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– Cuarenta -dijo Eco. Volvió a contar, acariciando con el dedo una por una las marcas arañadas en la pared de tierra y moviendo los labios sin pronunciar el número. Al final empezó a contar en voz alta-. Treinta y siete, treinta y ocho, treinta y nueve, cuarenta. Cuarenta días exactamente.
– Quizá. Das por supuesto que tardaron cuatro días en traernos aquí -me lamenté-. ¿Cómo lo sabes? Fue todo muy confuso. Casi no nos dieron comida ni agua y nos tuvieron con los ojos tapados, así que no distinguíamos el día de la noche. Podrían haber sido tres días, o cinco, o seis.
– Podrían haber sido pero no fueron -sentenció Eco-. El viaje desde el monumento de Basilio hasta aquí, donde quiera que estemos de Hades, duró cuatro días.
– ¿Por qué estás tan seguro si yo no lo estoy?
– Te golpearon en la cabeza, papá, ¿recuerdas? Creo que estabas más aturdido de lo que crees.
– Estaba lo bastante despierto para darme cuenta de que cruzábamos Roma. Tendríamos que haber hecho ruido entonces y allí haber corrido el riesgo.
– ¿Riesgos? Papá, hemos discutido lo mismo mil veces. No teníamos ninguna posibilidad. Tuve una daga pinchándome todo el tiempo, y tú también, hasta que cruzamos la ciudad y estuvimos al otro lado.
– ¿Estás seguro de que salimos por la Puerta Fontinal?
– Sí, pude oír…
– Ya lo sé. Oíste a alguien preguntando por la calle de los Plateros y le dijeron que tenía que seguir en línea recta y girar a la derecha.
– Exacto. Así que en aquel momento teníamos que estar cruzando la Puerta Fontinal para dirigirnos hacia el norte por la Vía Flaminia.
– Pasamos el Campo de Marte -murmuré-y las casetas electorales. A estas alturas deben de estar cubiertas de cizaña.
– A la derecha dejamos la villa de Pompeyo en el monte Pincio -dijo Eco-. Quizá el mismo Grande estaba mirando desde su jardín y pensó: «¿Adónde irá ese carro lleno de sacos de cebollas? ¿Y cuándo tendré noticias de ese Sabueso y de su hijo?».
– Si Pompeyo nos hubiera dedicado al menos un pensamiento… ¡Si no hubiera sido el mismo Pompeyo el que nos metiera en esto! -Paseaba de un lado a otro, lo poco que me permitía el reducido espacio del pozo-. Y, más tarde, nos adentramos en el campo, en dirección al norte y al oeste durante una horrible eternidad.
– No fue una eternidad, papá. Fueron cuatro días. Lo recuerdo perfectamente.
– Sigo diciendo que pongamos las cuatro primeras marcas entre paréntesis, ya que no estamos seguros.
– «Tú» no estás seguro. Si vuelves a dibujar los paréntesis, los borraré otra vez.
En cierta manera, los dos estábamos actuando, ya que habíamos tenido la misma discusión cientos de veces. No hay muchos temas de conversación cuando se está metido en un pozo cerrado con barras durante cuarenta días… ¿O eran treinta y siete? A veces me preguntaba si no nos habríamos vuelto locos realmente. ¿Cómo podría decirlo? Cogí el palito que Eco utilizaba para hacer las marcas diarias y puse entre paréntesis las tres primeras.
– Ahora, si contamos los días que quedan, el número es…
– ¡Malditas ratas! -Uno de aquellos animalejos se había deslizado otra vez en el calabozo y estaba olisqueando el trozo de pan que habíamos apartado el día anterior. Nuestros captores solían llevarnos pan recién horneado cada mañana, pero no siempre; a veces se saltaban días enteros, por lo que habíamos aprendido a guardar un trozo para los días de escasez. Las ratas eran un fenómeno nuevo; habían aparecido pocos días antes. Eco atravesó el pequeño calabozo y le dio una patada al animal, que chilló y se coló por una hendidura de la piedra que reo habíamos podido rellenar con basura-. ¿Puedes creerlo, papá? ¡Los monstruitos ya se atreven a venir a plena luz del día!
– No es exactamente plena luz del día.
Miré hacia arriba, más allá de las barras de hierro que cubrían el techo, por cuyos intersticios se colaba algún rayo de sol. El pozo había sido excavado en el suelo de un edificio abandonado. Las irregulares paredes que nos rodeaban estaban hechas de tierra y piedras. Tapando el pozo (y extendiéndose hasta una distancia desconocida a su alrededor, ya que habíamos intentado cavar en los bordes sin éxito) había una rejilla de barras de hierro. Si saltábamos, podíamos tocarla; lo que, al menos, nos permitía ejercitar los brazos cada día. Había conseguido meter la cabeza entre las barras, pero había poco que ver; el edificio parecía un establo abandonado. Mucho más arriba de la rejilla estaba el techo, que necesitaba urgentemente una reparación. El recinto era oscuro y con corrientes de aire, pero nuestros captores nos habían dado un montón de mantas apestosas para que nos tapáramos por la noche.
– Es preferible que las ratas salgan de día a que lo hagan de noche -dije. Las noches en el pozo son tan negras como la pez; lo único que se ve a veces es el brillo de alguna estrella a través de los agujeros del techo. En semejante oscuridad, los pasos y los chillidos de las ratas son más de lo que puedo soportar.
– Las ratas no son las únicas que tienen hambre -dijo Eco.
– Lo sé. Oigo tu estómago, hijo. Deberías comerte ese trozo de pan duro antes de que nos lo quiten las ratas.
– No sé. ¿Qué hora crees que será?
– Es difícil de saber. Mediodía, quizá, a juzgar por la luz. A lo mejor hoy no nos traen comida. -«A lo mejor no vienen nunca», pensé, pero no lo dije en voz alta, ya que Eco debía de tener el mismo pensamiento morboso de vez en cuando. Totalmente abandonados, tendríamos la oportunidad de cavar sin que nadie nos detuviera; pero sin comida ni bebida, ¿tendríamos fuerzas para llegar hasta el final?
Estábamos a merced de unos hombres que no habíamos visto nunca y que nunca habían revelado sus intenciones. Nos cuidaban sin ton ni son, nos llevaban comida la mayoría de los días y a veces subían el cubo donde hacíamos nuestras necesidades para vaciarlo y nos daban agua fresca suficiente para beber y para lavarnos. ¿Por qué no nos habían asesinado y abandonado en la Vía Apia como habían hecho con Davo? ¿Por qué nos habían llevado tan lejos de Roma… si es que realmente estábamos tan lejos de la ciudad? A lo mejor habíamos pasado los cuatro días de viaje que tan claramente decía recordar Eco dando vueltas en círculo para confundirnos. ¿Por qué se molestaban en mantenernos vivos y durante cuánto tiempo seguirían haciéndolo? ¿Qué planeaban hacer al final con nosotros? ¿Quiénes eran?
– ¡Cuarenta días! -dije-. ¿Recuerdas la historia que contaba Bethesda…? La voz se me quebró al decir su nombre en voz alta. ¿Qué habría sido de Bethesda y Diana en mi ausencia? Al cabo de cierto tiempo, había tratado sencillamente de no pensarlo ya que me resultaba insoportable. Además, ¿qué bien podía hacerme el pensarlo?-. Contaba aquel viejo cuento hebreo que aprendió de su padre, sobre el hombre virtuoso y la gran inundación. Construyó una enorme barca y cargó criaturas de todas las especies, luego llovió durante cuarenta días y cuarenta noches sin parar. Imagina lo que sería tener que pasar por eso…, cuarenta días en una estrecha barca llena de todo tipo de animales, empapado y mareado bajo la lluvia.
– Al menos no tendría hambre -dijo Eco, cuyo estómago gruñó-. Podía comerse cualquiera de aquellos animales.
– Creo que el objetivo era salvar a los animales -dije-. De todas formas, alégrate de que no llueva. -Durante la única tormenta que habíamos tenido en cautividad, el agua había penetrado por el techo medio en ruinas y había empezado a formar un estanque en nuestro pozo-. Tenemos suerte de que ninguno de nosotros haya caído gravemente enfermo.
– No necesariamente, papá.
– ¿Qué quieres decir?
– Si nos mantienen vivos durante tanto tiempo, debe de ser porque tienen órdenes de hacerlo así. A lo mejor si uno de nosotros cayera enfermo, nos dejarían irnos o, al menos, nos sacarían de este horrible lugar.
– Supongo que deberían…
– ¡Oh! ¡Esto es de locos! -Eco dio media vuelta de repente y golpeó la pared de tierra con el puño, haciendo una nueva marca en un lugar ya marcado por los golpes, al menos dos diarios y a veces en medio de la noche; eran provocados por una súbita furia que sólo podía descargarse golpeando algo.
Envidiaba el alivio que aquella acción le proporcionaba. La cautividad era realmente algo enloquecedor, era la experiencia más dura que había tenido en mi vida. Hay algo en el espíritu romano que no le permite someterse a condición tan antinatural. En otras tierras, donde gobiernan reyes, la prisión es un castigo habitual ya que a los reyes les gusta ver sufrir a sus enemigos. ¿Y qué mejor manera que encerrarlos en una jaula o meterlos en un pozo donde pueden ver su inevitable ruina física y mental, hablarles del sufrimiento de sus familiares, escuchar sus ruegos y tentarles con falsas promesas de libertad? Pero en nuestra República el castigo no es una manera de dar placer al gobernante; es la forma de apartar permanentemente a un delincuente de la comunidad, ya sea matándolo (a veces, reconozco, con castigos bastante crueles, especialmente si son crímenes religiosos), o permitiéndole elegir el exilio en lugar de la muerte. La idea de que alguien pueda ser encerrado a perpetuidad, incluso por el más horrible de los crímenes, es demasiado cruel para el gusto romano.
Recordé el debate que tuvo lugar en el Senado cuando Cicerón era cónsul y anunció que había descubierto una conspiración en el círculo de Catilina para derribar el Estado. Cicerón quería que los ejecutaran en el acto. Algunos no estuvieron de acuerdo y fue César el que sugirió que se atrapara a los conspiradores y se les encerrara a perpetuidad. Ante esta idea nueva, se planteó el problema de dónde se les podría encarcelar, ya que en Roma no había ninguna prisión, sólo algunos calabozos en los que se encerraba a los malhechores durante un corto espacio de tiempo, en espera de la ejecución. También existía el peligro de establecer un precedente de largas reclusiones, ya que ¿adónde podría conducir el hecho de que el Estado tuviera el poder de quitar la libertad de movimientos a un ciudadano? En el concepto de ciudadanía estaba implícito el derecho individual de ir y venir libremente, a menos que se fuera un esclavo; si un individuo había perpetrado algo tan terrible como para no disfrutar del derecho primordial de un ciudadano, seguro que se merecía o la muerte o el exilio.
Al final, por supuesto, había ganado Cicerón. Los conspiradores (incluido el padrastro de Marco Antonio) habían sido atrapados y estrangulados sin juicio. Cicerón argumentó que significaban un peligro serio e inminente para el Estado, y que para salvarlo había que aplicar medidas drásticas. Para preservar el cumplimiento de la ley había que quebrar las leyes o, al menos, esquivarlas. Hubo muchos que no estuvieron de acuerdo, si no en aquel momento, más tarde, y su ira, aguijoneada por Clodio, llevó a Cicerón al exilio durante dieciséis meses. Pero ni siquiera sus peores enemigos propusieron que Cicerón fuera encarcelado como un servil cortesano que hubiera ofendido al monarca.
Estas meditaciones reiteradas un día y otro eran mi forma de luchar contra el absurdo de la situación. Hacían un socavón en mi cabeza, al igual que el puño de Eco lo hacía en la pared que nos mantenía prisioneros.
Eco dejó de dar golpes. Desde el invisible mundo exterior oímos el sonido familiar de una puerta destartalada que se abría y se cerraba. Me llegó el aroma a pan fresco, tan débil que parecía que lo había imaginado. El estómago de Eco gruñó con más fuerza que nunca y yo empecé a babear, como hacen los perros cuando saben que les van a dar de comer. Qué implacable es la forma en que la prisión despoja a un hombre de su dignidad. Qué rápido lo reduce a la condición de un simple animal.
El día siguiente era el cuarenta y uno de cautividad, según las cuentas de Eco. Decidí calcular la fecha exacta, pero el mes intercalar complicaba el asunto. Sabía que febrero ya había pasado (habíamos sido capturados dos días antes de los idus, que en febrero caen el día 13) y sabía que todos los días del mes intercalar habían llegado y pasado, así que estábamos a principios de marzo.
– Claro, el mes intercalar no siempre tiene el mismo número de días -dije-. Sólo se introduce en el calendario en años alternos y los sacerdotes lo ajustan de acuerdo con los días que necesitan para llenar el año según convenga.
Eco frunció el entrecejo.
– Entonces, ¿cuántos días tiene el mes intercalar de este año?
– Me parece que veintisiete.
Eco sacudió dubitativamente la cabeza.
– Me parece que no. Creo que el mes intercalar siempre tiene el mismo número de días que febrero.
– No.
– Pero…
– Además, este año febrero sólo ha tenido veinticuatro días.
– ¿No ha tenido veintiocho?
– No. Este año, enero ha tenido veintinueve días, como siempre; febrero, veinticuatro; el mes intercalar, veintisiete, y marzo tendrá los acostumbrados treinta y uno. Eco, pusieron el calendario en todos los postes del Foro cuando empezó el año. ¿Cómo no lo has visto?
– Nunca presto atención a esas cosas, papá. Ya tengo bastante basura en la cabeza.
– Y ¿cómo sabes qué días se reúne el Senado y cuándo llegan las vacaciones y cuándo están abiertos los bancos?
– Pregunto a Menenia. Las mujeres siempre saben esas cosas. Es cuestión de instinto. Ellas saben los días que los mercados están abiertos y los que están cerrados, y cuándo tienen que comprar más comida porque hay un día de fiesta y todas esas cosas.
– ¿Siempre preguntas a Menenia cuando quieres saber el día en que vives?
– Sí.
– Imagina que estás escribiendo una carta importante y necesitas saber el día del mes…
– Pregunto a Menenia.
– ¿Y lo sabe?
– Siempre. ¿No lo sabe también Bethesda?
– Ahora que lo dices…
– Prueba. La próxima vez que necesites saberlo, pregúntale. Quieres decir que, en lugar de mirar los postes del Foro y hacer mis propios cálculos…
– Pregunta a Bethesda.
– No puede ser tan sencillo. Cuando pienso en todas las horas y días que he desperdiciado a lo largo de los años… Ambos nos reímos.
Puse en orden mis pensamientos.
– Así que, si éste es el día cuarenta y uno…
– ¿Cómo infiernos pueden los sacerdotes calcular los días que hay que poner en el mes intercalar? ¿Y por qué no dejan en paz febrero?
– No es «cómo infiernos», Eco, sino «cómo cielos». Tiene que ver con el movimiento de las estrellas, las fases de la luna, la duración de las estaciones y todo eso. Los años pasan y pasan, casi iguales unos a otros, pero no exactamente iguales. Unos ciclos tienen más días que otros y no hay un sistema perfecto para contarlos. Así que hay que ajustar el calendario cada dos años.
– Menos cuando no hay.
– Hay otra gente que tiene otro tipo de calendarios, ¿sabes?
– Al igual que otros países tienen reyes.
– Lo que Roma nunca volverá a tener…
– A menos que los tenga.
– ¡Cállate! El calendario romano es el más perfecto inventado hasta ahora. Tiene doce meses.
– Menos cuando tiene trece, como este año.
– Y todos los meses tienen o treinta y uno o veintinueve días.
– Menos febrero, que tiene veintiocho. Aunque este año, según tú, tiene veinticuatro.
– El caso es que funciona.
– Ah, ¿sí? Quiero decir, el calendario está tan desarticulado ahora que a veces las estaciones no coinciden con las vacaciones tradicionales.
– Sí, y a lo largo de mi vida cada vez ha ido a peor. Supongo que aún sería peor si no recortaran febrero y metieran el mes intercalar cuando se necesita.
– Ese es otro tema, papá…, «cuando se necesita». Parece que los sacerdotes siempre deciden meter ese mes en el último momento. ¿No pueden decir cuándo lo necesitan con un año de antelación?
– Parece que no.
– Yo diría que el calendario romano necesita una seria reforma.
– Es interesante que tú digas eso. Hace poco, tu hermano decía en una carta que César pensaba lo mismo. Es uno de sus proyectos. Cuando tenga un rato libre entre matar galos y dictar sus memorias a caballo, el general quiere jugar con formas nuevas de fijar el calendario.
– ¿Un nuevo calendario para Roma? Se necesitaría un rey para conseguir un cambio semejante.
Pretendía que me riera pero, en lugar de hacerlo, fruncí el entrecejo.
– No deberías hablar así, Eco. Ni siquiera en broma.
– Lo siento, papá.
– De todas formas -dije-, si César puede fijar un nuevo calendario, seguro que tú y yo podremos al menos descubrir en qué día estamos.
– ¿Sin Menenia y Bethesda para decírnoslo?
– Totalmente solos. Vamos a ver, si han pasado…
Tragué aire cuando oí el familiar crujido de la puerta fue se abría cerraba arriba. Dejé escapar un gemido y me derrumbé contra la pared, agachando la cabeza y cogiéndome el estómago.
– La escotilla de arriba se abrió con un chirrido. Deslizaron una cuerda y supe fue de ella colgaba una cesta con pan del día. Eco la quitó del gancho y colgó la cesta vacía del día anterior.
Volví a gemir, tratando de fue sonara como si estuviera ahogando el sonido en lugar de forzarlo. A un ciudadano or oso no le gusta mostrar debilidad ante los esclavos de su enemigo.
– ¿Qué le pasa? -preguntó una voz desde arriba. ¿A ti qué te importa? -dijo Eco.
Mantuve la cabeza gacha, resistiendo el impulso de mirar hacia arriba. De todas formas, tampoco podría ver bien la cara de mis captores. Con la débil luz y la distancia sólo se verían toscas siluetas. ¿Podrías vaciar el cubo? -dijo Eco. ¿Otra vez? Ya lo vacié ayer.
– ¿Por favor?
El hombre soltó un gruñido de asco.
– Bueno, está bien. Ahí va la cuerda.
Eco colgó el cubo. Oí un ruido susurrante cuando el hombre lo subió, poco a poco. Cuando se iba le oí murmurar: ¿Qué es esto?
Se detuvo y lo imaginé parpadeando, rechinando los dientes y arrugando la nariz mientras examinaba el contenido liquido. Luego continuó su camino hasta la puerta y la abrió. Desde algún sitio me llegó el débil sonido de una conversación en murmullos y un ruido de liquido al caer sobre la tierra.
Poco después, el hombre volvió y bajó el cubo vacío al pozo.
– ¿Se encuentra bien? -preguntó.
Ahogué un gemido y me apreté el estómago con las manos.
– Lárgate -dijo Eco con frialdad.
Oímos pasos. La puerta se abrió y volvió a cerrarse. Poco después le pregunté a Eco:
– ¿Qué te ha parecido?
– A mí me ha parecido muy convincente.
Asentí. Ambos miramos el montoncillo de tierra fue cubría el cuerpo de la rata fue Eco había matado por la mañana y cuya sangre habíamos añadido a nuestra orina en el cubo.
¿Crees fue podremos cazar otra rata tan fácilmente? -dije.
– A la luz del día, si es necesario -me aseguró Eco.
Abrí los ojos a la oscuridad absoluta. El aire era frío y húmedo, viciado y apestoso.
¿Dónde estaba? El pozo, claro. Ahora lo recordaba. Donde cada día era como el anterior, donde nada cambiaba… pero algo era diferente. No estábamos solos.
Lo sentí, lo supe. ¿Cómo? No por mis ojos, ciertamente. ¿Fue un ruido? ¿El sonido de otra respiración aparte de la de Eco? ¿O un débil movimiento? ¿O un olor…?
Sí, olor a ajo, sudado por los poros, exhalado en el aliento. Otro hedor fue añadir a los miasmas fue se adueñaban del pozo por la noche, enrarecido por el malsano aire nocturno. Mi cabeza empezó a dar vueltas.
