez de hacerlo con ejércitos. En lugar de mares y cordilleras, se disputaron las siete colinas y el mercado junto al río. En vez de batallas, libraron revueltas en el Foro. En vez de luchar contra los bárbaros, lucharon entre sí por un cargo público, intimidando y sobornando a los votantes, complaciendo a sus electores, aplazando elecciones y valiéndose de cualquier posible argucia para sacar el mejor provecho del otro.
»Milón representa a los que se llaman a sí mismos Optimates (viejas familias, dinero viejo, los elementos más conservadores del Senado). La clase de gente con la que a Pompeyo le gusta asociarse, por lo que no es de sorprender que de cuando en cuando Milón haya actuado más o menos como hombre de confianza de Pompeyo aquí en Roma.
»Clodio es… era… un radical, a pesar de su sangre patricia. Atraía a la plebe. Cuando estuvo en el servicio militar, organizó un levantamiento de soldados rasos contra su jefe, que era su propio cuñado. El año en que lo eligieron tribuno de la plebe, prometió la entrega gratuita de grano, y así lo hizo, anexionando Chipre para financiar el proyecto. Clodio siempre estuvo dispuesto a mejorar las condiciones de los soldados de infantería y de los granjeros así como las de los pobres de la ciudad, y a cambio éstos siempre estaban allí para votar cuando los necesitaba, en ocasiones con papeletas, más a menudo con los puños. La chusma lo adoraba y los Optimates lo aborrecían.
»A menudo Clodio se encontraba en el mismo lado que César, otro patricio con inclinaciones populistas, y así se ayudaban mutuamente, la mayor parte de las veces entre bastidores. La gente comenzó a considerarlos aliados (César y Clodio contra Pompeyo y Milón). Dos hombres grandes moviéndose por todo el mundo, cada uno aliado con un hombre inferior que ponía a su disposición una banda de matones aquí en Roma para luchar por el control de la capital.
– Como los héroes de la Ilíada dijo Diana-. Los dioses se alían con los mortales: un dios favoreciendo a Héctor, otro en el lado de Aquiles. Y en otro plano Héctor y Aquiles, cada uno con su propio ejército.
– Todas estas referencias a Troya… ¿Debo pensar que has estado leyendo a Homero?
– Necesito hacer prácticas de griego. Mamá me ayuda.
– Tu madre no sabe leer.
– Bueno, pero habla griego. Me ayuda con la pronunciación.
– Ya veo. Bueno, esta pequeña referencia literaria es un poco exagerada. Puede que sea el primero en comparar a Roma con un erizo, pero me apuesto algo a que tú eres la primera que compara nuestras bandas de matones locales con Héctor y Aquiles. Aunque, en cierto modo, es aceptable. Al final, los dioses le retiraron a Héctor sus favores, ¿verdad? De ahí que cayera la casa de Príamo, y con ella Troya. Los dioses pueden ser volubles, como cualquier aliado; al fin y al cabo, todo es política. Las alianzas se mueven como la arena bajo los pies. La lealtad se nos escurre entre los dedos.
– Y un hombre muere.
– Sí, y luego muchos más, generalmente. -Y los edificios se incendian.
Observamos el Foro en silencio un instante.
– César y Pompeyo, Clodio y Milón -dijo Diana-. Aun así, ¿cómo se ha llegado a todo esto, papá? El Senado ha ardido hasta los cimientos…
Suspiré. Los jóvenes creen que siempre debe haber una respuesta para todo.
– Tú sabes cómo se celebran los comicios, Diana, o al menos cómo se supone que se celebran: los ciudadanos se reúnen en el Campo de Marte para echar sus papeletas a favor de los diversos magistrados que dirigen el gobierno. La mayoría de las elecciones se celebran en verano; un clima estupendo para reunirse al aire libre. Los votantes eligen dos cónsules, que tienen el máximo poder. Después de los cónsules, vienen los pretores y luego los ediles y los cuestores y así sucesivamente, todos ellos con poderes y obligaciones diferentes.
»Se acabaron los viejos tiempos. A principios de enero, los magistrados elegidos toman posesión de su cargo. Sirven durante un año y luego se apean y siguen adelante para gobernar provincias extranjeras. Y así ha sido durante cientos de años, retrocediendo todo este tiempo hacia la caída de los reyes y la instauración de la República.
»En cualquier caso, así es como se supone que surte efecto. Pero hoy en día Roma es una ciudad sin magistrados. Estamos a mediados del mes de enero y aún no tenemos magistrados-que dirijan el Estado.
– ¿Qué pasa con los tribunos? -preguntó Diana.
Canturreé, ganando tiempo mientras pensaba en una respuesta. ¡La constitución romana es endiabladamente complicada!
– Técnicamente, los tribunos no son jueces. El tribunado se instauró hace tiempo, cuando únicamente los patricios podían ser magistrados y los plebeyos exigieron tener sus propios representantes. Actualmente las magistraturas están abiertas a ambas clases sociales, pero todavía para ser tribuno hay que ser plebeyo. Cada año hay diez, elegidos por una asamblea especial de plebeyos únicamente. Aún tienden a representar los intereses de los débiles frente a los fuertes, de los pobres frente a los ricos. El propio Clodio ejerció de tribuno un tiempo, el año que consiguió que Cicerón fuera desterrado y estableció la distribución de grano.
– Pero Clodio y su hermana son patricios.
– Ah, pero Clodio lo arregló; se hizo adoptar por un plebeyo lo bastante joven para ser su hijo, simplemente para poder ejercer el tribunado. ¡Hasta sus enemigos tuvieron que reconocer su astucia! Es un puesto natural para un agitador de masas. A mi parecer, alguno de nuestros más ambiciosos tribunos están ahora mismo ahí abajo en el Foro incitando a la masa. De todas formas, el año pasado se llevó a cabo la selección de tribunos como siempre, sin interrupción alguna. Pero no sucedió lo mismo con los magistrados regulares.
– ¿Qué ocurrió?
– El año pasado, Milón decidió presentarse para cónsul. Clodio se presentó para pretor. Si ambos hubieran ganado su respectiva candidatura, se habrían anulado mutuamente. Milón habría vetado los proyectos radicales de Clodio y éste habría menospreciado los esfuerzos de Milón en nombre de los Optimates.
– Ambos habrían sido una espina para el otro -dijo Diana.
– Exactamente. De manera que cada uno por su cuenta se encargó de evitar que el otro ganara. Sin embargo, ambos eran formidables candidatos, con grandes probabilidades de obtener el cargo. Así que siempre que se anunciaban los comicios, ocurría algo que los aplazaba. Un augur leía las señales del cielo y decía que los presagios eran malos: se cancelaban los comicios. Se señalaba un nuevo día, pero la víspera de las elecciones, alguien del Senado encontraría algún oscuro punto de la ley civil para indicar que no podría celebrarse ninguna votación aquel día, después de todo. Tras mucho debate, por fin se elige una nueva fecha. El día llega y estallan revueltas en el Campo de Marte. Y así sucesivamente. En comicios de años anteriores ha habido enormes irregularidades: votantes sobornados o intimidados, pleitos utilizados para impedir que algunos presentaran su candidatura o que cumplieran el plazo en el desempeño de su cargo, y todo tipo de maniobras para hacer fracasar y tergiversar el proceso. Pero nunca ha habido un año como este último, puro caos. Una república que ni siquiera consigue celebrar elecciones es una república muy enferma.
Como para recalcar aquel sentimiento, una llamarada se elevó súbitamente en la basílica Porcia. El fuego debió de alcanzar una reserva de aceite para lámparas y le prendió fuego. La conmoción llegó al Palatino momentos después, como el eco amortiguado de un redoble de tambor. Gracias al resplandor de las altas llamas pude distinguir las diminutas figuras de los hombres que hacían frente al fuego, que en aquel momento se dispersaban. Un griterío de júbilo se elevó entre los partidarios de Clodio que celebraban la fiesta. La serpenteante línea de los que transportaban cubos alteró el curso para apagar la nueva llamarada, que les arrojaba humo y lenguas de fuego. En la envolvente oscuridad, la lucha entre el fuego y los hombres empezó a adquirir formas fantasmagóricas.
– De manera que no es nada sorprendente -proseguí- que Milón haya matado a Clodio. Lo único que habría sorprendido menos es que Clodio hubiera matado a Milón.
Diana movió la cabeza con aire pensativo.
Poco después, Bethesda nos gritó desde el jardín. Ya era casi la hora de cenar. Diana bajó a ayudar a su madre. Parecía satisfecha con las respuestas que le había dado, aunque yo era muy consciente de que no había respondido a las preguntas más importantes: «¿Estamos en peligro, papá?». «¿Es que algo terrible va a suceder?»
La fuerte explosión del Foro parecía haber provocado un nuevo estallido de entusiasmo entre los clodianos. Acabaron el banquete, los oradores volvieron a subir a la Columna Rostral, los cantos fúnebres volvieran a entonarse entre la multitud y comenzó una extraña ceremonia. Los hombres marchaban en una única hilera hasta las ardientes ruinas del Senado y luego descendían los ennegrecidos escalones sosteniendo en alto antorchas encendidas. Al cabo de un rato, me di cuenta de lo que estaba ocurriendo: encendían las antorchas con el mismo fuego purificador que había consumido los restos de Clodio. Por piedad y devoción se lo llevarían consigo a sus casas para añadirlo al fuego de sus propios hogares. O eso creí, hasta que vi que la multitud tenía en mente otro uso del sagrado fuego.
Desde los escalones del Senado, los que llevaban antorchas enfilaron hacia el Palatino. Era fácil seguir su avance; se movían como deslizantes ríos de llamas entre los templos y a lo largo de las pavimentadas plazas. Regresaban por los mismos' caminos por los que habían ido, algunos cortando camino por la Rampa, otros desapareciendo de mi vista al doblar la colina, en dirección a los senderos que les llevarían al flanco oeste del Palatino. Era tal el resplandor de las antorchas en aquella dirección, que en el tejado de Cicerón pude distinguir las siluetas de éste y de Tirón, que me daban la espalda al tiempo que unían sus cabezas.
Los que subían por la Rampa giraron al oeste, lejos de mi casa, y corrieron hacia la casa de Cicerón. Contuve la respiración. Vi cómo se ponía rígida la silueta de Cicerón. Pero los de las antorchas prosiguieron su camino. Siguiendo la calle, circundando la cima de la colina, se encontrarían con el resto de la multitud en el mismo punto en el lado más lejano.
– ¿Quién tenía una casa en aquel barrio?
– Milón.
Con el mismo fuego purificador que había convertido los sangrientos restos de Clodio en ceniza, la turba pretendía incendiar la casa de Milón, y con ella a Milón, si se hubiera atrevido a regresar a la ciudad.
Diana me llamó desde abajo:
– Papá, mamá dice que es hora de comer.
– Sí, Diana. En seguida voy.
La casa de Milón no estaba realmente a tiro de piedra de la nuestra; pero entre ambas no había ninguna distancia si se piensa en la velocidad de las llamas recorriendo la fría brisa de tejado en tejado. Si la muchedumbre incendiaba la casa de Milón, las llamas podrían extenderse fácilmente por todo el Palatino…
El camino más seguro podría ser llevar a la familia a la casa de Eco al monte Esquilino. Pero ¿qué pasaría entonces si mi casa llegara a incendiarse? ¿Quién combatiría las llamas? Y ¿qué motivo había para creer que podríamos atravesar la Subura y llegar a casa de Eco sanos y salvos una noche como aquélla, con aquella gente por ahí suelta?
– Papá, ¿bajas ya? ¿Ves algo?
Algunos rezagados subían corriendo la Rampa. Sus antorchas chisporrotearon como banderines ondeantes cuando tomaron la pronunciada curva hacia la casa de Cicerón y más allá.
– Ya voy -dije. Eché un último vistazo hacia la casa de Milón. Me pareció oír indicios de combates (entrechocar de objetos, griterío), pero los ecos eran confusos y distantes.
– ¿Papá?
Me di media vuelta y puse el pie en el primer peldaño de la escalera.
Fue una comida ligera. No probé nada. Después, cuando Diana y Bethesda se habían retirado a dormir, volví a subir a hurtadillas al tejado. Miré en dirección a la casa de Milón pero no vi señal alguna de fuego. Sin embargo, cuando ya estaba dispuesto a bajar, llamé a Belbo para que me sustituyera. Nos turnamos durante toda la noche; mientras uno dormía a rachas entre un montón de mantas en un triclinio en el jardín, el otro, arriba en el tejado, acechaba el horizonte en busca de cualquier revelador resplandor anaranjado. Pero cuando por fin apareció, el resplandor se hallaba en la dirección opuesta. El sol salió y mi casa aún se mantenía en pie.
Subí al tejado para echar una última mirada. En el aire frío y neblinoso de la mañana, el Foro era como un cuadro emborronado. No podía distinguir un solo detalle. Pero cuando respiré hondo, capté el tufo de la madera quemada y de la piedra cocida, el olor de lo que había sido antaño el Senado, que se había convertido en el horno crematorio del caído campeón de la chusma.
– ¡Los alejaron a flechazos! -dijo Eco estirando los brazos y bostezando; había dormido tan mal como yo. La bruma se había levantado. El sol brillaba en el jardín. Nos sentamos en sillas plegables frente a la estatua de Minerva mientras absorbíamos el suave calor del mediodía.
– Al fin y al cabo, eso es lo que se oye en la calle -prosiguió-. Los clodianos no contaban con tanta resistencia. Esperaban encontrarse con la casa de Milón más o menos desierta, supongo. Se imaginaron que podrían irrumpir dentro, matar a algunos esclavos, saquear la casa y quemarlo todo de arriba abajo. En lugar de eso se encontraron con una tropa de arqueros apostados en el tejado. Expertos tiradores, al parecer. El combate no duró mucho. Algunas bajas y los clodianos dieron media vuelta y echaron a correr.
– Yo había pensado que de todas formas ya habrían tenido suficiente con quemar el Senado, atiborrarse hasta vomitar y escuchar todos aquellos discursos. Vamos, que ya estarían dispuestos a dar el día por acabado.
– Sí, cualquiera lo habría pensado así. Pero entonces, los rumores que corren, ¿qué? Después de que los echaron de la casa de Milón abandonaron el Palatino y atravesaron corriendo la Subura hasta fuera de las murallas, en dirección a la necrópolis.
– La ciudad de los muertos? ¿De noche? Creía que les darían tanto miedo los espectros como las flechas.
– No se acercaron a los sepulcros ni a las tumbas. Se dirigieron al bosquecillo sagrado de Libitina.
– La diosa de los muertos.
Eco asintió.
– Entraron a la fuerza en el templo.
– ¿A media noche? ¿Por qué? Seguramente, el deber de inscribir a Clodio entre los muertos recae sobre su familia, no sobre la chusma. Además, no podían estar esperando para alquilar los requisitos para el funeral…, ya habían incinerado a Clodio sin prestar mucha atención a las sutilezas religiosas.
– Papá, no tenía nada que ver con eso. Por algún motivo, las fasces se guardan en el templo de Libitina cuando no hay cónsules. Ya sabes, ese haz de varas con un hacha sobresaliendo del centro que portan los cónsules en ceremonias y procesiones.
– Las insignias del cargó.
– Exacto. Sin cónsules ocupando su cargo, las fasces han de guardarse en alguna parte y al parecer el sitio oficial es el templo de Libitina. De ahí que la multitud irrumpiera en el templo, cogiera las fasces y volviera corriendo a la ciudad para salir en busca de aquellos que presenten su candidatura a cónsul frente a Milón.
– Publio Ipseo y Quinto Escipión.
– Sí, ambos apoyados por Clodio, por supuesto. La plebe va derecha a la casa de Escipión y le pide a gritos que salga y reclame las fasces.
– ¿Renunciar a los comicios por completo? ¿Llegar a cónsul por designación de la plebe?
– Esa debía de ser la idea. Pero Escipión no se dejó ver.
– Probablemente tendría un susto de muerte, como todos los que quedábamos en Roma anoche.
– Repitieron la misma escena en la casa de Ipseo. A pesar de los gritos de aclamación, el candidato mantuvo su puerta cerrada. Entonces a alguien de la multitud se le ocurrió- la idea de ofrecer las fasces a Pompeyo.
– ¡Pompeyo! Pero si ni siquiera es elegible. Todavía es procónsul, encargado de gobernar Hispania. Está al frente de un ejército; legalmente ni siquiera puede atravesar las murallas de la ciudad. Por eso vive en la villa que posee en el monte Pincio.
– La gente no podía reparar en semejantes tecnicismos. Salieron corriendo por la Puerta Fontinal y subieron la Vía Flaminia hasta la villa de Pompeyo. Agitaban las antorchas y alzaban las fasces. Algunos aclamaban a gritos al futuro cónsul Pompeyo. Otros lo aclamaban como futuro dictador.
Moví la cabeza de un lado a otro:
– Pero, por Hades, ¿en qué estarán pensando? Probablemente la mayoría aún no había nacido la última vez que Roma tuvo un dictador.
– Hay muchísima gente que piensa que ya es hora de que tengamos uno que ponga fin a todo este caos.
– Están locos. Una dictadura únicamente podría empeorar las cosas. De todas formas, no me creo que los cabecillas clodianos aparecieran con semejante idea. Clodio y Pompeyo se detestaban, y Pompeyo nunca ha sido amigo de causas populistas.
– Aun así, es popular entre las masas. El general omnipotente, el conquistador de Oriente. El Grande, Pompeyo Magno.
Negué con la cabeza:
– Sigue sin parecerme bien. Los mismos que incitaron a la plebe a que incendiara el Senado no pueden querer que un reaccionario como Pompeyo sea su dictador. Quizá no fuera la misma gente. Tal vez estuviera sustituida en algún punto por infiltrados del grupo de Pompeyo.
Eco enarcó una ceja:
– De modo que crees que el incidente pudo haber sido organizado por el propio Pompeyo. ¿Crees, entonces, que quiere ser dictador?
– En todo caso, una oportunidad para rechazar públicamente la oferta. Hay muchísimos senadores, especialmente amigos de César, que piensan que Pompeyo podría estar conspirando para apoderarse del Estado. ¿Qué mejor modo de tranquilizarlos que rechazando a un grupo de ciudadanos las fasces que le ofrecen?
– No las rechazó exactamente. Al igual que Escipión e Ipseo, no se dejó ver.
Moví un poco la silla para que el sol me siguiera dando en la cara. Donde caía la sombra, el aire cortaba de frío.
– ¿Qué es lo que dicen de Milón, entonces?
– Algunos piensan que volvió a entrar a hurtadillas en la ciudad anoche y que está escondido en su casa. Dicen que por eso los arqueros estaban preparados para hacer frente anoche a los clodianos, porque forman parte de los guardaespaldas de Milón. Pero parece igual de probable que los dejara para que custodiaran la casa en su ausencia, sobre todo si había planeado asesinar a Clodio. Sabía que la plebe reaccionaría con violencia, por eso dejó su casa fortificada. Otros dicen que se ha desterrado voluntariamente, a Masilia o algún otro sitio.
– Es posible dije-. Es difícil ver cómo podría ser elegido cónsul ahora, mientras el Estado no consiga finalmente celebrar comicios. Y si Milón no puede ser elegido cónsul, está acabado. Se ha gastado una fortuna en juegos y espectáculos, tratando de impresionar a sus votantes. No tiene los recursos de César o Pompeyo, ni siquiera los de Clodio. Apostó todo a su candidatura de cónsul y ahora ha perdido seguramente toda oportunidad de ganarla. El destierro podría ser la única solución honorable para él.
Otra voz se unió a las nuestras, procedente del lugar en que se encontraba la estatua de Minerva:
– Pero entonces, ¿por qué mató Milón a Clodio si con ello arruinaba su propia carrera?
