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Los saqueos e incendios continuaron durante días.
Roma era un caos absoluto. Los incendios estallaban o eran deliberadamente provocados por toda la ciudad. Una nebulosa de humo se instaló en el interior de los valles, entre las colinas. Grupos de esclavos y de libertos contratados, con las ropas y las caras manchadas de hollín, corrían de un barullo a otro.
Yo oía a las mujeres gritar en la noche, gritos roncos pidiendo ayuda, el sonido metálico del acero contra el acero. Había rumores brutales de toda suerte de ultrajes: violaciones, asesinatos, secuestros, niños atrapados en sus casas y quemados vivos, hombres colgados boca abajo en las esquinas de las calles, matados a garrotazos y dejados allí como trofeos.
Un día después de que mataran a Belbo, Eco y yo desafiamos las calles para llevar su cuerpo al cementerio que había fuera del recinto amurallado. Dos de los esclavos a mi servicio tiraban del carro que llevaba su cadáver. Los guardaespaldas de Eco escoltaban nuestro cortejo. Aunque pasamos junto a numerosas bandas de saqueadores, nadie nos molestó. Estaban demasiado ocupados en robar a los vivos para molestarse por los muertos.
En el bosquecillo de Libitina inscribimos a Belbo en el registro de los fallecidos. Los hornos crematorios estaban muy ocupados aquel día. Belbo fue incinerado junto a muchos otros en una pira ardiente y sus cenizas llevadas a una tumba común. Parecía un final demasiado insignificante para una vida tan enérgica.
Eco y yo discutimos si mi familia debía ir a su casa o la suya venir a la mía para unir nuestras defensas. Al final decidimos dejar sus esclavos domésticos en la casa del monte Esquilino para que guardaran el recinto, pero trasladar a Menenia y a los mellizos a mi casa que, una vez reparada y reforzada la puerta, era indiscutiblemente más defendible. El Palatino era peligroso, pero había habido numerosos incendios y otras atrocidades también en el Esquilino, y abajo en la Subura no había nada que recordara el orden. Además, mi casa ya había sido atacada. No había razón para que los mismos saqueadores volvieran por segunda vez.
Como acostumbra a suceder en tales circunstancias, el ambiente de crisis prestaba en efecto una reconfortante solidaridad en la vida doméstica. Bethesda, Menenia y Diana trabajaban todas juntas, encargándose de reparar los muebles dañados, haciendo listas de lo que necesitaba reemplazarse, encontrando el modo de alimentar a toda la casa cuando la mayoría de los mercados estaban totalmente cerrados y el resto abiertos sólo unas pocas horas al día. Los gemelos, Tito y Titania, que sospechaban la gravedad de la situación, se morían por ayudar y se comportaban con una madurez excesiva para sus siete años. Me sentía más seguro en compañía de Davo y de los demás guardaespaldas y era estupendo tener a Eco a mi lado. Pero la propia casa saqueada era un recuerdo permanente de nuestra vulnerabilidad. Siempre que pasaba por el jardín, veía a Minerva rota en el suelo. Siempre que pasaba por el vestíbulo, recordaba a Belbo tal y como lo habíamos encontrado. Sentía profundamente su ausencia. A veces lo llamaba en voz alta antes de detenerme. Lo había tenido a mi lado todos los días durante tanto tiempo que había llegado a dar por hecho que estaría siempre junto a mí, como el aire; y como el aire, cuando ya no lo tenía me di cuenta de lo mucho que lo había necesitado.
Un interrex daba paso al siguiente, y al siguiente, y seguía sin haber elecciones, o siquiera perspectiva de elecciones. ¿Cómo podría haberlas en medio de semejante caos? Día tras día y hora tras hora, el sentimiento de que Roma necesitaba un dictador parecía ir en aumento. De cuando en cuando se mencionaba el nombre de César. Más a menudo, y con mayor vehemencia, era Pompeyo el invocado, como si el nombre del Grande fuera algún encantamiento mágico que pudiera tornar las cosas del derecho.
Cada día me levantaba pensando que podría volver a tener noticias de Cicerón, pero no hubo más llamadas de Tirón, ninguna reunión apresurada con Milón y Celio. Casi deseaba que Cicerón me hiciera llamar, de este modo podría tener alguna idea de lo que él y su círculo estaban tramando en medio del desorden.
Fue otro el que acudió a mí en su lugar.
Era una mañana fría y brillante de febrero. Eco había ido a su casa para comprobar algunos asuntos, de manera que estaba solo en mi despacho. A pesar del frío, había abierto los postigos para que entrara algo de sol y un poco de aire fresco. Quizás los numerosos incendios provocados por toda la ciudad habían sido por fin sofocados; sólo olía un débil tufo a humo. Davo entró en el despacho para decir que una litera acompañada por un tren de esclavos había acampado delante de la puerta principal y que uno de los esclavos tenía un mensaje para mí.
– ¿Una litera?
– Sí. Un vehículo muy grande. Tiene…
– Rayas rojas y blancas -dije por un golpe de intuición.
¡Caramba, sí! -Alzó las cejas y me recordó a Belbo; no pude evitar una punzada de tristeza. El joven Davo no se parecía en nada a él; era moreno y considerablemente mucho más guapo de lo que había llegado a ser nunca Belbo, pero tenía el mismo tamaño y el mismo aspecto bovino. Arrugó la frente-. Parece conocida.
– ¿Podría ser la misma litera que vimos llegar a la casa de Clodio la noche de su muerte?
– Creo que sí.
– Entiendo. ¿Y dices que hay un esclavo con un mensaje para mí? Déjale entrar.
El hombre era el típico sirviente de Clodia, joven e impecablemente arreglado, con una figura impresionante y un cuello musculoso. Habría sabido quién lo enviaba aunque Davo no me hubiera hablado de la litera, pues había rastros del perfume de Clodia en sus ropas. No había olvidado aquel aroma a nardos y al costoso aceite de azahar. Debía de ser favorito entre los esclavos para tener tan impregnado el olor de su ama.
Su actitud pedante me confirmó su posición. Husmeaba y curioseaba por todo el despacho como si estuviera pensando en comprar la casa y no simplemente en entregar un mensaje.
– Bueno -dije por fin-, ¿y qué quiere Clodia de mí, joven?
Me lanzó una mirada como diciendo: «No me lo puedo ni imaginar» y luego sonrió.
– Solicita el placer de tu compañía en su litera.
– ¿En su litera? Pero ¿cómo? ¿Espera que ande por las calles en una litera, en un momento como éste, con todo lo que está sucediendo?
– Si es tu seguridad lo que te inquieta, no te preocupes. ¿En dónde podrías estar más seguro?
«Ciertamente, aquí no», parecía estar sugiriéndome mirando por encima de mi hombro y por los postigos abiertos a la destrozada Minerva en el jardín. Y probablemente tenía razón. Eran los clodianos los amotinados; todos conocían la litera de Clodia; no se les ocurriría atacar a la hermana de su ídolo. Además, su séquito incluiría probablemente algunos de los gladiadores más grandes y violentos de la ciudad. Efectivamente, en qué otro sitio podría estar más seguro que atravesando en volandas el Palatino en la litera de Clodia (a no ser que, claro está, tropezáramos con una cuadrilla de Milón buscando camorra…).
Por otra parte, teniendo en cuenta las circunstancias -(anarquía en las calles, bandas rivales que hacen virtual la guerra civil, una dictadura perfilándose, un futuro incierto), probablemente no era una buena idea asociarse con Clodia en aquel momento. Seguramente Eco me habría aconsejado en contra, pero Eco no estaba allí y yo estaba hartó de esconderme en mi casa y de representar el papel del espectador pasivo en una ciudad que giraba descontrolada. Mientras Cicerón me había ofrecido toda su confianza, por muy sospechosas que fueran las circunstancias, me había sentido como si hubiera tenido acceso a un conocimiento especial. El privilegio de saber más que otros hombres me tranquilizaba; me daba la sensación de control y poder, tanto si era real como si no. Ahora me sentía aislado, a la deriva, más inquieto que si deliberadamente estuviera exponiéndome a un peligro que al menos comprendía. Un encuentro con Clodia prometía un atisbo de información privilegiada. No me podía resistir.
La ocasión de volver a estar cerca de Clodia no tenía nada que ver, me decía a mí mismo. La oportunidad de reclinarme junto a ella en la litera, envuelto en el aura de su perfume, lo bastante cerca para sentir el calor de su cuerpo…
– Davo, di a tu ama que me han llamado y que he tenido que salir a hacer un pequeño recado. Espero no estar mucho tiempo fuera, pero si tardo, enviaré a un mensajero.
– ¿Vas a salir, amo?
– Sí.
– Debería ir contigo.
– No serás muy necesario -dijo el esclavo de Clodia, dirigiéndole a Davo una mirada despectiva. Supongo que Davo le parecía un enclenque comparado con los pelirrojos gigantes de Clodia.
– Sospecho que el chico tiene razón, Davo. Preferiría que te quedaras aquí para cuidar de la casa.
Seguí al esclavo por el vestíbulo, hasta la calle. Bajo el tibio sol, el toldo de rayas rojas y blancas de la litera era deslumbrante. El aire apenas se movía con un ligero asomo de brisa, pero la tela era tan delicada que las líneas ondeaban y se rozaban unas con otras como temblorosas serpientes. Los pelirrojos gladiadores que rodeaban la litera se pasaron la señal. Uno de los porteadores corrió para colocar un bloque de madera delante de la entrada a la litera, para que sirviera de escalón. Antes de que pudiera hacerlo yo mismo, las cortinas se descorrieron desde el interior. La esclava que las abrió se hizo a un lado y movió la cabeza hacia el sitio que me tenían reservado, próximo a su ama, pero todo lo que vi fueron los ojos de Clodia. Sus célebres ojos: Catulo, en uno de sus poemas de amor, había dicho que relucían como esmeraldas; Cicerón, en el discurso que había estado a punto de destruirla, había dicho que los ojos de Clodia destellaban como chispas de una cuchilla afilada. Sus ojos podían seducir, o escandalizar; sus ojos podían también llorar. En aquel momento brillaban por las lágrimas. Me preguntaba si había dejado de llorar desde que murió su hermano.
Giró el rostro hacia otro lado. En cualquier otra circunstancia podría haber pensado que aquel movimiento estaba calculado para exhibir el impresionante contorno de su frente y la línea de la nariz. El cabello oscuro resplandeciente le colgaba suelto por el luto. Su túnica era negra al igual que los cojines que la rodeaban. La oscuridad del rincón parecía absorberla por completo, salvo el rostro y el cuello, que eran de un blanco cremoso y refulgente.
Me deslicé dentro de la litera junto a ella. Intentó cogerme la mano; aún seguía mirando hacia otro lado:
– Gracias por venir, Gordiano. Tenía miedo de que no lo hicieras.
– ¿Por qué, por temor a las calles?
– Por temor a tu esposa alejandrina. -Sus labios se distendieron en una sonrisa muy sincera.
– ¿Adónde vamos?
– A la casa de Clodio. -La sonrisa se tornó rígida-. O a la casa de Fulvia, supongo que debería decir.
– ¿Para qué?
– Has de recordar que, cuando te invité a entrar en la casa la noche en que él murió, tuve la premonición de que podría necesitarte, tarde o temprano. Tenía razón. Es Fulvia la que te necesita.
– ¿Es eso cierto? Me parece recordar que tu cuñada estaba menos que contenta con mi presencia en el velatorio.
Las cosas cambian. Te enterarás de que Fulvia no es sino una mujer práctica. Resulta que tú eres el hombre que ella necesita ahora mismo.
– ¿Para hacer qué?
– Ya te lo explicará ella misma. Pero lo que yo te pido es lo siguiente: todo lo que descubras sobre la muerte de mi hermano, dímelo, por favor. -Volvió a poner sus ojos en mí y me estrujó la mano-. Ya sé que tú crees en la verdad, Gordiano. Sé lo mucho que te importa. También me importa a mí. Si pudiera saber con seguridad cómo murió Clodio, quién lo mató y por qué, quizás pudiera dejar de llorar por fin.
Consiguió esbozar otra débil sonrisa y me soltó la mano.
– Hemos llegado.
– ¿Ya? -El paseo en litera había ido tan suave que ni siquiera me había dado cuenta de que nos movíamos.
– Te esperaré aquí hasta que estés listo para marchar y luego te llevaré a casa.
La esclava descorrió las cortinas por mí. El bloque de madera ya aguardaba fuera a que diera el paso. El gran antepatio de la casa de Clodio estaba desierto, a excepción de algunos hombres que vigilaban los jardines y la verja. Uno de los gladiadores de Clodia me acompañó al subir las escalinatas. Las inmensas puertas se abrieron hacia dentro como si una ráfaga de viento divino me precediera.
Un esclavo me acompañó por pasillos y galerías y por un tramo de escaleras que llevaba a un cuarto que no había visto nunca. Se hallaba en una esquina de la casa, con ventanales abiertos que dominaban una vista de los tejados del Palatino y de los grandes templos del monte Capitolino, al otro lado. Las paredes estaban coloreadas de una aguada verde brillante y decorada con bordes blancos y azules que formaban un dibujo geométrico griego. Era una habitación alegre y luminosa, espaciosa y brillante.
Vi a Sempronia en primer lugar. Estaba sentada en una silla cerca de los ventanales, envuelta en una manta roja para resguardarse del frío. Su largo cabello gris seguía suelto por el luto, pero recogido con una horquilla en la nuca y colgaba recto por la espalda hasta tocar el suelo. La mirada que me lanzó fue casi tan fría como el aire de la calle.
Fulvia avanzó hasta colocarse delante de las ventanas. La luz que entraba a raudales era tan brillante que sólo distinguí una silueta alta y esbelta. A medida que se iba aproximando, el velo de sombra que había caído sobre sus rasgos lentamente se desvaneció. Era como la recordaba, menos atractiva que Clodia pero impresionante en su propio estilo, más joven y con un toque de sagacidad profunda en la mirada. Se sentó en una silla junto a su madre. Como no quedaban más sillas en la estancia, permanecí de pie.
Fulvia me evaluaba con la mirada:
– Clodia dice que eres muy inteligente. Supongo que ella sabrá lo que dice.
Me encogí de hombros, no seguro de si responder al cumplido o a la insinuación.
– Tengo entendido que últimamente has hecho algunas visitas a Cicerón. -Me clavó la mirada.
– No durante los últimos días.
– Pero después del asesinato de mi marido.
– Sí, en un par de ocasiones. ¿Cómo lo sabías?
– Digamos simplemente que he heredado los ojos y los oídos de mi marido.
Y sus ademanes calculados también, pensé. Iba toda de negro, por supuesto, pero no vi ninguna otra señal de luto. Los accesos de histerismo que tuvo delante de la multitud reunida en el antepatio aquella noche, ¿habían sido pura exhibición o era realmente una liberación sincera de la angustia que sentía? Ciertamente, parecía controlarse en ese momento. Clodia era más como la viuda doliente, pensé, y Fulvia como la heredera impasible, no desperdiciando ninguna lágrima cuando tomó el manto de su esposo.
– Estás tratando de adivinar mis pensamientos -dijo-. No te molestes, que yo no trataré de adivinar los tuyos. Los tratos que tengas con Cicerón son asunto tuyo. No voy a pedirte nada que comprometa la relación que tengas con él, cualquiera que ésta sea. O con Milón, lo mismo da. -Levanté la mano con la intención de protestar, pero ella prosiguió Todos saben que Milón fue el responsable de la muerte de mi esposo. No es eso lo que quiero que averigües por mí.
– Entonces, ¿qué?
Por primera vez había una chispa de malestar en su rostro, una ligera arruga en la frente, un temblor en los labios.
– Cierto hombre, amigo de mi esposo, y amigo mío también, se ha acercado a ofrecerme sus servicios cuando llegue el momento de procesar a Milón. Podría utilizar su ayuda, su… apoyo. Pero…
– ¿Sí?
– No estoy segura de poder confiar en él.
– ¿Puedes decirme su nombre?
– Marco Antonio. -Enarcó una ceja-. ¿Lo conoces?
– No.
– Pero la expresión de tu cara…
– He oído hablar de él, sí. Uno de los hombres de César. Ah, sí, ahora recuerdo. Nuestros caminos se cruzaron aquella misma noche. Cuando salía de tu casa, él venía hacia aquí. Resulta que conoce a uno de mis hijos. Intercambiamos unas pocas palabras.
– ¿Sólo unas pocas?
– Déjame pensar. Me preguntó si los rumores eran ciertos. Sobre Publio Clodio. Le dije que sí.
Sempronia hizo ruido con la manta. ¿Adquiriría alguna vez su hija aquella expresión tan severa?
– ¿Y cómo reaccionó Antonio? preguntó Fulvia.
– Estaba oscuro. No pude ver bien su cara. Pero la voz sonaba muy desilusionada. Dijo algo como: «Ah, entonces todo ha acabado. El final de Publio, para bien o para mal». Y prosiguió su camino.
Fulvia miró por la ventana hacia el distante Capitolino. Fue Sempronia la que respondió:
– Vino a parar aquí. Pero Fulvia no estaba en condiciones de recibirle, ni a él ni a ningún otro. Antonio pasó un rato hablando con los hombres que había en la antesala y después se marchó. Por eso sabemos que Antonio estuvo en Roma aquella noche.
– Sí -dijo Fulvia manteniendo la mirada en la lejanía-. Pero ¿dónde estuvo anteriormente aquel día?
– ¿Estás diciendo que crees que tuvo algo que ver en la muerte de tu esposo?
Fulvia no contestó. Sempronia se agarró a la manta roja:
– ¡El amigo trató de asesinar a Clodio con sus propias manos hace tan sólo un año!
Fulvia regresó de donde sus pensamientos la habían llevado:
– Mi madre exagera.
– ¿Que exagero?
– ¿Qué significa todo esto? -dije.
– ¿No te han contado nunca la historia? -dijo Fulvia-. Y yo que había creído que había corrido de boca en boca un chismorreo tan jugoso. Quizás por una vez la gente implicada logró mantener la boca cerrada. No fue motivo de escándalo, sólo una disputa entre dos amigos, nada más.
– ¡Habría sido muchísimo más si Antonio hubiera conseguido su propósito! -dijo Sempronia.
– Pero no fue así -insistió Fulvia.
– Quizás deberías explicármelo -dije.
Fulvia asintió:
– Ocurrió en el Campo de Marte el año pasado, en uno de los días de los comicios que acabaron por cancelarse. Todos los candidatos estaban presentes arengando a sus partidarios. Según me contaron, había los arremolinamientos de siempre, algunas riñas, hombres con bolsas de dinero ofreciendo los sobornos de último momento, algunas escaramuzas sin importancia. Ya sabes cómo es. Quiero decir que, al ser hombre, has debido de estar en los comicios y verlos por ti mismo. Quizás estabas allí aquel día.
– No. En realidad, la última vez que voté en una elección consular fue hace diez años, cuando gobernaba Catilina.
Sempronia se mostró repentinamente interesada: ¿Votaste por Catilina?
– No. En realidad voté por un individuo que no tenía cabeza llamado Nemo.
Las dos mujeres me miraron con curiosidad.
– Es una historia larga. No tiene importancia. No, no estaba allí el día del que me hablas, pero me imagino la escena. ¿Qué sucedió?
– Antonio y mi esposo tuvieron unas palabras -dijo Fulvia-. Según tengo entendido, el intercambio empezó de una manera amistosa, pero no acabó igual. Publio fue siempre un poco impreciso en cuanto a quién decía algo a quién.
– Pero sabemos cómo acabó -dijo Sempronia en un tono que era igualmente desdeñoso y divertido-, con Antonio sacando la espada y persiguiendo a Publio de un extremo a otro del Campo de Marte.
– ¿Dónde estaban los guardaespaldas de tu esposo? -pregunté.
– ¿Aquellos guardaespaldas en particular? -dijo Fulvia-. No sé dónde andaban aquel día, pero sé dónde están ahora: trabajando en las minas. -Hubo un destello en sus ojos que por un momento tomó su mirada casi tan dura como la de su madre-. De todas formas, Publio escapó ileso.
– ¡Salvo su dignidad! -dijo Sempronia-. Metiéndose en el armario de alguna caseta del río infestada de ratas, como un esclavo acobardado que huyera del látigo de su amo en una comedia de segunda categoría.
– ¡Basta ya, madre! -Fulvia volvió su pétrea mirada a Sempronia. El enfrentamiento entre las dos voluntades era casi palpable, como el sonido chirriante del acero contra la piedra de afilar. Sempronia se aplacó visiblemente, hundiéndose bajo su manta roja. Fulvia, protectora de la dignidad de su esposo muerto, permanecía rígida en su asiento. ¿Qué clase de hombre había sido Clodio para competir con ellas dos en lo cotidiano, y además con su hermana? No es extraño que se hubiera considerado digno de gobernar la ciudad, si había aprendido a mantener el control en su propia casa.
– ¿Sobre qué discutían tu esposo y Marco Antonio?
– Ya te lo he dicho, nunca supe realmente por qué comenzó el incidente.
– Pero alguna idea tendrás, seguramente.
Fulvia se tornó distante otra vez mirando por la ventana. ¿Era calculada aquella oscilación entre la claridad dura y pura y el abandono para tenerme constantemente en la cuerda floja o simplemente era así por naturaleza? ¿O era una especie de enfermedad provocada por la conmoción que le produjo la muerte de su esposo?
– No tienes por qué preocuparte por los datos concretos, Gordiano. Lo único que quiero es descubrir si Marco Antonio tuvo algún papel en lo que le ocurrió a Publio en la Vía Apia.
– En primer lugar, creo que necesitaría determinar para mi propia satisfacción qué sucedió exactamente en la Vía Apia.
¿Quiere decir eso que aceptarás el trabajo?
– No. Tendré que pensar en ello primero. ¿Cuándo podrás darme una respuesta? Me froté la barbilla:
– ¿Mañana?
Fulvia mostró su conformidad con un movimiento de cabeza.
– Mientras tanto -dije-, quiero -que me cuentes qué sucedió exactamente aquel día, todo lo que sepas. Quiero saber qué hacía Clodio lejos de Roma, quién podía conocer sus movimientos, quién trajo el cadáver a Roma y cómo empezó la reyerta.
Fulvia respiró hondo.
– En primer lugar, el rumor de la emboscada es totalmente absurdo, a no ser que fuera Milón el que la tendiera a Clodio. En efecto, fueron los hombres de Milón los que comenzaron la lucha sin ningún tipo de provocación. Mi esposo estaba totalmente libre de culpa. Y las atrocidades que cometieron los hombres de Milón después en nuestra villa atemorizando a los sirvientes…
Una hora más tarde, nuestra entrevista llegaba a su fina
Aún no me había decidido a ayudar a Fulvia, aunque se había mencionado una remuneración en plata muy tentadora, especialmente si se tienen en cuenta los daños que había sufrido mi casa y el hecho de que necesitaba más guardaespaldas. Parecía que cuanto más próspero me hacía, más caro resultaba vivir (mejor dicho, mantenerse con vida). La simple necesidad hacía atractiva la oferta de Fulvia; también me proporcionaba la excusa para ir-metiendo las narices en el incidente que había hecho estallar en llamas a Roma y había llevado a la muerte de un hombre muy cercano a mí. Por otra parte, como siempre, había que considerar el grado de peligro. Bethesda diría -que estaba loco. Lo mismo diría Eco, probablemente, antes de insistir en compartir conmigo el peligro.
Todas estas ideas rondaban por mi cabeza mientras volvía a casa en la litera, con Clodia a mi lado. Pero no estaba tan absorto en ellas como para no darme cuenta de su perfume y del calor de su pierna cuando se oprimía contra la mía.
– ¿Has aceptado el encargo de mi cuñada? -preguntó.
– Todavía no.
Llegamos a mi casa. Cuando me moví para salir de la litera, me agarró del brazo:
– Si aceptas, Gordiano, espero que compartas conmigo todo lo que puedas descubrir. Para mí es muy importante conocer todo lo posible acerca de la muerte de mi hermano.
Era la hora sexta del día y ya tenía ganas de disfrutar de la comida del mediodía. Me encaminé a la cocina, pero Davo se me acercó en el pasillo y me dijo que Eco estaba aguardándome. Deduje por la expresión de su rostro que alguien le había reñido muy severamente por dejarme salir sin él.
Encontré a Eco en mi despacho, y a Bethesda también. -Esposo, ¿dónde has estado?
– No te lo ha dicho Davo? Me han llamado para que atendiera un asunto.
La nariz de Bethesda se contrajo. Irguió la cabeza. Tímidamente, me llevé la manga hasta la nariz y respiré el débil aroma a nardo y a azafrán.
– Clodia -declaró Bethesda-. Oh, ya lo sabía. Davo me contó que había visto su litera.
– ¿Qué quería, papá? Eco parecía querer hacerme reproches casi tanto como Bethesda.
– En realidad… -comencé, pero en seguida me interrumpió la presencia de Davo en la puerta.
– Otra visita, amo.
– ¿Sí?
– Dice llamarse Tirón…
Era como el viejo proverbio etrusco, pensé. Nada de lluvia durante un mes y de pronto caen chuzos de punta.
– … y dice que estás invitado a compartir la comida con Marco
Tulio Cicerón.
Y Eco está también invitado, por supuesto -dijo Tirón asomándose de improviso por encima del hombro de Davo. ¿Qué había sido de aquel esclavo retraído, de perfectos modales, al que nunca se le habría ocurrido tomarse la libertad de deambular solo por la casa de un ciudadano? Tirón se había convertido en un liberto descarado, eso parecía, y en una prueba de la opinión general de que los buenos modales de la República se habían ido a Hades.
Yo tengo hambre -admitió Eco dándose golpecitos en el vientre.
Y yo me muero de hambre -dije.
Bethesda se cruzó de brazos y no dijo nada. Puede que fuera imperiosa, pero al fin y al cabo, no era ni Fulvia ni Sempronia. Gracias a Júpiter.
Hombres armados hacían guardia a la puerta de la casa de Cicerón y patrullaban el tejado. Más hombres se habían estacionado en el vestíbulo. Me sentí como si entrara en el campamento de un general.
En el comedor se habían cerrado los postigos para resguardarlo del frío. Una luz pálida invernal se filtraba desde el jardín, calentada por el resplandor de las lámparas que colgaban. Cicerón ya estaba instalado en un triclinio con Marco Celio a su lado. Tirón nos hizo gestos a Eco y a mí para que tomáramos asiento en el triclinio de enfrente, que era lo suficientemente grande para que lo compartiéramos los tres.
Celio tenía el aspecto pretencioso de siempre, lo cual me exasperaba, como siempre.
– Marco Celio, has ascendido en el mundo desde la última vez que te vi.
Enarcó una ceja perezosamente.
– Quiero decir que ahora pareces un ciudadano libre. Cuando nuestros caminos se cruzaron en el Foro (en aquel cobertizo que había detrás del templo), os tomé a ti y a Tito Anio Milón por esclavos fugitivos.
Cicerón y Tirón fruncieron el entrecejo. Eco me echó una mirada con aire dubitativo. La cara de Celio se convirtió por un momento en una máscara inexpresiva para luego prorrumpir en carcajadas.
– ¡Oh, Gordiano, ojalá hubiera tenido yo esa ocurrencia! «Celio ha ascendido en el mundo.» -Meneó el dedo-. Si uno de mis tribunos rivales lo utiliza contra mí, sabré que te habrás dedicado a escribir los discursos para el enemigo.
– A Gordiano no se le ocurriría nunca hacer tal cosa, seguramente -dijo Cicerón sin quitarme los ojos de encima-. ¿Qué os parece si nos sumergimos directamente en la comida? Puedo oír desde aquí cómo os cruje el estómago. Me temo que sea sólo una comida sencilla. El cocinero dice que es imposible encontrar provisiones en los mercados. De todas formas, nos conviene más seguir una dieta sencilla. -Cicerón padecía dispepsia crónica desde que lo conocía.
Aun así, el condumio estuvo soberbio. Una sopa de pescado con pasta hervida seguida de trozos de pollo asado envuelto en hojas de parra adobadas con una aromática salsa de comino. Cicerón había aprendido a apreciar los placeres más exquisitos que correspondían a un hombre de su condición.
Comió sin embargo con cautela, examinando cada cucharada y cada tajada antes de metérsela en la boca, como si pudiera decir por el aspecto qué bocado podría provocarle indigestión.
– Hablando de ascender (o descender) en el mundo, Gordiano, me da el corazón que aceptar subir a la litera de determinada dama estos días haría pensar a mucha gente que el pasajero se ha rebajado considerablemente
– ¿Cómo es eso posible? Una litera va adelante y atrás, Cicerón, no arriba y abajo.
A Celio le entró la risa.
– Eso depende del que vaya en la litera con ella.
Cicerón miró a Celio con perspicacia:
– Un comentario nada prudente, amigo mío, teniendo en cuenta tu historia con la dama en cuestión. O el papel que desempeñaste en ella…
¡Escarmiento! -dijo Celio atragantándose casi con un pedazo de pollo por soltar la palabra antes que Cicerón. Deduje que era una especie de juego entre ellos dos, hacer retruécanos a costa de sus enemigos, sobre todo los Clodios.
– Imagino que te estás refiriendo a mi visitante de hoy.
– La dama que te llevó -dijo Celio.
¿Cómo es que siempre sabes quiénes me visitan, Cicerón? Me disgustaría mucho pensar que mi casa está vigilada.
Cicerón dejó la cuchara en el plato.
– ¡En realidad, no, Gordiano! Vivimos en la misma calle. Tengo esclavos y visitantes que van y vienen todo el día. Todos conocen la litera de la dama. Todo el mundo la conoce. No podría aparcar ese trasto delante de tu casa sin que nadie lo notara. -Volvió a coger la cuchara y jugueteó con ella-. Pero lo que resulta curioso es que tuvieras que irte con ella. No sé adónde, así que, como puedes ver, no tengo a nadie vigilándote, si no, ya te habrían seguido.
– Pero te gustaría saberlo.
Sólo si tú quieres decírmelo.
– En realidad, no fue la dama en cuestión la que… bueno, tiene un nombre, ¿no?, ¿por qué no usarlo entonces? Sí, me fui en la litera de Clodia, pero no era ella la que me quería.
– Lástima -dijo Celio.
– Ah, ¿sí? No lo sabía. -El tono mordaz que empleé me sorprendió. Estuve a punto de añadir: «Si compartir la cama con ella es tan especial, ¿por qué la engañaste como lo hiciste?»- Clodia actuaba únicamente de correveidile. Me llevó a casa de su cuñada, si deseas saberlo.
– Entiendo. -Cicerón no parecía sorprendido. ¿Habría mandado después de todo a un espía para que siguiera la litera?-. ¿Traicionarías su confianza si nos dijeras lo que Fulvia quería de ti?
– Quería mi ayuda en un asunto personal. Nada fuera de lo comente.
– Oh, lo dudo seriamente.
– ¿En serio? Supongo que crees que ella deseaba que la ayudara en algo relacionado con la muerte de su esposo. Pero todos nosotros ya sabemos la historia que hay detrás, ¿no es cierto? El mismo Milón explicó los acontecimientos en la asamblea de Celio para que lo oyera toda Roma; Clodio preparó una monstruosa emboscada y la marea sé volvió contra él: uno de los esclavos de Milón acabó con su vida. Pregúntale a Celio. Él estaba allí. Oyó la historia igual que Eco y yo, aunque Milón fue interrumpido antes de que pudiera contarla entera. -Celio me devolvió la mirada, sin pestañear y con pocas ganas de broma-. No, Fulvia apenas dijo una palabra acerca de Milón, si es eso lo que estáis pensando. Ni tampoco tenía mucho que decir sobre el amigo de Milón, Marco Antonio.
Cicerón pareció sinceramente asombrado.
– ¿Antonio? ¿Amigo de Milón? Dudo siquiera que se conozcan.
Miré a Celio, que parecía tan perdido como Cicerón (ninguna sonrisa reveladora, ninguna mueca de diversión secreta).
– Entonces debo de estar equivocado. Quizás he mezclado los nombres. Esto me ocurre más a menudo a medida que me voy haciendo viejo. Tú eres tan sólo un poco más joven que yo, Cicerón. ¿No te supone un problema acordarte de los nombres tal como son? ¡Un hombre aprende tantos a lo largo de su larga vida! ¿Adónde van a parar todos los nombres? Son como las palabras en una tablilla, sólo se pueden encajar tantas, para luego tener que escribirlas cada vez más pequeñas hasta que las letras se vuelven ilegibles y los trazos se entremezclan' entre sí. Algunas personas tienen un don especial para los nombres, supongo, o incluso un esclavo especialmente preparado para semejante tarea.
Cicerón expresó su conformidad con un gesto de cabeza.
– Tirón siempre ha tenido habilidad para recordar nombres. Me ha salvado muchas veces de meter la pata (todos esos votantes de los pueblos del interior que se ofenden si no recuerdas su árbol genealógico hasta el rey Numa).
Era un chiste político. Todos nos reímos, pero Celio prácticamente rebuznó.
– Pero este asunto sobre Marco Antonio… -dijo Cicerón.
Me encogí de hombros.
– Como ya he dicho, apenas lo mencionaron. Tú dices que no es amigo de Milón. Entonces, ¿es amigo tuyo, Cicerón?
Me miró con aire pensativo.
– No somos enemigos, si es a eso a lo que te refieres.
Ahora me tocaba a mí parecer perplejo.
– No nos deseamos ningún mal Marco Antonio y yo -dijo-, al menos, no por mi parte.
– Vamos, Cicerón -dijo Celio poniendo los ojos en blanco-. Es evidente que Gordiano busca información sobre Marco Antonio. El porqué, no me lo puedo imaginar. Pero no hay motivo para ser tímido. Gordiano es un invitado con el que compartes tu comida. Sugiero que le digamos todo lo que desee saber. Entonces, quizás en otro momento, nos devolverá el favor y nos dirá lo que él sepa.
Cicerón pareció dudar por un momento, pero en seguida abrió las manos en señal de aceptación.
– ¿Qué sabes de Marco Antonio?
– Poco. Sé que es uno de los lugartenientes de César y tengo entendido que ha regresado de las Galias para presentarse como candidato.
– A cuestor -añadió Celio-, y con posibilidades de ganarse un puesto, siempre y cuando haya un voto.
– ¿Su política?
– Es aliado de César, por supuesto -dijo Cicerón-. Aparte de eso, su único programa, por lo que puedo discernir, es promoverse a sí mismo.
– Es original entonces, único entre los políticos romanos -dije.
Ni Cicerón ni Celio respondieron a la broma. Tirón frunció el ceño, como era de prever, ofendido en nombre de su antiguo amo. Eco no movió un músculo de la cara, pero hizo un gesto casi imperceptible con la cabeza, admirado por la impertinencia de su padre.
– Tengo entendido que es muy popular entre sus tropas -dije-. Eso dice mi hijo Metón.
– ¿Y por qué no? Antonio tiene un toque vulgar. -El tono de Cicerón no era de cumplido-. Es de noble cuna, pero dicen que bebe y se corre juergas con los soldados de peor calaña del cuartel. El siempre ha sido así. Acostumbraba a frecuentar a los esclavos domésticos de su madre y a los libertos cuando estaba en la edad de crecer. Siempre el niño al que le gustaba ensuciarse. Siempre atraído por los placeres vulgares y de mal gusto. Bueno, tuvo un mal comienzo.
– Cuéntame.
– Habría que retroceder hasta su abuelo, por lo menos…
Por supuesto, pensé; la carrera de cualquier romano de alto linaje no podría describirse nunca con el simple comienzo de su propio nacimiento.
– El viejo tenía bastante poder en los años en que yo estaba creciendo (uno de mis tutores de retórica, de hecho, y uno de los mejores). ¡Excelentes discursos! ¡Palabras que retumbaban como truenos! Pero nunca los llegó a publicar; decía que sólo un idiota haría tal cosa, porque proporcionaba a los enemigos una manera de señalar las propias contradicciones. -Cicerón, que había hecho carrera publicando y propagando sus discursos, rió con tristeza.
Celio sonrió.
– ¿No hubo ningún escándalo que complicara al abuelo de Marco Antonio con alguna virgen vestal?
– Celio, ¿es que necesitas tener siempre un escándalo?
– ¡Sí! ¡Y si no hay ninguno, me lo invento!
– Pues bien, da la casualidad de que esta vez has acertado. En algún momento de su remoto pasado, hubo un juicio por despojar a una vestal, pero resultó absuelto y prosiguió con una carrera verdaderamente brillante. Terminó por ejercer como cónsul, luego como censor y finalmente fue elegido para el colegio de augures de por vida. Pero su ascenso comenzó realmente con el servicio militar. Fue uno de los primeros en promover una campaña contra los piratas de Cilicia. Lo hizo tan bien, que fue recompensado con un desfile triunfal por Roma. El Senado le permitió decorar la Columna Rostral con los espolones de los navíos que había capturado e incluso votó para erigir una estatua en su honor.
– ¿Una estatua? -dijo Eco-. No recuerdo haberla visto siquiera.
– Eso es porque fue derribada poco después de que lo ejecutaran durante la guerra civil. Recuerdo haber visto su cabeza sobre una estaca en el Foro; después de aquello tuve pesadillas durante meses. Es que ver al antiguo mentor en aquellas condiciones es para soliviantar al más pintado. Hasta el político más astuto podía dar un traspié fatal aquellos días.
– Lo mismo que ahora -murmuró Celio.
Advertí que Eco renunció a un trozo de pollo que había estado a punto de engullir.
– De todas formas -prosiguió Cicerón-, el abuelo de Marco Antonio tuvo una carrera extraordinaria, aunque acabara con la gloria en los pies. Marco Antonio nunca lo conoció, por supuesto; al viejo lo mataron unos años antes de que él naciera.
»Ahora bien, el padre de Marco Antonio era totalmente diferente. Guapo, querido por todos, generoso con sus amigos, pero un chapucero de primera. Al igual que su padre, fue encargado de exterminar a los piratas. Consiguió una buena subvención para la guerra, reunió una marina formidable y finalmente despilfarró todo, perdiendo batallas desde Hispania hasta Creta. La paz humillante que negoció con los piratas fue la gota que colmó el vaso. El Senado rechazó el trato al sentirse ultrajado. El padre de Marco Antonio murió en Creta, dicen que de vergüenza. Marco Antonio tenía sólo unos… ¿cuántos, Celio? ¿Once o doce años?
– Y todos conocemos un resultado del fracaso de su padre -dijo Celio asintiendo con la cabeza-. El Senado buscó a otro para que resolviera el problema de los piratas. Pompeyo fue elegido para tal misión y se echó encima de los piratas como una marea. Su propia marea ha ido subiendo desde entonces.
– Nos estás despistando -apuntó Cicerón-. Gordiano no quiere oír hablar de Pompeyo. Quiere informarse sobre Marco Antonio. Bueno, no es Pompeyo pero César parece considerarle competente. Ya ves que si Marco Antonio posee alguna perspicacia militar, debe de venirle de su abuelo. Aunque también hay en él un fuerte rasgo de su padre. Marco Antonio es encantador, afable, bullicioso y un completo insensato. Claro que parte de ello puede que se deba a la desafortunada influencia de su padrastro.