¿Quién come ajos? Los gladiadores. Aseguran fue les da vigor. Dejan sin sentido al oponente al echarle el aliento, dice el chiste. Empecé a sudar a pesar del frío. Las gotas me resbalaban por la frente en tal cantidad fue tuve fue enjugármelas con la manga, una sucia manga de una túnica convertida durante cuarenta días en un pingajo. Entonces podía oír sus respiraciones, incluso por encima de los latidos de mi corazón. ¿Quién estaba, o qué había, en el pozo con nosotros?
Seguro fue nadie podía haber entrado por la rejilla sin despertarnos. La escotilla era demasiado pequeña para dejar paso a un hombre; para eso había una trampilla cerrada con una pesada cadena. La cadena habría armado un gran estruendo. Los goznes de la trampilla (fue no había sido usada desde fue nos metieron a Eco y a mí) habrían crujido y chirriado. De repente se me ocurrió cómo habían entrado los intrusos, y de dónde venían…
En lo más profundo de la tierra vi una llama, y un resplandor rojizo iluminó la grieta fue se había abierto en un lado del pozo. El mismo suelo se había abierto. El resplandor descubrió las siluetas de dos hombres… enormes, musculosos, monstruosos, perfilándose amenazadoramente mientras se acercaban. Debían de venir directamente de Hades.
Eco se agitó y se despertó.
– Papá…, ¿qué…?
Le toqué los labios para que callara, pero los dos intrusos ya nos habían visto. Yo también pude verlos, ya que el resplandor, que se había extendido a todos los rincones del pozo, brillando en las espadas sucias de sangre seca que llevaban, iluminó sus espantosas caras. ¿Qué aspecto tienen los que han matado a cientos de hombres sin compasión, se regodean en la crueldad, se alimentan del placer salvaje de poner fin a las vidas de otros? Esos hombres tienen el aspecto de Eudamo y Birria, claro. Ambos estaban de pie a nuestro lado. Desde nuestra posición parecía casi cómica la mirada maliciosa, la sonrisa cruel y la forma en que fruncían las ventanas de la nariz. Qué destino tan desgraciado, pensé, que aquéllas fueran las últimas caras que viera a este lado de Hades.
O…
«¡No! ¡Ni lo pienses siquiera! Pero ¿por qué no? ¡La esperanza es lo último que se pierde! ¡Coge la esperanza, agárrate a ella, estrangúlala! Los dioses se han divertido con tu vida durante cincuenta años. ¿Por qué te la iban a quitar ahora? Piensa: entre tus amigos mortales, ¿quién puede saber cuáles son amigos y cuáles enemigos? Quizá… sólo quizá… Eudamo y Birria no están aquí para asesinarte sino para salvarte; ¡exacto!, ¡para sacarte de este miserable lugar!
»¡Gordiano! No tienes armas pero aún te queda tu dignidad. ¡Levántate! No te escondas como una víctima. Estira la columna. Eres un ciudadano romano. Son los esclavos de otro hombre. Hazles un mínimo gesto de reconocimiento. Trata de no mirar sus espadas. No muestres tu miedo. Mírales a los ojos. Obsérvales de arriba abajo. No importa que sean mucho más altos que tú y que el aliento a ajo te marchite como a una hoja en otoño. No importa el destello del metal que veas por el rabillo del ojo cuando levanten la espada… ¡No retrocedas!
»¿Qué se sentirá al ser decapitado?
»¡Tiemblas como una hoja! Intentas parar pero a pesar de todo tiemblas y tiemblas hasta…»
Abrí los ojos a la tenue luz que anunciaba la mañana en el pozo. Eco se inclinó sobre mí con aire de preocupación y me sacudió suavemente.
– ¡Papá! ¿Te encuentras bien?
– ¿Qué?
– Parecías tener una horrible pesadilla. Luego pareció que te relajabas. Luego dejaste escapar un ruido tan espantoso que he tenido que despertarte.
– Un sueño. Sólo era otro mal sueño… -El de Eudamo y Birria?
– Sí. -Traté de tragar saliva. Tenía la boca tan seca como una hoja de papiro-. ¿Nos queda algo de agua de ayer?
– Un poco. Toma. -Hundió la mano en forma de copa en el cubo y la llevó a mis labios. Tragué agradecido.
– A veces me gustaría que la pesadilla fuera realidad, para bien o para mal. Ojalá apareciera alguien para poner fin a esta desgraciada situación de una manera o de otra.
– Calla, papá. Te sentirás mejor cuando te hayas levantado y te hayas estirado un poco.
Así empezó, según los cálculos de Eco, nuestro cuadragésimo segundo día de cautividad, el quinto día del mes de marzo, nueve días antes de los idus, del año sin cónsules.
– ¿Qué crees que estará pasando en Roma en estos momentos, papá? -dijo Eco con un dejo nostálgico en la voz.
Me aclaré la garganta.
¿Quién sabe? Oímos todo tipo de rumores en el monte Albano antes de ser capturados. Algunos tenían más sentido que otros. No puedo creer que Milón se suicidara, por ejemplo. Es demasiado cabezota. Ha debido de meterse en una trampa de la que no puede salir, como su tocayo de Crotona, pero debe de estar tratando de salir a flote, pateando y gritando. Claro que puede haber pasado cualquier cosa… ¡Por Hércules, cuarenta y dos días son una eternidad!
– Tiempo suficiente para que el dios del hebreo inundara el mundo entero -dijo Eco torciendo el gesto.
– Y tiempo suficiente para que el Estado romano se ahogue en un mar de sangre. Pero si tengo que apostar, apuesto más por el orden que por el caos, aunque a corto plazo. Sabemos que Pompeyo se proponía hacer que el Senado le autorizara a reclutar tropas para sofocar los desórdenes de la ciudad. Apuesto a que lo ha conseguido. Pompeyo a la cabeza de un ejército es una fuerza prácticamente imparable.
Eco era escéptico.
– Es bueno frente a tropas extranjeras en el campo de batalla, quizás, pero ¿qué me dices de la gente que le tira piedras en los callejones de Roma?
– No me imagino a la plebe clodiana enfrentándose a las tropas de Pompeyo.
– Los soldados no pueden estar en todas partes. Los pequeños alborotos y los fuegos pueden estallar en cualquier sitio y a cualquier hora.
– Sí, puede que haya desórdenes incluso con las tropas de Pompeyo tratando de sofocarlos, pero a escala pequeña. El Foro estará seguro.
– ¿Lo bastante para celebrar comicios?
Negué con la cabeza.
– Este asunto entre Milón y Clodio se debe resolver antes. ¿Te imaginas que se celebraran comicios y saliera elegido Milón? Supongo que es posible, y el resultado inevitable sería otra serie de disturbios, lo que significaría guerra abierta contra las tropas de Pompeyo… No creo que el Senado permita que ocurra algo semejante.
– Entonces, ¿quién está gobernando? ¿Crees que habrán nombrado a Pompeyo dictador?
– Seguro que no, con César en la Galia al frente de su propio ejército. César decidiría que no le queda más remedio que marchar sobre Roma. Me estremecí ante la idea de ver a Metón arrastrado a una guerra civil.
– Seguro que no.
– Suena impensable, ya lo sé, pero ¿quién habría podido imaginar que quemarían el Senado por completo a plena luz del día? -Sacudí la cabeza. Ya habíamos sostenido la misma conversación unas cuantas veces. A veces Eco era el que adoptaba la voz de la razón y yo la del escéptico insidioso. Era imposible abstenerse de especular con lo que estaría pasando en nuestra ausencia; en la misma medida en que era imposible saberlo.
Tras una larga pausa, Eco dijo:
– Eso no era lo que quería decir, ¿sabes?
– ¿Qué quieres decir?
– Cuando pregunté «¿Qué crees que estará pasando en Roma en estos momentos?» no me refería a la política ni a los comicios ni a nada parecido. Quería decir…
– Sé lo que querías decir. Lo intuyo por el tono de tu voz. Entonces, ¿por qué has cambiado de tema? ¿No quieres hablar de eso? De casa…
– Pensar en ellos me hace sentir bien al principio, reconfortado. Pero entonces algo frío se arrastra por dentro y me hace un nudo en la garganta, tan helado y duro como un carámbano.
– Ya lo sé, papá. Yo también temo por ellos.
– Llevamos mucho tiempo fuera. Deben de pensar que estamos muertos. ¿Puedes imaginar a Bethesda de luto? No puedo ni soportar la idea.
– Te entiendo. Me imagino a Menenia llorando y se me parte el corazón. Mujeres penando… ¿Recuerdas a Fulvia y a Clodia la noche que vimos el cuerpo de Clodio? Realmente era un sujeto horrible, ¿no es cierto, papá?
Me encogí de hombros.
– Depende de a quién preguntes. Era rudo con sus enemigos, eso seguro. Les causó más sufrimientos de los que les correspondía padecer en este mundo. Pero también dio esperanza y poder a cantidad de gente que nunca los había tenido, por no mencionar el que les garantizara suficiente pan para sus estómagos. Para esas personas, es un héroe.
– Pero seguía siendo un inútil, loco por el poder y vanidoso. Puedes darte cuenta con sólo echar un vistazo a las casas que construyó.
– Supongo que sí.
– Al menos cuando murió su hermana lloró. Pero Fulvia… ¿Recuerdas cómo intentó no demostrar nada cuando estábamos en la habitación? Y después, enfrente de la multitud, se puso a gritar y a lamentarse. En aquel momento pensé que estaba haciendo teatro, pero ahora creo que realmente estaba sufriendo, perdida y desesperada. Pienso en Menenia y Bethesda llorando por nosotros, asustadas por el futuro, y pienso en Clodia y Fulvia y siento mucha pena por todas ellas. -Arrugó la frente y volvió sus ojos hacia arriba, hacia los rayos del sol que se veían a través de las barras y del techo-. Pero seguimos sin hablar de lo que realmente nos preocupa, ¿verdad? Estamos hablando de la pena que sentirían por nosotros. A lo que yo me refería es…
– ¿A si les ha ocurrido algo?
– Sí.
Suspiré.
– Todo nos lleva a Pompeyo. Prometió que velaría por su seguridad mientras estuviéramos fuera. Pompeyo es un hombre de palabra.
– Pero llevamos fuera mucho más tiempo del que había previsto. Probablemente él también creerá que estamos muertos.
– Sí, probablemente. Si es que piensa en nosotros.
– ¿Y si Pompeyo no está a cargo de la ciudad? ¿Y si ha sido asesinado? ¿Y si ha ocurrido algo demencial, una guerra civil con César, y Pompeyo ha huido a Hispania para reorganizar allí su ejército?
– No tenemos forma de saberlo, Eco. Ninguna forma… -Apoyé la cabeza entre las manos.
La puerta del establo chirrió y se abrió.
Eco respiró hondo. La cesta del pan fue elevada y vuelta a bajar, junto con un cubo de agua fresca.
– ¿Qué le ocurre a ése?
– Quieres decir mi padre. ¿No puedes decir: «qué le ocurre a tu padre»? Eco parecía realmente irritado. Mantuve la cabeza gacha y me encogí sobre mí mismo. Estaba desesperado; en ese estado era muy fácil fingir que estaba descompuesto.
– Está bien, ¿qué le ocurre a tu padre?
– No se encuentra bien.
– Pues parece que sigue comiendo igual.
– Apenas come nada.
– Entonces, ¿qué ha pasado con todo el pan que traje ayer? ¿Te lo comiste tú solo? ¿Le quitaste el pan de la boca a tu padre enfermo?
– He comido lo que he necesitado. Las ratas se comieron el resto anoche, si quieres saberlo.
El hombre gruñó.
– Así pues, necesitarás que vuelva a vaciarte el cubo hoy.
– No.
– ¿Estás seguro?
– Limítate a largarte, si no te importa. Creo que lo único que haces es que mi padre se ponga peor.
– De todas formas, ¿por qué no me dejas vaciarlo? Así te librarás del mal olor.
– ¡Lárgate!
Eco se inclinó sobre mí, como se había inclinado cuando me despertó de la pesadilla por la mañana. Hubo una larga pausa, luego pasos que retrocedían y la puerta se abrió y se cerró. Me esforcé por escuchar y me pareció oír un murmullo fuera del establo.
Aquel día no habíamos podido cazar una rata.
Pero al día siguiente Fortuna nos sonrió con un particularmente rollizo, particularmente curioso y (lo más importante para nosotros) particularmente lento habitante del pozo. Nos vino bien, ya que nuestro captor insistió en vaciar el cubo aquella mañana. Eco me aseguró que su cara mostró un gran disgusto al ver tanta sangre en la orina. De nuevo oímos una discusión fuera del establo. Las voces eran más altas que otras veces y ambas tenían un tono inequívoco de recriminación. El compañero casi nunca visto del captor vino y me echó un vistazo.
– ¿Qué te duele? -preguntó con aspereza.
Gruñí.
– La barriga, estúpido -dijo Eco, tratando de dar la impresión de que estaba enfadado y preocupado y se esforzaba por ocultarlo.
Los captores se retiraron en silencio pero oímos una fuerte discusión al otro lado de la puerta. Las voces se alejaron en la invisible y desconocida distancia.
– Ya que vamos a salir de aquí pronto… -comencé.
¿Por qué no ser un insensato optimista? Era el cuadragésimo cuarto día de cautividad, siete días antes de los idus de marzo, el cuarto día de mi fingida enfermedad. Eco había vuelto a capturar, matar y desangrar una rata.
«Su ansia por un poco de pan anuló su buen juicio», por citar la solemne apología que recitó Eco mientras enterraba la criatura en un rincón apartado de la vista y, así lo esperábamos, del olfato.
– ¿Sí? -dijo Eco.
– Ya que vamos a salir pronto de aquí, creo que tendríamos que pensar en quién puede tener razones para mantenernos aquí.
– Quizá podríamos descubrirlo a través de los captores.
– Si todo va bien, una de dos, o tendremos que huir de ellos o ellos tendrán que huir de nosotros. No creo que vayamos a hablar mucho. De todas formas, repasar los datos que conocemos de este enigma nos entretendrá durante un par de horas.
– ¿Otra vez?
– Compláceme. A menos que tengas una cita en algún sitio. Pero creo que no. Bien, ¿qué fue lo que descubrimos en la Vía Apia? O, más exactamente, ¿qué fue lo que no descubrimos?
¡Ésa es la pregunta idónea para producirle dolor de cabeza a Aristóteles, papá! También podrías pedirme que demostrara una negativa.
– Tienes razón. Vayamos por partes. Si creemos la versión de la sacerdotisa Felicia, Milón y Clodio se encontraron en la Vía Apia por casualidad. No hubo emboscada. Los dos grupos avanzaban sin problemas hasta que se pudieron ver con claridad. Clodio profirió un insulto contra Birria. Birria, en un impulso, se dio la vuelta y arrojó una flecha a Clodio. No fue mucho más premeditado que una bronca en una taberna.
– También es posible, papá, que Birria se hubiera propuesto disparar la flecha antes, siguiendo órdenes de su amo. A lo mejor, Birria insultó a Clodio antes y Felicia no lo oyó; Clodio respondió y Birria lo utilizó como pretexto para empezar el ataque. Pudo ser premeditado o, quizás, Milón dio la orden a Birria en aquel preciso momento, cuando se encontraron los dos grupos. Las fuerzas de Milón eran superiores. Quizás vio la ocasión de matar a Clodio y la aprovechó.
– Un buen razonamiento, Eco. De todos modos, no tenemos pruebas de que Clodio planeara o instigara el enfrentamiento a no ser pinchando e insultando a Birria. Probablemente, el conflicto se originó espontáneamente o por instigación de Milón. ¿Y qué ocurre? Los hombres de Clodio son aplastados rápidamente. Algunos son asesinados y otros huyen a través del bosque. Clodio, herido y con el camino hacia su villa cortado por los hombres de Milón, es atendido por cinco o seis de sus hombres que le llevan hacia Bovilas. Se refugia en la posada cuyo posadero le conoce y aprecia.
Me froté las manos para calentarlas. El pozo parecía especialmente húmedo aquel día.
– Los hombres de Milón no les siguieron en seguida. Felicia dijo que corrieron por los alrededores como perros que hubieran perdido el rastro hasta que llegó Milón. Al principio estaba furioso, sobre todo con Birria.
– ¿Porque Birria había atacado a Clodio por iniciativa propia… o porque había fallado el tiro? -dijo Eco.
– Sospecho que por la primera razón. Cuando estuvo más tranquilo, Milón organizó una especie de conferencia y, sólo cuando ésta hubo terminado, envió a Eudamo, Birria y varios más en persecución de Clodio. Personalmente me parece muy significativo. Si Milón hubiera premeditado el asesinato de Clodio, creo que sus hombres habrían estado preparados para perseguir a Clodio de inmediato y lo habrían hecho, mucho más si tenemos en cuenta que estaba herido y se movía con lentitud a pie. ¿Por qué esperaron? Creo que porque estaban esperando instrucciones de su jefe, al que había cogido de sopetón todo lo que acababa de pasar. ¿Por qué regañó a Birria? Porque el gladiador había actuado precipitadamente, estúpidamente y sin su consentimiento. Cierto que Milón habría estado muy contento si sus hombres hubieran matado limpiamente a Clodio, pero me parece más probable que el incidente fuera espontáneo y que cuando Clodio huyó a pie, nadie estaba muy seguro de qué era lo que tenía que hacer.
– Pero finalmente lo persiguieron.
– Sí, porque Milón decidió terminar lo que sus hombres ya habían iniciado sin su consentimiento. ¿Qué era más peligroso para él, Clodio herido o Clodio muerto? Herido, Clodio podría regresar a Roma, reorganizar sus fuerzas, iniciar un proceso legal contra Milón por intento de asesinato y terminar con la ambición de Milón de ser cónsul. Si Clodio moría, Milón sería responsable de un asesinato, pero al menos los seguidores de Clodio estarían paralizados por la confusión y la persona de Clodio no estaría merodeando por ahí para acusarle. En cualquiera de los dos casos, Milón se enfrentaba a la ruina de todo aquello por lo que había trabajado. Es otra de las razones por las que creo que el incidente no fue premeditado. Asesinar a Clodio con veneno o furtivamente habría sido otra cosa, pero hacerlo de una manera tan torpe sólo habría dañado a Milón. Me pregunto si pensaría en su tocayo, Milón de Crotona, cuando trataba de partir aquel enorme tronco y sus manos quedaron atrapadas en la hendidura. ¿Oiría los aullidos de lobos hambrientos mientras andaba de un lado a otro de la Vía Apia tratando de decidir lo que iba a hacer? Debería haber sido un momento triunfal para Milón…, el final de Clodio de una vez para siempre a su alcance…, pero me parece que debió de ser un momento realmente amargo.
– Y finalmente decidió enviar a sus hombres a perseguirlo -intervino Eco.
– Una vez has herido a una bestia peligrosa es mejor matarla. Sin duda es lo que habría hecho Milón de Crotona.
– Así que despidió a sus hombres y esperó noticias. Me parece muy cobarde por su parte no haberse unido a la batalla.
– Si se lo hubieras preguntado, imagino que habría dicho que se quedó atrás para velar por su esposa y su familia.
Eco dejó escapar una risa sarcástica y su cara se ensombreció. Había dicho las palabras con ironía pero tan pronto estuvieron fuera de mi boca, era difícil no pensar en nuestros seres queridos y en lo vulnerables que se encontrarían sin nosotros.
– En todo caso -dije-, no mucho más tarde aparecieron el senador Tedio y su hija en su litera, con su séquito de esclavos y guardaespaldas. Tedio y Milón se reconocieron. Milón dijo una mentira (que había sido atacado por los bandidos) y aconsejó a Tedio que se diera la vuelta. El obstinado viejo senador, en lugar de hacerle caso, continuó, a pesar de las objeciones de su piadosa hija.
»Mientras tanto, en Bovilas, la batalla había comenzado. La mujer del posadero (cuyo testimonio tenemos de segunda mano a través de su hermana), vio cómo Eudamo y Birria mataban a uno de los hombres de Clodio cuando se aproximaban a la posada. Hay un ataque terrorífico que destruye todos los cerrojos y puertas de la planta baja. El posadero es asesinado junto con los defensores de Clodio. De alguna manera, Clodio termina en el camino. Suponemos que Eudamo y Birria le quitaron el anillo de oro como trofeo y para llevar una prueba del asesinato a su amo. Entonces, por alguna razón, Eudamo, Birria y sus hombres se desvanecen ya que, cuando poco más tarde llega Tedio, la batalla ha terminado y los ganadores se han ido. Tedio se encuentra con la posada destrozada. Ve sangre y cadáveres desparramados por todas partes, incluido el de Clodio. La mujer del posadero sale de su escondite en el piso de arriba. Se asoma por la ventana y ve a Tedio y a su hija inclinados sobre el cadáver de Clodio. Baja las escaleras, descubre a su marido muerto y pierde el sentido.