Miré hacia la estatua. La diosa virgen destacaba en colores tan reales que casi parecía respirar. En una mano tenía una lanza apuntando al cielo y en la otra un escudo. Una lechuza se apoyaba en uno de sus hombros. Una serpiente se enroscaba en sus pies. Tenía los ojos protegidos del sol del mediodía por la visera de su empenachado casco. Por un instante pareció que era Minerva quien nos había hablado. En seguida apareció Diana entre las sombras del pórtico y se apoyó en el pedestal. Puso la mano sobre la serpiente esculpida.
– Buena pregunta, Diana -dije ¿Por qué iba a matar Milón a Clodio si sabía que iba a desatar tanta ira? ¿Por qué matar a su enemigo si ello significaba matar sus propias posibilidades de ser elegido?
– Quizás calculó mal la reacción -dijo Eco-. O quizás mató a Clodio por casualidad. O en legítima defensa.
– ¿Os importa que me una a vosotros? -dijo Diana. Sin esperar respuesta, cogió una silla plegable y se sentó. Tembló dentro de su túnica-. ¡Hace frío aquí fuera!
– Deja que el sol penetre un rato -dije.
– Y hay un tercer rumor -dijo Eco-. Algunos dicen que Milón está tramando la revolución y que el asesinato de Clodio era simplemente el primer paso. Dicen que ha almacenado armas por toda la ciudad (debió de ser el arsenal de flechas que tenía en su casa para repeler a la turba la pasada noche), y ahora está recorriendo los campos para reunir tropas que desfilen en Roma.
– Convirtiéndose en otro Catilina? -Levanté una ceja.
– Sólo por esta vez, los revolucionarios tendrían a hombres como Cicerón a su favor, y no en contra.
– Cicerón es el último hombre que apoyaría algo remotamente parecido a una revolución, ni aunque la dirigiera su buen amigo Milón. Pero ¿quién sabe hoy en día? Supongo que cualquier cosa es posible.
– Ah, y más noticias, papá. Esto debió de ocurrir ayer, mientras la chusma se amotinaba en el Foro. Una comisión patricia del Senado se reunió ayer aquí en alguna parte del Palatino. Designaron por fin a un interrex.
Diana parecía confusa.
– Eco, corrígeme si no lo explico correctamente -dije-. En los casos en que no hay cónsules, por ejemplo, si ambos murieran en un combate…
– O si durante un año entero no se celebraran comicios… -añadió Eco.
Corroboré con un gesto de cabeza.
– En tal caso, cuando no hay magistrados al frente del Estado, el Senado designa un magistrado temporal denominado interrex, es decir, un regente, para dirigir el gobierno y celebrar nuevas elecciones. Cada interrex presta servicios durante sólo cinco días, transcurridos los cuales se designa otro; de esa manera no les da tiempo a acostumbrarse al cargo. Y así sucesivamente hasta que uno de ellos logre que se elijan nuevos cónsules. El Senado debería haber nombrado un interrex a principios de año, ya que no había nuevos cónsules cuando los antiguos dimitieron, pero los amigos de Ipseo y Escipión consiguieron paralizar el nombramiento al creer que Milón llevaba ventaja. Ni interrex, ni comicios. Bueno, quizás por fin haya elecciones y se acaben todas esas habladurías sin sentido sobre resolver la crisis con un dictador.
– Al menos hasta dentro de cinco días -dijo Eco-. Has olvidado un detalle técnico, papá: el primer interrex no puede celebrar las elecciones. Sólo podrá hacerlo el interrex que lo suceda.
– ¿El primer interrex no? -pregunté.
– Durante un plazo de cinco días se limitará a vigilar una especie de período de enfriamiento.
Diana asintió:
– Por lo menos ese tiempo tardará en enfriarse el Senado.
El primer interrex no tenía autoridad para celebrar comicios, según había apuntado Eco. Pero los seguidores de Escipión y de Ipseo, que tenían la impresión de que la candidatura de Milón estaba perdida, decidieron que había llegado el momento de celebrarlos. Mientras Eco y yo hablábamos, aquéllos rodeaban la casa de Marco Lépido, el recientemente nombrado interrex, en el Palatino. La esposa de Lépido, una dama de irreprochable carácter llamada Cornelia, estaba ocupada en la instalación de telares ceremoniales en la entrada, siguiendo así una antigua costumbre que debían observar las esposas de los regentes. (Nadie sabe el origen de esta costumbre; quizás tenga algo que ver con el papel del interrex de entretejer los hilos del futuro de la República.)
Cuando Lépido apareció en la puerta, los líderes de la multitud le pidieron que celebrara comicios inmediatamente. Les explicó que le era imposible hacerlo. Repitieron la demanda. Lépido, un patricio chapado a la antigua, les dijo exactamente dónde se podían meter una idea tan radical, y con un lenguaje que habría enrojecido las orejas de cualquiera. Después les cerró la puerta en las narices.
La multitud no estalló en una revuelta pero sí estrechó el cerco alrededor de la casa para evitar que nadie entrara o saliera. Encendieron hogueras en la calle para no pasar frío. Para divertirse, se pasaban botas de vino y entonaban canturreos electoralistas, muchos de ellos eran poemas obscenos sobre Fausta, la esposa de Milón, célebre por sus infidelidades.
Cuando el vino hizo impronunciable la embrollada letra, recurrieron a un cántico más sencillo: «¡Al trote, al trote! ¡Etrusco el que no vote!».
El interrex, cabeza visible del Imperio romano (al menos por unos días), estaba prisionero en su propia casa.
Por supuesto, todo hombre está prisionero en su propia casa cuando las calles son inseguras y las atrocidades tienen lugar incluso a la luz del día. ¿Qué puede hacer un hombre? ¿Encerrarse como un cobarde mudo y sordo? ¿O meterse en la refriega y buscar por todos los medios poner fin a la violencia de su entorno?
Había visto tiempos peores en Roma (la guerra civil que condujo a la dictadura de Sila, para empezar), pero yo entonces era joven. Me moví en medio de aquellas crisis siguiendo el instinto propio de los jóvenes, que antepone el afán de aventura a la supervivencia. Ahora que miro retrospectivamente al pasado, me sorprende el poco respeto que he mostrado por los riesgos que corrí. No era ni especialmente audaz ni imprudente, sólo joven.
Pero ya no era joven. Era mucho más consciente y respetuoso con la muerte y el daño físico después de haber visto y experimentado mucho de ambos durante los años intermedios. Con cada año que pasaba, el tejido de la existencia me parecía más frágil. La vida parecía más preciosa. Era menos capaz de arriesgar la propia vida o las vidas de los demás.
Sin embargo, me he encontrado en momentos que pedían tentar la suerte. La idea de encerrarme alejado de todo y rechazar toda responsabilidad no me ofrecía ninguna satisfacción. Al igual que muchísimos hombres en Roma aquel invierno, la agitación en las calles encendió otra agitación en mi propio corazón.
La República estaba muy enferma, quizás enferma de muerte. Sus convulsivos espasmos presentaban un espectáculo cuya visión apenas podía soportar, pero encontré aún más difícil apartar la mirada.
Algunos años antes había intentado retirarme por completo de la escena política. Harto de engaños y falsas promesas, de la pomposa vanidad de los políticos y la boquiabierta credulidad de sus seguidores, de la arrogancia vengativa de los vencedores y de la miserable maledicencia de los vencidos, me dije que no iba a soportarlo más. Me trasladé a una granja en Etruria, decidido a olvidarme de Roma.
Aquel intento no me sentó bien. Me vi más profundamente envuelto en intrigas políticas de lo que nunca me había podido imaginar. Era como el atormentado navegante que cubre largas distancias para evitar un remolino y se encuentra con que únicamente ha trazado un itinerario que va directamente al torbellino. El episodio de Catilina y su enigma me habían hecho reconocer la naturaleza inexorable del Destino.
Roma es mi destino. Y el destino de Roma se hallaba una vez más en las manos de sus políticos.
De manera que, con una visión retrospectiva, justifico ante mí mismo la reacción que tuve aquel día después de que Eco se hubiera ido a casa, cuando recibí una visita. Era un viejísimo conocido.
Tan viejo era que Belbo, que andaba atisbando por la mirilla de la puerta principal, no lo reconoció. Había dicho a Belbo que no dejara entrar a nadie que no conociera de vista, de modo que, obedientemente, vino a buscarme a mi despacho para que echara un vistazo por mí mismo.
Vi a un hombre entre cuarentón y cincuentón, de constitución normal, con un rostro hermoso y franco y un reflejo grisáceo en las sienes. Tenía los labios bien formados, la nariz recta y el pelo rizado de los griegos. Se movía casi con altanera presunción, como lo haría un filósofo o un sabio. El infantil esclavo que había conocido hacía treinta años se había convertido en un hombre de aspecto distinguido. Había pasado mucho tiempo desde la última vez que lo había tenido tan cerca. Generalmente, si alguna vez lo veía, era a cierta distancia, como la noche anterior, con la cabeza pegada a la de Cicerón en el tejado de la casa de éste. Era casi la última persona de la que habría esperado que acudiera a mí.
Cerré la mirilla e indiqué a Belbo por señas que desatrancara la puerta.
– ¡Tirón! -exclamé.
– Gordiano. -Hizo una inclinación de cabeza y sonrió débilmente. Tras él aguardaba un pelotón de guardaespaldas. Conté por lo menos diez, lo que consideré algo excesivo si se había limitado a llegar andando desde la casa de Cicerón, que estaba cerca de la mía. Por otra parte, cualquiera que saliera de la casa de Cicerón tenía grandes posibilidades de convertirse en víctima de la chusma de Clodio. Con un movimiento de la mano, les ordenó que se quedasen fuera. Belbo cerró la puerta tras él.
Lo acompañé hasta mi despacho y le indiqué que cogiera una silla cerca del brasero. En lugar de eso anduvo lentamente por la habitación observando los rollos de papiro en sus casilleros y la decorativa pintura de un jardín en la pared.
– Sí que has prosperado, Gordiano.
– En algunos aspectos.
– Recuerdo tu vieja casa del monte Esquilino. Aquel lugar tan grande y destartalado, con el mustio jardín.
– Ahora pertenece a mi hijo Eco. Su esposa lo ha transformado en un paraíso inmaculado.
¡El tiempo pasa tan rápido! ¿Quién habría creído que alguna vez tendrías un hijo lo bastante mayorcito para dirigir su propia casa?
– Me ha convertido en abuelo.
– Eso he oído decir.
– Ah, ¿sí?
Una sonrisa le tembló en la comisura de los labios:
– Aún se habla de ti ocasionalmente en casa de Cicerón, Gordiano.
– Pero no con demasiado entusiasmo, me imagino.
– Oh, te podrías llegar a sorprender.
– Seguramente, si Cicerón tiene algo bueno que decir de mí estos días. Creía que el juicio de Marco Celio había sido lo último que habría entre nosotros.
Tirón se encogió de hombros:
– Cicerón no te guarda rencor. No es un hombre dado a los resentimientos.
– Ya.
Tirón inclinó la cabeza con aire pensativo:
– Cicerón puede convertirse en un enemigo formidable, no hay duda, de aquellos que se convierten en enemigos suyos mediante la venganza y el engaño, o por el peligro que plantean a la República. Pero ése nunca ha sido tu caso, Gordiano. Cicerón comprende que eres un hombre complicado, a quien no le resulta siempre fácil entender, pero en el fondo un hombre honorable y honrado. Honorable. Honrado -repitió con énfasis ambas palabras-. Como el mismo Cicerón. Si en alguna ocasión habéis entrado en conflicto, ha sido porque ambos veis las cosas con prismas diferentes. No puede esperarse que los hombres honrados estén siempre de acuerdo.
Suspiré. Evidentemente, Tirón seguía siendo tan devoto de Cicerón como siempre. Sería inútil señalarle los defectos de su amo: el comportamiento del hombre carente totalmente de escrúpulos en su condición de abogado, su pomposa vanidad, su manifiesta indiferencia por la verdad, a no ser que ésta sirva a sus designios, la larga lista de personas a las que había destruido para mantener los privilegios y el poder de los Optimates…
– ¿De verdad no quieres sentarte, Tirón? Belbo puede cogerte el manto; parece bastante pesado, incluso para este tiempo.
– Sí, me sentaré. Me canso con mucha facilidad estos días. Y sí, creo que puedo pasar sin el manto. La habitación parece bastante caldeada. Tengo que cuidarme de pillar un resfriado…
Apenas oí lo que decía, porque cuando encogió los hombros para dejar caer el pesado manto, vi lo que llevaba debajo, no la túnica de esclavo, sino una toga. ¡Tirón vestía como un ciudadano! Le miré la mano y vi con claridad que llevaba un anillo de acero como el que llevan los ciudadanos, como el que llevaba yo mismo.
– Pero Tirón, ¿cuándo ocurrió?
– ¿Qué? -Cuando vio hacia dónde dirigía mi mirada, sonrió. Jugueteó con los dedos como si aún no estuviera acostumbrado al anillo-. Ah, esto. Sí, un cambio en mi condición social. No pasa de ser una formalidad en muchos aspectos. Hago el mismo trabajo, sirvo al mismo hombre… Por supuesto, ahora me es más fácil tener propiedades…
– Tirón…, ¡ya no eres un esclavo! ¡Eres libre!
– Sí. -Parecía casi avergonzado.
– Bueno, Cicerón se ha tomado su tiempo en decidirse. Tú y yo hablamos de tal posibilidad la primera vez que nos conocimos. ¿Recuerdas?
– No muy bien. -Enrojeció un poco y entonces me di cuenta de su anterior palidez.
– ¿Qué decías antes acerca de coger un resfriado y cansarte con facilidad? Tirón, ¿te pasa algo?
Negó con la cabeza:
– Claro que no. Ya no.
Le miré con escepticismo.
– Estuve enfermo -admitió-, pero eso fue el año pasado. Para serte franco, muy enfermo. Mi salud ha estado… de alguna manera errática… durante los últimos años. -Sonrió-. Supongo que ésa es una de las razones por las que Cicerón me manumitió el año pasado; entonces parecía como si pudiera ser el caso de ahora o nunca. Pero ahora me encuentro mucho mejor. Hubiera deseado una recuperación más rápida, pero al menos ya no tengo que andar con el bastón. Los médicos dicen que no hay ningún motivo por el que no pueda recuperar mis fuerzas por completo y estar tan sano como antes.
Lo miré con otros ojos. Lo que había interpretado como expresión altanera se debía simplemente a la delgadez extrema de sus mejillas. Hice un cálculo mental y me di cuenta de que debía de rondar los cincuenta años. De repente dejó ver la edad que tenía; tenía más canas de las que yo había pensado y ya tenía una calva en la coronilla. Una especie de entusiasmo infantil aún chispeaba en su mirada, pero la luz del fuego también captó el brillo atormentado de un hombre que había conocido una enfermedad grave. Con todo, también parecía un hombre satisfecho consigo mismo y su posición en el mundo; sus modales francos y pausados exudaban un aire de refinamiento y de satisfacción consigo mismo. Y ¿por qué no? El esclavo aniñado que había llamado a mi puerta tantos años antes como mensajero de un señor desconocido era ahora un ciudadano libre y la inapreciable mano derecha del orador vivo más famoso. Tirón había conocido a hombres formidables y recorrido el mundo al lado de Cicerón. Había ayudado a dirigir el gobierno cuando Cicerón era cónsul. Era célebre por propio derecho, después de haber inventado una forma de escritura abreviada por medio de la cual un copista podía transcribir un discurso palabra por palabra tan rápidante como se hablaba; a todos los empleados del Senado se les exigía aprender taquigrafía tironina.
– ¿Por qué has venido hoy a mi casa, Tirón?
– En nombre de Cicerón, por supuesto.
– Podía haber venido él mismo.
– Cicerón se ha quedado en su casa -dijo recalcando sólo ligeramente la última palabra.
– Lo mismo que hago yo. ¿Qué querrá de mí?
– Él mismo te lo dirá.
– No creerá que voy a aceptar ayudarle.
– Pero si no sabes lo que quiere.
– No importa. Le pagué con creces el favor que le debía por ayudarme a adquirir la hacienda en Etruria hace años. Desde entonces…, déjame que te sea franco, Tirón…, desde entonces, cada año que ha pasado, Cicerón ha caído cada vez más bajo en mi estima, y no es que piense que ésta signifique algo para Cicerón. Pero tengo mis normas, aunque sean humildes. No pretendo ir corriendo simplemente porque Cicerón crea que puede utilizarme una vez más.
El rostro de Tirón permanecía impasible, lo cual me decepcionó. Supongo que esperaba que parpadeara, o suspirara, o moviera la cabeza. Se limitó a replicar con voz desapasionada:
– Tu opinión sobre Cicerón es errónea, por supuesto. Lo juzgas mal. Muchos hombres lo hacen. Eso siempre me confunde. Pero trabajo con él cada día. Entiendo cada' matiz de su pensamiento. Otros no son tan privilegiados. -Me miró fijamente-. ¿Qué?, ¿nos vamos?
Casi me eché a reír.
– Es que no me has oído, Tirón?
La expresión de su rostro se endureció.
– Gordiano, ayer te vi observando los incendios del Foro desde tu tejado. ¿Qué pensabas de todo aquello? Estabas horrorizado, claro. Pero no lo estaba todo el mundo. Los que andaban detrás de toda aquella destrucción estaban encantados. Di lo que quieras de Cicerón, pero cuando se trata de asuntos fundamentales, tú y él estáis en el mismo bando. ¿Sabías que anoche intentaron quemar la casa de Milón?
– Sí, algo he oído.
– Semejante incendio podría haberse extendido por todo el Palatino. Esta habitación en la que estamos ahora sentados podría haber sido esta mañana un montón de escombros humeantes. Te das cuenta de eso, ¿verdad?
Me quedé mirándole un rato y suspiré:
– Ciertamente, ya no eres ningún esclavo, ¿eh, Tirón? Hablas como un hombre libre. Hasta sabes intimidar con palabras como un romano.
Se le crispó el rostro. Trataba de no sonreír.
– Soy romano ahora, en todo el sentido de la palabra. Tan romano como tú, Gordiano.
– ¿Tan romano como Cicerón?
Rió:
– Quizás no tanto.
– ¿Qué quiere de mí?
– Hay un incendio, Gordiano. No, no el incendio del Foro; uno mayor que amenaza con consumir todo aquello por lo que vale la pena luchar. Cicerón quiere que ayudes a pasar los cubos de agua, por así decirlo. -Se inclinó hacia mí con mirada seria-. Existen hombres que prenden fuego. Otros lo apagan. Creo que sabemos a qué grupo perteneces tú. ¿Realmente importa si te gusta o no el ciudadano que está a tu lado pasándote cubos? Lo que interesa es apagar el fuego. Vamos, deja que Cicerón hable contigo.
Permanecí un momento sentado observando las llamas en el brasero. Hice un gesto con la mano a Belbo, que estaba en un rincón de la habitación, en silencio.
– Tráele el manto a Tirón -dije. Las llamas bailaron y se agitaron-. Y trae también uno para mí. Di a Bethesda que salgo un momento.
Tirón sonrió.
El paseo fue corto; el aire, fortalecedor. Los guardaespaldas eran quizás innecesarios; no nos cruzamos con nadie en la calle. Todas las casas del camino estaban cerradas a cal y canto.
Nunca había estado en la casa que había mandado construir recientemente Cicerón. Algunos años antes, cuando Clodio consiguió que desterraran de Roma a Cicerón, la chusma clodiana había celebrado su triunfo quemando la casa de Cicerón; había observado las llamas desde mi balcón. Cuando el Senado revocó el exilio de Cicerón, dieciséis meses después, éste se puso a reconstruirla. Clodio le seguía a cada paso que daba obstaculizándole el avance con maniobras legales. La propiedad había sido confiscada por el Estado y consagrada a uso religioso, reclamaba. Cicerón contraatacaba manifestando que la confiscación era ilegal y que sus derechos como ciudadano romano habían sido violados de una forma totalmente rastrera. Había sido uno de los intercambios de peor gusto y más enérgicos que habían tenido.