– ¿Su padrastro? -pregunté.
Cicerón parecía apesadumbrado.
– Antonio no es culpable de que su madre contrajera unas segundas nupcias desastrosas y atara su suerte a semejante perdedor. Supongo que Julia pensaba que realizaba un matrimonio por todo lo alto, ya que Léntulo había sido cónsul, era patricio como ella…
– ¿Léntulo…? ¿Quieres decir que el padrastro de Marco Antonio era…?
– Sí, Léntulo el Piernas -dijo Cicerón con un deje de repugnancia en la voz-, llamado así por subirse la toga hasta dejar las piernas al descubierto, como un colegial dispuesto a recibir una paliza, cuando sus colegas senadores lo llevaron a juicio por malversar caudales públicos. Un hombre tan descaradamente corrupto que fue finalmente expulsado del Senado, pero era tan tenaz que consiguió recuperar su cargo subrepticiamente como un gusano. También era supersticioso; alguna charlatana pitonisa le convenció de que estaba predestinado a convertirse en dictador a causa de unas líneas de aleluyas escritas en los libros Sibilinos. Así fue como Léntulo resultó mezclado con Catilina y su camarilla de traidores. Todos sabemos en qué acabó.
Efectivamente, así era. Había ocurrido el año en que Cicerón fue cónsul. La célebre conspiración de Catilina se había sofocado despiadadamente; bajo la autoridad de Cicerón, Léntulo y algunos otros fueron ejecutados sin un juicio formal previo. La «gente importante» había elogiado a Cicerón por su decisión de salvar a la República; muchos de los populistas lo habían condenado por ser un tirano asesino. Después siguió un retroceso, que culminó en la vengativa legislación maquinada por Clodio para enviar a Cicerón al destierro. Al final, el Senado revocó el destierro; Cicerón volvía a tener un papel muy poderoso en los escenarios romanos y Clodio estaba muerto…
– Han transcurrido diez años desde lo de Catilina -comenté sosegadamente.
– Sí, diez años que me lleva guardando rencor Marco Antonio -dijo Cicerón-. Nunca ha aceptado la dura realidad de que su padrastro tuviera que morir. Marco Antonio tenía sólo veinte años. No siempre la razón puede llegar a los jóvenes apasionados. Son capaces de guardar resentimiento mucho tiempo. -Cicerón suspiró, no sé si por la emoción o por la dispepsia-. He oído decir que incluso declara que me negué a entregar el cuerpo a su madre después de que estrangularan a Léntulo y que Julia tuvo que acudir a mi esposa para rogarle que intercediera. ¡Absurdo! ¡Una mentira infame! Me encargué personalmente de que se diera debida sepultura a todos los cuerpos de los conspiradores. -Cicerón hizo una mueca de dolor y se llevó la mano al vientre. Echó un vistazo a lo que quedaba de comida delante de él, como para identificar el guiso culpable de su indigestión.
El abuelo de Marco Antonio, el padre, el padrastro, todos ellos habían subido a la gloria y habían acabado descalabrados. El mundo es como un disco que gira conduciendo a hombres y mujeres hasta el borde para luego lanzarlos por un lado y otro al vacío, lejos del torbellino.
A la mayoría no se les vuelve a ver, pero algunos consiguen agarrarse al borde y regresar al centro, no una sola vez, sino repetidas veces. Cicerón era uno de ellos. También lo era Celio.
– Has hablado de su linaje -dije-. ¿Qué hay del propio Marco Antonio?
– Fue a dar con una chusma de la peor especie: Clodio y su panda de jóvenes aristócratas incorregibles -dijo Cicerón-. La fórmula habitual para llevar una vida disoluta: vivir por todo lo alto, la política radical, locas perspectivas de futuro. Y ningún dinero que lo financie. El padre de Marco Antonio dejó una hacienda tan colmada de deudas, que Marco Antonio rechazó la herencia. Técnicamente, comenzó su camera arruinado. Fue Cayo Curión el que cubrió sus deudas. Él y Marco Antonio eran como uña y carne. Compañeros de libertinaje. Inseparables. Tan íntimos, que su relación dio pie a toda clase de… rumores de mal gusto. Pues bien, cuando al padre de Curión le llegó la factura de las deudas de Marco Antonio, se subió por las paredes. Vino a pedirme consejo. Le dije que se mordiera la lengua y entregara la plata y que prohibiera a su hijo que volviera a ver a Marco Antonio. Cuando Marco Antonio volvió a visitar a Curión, el guarda lo echó con cajas destempladas. ¿Qué hizo entonces Marco Antonio? Trepó por un muro y se coló por un agujero del tejado directamente en el dormitorio de Curión, como un pretendiente audaz.
Cicerón y Celio compartieron las carcajadas, interrumpidas por otra mueca de dolor de Cicerón que se agarraba el vientre con cuidado.
– De todas formas, Marco Antonio solucionó sus problemas de dinero cuando se casó con una mujer llamada Fadia, la hija de un rico liberto. ¡Un liberto! El escándalo de contraer matrimonio muy por debajo del propio nivel social habría arruinado a un aristócrata en mi juventud, pero supongo que los incorregibles del círculo de Marco Antonio lo aplaudieron por burlarse de lo convencional y sacar una buena dote. Por lo menos, el matrimonio parece haber apartado a Curión de la mente de Marco Antonio; tengo entendido que Marco Antonio procreó una larga recua de churumbeles antes de que Fadia muriera. Mientras tanto, pasó algún tiempo en Grecia estudiando oratoria, se alistó en las milicias en Judea y Siria, ayudó a sofocar una revuelta contra el rey Ptolomeo en Egipto y finalmente se alió con César y marchó a las Galias. Ah, y hace un par de años encontró tiempo para volverse a casar, esta vez con su prima Antonia.
»Y ahora Marco Antonio se ha convertido en uno de los lugartenientes de mayor confianza de Julio César. Supongo que será bueno en su trabajo si César considera que merece la pena prepararlo para el cargo y lo envía de vuelta a Roma para que defienda su candidatura al cargo de cuestor.
Mientras los esclavos traían agua y vino para rellenar las copas y retiraban los platos, reflexioné sobre lo que Cicerón acababa de contarme. Sempronia dijo que Marco Antonio había perseguido a Clodio con una espada por el Campo de Marte con la intención de matarle. Pero de acuerdo con Cicerón, Marco Antonio había sido miembro del círculo íntimo de Clodio.
– De modo que Marco Antonio y Clodio eran buenos amigos -aventuré a decir.
– Sí que lo eran -dijo Celio, cuya edad y alianzas variables lo hacían más conocedor que Cicerón de los asuntos privados de la generación radical-, hasta que tuvo un pequeño malentendido con Fulvia.
– ¿Un malentendido?
Al parecer, Marco Antonio no entendió que Fulvia era la esposa de Clodio y pensó que estaba libre para conquistarla. -Celio se relamió la comisura de los labios a la zaga de la gota de vino que se le escapaba.
– Te refieres a…
– Bah, seguramente la relación no significó nada para Marco Antonio. Entre su amor de adolescente, Curión, sus dos esposas y todas las putas de su juventud, ¿qué era un escarceo insignificante con Fulvia? Pero Clodio se enfureció mucho cuando se enteró. Fulvia y él eran todavía unos recién casados, más o menos, y Clodio siempre tendía a salirse de sus casillas a la menor provocación, ¿verdad? Esto sucedió hace seis años. Después de aquello, las relaciones entre Marco Antonio y Clodio se enfriaron y luego, todo un mar les distanció cuando Antonio se fue a Grecia y Judea. Después, cuando Antonio se marchó a las Galias, fueron infinidad de cordilleras las que los separaron. Clodio y él no volvieron a verse. Nunca estuvieron lo bastante cerca.
– ¿Excepto en el Campo de Marte? -sugerí.
Celio echó atrás la cabeza y prorrumpió en carcajadas.
– ¡Ah, aquello! ¿Cómo se me ha podido olvidar? Tienes que acordarte, Cicerón, te lo conté en una ocasión. El año pasado, durante una de las elecciones canceladas, Marco Antonio y Clodio se tropezaron el uno con el otro, imagino que accidentalmente. Entrecruzaron algunas palabras. Marco Antonio sacó: la espada (valiente matador de mil galos) y Clodio soltó un chillido y salió por pies como un conejo asustado. Supongo que eso convirtió a Marco Antonio en el perro; ¿qué otra cosa podía hacer sino darle caza? Claro que si hubiera capturado a Clodio, podría haberse convertido en la caza del perro y el hurón, en la que el perro sale con un mordisco en el hocico, aullando durante todo el camino de vuelta a las Galias.
– ¿Por qué empezó la pelea? ¿Por el antiguo enredo de Fulvia? Sin embargo, tú dices que eso ocurrió hace seis años…
Celio se encogió de hombros.
– ¿Quién sabe? Clodio y Marco Antonio son famosos por su buena memoria y su mal genio.
– ¿Por qué hemos comenzado a hablar de Marco Antonio? -preguntó Cicerón.
– Fulvia debía de sentirse nostálgica esta mañana cuando Gordiano la visitó -dijo Celio-. ¿Habló contigo de todos sus amantes anteriores?
– No -dije-. Y Clodia tampoco. -La sonrisa forzada de Celio se le congeló en el rostro. Cicerón le lanzó una mirada despiadada. Me incorporé en el triclinio en el que me habían instalado-. Una comida excelente, Marco Cicerón. Perfecta para la hora central del día, ni demasiado frugal ni demasiado pesada. Podría decir lo mismo de la conversación. Ahora creo que mi hijo y yo debemos ponernos en camino:
– ¿Por qué sacaste a colación a Marco Antonio? -preguntó Eco en nuestro corto paseo de regreso a casa.
– Marco Antonio era el motivo por el que Fulvia quería verme. Se ha ofrecido a llevar a juicio a Milón. Fulvia no está segura de si puede confiar o no en él. Tiene la sospecha de que está complicado de alguna manera en la muerte de Clodio. O puede que sea su madre la que sospecha de Marco Antonio y Fulvia quiera demostrar su inocencia.
– ¿Te contó que ella y Marco Antonio fueron amantes?
– No. Y sólo porque Cicerón y Celio lo digan, no quiere decir que sea cierto.
– Pero ¿sí te contó el episodio de la persecución por el Campo de Marte el año pasado?
– Sí.
Eco meneó la cabeza. Después de un rato se echó a reír.
– Ha sido sorprendente el modo en que los has manipulado. ¿A quiénes?
– A Cicerón y a Celio.
– ¿Ah, sí? Pues estoy seguro de que creían que eran ellos los que me manejaban a mí. Probablemente les he contado más de lo que debía. Y ahora, por una pizca de información sobre Marco Antonio, actuarán como si yo les debiera el mundo.
– Y la manera en que les hablas a veces, ¡prácticamente les insultas en sus propias caras!
– Sí, bueno, resulta extraño, pero a personas como Cicerón y Celio les gusta que les insulten.
– No me digas.
– Es lo que sé por experiencia. Yo les pincho a ellos, ellos me devuelven el pinchazo. Saben que no tienen nada que temer de mí; nada podría decir que pudiera hacerles realmente daño. Disfrutan con mis pinchazos, del mismo modo que a veces se disfruta con la picadura de un mosquito (el picor les proporciona algo que rascar). No como la picadura de una abeja, no como las llagas sangrientas que Cicerón inflige a sus enemigos con una o dos palabras mordaces.
Davo nos dejó entrar. Por la expresión de su cara supe que pasaba algo. Antes de que Davo pudiera decir palabra, una voz retumbó detrás de él.
– ¡El cabeza de familia, por fin en casa!
Era un hombre imponente, probablemente un gladiador o un soldado a pesar del tejido ricamente adornado de su túnica gris y su capa verde oscura. Le habían roto la nariz, más de una vez probablemente, y las manos eran tan grandes como la cabeza de un lactante. Su propia cabeza era tan calva y casi tan fea como la de estas tiernas criaturas. Tenía el aspecto propio del hombre que atraviesa infinidad de peligros sin que nadie le tosa encima.
– Un visitante aclaró Davo innecesariamente.
– Ya, veo. ¿Quién te envía, ciudadano? -dije al observar el anillo de acero que lucía en el dedo. Sería el liberto de alguno, probablemente.
– El Grande -dijo sin más preámbulos. Su voz era como arenilla en el canal de desagüe.
– Te refieres…
– Así es como siempre le llamo. Como le gusta que se dirijan a él.
– No me cabe duda. Y ¿qué es lo que el Grande…?
– Que le honres con tu presencia. Tan pronto como puedas.
– ¿Ahora?
– A menos que puedas venir antes.
– Davo…
– Sí, amo.
– Dile a tu ama que ya tengo otro encargo. Me imagino que éste me llevará fuera de las murallas.
– ¿Quieres que te acompañe?
Miré al hombre, al que decidí apodar Cara de Niño, que sonrió y dijo:
– He traído conmigo a una tropa de guardaespaldas.
– ¿Dónde están?
– Les dije que esperaran al otro lado de la calle, en la parte baja de la Rampa. Me imaginé que no había necesidad de molestar a tus vecinos con tanto tráfico.
Eres más discreto que algunos de los que han llamado hoy a mi puerta.
– Gracias.
– Eco, ¿me acompañas?
– Eso ni se pregunta, papá. -A Eco tampoco le habían presentado nunca al Grande. Noté que se me revolvía el estómago de repente. No podía culpar al cocinero de Cicerón.
De manera que me puse en marcha por tercera vez aquel día, pensando de nuevo en aquel viejo proverbio etrusco. Pero aquello no era caer chuzos de punta. Era un diluvio.
La ley prohíbe cruzar el recinto amurallado a cualquier hombre al frente de un ejército. Técnicamente, Pompeyo era el jefe militar, aunque su ejército estaba en Hispania; había juzgado conveniente delegar la operación en lugartenientes mientras él permanecía cerca de Roma para vigilar la crisis electoral. Residía en su villa del monte Pincio, en las afueras, no lejos de las murallas. Como Pompeyo no podía ir a Roma, Roma iba a Pompeyo, como habían hecho las turbas cuando corrieron a su villa para ofrecerle las fasces consulares, o como Milón había hecho cuando fue en busca de una audiencia sin mucho éxito, o como hacíamos Eco y yo aquella tarde.
Cara de Niño y su tropa de gladiadores cerraron filas en torno a nosotros, como una tortuga acorazada, para el paseo que hicimos bajando la Rampa y atravesando el Foro y la Puerta Fontinal. Cruzamos los límites tradicionales de la ciudad cuando traspasamos la puerta, pero la Vía Flaminia estaba abarrotada de edificios tanto fuera como dentro de las murallas. Poco a poco, los edificios fueron disminuyendo en tamaño y en número hasta que llegamos a una zona abierta. Las inutilizadas casetas públicas para votar estaban a nuestra izquierda. Más adelante, a la derecha, había una puerta alta y custodiada que se abrió cuando nos acercábamos.
El sendero adoquinado llevaba por jardines colgantes, unas veces en pendiente, otras con escalones, serpenteando a derecha e izquierda a medida que ascendía. Los terrenos a un lado y a otro estaban cubiertos por un manto de tonos grises y pardos invernales, la monotonía de los árboles y arbustos desnudos se mitigaba con estatuas de mármol o bronce aquí y allá. Un regio cisne, que podía ser Júpiter seduciendo a Leda, embellecía el pequeño estanque circular. Pasamos junto a un muro bajo, en donde había un niño esclavo sentado, quitándose una espina del pie; estaba pintado con colores tan vivos que lo habría confundido con uno de carne y hueso, de no ser porque andaba en cueros bajo aquel tibio sol. No vi dioses ni diosas en el jardín hasta que llegamos ante el socorrido Príapo, guardián y promotor de las cosas que crecen, que ocupaba una hornacina situada en un alto seto, sonriendo lascivamente y exhibiendo una erección casi tan grande como el resto de su cuerpo. La punta del falo de mármol se había vuelto suave y brillante por las constantes caricias de los que por allí pasaban.
Llegamos por fin a la villa, en donde otros gladiadores montaban guardia delante de un par de portalones de madera con incrustaciones de bronce. Cara de Niño nos dijo que esperáramos mientras él entraba.
Eco me tiró de la manga. Cuando me giré, no hubo necesidad de preguntarle qué quería enseñarme. La vista era espectacular. Las ramas entrelazadas y las copas de los árboles ocultaban el sendero por el que acabábamos de subir, de igual manera que la Vía Flaminia y las casetas para las votaciones, que estaban inmediatamente a nuestros pies, pero debajo y más allá de las copas de los árboles se extendía delante de nosotros el Campo de Marte en toda su extensión. Los antiguos terrenos por los que se solía desfilar y las pistas de instrucción ecuestre habían desaparecido casi por completo en el transcurso de mi vida, y ahora estaban llenas de viviendas baratas y almacenes revueltos. Dominando todo lo demás, el gran complejo construido por Pompeyo durante su consulado dos años antes, una extensión de salas de reunión, galerías, fuentes, jardines y el primer teatro permanente de la ciudad. A continuación, como un gran brazo que se curvara por el Campo de Marte, el Tíber, cuyo curso iba marcado por un manto bajo y grueso de neblina que permitía tan sólo visiones momentáneas de los jardines y las villas de la otra orilla. La villa ajardinada de Clodia, en donde los jóvenes elegantes de Roma solían nadar desnudos para divertimento de la señora, estaba en alguna parte de aquella lejana orilla. Todo el paisaje semejaba un cuadro realizado en apagados tintes invernales de ocres y verdegrises, blancos y azulados.
Eco volvió a tirarme del codo y me hizo señas con la cabeza en dirección al sur. El complejo de la villa obstaculizaba la vista de la mayor parte de la ciudad propiamente dicha, excepto la escasa visión de los templos del monte Capitolino y el caótico paisaje urbano. A lo lejos, quizás en el monte Aventino, una estela de humo ascendía como una columna de mármol en el aire apacible. Fuera cual fuese el caos reinante en la base de aquella columna, se hallaba demasiado alejado para que pudiéramos verlo u oírlo. ¿Es que el hombre empezaba a sentirse distante y despreocupado cuando contemplaba Roma desde un sitio tan elevado? ¿O acaso se volvía todavía más profundamente consciente de los edificios que ardían y del caos en las calles, observando Roma desde posición tan privilegiada, propia de los dioses?
Las puertas se abrieron estrepitosamente a nuestras espaldas. Cara de Niño apareció con una sonrisa torva en los labios. -El Grande os verá ahora.
Debí de ponerme muy nervioso cuando Cara de Niño nos hizo pasar por el vestíbulo, el atrio y un tramo serpenteante de escaleras porque después, cuando Bethesda me preguntó, no pude recordar nada del mobiliario ni de los detalles decorativos, aunque sí que pude evocar vívidamente que tenía la boca tan seca como la vitela y el corazón parecía habérseme inflado hasta el doble de su tamaño.
Nos llevaron hasta una sala de muchos ventanales situada en el ala sudoeste de la casa. Cortinajes y postigos habían sido descorridos y abiertos para permitir una vista amplia de la ciudad. La columna de humo que ascendía por el sur, la misma que habíamos vislumbrado desde la entrada, se hallaba en el centro del paisaje; y pronto hubo otras dos, cerca y a la izquierda, que probablemente correspondían a incendios del monte Esquilino y de la Subura. Pompeyo se hallaba de pie junto a los ventanales, de espaldas a nosotros. Al principio era sólo una silueta, una corona de despeinados rizos encima de unos hombros imponentes y un torso robusto bien acolchado. Cuando mis ojos se adaptaron a la luz, vi que llevaba un traje largo y voluminoso de lana color verde esmeralda. Tenía las manos entrelazadas a la espalda y se golpeaba los dedos nerviosamente. Nos oyó entrar y se giró lentamente. Cara de Niño se movió discretamente hacia un rincón. Vislumbré por la ventana la sombra de otro vigilante en el balcón.
Pompeyo era de la edad de Cicerón, lo que significaba que era unos años más joven que yo. A mí me habría gustado tener tan pocas arrugas, aunque no tanta papada. Se me ocurrió que quizás Pompeyo fuera de los que en plena crisis se sienten inclinados a comer. Dirigir ejércitos en movimiento lo mantenía ocupado y en forma. Escondido en su villa del Pincio, había aceptado soportar el peso del mundo.
Pero no se me ocurrió ningún juego de palabras en aquel momento. No era ni Fulvia ni Clodia, misteriosas y tristemente decididas, aunque vulnerables en razón de su sexo. Tampoco era Cicerón ni Celio, sujetos conocidos con los que podía intercambiar chascarrillos. Era Pompeyo.
Cuando Pompeyo era joven, los poetas habían entonado encendidos cánticos a su belleza. Con su melena exuberante y revuelta por el viento, su frente despejada y su cincelada nariz, las gentes consideraban otro Alejandro al joven general incluso antes de que sus proezas militares demostraran que tenían razón. La expresión típica del joven Pompeyo había sido una media sonrisa plácida y soñadora, como si la contemplación de su propia grandeza futura lo mantuviera siempre animado pero también algo reservado. Si su cara tenía algún defecto, era su tendencia a la redondez y al relleno de los labios y las mejillas, que le hacía parecer tanto maduramente sensual como agradablemente regordete, dependiendo del ángulo y de la luz.
A medida que se hacía mayor daba la impresión de que su cara se aplanara un poco y se hiciera aún más redonda. La cincelada nariz se había tornado más carnosa. Se rapó la melena como gesto de aceptación de la madurez. La sonrisa era menos sensual, más complaciente. Al aumentar su prestigio y poder, fue como si Pompeyo tuviera menos necesidad de la belleza física, de manera que dejó a un lado la atractiva indumentaria de su juventud.
Yo había visto todo esto a distancia mientras Pompeyo se construía su carrera, perorando en los tribunales de justicia, haciendo campaña en el Campo de Marte para acceder a un cargo público, abriendo una enorme ringlera por todo el Foro, asistido por su numeroso séquito de lugartenientes militares y políticos, que a su vez iban asistidos por su propia camarilla de seguidores que buscaban los favores de segunda mano por parte del Grande. Pero lo que no puede verse a distancia son los ojos de un hombre; en aquel momento vi los de Pompeyo clavándose en los míos con una intensidad desconcertante. Por alguna razón me recordó una frase famosa de su juventud. Cuando lo enviaron para expulsar de Sicilia a los enemigos del dictador Sila, la gente de la liberada ciudad de Massana había afirmado que Pompeyo no tenía ninguna jurisdicción sobre ellos por los antiguos convenios que habían firmado con Roma. Pompeyo les había replicado: «¿No cesaréis de citarnos leyes viendo que ceñimos espada?».
– Gordiano el Sabueso -dijo-y Eco, tu hijo adoptivo. Sonrió y asintió como si estuviera satisfecho consigo mismo por haber recordado detalles tan insignificantes sin un esclavo que le refrescara la memoria-. No nos habían presentado antes, ¿verdad?
– No, Grande.
– Ya me parecía a mí.
El silencio que siguió se me hizo incómodo; sin embargo, parecía que a Pompeyo no le pasaba lo mismo pues continuó paseándose delante de nosotros con las manos enlazadas a la espalda.
– Has tenido un día muy ajetreado -dijo por fin.
– No comprendo, Grande.
– Clodia viene para llevarte con ella en su litera. Visitas a Fulvia. Supongo que Sempronia estaba allí también. No bien llegas a tu casa, el liberto de Cicerón viene a buscarte a ti y a tu hijo. Salís para conversar con Cicerón y Celio. Milón no estaba hoy, ¿verdad?
Iba a responder, pero vi que Pompeyo no me miraba a mí sino a Cara de Niño, que negaba con la cabeza al tiempo que respondía:
– No, Grande. Milón no ha salido de su casa en todo el día. Pompeyo meneó la cabeza y volvió a mirarme.
– Pero tú te has visto antes con Milón, en la casa de Cicerón.
No era una pregunta, pero parecía requerir una contestación: una aceptación más que una respuesta.
– Sí.
– Ha pasado mucho tiempo desde que vi por última vez a Tito Anio Milón. ¿Qué aspecto tiene ahora?
– ¿Su aspecto, Grande?
– Ha estado siempre muy orgulloso de su imponente físico; se apodó a sí mismo Milón por el legendario luchador de Crotona y todo eso. ¿Se tiene en pie?
– Se le ve bastante bien.
– ¿Y su estado anímico?
– No estoy al corriente, Grande.
– ¿No? Pero tú lees las señales, ¿o no? Seguro que puedes leer en su cara, en su voz.
– Milón está preocupado, enfadado e inseguro. Pero no necesitas que yo te lo diga.
– No, claro que no. Su sonrisa parecía sincera, sin ironías, sólo un gesto de agradecimiento por no hacerle perder el tiempo-. ¿Qué quería Clodia de ti esta mañana? -Al verme dudar, frunció el entrecejo-. No me digas que no es asunto mío. Lo es. Todo lo que ocurre en Roma hoy día es asunto mío. ¿Para qué te quería Clodia?
– Para llevarme ante Fulvia. Sólo para eso.
– Y qué quería Fulvia?
– Grande, seguramente las palabras dichas en confidencia por una viuda desconsolada…
– Sabueso, me estás haciendo perder la paciencia. Consideré la manera de responderle.
– Determinado señor se le ha aproximado. No está segura de poder confiar en él.
– ¡No habrán empezado a llamar a su puerta los pretendientes!
– No es un pretendiente exactamente -dije, aunque en realidad Marco Antonio había sido en una ocasión amante de Fulvia, si se había de creer a Celio.
Pompeyo pareció profundamente interesado.
– Bueno, no te presionaré por los detalles; las quimeras personales de Fulvia no me interesan. ¿Has aceptado ayudarla?
– Aún no me he decidido.
– Quizá yo podría serte de alguna ayuda. ¿Quién sabe? Podría disponer de cualquier información que estuvieras buscando.
Parecía poco probable. Marco Antonio era hombre de César, no de Pompeyo.
– ¿Me estás ofreciendo tu ayuda, Grande?
– Quizás. Soy un hombre razonable. Sí yo puedo darte algo de valor, supongo que tú estarás más dispuesto a darme lo que yo quiera…
– ¿Qué es lo que quieres de mí, Grande?
– Estaremos en ello dentro de un momento. ¿No tienes ninguna pregunta que hacerme?
Pensé detenidamente y no vi ningún peligro en responder.
– ¿Qué puedes decirme acerca de Marco Antonio?
– ¿El lugarteniente de César? Sé que su padre armó un buen revuelo limpiando los mares de piratas antes de que el Senado me concediera finalmente el cargo. Y que su padrastro fue ejecutado por traición a requerimiento de Cicerón. Y recuerdo que Marco Antonio se alistó como soldado en mis antiguos lugares predilectos de Oriente durante unos años antes de firmar un contrato con César. ¿Qué más hay que saber?
– Quizás nada.
– Por Hércules, no será él el que corteja a Fulvia, ¿verdad? No veo cómo. Ya está casado con su prima Antonia, y ésa no es la clase de matrimonio del que sea fácil salir. Pero sí es un pretendiente, Fulvia haría bien en evitarlo; ése es mí consejo. Clodio puede que haya sido un extorsionista y un alborotador, pero por lo menos sabía cómo llevar plata a casa; mira, sí no, la casa en que acabó viviendo. El joven Marco Antonio es otra historia. Como César y el resto de su camarilla, cada vez están más endeudados, siempre vendiéndose al mejor postor para que les saque de un apuro. Esa panda de inútiles tendrán un aciago final. Sólo espero que no arrastren consigo a la República hacía la ruina.
Se quedó en silencio y alzó una ceja con aíre ligeramente sorprendido… de sí mismo, me di cuenta en seguida, por haber dicho más de lo que pretendía.
– ¿Y qué se imaginó Cicerón de tu visita a Fulvia? -prosiguió Pompeyo con insistencia.
Carraspeé.
– Sentía curiosidad, al igual que tú, Grande.
– No estaría en cierto modo detrás de tu visita, ¿verdad? ¿No? Pensé que quizás te había enviado allí él mismo de espía. Habría sido muy propio de él. Red de informadores encubierta, cartas anónimas, mensajes enviados por algún código secreto inventado por Tirón, informadores pagados, un espía acechando al de al lado. Como una araña que tejiera su tela en todas las direcciones. Habría salido un hombre diferente de haber tenido algún talento como militar. Más acción y menos palabras. Sabueso, ¿eres espía de Cicerón? -Volvió a desconcertarme con su penetrante mirada.
– No, Grande.
– Quizás lo seas y simplemente lo ignores.
Tal sugerencia me pilló totalmente desprevenido y me hizo sentir incómodo.
– Creo conocer ya todas las tretas de Cicerón. Pompeyo enarcó una ceja.
– Es eso cierto? ¡Ni yo mismo podría afirmar tal cosa! ¿Qué piensas del comportamiento de Cicerón? ¿Por qué apoya a Milón? ¿Qué gana con ello?
– Celio ha echado su suerte con Cicerón y Cicerón la ha echado con Milón.
– De lo cual se sigue que Celio es hombre de Milón.
– No estoy seguro de que Celio sea hombre de nadie.
– En eso estás totalmente en lo cierto, Sabueso. ¿Y qué piensas del propio Milón?
– Como ya he dicho antes, Grande…
– Sí, ya sé: «preocupado, enfadado e inseguro». Pero ¿qué piensas tú de él?
– Le conozco desde hace muy poco, desde la muerte de Clodio.
– De veras? ¿No hubo una relación anterior?
– Nada.
– Pero sí que hubo una antigua relación entre tú y Clodio.
No. Hace unos años hice un trabajíllo para la hermana de Clodio. Hizo un gesto de asentimiento:
– Cuando Clodia ayudaba a la acusación en el juicio contra Celio por asesinato. Tal vez recuerdes que hablé en defensa de Celio.
– Sí. Me temo que me perdí tu discurso.
– No fue bueno. Daba lo mismo; un buen discurso habría sido desaprovechado. Nadie lo habría recordado, no después del discurso que Cicerón pronunció aquel día a favor de Celio (¿o contra Clodia, debería decir?). Entonces, Sabueso, ¿formaste alguna vez parte de la cuadrilla de Clodio?
– Ni lo fui entonces ni lo soy ahora.
– ¿Y tampoco formas parte de la de Milón?
– Tampoco.
Me evaluó durante un rato que me pareció larguísimo y después se volvió a Eco.
– Y tú, ¿qué tal? ¿De tal padre, tal hijo?
Eco carraspeó.
Ayudé a mi padre cuando trabajó para Clodia, pero nunca conocí a su hermano. He ido hoy con mi padre a casa de Cicerón pero todavía no me he encontrado cara a cara con Milón.
¿Y qué me dices de tus lealtades?
– Soy el hombre de mi padre.
Pompeyo sonrió.
– Un hijo fiel se convierte en el mejor partidario de todos, ¿eh, Sabueso? Pero ¿y tu otro hijo? ¿El que se fue a las Galias? ¿No ha arrastrado consigo al resto de los Gordianos a la órbita de César?
– Mi hijo Metón es un soldado fiel, pero mi familia no siente una especial devoción por César.
Pompeyo me miró con curiosidad.
– ¿Cómo te las arreglas para navegar con tanta independencia sin aplastarte contra las rocas?
– En mi opinión, Grande, si hubiera dejado que otro hombre timoneara mi nave, me habría estrellado contra las rocas mucho antes.
– ¿Siempre sigues tu propio rumbo, Sabueso? Pero ¿cómo? ¿Posees algún conocimiento especial de las estrellas o navegas a ciegas hacia el futuro?
– Tan a ciegas como cualquier otro hombre, supongo. Tal vez sean las estrellas las que dirijan nuestro rumbo.
– Ah, sí, conozco esa sensación. Entonces crees que hay un destino aguardándote.
– Uno pequeño, tal vez.
– Mejor que no tener ninguno, imagino. -El Grande cabeceó como si la idea de no tener ningún destino, o sólo uno insignificante, le resultara demasiado difícil de imaginar-. El destino es algo extraño. Fíjate en Clodio, que ha acabado como cadáver ensangrentado en la magnífica vía que su antecesor construyó; es casi demasiado apropiado, como una tragedia griega. Fíjate en Milón. Supongo que el fin apropiado para él sería quedar atrapado en una especie de trampa y acabar devorado vivo por sus enemigos.
– No te comprendo, Grande.
– Sí, hombre, como el legendario Milón de Crotona.
– ¿Hay alguna historia relacionada con su muerte? Nunca me han interesado particularmente los atletas célebres.
– ¿No? No podrás entender realmente a nuestro Milón si no sabes nada acerca de su homónimo. El nombre que elige un hombre para sí dice mucho de lo que piensa de sí mismo y, en ocasiones, hacia dónde se encamina. Seguramente no necesitaba señalar tales aspectos a un hombre que se llama a sí mismo «Sabueso».
– Comprendo…, «Grande».
Pompeyo no pestañeó siquiera.
– Te contaré, entonces, la historia de Milón de Crotona. Ven, vamos al balcón, que hace más calor allí. Podemos sentarnos al sol. Haré que traigan vino caliente. ¿De Albania o de Falerno? Yo prefiero el albanés, deja un regusto más seco en la boca.
De modo que nos sentamos en el balcón sudoeste de la villa de Pompeyo en el monte Pincio, saboreando un vino de diez años de solera mientras contemplábamos la ciudad a lo lejos. El incendio del monte Aventino parecía haberse extinguido. La enorme columna de humo había sido interrumpida en la base y parecía flotar por encima de los tejados como un monstruo en una pesadilla. Un nuevo pilar de humo, más denso y negro como el azabache había aparecido en las proximidades de la Puerta de la Colina, lejos, a nuestra izquierda.
Pompeyo hacía girar el vino en la copa.
– Cuando nuestro Milón era joven, era todo un atleta. O eso dice él; después de la tercera copa de vino se pone a fanfarronear sobre sus días gloriosos de atleta, como haría un soldado sobre batallas pasadas. Ganó muchas competiciones, especialmente como luchador. No sé qué clase de competición para un niño que ha crecido en un pueblo como Lanuvio, pero Milón fue siempre el más fuerte, el más rápido, el más decidido. Potente como un buey. Testarudo también como un buey, así -es nuestro Milón.
»Sí, hombre, sigue siendo tan vanidoso como un griego con su físico. No exactamente el griego ideal (demasiado bajo y rechoncho), pero ciertamente se mantiene en forma. Le he visto desnudo en los baños. El vientre como un muro de ladrillo, hombros como catapultas de piedra. ¡Podría abrir un cacahuete con las nalgas! -Pompeyo dejó escapar una sonora carcajada, que fue imitada quedamente por el vigilante que había al extremo del balcón, que no podía evitar escuchar la conversación.
Me di cuenta de que Eco y yo habíamos sido admitidos a una cierta intimidad con el Grande. Compartía con nosotros la clase de charla varonil que un comandante comparte a gusto con sus subordinados.
– De manera que cuando Tito Anio buscaba un nombre que darse a sí mismo, eligió Milón. ¿Te acuerdas del antiguo deber escolar sobre Milón de Crotona?
Como me quedé sin expresión en la cara, Eco, cuya desigual educación había sido sin embargo más formal que la mía, se aventuró a responder:
– Componer un verso sobre el siguiente tema y enseñar cómo podría instruirnos a lo largo de la vida: Milón de Crotona, tras acostumbrarse a cargar cada día un ternero para hacer ejercicio, siguió cargándolo hasta que el ternero se convirtió en toro.
Pompeyo y Eco compartieron una risa nostálgica.
– Moraleja: A medida que un niño crece y se hace hombre, crece también la carga que lleva consigo --dijo Pompeyo-, y si además eres un tipo como Milón de Crotona, no le quitarás importancia, sino que continuarás sonriendo con los dientes apretados mientras avanzas con la carga entre gemidos y gruñidos. Estoy convencido de que nuestro Milón tuvo que escribir una redacción sobre el mismo tema. Parece que se haya aprendido la lección al pie de la letra.
Bebió un sorbo de vino, frunció el ceño y llamó al despensero.
– ¿Es éste el mejor albanés que tenemos? Se ha estropeado. No sirve. Trae el de Falerno. Y ahora ¿dónde me había quedado? Ah, sí. Las pruebas de resistencia. Dicen que Milón de Crotona era capaz de sostener en su puño una granada madura con tal firmeza que nadie podía separarle los dedos para arrebatársela y, sin embargo, lo hacía con tal cuidado que la granada permanecía intacta. Era capaz de mantenerse en pie sobre un disco cubierto de grasa y conservar un equilibrio tan perfecto, que nadie conseguía derribarlo. Era capaz de atarse una cuerda alrededor de la cabeza, aguantar la respiración y hacer que las venas de la frente se le hincharan hasta romper la cuerda. (¡Ya me gustaría a mí verlo!)
»Pero Milón de Crotona no tuvo siempre éxito. Una vez en los juegos de Olimpia, cuando iba a recoger la corona de laureles por haber ganado en lucha, se resbaló y cayó de espaldas. Mientras trataba de levantarse con gran esfuerzo, algunos bromistas del público empezaron a decir que no deberían concederle la corona después de dar muestras de semejante torpeza. Milón replicó: "¡No ha sido la tercera caída! Sólo he caído una vez. ¡Habría que ver si alguno de vosotros consigue tirarme dos veces más!". Se les cerró el pico en el acto.
»Ganó doce coronas, seis en Olimpia y seis en Delfos. Cuando Crotona fue a combatir con los sibaritas, Milón llevaba de casco todas sus coronas de laurel al mismo tiempo (suficientes para amortiguar cualquier golpe), vestía una piel de león como su héroe Hércules y llevaba un garrote en la mano. Condujo al pueblo de Crotona a la victoria y cuando, en señal de gratitud, decidieron erigir una estatua suya, el mismo Milón atravesó la plaza con su propia estatua a cuestas y la colocó en el pedestal.
»Cuando Pitágoras el filósofo vivía en Crotona, él y Milón se hicieron grandes amigos. Los opuestos se atraen: el pensador y el atleta. Por suerte para Pitágoras, ya que Milón le salvó la vida. Hubo un terremoto y en el comedor de la escuela del filósofo cedió un pilar. Milón sujetaba el techo partido mientras Pitágoras y sus estudiantes desalojaban la sala; luego se retiró suavemente de debajo del techo y logró salvarse también.
»¿Empiezas a comprender, Sabueso, de qué modo estas proezas legendarias podrían tener una relación alegórica con la manera en que nuestro Milón se comporta y ve su destino? El héroe legendario al que no es posible abrirle el puño agarrotado sin su consentimiento; al que no es posible derribar de un empujón por muy resbaladiza que esté la base que pisa; el que acarrea la enorme carga pero no se queja; el que es capaz de aguantar la respiración hasta que le estallan las venas de la frente; el que tiene como mejor amigo a un célebre sabio; el que está dispuesto a lanzarse al abismo para salvar a sus amigos; el que se cuela en la batalla luciendo el manto, o en este caso el nombre del héroe de su infancia; el que colocaría satisfecho su propia estatua en un pedestal; al que nadie puede derribar… pero que solito y a la vista de todo el mundo, sería capaz de caerse de espaldas.