»Tedio, a pesar de que no le gustan ni el hombre ni su política, se comporta honorablemente, carga a Clodio en su litera y envía su cuerpo a Roma. Todavía piensa que los asesinatos son obra de los bandidos y decide regresar a Aricia a pie. Da la vuelta y se arrastra colina arriba. Cuando se detiene a descansar al lado de la casa de las vestales, Eudamo y Birria aparecen en el camino y le adelantan, de vuelta a donde estaba Milón. ¿Cómo es que no los había visto antes? Eudamo y Birria llevan prisioneros. Felicia, atisbando desde el santuario de la Buena Diosa, también ve los prisioneros. ¿Quiénes son? No son los hombres de Clodio; todos los que habían huido con él habían sido asesinados y Fulvia me dijo que no habían echado de menos a ninguno de los hombres de su marido. Así que ¿de dónde venían Eudamo y Birria y quiénes eran sus prisioneros?
»Los gladiadores regresaren con Milón y le dieron el anillo de Clodio, la prueba de que estaba muerto. Milón se lo dio a Fausta y ésta volvió sobre sus pasos para hacer su oferta en la casa de las vestales. Sin embargo Tedio no la vio. Y cuando Tedio terminó de descansar y emprendió la marcha, al llegar al santuario de la Buena Diosa, Milón y sus hombres ya se habían ido.
»Sabemos que Milón y los gladiadores se dirigieron a la villa de Clodio, donde mataron al capataz y a Halicor, el tutor, cuando no consiguieron encontrar al joven Publio. ¿Por qué estaba Milón buscando al joven? ¿Tan rencoroso y sediento de sangre estaba como para querer matar al hijo de Clodio? ¿O acaso quería utilizar al chico como rehén? ¿Y cómo sabía que el joven Publio estaba en la villa?
ȃstas son las preguntas para las que no tenemos respuesta.
Cogí el palo de apuntar de Eco y marqué un número por cada pregunta en la pared.
– Una: ¿Dónde estaban Eudamo y Birria cuando Sexto Tedio llegó a la posada?
»Dos: ¿Quiénes eran los prisioneros que Eudamo y Birria conducían por la vía?
»Tres: ¿Cómo se las arregló Fausta para volver a la casa de las vestales sin cruzarse con Sexto Tedio?
»Cuatro: Cuando Milón forzó la entrada de la villa de Clodio, preguntó a Halicor y al capataz: "¿Dónde está Publio Clodio?", pero… ¿cómo sabía que el muchacho estaba en la villa y qué quería hacer con él?
Me di la vuelta y estudié las marcas: I, II, III, IV. No aclaraban nada. Cuanto más las miraba, más parecían ser únicamente un montón de líneas verticales y oblicuas sin ningún significado, ni siquiera las abstractas preguntas que había en mi cabeza lo tenían. Eran unas líneas escritas al azar por un idiota. Por un breve y repentino instante pensé que me había vuelto loco. La cautividad, la oscuridad, el fétido olor, las pesadillas y las ratas se fundieron como una niebla negra, rodeando mi cabeza. Nada tenía sentido; nada era real. Toda la historia del asesinato en la Vía Apia era una compleja fantasía concebida para entretenerme, la epopeya de un loco. Milón y Clodio eran fruto de mi imaginación. No existía nada más que el pozo.
– ¿Papá? ¿Te encuentras bien?
– ¿Qué?
– Te tiemblan las manos. Se te ha caído el palo. -Eco se agachó y lo recogió.
Su voz me devolvió a la realidad. Apreté el palo con más firmeza de la necesaria. Lentamente marqué otro número en la pared, manteniendo mi pulso y mi voz tan firmes como podía.
– Y ahora la pregunta más importante y que, de alguna manera, tiene que estar relacionada con las cuatro primeras.
»Cinco: ¿Quién nos tendió una emboscada cuando regresábamos a Roma? Podemos estar seguros de que no fueron secuestradores vulgares que buscaban un rescate. Me habrían hecho escribir cualquier cosa para demostrar que estaba vivo. Y a estas horas ya habrían descubierto que no hay rescate que valga. Y estaríamos muertos. -Los números de la pared empezaron a perder otra vez su significado y desvié la mirada hacia el montoncillo donde Eco había enterrado otra rata aquella mañana-. A no ser que ya estemos muertos.
– Está claro que no son secuestradores normales -dijo Eco como si no hubiera oído mi última frase-. Trabajan para alguien al que no le gustaba lo que estábamos haciendo en la Vía Apia.
Más exactamente, para alguien que tiene miedo de la información que pudiéramos llevar a Roma. Por lo tanto, seis: ¿Para quién es peligrosa la investigación que hemos llevado a cabo en la Vía Apia?
– No te parece evidente, papá? Para Milón, por supuesto. Sabemos que mintió vergonzosamente en el contio de Celio al referir aquella historia sobre una emboscada y podemos probarlo. Es lo que le dijiste a Felicia cuando le aconsejaste que huyera hacia el sur… Milón está en una situación desesperada y es capaz de cometer actos desesperados.
– Lo que nos lleva a la última pregunta. -Garabateé el número VII en la pared-. ¿Por qué fuimos secuestrados en lugar de asesinados? Si Milón… o el que sea… sólo quería deshacerse de nosotros, ¿por qué sus secuaces no nos mataron y robaron nuestros objetos de valor para que el incidente pareciera un robo perpetrado por bandidos desconocidos al lado del monumento de Basilio? Si antes quería averiguar lo que habíamos descubierto, ¿por qué no fuimos interrogados y después asesinados? ¿Por qué no terminó con nosotros tal como había terminado con Clodio? ¿Piensa utilizarnos en el futuro? No me imagino cómo. Hace que me pregunte si, después de todo, ha sido Milón el que nos ha puesto en esta situación.
¿Quién si no? La otra persona sobre la que formulabas preguntas era…
La puerta del establo se abrió con un crujido.
– Quizá sea hoy el día en que lo descubramos -susurró Eco. Me tiré al suelo del pozo, rodeando mi vientre con ambos brazos.
La inspección de la orina ensangrentada se llevó a cabo como un ritual; los captores (esta vez habían ido los dos) miraron el cubo como arúspices que estudiaran las entrañas de un pobre pollo.
– Tu padre no parece encontrarse muy bien -dijo el que solía quedarse fuera.
– ¿Qué? ¿Lo acabas de descubrir? -Eco hablaba como si se sintiera ultrajado, asustado y frustrado. Le temblaba la voz. En parte estaba actuando pero juraría que el temblor no venía de la desesperación sino de todo lo contrario, de un repentino regocijo, tan agudo que le hacía temblar como la cuerda tañida de un instrumento. ¿Habría llegado el momento por fin? ¡Sí! Yo también lo sentía. Un horrible y maravilloso furor brotó de ambos, una furia alegre que había sido reprimida durante largos días de oscuridad pero que finalmente, finalmente, en aquel mismo instante, estaba a punto de surgir.
– Será mejor que tu padre venga con nosotros -dijo el que solía quedarse fuera. Se inclinó para desatar la cadena que mantenía cerrada la trampilla. Los dos tiraron de la pesada puerta de hierro y la dejaron caer sobre la rejilla con un estruendo.
La puerta de la jaula estaba abierta.
– No creo que pueda ponerse en pie. -La voz de Eco se quebró como la de un niño cuando se agitó a mi alrededor actuando como si fuera incapaz de hacer nada.
– Por Hades, ¿cómo vamos a sacarle? -se lamentó el captor que siempre nos atendía.
– Tienes que conseguir que tu padre se ponga en pie -dijo el otro-. Eso es. Que levante los brazos. ¡Si no los puede levantar solo, levántalos tú por él! Por Hércules, ¡está vivo todavía o no! Eso… ahora, cada uno lo cogerá por un brazo. ¡Ten cuidado al inclinarte, estúpido!
El mayor error que puede cometer un general, como César y Pompeyo estarían de acuerdo en decir, es subestimar la fuerza del enemigo. Les había convencido de que estaba débil, dolorido y muy enfermo. Me cogieron por los brazos para izarme esperando encontrar un cuerpo que no ofrecería resistencia. Un momento antes de que me elevaran, tiré de ellos con todas mis fuerzas. Eco ayudó, saltando para cogerles los brazos por encima de los codos.
Todo podría haberse perdido en aquel momento. Podrían haber mantenido el equilibrio y haberse librado de nosotros, dejándome caer sobre mi espalda como si fuera un completo idiota. La puerta se habría cerrado de golpe, nuestros captores nos habrían maldecido y luego se habrían reído de nosotros y nos habrían dejado de nuevo en el pozo para que siguiéramos dándole vueltas obstinadamente a las mismas ideas enloquecedoras, para que siguiéramos durmiendo entre ratas y desesperándonos por nuestros seres queridos, para permanecer angustiados y preguntarnos durante cuánto tiempo más podríamos seguir soportándolo.
Pero eso no fue lo que pasó.
Primero, sus cabezas chocaron con un fuerte golpe. El sonido era más bajo que el de dos piedras que entrechocan pero más alto que el que harían dos calabazas huecas. Fue uno de los sonidos más dulces que he oído en mi vida.
Lo que vino a continuación sucedió muy deprisa.
Uno de ellos, el que solía quedarse fuera, cayó de cabeza al pozo. Me arrojé sobre él de inmediato. Todavía tenía en la mano el palo de Eco. En los últimos días nos las habíamos arreglado para afilarlo lo más posible frotándolo contra algunas de las piedras del pozo. Se lo clavé al menos una vez antes de darme cuenta de que no era necesario. Al caer se había roto el cuello.
Me di la vuelta y descubrí que estaba solo en el pozo con el cadáver. Eco había trepado y ya había salido. Oí ruidos de lucha en el establo.
Me puse el palo-daga entre los dientes; sabía a sangre; empecé a dar saltos para llegar a la abertura. Me agarré a una de las barras de hierro y me impulsé hacia arriba. Habíamos practicado aquel movimiento todos los días, izándonos y empujándonos para fortalecer los brazos. A pesar de todo, pensaba que atravesar por mí mismo la entrada me iba a costar mucho más. Sin embargo, me pareció que volaba, como si una mano invisible me empujara desde abajo. Me empujaban una ira fría y la seguridad de que Fortuna estaba con nosotros.
Eco y el captor rodaban por el suelo, golpeándose. Eco era con mucho el más pequeño, pero estaba invadido por la misma furia que yo y se las estaba arreglando bastante bien. Corrí hacia ellos con la tosca daga de madera en alto. En la frente del captor ya había una mancha de sangre. Hubo más sangre y un fuerte grito cuando clavé la daga en su cuello. Escapó de los brazos de Eco y corrió hacia la puerta; la sangre chorreaba entre los dedos con los que se tapaba la herida del cuello.
Le seguimos fuera, aturdidos por la clara luz del día. Me preparé para seguir luchando pero no había nadie a la vista. Estábamos solos en un terreno de malas hierbas, enfrente de un establo en desuso, rodeados de árboles y de tierras sin cultivar.
¡El otro todavía está en el pozo! -dijo Eco. Corrió dentro, levantó la trampilla con una sola mano y la cerró con un fuerte estruendo-. ¡Ja! ¡A ver si te gusta! ¡Ahora nos dirás dónde estamos y para quién trabajas, maldito hijo de perra!
Seguí a Eco, todavía entusiasmado pero repentinamente débil.
– Vamos, Eco. Será mejor que nos demos prisa. Quién sabe adónde habrá ido el otro o si tiene más amigos por aquí cerca. Aún no estamos fuera de peligro.
– Pero, papá…
– Eco, ese hombre está muerto.
– ¡No!
Eco miró dentro del oscuro pozo. El hombre yacía en una postura que ningún ser viviente habría podido soportar. Eco no se convenció hasta que vio una rata paseando por encima de la cabeza del hombre.
– Papá, ¿lo has matado tú?
– No. Se rompió el cuello al caer. Sucedió con la rapidez de un parpadeo.
– Qué mala suerte. ¡Tendría que haber sufrido!
Sacudí la cabeza, incapaz de darle la razón. Aquel hombre nunca había demostrado crueldad, lo que muchos hacen cuando tienen poder sobre otros. De hecho, había sido nuestro criado ya que nos había llevado comida y se había encargado de nuestras heces. Nuestra lucha no era contra él.
El hecho de que fuera capaz de pensar con tanta calma era una señal peligrosa. La fría furia me estaba abandonando. El palo sangriento que llevaba en la mano me dio asco. El momento de escapar a toda costa había llegado y pasado. Si venían más enemigos me encontrarían con el instinto de lucha embotado. La parte verdaderamente peligrosa de nuestra huida acababa de empezar.
Estábamos solos, sin amigos ni dinero, en un territorio desconocido. Sólo teníamos la ración de un día de pan…, la comida que nos habían llevado nuestros captores por la mañana.
Estábamos en alguna parte de la campiña. Lo cual empeoraba las cosas. En la ciudad habríamos podido robar lo que necesitáramos: ropa nueva para sustituir los andrajos que llevábamos, monedas para entrar en un baño público y costearnos un barbero que nos hiciera parecer personas respetables… y habríamos podido hacer preguntas de forasteros sin llamar la atención. En una ciudad quizá habríamos encontrado algún conocido, nuestro o de algún amigo, que nos habría podido prestar algo de dinero o que podría arreglar nuestro regreso a Roma. Pero el campo era otra cosa. Al andar por los caminos rurales no podíamos dejar de llamar la atención. Los enemigos que nos buscaran estarían en una posición bastante más ventajosa. Dada nuestra mísera apariencia, los extraños nos tomarían por esclavos huidos a pesar de nuestros anillos de ciudadanos. Es más fácil pasar inadvertido en un callejón lleno de gente que en medio de la desierta campiña.
¿Dónde estábamos? Por las colinas y las granjas que nos rodeaban, no había forma de saberlo. Podía orientarme por el sol pero ¿Roma estaba al norte, al sur, al este o al oeste? ¿Cerca o lejos? La única manera de comenzar el viaje a casa era empezar a andar, manteniéndonos fuera de la vista todo lo que pudiéramos. Traté de fijarme para poder volver sobre nuestros pasos después, pero estaba aturdido y agotado y todo el campo me parecía igual.
Aquella noche dormimos al raso. Teníamos frío y nos abrazamos en busca de calor; me desperté antes de que amaneciera con el estómago protestando y los pies helados. Pero, por primera vez en muchas noches, no había soñado con Eudamo y Birria; además, ver el cielo cuando desperté fue de lo más agradable.
Llegamos a un camino pavimentado que era sin duda una vía importante, pero ¿cuál? Todos los caminos llevan a Roma, pero sólo si vas en la dirección correcta.
– ¿Norte o sur? -pregunté.
Eco escudriñó el camino durante largo rato.
– Sur.
– Estoy de acuerdo. ¿Crees que deberíamos ser como los perros y descubrir el camino correcto por instinto?
– No -dijo bruscamente. Empezaba a tener hambre. Yo también. Nos dirigimos hacia el sur, evitando como podíamos cruzarnos con otros viandantes.
«Cuando Fortuna sonríe, es que las parcas están contando un chiste», dice un viejo proverbio etrusco.
Con las tripas crujiéndonos y los pies doloridos, anduvimos hora tras hora, pensando que tarde o temprano el camino nos conduciría a algún lugar donde pudiéramos saber, al menos, dónde nos encontrábamos. Llegamos a una región en la que el sendero atravesaba varias colinas bajas y onduladas, por lo que, en determinados puntos, podíamos ver lo que nos deparaba el camino a una distancia considerable. Vimos al grupo que se aproximaba desde tres colinas atrás, luego desde dos. Alguien del grupo debía de habernos visto primero, ya que eran muchos y además algunos tenían la ventaja de disfrutar de un caballo. Habría levantado más sospechas que nos escondiéramos al lado del camino que limitarnos a pasar con las cabezas gachas. No era probable que estuvieran buscándonos, ya que venían por delante y no por detrás. Sin embargo…
Llegamos a la siguiente cima de la colina. Allí estaban, justo delante de nosotros, con un pequeño valle en medio.
– Si alguno de ellos nos preguntara -dije a Eco-, no permitas que se tomen libertades. Después de todo somos ciudadanos. Tenemos todo el derecho del mundo a estar en este camino… cualquiera que sea. Y…
– Papá…
– ¿Qué, Eco?
– ¿No puedes verlo con tus propios ojos?
Me detuve y miré atentamente al grupo que se aproximaba. Parecían viajeros serios con negocios serios, aspecto sobrio y polvoriento después de un duro viaje a caballo. Algunos eran, sin duda, guardaespaldas. Otros…
– ¡Por Júpiter, Eco! ¿Puede ser?
Eco asintió y levantó la mano para saludar. Tras un momento de incredulidad, hice lo mismo. A pesar de todo, los jinetes casi ni nos miraron. Seguro que nos tomaban por un par de desdichados barbudos. Fue Tirón el que dio un respingo, murmuró una exclamación de sorpresa y le dio un codazo a su viejo amo. El grupo se detuvo.
– ¡Por todos los dioses! -Cicerón se inclinó y me miró como si fuera un fenómeno anómalo de los que se exhiben en la arena del circo-. ¿Puede estar Gordiano debajo de todo ese pelo y porquería? ¿Y Eco?
– ¡Estáis vivos! ¡Los dos, vivos! -La voz de Tirón se quebró. Saltó del caballo y corrió a abrazarnos a los dos, llorando de alegría.
Cicerón mantuvo la compostura y se quedó en el caballo. Le llegó nuestro olor e hizo una mueca. Me contempló y sacudió la cabeza.
– ¡Gordiano, estás horrible! ¿Qué demonios has estado haciendo?
– Se ha hablado mucho de vuestra desaparición en Roma -dijo Cicerón aquella noche mientras cenábamos en una sala privada de una posada, en las afueras de Arímino.
– Me sorprende que alguien se diera cuenta de que no estaba.
– Oh, todo lo contrario. Eres más conocido de lo que crees. Las especulaciones no terminan. Incluso los vendedores de pescado de los mercados hablan de la inexplicable desaparición del Sabueso y su hijo; al menos eso me han dicho mis esclavos. Roma ha estado llena de todo tipo de extraños sucesos y rumores extravagantes este último mes. Tu desaparición sólo ha sido uno más.
– Pero ¿mi familia está bien? -Ya había hecho esta pregunta más de una vez.
Tirón me contestó pacientemente.
– Muy bien. Antes de abandonar Roma, fui de visita a tu casa para preguntar si había noticias tuyas. Todos disfrutaban de buena salud…, tu mujer, tu hija, tu nuera y los niños. Estaban muy preocupados por vosotros, por supuesto…
Eco sacudió la cabeza.
– ¡Deberíamos ir a Roma en seguida, papá, en lugar de estar aquí atiborrándonos de comida!
– Ni hablar -dijo Cicerón. Hizo una seña a un esclavo para que volviera a llenarme la copa de vino aguado y me trajera más comida-. No tenéis ni idea del aspecto andrajoso que teníais cuando os encontramos esta mañana. Por fortuna, la ciudad de Arímino tiene buenos baños, de ahí que hayamos conseguido que os bañaran y afeitaran. Y esta posada tiene buena comida, así que también os hemos podido alimentar. Ahora empezáis a parecer de nuevo seres humanos. Y no os aconsejo que salgáis corriendo a Roma. Necesitáis descanso y recuperación, buena comida, aire del campo y luz del sol, aparte de la seguridad de viajar en compañía de hombres armados. ¡Oh, no! Insisto en que os quedéis conmigo, al menos hasta que lleguemos a Ravena mañana.
Cicerón nos había explicado que iba a ver a Julio César en su cuartel general de invierno de Ravena. Todavía no sabíamos por qué. Tirón y él habían abandonado Roma cuatro días antes; una pequeña información que Eco había recibido con gran regocijo, citándola como prueba de que sus recuerdos de un viaje de cuatro días al principio de nuestra cautividad habían sido exactos. Además, su recuento de los días y mis cálculos de la fecha resultaron ser correctos; faltaban seis días para los idus de marzo y habían pasado setenta y dos días desde la muerte de Publio Clodio. Habíamos estado prisioneros durante cuarenta y cuatro días en las afueras de Arímino, donde termina la parte norte de la Vía Flaminia y la nueva Vía Popilia continúa hacia el norte, hacia Ravena.