Cicerón había ganado el caso. La casa se había reconstruido. «Bueno -pensé mientras atravesábamos el umbral-, Clodio no volverá a amenazar más esta casa.»
Tirón me condujo a través del vestíbulo hacia el atrio, que estaba al otro lado. El cuarto estaba helado. Se habían acumulado nubes altas que no dejaban pasar el calor del sol.
– Espera aquí un momento -dijo Tirón y salió por mi izquierda. Tras una breve pausa, oí voces por el corredor a mi derecha.
La primera voz se oía amortiguada y confusa, pero la segunda voz la reconocí en el acto. Era la de Cicerón.
– Bueno -iba diciendo-, ¿y qué si decimos a la gente que fue Clodio el que preparó la emboscada, y no al revés?
También reconocí la tercera voz. Era de Marco Celio, el apuesto y orgulloso protegido de Cicerón:
– ¡Por las pelotas de Júpiter! ¿Quién se lo iba a creer, dadas las circunstancias? Quizás sea mejor decir que…
Los tres hombres entraron en el atrio. Celio me vio y se calló.
En aquel instante, Tirón regresaba en dirección contraria. Se percató de la situación y pareció desilusionado. Cicerón le dirigió una mirada breve y afilada con la que le reprochaba haber dejado a un visitante desatendido. ¿Habría oído yo algo que no debía?
– Gordiano ha aceptado hacerte una visita -dijo Tirón rápidamente-. He ido al despacho para anunciarle, pero…
– Pero yo no estaba allí -dijo Cicerón. Su profunda voz de orador llenó el atrio. Una sonrisa dulzona iluminó su cara rechoncha-. Tiendo a pensar mejor cuando camino. Cuanto más expansivos sean los pensamientos, tanto más grande ha de ser el circuito… ¡El despacho no podía contenerme! Hemos andado una milla desde que te marchaste, Tirón, dando vueltas por la casa. Y bien, Gordiano… -Se adelantó unos pasos-. Me honras con tu presencia en mi casa una vez más. Conoces a Marco Celio, ¿verdad?
Claro que lo conocía. Celio se cruzó de brazos y me lanzó una mirada burlona. Era una criatura variable; siempre lo había sido. Había empezado como discípulo de Cicerón. Después se alió, o así lo pareció, con Catilina, el enemigo acérrimo de Cicerón; así fue como lo conocí. Finalmente, se arrastró hasta el grupo de Clodio y a los brazos (algunos dicen «las garras») de Clodia. Su caída en desgracia ante estos dos lo puso en un serio apuro, un juicio por asesinato para el que ayudé a reunir pruebas para los acusadores. Había sido rescatado por Cicerón, que fue en defensa de su errante discípulo con un discurso conmovedor. Ahora, por lo visto, Celio volvía a ser su fiel protegido. No parecía guardarme ningún rencor por haber ayudado en el juicio a la parte contraria; su ambición carecía de principios y en ella no había lugar para los rencores. Era famoso por su lengua afilada, pero igualmente famoso por su encanto y por su extraordinaria belleza. Entonces servía como tribuno durante un tiempo, lo que significaba que era uno de los pocos empleados del Estado en activo.
– Pero no estoy seguro de que conozcas a mi otro amigo -dijo Cicerón. Hizo un gesto hacia el tercer hombre, que se mantenía apartado mientras me acechaba con desconfianza. El tipo era bajo y rechoncho como un tonel; enfundado en su toga parecía aún más grueso. Sus dedos eran cortos y romos, como su nariz. Su cara era redonda y su boca pequeña, y tenía los ojos hundidos bajo las espesas cejas. La sombra de la barba era tan profunda, que le daba a la mandíbula un aspecto grasiento y oscuro. No me sorprendía que hubiera sido el enemigo natural del ágil, esbelto y elegante Clodio. No podía haber dos hombres más opuestos físicamente.
Milón había vuelto a la ciudad, después de todo.
– Por supuesto que reconozco a Tito Anio Milón -dije-. Pero tienes razón, Cicerón. Nunca nos han presentado.
– Bueno, entonces ya va siendo hora. Milón, te presento a Gordiano, llamado el Sabueso, un hombre de gran ingenio. Nos hicimos amigos hace muchos años, cuando llevé mi primer caso de asesinato. Habrás leído la defensa que hice de Sexto Roscio, claro está; todos lo han hecho. Pero no mucha gente conoce el papel que representó Gordiano. ¡Hace treinta años!
– Nuestros caminos se han cruzado de cuando en cuando desde entonces -dije secamente.
– Y nuestra relación siempre ha sido… -El gran orador buscó una palabra.
¿Interesante? -sugerí.
– Exactamente. Venga, vayamos al despacho. Hace frío aquí en el atrio.
Nos retiramos a una sala pequeña y caldeada de la parte posterior de la casa. El paseo por el pasillo y el jardín central me dio la oportunidad de observar con detalle el entorno. Mobiliario, cortinajes, pinturas y mosaicos, todo era de lo más refinado; no había visto nada tan impresionante ni siquiera en la casa de Clodio. Las dimensiones de la casa de Cicerón eran más modestas, sin lugar a dudas, pero de alguna manera, por ello mismo, resultaba más agradable. Cicerón siempre había tenido un gusto impecable.
También había contado siempre con dinero suficiente para satisfacer sus gustos, pero daba la impresión de que había prosperado tanto que ya no tenía necesidad de limitarse a guardar las apariencias. Se precisa ser rico de verdad para tener una fuente decorada con mosaicos espolvoreados con oro, colgar una pintura de Iaia de Cízico en la pared del despacho o exponer en la misma mesa, cubierta por una gruesa lámina de cristal, un fragmento del papiro original de un diálogo con correcciones manuscritas de Platón. La ley romana prohibe a los abogados recibir honorarios por sus servicios; cada caso se resuelve a cambio de gratificaciones. Con todo, abogados con éxito consiguen hacerse ricos. En vez de simples bolsas de plata, son recompensados con regalos de propiedades o exclusivas oportunidades de invertir. Cicerón era uno de los mejores abogados de Roma y siempre había sabido cómo cultivar a los Optimates. Su casa estaba llena de cosas hermosas, caras y extrañas. Sólo podía imaginarme los tesoros que habían sido destruidos o saqueados cuando la chusma de Clodio quemó su vieja casa.
A una orden de Cicerón, un esclavo colocó unas sillas en círculo más cerca del llameante brasero. Antes de que nos hubiéramos instalado, otro esclavo trajo copas de plata y una jarra de vino calentado. En vez de revolotear cerca, Tirón se nos unió. Ahora era ciudadano, el aliado de Cicerón, no su esclavo. Aun así, advertí que tenía en el regazo una tablilla de cera y un estilo para tomar notas.
Cicerón sorbió delicadamente de su copa. Tirón hizo otro tanto. El vino estaba bien aguado. Cicerón no era hombre de caprichos. No podía decirse lo mismo de Marco Celio, o al menos de los Celios que yo había conocido antes de que Cicerón los reformara. Notó que le observaba y me hizo una demostración de que seguía el ejemplo de su mentor, frunciendo los labios y tocando con ellos apenas el borde de la copa. La expresión le daba un aspecto tan bobalicón que llegué a la conclusión de que se estaba burlando deliberadamente de Cicerón.
Milón no pretendió dar muestras de delicadeza. Vació la copa de un trago y la extendió hacia el esclavo para que se la volviera a llenar.
– Gordiano, ¿fue sorpresa lo que leí en tu cara cuando reconociste a Milón? -Cicerón irguió la cabeza como un gallo de pelea-. No esperabas encontrártelo aquí, ¿verdad?
– Francamente, pensaba que debía de estar camino de Masilia.
– ¡Ja! ¿Darse la vuelta y huir como un conejo? No conoces bien a mi amigo Milón si lo consideras tan cobarde.
– No estoy seguro de que sea una cuestión de cobardía; yo diría que es más de conveniencia. De todas formas, el rumor de su huida a Masilia está muy difundido.
Milón frunció el entrecejo pero no dijo nada.
– Lo ves, ya te lo dije -habló por fin Celio-. Gordiano y su hijo lo oyen todo. Con las cuatro orejas captan cualquier susurro de Roma.
Cicerón asintió.
– Sí. Continúa, Gordiano. ¿Qué más se dice?
– Unos dicen que Milón regresó anoche a hurtadillas a la ciudad y se parapetó en su casa, y que allí estaba cuando la turba fue a quemarla.
¡Entonces no piensan que sea un cobarde, sino un loco! No, Milón pasó la noche aquí, a salvo bajo mi techo. ¿Qué más dicen?
– Que planea provocar una revolución. Empezó asesinando a Clodio y está reuniendo un ejército que desfilará por Roma. Los aliados con los que cuenta dentro de las murallas han almacenado armas y material incendiario por toda la ciudad…
– Vaya, pues puedes ver por ti mismo lo absurdo de tales rumores. Milón está aquí, en mi casa, no fuera, revolucionando a las masas. ¿Acaso mi casa apesta a azufre y a brea? Claro que no. ¡Conque una revolución! No hay hombre en Roma más dedicado al mantenimiento de la República que Tito Anio Milón, ¡ni siquiera yo mismo! Cuando pienso en los abusos que ha padecido y los terribles riesgos a los que se ha expuesto…
La carga de tales sacrificios parecía pesar mucho sobre Milón, que terminó su segunda copa de vino y me miró taciturno.
Observé la habitación: los numerosos rollos de papiro en sus casilleros, el cuadro de Iaia que representaba un pastorcillo quitándose una espina del pie, el incalculable retazo manuscrito de Platón bajo el cristal.
– Tú mismo has corrido un riesgo terrible, Cicerón. Si el gentío hubiera sabido que Milón estaba aquí…
– Sí, ya sé lo que estás pensando. Esta casa ya se incendió una vez. Pero fue porque Clodio consiguió echarme de la ciudad antes. Nunca habría sucedido si yo hubiera estado aquí para impedirlo. Y nunca más volverá a ocurrir mientras yo esté presente para defender hasta el último aliento lo que me pertenece. Puede que tengas que verte en la misma tesitura, Gordiano, antes de que pase la crisis. Ahora tú también tienes una casa magnífica. Tienes una familia a la que proteger. Piensa en eso y luego en esa gente furiosa que vimos ayer, corriendo salvajemente como una manada de perros hacia el Foro. ¿Sabes cómo prendió fuego Sexto Cloelio al Senado? Aplastó los asientos de los cónsules y los tribunales sagrados y utilizó la madera para construir una pila funeraria para el monstruo. Rasgó los rollos de papiro para encenderla. ¡Incalificable profanación! Como su líder muerto, estos inútiles libertos y mendigos no tienen ningún respeto por la majestad del imperio ni por la simple decencia… Son una amenaza para cualquier hombre que se interponga en su camino.
Cicerón volvió a su asiento y aspiró profundamente:
– Lo importante es que los clodianos fueron tan imprudentes como para prender fuego al Senado. Tenían la ventaja hasta ese punto (la gente chascaba la lengua por el pobre Clodio, un ser digno de compasión). Fue un golpe maestro, pasear de aquella manera su cadáver en público, exhibiéndolo desnudo con todas las heridas al descubierto. Como abogado, he de admitir su lado cómico. Si pudiera arrastrar un apestoso cadáver ante el tribunal y pasárselo al jurado por la cara, créeme, no me lo pensaría dos veces. Conmoción y compasión son dos tercios de la batalla. Pero exageraron su ventaja.
Celio daba vueltas a su copa de vino.
– Retiraron el calor de Milón -dijo- y encendieron el fuego bajo sus propios pies.
Cicerón alzó su copa y se dirigió a Celio:
– Precisamente. ¡Oh, Celio, el giro de la frase es espléndido! Una metáfora que es literalmente cierta. «¡Retiraron el calor de Milón y encendieron el fuego bajo sus propios pies!» ¡Bravo!
Hasta Milón sonrió a regañadientes y alzó su copa. Al fin y al cabo, él también era un orador que sabía apreciar la retórica.
– ¿Dices que Milón ha pasado la noche aquí? -dije.
Cicerón asintió:
– Sí. Mientras los clodianos paseaban el cadáver desnudo de Clodio por todo el Palatino, Milón aguardaba fuera de la ciudad. No por temor a regresar, cuidado, sino por precaución, por sensatez, catando el viento como un general cuando inspecciona el terreno antes de proseguir. Cuando vi que los necios clodianos provocaban varios incendios, envié a un mensajero para que le informara. Si deseaba regresar a la ciudad, debería hacerlo sigilosamente, le dije, y permanecer lejos de su casa. Le ofrecí mi hospitalidad, pero la decisión de regresar fue suya. No le aconsejé en otro sentido. Milón vio el camino delante de él y lo tomó. Tito Anio Milón, no he conocido en mi vida hombre más valiente que tú. -Cicerón miró al objeto de sus palabras con tal intensidad que habría hecho enrojecer a un hombre más modesto, pero la única reacción de Milón fue contraer la mandíbula y estirar aún más el pescuezo. Sus rasgos no me parecieron ni remotamente heroicos, como los que estamos acostumbrados a ver en los héroes retratados en mármol y bronce, pero sí sabía adoptar una pose desafiante.
– No habría podido abandonar jamás Roma en un momento de necesidad -dijo con voz trémula de orador-. ¡Volví para salvarla!
– ¡Excelente! -exclamó Celio-. Tirón, cópialo, haz el favor. Debemos acordamos de utilizarlo.
Me pareció grosero y burlesco, pero Milón no se ofendió. En cambio, se inclinó hacia Celio con una expresión burlona:
– O crees que sonaría mejor: «Jamás abandoné Roma, ni siquiera por un día…»?
– No, no, era perfecto como lo dijiste la primera vez. Tirón, ¿lo tienes?
Tirón garabateó al tiempo que asentía.
Observé que la conversación tenía lugar en más de un nivel y con más de un propósito.
– Estáis en mitad de un discurso, ¿no? -dije.
– Aún no -dijo Cicerón-. Todavía estamos trabajando las ideas básicas. Puedes sernos de mucha ayuda, Gordiano. -No estoy seguro de que quiera serlo.
– Yo creo que sí -replicó lanzándome una mirada que debía de ser familiar para Celio y todos los que habían sido sus protegidos y discípulos. La mirada decía «No me decepciones»- Míranos aquí, recluidos en mi despacho, incapaces de dar un paso fuera de casa sin una tropa de gladiadores que nos proteja. Estamos ciegos y sordos. Contamos con un corazón valiente y orgulloso (aquí Milón), una lengua elocuente (Celio) y una mano para escribir (Tirón). Y quizás una cabeza fría (yo mismo). Pero carecemos de ojos, de oídos. Es un asunto delicado calibrar el humor de la gente en las calles. Alguien debe mirar. Alguien debe escuchar. Los errores en épocas de crisis como ésta pueden ser…
No pronunció la palabra «desastrosos». Hablar de desastre atraería los malos augurios. Además, todos los que estábamos en el cuarto comprendimos con exactitud lo que quería decir. Por amargas experiencias, Cicerón sabía muy bien lo que puede suceder cuando la plebe se vuelve contra un hombre.
– Únicamente quiero conocer tu opinión acerca de algunas cosas, Gordiano. La carrera para llegar a cónsul, por ejemplo. Parece como si por fin los comicios fueran a celebrarse. ¿Cuál dirías que es la opinión que el pueblo tiene de la candidatura de Milón?
Me quedé mirándole sin saber qué decir.
– ¿Y bien? ¿Las oportunidades de ganar; son mejores o peores que antes? Es una pregunta bastante sencilla.
– Sí, pero no me puedo creer que esperes una respuesta seria. Milón golpeaba con nerviosismo su copa vacía en el brazo del sillón: -Quiere decir que es inútil.
– ¿Es eso lo que quieres decir, Gordiano? -Cicerón me dirigió una mirada preocupada.
Carraspeé:
– Clodio está muerto. Alguien lo mató con gran violencia; yo mismo vi el cuerpo.
– ¿Lo viste? ¿Dónde? -dijo Milón bruscamente.
Mientras dudaba si comentarles o no mi visita a la casa de Clodio, Cicerón me ahorró la decisión con su intervención.
– Gordiano vio el cuerpo desde su azotea, lo mismo que hice yo desde la mía. Milón, ya te he contado cómo pasearon el cadáver por todo el Palatino.
– Sí, lo vi desde mi azotea -dije. Al fin y al cabo, no mentía-. Y si algún romano no lo vio, seguramente ha oído hablar de ello.
– Y ¿qué dice la gente del asunto? -preguntó Cicerón.
– ¿A qué te refieres?
– ¿Cómo creen que murió Clodio? ¿A quién consideran culpable?
Si Cicerón deseaba fingir que era obtuso de mente, le daría el gusto.
– Lo que se oye en boca de todos es que Milón lo mató. O los hombres de Milón.
– ¿Dónde?
– En la Vía Apia. Cerca de Bovilas.
Cicerón asintió con aire pensativo:
– ¿Cómo?
Hice una pausa:
– A juzgar por las heridas, yo diría que utilizaron dagas. -Recordé la herida punzante en el hombro-. Quizás también una lanza. Y podían haberlo estrangulado.
– ¡Has debido de ver el cuerpo más de cerca que yo! -dijo Cicerón.
– Quizás mis ojos estén más preparados para distinguir semejantes detalles.
– Pero ¿no has oído detalles reales del… fatal incidente… y cómo sucedió?
– No.
Celio asintió enérgicamente:
– Como la mayoría de la gente, me apuesto algo. ¿Cómo podían haber oído los detalles? ¿Quién podría proporcionarlos?
Milón se masajeaba la incipiente barba con una mano mientras con los dedos de la otra tamborileaba sobre la copa:
– Aun así, los rumores proliferan como maleza entre las grietas. Si una historia tiene un agujero, la gente lo llenará con cualquier cosa que encaje.
¿Has oído rumores, Gordiano? -dijo Cicerón-. ¿Sobre una lucha, una emboscada, un accidente?
– He oído toda clase de rumores. Una emboscada, una lucha, un asesino en solitario, un traidor entre los hombres de Clodio…
– Creo que eso es esperanzador -convino Celio, que volvió a sentarse enarcando una ceja. Alargó la copa de vino y un eslavo se apresuró a llenársela-. El pueblo no se ha decidido. Todavía existe una oportunidad de contarle nuestra versión de la historia. Pero tendremos que hacerlo deprisa. Las habladurías se fijan como argamasa en las cabezas de la gente. Una vez que se endurece, se ha de cincelar para quitarla. Mejor verter primero en sus oídos tus propias habladurías.
Y, claro, está el incendio -añadió Cicerón-. Seguramente eso habrá abierto de cuajo algunas cabezas duras. La gente que era hostil a Milón seguramente atenderá ahora a razones. Únicamente los lunáticos más radicales podrían ponerse del lado de la banda de pirómanos contra Milón. -Suspiró, exasperado-. No entiendo por qué la muerte de Clodio debería provocar semejante controversia, excepto entre el pequeño núcleo de sus seguidores más fervientes. Cualquier hombre sensato puede ver que Roma está mejor sin sinvergüenzas. ¡Es tan evidente! Si nos presentamos ante el pueblo y decimos «Sí, Milón mató a Clodio», ¿no estamos diciendo simplemente que Milón es un héroe? ¡Estamos ante todo proclamándole como salvador de la Re pública!
Cicerón me miró para ver mi reacción. Respondí con cautela:
– No puedo hablar en nombre de la mayoría, pero creo que hay muchísimos romanos que están simplemente cansados de todo este caos y este desorden…
– Exacto -dijo Cicerón-, y era Clodio el que andaba detrás de todo ese desorden al fomentar la inquietud entre el populacho, al trastocar el orden natural de las cosas. Líbrate de Clodio y ya estarás a medio camino de librarte del caos. Tirón, copia esto: Líbrate de Clodio…
– ¿No estás yendo demasiado lejos? -dijo Celio moviendo la cabeza-. El principio suena como a regodeo. Incluso puede que los que se alegren del final de Clodio tengan serias preocupaciones acerca de las circunstancias de su muerte. No puedes pretender hacer de Milón un campeón de la ley y el orden si al mismo tiempo afirmas orgullosamente que quebrantó la ley matando a un hombre.