Consideré el comentario mientras sorbía de mi copa el vino de Falerno recién servido. Una pausada brisa de la tarde había comenzado a agitar el cielo de Roma, inclinando los pilares de humo y deshilachando sus tramos superiores.
– Pero ¿qué me dices de la muerte de Milón de Crotona, Grande?
Cómo dice el proverbio? «Poseer una fuerza descomunal no sirve de nada a menos que el hombre sepa utilizarla.» Ésa fue la perdición de Milón de Crotona. Salió de viaje un día, a pie, y se perdió en la densidad de un bosque. Lejos de la carretera llegó a un claro en donde habían estado trabajando unos leñadores, que se habían ido porque se les había hecho tarde. Vio un tronco gigantesco. A lo largo del tronco había una grieta con diversas cuñas de acero clavadas en la hendidura. Al parecer, los leñadores habían intentado partir el tronco en dos, pero el esfuerzo fue demasiado para ellos y lo habían dejado para otro día. Milón pensó: «Lo partiré en dos yo solo. ¡Imagínate lo sorprendidos que se quedarán todos al ver que un hombre ha hecho el trabajo por ellos empleando únicamente sus propias manos! ¡Me tendrán por muy listo! ¡Qué agradecidos quedarán conmigo! ¡Otra famosa prueba de fuerza para Milón de Crotona!». Así que metió los dedos en la estrecha hendidura hasta que las palmas de las manos estuvieron totalmente presionadas a ambos lados del tronco. Estiró con todas sus fuerzas. Las cuñas de hierro se soltaron y cayeron al suelo; la grieta se cerró de golpe. Las manos de Milón quedaron atrapadas. Los brazos se le doblaron. El tronco era demasiado pesado para que él pudiera cambiarlo de sitio. No podía moverse.
»Se hizo de noche. Se oían aullidos en el bosque. Las bestias salvajes salieron sigilosamente al claro. Podían oler su miedo, sentir su impotencia. Sólo lo mordisquearon al principio, pero cuando vieron que no podía defenderse, se abalanzaron sobre él con los colmillos centelleantes. Lo descuartizaron y lo devoraron vivo.
A la mañana siguiente, los aterrorizados leñadores encontraron lo que había. quedado de Milón de Crotona. -Pompeyo sorbió un poco de vino-. ¿Es preciso que me extienda sobre determinados paralelismos evidentes con el peligro en que se encuentra nuestro Milón?
– No, Grande. Parece que sabes mucho de los dos Milones.
– Mi padre solía contarme historias sobre Milón de Crotona cuando era niño. En cuanto a Tito Anio Milón, él y yo hemos sido aliados en alguna que otra ocasión.
– Pero ¿ya no lo sois?
– Clodio y yo fuimos aliados también una vez -dijo eludiendo la respuesta-, igual que César y yo fuimos aliados y lo seguimos siendo, por lo que yo sé.
– No lo entiendo, Grande.
– Algunas cosas sólo pueden comprenderlas las Parcas. No importa. ¿Y tú, Sabueso? ¿Quiénes son tus aliados? ¿A quién sirves? Pareces ser un hombre que se mueve en todos los ambientes pero sin pertenecer a ninguno.
– Eso parece, Grande.
– Lo que te convierte en un individuo muy poco corriente, Sabueso. Un hombre que merece la pena conocer.
– No estoy seguro del porqué, Grande.
– Quiero que hagas un trabajillo para mí.
Fueron muchos los sentimientos que se concentraron a un tiempo en mi persona: excitación, cansancio, sensación de vértigo.
– Quizás, Grande. Si está en mi mano.
Quiero que hagas un viaje por la Vía Apia hasta el lugar donde mataron a Clodio. Lleva contigo a tu hijo, si quieres. Echa un vistazo a los alrededores. Habla con la gente de la región. Mira a ver qué puedes averiguar. Si eres tan bueno como indica tu nombre, tal vez descubras algunas cosas que otros hayan pasado por alto.
– ¿Por qué yo, Grande? Seguramente habrá otros hombres a los que puedas enviar.
– No hay nadie que se pueda mover con tanta libertad como pareces hacerlo tú entre la casa de Fulvia y la de Cicerón. Como te he dicho, eres un tipo muy poco corriente.
– Parece que las Parcas me han dejado en una curiosa posición.
– No eres el único. Todos hemos de sometemos a las Parcas. -Bebió el vino lentamente sin quitarme los ojos de encima-. Sabueso, deja que te explique una cosa. Como general, he llegado a ser casi infalible. He ido de triunfo en triunfo sin un traspié, sin tan siquiera un momento de vacilación. Tengo instinto para ello, ya lo sabes. Un ingenio peculiar que me pertenece sólo a mí. Podría hacerlo con los ojos cerrados, pero la política… la política es otro tema. Me acerco al Foro del mismo modo que me acerco al campo de batalla. Formo a mis soldados, organizo un plan, pero las cosas nunca parecen ir exactamente como yo quiero. Creo que voy directamente al premio y súbitamente me encuentro con que no sé dónde estoy o cómo he llegado hasta allí. Pierdo todo el sentido de la orientación.
»Julia decía siempre que tenía malos consejeros. Probablemente tenía razón. En un campo de batalla, tus tropas están aquí, el enemigo está allí y un hombre que no te da la información correcta es hombre muerto al día siguiente. Pero entre estas tinieblas, una daga puede ir dirigida a tu corazón y nunca lo sabes. Y los llamados consejeros tienen la costumbre de decirte lo que creen que quieres oír, no importa cuál sea la realidad. No me importaría contarte cuántas veces he lanzado a la carga a mis soldados con ayuda de un mapa por un camino que nos llevaba directamente a un muro de ladrillo. ¡Eso ya no debe ocurrir ahora! ¡No ahora! No más consejos falsos, no más mentiras piadosas, no más palos de ciego. He de conocer la extensión del terreno, la disposición del enemigo, los movimientos exactos de todas las fuerzas que haya a mi alrededor. En primer lugar y por encima de todo, quiero saber exactamente qué ocurrió en la Vía Apia. ¿Lo entiendes?
– Creo que sí, Grande.
– ¿Puedo confiar en ti, Sabueso?
Me quedé mirándole un buen rato preguntándome si podía confiar en Pompeyo.
No es necesario que respondas -dijo finalmente-. Mi instinto de general no concibe en ti el engaño. Así pues, ¿harás lo que te pido?
Fulvia ya me había pedido que investigara las circunstancias que rodearon la muerte de su esposo. Ahora Pompeyo hacía lo mismo. Sentí los ojos de Eco puestos en mí. Respiré hondo.
– Bajaré a la Vía Apia. Averiguaré lo que pueda sobre la muerte de Clodio.
Pompeyo asintió con la cabeza:
– Estupendo. Estoy seguro de que podemos llegar a un acuerdo; nunca he pedido a nadie que haga algo por mí sin pagarle como es debido. Respecto al alojamiento, puedes quedarte en mi villa mientras estás por allí. No está lejos de la villa de Clodio. Probablemente a un tiro de piedra de donde lo mataron.
Pegó un sorbito al vino de Falerno y contempló la ciudad.
– Dentro de uno o dos días saldré de Roma. Cuando regrese, acabaré con todas estas insensateces.
– ¿Insensateces, Grande?
Con un movimiento ondulante de la mano indicó los pilares de humo.
– Este desorden infernal.
– Pero ¿cómo, Grande?
Pompeyo me dirigió una mirada penetrante.
– Me imagino que no haré ningún mal en decírtelo. Mañana el Senado se reunirá en el pórtico de mi teatro, en el Campo de Marte.
– Fuera de la muralla.
– Sí. De esta manera podré asistir (legalmente asistir) al proceso. ¡Que nadie diga luego que Pompeyo se cree por encima de la ley! Son muchos los asuntos que se me han amontonado, como puedes imaginarte. Se presentarán numerosas propuestas. Una de ellas será reconstruir el Senado. Ahí no existirá ninguna controversia. Sugeriré que se conceda el contrato al cuñado de Milón, Fausto Sila. ¡Que nadie diga luego que Pompeyo es injusto con los parientes de Milón! Además, tal nombramiento parece el único apropiado, ya que fue Sila, el padre de Fausto, el que remodeló la antigua Curia. Por consiguiente, el Senado rendirá homenaje a la memoria del dictador Sila y sus victorias. Miles de romanos se encogen ante la palabra «dictador». Se olvidan de lo importante que es tener algún mecanismo por medio del cual el poder supremo pueda situarse en manos de un solo hombre cuando así lo requieran las circunstancias.
Tomó otro sorbo de vino y fijó la mirada en los pilares de humo, como si pudiera disiparlos con la fuerza de su voluntad.
– Y habrá otra propuesta muy importante: que el Senado declare el estado de emergencia y promulgue el Decreto de Excepción. ¿Sabes qué quiere decir eso, Sabueso?
– Sí -dije recordando la última vez que tal decreto había sido prom ado, cuando Cicerón era cónsul y había exigido poderes extraordinarios para tratar con Catilina y su círculo de aliados-. El Decreto de Excepción ordena a los cónsules que hagan todo lo necesario para salvar al Estado.
– «La ley marcial» -dijo Pompeyo sin rodeos.
– Pero no hay cónsules.
– Sí, eso es un problema. ¿Cómo pueden reclutarse las tropas del campo si no hay cónsules para reclutarlas? En realidad, es un mero detalle técnico. Alguien que no sea cónsul tendrá que hacer el trabajo, claro está. Por suerte, después de haber sido elegido cónsul dos veces y ser en la actualidad el comandante de las tropas romanas en Hispania, poseo la experiencia necesaria para crear una milicia aquí en Italia tanto como la habilidad para desplegarla de la forma más eficaz que traiga, orden a la ciudad.
– ¿Lo aceptará el Senado?
– Estoy convencido de ello. Todo es cuestión de contar los votos antes de tiempo. Ah, algunos partidarios de César pondrán el grito en el cielo, al igual que algunos de los conservadores más chapados a la antigua, como Catón. Un terrible precedente, dirán, pero ¿qué otra solución pueden ofrecer? No protestarán con demasiada vehemencia. Encontraré el modo de apaciguarlos. Lo importante es que se restablezca el orden. Si debemos recurrir a determinadas innovaciones para obtener el fin, si la ley ha de someterse ligeramente, entonces así será.
Apartó por fin la mirada de los pilares de humo, que por un instante, al menos, se habían negado a dispersarse.
– Entonces, ¿qué me dices, Sabueso? ¿Hablamos de tus honorarios?
Un hombre comienza su viaje por la Vía Apia con el olor del pescado en sus fosas nasales y el sonido del goteo del agua en sus oídos.
El olor procede del mercado de pescado que está justo cuando se sale por la Puerta Capena, al extremo sur de la ciudad. Los pescadores del Tíber y de puntos tan alejados como Ostia recogían en sus sedales sus capturas y exhibían hileras de peces colgados de las abiertas mandíbulas y cestos a rebosar de moluscos, pulpos y calamares. A una hora normal de un día corriente, el mercado retumba con la algarabía que organizan los esclavos de la cocina, las amas de casa y los mercaderes. Nos pusimos en marcha a la hora gris que precede al amanecer, antes de que los mercados se abrieran pero, con todo, resultaba antinatural el silencio y el vacío que envolvía todo el recinto. Según Bethesda, no había habido mercado durante días en el exterior de la Puerta Capena. Habían echado de allí como pececillos sorprendidos a los atemorizados pescadores. Aun así, quedaba un fuerte hedor a pescado, como si el mar hubiera penetrado en las mismas piedras que pisábamos.
El sonido del goteo del agua procede de un escape que tiene el acueducto de Apio. Fue construido por el mismo Apio Claudio Ceco que construyó la Vía Apia, doscientos sesenta años antes. Cuando el acueducto alcanza la ciudad, se une a la muralla y a lo largo de un buen tramo discurre por su interior, un río dentro de una muralla, una maravilla de ingeniería estropeada por un único defecto: en la Puerta Capena, el acueducto gotea. En los meses cálidos, las monumentales arquerías de la parte superior se cubren de musgo que rezuma como el techo de una cueva. En lo más crudo del invierno, el musgo se marchita y a veces el agua se congela y se convierte en una uniforme y reluciente capa de hielo. Aquella mañana no hacía tanto frío. El agua se filtraba lenta pero libremente. Cuando atravesamos la Puerta, una gota en particular, una gota especialmente gorda y fría me golpeó en la nuca y me recorrió toda la espina dorsal. Di un respingo y debí de soltar una palabra malsonante, pues Eco me agarró del brazo y Davo me miró alarmado.
Sabía lo que debía de estar pensando Davo: es un mal presagio empezar el viaje con un escalofrío y una maldición del amo. Eco, menos supersticioso, probablemente temía que me fuera a dar un ataque. Una gota rebotó en la punta de la nariz de Eco, que parpadeó, perplejo. Cuando Davo echó atrás la cabeza y abrió la bocaza para soltar la carcajada, otra gota le acertó de lleno entre los ojos.
– Mira, ya hemos sido todos ungidos por la Puerta Capena. Un excelente presagio -anuncié en honor de Davo.
Eco enarcó una ceja con aire dubitativo.
– ¿Dónde está el establo que mencionó Pompeyo? Nunca antes lo había visto.
Miré alrededor. Hacia la izquierda, al otro lado del mercado, se erguía el denso bosquecillo que rodeaba el santuario de Egeria con sus fuentes de piedra caliza. No podía estar en aquella dirección. Miré a la derecha.
– Allí debe de estar. Parece un establo, ¿verdad? Normalmente, las ristras de peces colgados lo harían invisible. Veo una puerta abierta y una luz en el interior. Ya debe de haber alguien despierto.
Un estrecho sendero flanqueado por cipreses conducía a un edificio bajo y alargado a la sombra de la muralla. Traspasé la puerta abierta y me recibió un hedor a excrementos de caballo y a heno (que fue un verdadero alivio del olor a pescado), y una horca apuntando a la garganta.
– ¿Quién eres? ¿Qué quieres? -El hombre sostenía una lámpara en la otra mano. El resplandor iluminaba su cara, vigilante y demacrada.
– Venimos de parte de tu amo -dije-. Creí que nos estarías esperando.
– Tal vez. ¿Cómo te llaman?
– Sabueso.
– De acuerdo. -El hombre bajó la horca-. Tengo que andar con mil ojos. Ha habido muchos problemas últimamente. Hombres desesperados, caballos excelentes y yo en medio (el único que pagará si se roba alguno). ¿Comprendes? Y te diré más. El amo guarda aquí algunos caballos estupendos. Se ha de ser militar para apreciar realmente lo que vale un caballo. Los tiene aquí por conveniencia, para cuando quiere darse un garbeo a caballo por su finca, que está hacia el sur. Ven a verlos. Cuidado, sigue la lámpara. Dijo que podías elegir el tuyo. ¿Cuántos sois? ¿Tres? Aquí, da la casualidad de que tengo tres negros sin una mancha blanca. Yo en tu lugar me llevaría éstos.
Vi los tres a los que se refería y me aproximé al más cercano. El animal tenía el cuello largo y potente y los ojos brillantes.
– ¿Por qué? ¿Son los más rápidos?
Se encogió de hombros.
– Tal vez sí, tal vez no. Pero son con seguridad los más difíciles de distinguir al anochecer. Algo a tener en cuenta en estos días si se quiere pasar inadvertido cuando se sale a campo traviesa de noche.
Los tres caballos parecían bastante sanos y resistentes y, en efecto, eran muy negros; incluso bajo el resplandor de la lámpara tendían a desvanecerse en las sombreadas cuadras. Acepté el consejo.
Davo tenía algunas dificultades para montar su caballo. Al parecer, no había montado en su vida.
Eco parecía totalmente disgustado -no enfadado con Davo sino consigo mismo por no haber previsto un detalle tan elemental antes de salir de viaje-. ¿De qué servía un guardaespaldas a caballo si no sabía controlar su montura? Davo era ahora mi guardaespaldas personal; debía haber sido yo el que preguntara si sabía montar pero me había acostumbrado tanto a Belbo que lo di por supuesto.
– ¿Ni siquiera has estado alguna vez subido a un caballo? -pregunté.
– No, amo.
– ¿No tienes ni idea de montar a caballo?
– Ninguna, amo. -Davo lanzaba miradas a un lado y a otro del terreno, con cierta inseguridad, como si estuviera subido a una mesa desvencijada.
– Entonces, hoy aprenderás -dije. Y mariana no podrás tenerte en pie, pensé para mí. ¿De qué me serviría un guardaespaldas con las nalgas doloridas y las vértebras de un viejo?
El caballo relinchó. Davo se sobresaltó y se agarró con fuerza a las riendas. El mozo de cuadra se estaba divirtiendo de lo lindo.
– No te preocupes. Ya te digo, estos caballos son de lo mejorcito. Entrenados para hacer lo que uno quiera. Los caballos de combate no pierden la cabeza nunca. Son más listos que cualquiera de tus esclavos, eso seguro. ¡El Grande incluso deja que los monten las mujeres!
Davo tomó aquel comentario como un desafío. Arrugó el ceño, eliminó la expresión inquieta de su cara y se enderezó en la montura.
Trotamos un rato fuera de las cuadras para que nuestras monturas se acostumbraran a nosotros. Eco estaba preocupado, pero no por Davo.
– ¿Crees que ha sido buena idea llevar desconocidos a casa?
– Son hombres de Pompeyo. ¿No crees que podemos confiar en ellos?
– Supongo que sí…
– Era el único modo. Bueno, tal vez no fuera el único. Efectivamente, Pompeyo había ofrecido su antigua casa familiar para que se instalaran en ella Bethesda, Menenia y Diana, además de todos los sirvientes que necesitaran, durante el tiempo que Eco y yo estuviéramos fuera. La casa estaba situada dentro del recinto amurallado, en el barrio de Las Carinas, en la pendiente occidental del Esquilino. Era una idea sensata. Ciertamente, habrían estado seguras allí y la casa se hallaba a medio camino entre la de Eco y la mía. Pero yo no quería llegar tan lejos ni introducirme con tanta rapidez en el círculo de Pompeyo. Dejar a mi familia al cuidado de Pompeyo por completo significaría dejarla totalmente en su poder y seguramente los intrusos lo advertirían de alguna manera. Por otra parte, para mí era impensable salir de Roma, aunque sólo fuera por unos días, sin hacer nada por salvaguardar los enseres de la familia, especialmente si Eco se venía conmigo, hecho en el que insistió mucho. La solución fue pedir prestada una tropa de guardaespaldas a Pompeyo como parte de los emolumentos, suficiente para proteger tanto la casa del Esquilino como la del Palatino en nuestra ausencia. Pompeyo accedió. Sus hombres habían llegado temprano a mi casa aquella mañana, antes de que Eco y yo partiéramos.
– No me gustó el aspecto de algunos de aquellos individuos -rumiaba Eco.
– Pues creo que eso es lo que interesa, que den miedo.
– Pero ¿podemos confiar en ellos?
– Pompeyo dice que sí. Dudo que haya un hombre en toda la tierra mejor que Pompeyo para mantener la disciplina en sus propias filas.
– Bethesda no estaba contenta.
Bethesda no está contenta con nada de todo esto. Su casa es un verdadero caos, su marido camina otra vez por terreno cenagoso y los gladiadores de otro hombre le están llenando la casa de barro. Pero sospecho que estaba secretamente contenta de tener protección. Aquellos hombres que saquearon la casa y mataron a Belbo…, aquello la inquietó más de lo que quiere admitir. Y recuerda estas palabras, cuando regresemos tendrá a todos esos energúmenos de Pompeyo entrenados en quitarse las botas antes de pisotearle las alfombras y en pedir permiso antes de ir al servicio.
Eco se echó a reír.
– Quizás Pompeyo la contrate como sargento instructor. -Seguimos cabalgando un rato-. Menenia estuvo bastante razonable con todo el asunto empuntó. El tono melancólico de su voz me hizo sospechar que habían llegado a un entendimiento más que espiritual durante la noche.
Menenia es la encarnación de la sensatez -dije.
– Y Diana…
– No me lo digas. Ya me fijé en el modo en que le echaba el ojo a algunos de esos individuos. Preferiría no pensar en ello.
Davo se movió incómodo y carraspeó, pero Eco insistió en el tema.
– Tiene diecisiete años, papá. Debería casarse pronto.
– Quizás, pero ¿cómo? Un matrimonio decente supone negociaciones entre las familias, planes, participaciones a los amigos…, todo lo que tuvimos que hacer cuando te casaste con Menenia. ¿Te imaginas organizando todo eso tal como están las cosas?
– Los desórdenes acabarán, papá. Las cosas volverán pronto a su estado normal.
– ¿Tú crees?
– La vida sigue, papá. Todo tiende a mejorar.
– ¿Ah, sí? En estos tiempos, yo no estoy tan seguro.
No nos cruzamos con una sola alma en todo el camino, al menos no con una viva. Alineados a lo largo de la carretera, como siempre en las principales vías públicas en las afueras de la ciudad, se sucedían tumbas y sepulcros grandes y pequeños. Los entierros dentro de las murallas eran ilegales, de manera que los vecindarios de los muertos comienzan tan pronto como se sale de la muralla. Retorcidos cenotafios con inscripciones desgastadas por el paso del tiempo se erguían junto a retratos de familias recién esculpidos en mármol y piedra caliza. Entre las tumbas más distinguidas se hallaban las de los Escipiones, la familia cuya gloria había dominado Roma en la época anterior al nacimiento de mi padre. Conquistaron Cartago y comenzaron a consolidar el Imperio; ahora eran polvo.
Igual de magníficas eran las tumbas de los Claudios. La Vía Apia era su carretera, o así la consideraban, ya que había sido construida por sus antepasados. Los Claudios fallecidos se apiñaban en un grupo denso a lo largo del camino en sus tumbas de piedra labrada, como espectadores que se empujan para ver un desfile. Los Claudios seguían dejando su huella sobre Roma; Publio Clodio, adoptando la variante plebeya del nombre, había sido el último en dominar. Como Pompeyo había observado, el hecho de que lo asesinaran en la carretera de sus antepasados había sido un revés del destino del estilo tan querido por los autores melodramáticos y los retóricos sentimentales. La ironía podría algún día proporcionar un tema para las redacciones escolares: «Apio Claudio Ceco construye la Vía Apia. Doscientos sesenta años después, su descendiente Publio Clodio es asesinado allí. Compara y contrasta los éxitos de estos dos hombres».
Al otro lado de las tumbas se amontonaban montañas de basura y escombros, pedazos de vasijas rotas, calzado desgastado, trozos de cristal, de yeso y de metal. Una ciudad tan extensa como Roma produce gran cantidad de desperdicios que han de ir a parar a alguna parte. Mejor es acarrearlo fuera de las murallas y amontonarlo en la ciudad de los muertos que dejarlo entre los vivos.
En el extremo más lejano de la ciudad, donde las tumbas y los montículos de basura disminuían y se distanciaban más entre sí y el campo comenzaba a ser campo de verdad, pasamos junto al monumento de Basilio. Nunca supe quién fue el tal Basilio o por qué su tumba, construida como un templo griego en miniatura en la cima de una pequeña colina, tenía que ser más grande que las de los Claudios o los Escipiones. Las inscripciones son tan antiguas que resultan ya ilegibles. Pero la prominencia y la situación del monumento lo convierten en una suerte de mojón. El monumento de Basilio marca el tramo más distante de los vicios de la ciudad o la incursión más lejana de la amenaza del campo, dependiendo del punto de vista. Tipos viciosos de todos los estilos se congregan allí. La zona es célebre por los robos y violaciones. De ahí que la advertencia que suele hacerse a un amigo cuando sale de viaje por la Vía Apia sea: «¡Ten cuidado cuando pases junto al monumento de Basilio!». Aquéllas habían sido las penúltimas palabras de Bethesda aquella mañana. De momento, los únicos que se veían eran algunos desgraciados arracimados en torno a la base del monumento, encogidos bajo las ásperas mantas y rodeados de vasijas de vino vacías. Probablemente eran tan desvalidos y desdichados como parecían; por otra parte, es fama que los bandidos se ocultan bajo tales disfraces.
Espoleé al caballo, ansioso por dejar atrás aquel lugar. Pero mientras apretábamos el paso, todos mis sentidos internos me decían que me estaba acercando al peligro, que no andaba lejos. Cuando había insistido para que Pompeyo proporcionara vigilantes a mi familia en mi ausencia, el me había ofrecido más guardias para que nos acompañaran. Los había rechazado. Sus hombres podían ser reconocidos. ¿De qué servía que me enviara a averiguar lo que los hombres de Pompeyo no podían, si la gente podía decir al primer vistazo que venía de parte de Pompeyo? Además, había razonado yo, tres hombres saludables, armados y a caballo, que no ultrajaban a nadie, deberían tener poco de qué preocuparse.
Las últimas palabras que me había dirigido Bethesda aquella mañana (con algo que brillaba sospechosamente como una lágrima) habían sido: «Eres idiota». Esperaba que se equivocara.
Pasado el monumento de Basilio, la Vía Apia se extiende como una cinta larga y recta en dirección al sur, con el monte Albano en el horizonte. El terreno a ambos lados es tan plano como una mesa, salpicado aquí y allá de árboles y casas remotas. Se podía ver a millas y millas de distancia. No había nadie más que nosotros viajando por la carretera aquella mañana y ningún esclavo trabajaba en los campos de barbecho. Salvo algunas estelas de humo procedentes de los fuegos del hogar de las desperdigadas casas, no había ninguna señal de vida. El aire fresco, el olor a tierra, el amplio vacío, el sol elevándose por encima de la larga hilera de las colinas de poniente, todo aquello me hacía sentir animado, contento de dejar tras de mí por un tiempo la ciudad con sus locuras. Pero uno de nosotros no parecía nada contento.
– ¿Pasa algo, Davo? Ya pareces haberle cogido el tranquillo al caballo.
– ¿Amo? No, el caballo es estupendo. -Incluso cuando hablaba, tensaba las riendas como si el animal pudiera escucharle y se encabritara y lo hiciera saltar por los aires.
– ¿Es otra cosa, entonces?
– Nada, amo. Sólo que… -Observó los campos vacíos a ambos lados de la carretera con tanto desconcierto que seguí su mirada, pensando que debía de haber alguna amenaza al acecho en los montículos de tierra árida y de hierba seca.
– ¡Por Júpiter, Davo! ¿Qué ves?
– Nada, amo.
– ¡No sigas diciendo lo mismo! Debes de ver algo.
– No, amo, es eso precisamente. Que no veo nada. Nada de nada. Y parece que no se acabe nunca.
– ¿Te estás quedando ciego?
– ¡No! Puedo verlo todo. ¡Pero es que no hay nada que ver! Súbitamente comprendí. No pude contener la risa ante lo absurdo de la situación. Eco frunció el ceño y acercó más su montura.
– ¿Qué ocurre, papá?
– Davo no ha estado en su vida fuera de la ciudad dije-. ¿No es cierto, Davo?
– Sí, amo.
– ¿Cuántos años tienes, Davo?
– Diecinueve, amo.
– Davo tiene diecinueve años, Eco, y no ha montado nunca a caballo ni ha puesto un pie fuera de Roma.
Eco maldijo, puso los ojos en blanco y continuó cabalgando al frente.
– Está enfadado conmigo, amo.
– No, no lo está, Davo. Echa de menos a su esposa y está preocupado por ella.
– Entonces, tú estás enfadado conmigo.
– No, Davo. Olvida que me he reído. No le des más vueltas. Necesitas concentrarte únicamente en mantenerte encima del caballo y vigilar todo lo que no vemos a nuestro paso.
Seguimos cabalgando durante un rato; sólo el ruido de los cascos en la carretera alteraba la calma. Nubes de vaho surgían de los ollares de los caballos. Respiré hondo, ansioso por sentir el mordisco del aire frío en los pulmones. La vacía bóveda azul celeste de la mañana era como el cristal. La tierra parda del invierno semejaba un gigante adormilado por el que avanzábamos muy lentamente. Estaba contentísimo de alejarme de Roma.
– Fue un buen esclavo, ¿verdad? -dijo Davo con una cara tan larga que le llegaba la barbilla hasta el pecho.
– ¿Quién?
– El guardaespaldas que tenías antes que yo. Al que mataron.
Suspiré.
– Se llamaba Belbo. Sí, fue un buen esclavo. Un buen hombre.
– Supongo que era más fuerte que yo. Más listo que yo, también. Miré los musculosos brazos y los hombros cuadrados de Davo y vi la infeliz perplejidad reflejada en su cara.
– Probablemente no -dije.
– Pero apostaría algo a que sabía montar a caballo. Seguro que no tenía miedo de un campo vacío.
– No te preocupes por eso -dije lo más amablemente que pude. Al fin y al cabo, nada de aquello era culpa suya.
– Ya ha salido el sol, Eco. El aire es frío y limpio. No hay nadie en la carretera ni a la vista. ¡Ah…! ¿Puedes oírlo?
– No oigo nada, papá.
– Precisamente. Ni siquiera un pájaro o un grillo. Silencio. Creo que mis facultades comienzan a despertarse. ¡Puede que realmente sea capaz de volver a pensar!
Eco se echó a reír.
– ¿Es que alguna vez perdiste tal capacidad?
– No es ninguna broma. ¿No lo notas? Cuanto más nos alejamos de la ciudad, más se me aclaran las ideas. Es como si hubiera estado en medio de la niebla y ahora ésta se disipara.
– La niebla que dejamos atrás en la ciudad era humo, papá.
– La niebla era visible, sí. Pero hay otra niebla que ha caído sobre Roma. El pánico, la confusión, la decepción… Nadie puede pensar con claridad. Las personas van como locas, corriendo de un lado a otro fuera de sí, escondiéndose en agujeros, huyendo de sus propias sombras. Es como una pesadilla que no tiene fin. Pero ahora me siento como si despertara. ¿No te sientes así tú también?
Miró a su alrededor, inspiró profundamente y se echó a reír: ¡Sí!
– Estupendo. Quizás juntos le encontremos sentido a las cosas.
– ¿Por dónde quieres que empecemos, papá?
– Por este mismo sitio… pero retrocedamos veinte días en el tiempo.
– ¿Por qué?
– Porque hace exactamente veinte días que Clodio salió por la Vía Apia. Anoche lo calculé.
– ¿Y Milón?
– Milón se puso en camino al día siguiente, el día del fatídico encuentro…, pero ya llegaremos a eso en su momento. Empecemos por Clodio y reconstruyamos los acontecimientos tal como ocurrieron hasta donde sabemos, teniendo en cuenta tanto la versión de Milón como la de Fulvia. -Aún no había compartido con Eco todos los detalles de mi entrevista con Fulvia el día anterior-. Para empezar, Fulvia me dijo que Clodio salió de su casa del Palatino a la hora tercia del día aproximadamente. No tan temprano como nosotros (que salimos incluso antes de la salida del sol, antes de la primera hora). Pero la hora tercia habría sido muy temprano para un hombre como Clodio.
– ¿Por qué? ¿Porque era tan disoluto como Cicerón asegura?
– No. Porque cuando un hombre tan poderoso como Clodio abandona la ciudad, aunque sea por un corto viaje, siempre deja muchos cabos sueltos y detalles de última hora que resolver. Llegué a la conclusión, por lo que Fulvia me confesó, que tal era el caso de Clodio aquella mañana: notas garabateadas a toda prisa, mensajeros enviados, etcétera. Finalmente, Clodio se puso en marcha. Por el camino, antes incluso de salir del monte Palatino, se detuvo para visitar a un amigo que había caído enfermo de muerte. Ciro el arquitecto.
– El nombre me resulta familiar. ¿Iremos a interrogarle?
– Me temo que no podamos. Ciro murió aquel mismo día, no mucho después de que Clodio se despidiera de él. Era un arquitecto de ricos y famosos muy solicitado. Parecía mantenerse al margen de la política. Cicerón lo contrató para que reconstruyera la casa del Palatino, después de que la incendiara la turba. Clodio lo contrató cuando compró aquella monstruosidad de casa de Escauro, para que diseñara todos los cambios. Deduzco que Ciro había estado dedicando mucho tiempo a la casa de Clodio durante los últimos meses, supervisando a los obreros y comiendo con la familia.
– Entonces, ¿Ciro trabajó tanto para Cicerón como para Clodio?
– Deduzco que tenía temperamento artístico (demasiado talento para tomar partido). No sólo utilizaron sus servicios Clodio y Cicerón; también le proporcionaron consejo legal. Parece ser que Ciro les consultaba a los dos por separado cuando cayó enfermo y redactó el testamento (nombrando a ambos entre sus herederos). Después de la visita de despedida de Clodio, Cicerón fue a ver a Ciro y murió estando él allí.
– Un arquitecto con sentido de la simetría -comentó Eco-. Dices que se mantenía al margen de la política, pero me extraña. Todo el tiempo que pasaba en casa de Clodio, comiendo con la familia, con la posibilidad de moverse a su antojo…, ¡qué magnífico infiltrado habría resultado para Cicerón!
– Ya pensé en ello. Aunque no fuera deliberadamente un espía, incluso en conversaciones normales, Ciro podrá haber proporcionado inadvertidamente a Cicerón muchísima información acerca de los asuntos domésticos y las relaciones de Clodio. Y Cicerón sabía exactamente cómo sacar la información que deseara. Pero esto es mera especulación. No tenemos ningún motivo para creer que Ciro fuera espía en algún sentido. Ciro simplemente constituye un curioso eslabón entre Cicerón y Clodio (precisamente otro ejemplo de lo pequeña que es realmente la ciudad de Roma). El nombre de Ciro vuelve a surgir después, por eso lo menciono ahora, pero su papel en la historia probablemente sea insignificante.
– Comprendido. -Eco me miró fijamente-. Aun así, sospecho del tal Ciro. Seguiré observándolo de cerca. Vivo o muerto. -¡Eso es tener espíritu!
– Oye, papá, no vengas ahora con juegos de palabras.
– Ha sido sin querer. Prosigamos: Clodio visitó por última vez al moribundo Ciro y se marchó por la Vía Apia. El motivo de su viaje era un asunto de negocios en la ciudad de Aricia, a unas trece millas de Roma. Es un viaje cómodo de un solo día a caballo, con la tradicional parada la primera noche en un viaje hacia el sur, en una zona que cuenta con posadas y tabernas para viajeros.
– ¿Clodio tenía negocios allí?
– Se le había designado para que se presentara ante el Senado de la ciudad a la mañana siguiente. Fulvia no parecía saber por qué se requería la presencia de Clodio. Quizás fuera la época del festival anual del cerdo en Aricia o la celebración de alguna deidad local. Los politicos se pasan el tiempo viajando a las ciudades remotas para captar votos. Clodio resultó ser el principal propietario de la región; Fulvia y él poseen una villa precisamente en aquel lado de Aricia. Algo que apuntar: Fulvia no le acompañaba. Eso es un poco extraño. Por todo lo que he oído, Fulvia era la típica esposa servicial de un politico y generalmente las esposas los acompañan en este tipo de viajes. Mientras los políticos parlotean cordialmente con los magistrados locales, sus esposas irradian la virtud de matronas y comparten recetas con las esposas de los magistrados, o algo parecido. Pero Fulvia se quedó en casa.
– Le preguntaste por qué?
– Me dijo que estaba preocupada por el estado de salud de Ciro. -Tan íntima de Ciro era?
– Has visto su casa. ¡Imagínate que se te muere el arquitecto en plena reconstrucción de semejante monstruosidad!
Entiendo lo que quieres decir. Pero ¿importa realmente que Fulvia no acompañara a Clodio?
– Tal vez sí, tal vez no. Considera esto: Si un hombre tramara una emboscada para su enemigo (como sostiene Milón que hacía Clodio), dejaría a su esposa en casa, ¿no crees? Pero aquí hay algo curioso. Clodio llevaba consigo en cambio a su hijo. El chaval es sólo un chiquillo, ocho años de edad. Eso parece descartar la idea de que Clodio dejara a Fulvia en casa porque estuviera tramando actuar con violencia. También habría dejado a su hijo sano y salvo en casa.
– ¿Dijo Fulvia para qué se llevó al niño con él?
– Dice que Clodio quería presentar a su hijo a los hombres importantes de Aricia. Ahora eso suena como un típico político romano (¡nunca es demasiado pronto para empezar a cultivar al heredero!). Y, claro, ausente su esposa, ¿qué mejor manera de presumir de ser un buen padre de familia que llevando consigo a su hijito? Los enemigos de Clodio…
– Te refieres a Cicerón y a Milón.
– … han pasado años tachándolo de incestuoso, antiguo efebo que se dedica a seducir a las esposas y a los hijos de otros hombres (puede que hayan dado con la verdad). Esta clase de rumores no arruinan necesariamente la reputación de ningún hombre en la Roma hastiada y refinada, pero es puro veneno en el campo, en donde la gente todavía valora seriamente las antiguas virtudes. De modo que, cuando Clodio aparece para hablar a los ciudadanos de Aricia, quiere presentarse a sí mismo como un esposo y un padre ejemplar. ¿Qué mejor manera de hacerlo que pronunciar su discurso con su hijo de ocho años a su lado?
Eco frunció el ceño.
– Pero el chico no estaba al día siguiente, cuando Clodio y Milón se pelearon en la Vía Apia, ¿verdad?
– No. Pero ya llegaremos a ese punto. Una cosa más a tener en cuenta mientras aún tenemos a Clodio camino de Aricia: una asamblea multitudinaria tuvo lugar en el Foro aquella mañana, convocada por los mismos tribunos radicales que han estado instigando los desórdenes desde que Clodio murió. Normalmente, Clodio se había creído en la obligación de asistir a dicha reunión para asegurarse de que todo iría según lo planeado. En vez de eso, se dirigió a Aricia.
Eco se encogió de hombros.
– Un hombre no puede estar en dos sitios a la vez.
– No, así que tiene que elegir. Algunos dirían que es difícil imaginarse a Clodio perdiéndose una asamblea de agitadores sólo para ganarse el favor de los padres de una ciudad, en una parada de descanso situada en la Vía Apia (a menos que tuviera otro motivo).
– ¿La susodicha emboscada a su enemigo mortal?
Eso es lo que podrían sugerir sus enemigos. Sencillamente, otro detalle a tener en cuenta.
¿Qué clase de séquito llevaba Clodio?
– Tres amigos y un número de esclavos (Fulvia dice que veinticinco o treinta), la mayoría a pie y todos armados.
– ¿Tantos?
– Un séquito enorme, seguro, pero nada insensato. ¿De qué otro modo podría viajar seguro por el campo un hombre como Clodio? Como así fue, los guardaespaldas no fueron los apropiados para salvarle al final. Pero habrá quienes sugieran que un grupo tan formidable debía de ir con intención de atacar y no de defenderse. Otro detalle que habrá que anotar.
– De manera que tenemos a Clodio por fin en camino.