– ¿De qué más hablan en Roma? -dije-. Los vendedores de pescado, me refiero. Que los mercados estén abiertos me parece una buena señal.
– Sí, las cosas se han tranquilizado bastante en Roma desde vuestra… desgracia. El Senado autorizó a Pompeyo a reclutar tropas para mantener el orden y han hecho un buen trabajo. Ha habido algunos enfrentamientos entre soldados y civiles y algún pequeño incendio provocado pero, en su mayoría, el orden ha sido restablecido.
– ¿Y los comicios?
Cicerón puso mala cara. ¿Mala digestión o política?
– La cuestión de los comicios se está volviendo cada vez más… problemática. Insostenible, de hecho. Imagínatelo; ha habido trece regentes desde Lépido y todavía no hay comicios. Eso se ha acabado. Pocos días antes de que Tirón y yo abandonáramos Roma, el Senado decidió hacer cónsul único a Pompeyo durante lo que queda de año. -Su voz se convirtió en un susurro seco. Tosió y cogió la copa de vino. La cancelación de los comicios consulares tenía que haber significado un gran fracaso personal y político para él. ¿Qué iba a ser ahora de su campeón, Milón? ¿Volvería a normalizarse el proceso electoral alguna vez?
Cicerón se aclaró la garganta y continuó.
– Ha habido grandes disputas y maniobras en el Senado, como puedes imaginar. -Hizo el comentario sin saborearlo. Cicerón había hecho mucho por mejorar mi lamentable aspecto, pero empezaba a pensar que él también parecía bastante cansado y ojeroso-. Primero, los clodianos trataron de que Milón dejara en libertad a sus esclavos para interrogarlos. Milón se anticipó a todos, ¿eh, Tirón? Liberó a los esclavos con el tiempo suficiente para que ni siquiera el Senado pudiera atraparlos y torturarlos en busca de pruebas. Nosotros contraatacamos con una denuncia para que Fulvia entregara a los esclavos de Clodio con objeto de que los torturasen e interrogasen. Ella y su familia no se preocuparon mucho por el asunto. -Cicerón sonrió con desgana ante su pequeño triunfo-. Desde que Pompeyo se convirtió en cónsul, los clodianos han estado tratando de forzar una investigación especial sobre la muerte de Clodio. Lo que quieren es un juicio espectacular en el que Milón sea crucificado como un esclavo, algo dramático y exagerado. Luego asegurarían que la ofensa de Milón fue tan espectacular que el Senado tuvo que aprobar una ley especial sólo para su caso. Ellos propusieron esta investigación y nosotros contraatacamos con una legislación adicional que condenara específicamente el incendio de la Curia y el ataque a la casa del interrex Lépido. De esta manera, los tres incidentes habrían sido condenados de igual forma a los ojos de la ley y todos los malhechores habrían sido procesados por las mismas faltas. ¡Oh, a los clodianos no les gustó el cariz que tomaba aquello! ¡No, no, no! ¡Ellos esperaban que alguien fuera destruido por la muerte de su querido jefe, pero pensaban que podían quemar medio Foro sin pagar por el delito! Bien, ya veremos, ya veremos…
Cicerón echó la cabeza atrás y entornó los ojos. Pensé que había bebido demasiado. Nunca había visto a Cicerón ebrio. Arrugó la nariz.
– Mientras tanto, Pompeyo tenía sus propias ideas para resolver el asunto. Apareció con un paquete de leyes nuevas; éstas acelerarían los juicios y pondrían fin a la sedición, dijo. ¡La idea que Pompeyo tiene de ley y orden es facilitar la condena de un hombre e infligirle castigos más severos, sin importar si es culpable o no! Algunas de sus reformas, llamémoslas así, son completamente absurdas. Juicios más cortos, dice; ésa es la respuesta: no podemos permitirnos el lujo de que un orador se tome el tiempo que necesite para preparar una defensa irrefutable. ¡Se acabó este sinsentido de que el acusador y la defensa se tomen un día entero cada uno para soltar sus discursos! A partir de ahora, el acusador tendrá dos horas y la defensa tres. Me imagino a un defensor en mitad de su discurso cuando se acabe el tiempo y le obliguen a cerrar la boca. ¡Y los testigos! Los testigos declararán al principio y no al final, antes de los discursos, no después. ¡Con lo cual, los testigos serán el centro de atención del juicio y los discursos un mero añadido! Pompeyo nunca ha sido un buen orador. Desconfía de la oratoria así que quiere prescindir de ella, despedirla. Dar tanta importancia a los testigos es una locura…, cualquiera con dos dedos de frente sabe que muchos testigos mienten, son indignos de confianza o han sido sobornados. ¡Y nada de informadores de la conducta! Pompeyo ha prohibido los informadores de la conducta. No importa que un hombre pueda conseguir que medio Senado declare a favor de sus buenas cualidades; tal testimonio es ahora improcedente. El jurado será elegido de una lista de nombres escogidos por Pompeyo. ¡Escogidos por un solo hombre, ni siquiera por dos, porque sólo tenemos un cónsul que, además, ni siquiera ha sido elegido por los ciudadanos!
Tirón apoyó una mano en el codo de su viejo amo, pero Cicerón se la sacudió de encima.
– Sé lo que estoy diciendo. Y no estoy borracho. Sólo estoy cansado, muy cansado. No me gustan los viajes. Además, Gordiano aprecia la franqueza. ¿Verdad, Gordiano? Ah, pero olvidaba que ahora eres uno de los hombres de Pompeyo, ¿no?
– ¿Qué quieres decir?
– Es inevitable no ver a los guardias que han estado custodiando tu casa el último mes. Son hombres de Pompeyo, ¿no es cierto?
– Quizá -dije, molesto por el interrogatorio de Cicerón aunque satisfecho al saber que Pompeyo había mantenido su palabra-. Eso no quiere decir que sea hombre de Pompeyo.
Cicerón observó su copa y parpadeó.
– Gordiano, nunca he pretendido entender tus volubles alianzas. Por lo que sé, estás espiando a Pompeyo, no para él y, de alguna manera, te las has arreglado para que proteja a tu familia mientras lo haces.
– Estabas hablando de las reformas de Pompeyo -dije para cambiar de tema.
Cicerón prorrumpió en una sonora carcajada. ¿Cuánto vino habría bebido?
– Eso hacía. ¿Sabes cuál es la reforma del Grande que más me gusta? La brillante innovación para cortar los sobornos de raíz. ¡Si un hombre es acusado de soborno, puede conseguir el perdón a condición de que pueda acusar a otros dos hombres de soborno! Pronto, todo el mundo en Roma estará en un círculo señalando con dedo acusador al hombre que esté a su lado. Es una manera de mantener a todo el mundo ocupado mientras la República se aleja de nosotros. Es absurdo, es una burla de la ley. Pero Pompeyo nunca ha entendido la ley, nunca la ha respetado en realidad, del mismo modo que tampoco respeta la oratoria. Respeta las instituciones, como el Senado, pero sólo de una manera vaga, abstracta y sentimental. No tiene ningún respeto por la ley. No ve lo maravillosa e imponente que es, no ve de qué manera nos rodea y nos vincula a todos como un hilo dorado. El se abre camino a través de la ley como un hombre que se librara de una tela de araña. Tiene la mente vulgar y práctica de un déspota.
Cicerón se apretó el estómago y torció el gesto.
– Gracias a los dioses, Celio es tribuno este año y tiene el poder de vetar cualquier legislación que atente contra los derechos individuales. Celio ha advertido a Pompeyo que usará su veto con las nuevas leyes. ¿Sabes qué replicó Pompeyo? Dijo, con mucha calma: «Haz lo que debas, pero yo haré todo lo necesario para defender el Estado». ¡Típico de él! ¿Por qué no sacó una espada y la blandió ante Celio? Al final habrá un acuerdo, por supuesto; siempre lo hay. Tendremos que dejar que Pompeyo siga su camino o protestará porque no tiene el poder suficiente para mantener el orden y pedirá más poder. ¿Y adónde nos llevará todo esto? -Cicerón hizo una complicada mueca de disgusto-. ¡Ah! Pero Gordiano, apenas has hablado de tus fatigas.
– No has preguntado.
– ¡Qué terrible ha debido de ser para ti! Secuestrado, transportado de mala manera a algún lugar lejos de Roma, encerrado en un pozo. ¿Quién ha podido perpetrar semejante atrocidad?
– Me lo he preguntado miles de veces. He tenido mucho tiempo para pensarlo.
– ¡Estoy seguro de que lo has hecho! ¿Has llegado a alguna conclusión? ¿Me miraba astutamente o era que sus párpados se habían vuelto más pesados con el cansancio y la bebida?
– Todavía no.
– Ah, Gordiano, siempre esperando la hora propicia, analizando cada pequeña prueba, buscando nuevas revelaciones, posponiendo la conclusión definitiva. Habrías sido un pésimo abogado. No tienes el don de inventar las cosas. ¿No tienes ni idea de quién te secuestró o por qué?
– Nunca vimos a nuestros captores ni nos dieron ninguna pista sobre sus jefes o sobre por qué nos mantenían vivos, por ejemplo.
– ¡Vaya! Así que es un misterio. Pero aquí estáis, libres y a salvo.
– Sí, a salvo. Claro que me gustaría mucho saber quién nos trató, a mí y a mi hijo, con tanto desprecio. Ambos estamos vivos y bien…
– Asombrosamente bien, si lo piensas.
– Pero podría haber sucedido todo lo contrario. Si alguno de nosotros hubiera sido herido en el ataque o hubiera caído enfermo en aquel horrible lugar…
Cicerón asintió vagamente. Tirón se estremeció.
– Pero voy a descubrir al responsable. Creo que el camino más prudente sería volver sobre nuestros pasos y buscar el establo en el que estuvimos cautivos. Pero dudo que pudiéramos encontrarlo. ¿Qué opinas tú, Eco?
– Creo que pusimos demasiado empeño en no ser vistos para memorizar un paisaje desconocido. Además, papá, un establo abandonado en un campo yermo puede pertenecer a cualquiera. Encontrar el lugar no tendría que llevarnos necesariamente a los hombres que nos capturaron. Ya hará tiempo que se habrán ido.
– Deberíamos buscarlo de todas formas -dije-. Necesitaríamos guardaespaldas, por supuesto. Me volví a Cicerón que pareció inquieto por un momento y luego sonrió amablemente.
Me gustaría complacerte, por supuesto, Gordiano, pero no puedo prescindir de ningún hombre. Probablemente ni siquiera llevo la protección necesaria… Tu caso muestra muy a las claras el peligro que se corre por los caminos en estos días espantosos.
– Te alejarías de tu viaje durante un día o dos, Cicerón. Únete a nosotros para buscar el establo y a los hombres que nos capturaron.
– Imposible, Gordiano. Mi misión es demasiado importante y no puede esperar. Mañana tengo que estar en Ravena.
– Ah, sí, tu misión, Cicerón. ¿Qué es lo que esperas de Julio César? ¿O es un secreto de Estado?
– No es ningún secreto. Es Marco Celio de nuevo. ¡Es un tribuno muy ocupado! César quiere presentarse a cónsul el año que viene, pero eso no es posible mientras esté al mando de sus tropas y no vaya a la ciudad. Así que los partidarios de César han inventado una licencia especial para que pueda aspirar al puesto de cónsul en ausencia. Claro que sentará un mal precedente, pero si Pompeyo puede ser cónsul único, los partidarios de César piensan que es justo que pueda aspirar al puesto estando en la Galia. Es una forma de preservar la paz (me refiero al equilibrio) entre el Grande y César. Pero Celio ha amenazado con bloquear la exención especial, al igual que ha amenazado con bloquear las reformas de Pompeyo.
– ¿Y cuál es tu papel, Cicerón?
Se encogió de hombros.
– Algunos grupos me han pedido que use mi influencia con Celio para disuadirle de que hostigue a César. Celio está dispuesto a dar marcha atrás, pero antes queremos estar seguros de que sabemos perfectamente cuáles son las metas y los intereses de César. Así que me dirijo a Ravena para tener una conversación amistosa con él. Para despejar el ambiente, por decirlo de alguna manera.
– Ruedas dentro de ruedas -murmuró Eco.
– Es mejor que una gran rueda conduciendo toda la maquinaria del mundo, que es lo que a algunos les gustaría ver -Rijo Cicerón-. Pero tengo prisa. César abandonará Ravena cualquier día de éstos para adentrarse en el campo. Se rumorea que hay un levantamiento dirigido por algún galo de nombre impronunciable. ¿Cómo se llama, Tirón?
– Vercingetórix -dijo Tirón secamente. Estaba claro que no estaba borracho.
– Lo que sea -dijo Cicerón-. Así que ya ves que no tengo tiempo para ponerme a buscar… ¿cómo lo llamaste, Eco? «Un establo abandonado en un campo yermo.» Y tú tampoco deberías hacerlo, Gordiano. No tientes a las parcas. Estás a salvo conmigo. Te proveeré de todo lo que necesites. Acompáñame a Ravena mañana y luego ven conmigo a Roma.
– Tenemos que volver a Roma de inmediato -dijo Eco malhumorado-. Bethesda y Menenia no pueden sufrir ni un día más el no saber qué ha sido de nosotros.
– No tienes un hermano que probablemente estará con César en Ravena? -dijo Cicerón-. Sí, tu hijo, Gordiano… Metón. Tu familia le habrá escrito contándole tu desaparición, estoy seguro. Estará tan inquieto como los otros. Es vuestra oportunidad de verle antes de que se dirija al norte con César. ¿Lo ves? Tienes que venir conmigo a Ravena. Y ahora creo que ha llegado la hora de retirarme. Pareces débil, Gordiano, y Eco está bostezando. Esta noche tendréis la mejor habitación que el posadero nos haya ofrecido, una habitación individual con una suave cama. Yo mismo lo arreglaré. Y presiento que dormiréis como troncos.
Y lo hicimos.
La residencia de César en Ravena era una gran villa en las afueras de la ciudad; varias tiendas, cuadras y construcciones provisionales se agolpaban a su alrededor. Como todos los campamentos militares, parecía una pequeña ciudad donde las necesidades de una vigorosa y a menudo joven población masculina con fuertes apetitos podían ser satisfechas diariamente. Hay tres cosas inevitables en un lugar así: las prostitutas, el olor a comida y el lenguaje más soez que se pueda imaginar.
Llegamos poco después de mediodía. Cicerón y Tirón fueron a pedir una audiencia con César. Eco y yo fuimos a buscar a Metón. No fue difícil encontrarle. Un soldado de infantería nos señaló el camino hasta una tienda llena de jóvenes oficiales. Cuando entramos se hizo un silencio que no tenía nada que ver con nosotros, seguido de un golpeteo y una explosión de carcajadas y maldiciones. Estaban jugando a los dados.
Utilizaban cuatro dados anticuados hechos con hueso, afilados en los extremos y con números en las cuatro caras planas. Un joven salió de entre los soldados y se adelantó para tirar los dados; se me hizo un nudo en la garganta cuando vi que era Metón.
Desde que empezó su carrera con César, nos habíamos visto sólo algunas veces al año y nunca durante demasiado tiempo. Cada vez que iba a ver a mi joven hijo, me preparaba para resistir alguna desagradable sorpresa: cojera, un dedo perdido, una cicatriz reciente cruzando su cara y uniéndose a la que recibió en su primera batalla. De momento estaba entero aunque no sin marcas. Cada vez que lo volvía a ver, me sorprendía de nuevo lo joven que aún parecía. Tenía veintiséis años, era ya un hombre de los pies a la cabeza, con algunas canas en las sienes y marcados rasgos provocados por años de sol ardiente y frío viento, pero cuando sonrió al tirar los dados no pude evitar ver al niño que había librado de la esclavitud y adoptado veinte años antes. Siempre había sido un chico de naturaleza afable, cariñoso, de risa fácil, pícaro pero tranquilo. Era difícil imaginarlo matando extranjeros para ganarse la vida.
Metón se hizo soldado a los dieciséis años, cuando huyó para luchar por Catilina. Necesitaba un líder, un héroe, alguien a quien prometer su lealtad. En la batalla de Pistoia perdió a Catilina y ganó la cicatriz que cruzaba su cara y de la que tan orgulloso se sentía. Creí (deseé) que sería el final de una locura juvenil, pero Metón seguía buscando lo que había encontrado con Catilina. Y volvió a encontrarlo en César. Y César, afortunadamente, había encontrado a Metón, había descubierto su talento con las palabras y lo había tomado para su servicio personal como una especie de ayudante literario. (César el político siempre estaba ocupado escribiendo y publicando las memorias de César el general y tenía su propia tropa privada de escribientes). En los últimos años, Metón también se había dedicado a traducir, ya que había demostrado tener mucha facilidad para aprender los dialectos galos. Aparte de estos estudios sedentarios, veía muchas batallas y peligros, a menudo al lado del mismo gran general. Nunca podía dejar de preocuparme por él.
Aún no nos había visto en la tienda abarrotada de gente. Mientras sacudía el cubilete con los cuatro dados, entornó los ojos y pareció musitar una oración… ¿a un dios?, ¿a una amante? ¿Quiénes serían ahora sus dioses? ¿Quiénes serían sus amantes? Nunca hablábamos de semejantes temas. Sacudió el cubilete por última vez y tiró los dados.
Silencio, un ruido de huesos y más carcajadas y maldiciones. Metón era el que más gritaba; levantó sus brazos en señal de triunfo mientras se reía diciendo:
¡La suerte de Venus! Un número de cada… ¡La suerte de Venus gana! ¡Pagad, pagad!
Las largas mangas de la túnica se deslizaron por sus brazos y pude ver una cicatriz nueva, roja y retorcida, cruzando su bíceps izquierdo. Era bastante fea pero no parecía causarle dificultades ni dolor. Sacó una pequeña bolsa de su túnica y la abrió para que los demás metieran monedas.
Entonces nos vio a Eco y a mí.
Creo que en aquel momento supe qué expresión debía de tener mi cara en las ocasiones en que había estado separado de él por grandes distancias, me había preocupado por él sin saber si estaba vivo o muerto y, por fin, volvía a verlo, a menudo inesperadamente porque aparecía en Roma sin avisar. Era la expresión de un hombre cuyos ojos descubren de repente lo que su corazón ha estado deseando durante mucho tiempo.
– ¿No pone objeciones vuestro comandante a este juego? -dije.
– No mientras apostemos solamente con monedas que tengan su cara. Metón se rió de su propio chiste. Las monedas romanas no llevan la imagen de personajes vivos, sólo de muertos. Ni siquiera César se atrevería a acuñar una moneda con su propia efigie.
Nos habíamos retirado a un lugar más tranquilo, a una salita de la villa abarrotada de papiros, pergaminos y mapas. Apenas cabíamos los tres. Allí era donde Metón realizaba la mayor parte de su trabajo para César, leyendo y corrigiendo su último volumen de memorias. Decidí cómo se escribían los nombres galos era un problema demencial.
Le pregunté cómo se había enterado de nuestra desaparición.
– Diana me escribió una carta. Fue una buena idea que la enseñaras a hacerlo, ¿ves? Aunque su sintaxis es atroz. Deberías haber pasado más tiempo instruyéndola, papá, o haber alquilado los servicios de un buen maestro. Podría jurar que estaba muy desasosegada. Le temblaba la mano. Aquí está, te la enseñaré.
Rebuscó en un montón de documentos y sacó una delgada tablilla doblada. Desaté la cinta que la ataba. Las letras que había grabadas en la cera que cubría el interior eran ciertamente inseguras y vacilantes.
Hermano:
Estamos muy preocupados y tristes por aquí. Papá emprendió un viaje de pocos días y, al regresar, Eco y él fueron atacados y secuestrados.
Hay quizá una esperanza. Hay una nota que le dieron al guardia que custodia la puerta de casa, esta mañana temprano, y que se la dio un hombre que ocultaba la cara. La nota iba dirigida a mamá, pero, claro, tuve que leérsela. Dice: «No temáis por Gordiano y su hijo. No han sufrido daños. A su debido tiempo, volverán con vosotros». Pero ¿quién sabe de quién es la nota? ¿O si creerla? Me hace estar todavía más preocupada que antes.
La ciudad no está tan alborotada como antes, pero todavía es peligrosa, sobre todo por la noche. Mamá, Menenia, Tito, Titania y yo estamos bien. Tenemos muchos guardaespaldas del gran hombre que velan por nuestra seguridad. No te preocupes por nosotras. ¡Pero anhelo que papá y Eco vuelvan a casa! ¡Oh, Cibeles, deja que vengan pronto!