– Ah, pero todo eso se ve de otro modo si demuestras que Milón fue víctima de una emboscada y que simplemente se defendió -dijo Cicerón agitando un dedo.
– ¿Fue una emboscada? -dije mirando a uno y a otro- ¿Querían matar a Milón?
Tirón, ocupado en garabatear en su tablilla, no levantaba la cabeza. Los demás me miraron con curiosidad.
Cicerón se animó:
– ¿Tú qué crees, Gordiano? ¿Resulta creíble que Clodio le tendiera una emboscada a Milón en la Vía Apia?
Me encogí de hombros:
– Todo el mundo sabía el odio que se tenían los dos.
Celio me miró con escepticismo. Me sentí como un testigo al que se vuelve a interrogar para comprobar sus anteriores declaraciones.
– Pero entonces, ¿no es igualmente probable que Milón fuera el que planeara una trampa para Clodio? ¿Y si lo que ocurrió fue que las dos bandas se cruzaron en la Vía Apia de forma absolutamente casual? ¿Te parecería eso creíble?
– Quizás. Pero la gente se cruza en la carretera todo el tiempo sin que nadie acabe muerto.
Celio se echó a reír:
– ¡Ha dado en el clavo!
Cicerón juntó las yemas de los dedos con fuerza:
– Pero los accidentes ocurren. Un hombre no puede controlar siempre a sus esclavos, principalmente a gladiadores que han sido entrenados para protegerle y para reaccionar al primer atisbo de peligro. Tirón, anota: Milón necesita liberar a determinados esclavos, que de otro modo podrían verse obligados a testificar bajo tortura. Los esclavos pueden ser torturados, pero no los libertos. En el peor de los casos…
– Quieres decir, si se llevara el caso a juicio -aclaré.
Milón gruñó. Las yemas de los dedos de Cicerón entrechocaban.
– Estoy convencido de que Milón será, a pesar de todo, elegido cónsul. ¡No se merece menos por sus servicios al Imperio! Con todo, debemos estar preparados para posibilidades menos satisfactorias.
– Te refieres a un juicio por asesinato. ¿Qué tendría que temer Milón del testimonio de sus esclavos?
Cicerón consideró la pregunta:
– Gordiano hace una buena observación. Si Milón espera y libera a los esclavos en el momento equivocado, podría parecer malo. Cuanto antes, mejor, creo yo.
– Siempre se puede decir que fueron manumitidos por gratitud, como recompensa -sugirió Celio-. Después de todo, le salvaron la vida.
– ¿Lo hicieron? -dije.
– Eso es lo que diremos -dijo Celio mirándome como si fuera un simplón.
Moví la cabeza, asqueado:
– Únicamente habláis de las apariencias y nada más, ¿no? Sobre esta o aquella versión hipotética de lo que podría o no haber sucedido y de si la gente lo creerá o no. ¿Por qué no escribís una comedia también?
– Comedia mejor que tragedia -dijo Celio sarcásticamente.
Cicerón me miró pensativamente:
– Somos abogados, Gordiano. Esto es lo que hacemos.
Meneé la cabeza, desazonado.
Cicerón se percató de mi insatisfacción.
– A ver, ¿cómo diría yo esto? -dijo-. Tu naturaleza y la mía son diferentes. La verdad tiene un significado distinto para ti; tú pareces creer que importa en sí y por sí misma. Pero la verdad que anhelas es una ilusión. Buscar la verdad es un pasatiempo ideal para los filósofos griegos que no tienen otra cosa mejor que hacer, pero nosotros somos romanos, Gordiano. Tenemos un mundo que gobernar.
Me observó largamente y se convenció de que aún me resistía:
– Gordiano, los próximos días y meses son absolutamente críticos para que sobreviva todo lo decente y honrado que queda en la ciudad. Viste lo que hicieron ayer. La locura, la destrucción, la profanación sin sentido. ¿Puedes verte a ti mismo entre ese gentío? ¡Claro que no! ¿Puedes imaginarte cómo sería Roma si se permitiera que gobernara gente de esa calaña? ¡Una pesadilla! Puedes ver, sin duda, dónde está tu propio interés.
Observé con atención los rostros uno a uno. Cicerón, con una sonrisa estudiada; Tirón, ocupado con su estilo; Celio, con aspecto sombrío pero dispuesto a reír socarronamente, y Milón, sacando la mandíbula como un niño testarudo con ganas de pelea.
– Pero ¿qué ocurrió realmente en la Vía Apia? -pregunté.
Como respuesta, recibí únicamente miradas vacías, antes de que Cicerón cambiara de tema muy sutilmente y en seguida, con gracia y firmeza, dejara bien claro que mi visita había llegado a su fin.
Abandoné la casa de Cicerón sin una respuesta satisfactoria a mi pregunta y, a decir verdad, sin una idea clara del motivo por el que me había llamado. Ni el propio Cicerón parecía saber con exactitud lo que quería de mí, sólo que yo debía estar al margen. Tenía la vaga sensación de que fuerzas opuestas guiaban sus designios y me preguntaba qué posición exacta ocupaba yo en aquella trama.
El asedio a la casa del interrex Marco Lépido continuaba al día siguiente, y al otro, y al otro, con los partisanos de Escipión e Ipseo que seguían exigiendo elecciones consulares inmediatas.
Los templos y los comercios del Foro cerraron sus puertas. Cada día se formaban grandes aglomeraciones para mirar atontadas las chamuscadas ruinas del Senado. Unos lloraban; otros vitoreaban; las peleas y los enfrentamientos verbales eran corrientes. Unos visitantes ponían flores en los escalones. Otros desparramaban las flores y las pisoteaban.
Los asuntos del Estado se estancaron.
La vida continuaba, no obstante. Bethesda envió a sus esclavas al mercado a comprar lo que necesitaba para la comida. Tardaron más de lo normal por tener que dar más vueltas para encontrar lo que buscaban, pero regresaron con los cestos llenos. Belbo fue a buscar un par de sandalias que había mandado reparar y me informó de que el trabajo en la calle de los zapateros seguía más o menos como siempre. La gente se ocupaba de mantener la labor cotidiana para ganarse el sustento y el pan de cada día, pero con una sensación de terrible expectación. Roma tenía el aire aturdido de un hombre que avanza obstinadamente por un camino oscuro y desconocido mientras lanza miradas llenas de inquietud hacia atrás, esperando que algo terrible ocurra.
Eco me visitaba cada día.
– Están los tres locos, si creen que el tipo ese tiene todavía oportunidad de ser elegido cónsul -dijo cuando le conté mi peculiar entrevista con Cicerón, Celio y Milón-. Pero Cicerón tiene razón en una cosa: los clodianos fueron demasiado lejos cuando quemaron el Senado. Perdieron la simpatía de la gente imparcial. El asesinato es un ultraje, pero el fuego espanta a la gente hasta hacerla perder el juicio.
– El fuego es signo de purificación -sugerí.
– Quizás en un funeral, o en un poema. Pero cuando se empieza por quemar edificios, el fuego significa destrucción indiscriminada. Purificar el imperio puede sonar a idea elevada en un discurso, pero no cuando la gente empieza a quemarse. Cuando los reformadores se vuelven violentos, aterrorizan al pueblo.
– Para que los que tengan algo que perder prefieran que las cosas permanezcan como están.
– Ése es uno de los resultados.
– En ese caso, quizás sí le quede a Milón una oportunidad de ser elegido cónsul.
– Jamás. Está involucrado en la muerte de Clodio.
– Acerca de la cual aún no tenemos ningún detalle concreto -dije al tiempo que me frotaba la barbilla, preocupado-. Entonces, tú crees que los votantes harán cónsules a Ipseo y Escipión. Pero ¿la muerte de Clodio no los salpica también a ellos? Tenían el apoyo de Clodio y ahora el pueblo tiene miedo de los clodianos.
– Sí, pero a Ipseo y Escipión se les considera como hombres suyos. No los asociaron con el incendio del Senado.
– Pero aun así, siguen siendo unos provocadores. Mira si no el bloqueo que levantaron en tomo a la casa de Lépido. Seguro que no son más aceptables para la gente imparcial de lo que lo fue Clodio.
Eco me miró con aire circunspecto.
– Si Milón está excluido… y lo están también Ipseo y Escipión…
– ¡No lo digas!
Pero lo hizo:
– El pueblo se volverá hacia Pompeyo.
Pompeyo estaba en la mente de muchas personas aquellos días, incluyendo a su viejo aliado Milón.
El quinto y último día que Lépido fue interrex, un triunvirato de tribunos radicales convocó un contio en el Foro. Asistimos Eco y yo.
Un contio es una asamblea pública al aire libre. Aunque puede dar la impresión de informalidad, es una función del Estado y se rige por unas normas específicas. Sólo personas muy determinadas pueden hablar en un contio, que debe tratar de un asunto concreto. Lo más importante es que sólo determinados funcionarios pueden celebrarlo. Los cónsules pueden hacerlo, por ejemplo. Y también los tribunos.
Roma no tenía cónsules por entonces. Pero contaba con diez tribunos, como era costumbre. Algunos se mantenían muy ocupados.
El funeral de Clodio o, mejor dicho, la reunión que tuvo lugar en el Foro para oír los elogios sobre Clodio y ver quemar su cadáver, había sido un contio, o por lo menos había comenzado como tal. Lo habían convocado los tribunos Pompeyo y Planco. Había visto a estos dos hombres en la casa de Clodio la noche en que fue asesinado, en la antecámara donde los políticos se habían reunido para evaluar el desastre. Al día siguiente, los dos encabezaban la procesión por el Palatino y el Foro. Fueron sus discursos los que inflamaron los ánimos de la multitud. Pompeyo y Planco eran los mismos tribunos que habían obstaculizado el nombramiento de un interrex a principios del nuevo año y, como consecuencia, habían retrasado los comicios en un momento en que Milón se sentía seguro de la victoria.
Acudió una gran multitud al contio el último día que Lépido fue interrex. Cuando Eco llegó a mi casa aquella mañana para anunciarme su intención de asistir, decliné la oferta de acompañarle, al principio. Sería una insensatez salir en semejante momento, argumenté, aunque fuéramos con guardaespaldas. Pero la atracción del Foro era demasiado intensa. Durante cuatro días, excepto el que visité a Cicerón, había permanecido casi por completo en mi casa. Mi inquietud aumentaba. En épocas de crisis o jubileo, hay algo en la sangre de un romano que le empuja inexorablemente a unirse a grandes tropeles de conciudadanos para escuchar los discursos de otros ciudadanos bajo el cielo abierto, donde tanto los hombres como los dioses pueden ver y oír.
Eco insistió en que nos abriéramos paso hacia la parte delantera. Llevábamos puestas las togas, como convenía a la ocasión; los guardaespaldas de Eco iban vestidos con túnicas y mantos. De ahí que a menudo se pueda decir a primera vista, en medio de una multitud variopinta, quién es ciudadano y quién el esclavo que asiste al ciudadano.
Arriba en el estrado, a Planco y Pompeyo se les había unido su colega tribuno Salustio, a quien había oído antes en casa de Clodio argumentar que nadie más que Clodio podía controlar a las masas. Había advertido sobre un baño de sangre. Pero aparentemente se había reconciliado con los esfuerzos agitadores de sus colegas tribunos y había decidido unirse a ellos. Los tres se dirigieron a la muchedumbre no con discursos formales, sino alternándose adelante y atrás, como si mantuvieran entre sí una conversación o un debate y solicitaran la reacción de sus conciudadanos.
No se trataron las circunstancias exactas del incidente ocurrido en la Vía Apia. Yo ya empezaba a encontrar exasperante aquella falta de detalles, pero nadie más entre la multitud parecía darle importancia o ni siquiera parecía advertirlo. Se había dado simplemente por supuesto que Milón y sus secuaces habían asesinado a Clodio a sangre fría. El asunto era qué hacer al respecto. Lo principal, convinieron todos los oradores, era convocar elecciones consulares en seguida. En cuanto Ipseo y Escipión accedieran al cargo, se podría castigar a Milón como correspondiese.
– Pero ¿qué pasa con el rumor de que Milón está preparando un ejército? -gritó alguien entre la multitud.
– Si se propone la insurrección -dijo Salustio-, entonces es aún más importante que se elijan cónsules en seguida, con objeto de organizar una fuerza contra él para la defensa de la ciudad.
– Pero ¿y qué hay de los aliados de Milón que están en la ciudad? -gritó otro-. Dicen que cuenta con un arsenal secreto de todo tipo de armas. Podrían cortarnos el pescuezo mientras dormimos. Podrían incendiar nuestras casas…
– ¡Ja! ¡Vosotros, los incendiarios clodianos, no deberíais hablar de incendios! -dijo otro hombre. Hubo palabras ásperas. Empezó una discusión violenta. Aunque tenía lugar a cierta distancia de nosotros, los guardaespaldas de Eco se pusieron tensos y estrecharon el círculo a nuestro alrededor. Los oradores del estrado hicieron caso omiso de la interrupción.
– El hecho es -dijo Salustio-que Milón está de vuelta en Roma.
La noticia provocó murmullos entre la multitud.
Un hombre situado detrás de mí, lo bastante cerca para que el aliento le oliese a ajo, hizo bocina con las manos.
– ¡Ese puerco sinvergüenza volvió a Roma al día siguiente de asesinar a Clodio! -gritó-. Milón debía de estar en su casa la noche que fuimos a visitarle con nuestras antorchas. No lo voy a saber yo, que me llevé una flecha clavada en el hombro. -El hombre se abrió la toga a la altura de la garganta para presumir de los vendajes.
– ¡Valiente ciudadano! -exclamó Salustio. Levantó los brazos en señal de saludo, lo que provocó una serie de vítores entremezclados con algunos abucheos-. Pero cualquiera que haya sido el paradero de Milón durante los últimos días, nosotros sabemos que está en la ciudad desde ayer, pues fue ayer cuando Milón salió de su escondite para visitar a Pompeyo el Grande en su casa del monte Pincio.
La noticia hizo escapar otro murmullo entre la multitud. En la carrera para cónsul, Pompeyo había dado su bendición a Ipseo, que le había servido en Oriente como oficial. Pero Pompeyo y Milón habían sido una vez aliados, y Pompeyo y Clodio habían sido enemigos a menudo. ¿Podría ser que el Grande se hubiera visto inducido a apoyar el crimen de Milón y a prestar su apoyo al asesino? La implicación de Pompeyo podría mover la balanza de forma concluyente, tanto a favor de Milón como contra él.
Salustio sonrió cuando leyó ansiedad e inseguridad en los rostros de la multitud, prolongando el suspense con su silencio.
– ¡Os alegrará saber -dijo por fin- que Pompeyo el Grande se negó a ver al criminal, lo cual le honra!
El suspense se rompió con un estallido de vítores.
– Y más que eso, envió un mensaje indirecto al sinvergüenza, en el que le pedía cortésmente que se abstuviera de volverle a llamar, para no tener que negarse otra vez a verle. La perversidad de Milón es tan profunda que hasta el Grande teme que pudiera mancharle si llegara a rozarse con él.
El tribuno Planco se adelantó unos pasos. Habló como si enlazara con la conversación de Salustio, pero hizo que sus palabras se oyeran como sólo los oradores expertos saben hacerlo.
– Me imagino que Milón se sentiría muy ofendido por la negativa de Pompeyo.
Me imagino que así fue -convino Salustio-. Sabemos que Milón es un hombre que se ofende fácilmente. ¡Y ya hemos visto lo devastador que puede ser su resentimiento!
Planco simuló una expresión de espanto. Estábamos tan cerca del estrado que pude ver perfectamente lo mal que interpretaba su papel:
– Qué insinúas, Salustio? ¿Imaginas acaso que el propio Pompeyo podría estar… en peligro?
Salustio hizo un encogimiento de hastío, lo suficientemente exagerado para que el gesto pudieran captarlo los espectadores de las últimas filas.
– Hemos visto que el monstruo no se detendrá ante nada para apoderarse del Imperio. Clodio ya ha caído víctima de su apetito sanguinario. Si Pompeyo se interpone en su camino ahora…
Hubo gritos entre la multitud:
– ¡No!
– ¡Nunca!
– ¡Imposible!
– ¡Milón no sería capaz!
– ¿Que no sería capaz? -El tribuno Pompeyo, que se había mantenido apartado, dio unos pasos al frente. Como miembro del clan de Pompeyo, reclamó la total atención de la muchedumbre-. Os diré lo que pienso -dijo-. Fue Milón el que proporcionó un cuerpo para incinerar en el Senado. ¡Y será Milón el que proporcione otro para enterrar en el monte Capitolino! -El significado era claro, pues ¿quién sino Pompeyo podría ser merecedor de un sepulcro en el monte de los templos más sagrados de Roma?
La multitud alzó los puños y comenzó a gritar, inundando a los oradores en el estrado, que parecían demasiado satisfechos para callarse y ceder la palabra al fragor de la multitud. ¿Tramaba Milón matar a Pompeyo? Los tribunos no habían ofrecido siquiera una chispa de evidencia, pero la simple sugestión ponía frenética a la gente.
El Foro semejaba una inmensa fuente de sonido. Chillidos individuales semejaban guijarros que atravesaban la multitud y retumbaban en los bordes. Todo fundido en un estruendo ensordecedor y confuso, hasta que en alguna parte entre la muchedumbre alguien empezó a gritar una consigna, a la que fueron uniéndose cada vez más voces hasta destacarse del griterío: «¡Al trote, al trote! ¡Etrusco el que no vote!». Era el mismo grito que se había repetido durante varios días alrededor de la casa del interrex Marco Lépido.
La multitud empezó a moverse. Cómo se inició el movimiento, nunca lo entendí muy bien. No vi ninguna señal de los tribunos en el estrado. No oí ningún grito del gentío que incitara a nadie a encaminarse a la casa de Lépido. Quizás si hubiera estado observándolo todo desde la azotea de mi casa en lugar de estar en pleno barullo, podría haber visto y comprendido la dinámica de la turba (o tal vez no). Con la misma facilidad se podría comprender la misteriosa armonía de un enjambre de abejas en vuelo.
Sin embargo, sucedió, la multitud se convirtió en chusma, y la chusma se puso en movimiento como un único cuerpo hacia el Palatino. Eco y yo avanzamos con ella un rato, incapaces de separarnos, como restos de un naufragio en la corriente. Me vi vapuleado, manoseado y empujado hacia delante en contra de mi voluntad. Rechiné los dientes y gruñí. Al parecer, la misma experiencia que yo encontraba tan desagradable estimulaba a los que me rodeaban, que reían y daban grititos de excitación como si hubieran empinado demasiado el codo.
Nos abrimos paso a duras penas entre la multitud caminando de lado hasta que llegamos al extremo y pudimos retroceder. Incluso Eco parecía intoxicado por la excitación.
– ¿Qué pasa, papá? -dijo, sonriente, mientras recuperaba el aliento-. ¿No quieres unirte a la marcha hacia la casa del interrex?
– No te hagas el gracioso, Eco. No se sabe lo que puede ocurrir. Yo me vuelvo a casa y tú deberías hacer lo mismo.
Pasé la tarde de aquel día en la azotea, buscando alguna señal de fuego o humo. No vi nada, pero de la parte de la ciudad en que estaba la casa de Lépido me llegó el eco estrepitoso de una especie de batalla.
Un viento penetrante del norte empezó a soplar y atrajo nubes oscuras. Cuando las primeras gotas de lluvia fría me salpicaron la cara, Bethesda apareció en el jardín.
– ¡Baja de ahí! -dijo con los brazos en jarras.