– Sí. Trata asuntos de última hora en casa, da un beso a Fulvia y se detiene a visitar al moribundo arquitecto. Él y sus cerca de treinta hombres traspasan a zancadas la Puerta Capena (quizás una fría gota de agua le cae en la nuca, como me ocurrió a mí, y le da un susto). Es media mañana: el mercado está atiborrado de compradores y apesta a pescado. Esclavos y humildes ciudadanos lo reconocen y lo saludan. Los que lo desprecian se limitan a torcer el gesto y a morderse la lengua (se veían superados entre aquella multitud). El y sus amigos consiguen caballos en alguna parte (los establos de Pompeyo no pueden ser los únicos en el área) y se ponen en marcha por la Vía Apia, con su séquito caminando tras ellos. Clodio probablemente hizo una pausa para rendir homenaje a las tumbas de sus ilustres antepasados (su hijo le acompaña; ¿y qué padre patricio dejaría pasar la oportunidad de convencer de sus derechos de nacimiento a un niño?).
»Pasaron junto al célebre monumento de Basilio y Clodio no se detuvo a pensar (el sitio es peligroso únicamente de noche y tras él marchaba un tropel de hombres armados). La carretera es ancha, lo que permite a Clodio y a sus tres amigos avanzar uno al lado del otro, con su hijo a su derecha escuchando la conversación de los adultos. El pequeño debe de estar muy impresionado con su padre (todos aquellos hombres al servicio de su papá, las grandes multitudes que se agolpan cuando papá habla, semejante mansión para vivir y crecer en ella). Y pensar que todo aquello se derrumbaría al día siguiente…
»Ahora Clodio y su séquito han llegado al mismo tramo largo y monótono de carretera en el que nos encontramos nosotros. Clodio tiene a sus amigos a su lado para conversar animadamente y, desde luego, a su hijo, al que puede ir señalando los diferentes mausoleos y tumbas que continúan salpicando el camino aquí y allá. Cuando eso se acaba, puede explayarse sobre la misma carretera, como ha hecho todo Claudio desde que se construyó. Es una carretera magnífica, ¿verdad? Los bloques de piedra cortados y encajados con suma perfección, la superficie tan suave y regular, el camino considerablemente ancho (carretas de bueyes pueden venir en dirección contraria y pasar sin necesidad de detenerse). Uno podría pensar que los mismos dioses habían construido semejante carretera, pero no, fue Apio Claudio Ceco, remoto antepasado de nuestro Publio Clodio. Una cosa más para que el niño se sienta orgulloso.
»Aricia se encuentra al final del trayecto, a unas cuatro horas de camino. Un jinete con prisa lo haría en menos tiempo pero, dado que los guardaespaldas van a pie, Clodio y sus amigos están obligados a mantener un paso lento pero constante. Camino de Aricia, ¿junto a qué pasarían?
– ¡Junto a montón de nada! -replicó Davo, confirmando su presencia después de un largo silencio. Parecía haber adquirido el control de su montura y un mejor humor, dispuesto a reírse de sí mismo.
– Un montón de tierras de labranza vacías, para ser exactos, interrumpidas de vez en cuando por algunos bosques y algunos pantanos en las zonas bajas, todo muy llano y no especialmente llamativo. A la izquierda, montañas lejanas en el horizonte. A la derecha, una pendiente suave y gradual hacia el mar. Y de frente, aumentando de tamaño a medida que nos vamos acercando, el monte Albano. ¿Qué te parece, Davo?
Echó un vistazo a la baja masa puntiaguda del horizonte.
– ¡Debe de ser enorme!
Sonreí.
– Realmente no. Es sólo una montaña pequeña en relación con otras, pero supone una importante señal en estas llanuras. Son muchas ciudades pequeñas entre cordilleras y estribaciones. Aricia es una de ellas. Pero la primera a la que llegaremos, exactamente cuando el terreno comience a elevarse, es Bovilas. Eco, tú has venido por aquí en numerosas ocasiones, cuando ibas a Neápolis. ¿Qué distancia hay entre Bovilas y Roma?
– Un poco más de once mojones.
– Y ¿qué hay en Bovilas?
– Papá, sólo he ido allí de pasada. No estoy seguro de haberme detenido alguna vez.
– ¡Piensa!
Entrecerró los ojos con la mirada puesta en las estribaciones que había delante de nosotros, como si así pudiera distinguir los detalles a semejante distancia.
– Me parece recordar una posada junto a la carretera. Y un establo.
– Sí, el establo habrá estado allí probablemente de una forma u otra durante más de doscientos años, desde que se adoquinó el primer trayecto de la Vía Apia, de Roma a Bovilas. Apio Claudio Ceco construyó la carretera como una ruta militar para que la utilizaran las legiones; por eso es tan amplia y recta. Bovilas era la primera parada para los mensajeros militares, un lugar para cambiar los caballos. Y donde hay un establo, por supuesto hay una posada. ¿Qué aspecto tiene la posada de Bovilas?
– Un edificio de piedra de dos plantas.
– Sí, probablemente haya dormitorios comunitarios en la planta superior, una taberna en los -bajos y una cocina en la parte posterior. Un establo y una posada. ¿Qué más?
Eco se encogió de hombros.
– Algunas casas desperdigadas, alejadas de la carretera. Ah, y un altar a Júpiter construido a la sombra de-viejos robles dispuestos en círculo junto a un riachuelo. Un paraje muy bonito.
– Robles, sí; no bien comienza a elevarse el terreno en la carretera a la altura de Bovilas, los árboles se hacen más densos. La cumbre de la montaña es un bosque en toda regla. Supongo que no habrás visto nunca un bosque, Davo.
– He visto lo que llaman arboledas, que crecen alrededor de los templos en la ciudad.
– No es exactamente lo mismo. Bueno, ya es mucho para Bovilas, pero no demasiado, ¿verdad? No es un lugar muy especial para exhalar el último aliento, pero allí fue donde murió Clodio al día siguiente. La refriega comenzó ya avanzada la carretera, pero aparentemente los hombres de Milón persiguieron a Clodio hasta la posada, donde hizo su última parada. Según Fulvia, fue un senador llamado Sexto Tedio el que pasó por allí y se encontró con el cuerpo tirado en la carretera. Ordenó a sus esclavos que lo introdujeran en la litera y lo envió a Roma. Tú y yo vimos en qué condiciones estaba cuando llegó ante Fulvia, apuñalado y estrangulado. Y después de Bovilas, Eco, ¿qué más hay en la carretera?
– El terreno empieza a elevarse, como ya has dicho. Pendientes pobladas de árboles con fincas de gente rica, pilones instalados a ambos lados de senderos privados que conducen a las grandes mansiones que apenas se vislumbran al pasar. estiró el cuello y entrecerró los ojos-. Algo nuevo, más próximo a la carretera…, una especie de templo…
No es un templo sino una residencia. La casa de las vírgenes vestales. Tienes razón, es nuevo, construido en los últimos años. Antes, las vestales vivían en alguna parte de la montaña, más arriba. Hay un templo de Vesta por allí arriba. No es un sitio en donde nosotros los hombres podamos poner los pies. Continúa, jinete imaginario. ¿Qué más hay a continuación por la carretera?
Al otro lado de la carretera…, algo más de carácter religioso… relacionado con las mujeres. Un santuario, no un templo…, ¡un santuario a Fauna, la Buena Diosa!
– ¡Excelente! Un rincón para que los adoradores de Fauna dejen sus ofrendas y recen plegarias y también otro sitio en donde no seriamos particularmente bien recibidos. Pero, en opinión de Fulvia, fue en el tramo de la carretera directamente enfrente del santuario de la Buena Diosa en donde comenzó la pelea entre Clodio y Milón. Echaremos un vistazo más detallado a la extensión del terreno para ver sí parece apropiado para tender una emboscada. Pero volvamos a Clodio en el día anterior a su muerte, de camino entre Roma y Aricia. Habrá pasado por todos estos lugares, quizás sin detenerse, deseando apresurar la marcha ahora que se encontraba tan cerca de su destino. ¿Qué viene después, Eco?
– Ummmmm. Me parece recordar unos pilones impresionantes a la izquierda de la carretera y un camino que llevaba a una villa, arriba en la cumbre.
– Sí. Si no me equivoco en mis deducciones, será allí donde pasemos la noche.
– ¿La villa de Pompeyo?
– Por las indicaciones que me dio Cara de Niño, creo que ése es el lugar.
Eco dejó escapar un silbido.
– La vista debe de ser extraordinaria.
– Sí. A Pompeyo parece gustarle vivir en sitios donde le sea posible divisar el mundo que le rodea desde las alturas. Pero no te detengas todavía. ¿Qué hay después en la carretera?
– Más villas privadas. Una de ellas debe de pertenecer a Clodio.
– Sí, la suya es aquella enorme mole que parece encaramarse por la ladera del monte.
– ¿El espacio en el que podaron todos los árboles y lo excavaron todo?
– Sí. Al parecer, gran cantidad del espacio interior está bajo tierra, como los sótanos, defendible como una fortaleza, según me contó Fulvia. Por lo que me dijo, deduzco que Clodio estaba especialmente orgulloso del lugar, más contento incluso que con el palacete del Palatino. Tendremos ocasión de verlo más de cerca. Allí fue donde el viaje de Clodio terminó por aquel día, a sólo una milla o así a este lado de Aricia. Debían de quedarle algunas horas de sol. Clodio inspeccionó el terreno probablemente, habló con el capataz y vio todo lo que tienen que ver los propietarios de fincas cuando llegan a una de sus propiedades. Su cocinero preparó un banquete al que fueron invitados algunos personajes del lugar. Todo parece muy respetable, muy aburrido. Después de aquel viaje a caballo, probablemente el pequeño Publio se quedaría dormido en el triclinio después de la cena. A la mañana siguiente, Clodio presenta sus respetos al Senado de la ciudad de Aricia, y después sigue una breve recepción. En seguida vuelve a su finca, poco después del mediodía o a primera hora de la tarde. Fulvia dice que pretendía pasar al menos una noche allí.
¿Tenía más asuntos que tratar en la región?
– No sé. Seamos sentimentales y asumamos que quería disfrutar de su condición de padre pasando el tiempo con su hijo, paseando por los terrenos arbolados que circundan la villa. Pero llegó un mensajero.
– ¿Qué mensajero?
– El que Fulvia envió aquella mañana con objeto de dar a su esposo la mala noticia del fallecimiento de Ciro el arquitecto. Le pedía a Clodio que retornara a Roma de inmediato.
– ¿Era realmente necesario que se apresurara a volver a casa?
– Fulvia pareció entenderlo así. Ciro estaba lo bastante cerca de haber nombrado a Clodio entre sus herederos y Fulvia dependía del hombre para finalizar su casa del Palatino. Su muerte la abrumó. Deseaba que su esposo regresara a casa.
– ¿Y Clodio lo dejó todo por atender corriendo a su llamada?
– ¿No lo encuentras verosímil, Eco?
– No sé, papá. Tú has tenido más relación con esa mujer que yo.
– Sí, bueno, me atrevería a decir que cuando Fulvia dice a un hombre que haga algo, las probabilidades de que el hombre haga lo que Fulvia le pide son bastante elevadas.
– ¿Incluso Clodio?
– Incluso Clodio. Que es lo mismo que decir que considero creíble lo que Fulvia me contó aunque no necesariamente convincente: que Clodio quería pasar otra noche en su villa, pero en vez de eso se encontró de nuevo inesperadamente de vuelta en la Vía Apia camino de Roma, debido al mensaje de Fulvia. Si ése fue el caso, entonces no hubo emboscada premeditada, ¿verdad? Cuando Milón y sus matones pasaron por allí, Clodio debía haber estado paseando con su hijo por el bosque; en cambio, se hallaba en la Vía Apia, pero sólo por casualidad.
– Pero ¿dónde estaba su hijo si no estaba con él cuando se produjo el enfrentamiento?
– A decir de Fulvia, Clodio había prometido al niño un tiempo de estancia en el campo y lo dejó en la villa con su tutor.
¿Te parece verosímil que dejara al muchacho, papá?
¿Por qué no? Podría pensarse que Fulvia había querido que le trajeran a su hijo, pero los ricos ven estas cosas de diferente manera. Supongo que si fuera propietario de una enorme villa en el campo con un numeroso personal de esclavos que llevaran la casa, podría sentirme cómodo dejando a mi hijo de ocho años a su cuidado. O quizás el chico sea un mocoso insufrible y un pésimo viajero. Tal vez había sido absolutamente insoportable el día anterior y Clodio no pudo soportar otro largo viaje con el monstruo y quiso librarse de él.
Eco se echó a reír.
– ¡Eso está mejor! Olvidemos los sentimentalismos.
– A algunos les podría parecer sospechoso, desde luego, que a Clodio se le ocurriera salir de la villa con una compañía armada precisamente cuando Milón venía aproximándose por la Vía Apia y que precisamente se le ocurriera dejar a su hijo a salvo. Otro detalle más que apuntar.
– Así que por fin llegamos a Milón. ¿Qué hacía en la Vía Apia?
– Oíste su discurso en el Foro el otro día. Le esperaban en Lanuvio con motivo de una ceremonia religiosa. Es la ciudad que hay después de Aricia, un par de millas más al sur. Por lo que puedo decir, los hechos que Milón relató en el contio de Celio eran verdaderos. Asistió a una reunión del Senado en Roma aquella mañana y después se puso en camino a la cabeza de una numerosa comitiva, montado en un carruaje con su esposa. Milón manifiesta que emprendieron tarde el viaje y que no pasaron por Bovilas hasta cerca de la undécima hora, la última hora de luz solar. Si eso es cierto, contradice lo que dice Fulvia: que Clodio se dirigía a su casa, ya que la hora undécima de un día de invierno es demasiado tarde para que alguien con un poco de sentido común emprenda un viaje de varias horas con un séquito de hombres a pie. Clodio habría llegado a Roma mucho después de que hubiera oscurecido y viajar de noche es un asunto peligroso, aunque sólo sea porque hay más probabilidades de que un hombre o un animal tropiece en la oscuridad y se rompa una pierna. Entonces, ¿realmente sucedió el incidente tan tarde? Fulvia dice que el cuerpo de Clodio llegó a su casa del Palatino transportado en una litera a la hora prima de la noche (sólo una o dos horas después del momento en que, según Milón manifiesta, se inició la reyerta, lo cual es imposible).
– Entonces, hay discrepancias en cuanto al momento en que se produjo el incidente. Fulvia dice que ocurrió a la hora prima de la tarde; Milón dice que ocurrió no mucho antes de la puesta de sol. ¿Es eso importante, papá?
– Significa que uno de los dos tiene que estar equivocado… o mintiendo deliberadamente.
– ¡Trataré de reprimir mi sorpresa!
– Sí, pero ¿por qué mentir acerca de la hora, Eco? Además, si Fulvia o Milón han mentido al respecto, entonces ¿en qué más podría estar mintiendo una u otro?
– ¿Crees que lo averiguaremos simplemente yendo a esos lugares y haciendo algunas preguntas?
– Podemos intentarlo -dije.
El monte Albano se perfilaba delante de nosotros, aumentando de tamaño de forma paulatina y constante. La cima aparecía cubierta de nubes que proyectaban su sombra por las pendientes más elevadas, de tal manera que la montaña parecía brotar de las llanuras soleadas que la rodeaban como una sombría masa de dudas. Davo frunció el entrecejo, mirando el panorama con recelo. No era el único.
Aunque llegamos a Bovilas antes de la cuarta hora, ya estaban preparando la comida del mediodía. El humo salía por la cocina, situada en la parte posterior de la posada, transportando olores a pan cocido y a carne asada.
¡Me muero de hambre! -dijo Eco. Las tripas de Davo rugían solidariamente.
– Estupendo -dije-. No tendremos que inventar ninguna excusa para detenernos en la taberna.
Era un edificio de dos plantas hecho de piedra erosionada. Las tierras de los alrededores estaban despejadas y hundidas por el paso de infinidad de pies a lo largo de los años. Había sido allí adonde, según Fulvia, Clodio había huido cuando los hombres de Milón lo atacaron. Se había refugiado en la taberna. Los hombres de Milón habían asaltado el local. Fulvia no conocía ningún detalle del enfrentamiento, únicamente que, al final, un senador que por allí pasaba en dirección a Roma se encontró con el cuerpo de Clodio que yacía en la carretera enfrente de la taberna y lo transportó a Roma en su litera.
Davo enganchó los caballos a un poste que había debajo de una arboleda cercana. Había un abrevadero para los caballos y un banco en donde Davo se sentó mientras los observaba.
Antes de entrar, Eco y yo echamos un rápido vistazo a los cuatro laterales del edificio, con el objeto de ver lo defendible que parecía. En la planta superior había grandes ventanales con los postigos cerrados, inaccesibles, ya que no había manera de trepar hasta ellos. Las ventanas con postigos de la planta baja situadas en la parte trasera y en los muros laterales eran pequeñas y altas. Un hombre podría deslizarse por ellas, pero sólo si alguien lo aúpa y no hay nadie dentro que le impida la entrada. La puerta trasera, que en aquel instante permanecía abierta, estaba también hecha de madera maciza. La entrada era tan estrecha que Eco y yo tuvimos que virar de perfil y entrar de uno en uno. Las ventanas que había a ambos lados de la puerta frontal eran ligeramente más grandes y estaban situadas a un nivel una pizca más bajo que las otras ventanas de la planta baja, pero un hombre habría pasado igualmente por una situación bastante embarazosa entrando y saliendo a gatas.
Con todo, la posada parecía razonablemente defendible. Aun así, percibí señales de una reciente lucha perdida.
A Eco no le pasaron tampoco inadvertidas.
– Papá, ¿has notado la diferencia entre los postigos?
– Sí.
– Los del piso superior están todos hechos de madera vieja de color gris…
– … mientras que los postigos de todas las ventanas de la planta baja son visiblemente nuevos, lo mismo que las puertas frontal y posterior de la casa. Igualmente, hay muchísimo yeso fresco por todo el umbral. Tú y yo sabemos demasiado bien que las puertas se pueden romper y puede ser necesario sustituirlas.
– ¿Dónde crees que está todo el mundo, papá?
– ¿A quién esperabas encontrar? Esta mañana no ha habido más viajeros por la carretera. Probablemente hayamos llegado muy temprano con respecto a la clientela regular del mediodía. -Cuando mis ojos se acostumbraron a la penumbra, distinguí un cuarto rústico y sencillo con algunas mesas y bancos. En el rincón de la izquierda, al otro extremo, empezaba la escalera, vertiginosamente empinada. Debajo de las escaleras, un mostrador bloqueaba el paso a la parte posterior de la estancia. En la pared situada detrás del mostrador había un pequeño arco con una cortina de tela recogida que comunicaba con una sombreada despensa que daba a la puerta trasera. Después de un instante, la puerta crujió y se abrió mostrándonos la voluminosa silueta de una mujer, bordeada por la brillante luz del sol. Cerró la puerta tras ella y se acercó contoneándose hasta la barra mientras se secaba las manos en la pechera de su tosco vestido. Olía a pan cocido y a carne asada.
Me pareció ver que alguien entraba. -los miró con ojos entornados, mirada que yo consideré casi hostil hasta que me percaté de que esperaba a que sus ojos se adaptaran a la oscuridad. Era una mujer de aspecto fuerte, con brazos carnosos y cara redonda y franca, enmarcada por una maraña de cabellos rojos entrecanos-. ¿El que está con los caballos en el abrevadero es compañero vuestro?
– Sí -dije.
– Sois tres, ¿no?
– Sí, somos tres viajeros.
– Tres viajeros hambrientos -añadió Eco apoyándose en la barra. Esbozó un atisbo de sonrisa.
– Podremos solucionar eso, siempre que tengáis algo que tintinee. Eco hizo sonar su bolsa de monedas. La mujer movió la cabeza en señal de aceptación.
– Tengo un par de conejos asándose. Falta un poco para que estén hechos, pero puedo traeros pan con queso mientras tanto. -Alargó el brazo debajo de la barra y sacó dos copas, se fue a la despensa y regresó con una jarra de vino y otra de agua.
– ¿Podrías llevar también algo de comida al compañero que está a la sombra de los árboles? -dije-. Desde aquí puedo oír cómo le crujen las tripas.
– Desde luego. Enviaré a uno de mis chicos para que se encargue de él. Está atrás en la cocina, vigilando el fuego. Con mi esposo -añadió como queriendo hacernos saber que no era una mujer sola-. Viajeros, decís. ¿Vais al norte o al sur? -Al sur.
– ¿Venís de Roma, entonces? -Sirvió generosas cantidades de vino y añadió unos chorros de agua.
– Salimos esta mañana temprano.
– ¿Cómo se está en la ciudad?
– En un completo caos. Nos alegramos de haber salido de allí.
– Pues por aquí también ha habido un lío tremendo. Desde aquel condenado día… -Suspiró y movió la cabeza.
– Ah, sí, debemos de estar cerca de donde ocurrió… la pelea en la carretera.
Soltó un bufido.
– Llámalo pelea si quieres, pero yo lo llamaría una batalla campal, a juzgar por los daños y los cadáveres que había tirados por todas partes. Y puede que comenzara en la carretera, pero fue aquí mismo donde acabó. -Dio una palmada encima del mostrador.
– ¿Qué quieres decir?
– ¿No estamos hablando de lo mismo? ¿Milón y Clodio y toda la sangre que se derramó?
Moví afirmativamente la cabeza.
– Nadie en Roma habla de otra cosa estos días. Pero todo está muy confuso y embrollado… Cada nueva versión contradice la anterior. Algo ocurrió en la Vía Apia y Clodio acabó muerto…, eso es en lo único en que coinciden todas las historias. Nadie sabe con seguridad dónde ni cuándo ni cómo ocurrió.
La mujer puso los ojos en blanco.
– Con tanto sufrimiento y tanta destrucción, creeríais acaso que la gente se molestaría, al menos, en averiguar lo que sucedió exactamente, aunque fuera sólo para alegrarse de que no les ocurriera a ellos. Pero me habéis dicho que teníais hambre. Os traeré pan calentito, recién salido del horno.
Eco abrió la boca para hacerla volver, pero yo se lo impedí con un pellizco en el brazo y un movimiento de cabeza.
– La mujer ya está lo bastante ansiosa por contarnos lo que: sabe -dije en voz baja-. Deja que lo haga a su ritmo.
Regresó con una humeante hogaza de pan y un trozo de queso del tamaño de un ladrillo, se fue a la despensa y retornó con un cuenco lleno de aceitunas negras y verdes. Puso los codos en la barra, se inclinó hacia nosotros y relató su historia sin necesitar que la animáramos
– El propietario de esta taberna era mi cuñado, el esposo de mi hermana pequeña. Un tipo muy trabajador, procedente de una familia numerosa de esforzados trabajadores. Heredó el terreno de su padre; la familia ha tenido esta posada durante generaciones. Lloró de alegría el día que mi hermana le dio un hijo al que dejárselo todo. -Suspiró-. ¿Quién iba a sospechar lo pronto que nos dejaría? El niño es aún un crío; y ahora que su padre está muerto no hay ningún otro adulto, en ninguna de las ramas de la familia, que dirija el local. Así que nos encargamos mi esposo y yo con ayuda de nuestros hijos, mientras mi pobre hermana viuda se queda con el pequeño. ¡Ah, pobre Marco! Así se llamaba su esposo. Siempre hay algún peligro cuando se lleva un estableci miento como éste en la carretera, siempre corriendo el riesgo de que nos asalten los bandidos o los esclavos fugitivos, que te cortarían el pescuezo sin pensarlo dos veces. Pero Marco era un tipo grande y fornido, que no le tenía miedo a nada y esta posada era toda su vida. Siempre lo fue, desde que era un muchacho. Creo que no se dio cuenta del peligro aquel día en que los hombres de Clodio entraron corriendo, todos ensangrentados y sin aliento. No los echó fuera, se limitó a preguntarles qué podía hacer para ayudarles. Clodio entró trastabillando, herido y sangrando, y le dijo que atrancara las puertas. Después, tumbaron a Clodio aquí mismo, boca arriba. -Dio una palmada en el mostrador, lo bastante fuerte para hacer que nuestras copas temblasen. Con aquella tenue luz observé la superficie veteada y manchada de la vieja madera. Mucho vino debía de haberse derramado en aquel mostrador durante años, me decía a mí mismo, pero había manchas que podían ser otra cosa-. Marco debió haberlos enviado a todos de vuelta a la carretera, eso es lo que dice mi esposo. Pero ¿qué sabe él? No estaba aquí. La que sí estaba era mi pobre hermana. Ella me lo contó todo. Me había dejado al niño pequeño aquel día. ¡Oh, cómo le gustaba trabajar en esta taberna, tanto como a Marco! Nada podía alejarla. Cuando Clodio y sus hombres aparecieron, ella estaba en el piso de arriba sacudiendo las mantas y barriendo del suelo. Ojalá su pequeño hubiera estado enfermo; ojalá algo, cualquier cosa, la hubiera retenido en casa aquel día. El trastorno que le causó lo que le sucedió a Marco ya fue lo bastante espantoso, pero para ella haber estado aquí, haber visto y oído…, algo se ha roto en su interior. Por eso tenemos que hacer todo lo que podamos para que la posada siga funcionando hasta que el pequeño Marco sea lo bastante mayor para ocupar el puesto de su padre.
Asentí con la cabeza.
– De modo que la riña…, la batalla…, comenzó en la carretera, pero Clodio terminó aquí. ¿Había estado antes en la taberna? ¿Conocía a tu cuñado Marco?
– Oh, desde luego. Publio Clodio paraba aquí muchísimas veces cuando iba de paso hacia su villa de la montaña. Yo misma me lo he encontrado en más de una ocasión durante años. Tan encantador… Nada más verlo, podía decirse que era de alta cuna, eso no podía disimularlo. Esa manera suya de comportarse, siempre con esos trajes tan maravillosos, esos caballos tan elegantes, con aquel cabello y aquellas uñas tan maravillosamente acicaladas. No se ven con frecuencia hombres que tengan unas uñas tan bien cuidadas. Pero nunca fue un hombre distante. Siempre se acordaba del nombre de Marco, siempre le preguntaba por el pequeño Marco. Él también tenía un hijo pequeño.
– Eso he oído.
– Claro está que Publio Clodio no gustaba a todo el mundo. Despertó algunos resentimientos cuando empezó a construir la villa.
– ¿Resentimientos?
– Bueno, hubo quienes dijeron que la manera con que se hizo con las tierras de los alrededores no fue del todo limpia; y otros se quejaron de que algunos de los árboles que taló eran parte de la sagrada arboleda de Júpiter. Y que las vestales tuvieron que salir de su antigua casa. Pero Clodio les dio dinero para que se construyeran otra, que está sólo un poco más lejos del templo de Vesta que la antigua, así que nunca he podido comprender de qué se quejaban tanto. -Movió de un lado a otro la cabeza-. Pero no hablaré mal de los muertos, menos aún cuando el lémur del pobre hombre dejó su cuerpo al alcance de mi voz.
– ¿De manera que tu cuñado era amable con Clodio, a pesar del resentimiento que algunos de vuestros vecinos pudieran haber albergado contra él?
– Oh, sí. Supongo que por eso Clodio corrió hasta aquí cuando se encontró con problemas. ¡Ojalá no hubiera traído los problemas consigo! Pero no culpo al muerto. Culpo al otro.
– ¿Qué otro?
Cogió un trapo de detrás de la barra y empezó a retorcerlo, apretando los puños hasta que se le quedaron blancos los nudillos.
– El hombre al que pertenecían los matones que perseguían a Clodio aquel día. Es al bastardo a quien hay que culpar de lo que ocurrió aquí.
– A Tito Anio Milón te refieres.
Hizo un ruido con la garganta como si fuera a escupir.
– Si prefieres llamarlo así… ¡Milón! Él mismo eligió ese nombre, ¿verdad? Qué tipo más vanidoso para creer que se parece al gran héroe olímpico. Bueno, nadie de por aquí está tan impresionado por el tal Milón. Es simplemente otro individuo del otro lado de la montaña que se marchó a Roma a hacer fortuna. Es de Lanuvio. ¿Lo sabíais?
– Sí, creo haberlo oído.
– Tito Anio Milón le llamas. No nació tampoco con ese nombre. ¡Ni siquiera nació con el nombre de Tito! El tipo nació simple y llanamente Cayo Papio, como su padre antes que él, y dejadme que os asegure que los Papio de Lanuvio no hicieron nunca nada importante digno de recuerdo. Desde su nacimiento, es tan vulgar como la mierda. Pero cuando su padre murió, lo adoptó su abuelo, que era el padre de su madre, Tito Anio, el de tan nobles antepasados. Conque Milón adoptó el nombre del anciano y le añadió un nombre propio, y así fue como Cayo Papio pasó a ser Tito Anio Milón. Ahora, todo el mundo ha oído hablar de él. Heredó también el dinero de su abuelo cuando el viejo murió, pero dicen que se lo gastó todo en esos estrafalarios juegos fúnebres que impuso para impresionar a los votantes de Roma. ¡Lo que puede llegar a hacer un hombre con el fin de que lo elijan para un alto cargo! Bueno, ninguno de mis parientes votaría al tipo ese. Siempre aparentando y dándose tono, tan falso como cada uno de sus tres nombres. No, nunca soportamos a Milón.
Se interrumpió para coger aire y se puso a limpiar el mostrador con el trapo, como si pudiera borrar así las manchas de sangre.
– Ah, Milón se detenía aquí de cuando en cuando, de regreso a su casa de Lanuvio, pagaba una ronda para todos, decía algunas palabras bonitas y se aseguraba de que todo el mundo le observara. ¡El chico del pueblo que se había convertido en un personaje poderoso en Roma, amigo de Cicerón, aliado de Pompeyo, seguro de convertirse en cónsul uno de estos días! Pero si me preguntáis, Milón no tenía ni una pizca del encanto de Clodio. Clodio entraba en la sala y era como si alguien encendiera las velas por todas partes, de repente todo resplandecía. Milón entraba fanfarroneando y riéndose burlonamente y era como si alguien te echara el mal aliento en la cara. Su encanto era pura apariencia. Podía verse cómo le rechinaban los dientes cuando tenía que mezclarse con la gente común que había dejado atrás. Por lo que se refiere a esa mujer suya, cómo se llama…
– Fausta, creo -apuntó Eco.
– Ah, sí, Fausta Cornelia… Bueno, ahí está el caso de un hombre que contrae matrimonio para subir de categoría, ¡si alguna vez hubo alguno! ¿Cómo acabó la hija del viejo dictador Sila amarrada a Cayo Papio de Lanuvio? Un simple juego de dinero y política, supongo. Los matrimonios entre personas así siempre se reducen a fríos cálculos, ¿no es cierto? Dicen que no le ha impedido tener todos los amantes que quiera. Dicen que Fausta es ahora más mujerzuela de lo que lo fue con su primer marido. Aun así, déjame que te diga que nunca fingió relacionarse con la gente del pueblo. Cuando ella y Milón se paseaban por la Vía Apia y él se detenía aquí para invitar a todo el mundo a beber, la gran Fausta Cornelia permanecía firmemente arrellanada en ese carruaje estrafalario, rígida como una estatua, con la mirada siempre al frente, como si le fuera a dar tortícolis por mirar a personas como una servidora. Bueno, podía comprender que se quedara fuera de la taberna una dama como ella… La esposa de Clodio, Fulvia, era igual, ella y sus mujeres eran siempre muy suyas cuando Clodio hacía un alto para entrar, pero si la vieras en la hierba, a la sombra de los árboles, jugando con su hijito o amamantando a la pequeña, comportándose como una persona normal…, no como Fausta Cornelia, demasiado buena incluso para intercambiar una mirada con sus semejantes. Pero hubo una vez, una vez…
La mujer se agitó súbitamente y soltó una risita ahogada.
– La naturaleza consigue lo mejor de cada uno al final, ¿eh? -logró decir cuando recobró la compostura-. Recuerdo la vez…, oh, debía de estar muy necesitada, porque envió a un esclavo para que me preguntara dónde estaban los servicios. Mandé a una chica para que le enseñara el camino hasta el pequeño edificio que hay al otro lado, junto al arroyo, pasados los establos. La chica volvió diciendo que Fausta Cornelia no había encontrado los servicios a su gusto, que se había negado a usarlos. Puedes apostar a que Milón salió de la taberna y se puso en marcha poco después. ¡Supongo que se lo estuvo aguantando todo el tiempo hasta llegar a Lanuvio! Pero ¿cómo? Incluso la Vía Apia tiene algunos baches. Todos nos quedamos hablando de la anécdota, preguntándonos si habría tenido algún accidente en el carruaje y cómo reaccionaría Milón. Oh, podéis imaginaros la expresión de su cara…
Volvió a escapársele la risa hasta que se le saltaron las lágrimas. Por fin se apaciguó y se enjugó las lágrimas con el dorso de las manos.
¡Ay, el conejo! Ya estará hecho, seguramente.
Y dicho esto, volvió a desaparecer por la puerta trasera.
Eco alzó una ceja.
– Parece que Clodio y Milón eran bastante conocidos por estos predios.
– Sí, el ambicioso chico del pueblo y el aristócrata forastero con dinero y encanto. Dos estilos destinados a despertar fuertes reacciones en la gente. Admiración, respeto…
– Envidia, odio…
– Sí -dije-, y políticos los dos, nada tímidos a la hora de ponerse en evidencia. Sabemos lo habilidoso que era Clodio para conectar con el vulgo; hizo un arte de ello. Milón, que realmente tenía raíces humildes, ha sido, al parecer, muy torpe al respecto.
– Eso dice nuestra mesonera, papá, pero es evidente que tiene sus preferencias. Además, ¿qué es todo eso acerca de Clodio talando árboles sagrados, echando a las vírgenes vestales de la región…?
De una patada se abrió la puerta de atrás y nuestra mesonera regresó con una fuente humeante. La seguía una figura alta y corpulenta que llevaba un cuenco humeante. El individuo era tan voluminoso que sentí algo de aprensión, hasta que me di cuenta de quién se trataba.
– ¡Davo! ¿Qué estás haciendo? Se supone que tendrías que estar vigilando los caballos. Sería estupendo que cuando acabáramos de comer no los encontráramos en su sitio. No quiero volver caminando doce millas hasta Roma.
– No te preocupes -dijo la mujer-. He enviado a uno de mis chicos para que le sustituya. Tus caballos estarán seguros, te doy mi palabra. ¿No te parece bien que entre tu esclavo? Las nubes están empezando a bajar de la cima de la montaña y puede coger un resfriado sentado al aire libre. Déjale que se caliente un poco. -Miró a Davo como muy rara vez me han mirado a mí las mujeres. Sólo porque da la casualidad de que el amigo tiene diecinueve años, cabello negro ondulado, hombros de buey y una figura propia de una estatua griega…
– Lo ha traído dentro para poder mirarlo a su antojo -dijo Eco por la comisura de la boca.
– Evidentemente -dije-. Es la mujer que prefiere a Clodio y no a Milón, recuerda.
La mujer colocó los platos y los cubiertos delante de los tres y llenó las copas. La fuente humeante resultó ser el conejo asado. El conejo no es mi carne favorita (muy grasa y llena de huesos), pero estaba bien Cocinada y yo tenía mucha hambre. El cuenco humeante rebosaba des nabos glaseados. Felicité a nuestra anfitriona por la salsa.
– Oh, es muy sencilla. Una pizca de comino, un poco de ajo, miel, vinagre, aceite y un pellizco de ruda. Mi madre siempre dijo que los tubérculos piden salsa picante.
– Es realmente deliciosa -dije con absoluta sinceridad. Pero era hora de recordarle la muerte de Clodio-. ¿Cocinabas mucho aquí en la taberna antes del desafortunado día?
– Oh, cada dos por tres, sobre todo después de que mi hermana tuviera el niño.
– Pero tú no estabas aquí aquel día.
– No; como ya os he dicho, estaba mi hermana, trabajando en el piso de arriba, y Marco.
– ¿El día anterior había pasado Clodio por Bovilas?
– Eso me dijo mi hermana, pero no entró. Vio desfilar a su séquito, pero pasó tan rápido que sólo pudo ver a Clodio de refilón encabezando el desfile a caballo con su hijito al lado y un par de amigos.
– Y el día del incidente, Milón debió de pasar por aquí no mucho antes de la batalla campal.
– Oh, sí, mi hermana lo recuerda con toda nitidez, recuerda todo lo que sucedió aquel día como una pesadilla que nunca se olvida. Milón se detuvo un rato para dar de beber a los caballos, pero ninguno de sus hombres entró en la taberna. Aun así, dice que no se pudo perder el acompañamiento que llevaba. Parecía interminable, como aquellas procesiones triunfales de la ciudad. Así es como suele viajar, al menos cuando ella va con él.
– Te refieres a Fausta Cornelia.
– Sí. Cualquiera creería que es incapaz de salir de casa sin diez esclavas que la maquillen por la mañana y otras diez que la metan en la cama. Y supongo que a Cayo Papio (Milón, si lo prefieres) le encanta presumir de todos esos eslavos y guardaespaldas delante de sus amigos y familiares cuando vuelve a Lanuvio. «¡Miradme! ¡Parece que no pueda salir de casa sin que un centenar de guardaespaldas me sigan!»
– ¿Un centenar? ¿Había tantos en la comitiva aquel día?
Se encogió de hombros.
– Vaya, no sé la cantidad. Como ya os he dicho, no lo vi con mis propios ojos, fue mi hermana. Pero dice que mientras Milón daba de beber a los caballos en las cuadras, toda su gente se fue arremolinando y llenaron la carretera como se llena el Foro de Roma con la multitud y, cuando finalmente se volvieron a poner en marcha, parecía que la procesión no fuera a acabarse nunca. Marco bromeó. ¡Conque tan sólo Milón hubiese dado de beber a sus esclavos lo que dio a sus caballos, habrían podido vender cada gota de vino almacenado y pagarse un nuevo tejado!
– Entonces ¿el grupo de Milón era más numeroso que el que pasó con Clodio el día anterior?
– ¿Eres tonto o es que no escuchas? Sí, de lejos. Muchísimo más numeroso.
– Pero el grupo de Clodio se componía en su totalidad de hombres armados (por lo que he oído), mientras que da la impresión de que Milón viajaba con peluqueras y maquilladoras.
– Las esclavas de Fausta formaban parte del grupo, sí, pero Milón siempre viajaba con muchísimos gladiadores, algunos muy famosos. ¿No habéis oído hablar de Eudamo y Birria?
– Sí, desde luego. ¿Estaban en el grupo de Milón?
– Eran de su propiedad. ¿No es eso propio de él, comprar un par de famosos gladiadores simplemente para presumir de ellos? Hasta yo he oído hablar de Eudamo y Birria y tenga casi tanto interés en ver a los hombres matarse en la arena como en ver a un escarabajo empujar una boñiga por la carretera. Aunque hay gladiadores a los que da gusto mirar… -La mujer lanzó una mirada a Davo, que andaba ocupado en arrancar un trozo de carne al conejo-. En cambio, Eudamo y Birria son tan guapos como el trasero de un burro y son difíciles de perder de vista. Siempre cerraban la comitiva de Milón por la retaguardia. Enormes como troncos andantes. Nunca se ve a uno sin el otro. Mi esposo dice que solían luchar en equipo en la arena.
– Sí, dos contra dos, a veces dos contra cuatro -dijo Davo, sacándose un hueso de conejo de la boca. Eco y yo lo miramos sorprendidos. -Continúa, Davo -dije.
Se aclaró la garganta.