Volveré a escribirte cuando esto suceda. ¡O quizá te escriba el mismo papá! Cuídate, hermano.
Cerré la carta.
La gramática de mi hermana es muy torpe, papá, pero no tanto como para que te eches a llorar -dijo Metón con sorna. Me aclaré la garganta.
Me cuesta pensar en ellas, esperándonos, preocupándose…
– Llegué a Ravena hace un par de días, procedente del norte. La carta de Diana me estaba esperando. Puedes imaginar el susto que me dio. Le pedí a César que me dejara marchar al momento para ir a casa y tratar de arreglarlo todo. Pensaba salir mañana. ¡Y ahora estáis aquí! Parece que a los dioses les gusta nuestra familia, ¿no?
– Es porque tenemos una familia como no hay otra -dijo Eco riéndose-. ¡Uno de cada! Como la suerte de Venus. Creo que los tenemos bastante entretenidos.
– Bueno, me alegro de que por fin se aburrieran de tenernos en aquel pozo -dije.
Metón se estremeció.
– En su carta, Diana habla de unos guardias. «Tenemos muchos guardaespaldas del gran hombre que velan por nuestra seguridad.» ¿A qué viene esto? Y por Hades, ¿dónde habéis estado todo este tiempo?
Le contamos la historia, o su mayor parte, tan brevemente como pudimos. El sol se estaba poniendo cuando terminamos.
Abrí la carta de Diana y volví a leerla con más calma. ¿Quién habría enviado la nota dirigida a Bethesda, diciéndole que no se preocupara? ¡Qué secuestro tan original!
Debía de tener el ingenio todavía embotado por la cautividad porque fue al releer la carta por tercera vez cuando se me ocurrió una pregunta de Perogrullo. ¿Cómo sabía Diana que Eco y yo habíamos sido atacados cuando regresábamos? «Al regresar… fueron atacados y secuestrados.» ¿Quién lo había visto? ¿Y quién se lo había contado a ella?
Metón nos encontró acomodo en la villa, en una habitación aún más pequeña que su despacho. Me recordaba desagradablemente el pozo. Cuando llegó la hora de ir a dormir, me agité y di unas cuantas vueltas. Cuando Eco empezó a roncar me di cuenta de que estaba tan harto de estar encerrado con él que podría estrangularle. Así que cogí una manta y fui en busca de Metón, que todavía estaba despierto y charlando con sus compañeros de tienda. Buscó un camastro vacío y lo saqué a un lugar en el que podía quedarme dormido mirando las estrellas. Habría querido mirarlas durante horas y respirar el aire puro y frío, pero me quedé dormido en seguida.
A la mañana siguiente, Metón nos llevó a presencia de César.
Un guardia nos escoltó hasta un patio interior de la villa. Metón y él parecían conocerse muy bien. Nos sentamos en un banco a esperar. Al poco rato aparecieron Cicerón y Tirón, ataviados con togas y escoltados por el mismo guardia.
– Debo advertirte que está muy ocupado hoy -dijo el guardia a Cicerón-, pero haré lo posible para asegurarme de que lo veáis.
Cicerón y Tirón se sentaron en el banco que había frente al nuestro. Me pareció que Cicerón estaba de mal humor.
– ¿No visteis a César ayer? -pregunté.
– No. Claro que llegamos por la tarde, que es cuando más ocupado está. Ya sabes lo que pasa con estos generales. Pompeyo es igual. A veces hay que esperar varios días para verle. Pensarás que, ya que estoy aquí para allanar su camino para la próxima campaña de cónsul, debería verme de inmediato. Pero claro, un hombre como César tiene que tratar asuntos muy importantes. Todas las horas están ocupadas.
Asentí.
Poco después apareció el guardia. Cicerón se puso en pie de un salto y empezó a alisarse los pliegues de la toga. El guardia no le prestó atención y nos hizo una seña a Eco y a mí.
– Os recibirá ahora.
Cuando pasamos al lado de Cicerón, me costó trabajo no sonreír. Su expresión era muy graciosa.
Metón me había presentado por primera vez a Cayo Julio César años antes. En posteriores ocasiones, nunca había esperado que me recordara pero lo hizo. La mente de César era como la red de un pescador. Ningún hecho o cara escapaba una vez atrapado.
Su despacho era una habitación espaciosa con grandes ventanas, abiertas de par en par para que entrara la luz matinal. Una pared estaba cubierta por un gran mapa hecho con pieles de ovejas cosidas y teñidas de diversos colores, que señalaban las numerosas tribus de galos, con dibujos que mostraban las ciudades y las fortalezas. ¿Qué clase de lugar sería Lutecia? ¿O Alesia? ¿O Cenabum, que, por alguna razón, estaba rodeada por un círculo rojo? ¿Era la isla de Britania tan grande como parecía en el mapa? Metón había estado en todos aquellos lugares, incluso en Britania, donde los bárbaros se pintaban de azul. Había aprendido el lenguaje de los bitúrigos y de los helvecios, cuyos nombres a duras penas podía yo pronunciar. Había viajado mucho por Oriente, pero nunca por la Galia. Metón había entrado en un mundo y en una existencia acerca de los cuales yo sólo tenía preguntas.
Y también había caído en la órbita de un hombre sobre cuya personalidad sólo tenía preguntas. Cayo Julio César era único entre los hombres. Nunca había conocido a alguien cuyo vigor, tanto intelectual como físico, fuera tan evidente al primer vistazo o tras intercambiar unas pocas palabras. Nunca había tenido trato serio con César, al contrario que con Craso, Catilina o ahora Pompeyo, pero podía ver que su personalidad poseía un elemento común a todos los demás: instinto para el poder y para lo que los hombres llaman grandeza. Pero César, en cierta manera, parecía accesible de una forma que los otros no; no era tan espantosamente resuelto como Craso, ni tenía el esquivo atractivo de Catilina ni intimidaba tanto como Pompeyo. Al mismo tiempo, aunque vulnerable, parecía más que humano; alguien que podía inspirar a sus hombres como si fuera una divinidad y, al mismo tiempo, hacerles sentir como sus protectores. Al menos su vanidad era bastante humana; había empezado a quedarse calvo a una edad temprana (entonces era casi cincuentón) y, según Metón, todavía estaba preocupado por su falta de cabello.
Estaba dictando a un secretario cuando entramos, pero se puso en pie y abrió los brazos al ver a Metón. Le dio un cálido abrazo y le besó en los labios.
– Vaya, Metón. Así que finalmente no desertarás.
– No voy a ir a Roma si es a lo que te refieres. Mi padre y mi hermano están sanos y salvos como puedes ver.
¡Ah, Gordiano! Y… César vaciló solamente una décima de segundo-. Y Eco. Os parecéis tan poco los tres… Es algo que siempre me confunde cuando os veo juntos. Claro que los hijos fueron elegidos y adoptados por su padre y por lo tanto son como él en espíritu, no en carne y hueso. Así que el rumor que decía que habían sido secuestrados era una falsa alarma.
– En absoluto -dijo Metón-. Se han escapado hace tan sólo unos días, a pocas millas de aquí.
– Debe de ser una buena historia. Tenéis que contármela. -Cesar hizo un gesto para que nos sentáramos.
– Pero tienes que estar muy ocupado, general -dije, pensando en Cicerón que esperaba en el patio.
– No especialmente. Tengo que estar de vuelta en la Galia dentro de pocos días pero pueden prescindir de mí para los preparativos. Paso el tiempo dictando un nuevo capítulo de mis memorias. Aquella pequeña escaramuza con los eburones el año pasado… ¿Lo recuerdas, Metón? -Se volvió y acarició la cara de Metón. Metón le devolvió la sonrisa. El momento me pareció desconcertantemente íntimo, hasta que me di cuenta de que César había rozado con sus dedos una pequeña cicatriz que Metón tenía en la mejilla.
– A mi padre y a mi hermano les tendieron una emboscada en la Vía Apia -dijo Metón-. Estaban haciendo un trabajo para Pompeyo, investigando la muerte de Publio Clodio.
– ¿De veras? Vaya, qué interesante. ¿Qué descubriste, Gordiano?
Miré a Metón, disgustado porque había descubierto descaradamente mis asuntos a César. Pero yo no tenía secretos para Metón y, evidentemente, Metón no tenía secretos para César.
– Sólo descubrí lo que todo el mundo en Roma parece saber ya, que Clodio fue asesinado por los esclavos de Milón tras un altercado en la Vía Apia.
– ¿Así de simple? Creía que le llevarías a Pompeyo un informe más amplio. Pero te estoy incomodando, Gordiano. No tenía intención de interrogarte. La decisión sobre la culpabilidad y el castigo de Milón es asunto de Pompeyo, no mío, es lo correcto. Después de todo, Milón fue su hombre hasta que se convirtió en el hombre de Cicerón. Dejemos a Pompeyo el quebradero de cabeza que supone disponer de Milón y restaurar el orden en la ciudad. Tengo una tarea más importante: restaurar el orden en la Galia. El caos que comenzó con la muerte de Publio Clodio ha llegado incluso hasta allí. ¿No es notable la repercusión que puede tener una sola muerte?
– Explícate, por favor -dije.
– Algunos individuos rebeldes de las tribus, al enterarse de los altercados romanos, llegaron a la conclusión de que quedaría retenido en Ravena indefinidamente y no podría reunirme con mis tropas. Aprovecharon la oportunidad para empezar una revuelta que se ha extendido rápidamente. El primer brote fue en Cenabum…, puedes verlo en el mapa, aquí. El hombre que yo personalmente había designado para dirigir el comercio con Roma fue asesinado y el almacén saqueado. Un joven arveno llamado Vercingetórix parece creer que el momento es propicio para autoproclamarse rey de los galos. Aún tiene posibilidades de reunir un gran número de tribus bajo su mando. Y, lo que es peor, me ha cortado el camino hasta el grueso de mis tropas. Me plantea un problema: cómo reunirme con mis hombres. -César estudió el mapa y, de repente, pareció estar muy lejos-. Ya ves como un simple asesinato en la Vía Apia ha tenido enormes consecuencias que están mucho más allá de la muerte de un solo hombre. Publio Clodio muerto ha causado aún más estragos que los que causó en vida y Milón ha ejercido más influencia en el curso del mundo de la que nunca habría esperado ejercer como cónsul. -César apartó la mirada del mapa-. Pero aún no me has contado la historia de tus desventuras, Gordiano.
– No hay mucho que contar. Nos tendieron una emboscada en las cercanías del monumento de Basilio; unos hombres cuyas caras no pudimos ver nos metieron en sacos y nos transportaron a un lugar que resultó estar cerca de Arímino. No nos trataron demasiado mal. Cuando escapamos, uno de nuestros captores murió y el otro escapó. Por desgracia, no creo que seamos capaces de volver a encontrar ese lugar.
– ¿Pidieron un rescate?
– Parece que no, aunque enviaron un anónimo a mi esposa diciendo que no nos harían daño y que, a su debido tiempo, nos liberarían.
– Qué curioso. ¿Crees que este incidente está relacionado con las investigaciones que realizas para Pompeyo?
– Quizás.
César rió.
– Eres un ser discreto, Gordiano. Respeto al hombre que es capaz de no decir más de lo que debe… Es raro. ¡Es obvio que nunca te has entrenado para ser orador! Me lleva a pensar que, si alguna vez necesito un hombre de tu talento y discreción, podría requerir tus servicios.
– Sería un honor, César.
Sonrió un momento y volvió a mirar el mapa con expresión abstraída. El relato de mis aventuras le había distraído durante un momento, pero su atención había vuelto al absorbente problema de la Galia.
– ¿Debemos dejarte ahora, César? -preguntó Metón.
Necesito volver de nuevo a mi trabajo, sí. Me alegra saber que vas a quedarte a mi lado, Metón, especialmente por los días que nos esperan. Estoy contento por haberte visto de nuevo, Gordiano, y a ti, Eco. Os deseo a ambos un viaje seguro y tranquilo hasta Roma. Y, Gordiano…
– ¿Sí, César?
– Cuando informes a Cneo Pompeyo, dile que hablaste conmigo y, si puedes, que le envío mis mejores deseos. Era mi yerno, ¿sabes?, y aún lo sería si la mala fortuna no hubiera intervenido. Debería haber tenido un hijo de Julia y yo un nieto. Pero las parcas lo estimaron de otra forma y nos robaron a los dos.
– Haré lo que me pides, César.
El secretario llamó al guardia, que fue a escoltarnos. Se detuvo en la puerta.
– ¿Debo hacer pasar a los otros, César?
– ¿Qué otros?
– Cicerón y su hombre. Están esperando en el patio. Insisten en que te traen asuntos de la mayor importancia.
César juntó los dedos y estudió el mapa de la Galia.
– No, todavía no. Antes tengo que terminar de dictar este capítulo. Quizás, después de la comida del mediodía, tenga tiempo de recibir a Marco Tulio Cicerón.
El guardia nos escoltó por un pasillo hasta el patio. Cicerón se puso en pie cuando nos acercamos. Antes de que pudiera decir una palabra, el guardia le hizo un gesto con la cabeza. Cicerón se cruzó de brazos y volvió a sentarse. No nos miró cuando pasamos a su lado, sino que fingió encontrar una tremenda fascinación en la fuente del centro del patio. De nuevo traté con todas mis fuerzas de esconder mi júbilo y conseguí suavizar la sonrisa en el lado de la cara que quedaba frente a Cicerón. Debía de parecer un hombre con un terrible dolor de muelas.
Comimos con Metón en una gran tienda de campaña llena de soldados. En circunstancias normales habría juzgado la comida pasable y la compañía tolerable. Tras largos días de cautividad y carencia de variedad en mis compañeros de mesa, la sencilla comida y la conversación vulgar y a grito pelado me hacían sentir como si estuviera en una fiesta celebrada en honor del rey Numa.
En medio de la charla, alguien mencionó el nombre de Marco Antonio.
Metón vio mi reacción y la de Eco y enarcó una ceja.
– ¿Le conoces, papá? ¡Ah, claro! Te lo presenté el año pasado. Aquí en Ravena, ¿no?
– Sí.
– Está algo más rollizo -dijo uno de los hombres-. Toda esa indolencia romana le va muy bien.
– ¡Yo diría que estar en Roma es un deber peligroso estos días! -dijo otro.
– Se mantiene en forma haciendo ejercicios diarios…
– ¡En casa de la viuda Fulvia!
Hubo una explosión de sugerentes gruñidos y exclamaciones.
Me volví hacia Metón.
– ¿Debo entender que Antonio está aquí, en Ravena?
– Sí. Lleva varios días en el campamento conferenciando con César sobre la situación en Roma. Creo que se va mañana. ¿A qué viene esa expresión, papá?
– Oh, nada. -Como mi contestación no le satisfizo, le dije que deberíamos ir fuera para hablar en privado.
– ¿Y bien, papá? -dijo cuando los tres paseábamos entre las tiendas.
– Probablemente no es nada, pero cuando ayer te hablé de nuestras investigaciones en la Vía Apia, olvidé mencionar a Marco Antonio.
– ¿Antonio? ¿Qué tiene que ver…?
– Amenazó con matar a Clodio el año pasado, en el Campo de Marte…, lo persiguió hasta un almacén del río. Allí Clodio se escondió en un aparador que había debajo de unas escaleras.
Metón se echó a reír.
– ¿Ah, ese incidente!
– ¿Lo conoces?
– Claro. A Antonio le chifla contarlo, sobre todo cuando está un poco borracho. Asegura que no tenía intención de matar a Clodio. Sólo quería convertirlo en eunuco.
– ¿Por qué luchaban?
– ¿Quién sabe? Papá, sus relaciones se remontan a mucho tiempo atrás. Los dos estuvieron enamorados de la misma mujer, Fulvia. Por lo que sé, en otra época estuvieron enamorados a la vez de alguna otra. Probablemente se encontraron en el Campo de Marte, intercambiaron unos cuantos insultos amistosos, Clodio dijo algo que le tocó las pelotas a Antonio y éste sacó su espada. Pero al final nadie resultó herido.
– ¡Metón, ese vocabulario! gimió Eco.
Metón sonrió y se encogió de hombros.
– No puedo reprimirlo durante todo el día. Pero ¿qué tiene esto que ver con…?
– El día anterior le había contado a Metón que estaba trabajando para Pompeyo, pero no le había dicho nada de Fulvia. Mi reunión con ella parecía haber sido accidental.
– Fulvia me pidió que descubriera si Antonio tenía algo que ver en la muerte de su esposo.
– Pero Antonio es uno de los que están trabajando para que juzguen a Milón.
– Eso no prueba nada.
¿Has descubierto alguna prueba que lo relacione con el caso?
Lo pensé cuidadosamente.
– Ningún testigo de los que presenciaron el incidente y sus secuelas tenía nada que decir de Marco Antonio.
– Bueno, ahí lo tienes.
– Quizás.
– Realmente, papá, Antonio es un buen soldado y un amigo mío. No puedo quedarme aquí a oír decir que es un asesino.
– Nadie ha dicho que sea un asesino, Metón. Pero pareces pensar que lo es.
¿Qué había dicho Cicerón de mí? «Siempre esperando la hora propicia, analizando cada pequeña prueba, buscando nuevas revelaciones, posponiendo la conclusión definitiva.»
– Si Fulvia estuviera aquí ahora, no podría decirle que he probado lo contrario.
– Pues vamos y se lo preguntas.
– ¿Qué?
– Le preguntaremos a él.
– ¿Así de fácil?
– ¿Por qué no? Antonio no es exactamente tonto, pero es tan claro y fácil de leer como el latín de César. Ven conmigo.
– ¿Que vaya adónde?
– A los aposentos de Antonio. Se encuentran al otro lado de la villa. Por aquí.
Eco y yo lo seguimos.
– ¡Metón, esto es una locura! ¿Qué esperas que haga? Decir: hola, ¿me recuerdas? soy el padre de Metón y, de paso, ¿ayudaste a asesinar a Publio Clodio?
– Imagino que podrás ser algo más sutil, papá.
¿Y si decide desenvainar su espada y perseguirnos, como hizo con Clodio en el Campo de Marte?
– Ya has oído a los tipos de la tienda… Antonio ha ganado algunos kilos después de asistir a tantas fiestas en Roma. A lo mejor tú corres más deprisa que él. Entraremos por esta puerta.
Al igual que con César, tuvimos que recurrir a un guardia para llegar hasta él. Esperaba que Antonio estuviera demasiado atareado para recibirnos pero al oír la voz de Metón, apareció una cabeza entre las cortinas de su despacho con una ancha sonrisa.
– ¡Metón! ¿Has comido ya?
– He tragado mi ración de bazofia diaria, si te refieres a eso.
– De todas formas, siéntate a mi mesa. He conseguido rescatar algunos comestibles del puchero. ¿Quiénes son tus amigos? ¡Ah! Es tu hermano, ¿no?, y tu padre, el famoso Sabueso.
– ¿Famoso? -dije cuando atravesamos las cortinas.
– O infame. Lo que sea. Pasad. Sentaos. Manio, busca alguna otra cosa que hacer. -Antonio hizo un gesto al secretario y éste dejó su tablilla y su estilo y abandonó la habitación-. ¿Vino? Bueno, no tenéis ni que contestar. Ya sé cómo lo tomas, Metón: puro. Metón es como yo, tiene alergia al agua. ¿Quieres el tuyo aguado, Gordiano? ¿Y tú, Eco?
– Para mí, más agua que vino -dije-. Hace muchos días que no bebo y tengo que volver a acostumbrarme. -Además, me dije, quizá tenga que salir corriendo pronto.
– Para mí también -dijo Eco enarcando una ceja.
Físicamente, Antonio resultaba imponente. Tenía la constitución de un luchador, con el cuello y los hombros musculosos y el pecho de la anchura de un barril; pensé que era como una versión más joven y más alta de Milón. Tenía pocos años más que Metón, debía de andar por los treinta o los treinta y uno. El rostro, con sus cejas y barbilla sobresalientes y la nariz aplastada de boxeador, le daba un aspecto bastante bruto pero, cuando me miró a los ojos, esta impresión desapareció por la amabilidad de sus ojos y de su boca y por la redondez de sus mejillas. Antonio era atractivo de una manera sencilla, para utilizar una expresión de Bethesda. Tenía una apariencia que muchas mujeres encontraban irresistible y que hacía que muchos hombres confiaran en él instintivamente, como ciertamente parecía ocurrirle a Metón.