Obedecí. Pero a mitad de la escalera, me quedé como una piedra, como todo lo que había a mi alrededor. Un rayo atravesó el firmamento. Júpiter parpadeó, como dicen los augures. Al deslumbrante relámpago lo siguió un trueno tan estrepitoso que hasta la misma tierra pareció encogerse. La lluvia barrió el jardín. Me apresuré a bajar de la escalera temblando de frío y pedí a Belbo que encendiera el brasero en m despacho.
Aún no había tenido tiempo de calentarme las manos cuando Belbo regresó anunciándome una visita.
– El mismo de antes -dijo-, el hombre de Cicerón.
– ¿Tirón?
Belbo afirmó con un movimiento de cabeza.
– Bueno, pues déjale entrar.
– ¿Qué hago con sus guardaespaldas?
– Pueden quedarse fuera bajo la lluvia.
Momentos después, Tirón entró en la habitación y se quitó la capucha. El pesado manto de lana que llevaba estaba empapado. Se cubrió la boca con la mano y tosió.
– Cicerón no debería mandarte salir en un día de lluvia, Tirón. Debería pensar en tu salud.
– Es sólo un corto paseo. Además, cree que te caigo bien.
– Y que si enviara a otro a buscarme, a lo mejor no conseguiría hacerme salir. Tirón sonrió:
– ¿Vendrás conmigo?
– ¿No deberíamos tú y yo tener primero una charla breve y cortés acerca del tiempo?
– Rayos y truenos -dijo Tirón girando los ojos hacia el cielo-. Augurios y presagios.
– Si crees en esas cosas…
– ¿Acaso no cree todo el mundo en ellas?
– No disimules, Tirón, que no te va. Sólo porque tu amo (tu antiguo amo, quiero decir) pretenda ir con ideas supersticiosas por política…
– Verdaderamente desprecias a Cicerón, ¿verdad? Suspiré.
– Me imagino que no más de lo que desprecio a todos los de su especie.
– ¿Su especie?
– Los políticos.
– No, yo creo que lo desprecias más que a los demás. Porque en algún momento pensaste que era en cierto modo diferente y te decepcionó.
– Quizás.
– Mientras que de los demás únicamente esperabas lo peor, por eso no te decepcionaron nunca.
Me encogí de hombros.
– Pero ¿no han sido sólo tus falsas expectativas las que te han decepcionado, Gordiano? ¿Crees que un hombre puede cruzar una calle llena de barro sin ensuciarse los pies? Cicerón no puede andar por el aire. Nadie puede.
– Cicerón no se limita a cruzar la calle llena de barro, Tirón. Se agacha a cogerlo para arrojárselo a todo el que se cruza en su camino. Saca el pie para poner la zancadilla a los demás y palmotea cuando se dan de narices en el suelo. Luego se lava las manos en la fuente más próxima y alegremente pretende hacemos creer que nunca se ensuciaron.
Tirón me sonrió con desgana:
– Cicerón se cree a veces un modelo de pureza.
– Un modelo de vanidad, diría yo.
– Sí. Bueno, he tratado de bajar el tono en algunas partes de sus discursos. Pero resulta curioso. Puede que la gente diga que la modestia es una virtud, pero respeta al que entona sus propios elogios. Piensan que si es vanidoso, sus razones debe de tener. Y cuando un personaje tan brillante empieza a lanzar barro, prestan atención. Se imaginan que también debe de tener una buena razón para hacerlo.
– No tienes por qué convencerme de que Cicerón sabe manipular al auditorio.
– Gordiano, es una simple cuestión de estilo, no de contenido. Determinados aspectos acerca de Cicerón te cogen a contrapelo. ¿No se te ocurre pensar que a veces estoy cansado de su comportamiento, de pasar tantas horas del día en su compañía? ¡Puede volverme loco! Sin embargo, no he encontrado en mi vida un hombre más admirable y honrado que él. En lo fundamental, Cicerón y tú estáis del mismo lado…
– Tirón, no es necesario que trates de convencerme de que te acompañe. Únicamente he esperado a que hubiera una pausa en nuestra conversación para pedir a Belbo que me trajera el manto. Y mira, aquí está, anticipándose ya a mis necesidades. -Belbo me echó el manto sobre los hombros y yo me enfundé bien dentro de él-. El tiempo ha refrescado mucho.
– Aun así, espero que siga lloviendo -dijo Tirón-. Dificulta los incendios. Evita que las llamas se propaguen. Y bien, ya hemos hablado del tiempo. ¿Podemos irnos?
Encontré a Cicerón en su despacho conversando animadamente con Marco Celio.
Cicerón levantó la mirada y me vio escudriñando la habitación.
– Milón no está aquí -dijo-. Ha regresado a su casa. Una demostración de seguridad en sí mismo. Después de todo, ¿qué tiene que temer Milón en su propia casa, cuando todo el mundo lo adora?
– ¿Tú crees?
– ¿Cómo no iban a hacerlo, después del favor que les ha hecho liberando al mundo de ese canalla repugnante? «Atrapó al tirano con bandas de acero…»
– «Y lo mató con sus propias manos» -dije terminando la cita de Ennio-. Y bien, ¿lo hizo?
– Si hizo ¿qué?
– Si Milón mató a Clodio con sus propias manos. -Recordé las marcas que había visto en la garganta de Clodio. Habían retorcido algo alrededor del cuello antes de que muriera, bien fuera para impedir que se moviera, para ahogarlo o para arrastrarlo.
Cicerón se encogió de hombros.
– No estuve allí para verlo. Pero la idea me gusta. Como su homónimo, el legendario luchador de Crotona, Milón es un tipo fuerte. Supongo que podría apretarle el cuello a un hombre hasta matarlo. ¿Tú qué crees, Celio?
Celio parecía pensativo:
¿Estrangulamiento? Podría hacer que la gente olvidara la sangre…, apartar de sus mentes las heridas abiertas. La idea de que Clodio fuera estrangulado… me gusta. Es más limpio, menos sangriento. Pensar en cuchillos pone a la gente los pelos de punta. El estrangulamiento es más viril, más heroico. Sugiere la idea de matar a un animal con las propias manos. Equipara a Clodio a una bestia salvaje. Es mejor evitar los detalles gráficos, realmente, pero si hemos de discutir el dónde y el cómo reales del asesinato…
– No he venido a escuchar a dos oradores lanzando ideas al aire -dije.
Celio sonrió:
– Pero ¿cómo, si no, podremos ver qué ideas flotan y cuáles se hunden como piedras?
– Podéis hacerlo cuando me haya marchado.
Tirón torció el gesto, desaprobando mi grosería.
– ¿Por qué has aceptado venir, Gordiano? -dijo Cicerón-. Pensé que quizás Tirón te había convertido con su elocuencia.
– ¿Convertirme a mí? Pero ¿no habías dicho que tú y yo estábamos del mismo lado, Cicerón?
– Y lo estamos, lo que pasa es que tú aún no te has dado cuenta. -Entrelazó los dedos detrás de la cabeza y sonrió.
– No seas tan prepotente, Cicerón. Me has pedido que viniera. Aquí estoy. ¿Por qué he venido? Me acerqué al brasero y extendí las manos sobre las llamas-. Porque es una noche fría en Roma y hace frío fuera. Como cualquier otro, anhelo el calor y la luz. Sobre todo la luz. Los motivos que me han hecho venir aquí son totalmente egoístas. Quiero más iluminación por el sendero que piso, cualquier resplandor que me enseñe el camino. El conocimiento es fuego. Arde bien en esta casa. Pero ahora mismo parece desprender mucho más humo que luz.
Cicerón se encogió de hombros con aire benévolo:
– Bueno, entonces, quizás tú puedas arrojar algo de luz para mí, Gordiano.
– Quizás.
– Creo que hoy has ido al contio que se ha celebrado en el Foro. Sí. ¿Cómo lo sabes?
Sacudió la mano como para quitar importancia al asunto.
– Uno ve cosas, oye cosas.
– ¿Cómo?
– Uno tiene ojos y oídos.
– Espías, quieres decir.
Se encogió de hombros.
– Digamos que muy poco de lo que sucede en el Palatino me pasa inadvertido. Pero hay sitios adonde mis ojos y mis oídos no pueden ir. No sin peligro, al menos. No sin que se advierta mi presencia.
– ¿Como por ejemplo un contio convocado por tres tribunos radicales con el fin de excitar a las masas?
– ¿Tres?
– Pompeyo, Planco y Salustio.
– ¿Salustio también? Creí que ya había sentado la cabeza. -Cicerón se daba golpecitos en la barbilla con aire pensativo.
– No es una buena señal -dijo Celio-. Salustio es el cauteloso de los tres. Si ha decidido comenzar a provocar amotinamientos con los otros…
– No incitaba a ningún amotinamiento -dije-. Terminó con una marcha a la casa de Lépido.
– ¿Una marcha? -dijo Cicerón-. ¡Puede que comenzara como tal, pero cuando llegaron allí, ya era un asalto en toda regla! -Se levantó y se puso a dar vueltas por la habitación-. ¿No presenciaste en persona el ataque, Gordiano?
– Claro que no. Me fui a mi casa y atranqué las puertas.
En ese caso, te contaré lo que ocurrió. La chusma subió hasta el Palatino y se unió a sus camaradas en la barricada; una vez todos juntos, se precipitaron hacia la casa de Lépido y derribaron la puerta. Utilizaron los adoquines del empedrado que habían arrancado antes de la calle. Rompieron el pestillo y la tranca la hicieron astillas. Toma nota, Gordiano, la próxima vez que atranques tu puerta de noche y te vayas a dormir pensando que estás a salvo: ninguna casa es segura mientras haya gente decidida a entrar. Lo saquearon todo. Volcaron los bustos de los antepasados de Lépido, aplastaron los muebles, desgarraron los telares protocolarios del vestíbulo (quién se lo iba a decir a las damas patricias, que estaban tejiendo un apacible diseño para el futuro de Roma). Las pobres mujeres salieron corriendo, gritando despavoridas.
»La multitud probablemente intentaba agarrar a Lépido y obligarle a dirigir una especie de farsa electoral allí mismo. Nadie duda de cuáles habrían sido los candidatos elegidos por la chusma, ¿verdad? Ipseo y Escipión, los antiguos aliados de Clodio. ¡Como si tales actos tuvieran alguna legitimidad! ¡Que los dioses ayuden a Roma cuando llegue el día en que los hombres sean elegidos para gobernar un imperio siguiendo el capricho de una masa encolerizada!
»¡Afortunadamente, Milón estaba preparado! -Cicerón se dio golpecitos en el cráneo-. ¡Siempre pensando, siempre vigilante! Milón esperaba que algo parecido ocurriera el último día de Lépido en su cargo de interrex, de modo que se las arregló para tener a sus propios hombres reunidos en un callejón, fuera de la vista de todos. Cuando comenzó el ataque a la casa, se reorganizaron y contraatacaron por la retaguardia. Fue todo un combate y no poca la sangre derramada. Está de más decir que la chusma de Clodio se desperdigó rápidamente y huyó. Su estilo es inútil en una lucha cuerpo a cuerpo. Los hombres de Milón encontraron a Lépido encerrado en un cuarto del piso superior con su esposa y sus hijas, todos listos para cortarse las venas. ¿Te imaginas? Un interrex de Roma estuvo a punto de suicidarse para no dejarse descuartizar por una turba de esclavos y libertos, y las mujeres de su casa estaban dispuestas a morir para que no las violaran semejantes hombres. Ni siquiera en los días más oscuros de la guerra civil hubo tanta vergüenza en la República. Y una vez más fue Milón el que vino a rescatarla. Pero ¿qué ocasión hay de que su previsión y su vigilancia sean reconocidas, y no digamos recompensadas como debiera? Si alguna vez un hombre mereció ser cónsul…
Cicerón parecía hablar con el corazón, sinceramente ultrajado por el ataque a Lépido, sinceramente deslumbrado por el ardor patriótico de su amigo. Pero claro, me recordé a mí mismo, forma parte de su profesión ser capaz de hablar sin aparentar artificio, de modular la entonación sincera, de emocionar a sus oyentes en contra de su voluntad.
Me aclaré la garganta:
– ¿Es cierto lo que dicen acerca de Milón y Pompeyo?
Cicerón frunció el ceño y pareció confuso ante el repentino cambio de tema. Celio alzó una ceja con aire de curiosidad.
– ¿Se ha vuelto Pompeyo un peligro para el Imperio? -pregunté-. ¿Es por eso por lo que Milón piensa en suprimirlo, como se hizo con Clodio… por el bien de Roma? ¿Pretende estrangular a su general con sus propias manos? No es extraño que Pompeyo no le permita entrar en su villa.
Cicerón frunció el entrecejo.
– ¿Ha sido eso lo que se ha dicho hoy en el contio? Afirmé con un gesto.
– Eso fue lo que realmente excitó a la multitud. Dijeron que Milón solicitó audiencia a Pompeyo y que éste se negó a verle. Con ello se daba a entender que Pompeyo temía por su vida, y por buenas razones.
– ¿Qué? -Cicerón estaba horrorizado, o fingía estarlo.
– Cito al tribuno Pompeyo: «Fue Milón el que proporcionó un cuerpo para incinerar en el Senado. Y será Milón el que proporcione otro para enterrar en el monte Capitolino».
– ¡Absurdo! -Ciertamente no parecía haber nada teatral o premeditado en la forma en que Cicerón profirió la palabra-. ¡Los agitadores dirán cualquier cosa y los idiotas les creerán! El auditorio del contio, Gordiano, ¿no te pareció a ti que estaba formado por seguidores escogidos a dedo, atestado de simpatizantes clodianos?
– No especialmente. Hubo voces discrepantes entre la multitud. Era un grupo mixto. Un gran número de personas de todas clases estiban interesadas en oír lo que los tribunos tenían que decir. Yo mismo estuve allí.
– ¿Y aun así la multitud se dejó convencer con semejante disparate?
– Estaba más que convencida, Cicerón, por lo que me has contado acerca del ataque a la casa de Lépido. Entonces, ¿es completamente falso lo que dicen sobre Milón y Pompeyo?
– ¡Por supuesto!
– Bueno, quizás no completamente falso -dijo Marco Celio, enarcando una ceja hacia mí y lanzando una mirada gatuna e imperturbable a su agitado mentor-. Cicerón, Gordiano ha sido muy franco con nosotros. Se merece a cambio nuestra franqueza. El caso es que-Milón intentó visitar a Pompeyo y Pompeyo lo rechazó. Fue un error por parte de Milón, si quieres saber mi opinión. Se sintió obligado a buscar la bendición del Grande: Ya debería saberlo. Pero nuestro Milón es un hombre sencillo, en el sentido virtuoso de la palabra, como lo fueron supuestamente nuestros antepasados. Al haber hecho tantos favores a Pompeyo en el pasado, Milón asumió que el Grande se sentiría obligado a devolvérselos ahora que Milón pasa por grandes apuros. ¡Piensa otra vez! ¿Conque los tribunos radicales sabían lo del rechazo?
Asentí:
– ¿Cómo dijo Salustio? «…Envió un mensaje indirecto al sinvergüenza, en el que le pedía cortésmente que se abstuviera de volverle a llamar, para no tener que negarse otra vez a verle.»
– Siempre has tenido una memoria excelente para las palabras -dijo Cicerón con tranquilidad.
Verdaderamente -dijo Celio-podrías hacer obsoleta la taquigrafía de Tirón. Se volvió a Cicerón-. Pero ¿cómo se enteraron Salustio y los demás del mensaje de Pompeyo? Se mandó en secreto, y a su casa, no a Milón directamente.
– Quizás Pompeyo no fue tan discreto como quiso hacernos creer -dijo Cicerón-. Muy fácil, susurrar la noticia de oído en oído hasta que los tribunos la conocieran. Pompeyo es de momento como todos los demás. Está probando las aguas.
Celio volvió a mí:
– ¿Y qué dicen Salustio y los demás tribunos acerca del subsiguiente intercambio de mensajes entre Milón y Pompeyo?
Negué con un movimiento de cabeza:
– Solamente mencionaron la visita y la negativa de Pompeyo.
– Entonces, tal vez Pompeyo esté siendo discreto, al fin y al cabo -dijo Celio-. ¿Te das cuenta, Gordiano? Milón se quedó trastornado cuando Pompeyo se negó a recibirle. Cuando le llegó el mensaje de Pompeyo declinando cualquier visita posterior, Milón envió a Pompeyo un mensaje de vuelta rogándole que lo reconsiderara y ofreciéndole…
– ¡Celio! -interrumpió Cicerón.
– Deberíamos contarle todo a Gordiano -insistió Celio-. Bueno, pues Milón se ofreció a retirar su candidatura para cónsul si Pompeyo así lo deseaba. «Una palabra tuya, Pompeyo Magno, y por el bien de Roma abandonaré la ambición que tengo de servirla.» Por supuesto, en realidad lo que buscaba era algún estímulo forzado. «No, no, querido compañero, la política me impide recibirte, pero por supuesto que debes presentarte a los comicios.» Pero no fue eso lo que obtuvo.
– ¿Qué dijo Pompeyo?
– El Grande al parecer está muy por encima de la reyerta para molestarse por las insignificantes ambiciones de Milón. Le replicó con una respuesta tajante: «No soy yo el que ha de decir quién puede o no presentarse a las elecciones para un cargo. Nunca soñaría con imponer mi opinión al pueblo romano, que es muy capaz de hacer sus propios juicios de valor sin mis consejos». ¡Frío, frío! Tan frío como la lluvia que está cayendo.
Cicerón cabeceó:
– No fueron favores pequeños los sacrificios que Milón hizo por Pompeyo durante años. Pero ahora que Milón tiene problemas y Clodio ya no es una amenaza, a Pompeyo le falta tiempo para cortar sus ataduras con Milón.
– Aun así, puede que Pompeyo ceda si se le puede hacer ver que es por su propio interés -dijo Celio.
– No podemos contar con eso -dijo Cicerón-. Milón tendrá que moverse sin el apoyo de Pompeyo.
Celio asintió:
– Estoy de acuerdo. Esta noche se propagará la noticia del rescate de Lépido. Eso irá a favor de Milón; Milón defiende el orden y la tradición frente a la chusma ingobernable. Y nosotros no deberíamos subestimar el resentimiento que las personas decentes sienten contra los clodianos por quemar el Senado. Creo que podemos contar con una multitud favorable mañana.
– ¿Mañana? -pregunté.
Celio sonrió:
– Otro contio, esta vez convocado por mí. Procura venir, Gordiano. Les pagaremos con la misma moneda.
– Espero que hables en metáfora.
Celio se echó a reír.
Eco vino temprano a la mañana siguiente para contarme multitud de noticias.
– Papá, ¿sabes lo que ocurrió ayer en la casa de Lépido después del contio?
– Sí.
– Al parecer, todo un combate. Dicen que había sangre por toda la casa de Lépido. Los bustos de sus antepasados quedaron hechos añicos. Pero ahora se le conocerá como el interrex que, hizo frente a la multitud con firmeza. ¡Ya tiene sus cinco días de fama!
– Tuvimos mucha suerte de que la violencia no se desatara en el Foro mientras estábamos entre el gentío. ¿Qué habría pasado si al pequeño ejército de Milón se le hubiera ocurrido aparecer por allí en lugar de quedarse por la casa de Lépido, aguardando para una emboscada? Ya soy viejo, Eco. No puedo correr más deprisa que la multitud.
– Nadie te obligó a que fueras al contio, papá.
Solté un gruñido.
– ¿No te fías de mis nuevos guardaespaldas?
Volví a gruñir:
– Supongo que el comité del Senado elegirá hoy un nuevo interrex.
– Eso es lo que se comenta. Nadie sabe con exactitud dónde se reúnen (probablemente fuera de la ciudad). Han mantenido el sitio en secreto por temor a otro bloqueo o a un combate. El nuevo interrex tendrá autoridad para convocar comicios, pero con tanta inestabilidad parece poco probable que veamos realmente nuevos cónsules durante los próximos cinco días. Ah, y hablando de inestabilidad, hoy habrá otro contio, esta vez…
– Convocado por el tribuno menos radical Marco Celio.