Nada, que cuando era un chaval, mi antiguo amo solía llevarnos a todos a ver las luchas -explicó-. Él mismo poseía algunos gladiadores. Pensó en entrenarme a mí para la arena, pero al final le pareció que era demasiado pequeño y que podía hacer mejor negocio vendiéndome como guardaespaldas. Siempre decía que nadie perdió nunca dinero apostando por Eudamo y Birria. No importaba el tipo de armas que usaran o en qué combinación: el tridente y la red, la espada corta, el hacha, con escudo o sin él. Eran capaces de paralizar a cualquiera de miedo con sólo clavarle la mirada. Los dos hombres más aterradores que haya habido jamás; así los llamaba mi antiguo amo.
Pinché un nabo con el tenedor y lo mojé en la salsa.
– Y estos gladiadores, ¿estaban con Milón cuando pasaron por aquí aquel día?
La mujer asintió con la cabeza.
– De eso estoy segurísima, porque fueron los primeros que llegaron persiguiendo a Clodio. Mi hermana los vio desde una ventana de arriba.
– ¿Fue allí donde permaneció durante el ataque, en el piso de arriba?
– Así es como lo cuenta ella: oyó ruido cuando Clodio y sus hombres irrumpieron de prisa y empezó a bajar. Sólo le dio tiempo a echar un rápido vistazo, porque Marco le gritó en seguida que volviera arriba.
– ¿Cuántos hombres vio?
– No muchos. Cinco o seis, dijo, y Clodio tirado en este mostrador, agarrándose el hombro y rechinando los dientes mientras daba órdenes a los demás.
– ¿Daba órdenes?
– Sí, les decía que cerraran los postigos y cosas así.
– Entonces, estaba herido pero todavía consciente.
– Oh, sí, muy consciente. Decidido, ésa fue la palabra que empleó mi hermana. Todos sus hombres recurrían a él para recibir indicaciones suyas. Pero la expresión de sus caras…
– ¿Qué expresión tenían?
– La del hombre con la muerte en los talones, que se prepara para darse la vuelta y se topa con ella. Así fue precisamente como me lo contó mi hermana. Estaban muertos de miedo, jadeantes. Cuando oyeron a mi hermana en las escaleras, todos dieron un respingo y la miraron como conejos asustados. Todos excepto Clodio, que sonrió, dijo mi hermana. ¡Sonrió! Fue entonces cuando Marco le gritó que volviera arriba y mi hermana subió corriendo.
– ¿Y qué pasó después?
– Corrió hacia una ventana para ver de dónde venían. Un poco más arriba, en la carretera, un hombre acababa de caer. Dos hombres se abalanzaron sobre él y lo hicieron trizas a estocadas. La sangre volaba por todas partes. El hombre que cayó debía de ser de Clodio, los otros dos eran Eudamo y Birria. Mi hermana los reconoció en el acto (como demonios del Hades, dijo, como los monstruos de los viejos cuentos). A lo lejos, en la carretera, pudo ver más hombres abatidos y lo que parecía un ejército completo de gladiadores dirigiéndose a la taberna. ¡Imaginaos cómo se sentía mi hermana! Eudamo y Birria remataron a los hombres que cayeron y vinieron hacia la taberna a trompicones. Los demás fueron tras ellos precipitadamente. Oh, me pone enferma pensar en ello. Mi querida hermana… -Sacudió la cabeza y se dio golpes en el pecho.
Eco apartó su plato, ligeramente indispuesto. Davo clavó la mirada en la mujer con aire absorto y arrancó un trozo de came con los dientes.
– Y luego, ¿qué?
– Marco había atrancado las puertas y los postigos de la planta baja. Los atacantes se iban acercando cada vez más y en seguida llegaron a la puerta. ¡Pam, pam, pam! Aporreaban la puerta y los postigos con los puños, con los pomos de las espadas. El alboroto era espantoso. Mi hermana se tapó los oídos y ni aun así pudo dejar de oírlo. Los hombres gritaban, la madera astillada crujía, los goznes destrozados rechinaban; gritos, chillidos, el choque del acero. -La mujer puso los ojos en blanco-. Algunas veces no puedo dormir por la noche imaginándome lo que debió de sufrir mi hermana, atrapada allí arriba, sola e indefensa. Al final, juntó todas las mantas, se agachó en un rincón y las apiló encima de ella. Mi hermana dice que ni siquiera se acuerda de haberlo hecho, pero debió de hacerlo porque finalmente se dio cuenta de que ya no había ruido y de que allí estaba ella, sudando debajo de todas aquellas mantas, pero temblando como si estuviera desnuda.
– ¿Cuánto tiempo había transcurrido?
– ¿Quién sabe? ¿Un rato, una hora? Mi hermana no me lo supo decir. Al final, reunió valor para echar un vistazo a través de las mantas. Seguía sola en el piso de arriba, y abajo había un silencio absoluto. Fue a asomarse a una ventana y vio cuerpos desparramados por toda la carretera y lo más extraño de todo: enfrente de la taberna, una litera con un grupo de gente alrededor.
– ¿Una litera?
– Sí, no un carruaje o un carro, sino una litera, de las que acarrean los eslavos, con cortinas para la intimidad. La litera estaba depositada en el suelo y los porteadores permanecían de pie junto a ella. Un anciano con toga de senador y una mujer observaban a uno de los hombres caídos en la carretera mientras hablaban con las cabezas juntas.
– ¿Tu hermana reconoció al senador?
– No, pero conocía la litera. La hemos visto durante años, yendo y viniendo de Roma. Pertenece a un viejo senador que posee una de las villas de la montaña, Sexto Tedio. No he visto nunca su cara. No es de la clase de hombres que entren en un- sitio como éste.
– ¿Y el hombre al que observaban?
– Clodio.
– ¿Tu hermana pudo reconocerlo a esa distancia?
– Supongo que sí. Eso fue lo que dijo, que era Clodio.
– ¿Cómo llegó hasta la carretera desde la taberna?
– ¡Quién sabe! Probablemente Eudamo y Birria lo arrastraron hasta allí, como hacen los perros con el conejo. -Recordé las marcas de la garganta de Clodio. Quizás había sido arrastrado literalmente del cuello. La mujer miró nuestros platos.
– ¿Eh, vosotros dos no habéis acabado la comida! En un día tan frío, un hombre necesita llenarse el vientre con comida caliente para mantenerse fuerte. ¡Este sí que sabe comer! -Dirigió una amplia sonrisa a Davo, que acababa de chuparse la última miaja de tuétano de un hueso y clavaba la mirada en la comida que habíamos dejado en nuestros platos-. ¿No estaba buena?
– Excelente -la tranquilicé-. Asado a la perfección. Me temo que antes nos llenamos con tu exquisito pan y queso. -Deslicé mi plato y el de Eco hacia Davo-. Dices que tu hermana vio los cuerpos desperdigados por toda la carretera y que el senador Tedio y su esposa…
– No era su esposa. El senador Tedio es viudo. La mujer sería su hija, me imagino. La única hija que ha tenido; no se ha casado y quiere mucho a su padre.
– Entiendo. Entonces tu hermana vio al senador Tedio y a su hija con la litera delante de la taberna, discutiendo sobre lo que deberían hacer con Clodio. ¿Dónde estaban los hombres de Milón?
– Habían desaparecido. Habían ganado la batalla, ¿no? ¿Qué motivo tenían para quedarse? Mi pobre hermana reunió por fin el coraje para bajar las escaleras a rastras. Sé lo que vio porque yo misma lo vi después. Todo patas arriba y hecho añicos, la puerta destrozada, todos los postigos hechos trizas. Era como si las mismas Furias se hubiesen desatado. Y lo peor de todo, al pie de las escaleras, el pobre Marco, agujereado por todo el cuerpo, cubierto de heridas, sin un hálito de vida. Al pie de las escaleras, ¿no lo entendéis? Defendiéndola. Debió de perder el sentido, porque lo siguiente que recuerda es que llegó a mi casa, que está arriba en la colina. Apenas podía pronunciar palabra por el llanto. ¡Ay, cómo lloraba!
– ¿Y la gente que había fuera de la taberna? -dije pausadamente-. ¿El senador Tedio y su séquito?
La mujer se encogió de hombros.
– Ya se habían ido cuando mi esposo y yo llegamos aquí. Tampoco estaba Clodio, o lo que había quedado de él. Después nos dijeron que Tedio había hecho llevar el cuerpo a Roma en su litera y que centenares de personas se agolparon en la casa de Clodio en Roma aquella noche y encendieron hogueras. ¡Su pobre viuda! Pero el dolor de Fulvia no podía ser mayor que el de mi hermana. Aquí no hubo aglomeración de gente ni hogueras, sólo un montón de porquería que limpiar. Al día siguiente, mi marido vio todos los cuerpos agrupados y dispuestos en hileras junto a los establos. Un hombre de la villa de Clodio vino con su carro a reclamarlos. Pero no limpiaron de sangre la Vía Apia (todavía se pueden ver grandes manchas desde aquí hasta el santuario de la Bue na Diosa). Y nadie se ha ofrecido a pagar ni un sestercio para las reparaciones que hemos tenido que hacer. Le dije a mi marido que debería demandar a Milón por daños y perjuicios, pero dice que debemos esperar y ver cómo van las cosas en Roma antes de meternos en más problemas. ¿Qué te parece? Los hombres honrados sufren en silencio, mientras que un hombre como Milón aún puede presentarse a cónsul. ¡Es una vergüenza!
Asentí compasivamente.
– ¿De manera que tú y tu marido llegasteis después de que todo el mundo se hubo dispersado?
– Sí. Todo lo que vimos fueron los cadáveres.
– ¿A qué hora del día sucedió todo?
– ¿La batalla? Pues teniendo en cuenta la hora en que llegamos y lo que mi hermana me dijo, creo que debió de ser aproximadamente a la hora central de la tarde. Yo diría que Milón llegó a Bovilas a la novena hora, dio de beber a los caballos, invitó a una ronda a sus acompañantes y continuó su camino; después, sus gladiadores persiguieron a Clodio hasta aquí a la décima hora.
– ¿No más tarde? ¿No cerca de la puesta de sol? Negó con un movimiento de cabeza.
– ¿Por qué lo preguntas?
Me encogí de hombros.
– Uno oye tantas versiones diferentes del incidente allá en Roma…
Se oyó un ruido detrás de nosotros, procedente de la entrada, que estaba abierta. Yo me puse tenso, pero la mujer sonrió a los hombres que entraban.
– Si no me engaña mi nariz, hoy tenemos conejo asado -dijo uno de ellos.
– ¡Y nabos con la salsa especial de nuestra mesonera! -dijo uno de sus acompañantes olisqueando el ambiente. Se instalaron en unos bancos del rincón.
– ¿Cuánto te debemos? -pregunté a la mujer. Mientras contaba las monedas de la bolsa de Eco, me incliné hacia ella por encima de la barra-. Tu hermana… ¿Cómo se encuentra ahora?
Sacudió la cabeza.
– Una mujer destrozada, como te he dicho. No sé si lo superará alguna vez.
– ¿Hay alguna posibilidad de que reciba visitas?
– ¿Visitas? -La mujer frunció el ceño. Bajé aún más la voz.
– Perdóname. No he sido totalmente sincero contigo, me temo. Pero ahora que te he oído hablar, sé que puedo confiar en ti. Hoy no pasaba por aquí por casualidad.
– ¿No? -La mujer me miró suspicazmente, pero con creciente interés.
– No. Estoy aquí de parte de Fulvia.
– La viuda de Clodio? -Enarcó las cejas.
– Sí… Por favor, no alces la voz. Antes no estaba seguro de poder confiar en ti, pero ahora que he oído los sentimientos que albergas por Clodio y por Milón y su esposa…
– ¡Conejo asado! ¡Conejo asado! -Los recién llegados se pusieron a canturrear y a golpear las mesas con los puños, riendo con buen humor.
– ¡Esperad vuestro turno! -gritó la mesonera con una mirada feroz que los otros tomaron a broma. Rieron y empezaron otra cantinela que rápidamente se descompuso en carcajadas:
– ¡Na-bos! ¡Na-bos! ¡Na-…
La mujer se acercó más por encima de la barra y me habló en unsusurro.
– ¡Comprendo! Así que tú estás aquí para ayudar a estropear los planes de Milón.
Fruncí los labios.
– No puedo decir que ése sea mi propósito al venir aquí exactamente, pero puedo decir que Fulvia me ha pedido que averigüe lo que pueda acerca de la muerte de su esposo.
– ¡Ah! -exclamó meneando la cabeza con expresión astuta.
– Ya puedes comprender por qué me gustaría hablar con tu hermana, si pudiera ser.
– Desde luego -dijo pensativamente, pero luego frunció el entrecejo-. Pero no es posible.
– Me hago cargo de su frágil estado… X o, no es sólo eso. Es que no está aquí.
– ¿No?
– Se ha ido con su hijo a Regio a quedarse con nuestra tía. Todos pensaron que sería lo mejor, que estuviera por un tiempo lo más lejos posible de este lugar.
Asentí. No se podía ir más lejos que a Regio, que está en la misma punta de la península Itálica.
– ¡Conejo asado, nabos y salsa! ¡Conejo asado, nabos y salsa! La mujer se encogió de hombros.
– Ahora sí que tengo que atender a los otros. Pero buena suerte. Cualquier cosa que ayude a bajarle los humos a ese Milón…
– Ah, otra pregunta…
– ¡Conejo asado, nabos y salsa!…
– ¿Sí?
– Marco Antonio… ¿Significa algo ese nombre para ti?
Se quedó pensando un instante y luego negó con la cabeza.
– ¿Estás segura?
– No he oído hablar nunca de él. No debe de ser de por aquí.
– ¡Conejo asado, nabos y salsa!…
La mesonera refunfuñó.
– ¡Será mejor que dé de comer a esta pandilla rápidamente, antes de que se nos amotinen! -Puso los ojos en blanco, dirigió una última sonrisa a Davo y se alejó a toda prisa.
– Ahora, ¿adónde? -dijo Eco cuando salíamos de la posada-. Podría echarme una siestecilla después de esta comilona.
Davo bostezó y se estiró, satisfecho con la propuesta.
– Tonterías. Aún es temprano y tenemos mucho que hacer. Davo, ve a por los caballos.
Emprendimos la marcha por la Vía Apia y no tardamos en pasar los establos y los servicios que no habían sido del agrado de Fausta Cornelia.
Eco se echó a reír.
– ¿Crees que la esposa de Milón puede ser la mitad de desagradable de lo que nuestra mesonera parece pensar?
– Nunca he tenido el gusto de conocer a dicha dama, pero ciertamente ha sido el tema de más de un cotilleo. No es que ande buscando tales chismorreos. Bethesda se los cuenta a Diana, ¿sabes?, y no puedo evitar oírlos por casualidad.
– Desde luego, papá, lo comprendo. Lo mismo pasa con Menenia, siempre tengo que oírle chismes de mal gusto. Pero sería grosero por mi parte taparme los oídos, ¿no crees? Así que… ¡cuéntame lo que has oído, que yo te contaré lo que he oído yo!
Me eché a reír. Davo, inmune a la ironía, nos miraba como si estuviésemos locos.
– En su mayoría, relacionados con sus costumbres sexuales -dije-. Cuando su anterior marido Cayo Memio andaba lejos gobernando no sé qué provincia, decidió quedarse en Roma y se comportó tan escandalosamente que Memio, cuando volvió a casa, solicitó el divorcio. Luego Fausta se casó con Milón.
– ¿Hijos?
– Todavía no. Llevan casados sólo un par de años. Pero por lo que se oye, ha estado demasiado ocupada con sus amantes para dedicarse a la procreación con su marido.
– ¡Pobre Milón!
– Ahórrate las compasiones. Sospecho que ocurre como dice nuestra mesonera: ambos se casaron por política y por ánimo de lucro. Por muy puta que sea, Fausta es la hija del dictador Sila y eso significa muchísimo, sobre todo para los Optimates con que Milón ha querido juntarse la mayor parte de su vida.
– Qué habrá supuesto para ella ser la hija de Sila?
– Dudo que ni tú ni yo podamos siquiera empezar a imaginárnoslo, Eco. Ella y su hermano gemelo Fausto nacieron tarde en la vida del dictador y él, por lo visto, estaba muy satisfecho consigo mismo. Si Fausta es una mocosa malcriada, es culpa del monstruoso carcamal que le tocó por padre.
– Casarse con ella supuso un ascenso de categoría para Milón, eso lo entiendo. Pero ¿qué supuso para Fausta?
– Puede que no tuviera muchas opciones. Memio se divorció de ella dejándola con la reputación empañada. Milón parecía ser una estrella ascendente, ¿no es cierto? Acababa de heredar muchísimo dinero de su abuelo; no importaba que procediera a despilfarrarlo todo en los juegos fúnebres del viejo. Al parecer, Fausta no se casó con Milón por sus dotes amatorias, ya que ella parece buscar satisfacción en otro lado.
Eco asintió.
– Supongo que conoces la anécdota de Milón pillando al tribuno radical Salustio en la cama con ella… ¡al día siguiente de la boda! Hizo que sus esclavos dieran una paliza a Salustio dejándolo de todos los colores y confiscó su bolsa en pago de una multa.
Sí. Lo que me hace preguntarme cuánto de sinceridad política hay en la alianza de Salustio con los Clodios estos días y cuánto de deseos de venganza hacia Milón. Y claro, luego viene el cuento de que Milón sorprendió a su viejo amigo Sexto Villio en la cama con Fausta. Milón montó en cólera y arrastró a Villio fuera de la habitación a grito pelado. De hecho, Fausta se lo estaba haciendo con dos amantes a la vez, pero el otro había conseguido esconderse en el armario. Mientras Milón daba una paliza a Villio en la entrada, el segundo amante se volvía a colar en la cama con Fausta… ¡y le daba el revolcón de su vida!
– La dama parece inclinada a ser-sorprendida in fraganti -observó Eco.
– O tal vez le guste la crueldad y disfrute viendo cómo apalean a sus amantes.
Davo nos miró y torció el gesto. Supongo que nunca había oído a dos hombres especular sobre el comportamiento de otras personas de forma tan impúdica.
Eco sacudió la cabeza.
– Lo repetiré. Pobre Milón. Se casó con Fausta por prestigio y todo lo que ha obtenido es vergüenza. Hasta su hermano gemelo hace bromas sobre ella.
– Sí, conozco la historia. Mientras su primer marido estaba fuera de Roma, ella se lo hacía con dos amantes a la vez, uno propietario de un batán y el otro un sujeto llamado Mácula, por la mácula de nacimiento que tiene en una mejilla. De ahí el comentario de Fausto: «No entiendo por qué a mi hermana no se le van las manchas; ¿de qué le sirve el que se la batanea?».
Hasta Davo soltó la risa.
Señalé un círculo de robles algo alejados de la carretera.
– Tienes una memoria perfecta, Eco. Ahí está el altar de Júpiter que antes mencionaste.
– Quizás debiéramos detenernos y hacer algo piadoso para compensar todo este cotilleo. -A Eco, el perfecto escéptico, le encanta mofarse de mí por ínfima que sea mi sensibilidad religiosa.
– No haría ningún daño dejar algunas monedas y rezar una oración, hijo. Hasta ahora hemos tenido un viaje seguro y buena suerte.
Cuando desmontábamos a la sombra de los robles, de detrás del altar de piedra surgió un hombre con una túnica blanca llena de parches. Tenía la mandíbula cubierta de barba incipiente y olía a vino. Se presentó con el nombre de Félix y explicó que era el sacerdote de la zona y se ofreció a recitar una invocación a Júpiter en nuestro nombre a cambio de una pequeña cantidad de dinero. Eco puso los ojos en blanco, pero le hice una señal para que abriera la bolsa. La oración fue una fórmula sencilla, chapurreada tan rápidamente, que apenas pude oírla. En cambio, me puse a escudriñar los sombreados espacios recónditos entre los árboles que había a nuestro alrededor y escuché el cercano murmullo de la corriente y el susurro de las ramas. Muy cerca de aquel tramo de la Vía Apia, habitualmente bullicioso a la vez que civilizado, aquel antiguo paraje poseía un poderoso sentido de lo inefable e invisible. Existen buenas razones para que los altares y templos de los dioses se erijan en sitios como éstos y no en otros. Los lugares eligen los altares, por decirlo de alguna manera, y no al revés. Aquél era un enclave de tales características y no importaba qué clase de sacerdote lo mantuviera, su carácter tan especial era tan palpable y tan escurridizo como el vaho que se produce al respirar en un ambiente frío.
Cuando se acabó la plegaria, nos dimos media vuelta para salir, pero el sacerdote me cogió del brazo.
¿Estáis de paso? -dijo Félix. Tenía la cara estrecha de un hurón y los dientes amarillos.
– De camino entre un sitio y otro.
– Sabéis lo que ocurrió allí arriba en la carretera, ¿verdad?
– Bastantes cosas, me imagino, durante todos estos años.
– No, me refiero al asunto de Milón y Clodio.
– Ah, eso. ¿Estamos cerca?
– ¿Cerca? ¿Es que no oyes los lémures de los muertos cómo agitan las hojas? La lucha acabó ahí abajo, en la carretera, en la vieja posada.
– Sí, acabamos de comer allí. La propietaria nos ha contado algo.
Félix pareció desilusionado, pero luego se animó.
– Ah, pero no habrá podido enseñaros dónde comenzó la batalla.
– No. ¿Es interesante de ver?
– ¿Interesante? Cuando vuelvas a Roma, podrás contar a todos tus amigos de cantina que viste el mismo sitio en donde comenzó la matanza.
– ¿Qué te hace pensar que somos de Roma?
Enarcó la cejas como diciendo que nuestros orígenes eran tan evidentes para un habitante de la región como para él mismo.
– Entonces, ¿qué? ¿Queréis ver el sitio? ¿Sí o no?
– ¿Te nos estás ofreciendo de guía?
– ¿Por qué no? Llevo veinte años siendo sacerdote de este altar y sé todo lo que hay que saber sobre estos contornos. Solicitaría, por supuesto, una pequeña gratificación para el mantenimiento del altar…
Entorné los ojos y miré a Eco:
– ¿Qué piensas?
Eco se acarició la barbilla.
Supongo que podría ser interesante. No tenemos demasiada prisa.
– Oh, sólo nos llevará un momento -dijo Félix-. No puedo dejar el altar solo mucho tiempo.
Fingí estar considerándolo y luego accedí.
– Muy bien. Acompáñanos.
Davo, Eco y yo mantuvimos a nuestros caballos al paso para que el sacerdote, que iba a pie, no se quedara rezagado. Pasado Bovilas, la carretera comenzaba a ascender de forma regular. Las arboledas de la colina se elevaban a nuestra izquierda y se inclinaban hacia abajo a nuestra derecha. A pesar del paisaje cada vez más variopinto, la carretera que Apio Claudio había construido continuaba su recorrido de forma regular, tan suave y amplia como siempre.
– Entonces, ya habéis estado en la posada -dijo nuestro guía-. ¿Habéis visto las nuevas puertas y los nuevos postigos? Teníais que haber visto aquello justo después de la batalla; como una bruja con los ojos y la dentadura arrancados. ¡Y todos aquellos cuerpos por allí tirados!
– ¿Presenciaste la lucha?
– Oí la pelea cuando comenzó en la zona alta del monte y supe que algo pasaba. Luego los vi pasar corriendo (se puede ver un trozo de la carretera desde el altar), el tal Clodio iba tambaleándose y dando traspiés, sus hombres, cinco o seis, lo llevaban en volandas prácticamente, y poco después iban aquellos dos monstruos, Eudamo y Birria, persiguiéndolos con su paso de elefante.
– ¿Los reconociste?
– ¿Y quién no? Nunca me pierdo un espectáculo de gladiadores si tengo la ocasión. Por motivos religiosos, ¿comprendes? Los juegos se iniciaron como ritos fúnebres, ¿sabes? Siguen siendo una institución sagrada.
No tenía ganas de discutir sobre eso con un sacerdote.
– ¿Eudamo y Birria fueron los únicos que persiguieron a Clodio y a sus hombres?
Félix soltó un bufido.
– ¡Ahora se haría de eso una leyenda! Los dos gladiadores sitiaron la posada de Bovilas y conquistaron todo ellos solos. No, no fueron los únicos. Todo un ejército bajó detrás de ellos.
– ¿Un ejército?
– Tal vez exagere.
– ¿Cuántos hombres, entonces? ¿Diez, veinte?
– Quizá más.
– Entonces Clodio fue claramente superado en número.
– Podría decirse que sí.
– Y el cerco en la posada, ¿lo viste también?
– No exactamente. No mientras sucedía. Me quedé en el altar, desde luego, para protegerlo.
– Desde luego.
– Pero todo el mundo sabe cómo acabó. A Marco el posadero lo mataron brutalmente y el sinvergüenza de Clodio y sus hombres yacían muertos en la carretera.
– ¿El sinvergüenza?
El sacerdote me miró de reojo y rechinó los dientes.
– No pretendía ofender, ciudadano. ¿Eras seguidor del amigo?
– No. La mesonera tenía una opinión diferente de Clodio, eso eso todo. Di lo que quieras de él.
– Entonces seguiré adelante y lo llamaré sinvergüenza, si no te molesta.
– ¿Preferías a Milón?
Félix levantó una ceja.
– Soy sacerdote del gran Júpiter. Reservo mis pensamientos para asuntos más elevados que las riñas; entre políticos insignificantes en Roma. Pero cuando un hombre comete sacrilegio de forma tan descarada como lo hizo Clodio, los dioses se sienten obligados a golpearle tarde o temprano.
– ¿Sacrilegio? ¿Te refieres a cuando se disfrazó de mujer y se infiltró en los rituales de la Buena Diosa en Roma, con el propósito de hacer el amor con la esposa de César, incluso mientras se estaban practicando los rituales? -Esta había sido una de las aventuras más infames de Clodio.
– Fue, en efecto, un sacrilegio terrible -dijo el sacerdote-. Clodio debió ser lapidado por eso, pero consiguió sobornar al jurado.
– Un fallo de la justicia terrenal -dijo Eco, asintiendo en señal de conformidad, pero con un travieso brillo en la mirada-. Y también un fallo de la justicia celestial. Cuando era niño, todos me decían que cualquier hombre que se atreviera a violar los rituales de la Buena Diosa se quedaría sordo, mudo y ciego. Pero Clodio fue el mismo después de infiltrarse en los ritos. Me pregunto por qué la Buena Diosa tuvo piedad de él. ¿La engañó la túnica y el maquillaje o se sintió tan embelesada con Clodio como la esposa de César?
El sacerdote no se dejó provocar.
– ¡Claro que tuvo piedad de él, para que pudiera encontrar un final más espantoso, diez años después, aquí en Bovilas! ¿Crees que es sólo una coincidencia que la batalla comenzara justo enfrente del santuario de la Buena Diosa en la Vía Apia? Fauna tuvo algo que ver en su destino, puedes estar seguro. -El sacerdote movió la cabeza con gravedad, desafiando a Eco a que rebatiera su lógica-. Pero no fue el único sacrilegio del hombre, ni siquiera el peor. Supongo que allá en Roma no habéis oído hablar mucho de lo que hizo Clodio en la arboleda de Júpiter, aquí en el monte Albano, o la manera como trató a las vírgenes vestales de la región.
– La mesonera mencionó algo al respecto -dije-, pero la historia es nueva para mí.
Félix meneó la cabeza.
– Pensarías que tales delitos saldrían a la luz cuando un hombre se presenta para un cargo público, pero supongo que el pueblo estaba dispuesto a elegir a Clodio pretor sin dedicar un solo pensamiento a sus ofensas religiosas a esta región. Verás. Todo tiene relación con esa gigantesca villa suya que está en la parte alta de la colina. Era un sitio bastante sencillo para empezar, pero no servía. Tenía que seguir ampliándolo, convertirlo en una fortaleza privada. Su propiedad tropezó con algunas de las zonas más sagradas de la montaña: la arboleda de Júpiter, el templo de Vesta, la casa de las vírgenes vestales… Cuando necesitaba más terreno, Clodio conseguía de algún modo que se volvieran a trazar la líneas de su propiedad. Reclamó una zona amplia de la arboleda sagrada, ¡para luego talarla y convertirla en leña! Hizo desalojar de su casa a las vestales para luego desmantelarla piedra por piedra con el fin de añadir un ala a su propia villa, utilizando los antiguos mosaicos y las estatuas para decoración. Mirad, allí está la nueva casa de las vestales, a la izquierda; se puede distinguir entre los árboles. Por lo menos dejó el templo de las vestales aislado, pero eso es una compensación insignificante después de todo lo que hizo en la arboleda. En mi opinión, no hay acto más impío que hacer daño a un árbol sagrado, ¡y Clodio los hizo cortar por docenas!
– Pero ¿cómo consiguió reclamar tales propiedades sagradas?
– ¿Cómo voy a saberlo? Soy un simple sacerdote designado a un único altar. ¿Quién sabe las amenazas y sobornos que llegó a hacer? Hombres así no se detienen ante nada para conseguir lo que quieren. Miró a Eco-. ¿Me crees ahora, joven, cuando digo que los dioses estaban de por medio en el momento en que Clodio cayó derrumbado?
– Los dioses determinan todas las cosas -dije para apaciguarlo incluso nuestro encuentro fortuito y esta conversación. Entonces, viste la huida hasta la posada, pero no la batalla propiamente dicha.
– Pero pude oírla desde el altar. ¡Crujidos, roturas y chillidos!
– ¿Cuánto tiempo duró todo?
– Eso es difícil de decir. No demasiado. Hubo muchos quejidos y luego todo quedó en silencio por un rato. Poco después bajaron de la colina el viejo senador y su hija en la litera.
– Quieres decir, después de que Eudamo, Birria y los hombres de Milón regresaran a la zona alta de la colina -dije.
– No. El senador pasaba por allí; fue un poco más tarde cuando los hombres de Milón empezaron a subir el monte con los prisioneros.
– ¿Prisioneros? -dije extrañado.
– Yo diría que eran unos cinco o seis.
– ¿Qué te hace pensar que eran prisioneros?
¡Llevaban las manos atadas! Los llevaban amontonados, totalmente espantados, fuera de sí, rodeados por los hombres de Milón y empujados por Eudamo y Birria con golpes ocasionales en el trasero para que avanzaran
– ¿Pero ¿quiénes eran los prisioneros? ¿Hombres de Clodio? Félix se encogió de hombros.
– ¿Quiénes más podrían ser?
– Creía que los cinco o seis hombres que defendían a Clodio murieron en la posada.
– Sí, supongo que así fue. Tal vez fueran algunos de los hombres que atraparon en el bosque.
– ¿Los prisioneros estaban heridos? ¿Sangraban?
Pareció confuso.
– Ahora que me lo preguntas, no, creo que no.
Meneé la cabeza. Según Fulvia, al menos la mitad de los hombres de Clodio se habían dispersado y huido al bosque al comienzo de la reyerta. Aquéllos eran los pocos supervivientes que habían regresado finalmente con informes fragmentarios del desastre; todos los demás habían muerto, bien en la carretera, bien protegiendo a Clodio en la posada. Según ella, ninguno de los acompañantes de Clodio fue echado de menos o dado por desaparecido. ¿Quiénes eran entonces los prisioneros de los que hablaba el sacerdote? Y si el senador Tedio había ido también en su litera antes de que los hombres de Milón se marcharan, no después, ¿cómo fue entonces que, cuando la mujer del mesonero se atrevió a mirar por la ventana después de la lucha, vio sólo al senador Tedio y a su hija, de pie junto a Clodio, con su comitiva y sin indicio alguno de que por allí anduvieran los hombres de Milón? La secuencia exacta de los hechos se había embrollado súbitamente en mi cabeza. ¿Qué había visto exactamente la mujer del mesonero con sus propios ojos? Su cuñada era simplemente una testigo de segunda mano y podría haber cambiado inadvertidamente algún detalle u olvidado algo. Ojalá la mujer no estuviera tan lejos, en Regio…
– Bien, ¡hemos llegado! -dijo el sacerdote, casi sin aliento después de la escalada-. Allí arriba a la derecha está el santuario de la Buena Diosa. -Señaló un templo en miniatura con el tejado circular, algo alejado de la carretera y rodeado por un círculo de robles-. Aquí comenzó la lucha. Clodio y sus hombres bajaban por el monte y Milón y los suyos se dirigían monte arriba.
¿Fue así como sucedió? ¿Simplemente dos grupos se cruzaron por casualidad en la carretera y de alguna manera llegaron a las manos? ¿O en efecto hubo una emboscada, no importa lo mal que Clodio y su fuerza menos numerosa la tramaran? El enclave era perfecto; los árboles eran lo bastante densos a ambos lados para proveer escondites y la inclinación del terreno habría favorecido al atacante que viniera de arriba.
Pero ¿quiénes, excepto los directamente implicados, habían presenciado realmente los acontecimientos?
– ¡Felicia! -llamó el sacerdote a una figura alta y flexible de túnica blanca que había surgido del bosque que rodeaba el santuario de la Buena Diosa. Se nos acercó con la mano en señal de saludo y sonriente; me di cuenta entonces de que era mayor de lo que había pensado en un principio. Había una calidad luminosa en su rostro pálido y una gracia en su andar que de lejos creaba la ilusión de juventud. No cabía duda de que en alguna ocasión había sido una mujer sorprendentemente hermosa. Todavía daba gusto mirarla.
El sacerdote fue hacia ella y le puso las manos en la cadera. Felicita, espera tu turno, por favor. Ahora estoy escoltando a estos hombres.
– ¡Claro, claro! -exclamó fingiendo que se sentía intimidada por él, pestañeando exageradamente y retorciéndose las manos-. Ya conozco las normas. Tú tienes preferencia sobre los viajeros procedentes del norte y yo sobre los que vienen del sur.
– Además, Felicia, ninguno puede entrar en tu santuario. ¡Todos son hombres!
– ¡Ya lo veo! -Nos contempló uno a uno por turno; sonrió a Eco, se entretuvo algo más en mirar a Davo y finalmente me miró a mí.
– Oh, de acuerdo, Felicia, son tuyos. De todas formas, tengo que regresar al altar. El sacerdote me miró y descaradamente me alargó la mano vacía.
– Ah, sí dije-. La contribución al mantenimiento del altar de Júpiter. -Hice una señal a Eco para que extrajera de su bolsa la suma que, como de costumbre, era demasiado exigua. Puse mala cara y en seguida añadió otra moneda. Accedí con un movimiento de cabeza, cogí el dinero y lo dejé caer en la mano riel sacerdote, en donde desapareció de la vista casi por arte de magia.
El sacerdote, sin otra palabra, hizo lo mismo.
– Entonces, Felicia -dije, resultándome imposible no devolverle la radiante sonrisa a la mujer-, tú debes de ser la servidora del santuario de la Buena Diosa.
– Atiendo las necesidades de las viajeras que desean detenerse y rendir culto aquí, sí.
– A cambio de una gratificación.
– Sólo los mortales impíos esperan recibir algo de los dioses a cambio de nada.
Asentí con la cabeza.
– Tú y tu hermano parece que hayáis hecho todo un negocio enseñando las vistas de la región a los visitantes.
– La gente quiere saber lo que ocurrió aquí en la Vía Apia.
Sí, efectivamente.
– Pero ¿cómo sabías que éramos hermanos? ¿Te lo dijo Félix?
Me había referido al sacerdote como su hermano en un mero sentido religioso, sin sospechar que fueran realmente parientes. Era un negocio familiar, entonces, el encargarse de los santuarios y el aprovecharse de los viajeros en aquel tramo de la Vía Apia. También parecía existir algo de rivalidad entre hermanos.
– Supongo que mi hermano te habrá dicho también que de joven fui prostituta del templo al servicio de Isis -dijo Felicia. Sin aguardar respuesta, alzó la barbilla, lo cual añadía altura a su ya alta y esbelta figura-. Sí, era prostituta del templo. Pero hoy sólo sirvo a Fauna, la Buena Diosa. -Parecía muy orgullosa de ambos hechos.
Fascinante -dije-. ¿Y estabas por casualidad de servicio aquel día?
– ¿El día de la batalla? Oh, sí.
– ¿Y viste lo que ocurrió?
¡Oh, sí! -Yo tenía la impresión de que mantenía los ojos abiertos como platos de forma antinatural, como hace la gente cuando se esfuerza para no dormirse, o cuando tratan de asustar a los niños pequeños. Señaló hacia Bovilas-. El grupo de Milón subía el monte desde Bovilas. ¡Eran un montón!
Levanté una ceja.
– Todos eran peluqueros y maquilladores, según tengo entendido.
– Oh, no, nada de eso. Bueno, sí, parecía haber varios esclavos para el baño y la alcoba. ¡Teníais que haber oído cómo chillaban cuando comenzó la lucha! Pero también había multitud de hombres armados. Por delante, por detrás, por todas partes. Como un pequeño ejército que desfilara hacia el combate.
– ¿Dónde estaba Milón?
– Cerca de la parte delantera de la procesión, en un carruaje con su esposa.
– ¿Se detuvieron aquí?
– ¿En el santuario? No. Fausta Cornelia nunca paraba aquí.
– ¿De verdad? Yo suponía que la hija de Sila, una mujer de tan alta condición, debía de desempeñar un papel importante en el culto de la Buena Diosa en Roma.
– En Roma, tal vez. Pero me encuentro con que la mayoría de las mujeres que se detienen en este santuario son de ciudades más pequeñas y de condiciones más humildes. Muchas mujeres de la ciudad parecen considerarse demasiado dignas para detenerse en un lugar tan humilde con objeto de presentar sus respetos a la diosa. Prefieren acudir a ella en un ambiente más lujoso, supongo.
– No parece muy piadoso por parte de ellas.
– Yo no juzgo. -Su sonrisa nunca titubeaba. Sus ojos nunca se entornaban-. Pero queríais saber algo acerca de la pelea. Bien, pues empezó ahí mismo, directamente delante del santuario. Yo estaba sentada en las escalinatas calentándome un poco al sol. Lo vi todo.
– ¿A qué hora fue?
– Sobre la hora nona.
Hasta entonces, todos los testigos habían confirmado lo que decía Fulvia y rechazado lo que decía Milón, según el cual la pelea había tenido lugar dos horas más tarde.
– ¿Estás segura?
– Sí. Hay un reloj de sol en el claro que hay detrás del santuario. Lo había mirado poco antes.
¿Cómo empezó la pelea?
– Milón y su séquito subían por el monte y Clodio y los suyos bajaban.
– ¿Clodio estaba, pues, al descubierto en la carretera? No surgió de repente del bosque.
– No.
– ¿No tendió ninguna emboscada?
– Ninguna.
– ¿Iba a caballo?
– Sí, igual que dos de los que le acompañaban. El resto iba a pie.
– ¿Iban con él mujeres o niños?
– No. Todos eran hombres adultos.
– ¿Cuántos?
– Aproximadamente veinte o veinticinco.
– ¿Armados?
– Parecía un grupo de luchadores entrenados, si es eso lo que quieres decir. Tienes más curiosidad por los detalles que la mayoría de los viajeros con que he hablado.