– Cuándo has llegado, Gordiano? -Antonio me miró con una expresión que no se parecía en nada a la de un asesino sin escrúpulos.
– Ayer.
– ¿Ah, sí? -Asintió y luego frunció el entrecejo-. No me digas que viniste con Cicerón…
– Llegamos juntos, sí. Nos lo encontramos en la última etapa del viaje, por casualidad.
– Me alegro de oírlo. ¿Así que no tenéis nada que ver con su misión ante César?
– Por supuesto que no.
– Papá y Eco están aquí por sus propios asuntos -dijo Metón.
– ¿Ah, sí? ¿Cuáles son? -preguntó Antonio.
– Están aquí para investigarte a ti.
– ¡Metón! -Aquello era demasiado.
Antonio entornó los ojos.
– ¿A mí? No tendrá nada que ver con ese viejo asunto de la hija del rey Ptolomeo en Egipto, ¿verdad? ¡Juro que nunca toqué a esa niña! -Antonio y Metón rieron al unísono ante lo que parecía ser un viejo chiste.
– No -dijo Metón-. Tiene que ver con…
– Con un desagradable rumor que alguien ha lanzado en Roma -dije-. Mi hijo parece estar dispuesto a bromear sobre el asunto pero es muy serio. Metón ya había hablado bastante. Ya que habita insistido en forzar el tema, decidí aprovecharlo lo mejor que pudiera-. Empezaré por contarte lo que le he dicho a César esta mañana temprano: a petición de Cneo Pompeyo, Eco y yo hemos hecho algunas investigaciones sobre las circunstancias que rodearon el asesinato de Publio Clodio. Aunque parezca ultrajante, nos encontramos con un rumor…, y te estoy diciendo esto, Marco Antonio, porque eres el amigo de mi hijo y creo que debes saber lo que se comenta sobre ti…, oímos un rumor según el cual tú tenías algo que ver con el caso.
– ¡Ridículo! -dijo Antonio, que no parecía en absoluto divertido.
Me encogí de hombros.
– Es un rumor ultrajante, como he dicho. Estoy seguro de que nadie con un poco de sentido común le daría crédito ni por un instante.
– Pero ¿quién diría algo parecido de mí? -Antonio se levantó y empezó a pasear por la pequeña estancia-. ¡Es una completa sandez que yo haya tenido algo que ver con lo que le ocurrió a Clodio! La infamia de la gente no tiene límite. Ni mentira tan ruin que no haya alguien que se rebaje a decirla. ¡Cicerón! Se lo has oído decir a Cicerón cuando veníais hacia aquí, ¿verdad?
– No.
– Dime la verdad, Gordiano. ¡Oh, suena muy típico de él, decir una mentira tan absurda que la gente piense que debe haber algo de cierto! Te aseguro que es la última vez, y quiero decir la última vez, que ese vejestorio me toca los cojones. Lo cogeré en medio de sus gimoteantes peticiones a César y lo tiraré a un pozo. ¡Le retorceré el pescuezo hasta que cruja! ¡No volverá a difundir un rumor falso sobre mí! -En aquel momento, Antonio parecía capaz de llevar a cabo tales amenazas.
– Marco Antonio, te juro que el rumor no proviene de Cicerón.
– Entonces, ¿dónde lo has oído? ¿Quién está diciendo eso de mí? -La rabia de Antonio era palpable y parecía calentar toda la habitación como un brasero. Pero sabía que su furia no iba dirigida contra mí. Me di cuenta de que el hecho de ser el padre de Metón me hacía ser fiable y respetado. Antonio no era tonto, había dicho Metón, pero era transparente y llano. Tenía motivos para enfadarse pero era suficientemente disciplinado para controlar su ira mientras averiguaba quiénes eran los que le habían agraviado.
– Fue un vendedor de pescado, ¿verdad, papá? -dijo Eco de repente.
– ¿Qué?
– Recuerdo que el que nos contó el rumor fue un vendedor de pescado. Mi hijo mayor no era tan transparente y llano como Antonio.
– ¡Ah! ¿Fue así? -dije.
– Por Hércules, ¿quieres decir que el rumor se comenta incluso en los mercados? -Antonio parecía a punto de aplastar algo pero en lugar de eso, volvió a llenarse la copa de vino.
– Sí, ahora lo recuerdo -dije-. Pero sólo hubo una persona que me comentara el rumor…, no, en realidad fueron dos…; debió de ser una confusión porque, al mismo tiempo, mencionaron un incidente que sucedió el año pasado, un altercado entre Publio Clodio y tú…
– ¿Qué? ¿Aquella tontería del Campo de Marte?
– Aquellas personas parecían creer que realmente querías herir a Clodio.
– Si le hubiera cogido, ¿sabes qué le habría hecho? ¡Le habría golpeado con la parte plana de la espada! Con eso le habría humillado lo suficiente.
– ¿Cuál fue la ofensa? -dijo Metón.
– La de siempre, no saber cuándo es mejor mantener la boca cerrada. Nada relacionado con la política. Algo personal extraído del pasado. -Antonio vaciló-. Ya que has sido tan sincero conmigo, Gordiano, te lo contaré. Clodio hizo un comentario vulgar sobre la amistad que me une a Cayo Curión. Curión estaba en Asia, como cuestor, y su padre acababa de morir. Bueno, no es un secreto que el viejo Curión hacía todo lo que podía para entrometerse entre Cayo y yo cuando éramos jóvenes… ¡siguiendo el consejo de Cicerón! Así que estábamos allí, en el Campo de Marte, y Clodio dijo algo así como: «Ahora que el viejo ha muerto y ya no se interpone entre vosotros, supongo que Cayo Curión y tú os podréis casar. ¿Cuál de vosotros hará de novia?». Normalmente, habría soltado una carcajada, pero me pilló en un día que no estaba de humor para aguantar sus impertinencias, así que desenvainé mi espada. Supongo que debía de parecer más furioso de lo que estaba…, es un problema que tengo…, y a Clodio le entró pánico. ¡Chilló y echó a correr! -Antonio se rió al recordarlo-. ¡Y yo le perseguí! ¡No pude evitarlo! -Antonio se doblaba de la risa-. Si le hubiera cogido, juro que le habría quitado la toga y le habría azotado en el culo desnudo… y le habría llevado de vuelta al Campo de Marte completamente desnudo y con las nalgas rojas. ¡Aquello le habría cerrado la boca! ¿Te imaginas? La plebe lo habría abandonado. Tendría que haberse retirado de la vida pública. ¡Y ahora estaría vivo!
La risa se cortó en la garganta de Antonio. Suspiró y compuso una mueca difícil de leer. Se echó más vino, vació su copa y me miró fijamente.
– Gordiano, te juro por el espíritu de mi padre que no tengo nada que ver con la muerte de Clodio. Así que espero que vuelvas y descubras quiénes han difundido esos rumores y los cortes de raíz.
Traté de devolverle la mirada con la misma fijeza. No es habitual que yo sea el menos sincero en una conversación.
– Pienso hacerlo, Marco Antonio.
– ¡Bien! Semejante rumor ha de ser arrancado de raíz, antes de que algún canalla como Cicerón se aproveche de él. ¡Oh, por Mercurio y Minerva! Se golpeó la frente.
– ¿Algo va mal? -preguntó Metón.
– ¿Y si ese horrible rumor llegara hasta Fulvia? Desde la muerte de Clodio he intentado con todas mis fuerzas ser fuerte para ella, ser su apoyo, alguien en quien pueda confiar por completo. No podría soportar que algo envenenara esta relación. Pero ¿qué estoy diciendo? Fulvia no creería semejante rumor ni por un momento. Me conoce muy bien. Me encogí de hombros y esbocé una comprensiva sonrisa.
Aquella noche supimos por Tirón que, después de estar todo el día esperando en el patio, Cicerón no había conseguido una audiencia con el general. Al día siguiente volvería a intentarlo y no partiría a Roma al menos hasta dos días después. A Eco y a mí, deseosos de volver con la familia, aquello nos parecía una eternidad.
Pero papá, Antonio partirá a Roma mañana por la mañana temprano -dijo Metón-. ¿Por qué no os vais con él?
– No podemos pretender…
– No será una imposición, papá. Vamos, yo se lo pediré si quieres.
– ¡Quédate donde estás, Metón! Ya me has puesto en un aprieto con Antonio hoy.
– Papá, tienes que ir a casa y necesitas una escolta segura. Tampoco quieres viajar con Cicerón, ¿no? Te saca de quicio. Y viaja más despacio. Ve con Antonio. Le gustas, ¿no lo ves? Estará contento de disfrutar de tu compañía. Además, podrás conocerle mejor y hacerte una idea de cómo es, si todavía no te la has hecho. Es una oportunidad tan buena que deben de haberla dispuesto los mismos dioses.
– ¿Tú que opinas, Eco? -pregunté.
– Opino que quiero volver a Roma tan pronto como podamos y que César parece dispuesto a tener esperando a Cicerón durante mucho tiempo.
– Bueno, pues si de verdad crees que Antonio querrá, Metón…
– Le preguntaremos ahora mismo.
Concluí que así era como se resolvían los temas en el ejército de César. Después de haber vivido tanto tiempo en la hipócrita Roma, me resultaba difícil hacer las cosas de una manera tan directa.
Salimos para Roma antes del amanecer.
El viaje duró cuatro días y transcurrió sin incidentes. Antonio parecía ser tan transparente como había dicho Metón. Bebía más de la cuenta y, cuando lo hacía, mostraba sus sentimientos de manera más evidente que muchos hombres. Podía imaginarle matando sin pena ni rabia, o profesionalmente, como un soldado, pero me resultaba difícil imaginarlo conspirando en un plan astuto. También era franco sobre aquellos a quienes odiaba (Cicerón, especialmente) y sobre los que quería (Curión, Fulvia, César y su mujer y prima Antonia, en este orden por lo que puedo decir). Su falta de encanto era en sí encantadora y su sencillez le hacía extrañamente atractivo. Empecé a disfrutar de su compañía y a ver por qué a Metón le gustaba tanto.
El último día hablamos sobre su estancia en Egipto. Habían pasado cuatro años desde que Antonio había ayudado al gobernador de Siria a restaurar al rey Ptolomeo Auletes en el trono que le había usurpado su hija Berenice.
– Me gustó mucho Alejandria -me dijo Antonio-. Y a los alejandrinos les gusté yo. ¿Conoces la ciudad?
– Oh, sí. Allí conocí a mi mujer. Recordé algo que me había dicho el día anterior en Ravena-. Antonio, ¿a qué te referías cuando hablaste de «un viejo asunto con la hija del rey Ptolomeo»?
Cuándo lo dije? Refréscame la memoria, Gordiano.
– Dijiste: «juro que nunca toqué a esa niña!». Parecía un chiste. Al menos, Metón y tú os reísteis.
– ¡Ah! Pero no tenía nada que ver con Berenice. Me refería a la otra hija de Ptolomeo.
– ¿Y? Eco enarcó sugestivamente una ceja.
¡No pasó nada! Sólo tenía catorce años, demasiado joven para mi gusto. Aquello era verdad; Fulvia era más vieja que Antonio-. Algunos de mis oficiales dijeron que me había prendado de la chica después de conocerla, que me había vuelto loco por ella. Todavía se meten conmigo por eso. ¡Tonterías! Aunque tengo que admitir que era impresionante, niña o no.
– ¿Especialmente guapa? -Pensé en mi Diana, sólo a pocas horas de camino.
– ¿Guapa? No, no exactamente. Hay muchas mujeres guapas, y muchos chicos, pero no ella. La belleza es algo vulgar comparada con lo que ella poseía. Era una cualidad diferente. No puedo explicarlo. No se parecía a nadie que hubiera conocido excepto, quizá, a César.
Eco rió.
– ¿Una chica de catorce años te recuerda a César?
– Suena absurdo, lo sé. Si hubiera sido un poco mayor…
– Si han pasado cuatro años -dije-, ahora tendrá dieciocho.
La idea provocó una extraña expresión en Antonio. «Prendado», habían dicho sus oficiales. Loco de amor.
– Quizá algún día vuelva a Egipto para ver qué ha sido de ella. ¿Cómo se llama esa mujer tan especial? Antonio sonrió.
– Cleopatra.
Cruzamos el Tíber cuando el día empezaba a declinar. El Campo de Marte quedaba a la derecha. A la izquierda, las viejas murallas de la ciudad rodeaban colinas cubiertas de edificios. La Vía Flaminia se dirigía en linea recta hasta el monte Palatino, cuya cima estaba coronada por varios templos. Nunca me había alegrado tanto de ver un lugar.
Desmontamos en la Puerta Fontinal y nos separamos de Antonio. Apenas me fijé en los soldados armados que flanqueaban la puerta. Me había acostumbrado a ver soldados en el campamento de César y en el viaje con Antonio.
Eco y yo recorrimos a toda prisa las calles estrechas y atajamos por el Foro, no lejos del montón de ruinas carbonizadas del Senado. Vimos más soldados, que ostentaban sus armas en el Foro como si fueran un ejército invasor. Roma había visto la guerra civil y soldados armados dentro de sus murallas, pero nunca había tenido un ejército que controlara a la población con el consentimiento del Senado. La gente parecía comportarse con normalidad pero a mí todo me parecía extraño. Vimos una multitud enfrente de la Columna Rostral, agrupada alrededor de lo que parecía una especie de reunión. Dimos un rodeo para evitarla.
Pasamos al lado del templo de Cástor y Pólux para llegar a la Rampa, también custodiada por varios soldados. Mi corazón galopaba cuando llegamos al final, no por el esfuerzo sino por la excitación. Crucé la calle y llamé a la puerta de mi casa.
La puerta se abrió. Un rostro feo y desconocido me miró. Por un momento me sentí confuso. Aquélla no era mi casa. Mi familia no vivía allí. Ni siquiera estábamos en Roma, al menos no en la Roma que yo conocía. Me sentí como deben de sentirse los fantasmas de los muertos cuando recorren la tierra reducidos a espíritus y no encuentran nada tal como lo recuerdan.
Pero era mi casa, por supuesto. El feo rostro del guardia era desconocido porque era un hombre de Pompeyo. Él tampoco me reconoció y parecía dispuesto a partirme en dos como tratara de entrar. Al menos la familia estaría segura, pensé. Sentí un repentino deseo de abrazarle, pero no me atreví.
– ¿Quién eres y qué quieres? -gruñó.
– Estúpido imbécil -dijo Eco-. Este es Gordiano, el dueño de la casa, y yo soy su hijo Eco. Ahora corre a…
Le interrumpió un grito de pura alegría. El guardia comprendió en seguida lo que pasaba y se apartó con una sonrisa que cambió por completo su expresión. De repente, Diana estaba frente a mí y, al poco, nos abrazábamos estrechamente. Bethesda y Menenia aparecieron, y los sonrientes gemelos, pero sólo los vi de refilón, como imágenes en el agua; sus extasiadas, resplandecientes y preciosas caras reverberaban tras un velo de lágrimas.
Entonces vi otra cara familiar. Se mantenía apartado de los otros así que sólo pude echarle un vistazo entre todos los abrazos y besos. Su expresión no era de alegría sino de intenso alivio, nublada por la vergüenza.
Davo estaba vivo, después de todo.
– Pensé que Davo estaría vivo. Esperaba que fuera así -dije, reclinado en mi sofá favorito y rodeando a Bethesda con el brazo derecho. Habíamos comido dentro de la casa y luego habíamos sacado sillas y triclinios al jardín para disfrutar del anochecer. El clima era suave para los idus de marzo; de hecho sería abril de no ser por el mes intercalar. Las mariposas revoloteaban entre -las columnas del peristilo. Las plantas que nos rodeaban estaban empezando a agitarse y a estirarse con la primavera. La estatua de Minerva, descubrí apenado, seguía rota y tirada donde había caído.
– Yo estaba seguro de que había muerto -dijo Eco, mirando a Davo como si todavía no estuviera seguro de lo que veían sus ojos. Davo se sonrojó ante su penetrante mirada.
– Hasta hace pocos días, yo también lo pensaba -dije-. La última vez que vi a Davo en la Vía Apia parecía muerto, o eso creí. Nuestros captores pensaron lo mismo y lo dieron por muerto.
– Me golpeé la cabeza -dijo Davo entornando los ojos-. Debieron de arrastrarme fuera del camino y me dejaron detrás de una tumba. Me desperté varias horas después con un feo chichón.
– ¿Y cuándo descubriste la verdad? -preguntó Bethesda, acariciando perezosamente el lóbulo de mi oreja y mi cuello.
– Al releer la carta que Diana envió a Metón. No hablaba de Davo, pero sabía que habíamos sido atacados y secuestrados cuando volvíamos a la ciudad. ¿Cómo? Era posible que algún viandante, que hubiera visto el ataque y nos hubiera reconocido a Eco o a mí, se hubiera sentido obligado a informar a la familia. Era posible pero no probable. También era posible que alguien hubiera descubierto el cuerpo de Davo, si es que nuestros captores lo habían dejado en el camino, lo hubiera reconocido como mi esclavo y lo hubiera enviado a la familia y, teniendo en cuenta su estado, el lugar en que había sido encontrado y el hecho de que habíamos desaparecido, Diana dedujera que habíamos sido atacados y secuestrados. Semejante cadena de acontecimientos no parecía probable. Lo más sencillo suele ser la verdad. Davo debía de haber sobrevivido, razoné, e informado del ataque. También parecía improbable pero quería creerlo, y lo hice en silencio. Estoy mucho más contento de lo que puedo expresar al descubrir que estaba en lo cierto. Haber perdido a Belbo y después también a ti…
Davo se sonrojó aún más y no quiso mirarme a los ojos.
– Pero estamos todos bien y juntos -dije atrayendo a Bethesda hacia mí. La calidez y firmeza de su cuerpo, su sencillez y solidez…, me parecía algo increíble y maravilloso. Con la otra mano busqué a Diana que estaba sentada en un taburete, a mi izquierda. Sonrió y levantó la cabeza cuando le acaricié el negro y brillante cabello. Seguro que no había nada tan bello y magnífico en toda la creación, pensé, como el pelo de Diana. Sin embargo, aunque sonreía, una angustia que no se desvanecía nublaba su rostro. Quizá no acababa de creer que todo hubiera terminado bien después de tantos días de preocupación.
Eco estaba reclinado en un triclinio enfrente de mí, con Menenia a su derecha y Tito y Titania a su izquierda. Hablamos durante un rato sobre nuestra cautividad, sobre cómo andaban las cosas por Roma, sobre el éxito de Bethesda para imponer su voluntad a los hombres de Pompeyo. Oscurecía y las estrellas comenzaron a aparecer. Al poco rato, Eco y Menenia enviaron a los gemelos a la cama y se retiraron a sus habitaciones. Davo se fue y poco después también se retiró Diana, todavía con expresión preocupada. Bethesda y yo nos quedamos solos.
Acercó su cara a la mía.
– Te he echado de menos -susurró.
– ¡Bethesda! Estaba tan preocupado por ti…
– Yo también lo estaba por ti, esposo, pero eso no es lo que he dicho. He dicho que te he echado de menos. -deslizó su mano por mi pecho, hacia mis piernas, y la detuvo en un sitio que no dejaba lugar a dudas.
– Bethesda!
– Esposo mío, tienes que estar hambriento después de tanto tiempo.
Era curioso, pero, durante el tiempo que pasamos en el pozo, no había tenido ningún impulso amoroso ni fantasías. Unas pocas veces., sólo para desahogarme físicamente, me había acariciado mientras Eco dormía. Supongo que él había hecho lo mismo, aunque probablemente con más frecuencia. Y en alguna ocasión había recurrido a determinada fantasía que incluía a una señora de alta alcurnia y a su litera de rayas rojas y blancas. Pero la mayor parte del tiempo había huido de mi cuerpo tanto como había podido. Negar el placer era quizá una forma de negar las inminentes perspectivas de dolor y muerte. Era como si hubiera sido enterrado vivo…, lo que no estaba muy lejos de la realidad.
Ahora estaba libre y por fin en Roma, a salvo, bien alimentado y rodeado por mis seres queridos. Pero también estaba cansado, agotado por cuatro días de montar a caballo, y aún no me había recuperado de los efectos debilitadores de la cautividad. Muy, muy cansado para lo que quería Bethesda, pensaba…, pero los movimientos de su mano habían empezado a excitarme y su calidez pareció inyectar algo de vitalidad en mi cuerpo, devolviéndome de nuevo a la vida. Sentí que me hundía en un estado más allá de las palabras y las preocupaciones, como una piedra que se disolviera en el agua.