– Sí, y dicen que…
– El mismo Milón puede que hable.
Eco me miró con malicia.
– Papá, estás notablemente informado para ser un hombre que no pone un pie en el Foro a menos que te arrastre yo allí. Algo me dice que has vuelto a hablar con Cicerón. Cuéntamelo todo.
Le di todo lujo de detalles de la visita que había hecho el día anterior a la casa de Cicerón.
Eco sacó sus propias conclusiones:
– Pompeyo se está comportando como un bastardo, ¿verdad?
– Ah, pues no lo sé.
– ¡Vaya traidor! Milón fue su aliado durante años, y ahora… Ah, pero cosas insignificantes como un asesinato pueden agriar hasta las relaciones más sinceras. Si Milón mató a Clodio, ¿hasta dónde llegan las obligaciones de amistad para Pompeyo? Eco me miró con curiosidad.
– ¿Por qué dices «si»?
– ¿A qué te refieres?
– Has dicho «Si Milón mató a Clodio».
– Ah, supongo que lo he dicho…
– Pues no entiendo por qué defiendes a Pompeyo. Esta «cosa insignificante» (este asesinato) parece que únicamente haya reforzado el apoyo de Cicerón a Milón.
– Sí, no se puede criticar la lealtad de Cicerón.
– Supongo que es porque son muy parecidos.
– ¿Cicerón y Milón? -Pensé en Cicerón, delicado en su juventud, dispéptico en la madurez, astuto, calculador, un modelo del gusto y el refinamiento, y después en Milón, que parecía todo lo contrario con su imagen robusta de buey, su fanfarronería y una tosquedad de carácter que ninguna suma de dinero o educación hubiera conseguido suavizar nunca-. ¿Parecidos en qué aspectos, Eco?
– Ambos son los más brillantes de los Hombres Nuevos, ¿o no? ¿No son acaso las estrellas más relucientes del firmamento? O lo serían si Milón consiguiera que lo eligieran cónsul alguna vez.
Eco tenía razón. Cicerón había sido el primero de su familia en obtener una magistratura. Había nacido con dinero y medios, no hay duda, pero ninguno de sus antepasados había ejercido nunca un alto cargo. Al ser elegido cuestor a los treinta años, se había convertido, al decir de las malas lenguas, en un Hombre Nuevo a las puertas del poder. Este hecho por sí solo fue una gran hazaña. Pero el ascenso de Cicerón no había terminado con las magistraturas más bajas; se trazó todo su camino hasta llegar a cónsul. Fue verdaderamente notable. Por regla general, el consulado lo consiguen sólo candidatos que provienen de familias consulares, hombres cuyos antepasados ejercieron el consulado antes que ellos. De este modo la alta nobleza, mediante diversos ardides y trampas, perpetúa su posición social y excluye a los recién llegados. Pero contra todo pronóstico, Cicerón había conseguido el consulado y así fue el primer Hombre Nuevo de su generación en lograrlo.
Milón era también un Hombre Nuevo. Si llegara a cónsul, sería únicamente el segundo Hombre Nuevo vivo en la memoria, después de Cicerón, en conseguirlo.
– Ya entiendo lo que quieres decir, Eco. Supongo que se ven a ellos mismos como los dos únicos miembros de un club muy exclusivo. Se han elevado por encima de su estirpe…
– De manera que ahora pueden mirar a personas como tú y como yo desde una cómoda altura.
– Pero siguen siendo forasteros e intrusos para las viejas familias aristocráticas que nacieron con privilegios y grandes expectativas.
– Como su enemigo común Clodio.
– O Pompeyo -acoté-. O César.
– Entonces, tanto mejor que sean tan diferentes por fuera -dijo Eco-. Así hacen de álter ego del otro.
– ¿Cicerón y Milón? Bueno, Cicerón parece realmente decidido a apoyar a Milón, no importa lo que haya hecho, tanto si gusta a la plebe como si no. Y por lo mismo, tanto si gusta a Pompeyo como si no.
– Pero ¿con qué fin? -preguntó Eco.
En cuanto a mi decisión de acudir al contio de Celio aquel día, no puedo culpar a nadie más que a mí mismo.
El acontecimiento atrajo a muchísima gente (más que la que había asistido al contio de los tribunos radicales el día anterior). La noticia de la lucha en casa de Lépido había inquietado y preocupado aún más a la gente. Como ya he dicho en otra ocasión, en épocas de conflictos los romanos se reúnen por instinto en grupos grandes para escuchar discursos.
Con los guardaespaldas de; Eco ayudando a despejar el camino, conseguimos encontrar un buen sitio delante del estrado de los oradores a pesar de la aglomeración. Advertí la presencia de un grupo de individuos conservadores y pomposos, hombres de posibles asistidos por una amplia comitiva de guardaespaldas y sirvientes, vestidos con togas inmaculadas, tejidas con lana de calidad superior. Eco señaló a un espécimen que andaba cerca.
– Un negociante -dijo.
– Prestamista -comenté simplemente por llevar la contraria.
– ¿Pro-Milón?
– Anti-Clodio, lo más probable. Y seguramente más indignado por el incendio de la basílica Porcia que por la pérdida del Senado.
Eco asintió:
– Probablemente impresionado de que los hombres de Milón salvaran a Marco Lépido.
– Probablemente espera que haya alguien que haga lo mismo por él si alguna vez la plebe ataca su casa.
– Pero ¿es Milón el hombre para él?
– Quizás esté aquí para decidirlo.
Más numerosos entre la multitud que los ricos mercaderes y prestamistas eran los ciudadanos de aspecto modesto, que podrían haber sido vendedores, artesanos o trabajadores libres. Eco señaló con la cabeza a uno de aquellos hombres que estaba cerca, un personaje de aspecto sombrío al que asistía un solo esclavo y que vestía una toga con el borde desgastado.
– Ése tiene cara de tener menos que perder que nuestro amigo el prestamista.
– Y menos con qué empezar. Un incendio en su vivienda podría borrarlo completamente del mapa.
– Al menos, si sucede lo peor, no se morirá de hambre. Siempre habrá el reparto de grano que Clodio estableció. Cabeceé:
– Las personas como él prefieren un gobierno que ponga orden a uno que dé un poco de grano. Anhela estabilidad no menos que nuestro amigo el prestamista.
– Tú crees que por eso está aquí? ¿En busca de la ley y el orden? ¿Por qué no?
– Averigüémoslo. Eco me cogió del brazo y juntos nos abrimos paso entre la multitud suavemente, para consternación de los guardaespaldas de Eco, a los que les resultaba difícil seguirnos-. Ciudadano -dijo Eco-, ¿no te conozco?
El hombre miró a Eco analizándolo:
– No lo creo.
– Sí, estoy casi seguro de que frecuentamos la misma taberna. Sí, hombre, ese sitio pequeño…
– ¿Los Tres Delfines?
– ¡Exacto! Sí, estoy seguro de que hemos hablado antes.
– Puede que sí. -La expresión taciturna del hombre se iluminó un poco.
– Ah, ¿recuerdas que nos reímos un montón una vez…, ya sabes, de ese tipo tan curioso que trabaja allí…?
– ¿Te refieres a Cayo? Sí, es extraño. -El hombre se echó a reír.
– Y claro… Eco gesticuló con las manos para sugerir un voluminoso pecho.
El hombre esbozó una sonrisa torcida y asintió con la cabeza:
– Ah, la hija del viejo. La que, según él, sigue siendo virgen. ¡Ja! Eco me pisó el pie discretamente, como diciendo: «¡El pez ya ha mordido el anzuelo!». Ganarse la confianza de un perfecto desconocido es una de las tretas que Eco aprendió de mí, de la que le encanta presumir delante de su maestro. Vi cómo lanzaba una rápida mirada a las manos del hombre, apreciando las yemas de los dedos agrietadas y las uñas manchadas de rojo.
– ¿Sigues tiñendo telas?
– ¿Qué otra cosa puedo hacer? Lavar y teñir, lavar y teñir. Allá en la calle de los Abatanadores. Todos los días, ahora hará veinte años. ¿No me digas! Eco bajó la voz hasta alcanzar un tono más confidencial-. Y dime, ¿cuánto te han dado?
– ¿Cómo?
– Esta mañana. Ya sabes a lo que me refiero. ¿Cuánto te han dado los hombres de Milón?
El abatanador miró a Eco y luego a mí con cautela.
– No te preocupes -dijo Eco-. Viene conmigo. Es un mudo inofensivo.
Le di una patada discreta en el tobillo. Era una broma privada (en una ocasión había sido Eco el mudo y no yo). Ahora había conseguido eficazmente impedirme que dijera una palabra.
– Conque ¿cuánto te han dado?
– Lo mismo que a todo el mundo, imagino -dijo el abatanador.
– Sí, pero ¿cuánto?
– Bueno, no me gusta decir la suma exacta. Pero bastante. El hombre dio unos golpecitos a una bolsa que llevaba escondida dentro de la toga y produjo un sordo sonido metálico-. Y la firme promesa de que obtendría bastante más si le votaba cuando llegara el momento. ¿Y a ti?
– Cien sestercios -dijo Eco.
– ¡Qué! ¡Cien! ¡A mí sólo me han dado la mitad!
– Ah, pero los cien fueron por los dos. -Eco me enganchó con el pulgar.
El hombre se mostró conforme, apaciguado por la explicación de Eco. Después frunció el ceño:
– Pero si tu amigo es mudo y ni siquiera puede apoyarle a gritos, no parece justo que le pague igual que…
– Ah, pero como puedes ver, cada uno de nosotros tenemos dos esclavos, hombres con potentes pulmones, y tú pareces tener sólo uno.
Aunque mi amigo sea mudo, hacemos cinco voces contra las dos tuyas.
– Bueno, supongo que sí.
– ¿Y qué, ciudadano? ¿Qué opinas de todo esto? -Con un gesto amplio, Eco señaló el Foro y por extensión la crisis que sacudía a Roma.
El abatanador se encogió de hombros.
– Como siempre, sólo que peor. Salvo que ahora han pasado del asesinato moral al asesinato directo. Tendríamos suerte si se mataran todos de una vez, de arriba abajo. ¡Que se eliminen entre ellos! Pero ya sabes lo que pasa cuando los grandes personajes empiezan a caer: caen encima de nosotros los sencillos y nos aplastan.
Eco asintió con expresión circunspecta:
– Entonces, no eres ningún seguidor particularmente entusiasta de Milón.
– ¡Bah! -El hombre curvó el labio con desdén-. Oh, seguramente es mejor que algunos otros, si no, yo no estaría aquí. No podrían pagarme lo bastante para que acudiera a una asamblea convocada por los clodianos. El tal Clodio era peor que una bestia en celo. Jodiendo a su propia hermana! Y dicen que cuando era un chaval se vendía a los ricos vejestorios. Ya conoces la cantinela… «Para llegar alto, les dejó hacer, para luego hacérselo él con su hermana.» Y…
– Pero ¿qué hay del reparto de grano?
De repente, el hombre se sulfuró:
– ¡Simplemente otro plan para hacerse más poderoso! Sí, Clodio comenzó a repartir grano… y ¿a quién encargaron de guardar las listas de los ciudadanos que podían ser elegidos? ¡A Sexto Cloelio! Exacto, el matón número uno de Clodio, el que incendió con una antorcha el Se-, nado. ¡Todos llegan a ser igual de corruptos! No me hables de repartos de grano. ¡Es todo un timo!
– ¿Un timo? -dijo Eco.
– Pues claro. Debes de saber cómo funciona. Acláramelo.
– De acuerdo: Sexto Cloelio propone a un hombre que liberte a la mitad de los esclavos a su servicio. Los esclavos se convierten en libertos, pero ¿adónde van a ir? Continúan trabajando para su antiguo amo, siguen viviendo en su casa. Pero como libertos pueden entrar en el reparto de grano, de manera que su amo ya no gene que alimentarlos (ya lo hace el Estado). A fin de no perder tajada, Sexto Cloelio alista a sus nuevos libertos en la banda clodiana para haces cundir el pánico de noche por las calles y exhibirse en las asambleas con objeto de aterrorizar a la oposición. Y llegan a votar, también. ¡El reparto de grano! Clodio nos hizo pasar todo el sucio asunto como un gran favor que había hecho a los romanos de a pie, personas como yo, proporcionándonos un-: manera de alimentarnos en tiempos difíciles. Pero fue tan sólo una manera de conseguirse votantes y matones (y alimentarlos a expensas del gobierno). Mira, nací ciudadano y me da rabia ver que la cuadrilla de ex esclavos de Clodio tiene los mismos privilegios que yo. ¡Menudo conspirador estaba hecho el tal Clodio, hasta el último momento! Dicen que estaba maquinando nuevos planes para dar aún más poder a los libertos. Si se hubiera salido con la suya, habría derrocado al gobierno y colocado a sus cuadrillas al frente de todo. En seguida habríamos tenido al rey Clodio cortando cabezas a diestro y siniestro y a un puñado de ex esclavos intimidando a los demás. Estamos mucho mejor con él muerto, no cabe duda. Milón hizo algo bueno. No me importa venir a gritar algunas palabras de aliento para él.
– Y si además pone un poco de alegría en tu bolsa… -añadió Eco.
– ¿Por qué no?
– Sí, ¿por qué no? Bien, ya hablaré contigo más tarde, ciudadano. Quizás nos volvamos a ver en Los Tres Patos.
– Los Tres Delfines? -preguntó el abatanador.
¡Eso! -Eco sonrió y se retiró cogiéndome del brazo-. Y bien, papá, ¿tenía razón acerca del tipo ese?
– Al contrario, Eco, yo tenía razón. Precisamente como yo especulaba, nuestro amigo el abatanador ha venido hoy para apoyar la ley y el orden.
¡Eso sí que no! Papá, al hombre lo sobornaron para que viniera, probablemente como a las tres cuartas partes o más del resto de la multitud. Sabía que había visto a algunos de los lugartenientes de Milón repartiendo dinero cuando pasaba esta mañana temprano por el Foro, camino de tu casa. Supongo que deberíamos sentirnos ofendidos porque no nos han ofrecido nada.
– Los distribuidores de sobornos ya deben de conocernos, Eco.
– Supongo que es eso. Esta pequeña reunión le está costando a Milón una buena cantidad.
– Sí, pero sigo teniendo razón.
– ¿Sobre qué?
– Sobre el motivo de que nuestro amigo el abatanador esté aquí. Busca el imperio de la ley y el orden.
– Además de un soborno -añadió Eco.
– Además de un soborno -admití.
Celio y Milón no tardaron en llegar rodeados por una numerosa comitiva. Mientras trataban de abrirse paso entre la multitud, la gente estiraba el cuello para poder ver de cerca a Milón y, cuando lo vieron, muchos comenzaron a vitorearle. Su excitación parecía auténtica, y ¿por qué no? Para bien o para mal, Milón era el hombre del momento y aquélla era su primera aparición en público desde el incidente de la Vía Apia. Todas las miradas estaban puestas en él. Todos los oídos anhelaban oírle hablar.
Con o sin soborno, Milón tenía muchos seguidores. Había estado haciendo campaña para alcanzar el consulado durante mucho tiempo y, en un esfuerzo por obtener otro apoyo que el de los Optimates, se había gastado una fortuna en juegos extravagantes y espectáculos. Roma adora a los políticos que saben organizar representaciones. A algunos magistrados se les exige que programen funciones para diversas fiestas anuales, cuyos gastos corran de su cuenta, como parte de sus deberes oficiales durante el año. Otros preparan funciones como ciudadanos, con carácter privado, a manera de juegos funerales. Sea cual fuere el pretexto, todo político que ascienda al rango de la magistratura está obligado a superar a sus rivales en proporcionar las carreras, las comedias y los combates entre los gladiadores más memorables. La práctica tiene tan buena acogida que nadie parece advertir que proporcionar diversiones públicas de alto presupuesto es exactamente igual a una especie de soborno electoral, como poner monedas directamente en las bolsas de los votantes. Hoy en día, la gente parece haber perdido la voluntad para poner objeciones incluso a eso.
Marco Celio subió al estrado y llamó al orden a la asamblea.
Celio había sido instruido para la oratoria desde niño por Cicerón y por el difunto Marco Craso. Fue el discípulo más destacado. Había llegado a dominar los desafíos formales de construir un discurso, del mismo modo que las habilidades técnicas de modular la voz y proyectarla a grandes distancias, pero más notablemente, durante años había desarrollado un estilo maliciosamente sarcástico que estableció el tono para toda su generación. Cuando oradores más veteranos que se esfuerzan por conseguir nuevos efectos intentaban emular ese estilo, el resultado era a menudo vocinglero y chillón, pero nunca era así cuando el propio Celio lo practicaba. Ahí radicaba su genialidad, en que era capaz de irradiar el mismo encanto en espacios multitudinarios que en recintos más reducidos, pero sin el irónico menosprecio que se sentía en su inmediata presencia. Era capaz de pronunciar las más perversas insinuaciones y los ditirambos más obscenos ante el público sin que pareciera vengativo o vulgar. Por el contrario, parecía simplemente listo e ingenioso, y muy sincero, lo que le daba un extraordinario poder como orador.
Celio no estaba realmente en su elemento representando el papel de tribuno agitador de masas en un contio. Le iban más los tribunales, especialmente cuando él era el acusador, pues entonces podía verter su ácido sobre una víctima propiciatoria ante un auditorio de jurados cultos, hombres instruidos como él mismo, que apreciaban el juego de palabras rápido y retorcido. Con todo, Celio inició el contio exhibiendo el aplomo por el que era tan conocido, la clase de aplomo que no podía fingirse.
– ¡Queridos ciudadanos de Roma! Hoy veis junto a mí en el estrado a un hombre que todos conocéis: Tito Anio Milón. Su nombre ha estado últimamente en boca de todos. Os habéis ido a dormir por las noches pensando en él, preguntándoos qué clase de hombre era Milón. Os habéis despertado por la mañana preguntándoos dónde podría estar. Y a todas horas del día os habéis hecho la misma pregunta, que incluso ahora os estaréis haciendo: ¿Cuándo se acabará toda esta locura?
»Pues bien, estamos aquí para obtener algunas respuestas. No mañana, no en ninguna otra parte, sino aquí y ahora. En primer lugar, no os preguntéis más dónde está Milón; está aquí mismo delante de vosotros, con la cabeza alta, exponiéndose con orgullo en el corazón de la ciudad a la que ha servido durante tanto tiempo y con tanta fidelidad. Puede que hayáis oído rumores absurdos de que Milón había abandonado Roma para siempre y que no regresaría jamás. Sí, veo que algunos de vosotros asentís con la cabeza; conocéis los rumores. ¡Ridículo! Pensad en lo que amáis más que nada en este mundo. ¿Dejaríais que os apartaran de ello u os obligaran a abandonarlo por cualquier motivo? ¡No! No, aunque tuvierais que morir antes. Incluso -bajó la voz- aunque tuvierais que matar. Así ama a Roma Milón. Nunca la abandonará.
»Lo que nos lleva a la primera pregunta: ¿Qué clase de persona es Milón, cuál es su carácter? Es algo que puede que decidáis vosotros solos, cuando hayáis tenido la ocasión de oírle hablar. Sí, el propio Milón os hablará hoy. Las normas le permiten hablar y, como él mismo es el tema de esta asamblea y yo el tribuno que la ha convocado, le pido que hable. Y digo que se lo pido porque Milón no ha venido aquí por gusto. ¡Oh, no! He tenido que arrastrarlo hasta aquí contra su voluntad. ¿Acaso creéis que quería dejar la seguridad de su casa para andar por una ciudad donde los chiflados organizan revueltas reclamando a gritos su muerte? Milón es extremadamente valiente pero no es idiota. No, ha venido únicamente porque le insistí en que viniera, únicamente porque yo, como tribuno vuestro, se lo pedí.