– Ah, ¿sí? -Observé con más detenimiento el tramo vacío de la carretera-. Entonces, cuando los dos grupos llegaron a la misma altura, ¿empezaron a luchar inmediatamente?
– No, no fue así.
– ¿Intercambiaron insultos?
– No, no al principio. Más bien al contrario, en realidad. No bien los dos grupos se tuvieron a la vista, todo el mundo se quedó en silencio. Todos se pusieron algo tensos. Pude ver la reacción a medida que recorría los dos grupos, como ondas gemelas desde el punto de encuentro. Las nucas se tensaron, las mandíbulas se contrajeron, los ojos se quedaron fijos mirando al frente en un gesto desafiante, como suelen hacer los hombres cuando están delante de otros. Hubo algo de confusión cuando se cruzaron. La carretera es ancha, pero ambos grupos tuvieron que encogerse y alargarse un poco para hacerse sitio. Los hombres de Clodio se dispersaron más que los de Milón. Aun así, hubo algunos empujones y algunas quejas. Se respiraba tanta tensión en el ambiente que me puso los pelos de punta (¿cómo explicarlo?) como cuando se rasca una teja de pizarra con la uña. Recuerdo que me vi súbitamente haciendo esfuerzos por respirar y me di cuenta de que había estado conteniendo la respiración mientras observaba, temerosa de que algo espantoso sucediera.
»Cuando los dos grupos se cruzaron, Clodio y los que iban a caballo se apartaron de la carretera, justo enfrente de donde estaba yo sentada, para dejar que sus hombres fueran delante de ellos. Milón y su esposa prosiguieron colina arriba en su carruaje, alejándose cada vez más. Finalmente, el último del grupo de Milón y el último del grupo de Clodio se cruzaron también enfrente de mí. Clodio tiró de las riendas y se colocó detrás de sus hombres. Dejé escapar un suspiro de alivio. Susurré una plegaria a la Buena Diosa, agradecida de que, después de todo, no hubiera sucedido nada. Pero Clodio no podía dejar las cosas quietas.
Algún demonio debía de estarle azuzando. Miró atrás y gritó algo por encima del hombro a los dos gladiadores que iban detrás del séquito de Milón.
– ¿Dos gladiadores?
– Sí, formando la retaguardia, supongo. Son famosos, o eso dice mi hermano…
– ¿Eudamo y Birria?
– Sí, esos dos.
– ¿Y qué les dijo Clodio?
Guiñó los ojos.
– Si todavía fuera prostituta del templo y no servidora de la Buena Diosa, citaría las palabras exactas.
¿Entonces, una modesta aproximación?
– Fue algo así como: «¿A qué viene ese aspecto tan sombrío, Birria? ¿No te ha dejado Eudamo que le limpies la espada lo bastante a menudo?».
– Entiendo. Y entonces, ¿qué pasó?
El tal Birria se giró en redondo como un rayo, como el chasquear de los dedos, y tiró la lanza a Clodio. Ocurrió tan deprisa que no la habría visto si no hubiera estado mirándolo directamente. Clodio seguía mirando hacia atrás, riéndose de su propio chiste. La lanza le golpeó de lleno.
– ¿Dónde?
Se llevó la mano al hombro.
– Aquí, creo. Apenas vi que le golpeara… La lanza voló más rápida de lo que yo pude seguirla con la mirada y golpeó tan fuerte a Clodio que lo tiró del caballo. Después, hubo un momento de total confusión. Hombres gritando, dando vueltas en todas direcciones, chocando unos con otros. Me levanté de las escalinatas y entré corriendo en el santuario, pero continué observando lo mejor que pude desde las sombras. Todo sucedió muy rápidamente. Nunca había visto una batalla. Supongo que todas las batallas deben de ser así: un montón de hombres corriendo de un lado a otro blandiendo las armas unos contra otros, chillando a todo pulmón. Todo parecía muy ridículo, a decir verdad, pero a la vez muy impresionante. En lo único en que podía pensar era en que de niña solía mirar cómo copulaban los desconocidos entre las sombras del templo de Isis. Resultaba difícil de contener la risa, pero al mismo tiempo había algo espantoso en ello. Fascinante, asqueroso y absurdo a un tiempo.
– ¿Qué le sucedió a Clodio?
– Alguien le sacó la lanza del hombro y logró ponerse en pie. Algunos hombres de Milón volvieron a la carga…
– ¿Dónde estaba Milón?
Se quedó pensando un rato.
– En ningún lugar a la vista, al menos en aquel momento.
– En resumen, dices que la batalla comenzó de forma espontánea y sin el conocimiento de Milón, mientras éste estaba lejos, a la cabeza del desfile. Los grupos se encontraron por casualidad y se cruzaron en silencio sin ningún incidente hasta que Clodio soltó un insulto de despedida y Birria le tiró la lanza impulsivamente.
Felicia asintió con la misma sonrisa imperturbable y la misma mirada inexpresiva. ¿Eso era todo lo que había que saber sobre el incidente?
– Aun así, papá, un ciudadano es responsable del comportamiento de sus esclavos -me recordó Eco-. Pudiera ser que Milón no apoyara el crimen de Birria, pero hasta cierto punto es legalmente culpable.
– Y un hombre es también responsable de cualquier historia falsa que proponga -dije recordando la muy distinta pero no menos vívida versión de los hechos que Milón había expuesto en el contio de Celio. Hasta entonces, todo lo que Felicia me había contado coincidía con la versión de Fulvia, recogida por los supervivientes del grupo de Clodio, salvo que Fulvia había omitido el insulto de despedida de Clodio. Sin ese detalle, el ataque de Birria aparecía completamente no provocado, tal vez incluso premeditado. Pero el detalle del insulto parecía bastante verosímil y era difícil de imaginar que Felicia se equivocara o mintiera. Era comprensible que Fulvia hubiera omitido un hecho que afeara el recuerdo de su esposo. Sus fuentes de información podrían habérselo ocultado o quizás podrían no haber oído el insulto. Pero la elaborada historia de Milón sobre una emboscada a sangre fría parecía toda una invención-. ¿Cómo continuó la batalla?
Mal para Clodio y sus hombres -dijo Felicia-. Les superaban en número considerablemente, desde luego. A algunos les mataron en el acto. Un grupo se escapó al bosque, con los hombres de Milón tras ellos. Uno de los amigos de Clodio que iba a caballo gritó que iba a buscar ayuda y enfiló colina arriba, tratando de atravesar a galope las filas de Milón. Supongo que regresó a la villa de Clodio.
– ¿Lo consiguió?
– No lo sé. No lo vi.
– ¿Y el otro amigo de Clodio a caballo?
– Creo que debió de ser tirado del caballo de un golpe, porque cuando volví a mirar, todos los hombres de Clodio (los que aún seguían con él sin ser abatidos) iban a pie. Los caballos habían desaparecido.
– Lo que explica que Clodio hiciera la retirada a pie.
– Y por qué se dirigía a Bovilas, para mayor seguridad -dijo Eco-. Los hombres de Milón obstaculizaban el camino que llevaba a su villa. Tenía que huir a la posada o quedarse en la carretera.
– Y Clodio ya estaba gravemente herido -dije-. Tu hermano dice que se tambaleaba y tuvieron que ayudarle. Sin embargo, llegó hasta la posada mucho antes que sus perseguidores. Me pregunto cómo consiguió cogerles tanta ventaja.
– Los hombres de Milón no fueron tras ellos inmediatamente -dijo Felicia-. Parecían no estar seguros de si debían seguirles o no. Parecían perros de caza, corriendo adelante y atrás, incapaces de encontrar la pista. Hasta que llegó Milón.
– ¿Y entonces?
– Milón estaba furioso. Dio patadas en el suelo, agitó los puños, se plantó ante las narices de Birria y le chilló como un loco provocando a un oso salvaje. Me agaché para verlo. Pero Milón se sosegó y celebró una especie de concilio para conferenciar con algunos de sus hombres, formando un círculo. Parecieron llegar a una decisión y Milón envió a Eudamo y Birria además de un numeroso grupo de hombres en dirección a Bovilas. El resto cenó filas en torno a Milón que desenvainó la espada y continuó echando miradas al bosque.
»Yo misma me asusté. Algunos hombres de Clodio habían huido al bosque, con los hombres de Milón detrás, y me preocupaba que pudieran surgir del claro que hay detrás del santuario o intentaran refugiarse en el mismo santuario. De manera que me quedé quieta y me oculté entre las sombras. Nadie advirtió mi presencia.
– ¿Cuándo pasó por allí el senador Tedio? -dije.
– Eso fue lo que ocurrió a continuación. Una elegante litera bajó por la colina con una pequeña comitiva. Sabía de quién se' trataba porque la hija del senador Tedio se detiene con frecuencia aquí en el santuario.
– ¿A diferencia de Fausta Cornelia?
– Tedia es una mujer chapada a la antigua. Muy piadosa, muy virtuosa. Nada orgullosa ni vanidosa como lo son hoy día tantas mujeres más jóvenes de alta estirpe. Pero aquel día no entró en el santuario cuando los hombres de Milón detuvieron la litera. Tedia permaneció en el interior. Tedio salió y habló un rato con Milón. Por su modo de gesticular, llegué a la conclusión de que Milón intentaba persuadirle de que se diera la vuelta. Pero el senador es un hombre testarudo. Insistió en seguir adelante, volvió a entrar en la litera y se puso en marcha otra vez colina abajo, hacia Bovilas. Transcurrió más tiempo, no sé cuánto más. Milón iba de un lado a otro y se irritaba por momentos. Finalmente, Fausta Cornelia salió del carruaje y se puso a seguirle los pasos. Tuvieron una especie de discusión, pero la mantuvieron en voz baja. Finalmente regresaron Eudamo y Birria, que traían consigo a los prisioneros.
– Prisioneros… -sacudí la cabeza-. Tu hermano los mencionó. Pero ¿quiénes podían ser?
– ¿Algunos hombres de Clodio?
Negué con un movimiento de cabeza.
– No lo creo.
– ¿Por qué no?
Porque, pensé, Fulvia me dijo específicamente que no había echado de menos a ninguno de los hombres de su esposo. Felicia me lanzó una mirada con aire perspicaz, o con la perspicacia de que fuera capaz cualquiera que tuviera aquella mirada inexpresiva y aquella sonrisa imperturbable.
– Pareces saber ya mucho de lo que ocurrió aquel día.
– Y tú parece que hayas contado esta historia miles de veces.
Se encogió de hombros.
– La Vía Apia es una carretera muy concurrida, aun en esta época tan agitada. Y la gente es curiosa por naturaleza.
– ¿Cuentas lo que viste a cualquiera que se le ocurra pasar?
– Siempre que done algo para el santuario. Nunca he sido de las que se negaran a conceder favores, ni en mi antigua profesión ni en la de ahora.
Me quedé mirándola y cabeceé. Encontré poco que admirar en ella, pero tampoco vi nada que despreciar. Cuando tuve en cuenta el peligro en el que se había metido, ella sola inconsciente y hasta estúpidamente, por el simple hecho de sacar algunas monedas de los forasteros, se me heló la sangre.
– Felicia, ¿tienes idea del riesgo que has corrido? Me sorprende que sigáis vivos tú y tu hermano.
Su sonrisa titubeó. Le parpadearon los ojos como si empezara a enfocar la mirada en ese instante.
– ¿Qué quieres decir?
¿Tienes alguna idea de la magnitud de lo que viste aquel día? Actúas como si se tratara de una simple curiosidad, una divertida anécdota que contar a los viajeros para sacar provecho. Pero en este mismo momento, allá en Roma, un hombre muy poderoso y despiadado lucha por sobrevivir. Milón dice a todo el mundo que aquel día fue víctima de una emboscada tramada por Clodio.
Felicia se encogió de hombros.
– No me importa lo que diga ese hombre. Sé lo que vi, y lo que te he dicho…
– Si fuera dicho en un tribunal, podría enviar a Milón al destierro, desacreditar a sus seguidores y causar un gran desconcierto a algunos de los hombres más poderosos de Roma. Hombres que tienen espías y asesinos por todas partes y establos completos llenos de individuos como Eudamo y Birria. Los agentes de Milón podrían haber estado aquí ya, fisgoneando por todas partes. Si lograron pasar de largo y hacer caso omiso de ti y de tu hermano, sólo pudo ser porque los dioses les hicieron mirar en otra dirección. ¿O ya has hablado con ellos, tan libremente como has hablado conmigo? Puede que ya sepan quiénes sois y qué habéis estado contando. En ese caso, únicamente su incompetencia puede explicar que sigáis vivos para relatarme la historia. ¿O es con tu espíritu con quien estoy hablando ahora?
Tensó los labios y entornó los ojos. Se repuso al instante y logró recuperar su anterior serenidad amable, pero apenas pudo controlar el temblor de la voz.
– Sirvo a la Buena Diosa.
– ¿Crees que eso te protegerá, que significará algo para hombres semejantes, más que la condición de sacerdote de tu hermano?
– Entonces, crees…
– Que estáis en grave peligro, o pronto lo estaréis.
Su sonrisa se desvaneció por fin y sus ojos parecían verme de verdad por primera vez.
– ¿Quién eres tú?
– Un hombre contento de haber oído la verdad y que no te desea ningún mal.
Se quedó mirándome mucho tiempo.
– ¿Qué me sugieres que haga?
– Como mínimo, deja de contar lo que sabes a todo viajero que pase y dile a tu hermano que haga lo mismo. ¡Mantened la boca cerrada! Mejor que eso, os sugeriría que tomarais ejemplo de los pájaros.
– ¿Qué?
– Volad al sur para lo que queda del invierno. -Como la viuda del mesonero, pensé. Tal vez no fue la pena la que la envió a Regio, sino el sentido común-. Volad al sur; o si no, ve a Roma con tu hermano y busca la protección de la viuda Fulvia. Esperará algo a cambio, en especial si hay un juicio, y podríais empeñar vuestra suerte en el lado de los perdedores. Pero hagáis lo que hagáis, abandonad pronto este lugar.
– ¿Quién se encargará del santuario? ¿Cómo me ganaré la vida?
– Sospecho que aún posees suficientes atributos para mantenerte de un modo u otro.
Su sonrisa vaciló.
– Pensaré en ello. Mientras tanto, seguiré tu consejo y no hablaré más. -Igual de descarada que su hermano, extendió la mano vacía. Cuando Eco miró en su bolsa con parsimonia, se la quité de las manos y saqué una de las monedas más grandes.
La visión de la moneda en su mano le devolvió su anterior estado de mirada vidriosa.
– Eres generoso, forastero, con tus consejos y tu dinero.
– Empléalo para buscar alojamiento cuando te marches.
– Tal vez. Pero has pagado más de lo que te he dado, creo. ¿Puedo decirte algo más? ¿Algo que no he contado a todos los viajeros curiosos que han pasado por aquí? -Vio mi reacción y se echó a reír-. Me encanta ver esa expresión en la cara de un hombre, tan apasionada y atenta. Pues bien, ¿recuerdas haber pasado por la casa de las vestales de camino entre Bovilas y este lugar?
– Sí, tu hermano nos la indicó.
– Pero ¿no os detuvisteis a hablar con alguna de las vestales?
– Como pareces estar muy ansioso por saber todo lo que ocurrió aquel día, podría serte de provecho hablar con la Virgo Máxima. Pregúntale por el visitante que la fue a ver después de la batalla. Pregúntale por la oferta que le hizo y que ella rechazó.
– ¿No me lo puedes decir tú?
– Las vírgenes de la diosa Vesta no usurpan mi autoridad del mismo modo que yo no usurpo la suya. Pregunta a la Virgo Máxima, si consigues penetrar su arrogancia. Hagas lo que hagas, no le digas que te he enviado yo. Que confíe o no en ti, es asunto suyo. ¡Vaya, ya te he dado el valor total de tu moneda! -Empezó a caminar de regreso al santuario.
– Felicia…
Se dio media vuelta.
– ¿Sí?
– Una última pregunta. Tenía intención de preguntárselo a tu hermano y lo olvidé. Un nombre: Marco Antonio. ¿Te dice algo?
Negó con la cabeza, se giró y siguió caminando. Felicia…
– ¿Sí?
– Que la Buena Diosa te proteja de todo mal.
– Tengo plena confianza en que así será -dijo Felicia sin mirar atrás.
Siguiendo el consejo de Felicia, dimos media vuelta y fuimos a la casa de las vestales.
Desde la Vía Apia, un estrecho y ventoso sendero conducía hasta el patio y la entrada principal. Se notaba que tanto el sendero como el edificio eran de reciente construcción; tierra suelta y tocones de árboles flanqueaban el camino; los bordes agudos y los colores de las paredes todavía no habían sido suavizados por el paso del tiempo. Aunque era un humilde habitáculo comparado con la gran casa de las vestales de Roma, no era precisamente un cuchitril; más de un propietario del Palatino se habría sentido orgulloso de declararlo como propio. Al menos eso parecía desde el exterior.
Aunque mucha gente lo crea, no es cierto que esté prohibida la entrada a todos los hombres a cualquier parte del edificio habitado por las vestales. Yo había entrado una vez en los mismísimos dormitorios de la casa de las vestales de Roma, cuando investigaba el escándalo que había llevado a juzgar a Catilina y a Craso por haber profanado la pureza de una de las vestales. Este delito se castiga con la muerte del profanador y algo peor para la vestal. Esta última es enterrada viva.
Hacía veinte años ya de aquel incidente y las circunstancias habían sido totalmente inusuales. Entonces recordé que Clodio también había estado envuelto en aquel asunto. Había sido una de sus primeras travesuras. Finalmente, la opinión pública llegó a la conclusión de que Clodio había tratado de incriminar falsamente a los acusados por oscuros motivos propios. La reacción contra Clodio fue tan hostil que tuvo que desaparecer de la ciudad. Antes, Clodio tenía la costumbre de atacar a los hombres poderosos y a las instituciones venerables y había pagado el precio de su impudicia.
No tenía la menor esperanza de que nos dejaran entrar en los dormitorios de la casa de las vestales del monte Albano, pero si las normas de aquella casa se parecían a las que regían en la de Roma, durante el día el vestíbulo y una o dos salas públicas estarían abiertas a los visitantes masculinos. Las vestales no están totalmente aisladas del mundo de los hombres, después de todo, y tienen que estar preparadas para recibir a los mercaderes que cubren sus necesidades y a los sacerdotes que supervisan sus actividades.
A pesar de todo, la arrugada esclava que abrió la puerta nos miró a Eco y a mí como si nunca hubiera visto a un hombre, al menos fue lo que pensé hasta que me di cuenta de que su extraña mirada se debía a que veía mal. Su oído también parecía estar debilitado. Tuve que repetir que quería ver a la Virgo Máxima en voz cada vez más alta, hasta que una mujerona que vestía la túnica blanca de lana de las vestales apareció detrás de la esclava y le pidió amablemente que se fuera.
La vestal llevaba el tradicional tocado de su orden, un pañuelo rectangular de color púrpura atado alrededor del pelo cortado al rape y asegurado con una horquilla en la frente. Su cara redonda estaba limpia de cosméticos pero su piel tenía la suavidad cremosa de las mujeres que han pasado su vida en el interior de una casa y nunca han tenido que trabajar. Imaginé que andaría por los sesenta años, lo que significaba que hacía tiempo que había cumplido los treinta años obligatorios de servicio a la diosa y había elegido voluntariamente seguir siendo una virgen hasta el día de su muerte.
– Tienes que perdonar a la esclava -dijo-. Está un poco sorda.
– Ya me he dado cuenta, aunque no ha tenido ningún problema para oírte a ti a pesar de que te estaba dando la espalda.
– Sólo le cuesta escuchar determinados tonos de voz…, los tonos de las voces masculinas. Puede oír a la mayoría de las mujeres que viven aquí sin ningún problema. Su sordera no es un defecto bajo este techo. En fin, has dicho que querías ver a la Virgo Máxima. ¿Para qué?
– Es un tema bastante delicado. Preferiría tratarlo únicamente con la Virgo Máxima.
Me dirigió una rígida sonrisa que contrastaba con la suavidad de su cara.
– Me temo que no es suficiente. Para empezar, ¿quién eres y de dónde vienes?
– Me llamo Gordiano. Éste es mi hijo Eco. También viene un esclavo con nosotros que en este momento está cuidando de los caballos en el patio. Venimos de Roma.
– ¿Qué os trae por aquí?
– Vuelvo a repetir que preferiría hablarlo con…
– Tienes que entender, Gordiano de Roma, que últimamente ha habido muchos disturbios violentos por aquí. Han asesinado gente a plena luz del día a pocos pasos de nuestras puertas. El posadero fue brutalmente asesinado, dejando una joven viuda. Y los problemas de esta casa comenzaron bastante antes de los disturbios. Nos sacaron de nuestra casa y nos obligaron a mirar, sin poder hacer nada, cómo profanaban bosques sagrados… No hablaría de nada de esto si no fuera para decir que, en los buenos tiempos, las mujeres de esta casa acostumbran a sospechar de los hombres del exterior, aunque sea para preservar su pureza. Dadas nuestras recientes experiencias, tenemos motivos para ser aún más cautelosas. Además, debo decir, Gordiano de Roma, que por más que te miro no consigo imaginar qué negocios tienes que tratar con la Virgo Máxima.
No es habitual encontrar una mujer acostumbrada a discutir con los hombres estrictamente en sus propios términos. La vestal tenía muy claro que no iba a dejarnos acceder a la presencia de la Virgo Máxima si no era por una buena razón; y también estaba claro que no era de la clase de personas que dejaban escapar nada confidencial a espaldas de su superiora. ¿Cómo podría ganarme su confianza? Había sido Felicia la que me había dicho que fuera allí, pero me había prohibido utilizar su nombre. Había otro nombre que sí podía invocar y, aunque no me parecía muy prudente revelar entre aquellas paredes la misión que me había encomendado Pompeyo, parecía la única forma de entrar. La vestal volvió a repetir mi nombre:
– Gordiano… -Arrugó el carnoso entrecejo y miró pensativamente al vacío-. Gordiano de Roma… es un nombre poco común.
– No hay muchos, no.
– Eso creo. Y menos aún con tu edad. -Me miró atentamente-. ¿Fuiste tú el que acudió en defensa de Licinia hace varios años?
– Si te refieres a si soy el Gordiano que ayudó a la Virgo Máxima de Roma a descubrir la verdad de cierta indecencia, la respuesta es sí.
– ¿Cierta indecencia? ¿Llamas cierta indecencia a descubrir el cadáver de un hombre en el dormitorio de una joven vestal?
– No quería dar detalles.
– Bien; eres discreto. Y, quizás, también modesto. No eres como los demás hombres.
– ¿Cómo es que conoces el asunto? Los juicios de Catilina, Craso y la vestal fueron de conocimiento público, por supuesto, pero lo del cadáver se mantuvo en completo secreto.
– Yo me enteré. Lo sé todo, incluso el hecho de que fue Clodio el que dispuso el crimen con la intención de que acusaran a Catilina. Ese detestable canalla ya nos causó problemas entonces y salió bien librado del asunto.
– ¿Estabas allí en aquel momento, sirviendo a la diosa en Roma?
– No, siempre he servido aquí, en el templo de Vesta del monte Albano.
– Y, sin embargo, ¿conoces todos los secretos de la casa madre de Roma?
– ¿La casa madre? -dijo, frunciendo la nariz.
– Me refiero al cuartel general de tu orden…
¿Cuartel general? Si te refieres a que la casa de las vestales de Roma es algo así como la superior de esta casa, estás muy equivocado, aunque seas Gordiano, apodado el Sabueso. La orden de las vírgenes vestales fue fundada aquí, en el monte Albano, en tiempos muy remotos; Silvia, la madre de Rómulo, era miembro de la hermandad local y ayudó a mantener el fuego eterno en el templo de Vesta. La orden de Roma fue establecida mucho más tarde, en los días del rey Numa, y la llama eterna del templo de Vesta en Roma fue encendida con la llama original de aquí, del monte Albano. Eso sí, últimamente Roma se ha vuelto muy importante; hay grandes hombres que encargan a las vestales romanas la custodia de sus herencias y las vestales romanas tienen el honor de proteger las reliquias sagradas que Eneas trajo de Troya. Pero nosotras, las del monte Albano, somos la hermandad original. ¡Casa madre! ¡Será posible!
– No quería ofender, Virgo Máxima.
Me miró astutamente.
¿Por qué me llamas así?
– Porque eres la Virgo Máxima de esta casa, ¿no es cierto?
Irguió la cabeza y, aunque era demasiado baja para mirarme por encima del hombro, lo intentó.
– Por supuesto que lo soy. Sonrió débilmente-. Por eso conozco algunos secretos de la Virgo Máxima de Roma y por eso honro el nombre de Gordiano el Sabueso, que una vez ayudó a salvar el honor de la hermandad, por no mencionar la vida de una inocente joven vestal. Así que deseas hablar conmigo en privado. Entra y trae a tu hijo. Podemos hablar en mi antesala. La esclava de la puerta hará de centinela. Si hablo en voz baja no oirá una palabra de lo que digamos.
Lo que más me sorprendió de lo poco que vi del interior de la casa de las vestales fue la baja calidad que aparentaba la construcción. Desde lejos, la fachada de ladrillo y madera parecía, si no elegante, al menos sólida, pero toda la artesanía del edificio parecía residir en el exterior, para que se viera. En el vestíbulo, el pasillo por el que nos llevó la Virgo Máxima y la antesala donde nos oyó en audiencia se veía un descuidado trabajo de carpintería dolorosamente evidente. Los rincones se encontraban en ángulos extraños con feos parches para disimular las irregularidades. El suelo era desigual y aquí y allá se veían pegotes de yeso que parecían puestos con la gracia propia del niño aburrido. La Virgo Máxima siguió mi mirada y me leyó el pensamiento.
– No se parece en absoluto a nuestra vieja casa. Era un edificio magnífico y lleno de recuerdos. Tampoco era la casa original en la que sirvió Silvia, desde luego, ni siquiera era tan antigua. Pero era una casa antigua a pesar de todo, llena de historia. Generaciones de vestales vivieron y murieron en ella. Aquel lugar tenía un carácter sagrado que sólo se adquiere con el tiempo. ¿Cómo iban a saber las viejas hermanas que eligieron el lugar donde se erigió la casa que un lejano día, mucho después de su muerte, llegaría un sujeto como Clodio, que no se sentiría satisfecho hasta haber puesto sus sucias manos en sus terrenos e incluso en la vieja casa?
– He oído hablar del tema a la gente de los alrededores -dije.
– Toda la gente del monte Albano sabe lo que hizo Clodio: echarnos de nuestra casa, talar los bosques que habían sido sagrados para Júpiter desde el principio de los tiempos… Lo más vergonzoso es que muchos de los habitantes de los alrededores lo apoyaron con entusiasmo. No sólo hombres ricos y poderosos de Roma que tienen casas de campo por aquí, sino también algunos granjeros locales que forman parte del Senado municipal. Las objeciones religiosas no significaron nada para ellos; era un asunto de política y avaricia. Clodio dio dinero e hizo promesas a la gente adecuada y al final no pudimos hacer nada. Ni siquiera nuestras hermanas de Roma, de la casa madre como tú la llamaste, pudieron ayudarnos. ¡O no quisieron! Quién sabe qué influencia podrían tener la esposa y la suegra de Clodio sobre las vestales de la ciudad. ¡Vaya! Estoy hablando más de la cuenta. Es que me avergüenza y me llena de ira que un visitante vea la situación en que nos encontramos.
– ¿Clodio construyó esta casa para vosotras para sustituir la que os arrebató?
– Sí. Después de oír sus dulces palabras casi llegué a creerle. No teníamos elección, así que ¿por qué no mirar al futuro con esperanza y optimismo? «La vieja casa es prácticamente inhabitable, está hundiéndose -me dijo-. Está llena de carácter y encanto, pero sólo es una casa sucia y vieja si la miras a la luz del día; hay manchas en el suelo, grietas en las paredes, escaleras que crujen. Piensa que en una nueva casa estaríais mucho más cómodas; en una casa limpia y brillante. Y yo correría con todos los gastos por las molestias que os ocasionaría.» No dijo que el nuevo edificio sería construido por esclavos más acostumbrados al abono que a la argamasa y diseñado por un arquitecto que no tenía ni idea de lo que es un pórtico. ¡Este lugar es un desastre! Y nuestra vieja casa… -suspiró-. La vieja casa, a pesar de todo su desgaste, estaba construida con piedra y su tejado no había tenido ni una gotera desde que yo soy vestal. Manchados o no, algunos suelos tenían maravillosas baldosas en blanco y negro, y unos dibujos y unas formas que te habrían dejado sin respiración. Supongo que ahora estarán adornando los baños de esa enorme villa que tiene Clodio en la colina.
– Todavía no entiendo cómo consiguió apropiarse legalmente de vuestra propiedad.
– Se basó en unos documentos de la época en que fue construida la Vía Apia. Apio Claudio Ceco se las arregló para conseguir una gran extensión de terreno para él y su familia a todo lo largo de la Vía. La villa de Clodio, o su centro, ha pertenecido a su familia durante generaciones, desde la época en que fue construida la Vía Apia. Como la antigua casa de las vestales estaba a poca distancia de esa propiedad, pudo declarar que necesitaba ampliar su villa y reclamar nuestra casa y parte de los bosques de Júpiter. Clodio era un experto en sacar documentos del aire. Al final se salió con la suya, legalmente y sin utilizar la violencia, y nosotras no pudimos hacer nada al respecto.
– Pero ¿hubo sentimientos encontrados?
Me lanzó una mirada llena de desprecio.
– Gordiano, no me ofendas con educados eufemismos y yo te trataré con la misma cortesía. Pero estoy hablando de temas que, sin duda, sólo tienen importancia para mí y no para ti. Perdona si no te ofrezco comida o vino; no sería adecuado que yo entretuviera a dos visitantes masculinos de semejante forma. Tendremos que permanecer de pie, por supuesto, todos excepto la centinela. -Señaló a la esclava, que se sentaba en un taburete en un rincón-. Has dicho que tenías que tratar de ciertos negocios conmigo, Gordiano.
– Sí. Gracias Virgo Máxima por concederme…
– Vayamos al asunto sin más dilación. Cuanto menos tiempo pases bajo este techo, mejor. Estoy segura de que lo comprendes.
Seré tan directo como pueda. He oído que, poco después de la muerte de Clodio en Bovilas, vino un visitante a esta casa.
Me miró significativamente pero no respondió.
– He oído que ese visitante te ofreció algo.
– ¿Quién te ha dicho eso?
– Me ha pedido que no diga su nombre.
¿Guardas un secreto y pretendes que yo te revele los asuntos de esta casa?
– Virgo Máxima, nunca te pediría que traicionaras una confidencia. Si lo que pregunto es impropio, perdóname.
Me miró largo rato.
– Te diré lo que quieres saber porque una vez ayudaste a las vestales de Roma. Sí. Aquel día vino una mujer.
– ¿A qué hora?
– A última hora de la tarde. Empezaba a oscurecer.
– ¿Quién era?
No puedo decirlo. No porque quiera mantenerlo en secreto, sino porque no lo sé. Hacía frío y llevaba una capa con capucha que mantenía su cara oculta. Además, como ya he dicho, estaba empezando a oscurecer.
– Pero oirías su voz.
– Hablaba en voz baja y ronca, casi en un susurro.
– ¿Cómo si disimulara su voz, al igual que su cara?
En aquel momento, yo también pensé lo mismo.
– ¿Qué quería?
– Vino a traer noticias. Dijo que había habido una batalla entre los hombres de Clodio y los de Milón en la vía y que había terminado en Bovilas. Me dijo que Milón había salido ileso pero que Clodio había muerto.
– ¿Esa era la única razón de su visita? ¿Traer noticias?
– No. Me hizo una oferta…, una oferta bastante generosa. Y me pidió que rezáramos por ella a Vesta.
– ¿Que rezarais?
– Sí. Una oración de gracias.
– ¿Porque Milón había salido ileso?
– No precisamente. – La Virgo Máxima entornó los ojos-. Quería que diéramos gracias porque Clodio había muerto.
– ¿No es inusual dar gracias a la diosa por la muerte de un hombre?
– Es inusual pero no es la primera vez. Hay algunas muertes de las que los dioses se regodean.
– ¿Aceptaste su ofrecimiento?
– Sí.
– ¿Disteis gracias a la diosa por su muerte?
– La diosa las aceptó con la misma calidez con que acepta cualquier otra oración.
Traté de recordar con exactitud lo que me había dicho Felicia: «Pregúntale por la oferta que rechazó…».
– Has dicho que te hizo una oferta generosa y que la aceptaste.
– Por supuesto que la acepté. Si la hermandad del monte Albano fuera lo bastante rica para rechazar ofertas, habríamos podido costearnos una casa nueva cuando Clodio nos deshaució.
– Pero ¿no hubo algo que te ofreció y rechazaste?
La Virgo Máxima me miró cautelosamente.
– Si ya sabes tanto, ¿por qué preguntas?
– Para descubrir lo que no sé.
Antes de contestar pensó un buen rato.
– Es cierto. Me ofreció algo que rechacé. Lo ofreció como prueba de que Clodio había muerto y como pago por la oración. Era el anillo de oro de Clodio, el que le habían arrancado del dedo después de muerto. Lo acepté como prueba pero no era apropiado como pago. Le dije que unas monedas serían mucho más del gusto de la diosa.
– ¿Dónde está ahora el anillo?
– Por lo que sé, aún lo tiene la mujer y ahora, Gordiano, creo que ya es hora…
– Sólo dos preguntas más, por favor, Virgo Máxima.
– Muy bien. La primera.
– A la mujer de Milón, Fausta Cornelia…, ¿la reconociste por la vista o por el tono de la voz?
Sonrió ante una pregunta tan obvia.
– Quizá sí, quizá no. He conocido a muchas esposas de senadores y magistrados en una u otra ocasión. Si me pidieras que las distinguiera entre una multitud no podría, pero creo que me resultaba familiar. ¿La reconocería con una capucha y disimulando la voz? Probablemente no.
– ¿Cuál es tu última pregunta, Gordiano?
– ¿Puedes contarme algo interesante sobre Marco Antonio?
Sonrió.
– Una pregunta tan transparente y otra tan original. ¿Hemos cambiado totalmente de tema, Gordiano?
– Tengo una buena razón para preguntarlo. Sacudió la cabeza.
– ¿Marco Antonio? ¿El hijo del Antonio que fracasó contra los piratas?
– Sí.
– ¿No está luchando en la Galia? La verdad es que no sé nada de él.
– Ni tú ni nadie, por lo que parece. Virgo Máxima, te doy las gracias por tu indulgencia.
Me miró con amabilidad.
– La gente debería recordar el pasado y los antiguos favores.
– Debería y supongo que lo haría más a menudo si pasara menos tiempo preocupándose por el futuro.
– ¡Una mujer misteriosa! -dijo Eco cuando volvimos a los caballos.
¿-La Virgo Máxima?
¡No, papá! La mujer que vino con el anillo de Clodio.
– Si lo miras bien, no es tan misteriosa.
– ¿Crees que fue Fausta Cornelia?
– ¿Quién si no? Una vulgaridad por parte de Milón: enviar a su mujer al centro religioso más cercano a fanfarronear sobre lo que ha hecho. Aunque me parece más probable que fuera idea de Fausta. Las mujeres de su posición social tienen cierto sentido para remarcar la ventaja de una situación. Probablemente quería dar sinceras gracias a Vesta por cuidar de su familia y, de paso, darse el gusto de divertirse con una pequeña blasfemia.
– Pero ¿por qué disimuló su identidad? No suele preocuparse por ocultarse en ningún otro asunto.
– ¿Te refieres a sus negocios?
– Ya lo he dicho antes; esa mujer tiene cierta inclinación a ser descubierta. No es amiga de los secretos por naturaleza.
– A lo mejor ocultó su identidad para tapar el papel de su marido en el incidente.
¿Eso crees? Al día siguiente todo el mundo hablaba de la participación que tuvo Milón en el hecho.
– Ah, pero esto fue inmediatamente después de la batalla, Eco. Todo debía de parecer aún en el aire. Algo espantoso había ocurrido, algo que sobrecoge pero que estimula a un tiempo. Clodio muerto al fin. Motivo de alegría y de miedo. ¿Cómo reaccionará el mundo? ¿Habrá una venganza terrible? ¿Podrán ocultar el crimen? Es aconsejable la discreción, pero por algo tan extraordinario se debe rezar una oración de acción de gracias. Así que mientras su esposo reagrupa a su gente, Fausta se dirige a la casa de las vestales más próxima. Se regodea con la muerte de Clodio… disfrazada. ¿Dónde está el misterio?
– Supongo que tienes razón, papá.
– Lo único que me pregunto es dónde habrá ido a parar el anillo de Clodio. Lo más decente habría sido devolvérselo a la viuda con un mensajero anónimo. Me lo imagino en una estantería junto con los viejos trofeos de guerra de Milón, donde éste pueda cogerlo para acariciarlo y regodearse cuando haya bebido un par de copas de vino de más.
– Tener el anillo sería una prueba de culpabilidad.
– También lo sería la historia de la Virgo Máxima, si realmente estuviera segura de que fue Fausta la que vino. Pero el anillo está perdido y todo lo que la Virgo Máxima puede decimos es que una mujer desconocida vino a la casa de las vestales…, una mujer misteriosa, como dijiste. Creo que Fausta Cornelia es más inteligente que su marido,
Acaso no lo sabíamos ya? No deja de engañarlo.
– O de ponerlo en ridículo. Y aquí estamos, de vuelta en el santuario de la Buena Diosa. No veo a Felicia, ¿y tú? Quizá ha hecho caso de mi consejo y se ha dirigido al sur.
– Es más probable que se haya ido a su casa. El sol se está poniendo, papá. ¿Qué hacemos ahora?
– Esperaba poder llegar a la villa de Clodio hoy, pero me parece que no nos va a dar tiempo.
– Creo que por un día ya hemos hecho bastante, papá.
– Hemos descubierto más de lo que esperaba. Sí, creo que ya es hora de ir a la villa de Pompeyo y descansar.
El camino a la villa de Pompeyo fue fácil de encontrar. Un par de pilares de piedra con la letra M (de Magno) cincelada marcaban el coienzo del sendero. Un largo camino, azotado por el viento, ascendía hasta la cima. No estaba pavimentado pero sí perfectamente nivelado y sombreado por enormes robles. Aquí y allá, estatuas de animales del bosque adornaban el camino o se podían divisar en los claros. Más que adentrarme en el bosque, tenía la sensación de atravesar un parque.
La villa era un edificio largo, de dos pisos, que ocupaba la parte alta de la colina; las tejas rojas del tejado lo hacían visible desde urca gran distancia, en medio del terreno pedregoso, verde, grisáceo e invernal que la rodeaba. Nada más entrar en el patio, apareció un esclavo para ayudarnos a desmontar y llevarse nuestros caballos. Otro esclavo debía de haber ido a avisar al capataz porque, incluso antes de que la montura de Davo desapareciera dentro de la cuadra, la puerta principal se abrió y un hombre alto, de complexión fuerte, con el pelo canoso y aire de autoridad salió a recibirnos. Cuando saqué la carta de recomendación que me había dado Pompeyo, apenas la miró.