– Aquí no -susurré-. Deberíamos… entrar…
– ¿Por qué?
– ¡Bethesda…!
Así que lo hicimos en el jardín como jóvenes amantes; y no una vez, sino dos, con la luna por lámpara. El aire de la noche cada vez era más frío, pero eso sólo hizo que ardieran aún más las partes de nuestros cuerpos que estaban en contacto.
Una vez tuve la sensación de que nos estaban mirando, pero cuando miré a mi alrededor, sólo vi la cabeza de Minerva que me devolvía la mirada desde la hierba. No le hice caso hasta que terminamos la segunda vez. Cuando volví a mirar aún parecía estar observándome, con una mirada herida en sus ojos de lapislázuli. «¿Cuándo vas a satisfacer mis necesidades?», parecía decir su expresión…, como si sólo yo pudiera reunir los pedazos de la diosa de la sabiduría y devolverla a su pedestal.
Finalmente, Bethesda y yo nos retiramos al dormitorio; en medio de la noche, me levanté para hacer mis necesidades. La voluminosa sombra que vi al otro lado del jardín me alarmó al principio, hasta que me di cuenta de quién era.
– ¡Davo! -susurré-. ¿Qué haces levantado? Los guardias de Pompeyo ya vigilan la casa por la noche.
– No podía dormir.
– Pues tienes que hacerlo. Te necesito mañana fresco y alerta. -Lo sé. Trataré de dormir. -Davo se fue cabizbajo. Le toqué un hombro.
– Davo, es cierto lo que dije anoche. Creía que te habíamos perdido para siempre. Me alegro de que no haya sido así.
– Gracias, amo. -Se aclaró la garganta y miró a otro lado. ¿Qué le pasaba? ¿Por qué se sentía tan culpable?
– Davo, nadie te echa la culpa de lo que pasó. -Si hubiera sabido montar bien a caballo…
– He montado toda mi vida y me tiraron de la montura sin nigún problema.
– Pero a mí nadie me empujó. ¡Fui arrojado! Si hubiera resistido habría podido ir a buscar ayuda.
– Tonterías. Si hubieras resistido habrías luchado y entonces seguro que te habrían asesinado. Hiciste lo que pudiste, Davo.
– Pero no fue suficiente.
– ¿Cómo es que tenía una naturaleza tan responsable habiendo sido un esclavo toda su vida?
– Davo, Fortuna te sonríe. El caballo te tiró, te dieron por muerto y estás vivo. Fortuna nos sonríe a todos. Estamos aquí, ¿no? Piensa que eso es lo que importa.
Por fin me miró directamente a los ojos.
– Amo, tengo algo que decir. ¡Dijiste que te alegraba descubrir que yo todavía estaba vivo pero ni siquiera imaginas lo alegre que me sentí yo cuando os vi en la puerta! Porque… bueno, no puedo explicarlo. Ojalá pudiera pero no puedo. ¿Puedo irme ya?
– Por supuesto, Davo. Duerme un rato.
Davo echó a andar, con un nudo en la garganta y a punto de romper a llorar. Creo que lo entendí. Minerva, que puede verlo todo desde el lugar en el que ha caído, debió de reírse un buen rato a mi costa aquella noche.
A la mañana siguiente le dije a Diana que me enseñara la nota que había mencionado en su carta a Metón, la que había llegado con un correo anónimo dirigida a su madre. Era tal como la había transcrito.
No temáis por Gordiano y su hijo. No han sufrido daños. A su debido tiempo, volverán con vosotros.
Se la enseñé a Eco.
– ¿Reconoces la letra?
– No.
Yo tampoco. A pesar de todo, nos dice algo. El pergamino es de buena calidad, así como la tinta; no viene de familia pobre. Incluso la ortografía es correcta y las letras están bien escritas, lo cual hace pensar que el autor está bien educado.
– Probablemente lo ha escrito un esclavo al dictado.
– ¿Eso crees? Yo creo que un mensaje como éste lo ha tenido que escribir un ciudadano. Lo que debemos hacer ahora es echar un vistazo a mis archivos y a la correspondencia para buscar una letra que se parezca a ésta.
– Yo no tengo muchos ejemplares, y tú tampoco, papá. Muchas cartas vienen escritas en tablillas de cera y se puede escribir encima para. aprovecharlas.
– Sí, pero a lo mejor encontramos algo…, un recibo, una factura. algo. ¿Has visto cómo ha escrito la letra G en mi nombre? Es un rasgo distintivo. Si encontramos al hombre que escribe la G de esa manera…
– encontraremos al hombre que sabe algo acerca de nuestra cautividad.
– Exacto.
Eco sonrió.
– De todas formas, tengo que limpiar mi despacho y ordenar la correspondencia. ¿Empezamos aquí o en mi casa del Esquilino?
– Mejor aquí. A menos que quieras ir a tu casa para echar un vistazo, ya que has estado fuera tanto tiempo. Y, por supuesto, tarde o temprano, tendremos que ir a ver al Grande para informar…
Como respondiendo a una seña en una obra de teatro, Davo apareció en la puerta.
– Una visita, amo.
– ¿Alguien conocido?
– Creo que lo llamas por un apodo. Algo tonto… -Davo pareció pensativo-. ¡Ah! Ya lo recuerdo: ¡Cara de Niño! Me volví a Eco.
– Parece que tendremos que ver al Grande temprano y no tarde. ¿Tenemos que coger las capas, Davo?
– No, la mañana está templada, amo, y el cielo despejado. ¿Tengo… tengo que ir con vosotros?
– No creo que te necesitemos, Davo, si tenemos a Cara de Niño y a todos sus hombres cuidándonos. Quédate aquí. Has hecho un buen trabajo cuidando de las mujeres durante nuestra ausencia.
Pensé que con esto se quedaría contento, pero mis palabras de alabanza parecieron hundir a Davo en una melancolía más profunda.
Como cónsul, aparte del hecho de seguir mandando sus legiones en Hispania, Pompeyo estaba legalmente autorizado a entrar en la ciudad y podría haber establecido su residencia en la antigua casa familiar que poseía en el barrio de Las Carinas. Pero en lugar de esto, había elegido permanecer en la villa que tenía en el monte Pincio, probablemente porque era más fácil de defender. Mientras subíamos por las terrazas ajardinadas rodeadas de soldados, me preguntaba si sería así como viviría un rey si Roma lo tuviera.
El Grande nos recibió en la misma sala en que nos había recibido la primera vez. Estaba sentado en un rincón con un montón de documentos en el regazo, dictando a un secretario, pero en cuanto entramos, apartó los documentos y despidió al escribiente. Salimos a la terraza, iluminada por la brillante luz del sol. No había columnas de humo que estropearan la vista de la ciudad. Pompeyo había prometido restaurar el orden y lo había hecho.
– Has estado fuera durante mucho tiempo, Sabueso. Debo confesar que casi había renunciado a ti. Fue una agradable sorpresa recibir noticias de tu regreso. Tenéis buen aspecto aunque estáis un poco más delgados que la última vez que os vi. He podido mantenerme informado acerca de vosotros gracias a la cooperación de tu esposa. Fuisteis secuestrados al lado del monumento de Basilio. Y hace pocos días recibió una nota diciéndole que no se preocupara y prometiendo que, en un momento dado, seríais liberados. Y aquí estáis.
– Pero no nos liberaron nuestros captores, Grande. Escapamos.
– ¿Sí? -Pompeyo enarcó una ceja-. Así que ha sido toda una aventura. Sentaos aquí. Puedo disfrutar de un buen relato para distraerme de mis asuntos durante un rato. Empezad por el principio.
Si Pompeyo prefería llamarlo relato en lugar de informe, yo no tenía ninguna objeción, aunque quedó claro por sus frecuentes preguntas que quería detalles completos de todo lo que habíamos visto, oído y hecho en la Vía Apia. No llamó a su secretario para que tomara notas; aparentemente prefería anotar los detalles relevantes en su cabeza y guardarse toda la información para sí. A él le saqué muy poco. Después de todo, habíamos hecho un trato. El pago que había ofrecido nunca compensaría los días que habíamos estado encerrados, pero había cumplido su palabra de mantener a salvo a mi familia mientras estuviera fuera.
En ciertos puntos, sobre todo en el encuentro entre Milón y Clodio, nos hizo varias preguntas. Eco y yo habíamos repasado las pruebas tantas veces durante nuestro encierro, que podríamos haber contestado a sus preguntas en sueños. Pero también estaba harto de hablar y pensar sobre el mismo tema y Pompeyo pareció notarlo porque, de vez en cuando, se reclinaba en su asiento y hablaba de otros asuntos, nos preguntaba si habíamos disfrutado de su villa del Albano y de los servicios de su cocinero antes de volver a nuestros descubrimientos en la Vía Apia. La conversación llegó a tener ritmo propio, a ratos intenso y a ratos relajado, y, antes de que me diera cuenta, había pasado toda la mañana.
Pompeyo no era un gran orador, pero sí era un interrogador hábil. Su larga experiencia como general le había enseñado a interrogar a sus hombres y a contrastar sus declaraciones. No había duda de que sus reformas jurídicas habían puesto más énfasis en interrogar a testigos y menos en los discursos retóricos. Si mis informes le sorprendieron o le alarmaron, incluyendo los detalles del encierro, no lo manifestó.
Terminé el informe con un breve resumen de nuestra huida y unas palabras sobre la estancia en el campamento de César en Ravena. Pompeyo pareció impresionado cuando le dije que habíamos hablado con el general en persona.
– Dijo que te enviaba sus mejores deseos -dije.
– Ah, ¿sí? -Pompeyo parecía ligeramente divertido-. Y dime, ¿cómo trató a Cicerón?
Mientras pensaba en el modo en que debía contestar esta pregunta, Pompeyo vio la mueca de Eco y asintió. ¿Mal?
– César parecía estar muy ocupado y no le daba audiencia -dije con diplomacia.
– Ja! Quieres decir que hacía todo lo posible para que Cicerón se sintiera como un idiota. Es porque lo he enviado yo, naturalmente.
– Perdón, Grande, ¿qué quieres decir?
– Cicerón estaba allí en representación mía. ¿No te diste cuenta, Sabueso? ¿Te dijo que actuaba por su cuenta?
– No exactamente…
– Te despistó. ¡Admítelo! Bien, Cicerón nos ha despistado a todos en una ocasión u otra, así que ¿por qué no iba a hacerlo contigo también? Vaya un zorro. Estoy seguro de que puso cara de circunstancias y actuó como el gran salvador del Estado que golpea aquí y allá, buscando sentido a todos los conflictos y encadenándolo todo. El hecho es que yo envié a Cicerón a Ravena para que hiciera un trato con César en mi nombre. Ya sabes que en estos momentos tengo el poder que necesito para hacer ciertas cosas que han de hacerse. Pero los partidarios de César en el Senado podrían causarme muchos quebraderos de cabeza. Desconfían de mí. Están irritados porque soy el único cónsul. Para equilibrar las cosas, insisten en que César tenga la oportunidad de ser cónsul el año que viene, aunque esté ausente en la Galia. Bien, ¿por qué no? Celio era el que más pinchaba, amenazando con vetar la licencia especial para César. Esto lo hizo todo más interesante. Además está esa nueva revuelta entre los galos; César está impaciente por aclarar las cosas en Roma antes de dirigirse al norte. Lo que lo hace todo aún más interesante. ¡Oh! Le daré a César lo que quiere, por supuesto, pero siempre hay que negociar un poco. Así que pensé: ¿quién mejor que Cicerón para ser mi mensajero? Ahí está César, acosado, presionado y preparándose para partir hacia una campaña peligrosa, y ¿quién aparece buscando una audiencia? ¡Un hombre al que no puede soportar! ¡Marco Cicerón! Probablemente, César descargará todo su malhumor en el pobre Cicerón, pero al mismo tiempo tendrá que reconocer que le estoy haciendo un favor. Mientras tanto, Cicerón tendrá la oportunidad de sentirse poderoso e importante ya que es la única persona que puede meter algo de sentido común en ese cabezón de Celio y se sentirá absurdamente agradecido conmigo por haberle dado semejante responsabilidad…, dejarle participar en el juego y hacer de él un mediador entre César y yo. Y, si no consigue nada, ¡al menos el viaje habrá servido para apartar a Cicerón de mi vista durante unos días!
Pestañeé y asentí, pensando que realmente no entendía absolutamente nada de política ni de políticos.
– Bien, Sabueso, aprecio tu honradez y tu pormenorizado relato. Y siento vuestro sufrimiento a manos de los captores. Si fueras un soldado, diría que has servido más allá del deber. Serás recompensado. Nunca olvido estos servicios.
– Gracias, Grande.
– Si lo deseas, puedo dejar los guardianes en tu casa.
– Te lo agradecería mucho, Grande. ¿Hasta cuándo?
– Mientras dure el conflicto que atravesamos. Creo que se solucionará bastante pronto. -Bebió un largo trago de vino-. ¿Sabes, Sabueso? Tu hijo y tú no sois los únicos que os habéis enfrentado al peligro este último mes. Yo también tuve mis pequeñas aventuras tratando de mantener mi cabeza pegada a los hombros. Me atrevería a decir que podría haber utilizado los servicios de un hombre de tu habilidad en Roma para que me ayudara a comprender todo lo que pasa.
– ¿Aventuras, Grande?
– Hay quien dice que Milón está dispuesto a deshacerse de mí.
– ¿De veras?
– ¡No palidezcas, Sabueso! No voy a pedirte que investigues las intenciones de Milón. Ya tengo gente dedicada al caso y tú te mereces un descanso. Sin embargo, me habría gustado que hubieras estado aquí para ayudarme en el incidente de Licinio, el sacerdote carnicero.
– ¿Perdón, Grande?
– Licinio; es carnicero y sacerdote. Es un victimario, el que corta la garganta de un animal cuando los sacerdotes ofrecen un sacrificio; el tal Licinio hace el trabajo sucio mientras los otros cantan y desparraman incienso. Pero en su tiempo libre, lleva una carnicería en la arcada que rodea el Circo Máximo. Muy apropiado, ¿eh? Me atrevería a decir que parte de la carne que es sacrificada a los dioses un día, termina siendo vendida a simples mortales hambrientos al siguiente. Pero el sujeto parece ser bastante respetado como sacerdote. Mi trato con él comenzó pocos días antes de que el Senado me nombrara cónsul. Licinio se presentó en mi puerta una noche, explicó quién era y pidió verme por mi propia seguridad, dijo. ¡Tuve que pensarlo dos veces antes de admitir a un carnicero profesional en mi presencia!
Tomó un sorbo de vino.
– Aparentemente, Licinio tenía una clientela regular de guardaespaldas y gladiadores del circo…, su tienda es algo así como un lugar habitual para los buenos comedores de carne. Aquel día había ido un grupo a atiborrarse de embutidos sanguinolentos y vino. Se emborracharon, tanto de sangre como de vino, y se les escapó que eran parte de una conspiración de Milón para asesinarme. Cuando se dieron cuenta de que el carnicero estaba escuchando, lo acorralaron contra una pared, le pusieron un cuchillo en las costillas y le dijeron que lo matarían si se lo contaba a alguien.
»Después de cerrar la tienda vino aquí, bastante preocupado. Le escuché y después convoqué a Cicerón para ver qué tenía que decir en defensa de Milón. Antes de que Licinio terminara su historia, Cicerón comenzó a atacar el carácter del hombre. Lo llamó carnicero disfrazado de sacerdote, dijo que había derramado más sangre con su cuchillo que cualquiera de los hombres a los que estaba acusando y que lo más probable era que el asesino fuera él, ya que estaba en bancarrota y desesperado por conseguir dinero, y así continuó sin parar.
»¿Ves la falta de lógica, Gordiano? ¿Cómo es que Cicerón sabía tanto de aquel desconocido carnicero del Circo Máximo? ¿Cómo es que había llegado a mi casa armado con argumentos contra él… si no había realmente una conspiración y Cicerón lo sabía? No acuso a Cicerón; no creo que tomara parte activa en una conspiración para matarme. Pero creo que los gladiadores de Milón debían de haber avisado a su jefe de que el carnicero les había oído y Milón debió de comunicarlo a Cicerón, así que no se sorprendió mucho al ver a Licinio aquí. Cuando el carnicero se levantó la túnica para enseñar el lugar en el que el gladiador había puesto su daga, Cicerón relinchó como un burro. "¿Ese pequeño arañazo? ¿Esperas impresionarnos con eso? ¿Quieres hacernos creer que un enorme y fuerte gladiador hizo ese pequeño arañazo? Es obvio que has utilizado una horquilla de tu mujer y te has arañado tú mismo y ni siquiera mucho. ¡Para ser un carnicero eres demasiado escrupuloso en derramar tu propia sangre!»
»Entonces, mientras Cicerón vociferaba, un hombre que decía ser amigo del carnicero apareció, diciendo que quería verle. Dejé que Licinio lo viera en la antesala; por supuesto, tenía la antesala vigilada y, al poco, entró un guardia a decirme que el supuesto amigo de Licinio estaba tratando de sobornarle para que mantuviera la boca cerrada. ¡Aquí, bajo mi propio techo! Era suficiente para un solo día. Envié a Licinio a casa bajo custodia, encerré al sujeto que quería sobornarlo (que era un simple recadero y no sabía nada) y le dije a Cicerón que desapareciera de mi vista antes de que lo estrangulara.
– ¿Y qué resultó de todo esto?
– Expuse las pruebas al Senado. Cuando Milón habló, juró que nunca había visto a la mayoría de los gladiadores en cuestión. A algunos reconoció haberlos poseído en otra época, pero dijo que los había manumitido hacía tiempo y que ya no era responsable de ellos. Como ciudadanos, no podían ser torturados para que confesaran, por supuesto, por lo que mantuvieron la boca cerrada. Milón sugirió que Licinio el carnicero había oído fantasías de borrachos y había entendido mal lo que decían. Yo no tenía pruebas concretas de lo contrario. Y así han quedado las cosas… de momento. -Pompeyo miró hacia la ciudad-. Quizá podrías haberme ayudado a descubrir la verdad, Sabueso, pero no estabas aquí.
– Créeme, Grande, habría preferido estar aquí que donde estaba.
– Sí, sí, ya sé que has pasado grandes privaciones. No desprecio tu sufrimiento. Pero te aseguro que hay días en los que no es fácil ser Pompeyo el Grande.
Pasaron unos días sin que nadie me molestara. Eco y yo ocupábamos el tiempo examinando todos los papiros y pergaminos que había en nuestras respectivas casas, buscando una escritura parecida a la de la nota de Bethesda. No tuvimos éxito, aunque clasificar recuerdos y correspondencia se convirtió en un fin en sí mismo, en una tregua nostálgica. Necesitaba aquel periodo de distracción. Me había reunido con mi propia vida. Había pensado, equivocadamente, que cuando estuviera de vuelta en Roma podría continuar con mis asuntos sin perder un minuto, pero la experiencia en el pozo me había asustado e inquietado más de lo que había pensado. Me encontré en una especie de cuarta dimensión, no estaba preparado para ponerme en marcha.
De Bethesda no podría haber esperado más consuelo y apoyo. Nunca me dijo una palabra de reproche por haberme colocado en una situación tan peligrosa. Nunca me llamó vanidoso, ni estúpido irreflexivo como yo me había llamado a mí mismo miles de veces en el pozo. Vio que necesitaba toda su atención y afecto incondicionales y me los dio. Empecé a pensar que me había casado con una diosa.
Diana era más problemática. Si se hubiera enfadado conmigo por haberle causado tanta preocupación, por haberla hecho sentirse abandonada y desamparada, lo habría entendido, pero su comportamiento era mucho más desconcertante que todo eso. Siempre había sido inescrutable para mí, aún más que su madre. La experiencia me había enseñado, a veces con un fuerte golpe, que Diana era capaz de tener pensamientos y actos imposibles de predecir. Así que traté de no preocuparme demasiado por su aparente frialdad, su melancolía y su nueva costumbre de quedarse mirando al vacío.
Davo también me desconcertaba. Pensé que mi conversación en susurros con él, en el jardín, había puesto las cosas en su sitio y que dejaría de esconderse por ahí y de evitar mi mirada. Por el contrario, su conducta culpable empeoró. ¿Qué le pasaba?