»Lo que nos lleva a la tercera pregunta, que pesa como una losa sobre todos nosotros, que llena nuestras cabezas como el hedor de las ruinas humeantes del Senado allá a lo lejos: ¿Cuándo se acabará toda esta locura? No hasta que se haga algo sobre la muerte de Clodio, me temo. No hasta que todo el desagradable incidente quede claro y descanse en paz, del mismo modo que el espíritu del mismo Clodio descansó en paz supuestamente cuando sus amigos le prendieron fuego como un haz de leña en la Curia. ¿Cómo murió Clodio y por qué?, y ¿quién lo mató? Los amigos de Clodio denuncian que fue atacado intencionadamente y matado sin ningún motivo. Señalan a Milón con dedo acusador. Lo llaman asesino. Insinúan que intenta volver a matar y que la próxima vez su víctima será un hombre mucho más venerado, mucho más grande de lo que nunca llegó a ser Clodio.
»Entonces sometamos a juicio a Tito Anio Milón. ¡Sí! Aquí mismo, ahora mismo, procesémosle por asesinato. No un juicio como el que celebran los magistrados, con jurados elegidos entre el Senado y las órdenes superiores. Sois vosotros, el pueblo, ciudadanos de Roma, los que más habéis padecido el caos de los últimos días y por eso traigo el asunto directamente a vosotros, el pueblo, y sinceramente solicito vuestra sentencia. Os dais cuenta de que no he venido a elogiar a Mitón; ¡he venido para juzgarle! Y si llegarais a la conclusión de que es un asesino depravado, que trama más asesinatos, entonces dejémosle marchar nosotros mismos. ¡Sí! Dejemos que desaparezca, enviémosle al exilio y hagamos reales los rumores malintencionados. ¡Echemos a Mitón del corazón de la ciudad que ama al interior del desierto!
Esto último provocó gritos dispersos de indignación entre la multitud, como si la idea de Mitón en el exilio les ofendiera. Me di cuenta de que nuestro amigo el abatanador estaba entre los primeros en alzar la voz de protesta. En seguida se unió a él un exaltado coro de disidentes. Alguien había hecho un trabajo completo de siembra entre la multitud. Pero advertí que el hombre al que yo había considerado un prestamista protestaba también a gritos e incitaba con gestos a los de su comitiva a que alzaran las voces de protesta; seguramente, un hombre de posibles como aquél no había sido comprado por cincuenta sestercios.
Celio levantó las manos pidiendo silencio y puso expresión de espanto:
– ¡Ciudadanos, conteneos, por favor! Amáis a Mitón del mismo modo que Milón ama a Roma; lo comprendo. Aun así, se le debe citar para que responda de sus actos. Se le ha de juzgar y nosotros debemos ser sensatos cuando demos nuestro veredicto. No más vítores ni abucheos, os lo ruego. Esto no es un mitin de candidatos; es una asamblea convocada en un momento de extrema urgencia, una consulta solemne sobre un asunto que ha paralizado nuestra ciudad con incendios y desórdenes. De lo que hagamos hoy aquí se hablará por las siete colinas y allende las murallas de la ciudad. Los que no hayan podido venir hoy aquí, lo mismo grandes que pequeños, tomarán nota de vuestra sentencia. ¡Recordadlo!
Eco me dijo al oído:
– ¿Otra referencia a Pompeyo?
Celio se hizo a un lado del estrado:
– Milón, adelántate.
Orgulloso y con la cabeza bien estirada (así lo había descrito Celio). Ciertamente, no tenía los andares huidizos ni la mirada evasiva del hombre atormentado por la culpa. Avanzó sin vacilar y con aire grandioso, casi jactancioso, de seguridad en sí mismo. La toga le sentaba mucho mejor que la que había llevado en casa de Cicerón, adornada y recogida para dar un mejor aspecto a su cuerpo bajo y achaparrado. La barbilla, generalmente sombreada por la barba, se veía tan pálida que me preguntaba si no se habría aplicado alguna especie de cosmético.
En un juicio real se habría esperado que apareciera con la toga más harapienta y anduviera arrastrando los pies como un viejo, con el pelo revuelto y la barba desaliñada; el jurado espera que el acusado despierte su compasión. Estaba claro que Mitón no iba a pasar por ello. Exhibirse en un juicio, aunque fuera una pantomima, pareciendo más un orgulloso candidato que un acusado lleno de preocupación era más un acto de puro desafío. A la multitud de partidarios le encantaba. A pesar de las advertencias de Celio, un hurra aparentemente espontáneo resonó en el Foro. Los labios de Milón se retorcieron en una sonrisa afectada y elevó la barbilla unos grados más.
Celio se puso serio y levantó los brazos reclamando silencio.
– Ciudadanos, ¿he de recordaros a qué hemos venido? Prosigamos. Dejemos que Tito Anio Mitón dé cuenta de sus actos.
Celio retrocedió para dejar que Milón recorriera el estrado de un extremo a otro; Mitón pertenecía a la escuela de oradores que balancean los brazos, lo que requería un amplio escenario; en muchos aspectos era el opuesto a Celio. Su fuerte no era el pequeño chiste que luego en el discurso se convierte en hilaridad, o el elegante eufemismo que oculta una daga afilada. Milón representaba lo que Cicerón en una ocasión había ridiculizado en broma como la escuela del yugo y el martillo de la oratoria: «Martillea cada rincón de tu casa con un pesado martillo, ata las metáforas con un yugo y llévalas a vender al mercado».
Pero no todos los oradores pueden ser Cicerón o Celio; cada orador ha de encontrar su propio estilo, y el ardor tenaz que raya en el desafío impasible era el estilo que le sentaba bien a Mitón. Aquella mañana, paseando de un lado a otro del estrado, agitando los brazos, parecía completamente sincero, aunque yo sabía que cada palabra, cada gesto suyo habían sido cuidadosamente ensayados en el despacho de Cicerón.
– ¡Compatriotas de esta amada ciudad! Mi amigo Marco Celio tiene razón; la locura que nos amenaza a todos no se disipará hasta que no se conozcan las verdaderas circunstancias que rodearon la muerte de Publio Clodio. No sé lo que habéis oído sobre su muerte; sólo puedo imaginarme los terribles rumores que han ido corriendo por ahí y las maliciosas difamaciones que se han lanzado contra mí y contra mis leales servidores, que valientemente arriesgaron sus vidas para salvar la mía.
»No soy de los que hacen bonitos discursos. Seré breve e iré al grano. Sólo puedo deciros lo que sé.
»Hace nueve días abandoné Roma saliendo en un corto viaje por la Vía Apia. Puede que algunos de vosotros sepáis que ejerzo un cargo en mi ciudad, Lanuvio. El año pasado, mis conciudadanos lanuvinos me eligieron "dictador" (una manera original de llamar al magistrado jefe). El cargo no exige demasiado, pero de cuando en cuando tengo que regresar a casa para cumplir con mis obligaciones. Aquél era uno de esos momentos. Me habían requerido para que nombrara a un flamen para el culto local de Juno, que debe dirigir la festividad el próximo mes. El patronato de Juno en Lanuvio se remonta a épocas remotas, antes de que los lanuvinos fueran conquistados por Roma. Su festividad es el día más grande del año en Lanuvio. Tradicionalmente asisten los cónsules romanos. Por eso tengo intención de regresar a Lanuvio el próximo mes en calidad de tal, ¡porque habrá elecciones y yo seré elegido cónsul!
Hubo un estallido de vítores. Milón esperó a que cesara.
– Aquella mañana asistía a una reunión regular del Senado, que se levantó a la hora cuarta del día. Me fui a casa para ponerme la ropa de viaje. Mi esposa iba a acompañarme. Habría preferido salir en seguida (el viaje a Lanuvio es de unas quince millas, un viaje fácil de un solo día si se empieza lo bastante temprano). Pero con todos los preparativos de último momento de mi esposa (¿no ocurre siempre con las esposas?), no salimos de Roma hasta bien pasado el mediodía. Para su comodidad, viajábamos en un carruaje abierto, envueltos en pesados mantos. Me habría gustado viajar más ligero, pero mi esposa insistió en traer consigo a sus sirvientas y a los niños, de manera que acabamos siendo una larga comitiva.
»Como todos sabéis, la Vía Apia se dirige al sur y es recta como el vuelo de una flecha y plana como una mesa. Hasta las cercanías del monte Albano no hay curvas en el camino, y a partir de ahí empieza a subir un poco. En aquella zona hay algunas mansiones. Pompeyo posee una villa en el bosque, no muy lejos de la carretera. También la tenía Publio Clodio. ¡Ojalá me hubiera acordado de ello y hubiera sido más precavido!
»Clodio debía de conocer mis planes de ir a Lanuvio aquel día (no era ningún secreto). Quizás también sabía que me acompañaría mi esposa y sus sirvientes, y que un séquito tan pacífico retrasaría nuestra marcha. Tengo entendido que tan sólo unos días antes Clodio había dicho en público y sin rodeos que tenía la intención de matarme en cuestión de días. "¡No podemos quitarle el consulado a Milón pero sí la vida!" Eso fue lo que dijo y aquél fue el día que pretendió llevar a cabo su amenaza, en aquel solitario tramo de la Vía Apia.
»Más tarde me enteré de que Clodio se había marchado de Roma (súbitamente y en silencio) el día anterior. Para estar preparado, a la espera de que yo apareciera. Debía de tener apostados a lo largo de todo el camino observadores que corrían hasta él para hacerle saber que me acercaba. Eligió un sitio en el que la elevación del terreno le daba ventaja. Allí iba yo, en un carruaje con todas las mujeres y sirvientes y allí estaba Clodio con su tropa de expertos matones a caballo, ocultos tras los árboles de la carretera, al acecho.
»La emboscada tuvo lugar aproximadamente a la hora undécima del día. El sol ya empezaba a declinar por debajo de los árboles más altos. En seguida llegó el ataque: confusión, gritos, sangre. Si hubiera podido sobrevolar la zona como un pájaro, quizás ahora podría contaros con exactitud lo que allí sucedió. Para mí, sentado en el carruaje con mi esposa, todo comenzó en un abrir y cerrar de ojos. De repente aparecieron en la carretera hombres armados obstruyendo el paso. Mi conductor les gritó. Se precipitaron sobre él, lo tiraron del carruaje y lo apuñalaron ante mis propios ojos. Me quité el manto, cogí la espada y salté del vehículo. ¡Por Hércules, los gritos de mi esposa aún resuenan en mis oídos! Los hombres que habían matado al conductor fueron a por mí, pero aquellos tipos, en el fondo, eran cobardes. ¡Ante un simple balanceo de mi espada, huyeron como conejos!
Cuando Milón remedó la acción con amplios golpes en el aire, no fue difícil imaginarse a los hombres huyendo de él.
– Me di cuenta entonces de que había más hombres atacando a la comitiva que iba detrás de mí. En medio del desconcierto, distinguí al propio Clodio a horcajadas sobre el caballo. Se giró y vio a mi querida Fausta. La oyó gritar, pero a mí no me vio porque el carruaje le impedía la visión. Sin embargo, debió de ver mi manto arrugado y creyó que yo seguía en el carruaje con Fausta, desplomado, muerto… porque gritó a sus acompañantes: «¡Ya lo tenemos! ¡Milón está muerto! ¡Muerto al fin!».
»Dejad que os diga, ciudadanos, que resulta extraño oír a otro hombre anunciando tu muerte con alegría. Mis guardaespaldas, que estaban a la retaguardia, trataban de abrirse paso a estocada limpia para llegar hasta el carruaje a ayudarme, cuando oyeron a Clodio solazarse con mi muerte. ¿Se les puede culpar por lo que sucedió después? Lucharon para defenderse, sí, pero también porque estaban furiosos, porque creyeron que su amo había sido asesinado y su señora se hallaba en grave peligro. En medio de la refriega, se abalanzaron sobre el propio Clodio y cuando la lucha terminó, Clodio estaba muerto. Yo no ordené su muerte. Ocurrió sin mi conocimiento y sin estar yo presente. ¿Acaso son culpables mis esclavos? ¡No! Hicieron exactamente lo que cualquier hombre habría deseado que sus propios esclavos hicieran en la misma situación. ¿Tengo o no razón?
Un rugido aquiescente se elevó entre la multitud. Observé que el prestamista estaba especialmente entusiasmado.
Milón parecía sacar fuerzas de la multitud. Continuó vociferando por encima del griterío. Las venas del cuello se le hinchaban y se le enrojecía la cara.
– ¡Si Clodio hubiera conseguido su objetivo en la emboscada, sería yo el que estaría muerto ahora! -Se golpeó el pecho repetidas veces con el dedo índice, con fuerza suficiente para hacerse un morado-. Sería a Clodio a quien todo el mundo señalaría. Todos acusarían a Clodio de asesinato y dirían que Clodio es una amenaza para… -Milón se contuvo. No habría estado bien mencionar el nombre del Grande-. ¡Pero Clodio fracasó! ¡Clodio perdió! Pagó el precio de su maldad. ¡Fue la causa de su propia muerte y no pienso hacerme responsable de ella!
Estas últimas palabras provocaron vítores aún más ensordecedores. Milón se alzó de puntillas con los puños apretados a los costados y gritó con fuerza para que le oyeran. Tenía unos pulmones notablemente poderosos.
– ¡No me arrepiento de nada! ¡No me disculpo por nada! Y me niego a pronunciar palabras huecas de consuelo a su viuda o a sus hijos y por supuesto a su infame hermana. Su muerte ha sido el mayor regalo que los dioses podían ofrecer a Roma. ¡Si le hubiera estrangulado con mis propias manos, no me avergonzaría confesarlo! ¡Si le hubiera matado a sangre fría, cogido por sorpresa y apuñalado por la espalda, aún estaría orgulloso del acto!
Celio avanzó precipitadamente con el rostro tenso. Me incliné hacia Eco:
– ¡Creo que Milón se ha salido del guión!
Celio levantó la mano izquierda demandando silencio. Con la mano derecha, sujetó el hombro de Milón. Cesando éste intentó quitárselo de encima, Celio aumentó la presión hasta que Milón hizo un gesto de dolor y le lanzó una mirada furibunda.
La multitud hizo caso omiso de la señal de silencio. Se pusieron a cantar como si estuvieran en un mitin electoral. Diferentes cánticos comenzaron a la vez. El resultado era ensordecedor. El abatanador se unió a los que recitaban el viejo coro de aleluyas sobre Clodio y su hermana:
Clodio hacía de muchacha
cuando todavía era un niño.
Clodia hizo luego del hombre
su consolador íntimo.
La cantinela no cesaba de oírse una y otra vez, con risas intercaladas y cada vez más fuerza para competir con otros cánticos que habían iniciado el prestamista y su séquito:
¡El reparto del grano
fue la mierda que Clodio
nos soltó por el ano!
¡Cipotes grandes y pequeños,
por el culo de Clodio
van desapareciendo!
Arriba, en el estrado, Milón soltó la carcajada. La cara adquirió un tono apoplético del rojo. Rió con tanta intensidad que acabó llorando. Me dio la impresión de alguien que ha estado soportando una postura mortificante durante horas, en la que cada tendón de su cuerpo se hubiera estirado hasta torturarle, y que, de repente, no pudiera soportar aquella posición por más tiempo. Se agitó con tantas convulsiones que parecía mantenerse en pie a duras penas.
Celio desistió de querer acallar a la multitud. Su expresión era de perplejidad, vagamente preocupada, como diciendo: «No era esto exactamente lo que pretendía, pero supongo que servirá…».
Me giré hacia Eco, curioso por ver la reacción de mi inconmovible hijo, pero se había convertido al mutismo, tan confundido como lo estaba yo. Ridiculizar a los muertos es burlarse de los dioses. Había algo aterrador en la súbita e incontenible hilaridad de la plebe, la sensación vertiginosa de balancearse al borde de un oscuro precipicio.
La estridente cantinela prosiguió, pero repentinamente se adhirió a ella un ruido más parecido a un chillido que a una carcajada. Un temblor palpable e invisible se dejó sentir entre la muchedumbre, un estremecimiento de ansiedad. Las cabezas se volvían, consternadas, tratando de descubrir el origen. Un murmullo de aprensión fue seguido rápidamente por una ola de terror.
¿Cómo había descrito Milón la emboscada en la Vía Apia? «Confusión, gritos, sangre… Si hubiera podido sobrevolar la zona como un pájaro, quizás ahora podría contaros con exactitud lo que allí sucedió…, pero todo comenzó en un abrir y cerrar de ojos…»
Así ocurrió en el Foro aquel día, cuando los clodianos cayeron sobre el contio de Celio y Milón con sus relucientes espadas como un ejército vengativo.
Nunca he sido militar, pero las batallas no me son del todo desconocidas. El año en que Cicerón fue cónsul, yo estaba con mi hijo Metón, que luchaba al lado de Catilina en la batalla de Pistoia. Yo portaba una espada y veía a los romanos matándose unos a otros.
He visto batallas. Sé cómo son, cómo suenan, cómo huelen. Lo que ocurrió aquel día en el Foro no fue nada parecido a una batalla. Fue una matanza.
Durante la matanza no tuve tiempo de pensar en nada más que en escapar. Sólo después estuve en condiciones de considerar con exactitud lo ocurrido.
Unos decían que el ataque de los clodianos fue espontáneo, incitado por las informaciones que Celio y Milón andaban divulgando en el contio. Enfurecidos por la acusación de que Clodio había organizado una emboscada, sus doloridos seguidores decidieron enseñar a la muchedumbre reunida en el contio cómo era exactamente una emboscada. Otros aducían que el ataque fue premeditado, del mismo modo que fue premeditada la emboscada de Clodio en la Vía Apia, y que los clodianos habían estado esperando únicamente a que apareciera Milón y a la primera asamblea de sus partidarios para lanzarse al asalto.
Premeditado o no, el ataque estuvo bien organizado. Los clodianos llegaron armados hasta los dientes. No trataron de ocultar sus armas. Portaban espadas cortas, dagas y garrotes. Unos acarreaban sacos de piedras. Otros llevaban antorchas. Parecía que llegaran de todas partes al mismo tiempo. La aterrorizada multitud se contrajo de manera que al principio existía el gran peligro tanto de ser aplastado o pisoteado por los amigos como de ser abierto en canal o matado a garrote limpio por los enemigos.
Por supuesto, a pesar de que la ley prohibe portar armas dentro del recinto amurallado de la ciudad, muchos de los reunidos en el contio iban armados en secreto o tenían guardaespaldas armados, muchos de los cuales (sobre todo los que formaban parte de la banda regular de Milón) tenían tanta experiencia en las luchas callejeras como los clodianos, por lo que el combate no era del todo desigual. Pero los clodianos tenían la ventaja estratégica de la sorpresa y la ventaja táctica de tener rodeada a la muchedumbre. Puede que también tuvieran una ventaja numérica considerable (eso fue lo que los contusionados y vencidos partidarios de Milón manifestarían después, pero dudo que en aquel momento nadie se molestara en contar las cabezas).
Los partidarios de Milón también denunciarían después que la fuerza atacante se componía en su gran mayoría de esclavos. Los lugartenientes de Clodio, manifestaban, comandaban ejércitos enteros de esclavos y antiguos esclavos que les debían lealtad gracias a las radicales innovaciones de Clodio, como el reparto del grano. Ese fue el verdadero crimen de aquel día, decía la gente de Milón, que los esclavos y los ex esclavos hubieran interrumpido una pública y pacífica asamblea de ciudadanos que se ocupaba de asuntos de Estado. ¿En qué se había convertido la República cuando semejante populacho de bajo origen gobernaba las calles?
Pero, como ya digo, todas estas consideraciones venían como ideas tardías. En aquel momento gobernaba el pánico.
Eco y yo presentimos el peligro a la vez, aunque todavía no había nada que ver. Intentó coger mi brazo, yo intenté coger el suyo. Sus guardaespaldas giraron hacia fuera en un círculo e intentaron coger las dagas que llevaban ocultas en las túnicas.