– Sí, te estábamos esperando -dijo.
– ¿Cómo es posible?
– El amo mandó un mensajero hace un par de días diciendo que debíamos ocuparnos de ti.
– Pero si hablé con tu amo anoche.
El capataz me dirigió una mirada torva.
– El amo tiene formas de saber lo que va a hacer un hombre antes de que él mismo lo sepa.
– Tu amo estaba muy seguro de que yo cooperaría.
– Supongo que sí -dijo el capataz con una mirada que decía «¿y por qué no?»-. ¿Estos son tus acompañantes?
– Mi hijo y mi guardaespaldas.
– ¿Nadie más? ¿Aquí está el grupo completo? Miró detrás de nosotros, al camino.
– Prefiero viajar discretamente.
– Es más seguro ir con un grupo numeroso.
– No siempre -dije, pensando en Clodio.
– Vaya. Había preparado habitaciones para más gente -suspiró el capataz, evidentemente descontento porque la premonición de su amo hubiera fallado en los detalles. Batió palmas-. Así, pues, vuestra estancia será de lo más cómoda. Podéis disponer de una habitación distinta cada noche y comer varias veces cada día. La idea parece complacer a ése. Enarcó una ceja hacia Davo, que le devolvió una sonrisa hostil mientras se frotaba el dolorido trasero.
En la ciudad se decía que Pompeyo no era presumido y que era un hombre que apenas se preocupaba por los adornos que indicaban riqueza, pero la villa del monte Albano no era precisamente espartana. Quizá, como muchos políticos, mantenía una imagen sobria y austera en la ciudad, pero se permitía tener una casa más placentera y recreativa en su retiro campestre. O a lo mejor los lujosos detalles que había por todas partes estaban puestos solamente para los visitantes, como yo. Muchos hombres ricos consideran sus villas, no como retiros privados, sino como lugares de entretenimiento y alojamiento para otros.
Los cuartos de baño de nuestra ala estaban iluminados por troneras en el techo y por una fila de ventanucos a la altura de los ojos desde los que podía divisarse algún que otro retazo del mar en la lejanía, ya que habíamos subido suficiente para poder ver la costa. Las paredes y los suelos estaban decorados con azulejos que formaban dibujos y cuyos tonos azules, grisáceos y verdes imitaban los del remoto mar. Las tres piscinas, tanto la fría como la tibia como la caliente, tenían una temperatura perfecta. Nadé varias veces por las tres, sintiendo cómo mi cansado cuerpo se relajaba cada vez más. Cuando empezó a oscurecer, encendieron unas lámparas. Sus llamas anaranjadas se reflejaron en el agua de las piscinas. Un esclavo arrugado y desdentado, con unas manos extraordinariamente fuertes, nos dio un masaje. Insistí en que Davo también necesitaba un masaje, pues de otro modo al día siguiente estaría aún más rígido que yo. Incluso las toallas que nos dieron eran suaves y finas. Ningún día podría haber tenido un final más dulce.
Nos sirvieron la cena en una habitación cercana a los baños. Los mismos hornos que calentaban el agua de la piscina servían para calentar el aire que penetraba a través de unos respiraderos del suelo. La calidad y variedad de la comida era notable, especialmente unas empanadas rellenas de gamo salvaje y cebolla.
Nuestros dormitorios estaban situados encima de los baños, otra manera inteligente de aprovechar el calor generado por los hornos y el vapor. Los muebles eran de estilo oriental y hechos a mano; las sillas, pintadas de color oro y con cojines rojos adornados con borlas, eran demasiado recargadas para mi gusto sencillo, al igual que las cortinas de impresionantes dibujos que había en las puertas. Pompeyo había pasado muchos años en Oriente y, aparentemente, había adquirido cierto gusto por el estilo florido y la delicada artesanía de aquellas tierras que él había conquistado o pacificado; allí se había ganado aquel botín.
La cama era un objeto maravilloso; estaba tallada en una oscura y exótica madera, con cojines de seda y suaves sábanas de lana y rodeada por un dosel de diáfanas colgaduras. Bethesda la habría considerado demasiado fina para dormir en ella. Diana la habría adorado. Aunque había planeado estar levantado un rato más para comentar con Eco todo lo que habíamos visto y oído durante el día y había pretendido solamente probar la cama para ver lo dura o blanda que era, debí de quedarme dormido en el momento en que puse la cabeza sobre la almohada y cerré los ojos. Cuando volví a abrirlos, la luz de la mañana iluminaba la habitación.
Me levanté y mis pies se hundieron en la alfombra de lana. Me estiré y sonreí sorprendido por la ausencia de dolor en piernas y trasero; bebí agua fresca de una jarra, meé en el orinal que tenía junto a la cama, me puse la túnica y las sandalias y, finalmente, me dirigí hacia la luz que penetraba por la puerta de la parte sur de la habitación. Abrí los postigos, salí al balcón espacioso y me quedé paralizado ante el paisaje. De todos los lujos de la villa de Pompeyo, aquél era el más inusual y el que ofrecía el gozo más duradero.
Hacia el oeste podía ver la colina boscosa que daba a la Vía Apia y algún que otro tramo de ésta. Más allá de la carretera estaba la falda de la colina donde jirones de niebla se enganchaban en las copas de los árboles; después de la colina, una sucesión de prados y tierras de labranza se extendía hasta el lejano mar azul verdoso. Por techo tenía una cúpula azul y sin nubes. Si el día seguía estando despejado, la puesta de sol sería extraordinaria.
Di media vuelta y anduve hasta el otro lado del balcón; la luz del sol me daba en la cara y pude ver un lago, rodeado de árboles: que lo ocultaban del mundo. Su superficie tranquila, tan suave como plata pulida, reflejaba los bosques del monte Albano. El sol acababa de asomar por encima de la colina y en aquel momento parecía balancearse sobre la cima.
– ¡Vaya vista! -dijo Eco saliendo al balcón. Sonrió cuando di un respingo-. Si no estamos a salvo en esta casa, papá, no estamos a salvo en ninguna parte. ¡Qué vista! -repitió volviendo la cabeza de un lado a otro para abarcar en-su conjunto el maravilloso espectáculo-. Parece que Pompeyo tiene inclinación por las casas con buenas vistas del mismo modo que Fausta Cornelia la tiene a ser atrapada…
– Del mismo modo que Clodio tenía inclinación a crear problemas y a adquirir propiedades…
– A menudo dos al mismo tiempo…
– Y al igual que Milón tiene inclinación a ascender en la escala social continué- y Cicerón a ganar casos imposibles. Todos los hombres actúan según su propia naturaleza y se mueven por caminos singulares hacia su destino.
– Y tú, ¿a qué tienes inclinación, papá?
– ¡A tratar de descubrir las de los demás! No siempre es una elección recompensada o agradable…
Eco suspiró.
– No creo que haya cosas mucho más agradables que esto.
– Sí. Los hombres como Pompeyo- saben vivir bien.
– Yo podría acostumbrarme.
– Es mejor que no lo hagas, Eco. Saldremos de aquí en cuanto podamos. ¿No echas de menos a Menenia y a los pequeños, Tito y Titania?
Me dirigió una nostálgica mirada.
– Menenia nunca me ha servido una comida como la, cena de anoche. Ni me ha dado un masaje como el de aquel esclavo viejo y arrugado.
– Los hombres como Pompeyo tienen los mejores esclavos.
– Hablando de esclavos, papá, tuve que ir a sacar a Davo de su cama antes de venir aquí. Está casi paralizado.
Cuantos más músculos tiene un hombre, más le duelen.
– ¿No dijo eso un viejo sabio etrusco?
– Dudo que ningún viejo sabio etrusco supiera lo que es montar a caballo. Pero Davo es joven y flexible. Ya verás como consigue montar un buen rato hoy y quitarse de encima la rigidez.
– Papá, tú nunca has sido de los que torturan a los esclavos.
– Considéralo la venganza de un viejo sobre un joven. Pero ya es hora de moverse. Primero comeremos. Tenemos que ver qué nos ha preparado el cocinero esta mañana; eso te ayudará a no echar de menos a Menenia.
Nos calentamos la barriga con pan recién hecho cubierto con semillas de sésamo y gachas de avena, miel y compota de manzanas caliente. Davo se unió a nosotros. Aunque el simple hecho de andar y sentarse parecía hacerle sufrir mucho (a juzgar por sus gruñidos y muecas), el apetito no le había disminuido lo más mínimo. Comió tanto como Eco y yo juntos.
Fui a sacar los caballos para dirigirnos hacia la Vía Apia. Cuando el capataz descubrió a dónde íbamos, sugirió que fuésemos caminando. Había un viejo sendero que cruzaba la colina y que iba a dar directamente a la villa de Clodio.
– Es bastante más corto -dijo-y, por supuesto, mucho más discreto que ir por el camino abierto. Además, hoy hace más calor gracias a que luce el sol y el paseo es muy bonito. Pasaréis por la arboleda.
– ¿La arboleda?
– La arboleda sagrada dedicada a Júpiter… o lo que queda de ella.
– Sí. Creo que me gustaría verla. Vamos, Eco. Bueno, Davo, parece que te vas a librar de montar a caballo, al menos de momento.
Su sonrisa de gratitud se convirtió en una mueca cuando se puso en pie.
Como había asegurado el capataz de Pompeyo, el paseo tenía espléndidas vistas, sobre todo aquel día: el cielo estaba despejado y había una visibilidad magnífica. La cima de la montaña estaba sobre nosotros y el llano reverberaba debajo, ambos igualmente lejanos. El lago escondido era un espejo perfecto del cielo que lo cubría. El mar estaba demasiado lejos para que se pudiera oír siquiera el murmullo del oleaje. Cuando nos adentramos bajo su sombra, los silenciosos bosques bloquearon todo rastro del mundo, excepto algunos rayos de sol.
Despertaron mi admiración los cantos rodados que flanqueaban el sendero, el crujido de las últimas hojas del otoño y la cúpula que formaban las ramas de los árboles sobre nuestras cabezas. Siempre me he recreado con las bellezas del campo, a pesar de que fracasé estrepitosamente cuando intenté vivir en mi granja de Etruria. Aquel capítulo de mi vida, como muchos otros, está ya muerto y enterrado.
Bajando por el sendero llegamos a un claro en el que podían verse los cimientos de una casa. Podíamos ver el trazado de las habitaciones en medio de los escombros de piedra y madera viejas. No quedaba ningún ornamento, excepto algunos fragmentos de mosaico que se habían estropeado al arrancarlos y habían sido dejados donde estaban.
También había una estatua de mármol con formas femeninas, sin cabeza, hecha añicos en el suelo. Recordé, con un escalofrío, la estatua de bronce de Minerva de mi propia casa. Aquella diosa había sido golpeada por trabajadores descuidados, no por saqueadores furiosos, aunque el hombre al que saqueadores y trabajadores debían lealtad era probablemente el mismo. Vivo o muerto, Clodio había dejado una estela de destrucción.
Anduve entre las ruinas un rato, trazando los límites de pasillos y cubículos en los que nunca me habrían permitido entrar si la casa hubiera estado en pie; traté de imaginar los sonidos, olores y sombras del lugar. La Virgo Máxima había elogiado su encanto místico, ahora desaparecido para siempre. Sentí su presencia en aquel paraje, su humor quebradizo y su franca amargura mucho más que la presencia de la diosa, que sin duda ya había abandonado aquel lugar profanado junto con la cabeza de su imagen.
Más arriba, a través de los árboles, se veían las columnas blancas y el techo circular del templo de Vesta…, el original, como tan seriamente me había señalado la Virgo Máxima. Incluso a la luz del día y desde aquella distancia podía percibirse en su interior la llama que ardía eternamente, gracias al llamativo reflejo en las suaves curvas de las columnas que la rodeaban. El templo no había sufrido daño alguno y las tierras del entorno permanecían intactas. Ni siquiera Clodio había sido tan impío como para turbar la llama sagrada.
Volvimos al sendero y continuamos la marcha.
Los bosques comenzaron a cambiar de forma gradual. Incluso mi hijo, nada religioso, lo notó y lo mencionó antes que yo. Como sugirió Eco, los árboles que no pertenecían a la arboleda sagrada debían de haber sido talados y vueltos a plantar durante generaciones, mientras que los árboles sagrados se habían mantenido sin que una mano humana los tocara ni ningún fuego los marcara, excepto el que el mismo Júpiter manda desde el cielo, lo que de alguna manera los hacía diferentes. Los bosques sagrados son diferentes en muchos otros pequeños detalles: la distancia entre las ramas y la luz que dejan penetrar, la edad de los árboles y la cantidad de follaje que hay a sus pies. Sea como fuere, el caso es que al poco rato resultaba claro para los tres, incluso para Davo, que estábamos en un lugar distinguido por los dioses.
Lo más sorprendente fue la repentina devastación que encontramos en el mismo centro del bosque. Al doblar una curva del camino, nos agachamos para pasar debajo de una rama y nos encontramos en un claro lleno de tocones. No era ni mucho menos una pequeña parte, sino una ladera entera lo que habían talado, como si un animal devorador de árboles se hubiera estado atiborrando en aquel lugar.
– A esto es a lo que debía de referirse el sacerdote Félix -dije.
– Los hizo cortar por docenas», dijo. Pero a mí me parece peor. -Eco sacudió la cabeza-. ¿Qué clase de leñador infligiría semejante castigo a un bosque sagrado?
– ¿Qué clase de trabajadores romperían sin miramientos una estatua de Vesta y dejarían los trozos donde cayeran? Clodio era conocido por contratar a la mayoría de sus trabajadores libres entre la chusma de muertos de hambre de Roma. Imagino que no es un ramillete muy selecto pero le son leales.
– Y no muy religiosos, por la forma en que han destruido estos lugares sagrados.
– Ah, pero estos lugares ya no eran sagrados una vez que Clodio se adueñó de ellos. Estoy seguro de que cumplió con todas las formalidades legales para que la casa de las vestales y esta parte del bosque fueran desacralizadas totalmente antes de destrozarlas.
– Un lugar es sagrado o no lo es, papá.
No pude evitar una sonrisa ante la súbita pasión de mi hijo por lo sagrado.
– Eco, lo sabes muy bien. Que un lugar sea o no sagrado depende del juicio de la autoridad competente. Sin duda, algunas de esas autoridades son muy sensibles a las señales misteriosas de los dioses y tan pías como pueda serlo cualquier ser humano. Otras no son tan pías y son más sensibles al brillo de una moneda que al resplandor de un relámpago. Es el estilo romano, o al menos ha sido así a lo largo de toda mi vida, y supongo que es una de las razones por las que mucha gente de tu generación no tiene sentimientos religiosos.
Mientras hablábamos, seguíamos andando, pues yo no tenía muchas ganas de detenerme a contemplar el desastre.
Por fin llegamos al final del claro. El sendero se adentró por un bosque frondoso donde, por un breve instante, la naturaleza sagrada de la arboleda parecía reafirmarse en medio de las silenciosas sombras. Llegamos al lindero del bosque y, a los pocos pasos, nos encontramos de nuevo bajo la brillante luz del sol. Los últimos árboles habían sido una pequeña pantalla para ocultar la ladera devastada. Habíamos llegado a la villa del monte Albano de Clodio, la destinataria de la madera de todos aquellos árboles cortados.
Al igual que su casa de la ciudad, la villa de Clodio también tenía el aire de inacabada… Los adornos de piedra estaban hechos sólo en parte, algún que otro andamio colgaba de la fachada y el paisaje estaba obstaculizado por montones de piedra triturada, madera y ladrillos. Pero la villa era tan inmensa que, a pesar de estar a medio hacer, resultaba impresionante. La arboleda de Júpiter intimidaba a cualquiera que pasase por allí; un edificio como aquél impresionaba por derecho propio.
La colina en que estaba situado era tan escarpada que a mí me habría parecido imposible construir allí. Clodio había dado al arquitecto Ciro un lugar difícil para trabajar y Ciro había respondido con un edificio osadamente innovador. Sin duda, la estructura estaba fijada al suelo con una especie de vigas, ocultas por sólidas paredes. Vista desde un lado, la villa parecía colgar precariamente sobre el vacío. Una larga galería recorría todo el piso superior. Sus vistas al mar debían de rivalizar con las de la villa de Pompeyo. Seguro que no era una coincidencia que en el piso de abajo no hubiera ventanas ni ninguna otra manera de entrar, lo que la hacía inexpugnable para cualquiera que viniera por el otro lado. La gran galería no sólo permitía una excelente vista, sino que también podía utilizarse para defender la casa en caso de ataque, como si fuera el parapeto de una fortaleza.
La entrada de la villa estaba situada en la parte opuesta del piso superior, que era la única parte visible desde el este. Habían tenido que quitar mucha tierra para hacer un patio plano enfrente de la entrada. Alrededor del patio había materiales` para construir una pared que todavía no había sido levantada. Clodio y su arquitecto debieron de darse cuenta de lo vulnerable que era la entrada y al parecer trataron de hacer algo al respecto. Ahora ninguno de los dos podría terminar el trabajo.
Llegamos a la entrada, una puerta doble de roble macizo, tallada y oscurecida por los años. Me pregunté si procedería de la casa de las vestales. La golpeé tímidamente con el pie. Al no recibir respuesta volví a llamar.
– No sé qué tipo de recepción debemos esperar -dijo Eco mirando de soslayo la cuadra y el silencioso patio. No había rastro de personas o anímales-. ¿Dónde está todo el mundo?
– Fulvia me dijo que cerraría la villa por un tiempo.
– ¿Quieres decir que aquí no hay nadie?
– Un lugar tan grande como éste es difícil que haya sido abandonado por completo; tendrá que haber algún criado. Lo que creo que Fulvia quería decir es que ha cancelado la construcción, cerrado la cocina y las habitaciones de los huéspedes. Estoy seguro de que encontraremos a alguien aquí.
Aún no había terminado de hablar cuando la puerta de la cuadra se abrió y apareció un muchacho cargado con un pesado cesto. Nos vio, dejó escapar un grito y entró corriendo en la cuadra, dejando tirada la carga tras él. El cesto cayó boca abajo y todo su contenido se desparramó por el suelo. Traté de descubrir si era avena o mijo…
De repente, una enorme avispa zumbó a mi alrededor. Al menos eso me pareció durante un breve y paralizante momento: un repentino y malicioso zumbido frente a mi cara, tan cerca que rozó mi nariz con su aleteo y dejó un sonido vibrante en mis oídos. Oí el sonido de un choque y de madera que resuena y vi una flecha vibrando frente a mi cara, clavada en la puerta.
¿Qué me sorprendió más? ¿La flecha cuyo origen desconocía y que casi me acierta en la nariz o la velocidad ciega con que reaccionó Davo?
Por rígido y agarrotado que pareciera, Davo tenía los reflejos de un perro cazador. Estaba al otro lado del patio y subiendo a un montón de ladrillos antes de que yo hubiera tenido tiempo de parpadear. Incluso Eco, tan rápido y ágil como yo lo era a su edad, quedó detrás como un corredor aturdido al comienzo de una carrera.
Davo subió al montón de ladrillos y saltó al espacio con los brazos extendidos. Un momento después oímos chocar dos cuerpos y una exhalación aguda que se convirtió en un grito de dolor. Entonces oímos decir a Davo:
– ¡Amo! ¡Ven pronto! ¡No puedo sujetarlo!
Eco corrió a través del patio. Yo lo seguí. Dio la vuelta al montón de ladrillos por un lado y yo por el otro. Oí otro choque, un gruñido y ruido de grava. Me encontré con Davo, que se estaba poniendo en pie, y corrimos a buscar a Eco, que estaba doblado por la mitad tratando de recuperar la respiración. Yaciendo de espaldas frente a Eco había un chico que no debía de sobrepasar los diez años.
– No le he tocado -dijo Eco cuando recuperó el aliento-. Vino en línea recta hacia mí y casi me dejó sin sentido. Se cayó y ha debido de golpearse la cabeza.
El chico estaba mareado pero no herido de gravedad. Volvió en sí poco a poco y dio un respingo al vernos a los tres mirándole. Su primera reacción fue intentar ponerse en pie, lo que resultó imposible, ya que Davo tenía un pie en cada una de las mangas de la túnica del chiquillo.
– No hace falta que forcejees, jovencito -dijo Eco-. Me parece que no vas a poder ir a ningún sitio.
El chico apretó la mandíbula y entornó los ojos, pero sólo era una máscara de desafío. Le temblaba la barbilla y sus ojos se movían sin parar de una a otra cara.
– No queremos hacerte daño -dije en un tono más amable que el que había utilizado Eco-. ¿Cómo te llamas?
El chico me miró de soslayo. Desde su punto de vista debíamos de parecer gigantes, sobre todo Davo. Mirar de soslayo fue otra manera de disimular su miedo; su vista tenía que ser perfecta para haber tirado una flecha con tan buena puntería.
– Me llamo Mopso -dijo finalmente con voz temblorosa.
– ¿Y tu amigo? El chico de la cuadra, el que gritó al vernos. Por eso tiraste la flecha, ¿no es cierto? Porque gritó y creíste que estaba en peligro.
La mirada del chico se hizo un poco menos recelosa.
– Es mi hermano pequeño, Androcles.
– Ah, tu hermano. Por eso estabas preocupado por él. -Miré hacia el establo. La puerta estaba ligeramente entornada y crujió ligeramente-. Androcles estará preocupado por ti ahora y no tiene por qué. Ya he dicho que no queremos hacerte daño, ni a ti ni a tu hermano.
– Entonces, ¿para qué habéis venido? -Su voz arisca se convirtió en un chillido. Davo se rió y el chico se puso rojo de ira. Forcejeó desesperadamente en el suelo, lo que provocó de nuevo la hilaridad de Davo.
¡Dile a este elefante que me suelte! -La ira había sustituido al miedo en su voz, dejando paso a un sorprendente tono autoritario.
– Pues claro que sí. En cuanto hayas contestado a unas cuantas preguntas. ¿Por qué no ha abierto nadie la puerta? ¿Dónde está todo el mundo?
El chico se agitaba y se retorcía, tratando de librarse. No había manera de escapar mientras Davo estuviera encima de las mangas de su túnica. Tampoco podía dar puntapiés capaces de alcanzar a Davo.
– Me temo que estás pillado -dije.
– Podríamos atarle, papá. Y, tal vez, encender una hoguera y asarle como si fuera un cerdo…
– ¡Eco, no bromees! Te tomará en serio. Algo me dice que este chico ha visto cómo les hacían cosas horribles a personas indefensas. Por eso nos tiene tanto miedo. ¿Tengo razón, Mopso?
El chico no dijo nada, pero su mirada lo decía todo.
– Me llamo Gordiano. Este es mi hijo, Eco, y el elefante, como lo has llamado, es mi guardaespaldas, Davo. Hemos venido a esta casa en son de paz, los tres solos. No le hemos hecho nada a tu hermano. Nos vio desde la puerta del establo, gritó y entró de nuevo.
Mopso se agitó, cada vez más irritado.
– ¡Estúpido Androcles! ¡No es más que un enano chillón! ¡Se asusta hasta de su sombra!
– ¡No es cierto! -dijo una voz desde la brecha de la puerta de la cuadra.
– ¡Androcles! ¡Eres tonto! ¡Sal de ahí! ¡Corre al molino, despiértalos y diles… Mopso se mordió la lengua.
Davo y Eco me miraron. Me puse un dedo en los labios. Rodeé la pila de ladrillos, volviendo sobre mis pasos por el patio, y me aproximé al establo sin ser visto desde la puerta. Abrí de golpe y cogí suavemente pero con firmeza el hombro de un niño que me miró con ojos como platos.
– No tengas miedo, Androcles. No eres un chillón como dice tu hermano, ¿verdad que no?
El niño me miró solemnemente y sacudió la cabeza.
– Yo creo que no. Mira, aquí está mi mano. Bueno, ahora vamos con el tonto de tu hermano mayor y tratemos de hablar con sensatez. Mopso se retorcía furiosamente.
– ¡Androcles, idiota! Ahora también te han atrapado a ti.
Androcles me miró solemnemente y luego miró a Eco y a Davo por turno.
– Creo que son buenos, Mopso. No son malos, como los otros.
– ¡Seguro que son los otros los que los han mandado, burro estúpido, para capturarnos y liquidarnos! La voz de Mopso era chillona, de nuevo fuera de control, y hacía reír a Davo.
– El gran elefante es gracioso. Androcles echó un vistazo a Davo con temor.
– ¡No pensarás que es muy gracioso cuando nos despelleje vivos como hicieron con Halicor! -dijo Mopso.
– Androcles se estremeció ante la idea, pero cuando le apreté la mano pareció tranquilizarse.
– Halicor era el tutor del joven Publio Clodio, ¿no? -dije.
– ¿Cómo sabrías eso si no te hubieran mandado «ellos»? Mopso escupió las palabras. Tener a su hermano pequeño de público le daba valor para aparentar ser más duro.
– ¿Por «ellos» te refieres a los hombres que mataron a Halicor?
– ¿A quién si no? ¡Los hombres de Milón! Quizá el mismo Milón te ha enviado…
– ¡No! -La dureza de mi voz lo silenció-. Mírame, Mopso. Y tú, Androcles. Os juro por el espíritu de mi propio padre que Milón no me ha enviado y que no he venido por él.
– Entonces, ¿quién te ha mandado? -preguntó Mopso con cautela.
– El día anterior a mi partida de Roma, tuve una larga conversación con tu ama. Fulvia me pidió que hiciera un trabajo para ella. -Aunque no era toda la verdad, se aproximaba bastante. No veía la necesidad de complicar las cosas hablando del Grande.
Mopso se suavizó un poco.
– ¿Te envió el ama?
– Fulvia me pidió que investigara ciertos aspectos de la muerte de tu último amo. Me llaman el Sabueso y tengo algo de experiencia en la materia.
¡A lo mejor puede descubrir al hombre que mató a Halicor! -sugirió Androcles mirando a su hermano con los ojos abiertos de par en par.
– No seas ridículo, bocazas, ya sabemos quién lo mató. Lo vimos con nuestros propios ojos.
– ¿Ah, sí? Vuestra ama no me lo dijo. Sólo dijo que Halicor había sido asesinado junto con el capataz y dos esclavos más. No dijo que hubiera habido testigos.
– Porque nadie sabe que lo vimos -dijo Mopso.
– ¡Hasta ahora! -El pequeño Androcles puso sus manos en las caderas y miró acusadoramente a su hermano mayor, como preguntándole cuál de los dos era el estúpido bocazas ahora.
– Me gustaría oír toda la historia dije-, pero primero quiero saber a qué te referías cuando le dijiste a Androcles que fuera al molino y despertara a los otros. ¿Quiénes son los otros?
Mopso me miró, mordiéndose el labio y sin saber si cooperar o no. Casi podía ver trabajar su cerebro. Su hermano pequeño no había resultado herido y no le habíamos amenazado; sus captores habían negado cualquier tipo de alianza con Milón y, además, habían invocado el nombre de su ama en Roma, una dama tan remota y exótica para ellos como las diosas del Olimpo. Y, aún más importante, se estaba empezando a cansar de estar clavado al suelo.
– Déjame levantarme y te lo contaré todo -dijo.
– ¿No echarás a correr? Si lo haces, Davo te perseguirá… y yo no podré detenerlo; es como un perro sin correa. Y cuando te coja no parará de reírse.
Androcles se cubrió la boca y soltó una risita. Mopso se puso colorado.
– No escaparé. ¡Pero quítame a este elefante de encima!
Davo, apártate…
Davo se apartó pero adoptó una postura de echar a correr detrás del muchacho, colocando las largas y musculosas piernas listas para salir en su persecución. Habría parecido uno de esos enormes gatos que se ven en los exóticos espectáculos del circo si no fuera por su sonrisa, ya que semejantes bestias nunca sonríen. ¿Dónde había ido a parar la rigidez de la mañana? ¡Ah, quién fuera tan joven y tan invulnerable como Aquiles!
Mopso se puso en pie y se sacudió el polvo. Le hizo una mueca a Davo, que tuvo el buen sentido de reprimir la risa.
– ¿Qué estabas diciendo?
– Los otros que mencionaste…, los del molino.
– Probablemente estarán durmiendo. Como siempre a estas horas de la mañana, después de haber estado la noche anterior bebiendo, que es lo que suelen hacer desde que forzaron la puerta de la cabaña donde el amo almacenaba su vino.
– ¡Mopso! -El hermano pequeño frunció el entrecejo y sacudió la cabeza.
– ¿Por qué iba a preocuparme? Es la verdad. Su trabajo es cuidar de la casa, igual que el nuestro es cuidar de la cuadra. ¡Seguro que tendrán problemas!
– Entonces, ¿no hay nadie en la casa ahora? -dije.
– No. Está cerrada. Después de lo que pasó, el ama se llevó a Roma todos los sirvientes, excepto los que tenían que cuidar la casa. -Y nosotros, que teníamos que cuidar de los animales -añadió su hermano-. Dile al ama que nosotros estamos haciendo nuestro trabajo. -Lo haré -prometí.
– Pero no le digas nada de los otros -dijo Androcles, súbitamente angustiado-. No si eso significa que los castigarán. -De repente rompió en llanto.
– Cállate -dijo Mopso-. Está recordando lo que los hombres de Milón hicieron a Halicor y al capataz. No es así como el ama castiga a los guardias borrachos, estúpido. Sólo les dará unos cuantos latigazos. No les cortará ningún miembro.
– ¿Cómo lo sabes? -preguntó el niño.
– Porque no soy un estúpido como tú.
– A mí no me parece que Androcles sea estúpido -dijo Eco, poniéndose en jarras-. A él no se le ocurrió tirar una flecha a tres forasteros pacíficos. -Típico de Eco ponerse de parte del más desvalido. ¿Sería así como ponía paz entre los gemelos? Yo pensaba que la riña entre los dos hermanos era una forma de sortear el feo tema de Halicor y su destino, aunque siguieran sacándolo a colación una y otra vez. ¿Qué habrían visto exactamente?
– Así que el día de la batalla estabais aquí. ¿La recordáis bien?
– Claro que estábamos aquí, cuidando de la cuadra como siempre -dijo Mopso-. Fue un día de mucho ajetreo, ya que el amo y sus hombres se estaban preparando para irse.
– ¿Qué hora era cuando tu amo y sus hombres salieron para Roma?
– Por la tarde.
– ¿A qué hora?
El chico se encogió de hombros.
– ¿Cerca de la hora nona, o más tarde, alrededor de la hora undécima?
Androcles me tiró de la mano.
– La hora nona.
– ¿Estás seguro?
– Hay un reloj de sol detrás de la cuadra. Cuando el amo se fue, fui a mirarlo porque tenía hambre y quería saber cuánto faltaba para la cena.
– ¿Os dio la impresión de que vuestro amo tenía previsto de antemano salir a esa hora?
– No del todo -dijo Mopso antes de que su hermano se le adelantara-. Tenía previsto quedarse un día o dos más. Se fue porque vino un mensajero.
– ¿Qué noticias traía?
– Algo sobre el viejo arquitecto, Ciro. Había muerto y el ama quería que el amo volviera a Roma.
– Parece que sabes mucho de los negocios de tu amo para ser el mozo de cuadra -dijo Eco, que parecía dispuesto a pincharle.
– Tengo ojos y oídos. Además, ¿cuál es la primera persona que ve un mensajero a caballo cuando llega a la villa? Yo, porque soy el que se encarga del caballo.
Eco parecía escéptico.
– Y el mensajero se sintió obligado a compartir sus noticias contigo antes incluso de contárselas a Clodio?
– Dijo: «Será mejor que prepares caballos para tu amo y sus amigos»; yo le pregunté por qué y me dijo: «Porque el ama quiere que vuelva a Roma», y yo dije…
– Está bien, creo que ya lo hemos entendido -dijo Eco.
– Así pues, tu amo recibió el mensaje -dije-y decidió volver a Roma junto con su séquito. Pero ¿no estaba su hijo Publio Clodio con él? Me parece que debe de rondar tu edad, Androcles.
– Claro que Publio estaba aquí -dijo Androcles-. Con su tutor, Halicor. Halicor le mantiene ocupado casi todo el tiempo, pero a veces Publio consigue escaparse y viene a buscarnos a Mopso y a mí. Le decimos que tenemos trabajo pero dice que, mientras estemos con él, podemos dejarlo. Así que nos vamos a jugar al bosque o a las ruinas de la casa de las brujas.
– ¿Brujas?
– Creo que se refiere a las vestales, Eco. Aquel día, después de llegar el mensajero, ¿Publio se puso en camino junto con su padre?
– No, se quedó con Halicor. Mopso y yo nos alegramos porque eso significaba que querría jugar con nosotros y por lo tanto no tendríamos que trabajar mucho; Halicor y el capataz probablemente se enfadarían porque Publio siempre estaba metiéndose en problemas y luego saliendo de ellos.
– Sale a su padre -dijo Eco en voz baja.
– En cuanto el amo y sus hombres salieron, Publio vino a buscar nos a la cuadra…
– Teníamos un montón de trabajo -dijo Mopso, teníamos que limpiarlo todo después de su marcha. Varios hombres habían dormido allí, y los hombres suelen ensuciarlo todo bastante más que los animales.
– Pero vino Publio y quería jugar. Mopso le dijo que teníamos trabajo, pero Publio dijo que estaba escondiéndose de Halicor y que tenía los que ayudarle a buscar un buen escondite. Así que Mopso y yo fuimos a un rincón a hablar entre nosotros y decidimos enseñarle el pasadizo secreto. ¿Te imaginas? ¡Ni siquiera Publio, el hijo del amo, había oído hablar de él!
– ¿Un pasadizo secreto? -dijo Eco-. Creo que estos chicos se están inventando un cuento, papá.
– ¡No! ¡Es cierto! -insistió Androcles.
– Sí, es cierto -dijo Mopso, cruzándose de brazos y adoptando un fono de persona adulta-. Probablemente somos las dos únicas personas vivas que lo conocen, si exceptuamos a Publio, ahora que el amo y Ciro han desaparecido. Se supone que ellos dos eran los únicos que lo conocían. Y los esclavos que construyeron la casa pero ¿quién sabe donde estarán ahora? Ni siquiera Halicor y el capataz sabían nada de él. Apuesto a que el ama tampoco lo conoce.
Su hermano se burló, pero yo creía que Mopso tenía razón. Fulvia no había dicho nada de un pasadizo secreto ni había mencionado a esos dos chicos; sólo había dicho que su hijo se las había arreglado para escapar de los hombres de Milón cuando fueron a la villa y aterrorizaran a los esclavos. Probablemente su hijo no había sido muy explícito en los detalles y ella no habría querido presionarle; o quizá el joven Publio era tat, bueno guardando secretos como su padre.
Así que llevasteis a Publio al pasadizo secreto para que se escondiera de Halicor. Me gustaría que me lo enseñarais. Claro que si la casa esta cerrada con llave…
– ¿Oh! Pero eso es lo mejor del pasadizo -dijo Androcles No hace falta entrar en la casa para utilizarlo. Se puede acceder a él desde fuera. Ven, te lo enseñaré. Me cogió de la mano. Su hermano mayor parecía recelar y miró de reojo a Eco, pero nos siguió, bien porque confiaba en nosotros, bien porque tenía miedo de ser cazado y sujetado de nuevo al suelo por un sonriente Davo.
Androcles nos hizo doblar la esquina y nos condujo hacia los bosques que había a los pies de la casa. Desde lejos, aquella parte del edificio parecía una estructura sólida, si exceptuamos el pórtico que rodeaba el piso superior. De cerca pude distinguir varias filas de aberturas, no tan grandes como para ser llamadas ventanas; más bien parecían hechas para dejar pasar el aire y la luz; estaban demasiado altas en la pared para llegar hasta ellas y eran tan pequeñas que ni siquiera un niño habría podido pasar. Los cimientos estaban ocultos por árboles y densos matorrales. Androcles nos señaló un sendero que cruzaba por medio; al final del sendero, en lo que a primera vista parecía una pared sólida, había una entrada oculta. Era un trozo de muro entre dos columnas que parecía imposible de mover pero que en realidad era un panel que podía deslizarse lo suficiente para permitir la entrada de un hombre. Había visto varias clases de entradas ocultas en mi vida, sobre todo en mis primeros viajes, pero ninguna tan bien disimulada como aquélla. Muchas entradas llamadas secretas en realidad no están escondidas; lo que es secreto es la forma de abrirlas. Aquella puerta era fácil de abrir, pero era casi imposible de descubrir a menos que se conociera su existencia.
La puerta daba a una escalera ascendente, al final de la cual había un estrecho y oscuro pasillo que debía de atravesar el centro del piso inferior, al menos la sección subterránea que había sido excavada en la ladera de la colina. El camino estaba iluminado solamente por estrechas aberturas que también servían para espiar en las distintas habitaciones por las que pasamos. La mayoría de los cuartos que vimos estaban sin decorar y sólo tenían algún que otro bulto sin desembalar y extraños muebles. Algunas eran como boca de lobo de lo oscuras que estaban. Otras todavía no habían sido terminadas por los carpinteros. Al igual que la casa de Clodio de la ciudad, la villa estaba en periodo de expansión cuando mataron al amo: llena de promesas grandiosas para el futuro.
– ¿Para qué necesitaba Clodio todas estas habitaciones subterráneas tan sombrías? -preguntó Eco.
Es obvio que esto tenía que ser algo más que una simple villa en el campo -dije-. Más que una fortaleza, imagino… un sitio para almacenar tesoros y armas, para alojar un ejército privado de gladiadores…
– ¿Y para tener prisioneros?
– No lo había pensado. Sí, no es difícil imaginar estos cuartos como calabozos o como cámaras de tortura.
– A lo mejor la casa de la ciudad también tiene pasadizos tras las paredes.
– No me sorprendería. ¡Más trabajo para Ciro, el arquitecto!
Subimos otras escaleras, iluminadas por aberturas que dejaban entrar la luz del sol, lo que indicaba que estaban situadas en uno de los lados del edificio. Recorrimos más pasillos estrechos y vimos más habitaciones cavernosas, sombrías y sin terminar. Al final, el pasillo cambió de forma y se convirtió en algo laberíntico que serpenteaba de un lado a otro. Debíamos de estar en el piso superior, en la parte vieja de la villa, lo que había obligado al arquitecto Ciro a utilizar todo su ingenio para adaptar el pasadizo a las viejas paredes. Las habitaciones que veíamos a través de los agujeros estaban recargadas de ornamentos y muebles, llenas de todas las cosas que hacen una casa…, excepto de las personas que la habitan. La calma y el silencio reinaban en las habitaciones. Incluso en un día tan soleado como aquél, en el que se percibía la llegada de la primavera, todas las ventanas estaban cerradas, convirtiendo toda la casa en una cueva sombría.
Finalmente, Mopso nos indicó que nos detuviéramos.
– Aquí… aquí es donde estábamos cuando todo sucedió.
– ¿Quiénes estabais?
Androcles y yo. Y Publio, por supuesto, que se escondía de Halicor. Publio creyó que sería muy divertido espiar a los mayores. Le costaba contener la risa mientras miraba a través del agujero.
El agujero más cercano estaba! al nivel de los ojos de un niño, cerca de la cintura de un hombre, así que tuve que agacharme para mirar a través de él. El suelo del pasadizo secreto era bastante más alto que el de las habitaciones que recorría, así que veía la habitación desde arriba. Parecía un despacho para hablar de negocios y guardar documentos. Había casilleros alineados en la pared con papiros; muchos estaban vacíos y su contenido yacía desparramado por el suelo junto con material de escribir: tablillas de cera, estilos, frascos de tinta y hojas de papiro; todo estaba salpicado de algo que se parecía más a la sangre que a la tinta. La habitación me recordó mi desordenado estudio, y la memoria me llevó inevitablemente a pensar en Belbo… y en Bethesda… y en Diana…
– Así que estabais los tres aquí -dije-. ¿Qué visteis?
– A Halicor y al capataz hablando de Publio -dijo Mopso.
– ¿Y no muy bien, precisamente! -añadió Androcles.
– ¿Qué decían?
– Muchas cosas -dijo Mopso-. Hablaban de lo difícil que era controlar a Publio, sobre todo cuando no estaba su padre. Discutían. El capataz decía que era culpa de Halicor por haber perdido de vista a Publio. Halicor decía que él era su tutor, no su guardaespaldas y que su trabajo no era mantener a Publio a salvo y que eso era lo que preocupaba al amo. Cosas así. Muchos gritos. Hablaban en voz muy alta.
– ¿Y después?
En las profundas sombras del corredor vi lágrimas brillar en los ojos de Androcles, que había dado un paso para ponerse detrás de su hermano y lo había cogido como si fuera un escudo. Mopso irguió la espalda y adoptó una expresión de dureza.
– Después oímos gritos en alguna otra parte de la casa. Creo que, al principio, ni Halicor ni el capataz los oyeron, porque estaban gritándose el uno al otro. Entonces la puerta se abrió de par en par, con tanta fuerza que golpeó una estantería y algunas cosas cayeron al suelo. Entraron unos hombres. Llevaban espadas…
– ¡Y las espadas ya estaban manchadas de sangre! -dijo Androcles mirando por encima del hombro de su hermano.
Mopso arrugó la frente.
– Entonces entró Milón…
– ¿Cómo sabes que era Milón?
– Porque Halicor lo llamó así. «¡Milón!» Gritó el nombre como si hubiera sido el mismo Hades el que hubiera aparecido atravesando el suelo. Susurré a Publio: «¿Quién es Milón?» y me respondió: «¡El peor hombre del mundo después de Cicerón!».
– Clodio ya estaba enseñando a su hijo quiénes eran sus enemigos -dijo Eco.
Asentí con la cabeza.
– ¿Qué más ocurrió?
– Milón y sus hombres invadieron la habitación como un enjambre de abejas. Empujaron a Halicor y al capataz contra la pared y les amenazaron con sus espadas. Milón estaba muy enfadado. «¿Dónde está? -gritó-. ¿Dónde está Publio Clodio?» El capataz dijo: «No está aquí, no sabemos dónde está». Milón se enfadó aún más. «¡Tú! -dijo a Halicor-. ¿Quién eres?» Halicor dijo: «Sólo soy un tutor, el tutor del chico, pero se ha escapado, está escondido». Milón le gritó que se callara y le golpeó y siguió chillando: «¿Dónde está Publio Clodio?». Y al poco estaban apuñalando al capataz y cortando los dedos de Halicor… fue horrible -dijo Androcles-. Pensé que iba a vomitar pero tenía el estómago vacío. Me alegré cuando arrastraron a Halicor y al capataz al pasillo. Al menos, así no podíamos ver lo que les hacían.
– Pero podíamos oír los gritos -dijo Mopso-. Nos tapamos los oídos. Pobre Publio. Podría haber hablado, ¿sabes?, haber gritado «;Estoy aquí!». A lo mejor así habría podido salvar a Halicor.
Sacudí la cabeza.
– Si aquellos hombres venían a por Publio y lo hubieran encontrado, no tenían ninguna razón para dejar vivo a Halicor.
– ¿Qué le habrían hecho a Publio? -preguntó Androcles.
– Probablemente lo habrían capturado como rehén -dijo Eco-. O habrían terminado con él como hicieron con su padre.
– Había dos hombres muy grandes -dijo Mopso, estremeciéndose al recordarlos-. Eran aún más grandes que este elefante. Fueron los que más pincharon y cortaron.
Eco me miró.
– Eudamo…
– …y Birria. Nunca van el uno sin el otro.
– Halicor gritaba y gritaba -dijo Mopso-. ¡Apuesto a que les habría dicho dónde estaba Publio si lo hubiera sabido! Pero no lo sabía, así que lo otros siguieron cortándolo en pedacitos.
Su hermano pequeño empezó a sollozar. Le rodeé con el brazo.
– No podíamos escapar, porque nos habrían oído -dijo Mopso-. Tuvimos que quedarnos muy quietos. Finalmente, los gritos cesaron. -Mopso se estremeció Nosotros tres nos quedamos aquí sin atrevernos siquiera a susurrar. De vez en cuando miraba por el agujero para ver si aparecían Halicor o el capataz, pero no lo hicieron. Androcles empezó a quejarse y a decir que tenía ganas de mear…
– ¡No es cierto! ¡Era Publio el que tenía que ir!
– Es igual. Sí, a lo mejor era Publio. Le dije que era una locura salir fuera porque Milón y sus hombres probablemente estarían buscándolo por todas partes. Creo que entonces todos empezamos a preguntarnos por el amo porque ¿cómo era posible que Milón se hubiera atrevido a entrar a la fuerza en la casa? Y ¿por qué el amo no había vuelto para impedírselo? Creo que fue entonces cuando nos dimos cuenta de que algo realmente horrible había ocurrido, pero yo no quise decir nada y Publio tampoco, supongo, porque estaba muy callado. Ya había oscurecido y parecía que la casa estaba completamente vacía. Teníamos mucha hambre. Al final, mandé a Androcles a buscar algo de comida a la cocina…
– ¡Porque tenías miedo de ir tú!
– No, porque tenía que quedarme a proteger a Publio. Androcles vino y dijo que algunos esclavos estaban escondidos en la cuadra y que al menos dos-de ellos habían sido asesinados, además de Halicor y el capataz, y que algunos de los guardaespaldas que habían salido con el amo aquella tarde habían vuelto y estaban heridos porque había tenido lugar una terrible batalla contra Milón y decían que no sabían dónde estaba el amo, pero que había sido herido y había ido a Bovilas pero ya no estaba allí, y todos los hombres que habían ido con él estaban muertos…
– Creo que Publio fue muy valiente -dijo Androcles en voz baja-. Ni siquiera lloró. Y no quiso comer nada. Dijo que Mopso y yo podíamos comernos toda la comida que yo había traído.
– Así que pasamos toda la noche escondidos en el pasadizo secreto, aunque estaba terriblemente oscuro y frío. Al día siguiente, el ama envió algunos hombres desde Roma para buscar a Publio y luego mandó cerrar la casa. Todo el mundo se fue excepto nosotros.
– Y los vagos de los guardias -dijo Androcles-. Probablemente se habrán despertado. Estarán preguntándose dónde nos hemos metido.
– Déjalos -dijo su hermano-. A lo mejor piensan que han venido las brujas a por nosotros. Imagínate que ocurriera y fuera por su culpa, por estar durmiendo en lugar de estar vigilando. Se pondrían enfermos de preocupación.
– Dime -dije, ¿sabes si Milón hizo prisioneros?
– ¿Prisioneros? -dijo Mopso. Sacudió lentamente la cabeza-. No que yo sepa. Milón mató a bastantes hombres del amo, pero todos los que no fueron asesinados volvieron antes o después, al menos los de esta villa.
El estrecho y oscuro pasadizo empezaba a agobiarme. Tenía ganas de salir al exterior. Los chicos nos guiaron por los serpenteantes corredores y escaleras abajo. Cuando finalmente cruzamos la puerta secreta y salimos a la brillante luz del sol, oí voces lejanas gritando desde la colina: «¡Mopso! ¡Androcles!».
– ¿Ves? Ya te dije que estarían preocupados -dijo Mopso.
– Estos que llamáis guardias… ¿estaban aquí el día que vino Milón? -pregunté.
– No. Son todos nuevos, de la ciudad. Por eso no les gusta nada todo esto. Siempre están quejándose, diciendo que se aburren y que no hay mujeres alrededor excepto las brujas de la casa del pie de la colina, que no quieren tener nada que ver con los hombres.
– Entonces no hace falta que hablemos con ellos. ¿Tu hermano y tú estaréis bien? ¿No se enfadarán con vosotros?
– Crees que vamos a tener miedo de ese puñado de borrachos cobardes? -dijo Mopso. Había recuperado su bravuconería inicial-. Les diré que hemos oído un ruido extraño en el bosque y que hemos ido a echar un vistazo, y pronto todos huirán hacia el molino.
– Muy bien. Quiero pediros algo: no les habléis de nuestra visita…
– ¡Puedes estar seguro de que no les hablaré de la entrada secreta!
– Exacto. Y cuando vuelva a Roma me aseguraré de que vuestra ama sepa que tiene a su servicio en la villa del Albano una pareja de chicos muy inteligentes y valiosos.
Dejamos a Mopso y Androcles y subimos la colina, rodeando el patio de la villa para evitar tropezarnos con los guardias. Cuando rodeábamos un montón de piedras y escombros, tropecé con algo y miré al suelo para ver, sorprendido, la cara de una diosa mirándome.
Era la cabeza de mármol de Vesta, separada de la estatua que habíamos visto en las ruinas de la casa de las vestales. Su expresión era cálida y serena, como corresponde al protector del corazón de la familia, pero cuando la miré más detenidamente, no pude evitar pensar que había un débil brillo de malevolencia en sus ojos de lapislázuli y, en el ángulo de su boca, un rictus de satisfacción por la forma en que el Destino se había ocupado del mortal que las había tratado, a ella y a sus servidoras, tan vilmente.
Regresamos a la villa de Pompeyo por el mismo camino. Después de la comida del mediodía montamos sobre nuestros caballos para hacer una visita al senador Sexto Tedio, el hombre que había encontrado a Clodio y había enviado su cadáver a Roma en su litera.
– Bien, Davo dije-. Parece que, después de todo, vas a tener que montar a caballo.
– El paseo de esta mañana me ha curado todos los dolores, amo. Davo sonrió pero, cuando su trasero entró en contacto con el caballo, oí un gruñido ahogado.
Para llegar a la villa del senador Tedio cruzamos Aricia, donde Clodio se había dirigido a los magistrados locales el día de su muerte. Aunque la ciudad es más grande y hospitalaria que Bovilas, ya que es donde los viajeros de Roma que se dirigen al sur suelen pasar la primera noche, un hombre puede cruzarla y no darse apenas cuenta de que ha estado allí.
El capataz de Pompeyo nos había dado algunas indicaciones para llegar a la villa, que resultó ser mucho más rústica y humilde que la de Clodio o el Grande. Sexto Tedio era un hombre rico, como podía verse por la extensión de la propiedad que rodeaba el edificio, pero la casa carecía de adornos ostentosos. Era tan grande como ha de serlo una casa de campo, con habitaciones para huéspedes y grupos, pero no había estatuas flanqueando el camino, ni mosaicos decorando el porche, ni elaboradas lámparas colgando sobre la puerta. A juzgar por su casa, sospeché que el dinero de Tedio era muy viejo, que prefería la austeridad en el arte y la literatura y que, políticamente, sería un conservador firme.
El capataz de Pompeyo, al darme la dirección, me había dicho que el senador había sido durante mucho tiempo seguidor y admirador del Grande. Considerando la personalidad que sugería su casa y el hecho de que era seguidor de Pompeyo, decidí que sería mejor acercarse de manera franca y formal. Cuando el portero me preguntó por los asuntos que me llevaban allí, le di mi carta de presentación de Pompeyo y le dije que quería hablar con su amo.
Poco después, el esclavo nos llevó a Eco y a mí al despacho privado del senador; todas las ventanas estaban abiertas y podía verse la ciudad de Aricia al fondo. Lucía el sol y soplaba el viento. Nuestro anfitrión estaba sentado en una anticuada silla sin respaldo, muy erguido para un hombre de su edad. La única concesión a la comodidad era una manta que tenía en el regazo y que le mantenía las piernas caliente Tenía el pelo blanco, con suficientes mechones amarillos para sugerir que alguna vez había sido rubio. Sus manos eran oscuras y correosas:, lo que indicaba que había pasado gran parte de su vida al aire libre, y las líneas que rodeaban su boca estaban profundamente marcadas; a pesar de todo, pensé que sería un hombre amable sólo con que relajara un poco la seriedad de su semblante.
– ¿Eres hombre de Pompeyo? -dijo.
– Me llamo Gordiano. Vengo en nombre del Grande.
– En esta casa llamamos a mi buen vecino el general por el nombre con el que nació -dijo Tedio, sin grosería pero con firmeza-. La grandeza de un hombre, o su pequeñez para el caso, es mejor dejar que la decida la posteridad. Mientras vive, los actos de un hombre hablan por sí mismos. -Me miró astutamente y dejó que algo parecido a una sonrisa apareciera en sus labios-. Pero el hombre que te ha enviado conoce perfectamente bien mis sentimientos; Cneo Pompeyo y yo hemos discutido a menudo estos temas paladeando una copa de vino en esta misma habitación. Sabe que soy un republicano de los pies a la cabeza y que creo en la gran institución del Senado y no en los grandes hombres. Si no creyera que en el fondo él es leal al Senado, estaría muy preocupado por la forma en que se eleva a sí mismo sobre el resto de nosotros utilizando ese nombre: Grande. Dime, ¿acabas de llegar de Roma?
– Salimos ayer, antes del amanecer.
– Así que saliste antes de que el Senado se reuniera en el teatro de Pompeyo. Esperaba haber asistido, pero no me ha dejado la pierna. -Se frotó la pierna izquierda como para indicar las molestias que le causaba-. Por lo que he entendido, se discutió la reconstrucción del Senado y el contrato fue adjudicado al chico de Sila, Fausto.
– Creo que estás en lo cierto -dije, recordando lo que me había dicho Pompeyo.
– Y he oído que también iban a debatir el Decreto de Excepción, que autorizaría a Pompeyo a reunir tropas para sofocar los desórdenes de la ciudad.
– Quizá. Como he dicho, me fui antes del amanecer.
– Entonces, ¿no me traes noticias? Sin embargo dijiste que te había enviado Pompeyo.
– He venido en nombre de Pompeyo, es cierto, pero no como mensajero. Vengo en busca de información, no a traerla.
Tedio enarcó una ceja.
– Ya veo.
– El Grande, Cneo Pompeyo, me ha encargado en privado que descubra todo lo que pueda sobre la muerte de Publio Clodio.
– Seguro que en Roma no se ha hablado de otra cosa durante días.
– Sí, pero la palabra y la verdad pueden estar muy lejos una de otra. Pompeyo quiere saber la verdad.
– ¿Acaso quiere administrar justicia por su cuenta? -Tedio seguía intentando obtener información de mí, y no al revés.
– Creo que lo que quiere es ver con claridad. Ningún general puede atravesar un paisaje oscurecido por la niebla. ¿Es cierto que tu hija y tú encontrasteis a Clodio yaciendo en la Vía Apia?
– ¿Hay alguien que aún no lo sepa? Envié su cuerpo a Roma en mi propia litera.
– Déjame enumerar los distintos pasos con claridad. ¿Cuándo saliste de esta casa?
El senador me miró largamente con una cara tan inexpresiva como una máscara de cuero. Creo que no estaba acostumbrado a ser interrogado por nadie, y mucho menos por un hombre de rango tan inferior, pero al final contestó.
– Mi hija, nuestro séquito y yo dejamos esta casa alrededor de la hora nona. Había planeado llegar a Roma a la caída de la noche.
– ¿Cuándo te diste cuenta por primera vez de que algo andaba mal en la Vía Apia?
– Cuando nos aproximábamos al santuario de la Buena Diosa. Mi hija es una mujer muy religiosa; suele hacer una ofrenda en el santuario siempre que va camino de Roma. Había un gran alboroto, con esclavos y guardaespaldas gritando y corriendo de aquí para allá. Estaba claro que algo andaba mal, como has dicho. Lo primero que supe fue que Milón andaba por allí, ya que vi a su mujer, Fausta Cornelia. Estaba en un carruaje, a un lado del camino, muy arrebujada en su capa. Su cara estaba tan blanca como la luna, no precisamente por los cosméticos, y un grupo de esclavos se movía a su alrededor, abanicándola y arrullándola. Mientras yo observaba, parece ser que se hartó de ellos y empezó a espantarlos. Los tontos esclavos se desperdigaron como palomas.
– ¿Y Milón?
– Lo encontré rodeado de algunos de sus hombres, todos con las espadas desenvainadas. En algunas de las espadas había sangre. También vi algunos cuerpos que yacían en el suelo. Le dije a mi hija que se sentara detrás, corriera las cortinas y no se dejara ver. Los hombres de Milón levantaron las espadas cuando nos aproximamos pero, cuando anuncié mi presencia, Milón les ordenó bajarlas.
– ¿Eres amigo de Milón?
El senador Tedio adoptó una expresión entre irritada y burlona.
– El hombre tiene sus objetivos, supongo. Pero difícilmente podría llamarle amigo. ¿Qué tipo de hombre consentiría a su mujer una conducta tan vergonzosa? No me importa que ella sea la hija del dictador. Y no me preocupan los tipos que se dan a sí mismos nombres que indican más valentía que la que tienen… ¡Mira que ponerse Milón de Crotona! Le pregunté cuál era el problema. Dijo que había sido atacado por unos bandidos.
– ¿Bandidos?
– Supongo que no estaba preparado para contar lo que ocurrió realmente y soltó la primera mentira que se le ocurrió. Dijo que le habían atacado los bandidos y que algunos de sus hombres los habían perseguido en dirección a Bovilas. Me sugirió que me diera la vuelta, por mi propia seguridad. «¿Cuántos bandidos eran?», pregunté. «¡Oh! Muchos y armados hasta los dientes», dijo. Sospeché que estaba exagerando y cuando repitió su consejo le dije que no fuera ridículo, que tenía negocios en la ciudad al día siguiente y que tenía que continuar. «Pues espera aquí conmigo hasta que vuelvan mis hombres y nos aseguremos de que no corremos peligro», dijo. Me pareció razonable; entonces se aproximó Fausta Cornelia, con los esclavos revoloteando a su alrededor como palomas. No tenía intención de pasar ni un minuto con semejante ramera. Le dije a Milón que me sentía perfectamente a salvo bajo la protección de mis guardaespaldas y seguí mi camino.
– ¿Colina abajo, hacia Bovilas?
– Sí. Recuerdo que mi hija…
– ¿Sí?
Es un detalle que no tiene nada que ver con el incidente.
– Por favor, cuéntame todos los detalles que recuerdes.
Sexto Tedio echó la cabeza para atrás y separó los labios. Me miró un buen rato con los ojos entornados. Era imposible leer su expresión y me pregunté si habría decidido dejar de hablar.
– Muy bien -dijo finalmente-. Mi hija se dio cuenta de que no había hecho la ofrenda a la Buena Diosa. Tedia es muy religiosa, como ya te he dicho. Le parecía un mal agüero comenzar el viaje sin detenernos en el santuario, sobre todo después de haber sido advertidos de un peligro. Quería volver atrás, pero yo estaba dispuesto a continuar. Supongo que sentía curiosidad; estaba seguro de que Milón me había mentido. Pero Tedia es aprensiva. Cuando pasamos por la casa de las vestales, la nueva, me rogó que nos refugiásemos allí hasta que estuviéramos seguros de que no corríamos peligro. Mi hija es tan devota de Vesta como de la Buena Diosa. Le dije que no tenía la menor intención de esconderme entre vírgenes pero que, si insistía, la dejaría con las vestales y volvería a buscarla en cuanto viera que todo andaba bien en Bovilas. Tedia se negó a que la dejara atrás. Dijo que no era su seguridad lo que la preocupaba sino la mía. Tedia es mi única hija y me es muy leal. Como yo había decidido seguir adelante, se quedó conmigo en la litera.
»Cuando llegamos a Bovilas, pasamos al lado de un cadáver que yacía en el camino. El cuerpo estaba ensangrentado y lleno de heridas. Prohibí a Tedia que lo mirase pero, de todas formas, se asustó y me dijo que diéramos la vuelta. No le hice caso; les dije a los porteadores de la litera que se apresuraran. Según nos aproximábamos a la posada, podía verse que había tenido lugar una batalla. La puerta y las ventanas estaban rotas y desencajadas y había más cuerpos desparramados por allí. Debo admitir que empecé a sentirme un poco nervioso y susurré una oración a Mercurio. Milón había hablado de bandidos y, por lo que parecía, ¡éstos habían llegado a Bovilas, habían saqueado la posada y asesinado a los huéspedes! ¿Y dónde estaban los hombres de Milón que supuestamente habían salido en persecución de los bandidos? ¿Los habrían asesinado a todos o habrían huido por el bosque? ¿Y dónde estaban los bandidos? Dije a los esclavos que se detuvieran. Tedia bajó de la litera a ayudarme. Fuimos hacia los hombres caídos, esperando encontrar alguno vivo. Y el primero que vimos fue… ¡Publio Clodio!
– ¿Lo reconociste en seguida? -El senador no esperaba ver a Clodio, razoné, y la cara de un hombre muerto, sus rasgos inanimados, no son siempre fáciles de reconocer.
– ¿Cómo no iba a reconocerlo? -dijo Tedio-. Si hubieras tenido que soportar sus escandalosos discursos en el Senado como yo… -Sacudió la cabeza-. ¡Un sujeto que se da a sí mismo un nombre nuevo, cambiando el orgulloso nombre patricio de Claudio por el plebeyo Clodio para ganarse el favor de la plebe! ¡Y comprometido con los plebeyos, dejando a un lado su condición de patricio! Sus antepasados le han debido de maldecir desde Hades. Es justo que haya muerto en el camino que recibió su nombre de uno de los que se burló. -El senador frunció la boca. Miró hacia la ventana y pareció perderse en sus pensamientos.
– Sin embargo, no lo dejaste tirado en el camino -dije.
Tedio suspiró.
– Publio Clodio era una amenaza para el Estado. Su muerte fue una bendición para Roma y una bendición aún mayor para esta montaña, a laque tanto ha profanado y despojado. Pero, después de todo, era un compañero del Senado, un colega. Y de sangre Claudia a pesar de haber adoptado otra forma legal de decirlo. Y cuando un hombre está muerto, ¿de qué sirve despreciarlo? No, no habría sido adecuado dejarlo tirado en el camino como un perro muerto. Envié su cuerpo a Roma en mi litera y di instrucciones a los porteadores para que lo entregaran con el máximo respeto a su esposa.
– Pero la villa del Albano de Clodio estaba cerca. ¿Por qué no enviaste su cuerpo allí?
– Me pareció más apropiado enviarlo a la ciudad. ¿Y tu hija y tú disteis media vuelta?
– ¡Realmente, no tenía la menor intención de sentarme al lado de un cadáver ensangrentado durante tres horas! -Tedio dio un respingo. Mi interrogatorio parecía haber trastornado su humor reflexivo-. Además, Tedia ya estaba bastante inquieta y yo había empezado a temer por nuestra seguridad. ¿No lo ves? Yo pensaba que Clodio y sus acompañantes habían sido atacados por los bandidos de los que me había hablado Milón. Ahora parece una tontería que no hubiera supuesto… que fueron Milón y Clodio los que libraron la batalla. Yo creí en la palabra de Milón. Creí que había encontrado bandidos en la Vía Apia y pensé que esos mismos bandidos habían atacado a Clodio y a sus hombres en la posada de Bovilas, ya fuera antes o después de encontrarse con Milón. Lo que estaba claro es que el camino no era seguro ni para mí ni para mi hija. Tedia, los guardaespaldas y yo volvimos a casa a pie.
– ¿Anduvisteis todo el camino?
– No había caballos. La cuadra de Bovilas estaba cerrada con llave y todos los esclavos habían huido. ¡Y yo con la pierna enferma! Me parece que aquel día la ha destrozado para siempre. -Suspiró y acarició la manta que le cubría las piernas-. Avanzamos muy lentamente, como puedes imaginar. Poco después nos adelantó un grupo de hombres armados que venían de Bovilas y que iban encabezados por los famosos gladiadores de Milón, Eudamo y Birria. En medio llevaban a cinco o seis hombres maniatados.
Supuse que serían los mismos prisioneros de que habían hablado Félix y Felicia.
– ¿Quiénes eran los prisioneros?
Tedio enarcó una ceja.
– Esto empieza a parecer un rompecabezas, ¿verdad? Entonces pensé que eran los bandidos ficticios de los que había hablado Milón, capturados al fin por sus gladiadores. Incluso saludé a Eudamo y Birria.
– ¿Hablaste con ellos?
– ¿Es que esas criaturas son capaces de hablar? Para ser sinceros, estaba demasiado cansado para conversar y la pierna había empezado a dolerme. Me había detenido para descansar en un lugar próximo a la casa de las vestales. Al poco rato, Tedia y yo continuamos avanzando. Cuando llegábamos al santuario de la Buena Diosa, supuse que Eudamo y Birria se habrían reunido con Milón, ya que ni él ni sus hombres estaban por allí.
Milón y sus hombres habían ido a la villa de Clodio, en la ladera de la colina, donde procedieron a asesinar a Halicor y a estrangular al capataz y a buscar al joven Publio mientras el infortunado muchacho les observaba, pensé. Y Fausta…
– Dime, senador. ¿No te cruzaste con Fausta en el camino, dirigiéndose hacia Bovilas pasando por la casa de las vestales?
– ¿Fausta? No, no volví a verla aquel día. Y ¿qué iba a hacer una mujer tan impía en la casa de las vestales? ¡No creo que ni ella misma recuerde la época en que era virgen!
No vi razón para mencionar al visitante de la Virgo Máxima, la «mujer misteriosa» de Eco. ¿Habría ido Fausta a la casa de las vestales antes de que Tedio se cruzara con ella de vuelta a su casa? No, eso era imposible, ya que tuvieron que ser los victoriosos Eudamo y Birria los que le dieran el anillo de Clodio a Fausta a manera de trofeo, y los gladiadores habían adelantado a Tedio mientras descansaba al lado de la casa de las vestales; si Fausta hubiera vuelto a hacer su oferta, tendría que haberse cruzado con Sexto Tedio. Y ¿qué iba a hacer con el detalle enloquecedor de los prisioneros desconocidos? Después de todas las versiones que había oído de los sucesos de aquel día y de todos los detalles que había recopilado, tenía la impresión de que las piezas del rompecabezas no encajaban y que me faltaba todavía una pieza vital.
Mis pensamientos fueron interrumpidos por una voz femenina que venía del pasillo.
– Papá, ¿estás lo bastante abrigado? -Al momento apareció en el umbral. Cuando nos vio a Eco y a mí se puso rígida y entornó los ojos-. Papá, no me había dado cuenta…
– Dos visitantes de la ciudad, hija -explicó Sexto Tedio-. Vienen en nombre de Pompeyo. No es nada que te importe.
Tedia era una cuarentona alta y fornida, tan fea y sobria como la casa en que vivía. No llevaba joyas ni maquillaje. Sólo un manto de lino blanco en la cabeza, sujeto con una cinta azul. ¿Por qué no se habría casado? No era precisamente guapa, pero entre los de su clase, los matrimonios se celebraban por dinero o por motivos políticos. Quizá su padre no había concertado una buena alianza; o quizá, como era hija única y su padre viudo, se había decidido que permaneciera a su lado cuidándole. El papel de hija sumisa le iba a la perfección. Tedio había alabado varias veces su piedad y su devoción hacia él.
– He venido para asegurarme de que estás cómodo, padre -dijo, manteniendo los ojos apartados.
– No necesito nada, hija. Así que vete. Tedia salió de la habitación.
– ¿Alguna otra pregunta? -dijo Tedio-. Me están empezando a doler las piernas y me gustaría quedarme solo. Pensé un momento.
– Sólo una pregunta más. ¿Viste por casualidad a Marco Antonio aquel día?
Tedio enarcó una ceja.
– ¿El joven Antonio? No estoy seguro de reconocerlo si lo viera. ¿No estaba en la Galia, con César? ¡Ah, no! ¿No ha vuelto a Roma para hacer campaña… de cuestor? Es de buena familia, aunque es algo radical para mi gusto. No estaba con Clodio aquel día, ¿no? Antonio formaba parte de ese grupo de degenerados antes de iniciar su carrera militar. En todo caso, ni le vi ni oí hablar de él aquel día. Confío en que le digas al general que he colaborado contigo. Saluda a Cneo Pompeyo de mi parte.
Un esclavo nos acompañó hasta la puerta. En el vestíbulo se reunió Tedia con nosotros. Parecía tan severa como su padre pero no dejaba de frotarse las manos con nerviosismo.
– No tenéis derecho a venir aquí a importunar a mi padre.
– Tu padre accedió a vernos. Venimos en nombre de…
– Sé quién os manda. He escuchado todo.
– ¿Todo?
– Mi padre y yo no tenemos secretos.
– ¿Lo sabe tu padre?
Mi comentario aguijoneó su propósito. Dejó de frotarse las manos y las dejó caer a los costados con los puños cerrados. Estirada en toda su altura, era una mujer formidable.
– Si Pompeyo intenta llevar a mi padre a Roma para que actúe de testigo contra Milón, no lo permitiré. Su salud es mucho más delicada de lo que permite conocer al resto del mundo. Su pierna…
– No estamos hablando de juicios y testigos…, al menos no todavía. ¿Estás diciendo que tu padre se negaría a presentarse en un juicio?
– Estoy diciendo que deberíais dejamos en paz. Es todo lo que queremos los que vivimos por esta zona. Que nos dejen en paz. ¿Por qué vosotros, la gente de la ciudad, siempre tenéis que estar viniendo por aquí; causando problemas…?
– Tu padre parece un hombre capaz de cuidar de sí mismo.
– ¿Todo lo juzgas por las apariencias? -dijo Tedia, empujándonos hacia la puerta y cerrando detrás de nosotros.
Cuando regresamos a la villa de Pompeyo aquella tarde, pensaba que ya habíamos terminado el trabajo en el monte Albano. La verdad de lo que había ocurrido en la Vía Apia aquel día parecía clara y, aunque quedaban algunas preguntas sin contestar, me parecía que resolveríamos esos enigmas mejor en Roma. Sugerí a Eco que volviéramos a la ciudad a la mañana siguiente.
No estuvo de acuerdo.
– Pero papá, ¿no me dijiste que no podías pensar con claridad en la ciudad? ¿Que pensabas con más lucidez en el campo? Quedémonos unos días más.
Pero Bethesda y Diana, y Menenia y los gemelos…
– Están a salvo con Pompeyo cuidándolas, probablemente más seguras que cuando lleguemos a la ciudad y Pompeyo retire a sus hombres. Aún no hemos hablado con la gente de Aricia, de la que era senador Clodio, ni con la de Lanuvio, donde se supone que Milón se dirigía para nombrar al flamen de la villa. Pompeyo es un militar; esperará un informe exhaustivo.
Eco, si no te conociera mejor sospecharía que quieres pasar todo el tiempo posible en la villa de Pompeyo, simplemente para disfrutar de la comida, los baños y los masajes.
– Y las fabulosas vistas, papá. No olvides las vistas.
– ¡Eco!
– Pero bueno, ¿por qué no vamos a aprovecharnos de la hospitalidad del Grande mientras podamos? Necesitas relajarte, papá; el alboroto de la ciudad te ha dejado lleno de nudos. Y siempre hay la posibilidad de que, si seguimos indagando, descubramos algo inesperado…
Dejé que Eco me convenciera de que nos quedáramos unos días más en la villa de Pompeyo en el monte Albano. Las comidas eran exquisitas, los baños vaporosos, las camas lujosas y los sirvientes obsequiosos. Y las vistas (del lago escondido reflejando las estrellas por la noche, de la cima del monte Albano nimbada por el sol naciente, de la niebla matutina flotando como humo entre los árboles, del sol hundiéndose como un disco de sangre roja en el lejano mar) ofrecían una fascinación infinita. Pero al final, me parecía que estábamos perdiendo el tiempo miserablemente: aunque hicimos varios interrogatorios y excursiones a Aricia y Lanuvio y otra vez a Bovilas, no descubrimos nada nuevo sobre las circunstancias de la muerte de Clodio ni nada que contradijera o confirmara lo que ya sabíamos.
Durante los viajes arriba y abajo por la Vía Apia, noté que Felicia parecía haber abandonado el santuario y su hermano Félix su altar. Sencillamente, habían desaparecido. Una de dos, o había seguido mi consejo o se lo había dado demasiado tarde.
Me cansé del lujo de la villa de Pompeyo. Estaba impaciente por volver a Roma. Echaba de menos a mi familia y estaba preocupado por ella. Quería saber qué había sido de los planes de Pompeyo de que el Senado debatiera el Decreto de Excepción y le diera autoridad para restaurar el orden. Los viajeros y mensajeros traían noticias al monte Albano, pero no era fácil creer sus versiones, ya que se contradecían unos a otros. ¿Le habrían concedido a Pompeyo el control militar sobre Italia y habría dejado la ciudad a merced de las tropas? ¿Se habría propuesto ya una fecha para los comicios? ¿Habría habido más desórdenes? ¿Se habría, acusado formalmente a Milón de asesinato? Había oído todas estas cosas, que eran creíbles, pero ¿y la historia de que César había sido visto en el Foro disfrazado, o que Milón se había suicidado, o que Pompeyo había sido asesinado por un grupo de senadores radicales en una reunión en su teatro? Me había quejado de que un hombre no puede pensar con claridad en la ciudad, pero, después de un tiempo de confusión e ignorancia en el campo, aún estaba más desconcertado.
Así que Eco, Davo y yo nos pusimos en marcha una mañana más primaveral que invernal, tan cálida que pudimos cabalgar sin ponernos las capas. Debíamos haber llegado a la ciudad no mucho después del mediodía pero unas densas nubes aparecieron sobre nuestras cabezas, obligándonos a refugiarnos en la posada de Bovilas hasta bien entrada la tarde. Volvimos a ponernos en marcha al declinar el día. Las sombras se alargaban, convirtiéndose en oscuridad, cuando nos aproximábamos a las afueras de la ciudad.
«Ten cuidado al pasar por el monumento de Basilio», dice un dicho común. No tuvimos bastante cuidado.
La sola vigilancia no salva a un hombre, pero al menos le enseña las caras de sus adversarios. Haberles visto bien nos habría sido de gran utilidad en los días que siguieron… o habría significado el fin de mis días.
Nos atacaron por detrás en el momento en que pasábamos por el monumento. Había visto algunos borrachos medio dormidos, apoyados contra el muro, con sombreros de ala ancha cubriéndoles los ojos. Por el giro de su cabeza, me di cuenta de que Eco también los había visto. Sin decir una palabra, ambos decidimos que eran inofensivos. Pero debían de estar esperando para saltar. Probablemente habría uno vigilando el camino y les alertó de que llegábamos. Podían llevar allí horas o días. En los días siguientes tuve mucho tiempo para meditar sobre lo que había pasado.
Oí pasos detrás de nosotros y un grito de Davo. Cuando me giré para mirar, algo pesado y suave, como una porra envuelta en paja, me golpeó la cabeza. Perdí el equilibrio y me agarré a las riendas. Algo cogió mi pierna y tiró. Caí. La tierra y el cielo cambiaron de lugar. En medio de la confusión, vi a Davo cayendo del caballo, con los brazos extendidos como si tratara de trepar por una escalera de mano. En una mano llevaba la daga. Debía de haberse dado cuenta de lo que iba a pasar y le dio tiempo a cogerla antes de que nos atacaran. Pero su caballo se había encabritado y escapaba a su control. Si hubiera sido mejor jinete…
Mientras golpeaba la dura superficie de piedra de la Vía Apia, oí gritar a Eco: «papá». ¿Dónde estaba? Me puse boca arriba cubriéndome la cara con las manos. Eco todavía montaba su caballo, pero había varios hombres con capas oscuras trepando por él, como si el caballo y el jinete fueran una torre. Por el rabillo del ojo vi una sombra oscura que se aproximaba. Me aparté y tropecé con algo cálido e inerte. Era Davo, boca arriba sobre el pavimento, con los ojos cerrados, pálido y tan inmóvil como un muerto. Todavía apretaba la daga con la mano. Una imagen del cuerpo sin vida de Belbo cruzó mi cerebro…
– ¡Papá! -volvió a gritar Eco. Luego hizo un ruido sordo, como si le hubieran tapado la boca.
Busqué la daga que sujetaba Davo. ¡Qué manos tan grandes tenía! Forcejeé con sus dedos hasta que la daga se soltó. Ya casi la tenía…
La oscuridad cayó sobre mí. Me habían metido un saco por la cabeza. Se deslizó sobre mi espalda y me cubrió los brazos. Una cuerda rodeó mi pecho como una serpiente. Otra me mordió los tobillos. La parte interior del saco olía a cebollas y a suciedad. Tosí y escupí. Otra cuerda me rodeó la garganta y empezó a apretarla. Vaya final…, estrangulado dentro de un saco asqueroso en medio de la Vía Apia.
Alguien maldijo…
– ¿Se la estás poniendo alrededor del cuello, idiota!
La cuerda se aflojó, luego volvió a apretarme en la mandíbula, camino de la boca para amordazarme.
– No aprietes mucho. No queremos estrangularlo.
– ¿Por qué no? Diremos que fue un accidente…, que se murió de miedo. Nos evitaría un montón de problemas.
– ¡Cállate y limítate a obedecer! ¿Y el otro? ¿Está bien atado? Bien.
– ¿Y el esclavo?
– Me parece que está muerto.
– A mí también. Oí el sonido de una patada.
– Pues déjalo. Tampoco teníamos intención de llevárnoslo. Un tipo fuerte… Menos mal que lo tiró el caballo, si no habríamos tenido problemas. ¡Ya está bien de charla! Trae el carro.
Las herraduras golpearon el suelo y las ruedas retumbaron en el pavimento de piedra. Me elevaron por los aires y me arrojaron sobre algo firme pero indulgente. La voz del que mandaba sonó junto a mis oídos.
– En cuanto a ti, será mejor que te quedes muy callado y muy quieto. Eres un saco lleno de cebollas, ¿entendido? Dentro de un carro con otros sacos de cebollas, así que acomódate y retuércete. Si tienes que vaciar tu vejiga o tus intestinos, hazlo, si puedes estar encima de tu propia mierda. Pero no te muevas, ¿entendido? ¡O volverás a probar esto! -Algo agudo me pinchó en la espalda.
Gruñí. La daga pinchó más fuerte.
– Ni siquiera ese ruido o la próxima vez te la clavaré hasta la empuñadura. ¡Venga! ¡Vámonos!
El conductor gritó. Un asno rebuznó y el carro empezó a moverse. Los baches y socavones de cualquier otro camino lo habrían hecho sacudirse y traquetear pero en la suave y ancha Vía Apia el carro apenas se balanceaba. Traté de quedarme muy, muy quieto.