Eco acercó la boca a mi oído:
– Ocurra lo que ocurra, papá, quédate cerca de mí.
Más fácil decirlo que hacerlo, pensé, cuando los cuerpos se apretujan y se ven arrastrados a un lado y otro, como los eslabones de una cadena sometidos a la prueba del herrero. Verse apresado en tales multitudes debe de dar la misma impresión que ahogarse en aguas agitadas. Un mar de cuerpos es algo sólido y angustioso que te oprime mientras lucha como tú para seguir vivo.
El ruido se hizo ensordecedor: juramentos, maldiciones, chillidos, gruñidos, agudos quejidos repentinos, sonidos guturales de asfixia. El abatanador apareció a mi lado de repente con su esclavo. Iba vociferando, a nadie en particular:
– ¡Sabía que esto sucedería! ¡Lo sabía!
Súbitamente se abrió un espacio entre la muchedumbre cerca de allí, como un desgarrón en un trozo de tela. Los clodianos se abrieron paso. Hombres de mirada salvaje con los puñales en alto se precipitaron contra mí. Tenían los labios contraídos y los dientes apretados. Aullaban como perros.
Los guardaespaldas de Eco parecían haberse esfumado junto con Eco. La aterrorizada multitud estaba a mis espaldas como un muro sólido; no podía fundirme con ella como tampoco me es posible fundirme con la piedra.
– ¡Ese de ahí! -gritó uno de los atacantes apuntando con su cuchillo-. ¡Coged al bastardo! -Se precipitó sobre mí.
Me preparé, venciendo el impulso que sentí de dar media vuelta y salir por pies. Me he jurado a mí mismo que nunca acabaría como esos cadáveres encontrados con heridas en la espalda. Me quedé mirando fijamente a la cara del hombre tratando de mirarle a los ojos, pero aquella mirada salvaje estaba fija en algo que había detrás de mí. Pasó de largo dando un viraje, con el cuchillo a un dedo de distancia de mi oreja silbando una nota escalofriante. Sus amigos le seguían y me apartaron de un empujón. Por el rabillo del ojo distinguí brillantes dagas elevarse en el aire una tras otra, como aves cuellilargas estirando los cuellos al cielo.
Me metí entre la multitud que huía, tratando de fundirme de nuevo en el anonimato, tratando de no mirar. Un impulso aún mayor me obligó a mirar atrás.
Las dagas subían y bajaban sin cesar y chocaban con otras dagas. Torrentes de sangre brotaban disparados como chorros que se hielan en el frío aire. En medio del tumulto vi al hombre que había tomado por prestamista, el mismo al que los clodianos habían atacado. Habían abierto una brecha en el grupo de guardaespaldas y los habían reducido a la mínima expresión. Los esclavos que cayeron mientras lo defendían estaban desplomados a su alrededor, con los cuerpos ensangrentados aprisionándole las piernas, impidiéndole así la huida. Los clodianos lo rodearon como buitres, con los cuchillos como picos que no cesan de picotear. Lo apuñalaron una y otra vez. Mientras se doblaba y se retorcía, sin que un sonido saliera de su boca entreabierta, manos avariciosas intentaban arrancar el collar de plata que llevaba al cuello y sacarle la bolsa de monedas que portaba dentro de la toga.
Los agresores volvieron a rodearle por un instante y después prosiguieron su camino como un torbellino. Por algún milagro, el prestamista permanecía erguido, con los ojos y la boca abiertos de par en par por el asombro y la toga cubierta de sangre. De repente, uno de los asaltantes dio la vuelta precipitadamente y con rapidez y destreza, como un esclavo sumiso que se preocupa por el equipo de su amo, cogió la mano del hombre y, sigilosamente, le quitó del dedo el sello dorado.
El ladrón podía haber acabado ahí, pero al haber regresado para terminar el asunto, decidió dar el último golpe. Se deslizó por detrás del estupefacto prestamista y levantó el puñal bien alto sujetándolo con ambas manos. Me encogí y me preparé como si el golpe fuera dirigido a mí.
Pero nunca lo vi caer. Una mano fuerte me agarró del hombro y me hizo girar en redondo. Me di de morros con un joven musculoso de ojos centelleantes y mandíbula amenazadora. Por la parte inferior, mi ojo vislumbró el destello del acero y en seguida supe que sujetaba un puñal.
En diversas ocasiones me he enfrentado a la perspectiva de una muerte inminente en mis casi sesenta años. Parece provocarme siempre la misma serie de pensamientos. «Idiota -pienso siempre, porque parece que semejantes situaciones podrían haberse evitado de alguna manera o por lo menos aplazado-, idiota, por fin estás en las últimas. Los dioses han perdido interés por la insignificante historia de tu vida. Ya no les diviertes. Ahora te apagarás como la llama de una lámpara que se extingue…»
Siempre ocurre lo mismo: los nombres de mis seres queridos resuenan en mi cabeza. Oigo el sonido acariciador de la voz de mi padre, que llevo sin oír muchísimos años. Y a veces, en tales ocasiones, veo el rostro de mi madre, que murió cuando era yo muy joven y que de otra manera no soy capaz de evocar con claridad. Lo recordé nítidamente en aquel momento y tuve que darle la razón a mi padre cuando me hablaba, como a menudo hacía, de lo hermosa que era…
Pero claro, una parte de mí sabía que aún no me había llegado la hora y lo comprendí de inmediato cuando el joven gigante, con voz ronca y desesperada, me dijo:
– ¡Gracias a Júpiter que te he encontrado! ¡El amo está furioso! ¡Vamos!
El individuo era uno de los guardaespaldas de Eco, por supuesto. Con lo trastornado que estaba, no lo había reconocido.
Eco se había escondido detrás de un templo cercano, en donde un cobertizo adosado a un muro posterior ofrecía cierto grado de ocultación. Allí podían vernos desde dos lados diferentes, ya que el cobertizo estaba abierto por ambos extremos, pero al menos estaríamos más protegidos que permaneciendo al aire libre.
– ¡Papá! ¡Gracias a los dioses que Davo te ha encontrado!
– Olvídate de los dioses. ¡Agradéceselo a Davo! -Le dirigí una sonrisa al robusto joven, que me devolvió una mueca burlona-. Y ahora, ¿qué?
Eco echó una mirada al exterior con aire taciturno. No había nada ni nadie que pudiera verse, salvo paredes vacías que devolvían el eco de la chusma amotinada.
– Supongo que podríamos quedarnos aquí. No es un mal sitio para hacer una parada, aunque nadie sabe con lo que podríamos tropezar.
– ¿Y si nos escapáramos?
– No es mala idea. ¿A tu casa o a la mía?
– La mía está más cerca -dije-. Pero tendríamos que atravesar el Foro y me imagino que hay más posibilidades de que la revuelta se extienda hacia la casa de Milón. -Sentí un escalofrío al pensar en mi esposa y mi hija solas en la casa, con una puerta atrancada y Belbo como única protección.
– Entonces, ¿a mi casa, papá?
– No, he de regresar con Bethesda y Diana.
Eco asintió con la cabeza. El alboroto del motín parecía aumentar, aunque podría tratarse de un efecto acústico. De repente surgieron dos figuras por la esquina del templo. Nos agachamos entre las sombras.
Por lo sencillo de sus túnicas, parecían esclavos. Doblaron la esquina con tanta rapidez que tropezaron y estuvieron a punto de caerse. El más alto vio el cobertizo y apuntó hacia él:
– ¡Allí! ¡Podríamos escondernos allí!
El más bajo y rechoncho vio el cobertizo y se precipitó hacia él quitando de en medio a su acompañante de un empujón. Eran casi como esclavos cómicos sacados de una obra de Plauto, excepto que en una obra estarían huyendo de una paliza de su amo y no de una revuelta sangrienta.
– ¡Por las pelotas de Júpiter! -dijo el más alto, que se daba prisa para alcanzar al otro-. ¡No tenías por qué empujarme, Milón!
– ¡Ni tú gritar mi nombre a los cuatro vientos, idiota! Vamos, antes de que alguien nos vea.
Milón ya estaba dentro del cobertizo antes de darse cuenta de que estaba ocupado. Lo primero que vio fueron cuatro dagas apuntándole cuando los guardaespaldas de Eco avanzaron. Celio, que venía detrás, chocó con él y lo empujó hacia delante. Las cejas de Milón subieron vertiginosamente y descubrió los dientes con una mueca cuando se tropezó con la daga más próxima y a punto estuvo de atravesarse él solo. Celio, que vislumbró el acero, reculó rápidamente y miró dentro del cobertizo con ojos bien abiertos.
– ¡Retiraos! -dijo Eco dirigiéndose a los guardaespaldas-. Estos dos no nos harán daño.
Milón examinó apresuradamente los rostros que se le encaraban y se detuvo en el mío.
– ¿Gordiano? ¿Eres tú? ¿El hombre de Cicerón?
– Gordiano, sí, pero el hombre de Cicerón, no. Y tú eres Milón, aunque nadie lo diría al verte. ¿Dónde has dejado la toga?
– ¿Bromeas? La chusma va detrás de cualquiera que lleve toga. Son todos un hatajo de esclavos asesinos y ladrones, que matan y roban a todo ciudadano que se les cruce en el camino. Me deshice de la toga a la primera oportunidad que tuve. Gracias a Júpiter, llevaba debajo esta túnica.
– También te has deshecho del anillo de ciudadanía -dije mirando el dedo desnudo.
– Sí, bueno…
– Veo que Marco Celio ha seguido tu ejemplo. -Sacudí la cabeza. Dos de los hombres más poderosos de Roma estaban disfrazados de esclavas y comportándose como tales. Repentinamente sentí ganas de reír.
Perdona. Es la tensión del momento. -Pero se me volvió a escapar la risa y no tardaron en unirse a mí no sólo Eco, sino también los esclavos de Eco. Incluso Celio, siempre dispuesto a ver el lado absurdo en cualquier situación, se reía a mandíbula batiente-. Y ¿dónde está tu séquito, tus guardaespaldas? -pregunté.
– Exterminados. Dispersos. ¿Quién sabe? -dijo Milón. -Supongo que ésos no serán -dije mientras se desvanecía toda la risa de mi voz. Un grupo de hombres esgrimiendo puñales acababa de aparecer por la esquina.
– ¡Oh, por las pelotas de Júpiter! -gruñó Celio. Milón y él se abrieron paso a codazos por el cobertizo y salieron huyendo por el otro lado. Yo proseguí con Eco y sus guardaespaldas cubriendo la retaguardia. Detrás de nosotros, oí el entrechocar del acero y me volví para ver a uno de los perseguidores tambalearse y caer agarrándose el pecho en el punto en que Davo lo había herido. A la vista de uno de los suyos derramando sangre, los bandidos se desanimaron y se echaron para atrás.
Celio y Milón habían desaparecido. Nos encontramos al borde de la revuelta, en medio de los cuerpos desparramados de heridos y muertos. Los adoquines del empedrado estaban resbaladizos por la sangre. La entrada del templo de Cástor y Pólux arrojaba humo. En la puerta de al lado, encima de la casa de las vírgenes vestales, la Virgo Máxima y sus sacerdotisas se habían reunido en la azotea y observaban la escena con expresiones de indignación y espanto.
– ¡Vamos! ¡Por aquí! -dije señalando el pasadizo pavimentado entre los dos edificios. Nos llevaba a la parte baja del monte Palatino y a la Rampa. Otros ya iban por delante de nosotros, huyendo por la larga pendiente como refugiados de una ciudad saqueada. Creí distinguir a lo lejos, a la cabeza del pelotón, a Celio y Milón corriendo a un ritmo suicida mientras apartaban a la gente de su camino repartiendo golpes a diestro y siniestro.
Yo me había quedado totalmente sin aliento antes de alcanzar la parte alta de la Rampa. Eco se dio cuenta de mi congoja e hizo una señal a sus guardaespaldas para que me echaran una mano. Me agarraron por los brazos y prácticamente me llevaron en volandas los últimos pasos. Atravesamos la calle a toda velocidad en dirección a mi casa.
De repente, delante de nosotros, de una de las casas de mis vecinos salieron corriendo a la calle un grupo de hombres armados. El cabecilla acarreaba un puñado de joyas: collares de perlas y cadenas de plata colgaban de sus sucios dedos. En la otra mano sujetaba un puñal que goteaba sangre. La puerta que había a sus espaldas había sido desquiciada a golpes.
– ¡Eh, vosotros! -nos gritaron. Aunque estaba a cierta distancia de nosotros, le olí el aliento a vino y a ajo. El ajo para la fuerza, un viejo truco de gladiador, el vino para reforzar el coraje. Tenía la cara colorada y los ojos de un frío azul-. ¿Lo habéis visto?
– ¿A quién? -Hice gestos a los guardaespaldas para que evitaran al grupo pero siguieran avanzando.
– ¡A Milón, claro está! Estamos buscándole de casa en casa. Cuando lo encontremos lo crucificaremos por matar a Clodio.
– ¡Buscáis a Milón! -dijo Eco. Miraba el puñado de joyas robadas; el tono sarcástico de su voz me dio miedo.
El ladrón alzó la mano y la agitó.
– ¿Qué, esto? ¿Quién ha dicho que la justicia debería ser gratuita, eh? Merecemos que nos paguen, ¿o no? Tanto como estos ricachones se merecen sus cosas preciosas. -Puso una cara tan espantosa que creí qué se nos iba a echar encima con el puñal. En vez de eso, nos tiró el puñado de joyas a los pies. La plata tintineó al chocar contra los adoquines del pavimento y la hilera de perlas se deshizo. Baratijas rosas y blancas rebotaban por doquier como bolas de granizo. Los hombres que aguardaban a sus espaldas vociferaban y maldecían-. ¿A quién le importa? -gritó-. Habrá muchísimas más en el sitio de donde proceden. -Se dio media vuelta y se alejó con su pandilla de alborotadores calle abajo, hacia la siguiente casa.
Me empezó a latir con fuerza el corazón. Si se encaminaban en dirección opuesta, eso quería decir que ya habían estado en mi casa…
Sentí que la cabeza se me iba. Empecé a ver chiribitas. Cuando me enfrentaba a la posibilidad de mi propia muerte, una parte de mí siempre reaccionaba con escéptica resignación. Pero cuando afrontaba la posibilidad de que algo terrible pudiera ocurrirles a Bethesda y a Diana, sentía un terror irresistible.
Eco lo comprendió. Me agarró la mano y la estrujó. Mientras nos íbamos acercando a la casa, busqué señales de fuego o humo y no vi nada. Divisé las dobles puertas de la entrada. Estaban abiertas de par en par. Habían roto el cerrojo. Lo mismo habían hecho con la tranca, que yacía en el umbral partida en dos.
Entré en el vestíbulo, que parecía muy oscuro después de la luz de la calle. 'Al precipitarme hacia delante, tropecé con algo grande y sólido. Eco y Davo me ayudaron a levantarme.
– Papá -dijo Eco.
Seguí avanzando a toda prisa:
– ¡Bethesda! ¡Diana!
Nadie respondió. Corrí de habitación en habitación, sólo vagamente consciente de que Eco y sus hombres seguían detrás de mí. Habían volcado sillas y triclinios. Los armarios yacían ladeados con las puertas abiertas.
En mi dormitorio habían desgarrado el lecho insensatamente y habían sacado el relleno a puñados. Un charco de algo oscuro y resbaladizo brillaba en el suelo delante de la cómoda de Bethesda. ¿Sangre? Me estremecí a punto de llorar y luego me di cuenta de que era sólo ungüento de un frasco roto que había caído al suelo.
No había nadie en las cocinas, ni en los cuartos de los esclavos. ¿Dónde estaban?
Fui corriendo a la habitación de Diana. La puerta del ropero estaba abierta y sus ropas desparramadas por el suelo. La cajita de plata donde guardaba sus pocas joyas había desaparecido. Grité su nombre. No hubo respuesta.
Fui hasta mi despacho. Los archivadores estaban vacíos. Habían sacado todos los rollos de papiro de sus casillas, probablemente en busca de objetos de valor escondidos. Al no encontrar nada, habían dejado intactos por lo menos mis rollos de papiro y mis útiles de escritura. ¿De qué les iba a servir a los ladrones? Todo yacía amontonado en el suelo, desperdigado pero no estropeado, los rollos de papiro seguían bien enrollados y atados con cintas.
Me llegó una ráfaga de aire que apestaba. Arrugué la nariz y seguí el olor hasta el rincón de la habitación. Alguien había defecado en el suelo y se había limpiado con un trozo de pergamino. Cogí con cuidado el recorte por una punta para ver qué era y leí unos versos:
Padre, ¡cuánta maldad se cierne ahora sobre nosotros!
Lloro aún más por ti que por los muertos.
¡Pobre Antígona! ¡Pobre Eurípides!
Pasé del despacho al jardín, que está en el centro de la casa. La estatua de bronce de Minerva, que había heredado de mi querido amigo Lucio Claudio junto con la casa, que había sido su orgullo y mi gozo, que había provocado la envidia del propio Cicerón, había sido arrancada de su pedestal. ¿Acaso creyeron que encontrarían alguna cámara secreta debajo con tesoros dentro o actuaron por el puro y desenfrenado afán de destruir? El bronce tendría que haber sobrevivido a la caída, pero debía de tener algún defecto oculto en la fundición de la pieza. La virgen diosa de la sabiduría yacía partida en dos.
¡Papá!
– ¿Sí, Eco? ¿Las has encontrado?
– No, papá. Ni a Bethesda ni a Diana. Pero en el vestíbulo…, deberías venir a verlo por ti mismo.
– ¡Ver qué!
Antes de que pudiera responder, una voz procedente del cielo nos llamaba a los dos por nuestros nombres. Levanté la mirada y vi a Diana que asomaba por el borde del tejado. Sentí un nudo en la garganta y casi me eché a llorar de alivio.
– ¡Diana! ¡Oh, Diana! Pero ¿qué… cómo te has subido ahí arriba?
– Con la escalera, claro está. Después de subir, tiramos de ella hasta arriba. Luego nos mantuvimos fuera de la vista y permanecimos callados. Los ladrones no se enteraron de que estábamos aquí.
– ¿Tú madre también?
– Sí. ¡No ha tenido ningún miedo de subir por la escalera! Los esclavos también están aquí. Fue idea mía.
– Y muy brillante, por cierto. -Se me inundaron los ojos de lágrimas hasta que Diana se hizo borrosa.
¡Y mira, papá! Hasta se me ocurrió salvar mi joyero. -Lo sostenía orgullosamente.
– Sí, estupendo. Ahora ve a por tu madre -dije impaciente por ver con mis propios ojos que Bethesda estaba sana y salva-. Dile a Belbo que venga también.
Eco me habló quedamente al oído:
– Papá, ven al vestíbulo.
– ¿Qué?
– ¡Que vengas! Me cogió del brazo y me condujo hasta allí.
Cuando entré corriendo en la casa, había tropezado con algo grande y pesado. Había tropezado con un cuerpo. Los hombres de Eco lo habían puesto boca arriba y lo habían llevado hasta la luz.
La cara de Belbo, generalmente tan bovina y sumisa, se había quedado congelada en una mueca de fiera determinación. En la mano derecha tenía agarrada una daga ensangrentada. La parte delantera de su túnica pálida tenía grandes manchas rojas.
Había muerto inmediatamente detrás de la puerta desvencijada, defendiendo la brecha, luchando por mantenerlos fuera. Su daga daba testimonio de que al menos había infligido una herida, pero él había recibido muchas más.
Las lágrimas que había estado reprimiendo, las que había soltado por el alivio de ver a Diana, llegaban ahora en un torrente cegador. El hombre alegre y sencillo que durante veinticinco años había sido mi leal acompañante y el protector de mis seres queridos, que me había salvado la vida en más de una ocasión, que siempre había parecido estar iluminado en su interior por una llama constante que nada podía extinguir, yacía sin vida a mis pies. Belbo estaba muerto.