Precisamente cuando empezaba a sentirme asentado de nuevo y comprometido con los avatares familiares, la distracción llegó en forma de una litera de rayas rojas y blancas.
Era inevitable que Clodia me mandara llamar tarde o temprano, al igual que lo había sido la cita con Pompeyo. Incluso había una parte de mí que había estado esperando su llegada con cierta impaciencia. Cuando Davo entró con el mismo esclavo arrogante que me había acompañado hasta la litera la vez anterior, traté de reprimir una sonrisa. Eco estaba fuera atendiendo sus propios asuntos, así que ¿qué otra cosa podía hacer que ir yo mismo? Cuando atravesaba el vestíbulo, me encontré con Bethesda que entraba. Con toda seguridad, había visto la litera y sabía adónde me dirigía. Contuve la respiración pero ella se limitó a sonreír cuando nos cruzamos y a decirme:
– Cuídate, esposo.
Luego se detuvo, inclinó mi cara hacia la suya y me dio un largo y profundo beso. Se fue riéndose. La política de Pompeyo, el sentido del humor de Bethesda, los cambios de humor de mi hija de diecisiete años: ¿qué más necesitaba para añadir a la lista de cosas que jamás comprendería?
Poco después estaba al lado de Clodia en la litera, recorriendo las calles del Palatino. Me cogió la mano y me dedicó una mirada larga y llena de sentimiento.
– Gordiano, los rumores que oímos sobre ti… ¡fueron tan horribles! ¡Qué prueba tan dura para tu familia! Cuéntamelo todo.
Sacudí la cabeza.
– No. Estoy de demasiado buen humor para echarlo a perder con una conversación tan desagradable.
– ¿Tan doloroso es para ti recordarlo? -Levantó las dos cejas a la vez. El hecho de que no se le notara ni una sola arruga debía de ser un engaño de la tenue luz que se filtraba-. Gordiano, ¿por qué sonríes?
– La luz de la litera. La calidez de tu cuerpo. Ese perfume esquivo e inolvidable que te envuelve. Los hombres nacen y mueren, las naciones se elevan y caen, pero algunas cosas nunca cambian.
– Gordiano…
– Eres una mujer extraordinaria, Clodia. ¿Viviré y moriré sin hacer el amor contigo?
– ¡Gordiano! ¿Realmente se ruborizó? No, imposible; Clodia estaba más allá del sonrojo. Debía de ser un engaño de la luz, como la perfección de su piel-. Gordiano, he venido en nombre de Fulvia; debes saberlo. -Trató de hablar con tono serio pero no pudo reprimir una sonrisa.
– ¿Es lo que le dijiste a mi esposa cuando se asomó a la litera para saludarte?
– Por supuesto. Luego hablamos del tiempo. ¿No te gusta el comienzo de la primavera?
– Mi mujer es una diosa, ¿sabes? Una mortal estaría locamente celosa de ti.
Ladeó la cabeza.
– Estoy de acuerdo en que tiene que ser divina; cualquier hombre casado con una simple mortal habría sucumbido a mis encantos hace mucho tiempo. Pero pensaba que quizá considerabas que la diosa era yo.
– Oh, no, Clodia. Definitivamente te considero una mujer. No hay ninguna duda sobre eso…
Ambos sonreímos. Las sonrisas se desvanecieron. Una nube había cubierto el sol cambiando la luz que penetraba en la litera. Ninguno de los dos apartó la mirada.
– ¿Está a punto de ocurrir algo, Gordiano? -dijo Clodia. Apenas reconocí su voz.
Respiré hondo y le estreché la mano. Al poco rato, comprendió el significado de mi apretón y la retiró. Me encogí de hombros.
– Si ocurriera algo entre los dos, Clodia, todo sería distinto. El juego de la luz en la litera, la calidez de tu cuerpo, la esencia inolvidable y esquiva. Nunca volvería a ser lo mismo y quiero que no cambie jamás.
Pareció estremecerse, luego se rió suavemente.
– ¡Hombres! -dijo con voz desdeñosa pero no hostil. Por un momento pensé que la había herido y sentí un escalofrío. Luego me di cuenta de lo absurdo que era. Unos momentos con Clodia podían hacer que cualquier hombre se comportara como un pavo real-. ¿Qué descubriste en la Vía Apia? -De nuevo hablaba en tono casual-. ¿Algo nuevo de importancia?
– Casi no sé por dónde empezar. Ya casi estamos en casa de Fulvia, ¿no? ¿Por qué no entras conmigo y escuchas lo que le cuento a ella?
Su expresión dejó claro que no era posible.
– Quizá más tarde, cuando vuelvas a casa, puedas darme un informe privado -dijo.
– Sí, si así lo deseas.
Su litera me dejó en los escalones que conducían a la entrada. Un guardia me acompañó dentro. Las altas habitaciones estaban sin terminar y amuebladas sin orden ni concierto. Sin patrón y sin arquitecto, la casa de Clodio había quedado congelada en el tiempo.
La habitación en la que me esperaban Fulvia y su madre era más brillante y más cálida que la última vez, pero Sempronia aún llevaba una manta sobre su regazo y me dirigió una mirada helada. Vi que había más gente en la habitación y me sentí inesperadamente aliviado cuando Fulvia los presentó.
– Gordiano, creo que ya conoces a Felicia, guardiana del santuario de la Buena Diosa en la Vía Apia, y a su hermano Félix, servidor del altar de Júpiter en Bovilas.
– ¿Así que seguiste mi consejo? -pregunté a Felicia.
– Mi hermano y yo lo estuvimos discutiendo durante una hora, luego recogimos lo que necesitábamos y al día siguiente, antes de que amaneciera, vinimos a Roma. Apenas hemos salido de esta casa desde entonces. -Felicia era tan sorprendente como siempre. Incluso acogida en la casa de otra mujer, se comportaba con la misma indiferencia intrigante e irritante.
– No les dejaré marchar -dijo Fulvia-. Son demasiado valiosos como testigos. Y demasiado vulnerables; Milón ya se habrá enterado de que hubo testigos de sus crímenes. Félix y Felicia están a salvo conmigo, y muy cómodos.
– Muy, muy cómodos -dijo Félix, cuya cara parecía más oronda de lo que recordaba.
– ¿Testigos? -dije-. ¿Va a haber un juicio?
– Sí -dijo Fulvia-. Ha habido aplazamientos. Pompeyo tiene que reorganizar el tribunal a su gusto y Milón ha dado un espectáculo de sí mismo mayor que el que nunca dieron sus gladiadores, postergando y bramando y utilizando todo tipo de triquiñuelas legales para librarse de lo inevitable. Pero mi sobrino Apio está por fin preparado para llevar el caso. Una vez los cargos estén debidamente presentados, será cuestión de días que aplastemos a ese bastardo para siempre. Sempronia rechinó los dientes y soltó un escupitajo.
Hemos oído hablar de tus desgracias -dijo Fulvia.
– Por favor, como acabo de decirle a tu cuñada, no tengo estómago para hablar de ello.
– Bien -dijo Fulvia bruscamente-. Yo también estoy harta de oír hablar de desgracias. En lo que quiero pensar ahora es en el futuro.
Félix, Felicia, por favor, dejadnos solos. -Félix se arrastró obsequiosamente. Su hermana le siguió, dirigiéndome una inapropiada sonrisa. Fulvia hizo una mueca.
– ¡Qué gentuza! Me hierve la sangre cada vez que se acercan.
– El hombre come como un cerdo -dijo Sempronia-y la mujer curiosea por todas partes y cuando la descubro se hace la tonta. ¡Gentuza de lo peor! -declaró Fulvia.
– Pensaba que el amplio círculo de amistades de tu difunto marido debería haberte familiarizado con todo tipo de personas mejores o peores -dije.
– ¡Vigila tu lengua, Gordiano! -dijo Sempronia. Fulvia levantó una mano para prevenir a su madre.
– Gordiano es nuestro invitado. Y tenemos asuntos pendientes con él.
– ¿Ah, sí?
– Ya sé que nunca llegamos a un acuerdo formal sobre la proposición que te hice. De todas formas, has estado investigando la muerte de mi marido. Sospecho que habrás sido empleado por cierta persona; ¿cómo explicar, si no, la presencia de sus guardaespaldas en tu casa? Pero el hecho de que enviaras testigos valiosos a mi casa para que los protegiera… -Lo hice tanto por ellos como por ti -dije. Se detuvo, sorprendida por mi brusquedad.
– Quizá sí, pero el hecho te señala como amigo de nuestra causa. ¿Es que aceptaste mi proposición? ¿Tienes alguna información para mí?
– ¿Quieres decir sobre Marco Antonio?
– Sí.
Vacilé.
– ¿Cuál fue la cantidad que ofreciste?
Dijo la cifra.
– Lo dejaremos en la mitad -dije-. Para completar la diferencia, quiero que me des dos de tus esclavos.
Pareció dudarlo.
– Si estás buscando más guardaespaldas, debo decirte que uno de mis mejores hombres vale mucho más que la cifra que acabo de decir. -No, Fulvia. No busco protectores. Sólo quiero dos chicos que residen en tu villa del Albano. Hermanos; se llaman Mopso y Androcles. ¿Qué? ¿Los mozos de cuadras?
Sempronia hizo una mueca.
– ¿Eso es lo que te gusta, Sabueso? Clodia debe de decir la verdad cuando asegura que nunca has tratado de tocarla a pesar de todas sus insinuaciones.
Me mordí la lengua. Suspiré y me encogí de hombros.
– Sólo puedo decir que intento darles a los chicos mejor uso del que tú les das, Fulvia. ¿Sabes que salvaron la vida de tu hijo cuando Milón y sus hombres irrumpieron en la villa?
– ¿Por qué? ¿Porque resultó que estaban en el mismo pasadizo que él y se las arreglaron para que no lloriqueara?
– ¿Así es como lo ha explicado tu hijo? Creo que no das suficiente crédito a los chicos.
– Sólo son los mozos de cuadras, Gordiano.
– Quizá, pero apuesto que los dos serán tan inteligentes y hábiles como cualquiera de tu familia.
Fulvia enarcó una ceja.
– Si quieres los dos esclavos como parte de tu paga, Gordiano, los tendrás.
– Bien. ¿Puedo hacer mi informe?
– Sí.
– Marco Antonio no tiene nada que ver con la muerte de tu esposo.
– ¿Así de simple?
– Tienes mi palabra.
– ¿Tu palabra? -dijo Sempronia con frialdad. Fulvia empezó a pasear ante las ventanas abiertas.
– ¿Qué más puedo ofrecerte? La certidumbre es algo extraño. Aristóteles nos enseñó que ningún hombre puede probar que determinada cosa no sucedió. Llevé tu pregunta conmigo a lo largo de toda la
Vía Apia, Fulvia, y dentro del pozo en el que residí durante cuarenta días, e incluso se la formulé al mismo Antonio en Ravena. He regresado a Roma a su lado y he sacado mis propias conclusiones. Antonio es completamente inocente del derramamiento de la sangre de tu marido, a pesar de sus sentimientos hacia ti.
Sempronia pareció disgustada.
– Así que ese truhán también te ha seducido a ti. Fulvia la miró.
– Sal de la habitación, madre.
Sempronia dobló su manta y se levantó, estirándose con grandes aspavientos. No se dignó mirarme al salir.
Por primera vez, me encontré a solas con Fulvia. Inmediatamente, advertí una nota diferente en ella. Cuando se detuvo y se giró hacia mí, su rostro parecía pertenecer a otra mujer, más joven y vulnerable. ¿Estás seguro de lo que dices, Gordiano? -Antonio es inocente, al menos de este crimen.
Sonrió aunque tenía los ojos llenos de lágrimas. ¿Qué emociones la embargarían, siempre controladas para que no las viera nadie?
– Entonces, hay esperanza. Quizá, después de todo, aún pueda tener un futuro.
– ¿Con Antonio? Pero todavía está casado con su prima. ¿Acaso tiene intención de divorciarse de Antonia?
– No, eso es imposible. En estos momentos, un divorcio le arruinaría. Me sugirió que pensara en casarme con Curión.
– ¿Su amigo de la infancia?
– Su amante de la infancia. Puedes decir la palabra. Pienso en ellos como dos guerreros griegos de fábula, como Aquiles y Patroclo.
– ¿Y a ti te gustaría ser Briseida?
Me miró sin verme. No había captado la alusión y por tanto había fallado el insulto. No había leído mucho.
– ¿Estás pensando en casarte de nuevo tan pronto? -dije. -Curión y yo esperaremos el momento adecuado.
– Pero semejante matrimonio…
– ¿Por qué no? Los dos amamos a Antonio desde siempre. Y Antonio nos ama a los dos más que a cualquier otro. Ciertamente, más de lo que ama a Antonia.
– Pero Clodio…
– Clodio está muerto -dijo con aspereza- y trato de vengar su muerte. Pero Antonio está vivo. Y Curión está vivo y soltero. Tengo que pensar en el porvenir. ¿Quién sabe lo que nos depara el futuro? -Su sonrisa se había desvanecido, del mismo modo que las lágrimas-. ¿Quieres que te pague ahora?
– Sí, gracias.
– Diré que traigan la plata. ¿Y los dos esclavos?
– Los recogeré por mi cuenta.
Abandoné la casa de Fulvia de muy buen humor. Era la emoción de estar libre de nuevo después de haber estado cautivo, de estar de vuelta en la ciudad en la que era conocido y necesitado. El tintineo de la plata nueva en mi bolsa también ayudaba, así como la satisfacción de haber actuado por impulso cuando le pedí los dos esclavos a Fulvia. En aquel momento me sentía contento conmigo mismo y con mi lugar en el mundo.
Mi humor cambió de improviso cuando vi que la litera de Clodia había desaparecido.
Su arrogante y atractivo esclavo se había quedado con suficientes guardaespaldas para llegar a casa sano y salvo.
Espero que no te importe caminar -dijo en son de burla. ¿Dónde está Clodia?
– Recordó que tenía asuntos urgentes.
– Pero tenía cosas que contarle. Cosas que tenía muchas ganas de oír.
– Supongo que pensó que, después de todo, no eran tan importantes. -El esclavo era absurdamente condescendiente-. ¿Nos vamos? Podrás andar, ¿verdad? ¿O debo enviar a buscar una litera? -Ahora era deliberadamente insultante.
Pensé en darle una amistosa reprimenda. Era joven y bello y tenía el favor de su ama, pero ¿por cuánto tiempo? ¿Se había fijado en el gran número de los que habían complacido a su ama antes que él?
Pero ¿para qué? El esclavo simplemente estaba equivocado. Lo que había tomado como una humillación, la brusca partida de Clodia, era precisamente todo lo contrario. La había herido tan profundamente que se había ido. Yo, Gordiano, había herido a Clodia. Era un triunfo, me dije; y me contesté, sí, del tipo que había hecho famoso a Pirro. La luz de la litera, la calidez de su cuerpo, su aroma esquivo e inolvidable…, algo me decía que nunca volvería a disfrutar de todo aquello.
Durante los días que siguieron, tal como había sucedido en el periodo que habíamos estado ausentes de Roma, hubo continuas reuniones en el Foro, en las que los tribunos radicales protestaron amargamente contra Milón. Yo estaba a salvo tras las puertas de mi casa, pero Eco, que se había empeñado en asistir a estas reuniones, me aseguraba que eran discusiones pacíficas gracias a la presencia de las tropas de Pompeyo.
– No sé qué me deprime más -le dije-, si ver un contio convertirse en una revuelta o ver a los ciudadanos romanos acobardados por soldados romanos.
– Papá, hay que hacer algo para detener la violencia.
– Pero es como si tuviéramos un rey. Es lo que parece al ver tantos soldados en las calles…, es como estar en Alejandría, donde ves a los hombres del rey Ptolomeo por todas partes.
– Bueno, esperemos que los soldados de Pompeyo lo hagan mejor y mantengan la paz -dijo Eco. Alejandría era famosa por sus revueltas-. Realmente, papá, casi pareces sentir nostalgia de los buenos viejos tiempos en que las calles estaban llenas de sangre.
– No tengo nostalgia del pasado, Eco, sólo temo el futuro.
– Mientras tanto, papá, el resto de nosotros vivimos en el presente. Nadie protesta por ver a unos pocos soldados en el Foro.
– Todavía no.
Cuando le conté a Bethesda que había adquirido a Mopso y Androcles, se tomó la noticia de que pronto habría dos bocas más para alimentar (niños, nada más y nada menos) con más calma de la que esperaba. ¿Tan frágil parecía que se sentía obligada a condescender a cualquier locura que se me ocurriera? ¿Habría penetrado el espíritu de Minerva en ella cuando la estatua cayó y se rompió, convirtiéndola en un ser perpetuamente sereno?
Su explicación fue mucho más simple. Dijo que había disfrutado de Eco y Metón cuando eran niños. Si el Destino traía otros dos a mi familia, haría todo lo que pudiera para darles la bienvenida. Alimentar a toda la casa siempre había sido un reto, sobre todo últimamente, ya que Davo comía incluso más que Belbo, pero se las arreglaría.
La reacción de Diana aún fue más sorprendente. No le había gustado que los gemelos de Eco y Menenia -le quitaran el puesto de benjamina de la familia, pero había madurado bastante desde entonces y yo no tenía la intención de hacerla aceptar a Mopso y Androcles como hermanos pequeños; serían simples sirvientes. Incluso así, pensaba que Diana se mostraría indiferente o contraria a la idea. No imaginaba que rompería a llorar y saldría corriendo de la habitación.
– ¡En nombre de Júpiter! ¿Qué le pasa? -Pregunté a Eco.
– Parece que no le gusta la idea.
– Pero ¿a qué vienen las lágrimas?
– Tiene diecisiete años. Llora por todo.
– Bethesda dice que Diana no derramó ni una lágrima mientras estábamos fuera.
– Entonces debería haber dicho: tiene diecisiete años, no llora por nada. ¿Sabes? Ya es hora de que se case, papá. Probablemente de ahí le viene todo. La idea de que haya dos niños nuevos en la casa hace que se dé cuenta de que probablemente no permanezca mucho más tiempo aquí.
– ¿De verdad crees que es por eso?
– No tengo ni idea. ¿Has pensado en buscarle marido?
– Eco, ¿cuándo he tenido tiempo? Tú eres el que sale y va de aquí para allá a todas esas reuniones del Foro.
– Me cuesta pensar que pueda encontrar un marido adecuado para mi hermana pequeña entre toda esa chusma.
– A lo mejor Menenia tiene algún primo de la misma edad -sugerí.
– O quizá Metón conozca algún oficial.
– Supongo que es algo en lo que tendremos que empezar a pensar -admití-. Pero ¿sabes lo que realmente necesito hacer ahora? Arreglar la estatua de Minerva…
Pocos días después, uno de los guardaespaldas de Eco vino a casa hecho un manojo de nervios. Davo lo acompañó a mi despacho.
– Está a punto de comenzar un contio en el Foro -dijo casi sin aliento después de la carrera desde la Rampa- y el amo dice que debes acudir.
– ¿Por qué?
– Sólo ha dicho que tienes que hacerlo. Te está esperando allí.
Davo y yo seguimos al hombre hasta el Foro.
Se había reunido una multitud considerable. El tribuno Planco ya estaba hablando. No lejos de la Columna Rostral, un escuadrón de soldados estaba estacionado en los peldaños de las ruinas del Senado. Tuve que admitir que su presencia daba cierta gravedad a los actos.
Encontramos a Eco entre la multitud.
– ¿Qué es lo que pasa? -susurré.
– Si los rumores son ciertos, Planco va a presentar… Pero, mira, acaban de subir a la plataforma. -Cuatro hombres encabezados por otro andaban por la Columna Rostral con aire nervioso y de estar fuera de lugar.
Planco se dirigió al líder y lo empujó al centro de la plataforma.
– Ciudadano, dile a esta buena gente tu nombre.
El hombre contestó con un murmullo inaudible. La multitud se burló y rió.
– Ciudadano -dijo Planco con educación-, tienes que hablar más alto. ¿Ves los soldados en las escaleras de la Curia? Haz como si te dirigieras a ellos.
– ¡Mi nombre es Marco Emilio Filemón! -gritó. La gente le jaleó y aplaudió.
– Dinos, Filemón -dijo Planco-, ¿recuerdas dónde estabas el día que asesinaron a Publio Clodio?
– Por supuesto que sí. Estaba con estos cuatro hombres en la Vía Apia. Viajábamos a pie, camino de Nápoles.
– ¿Y hasta dónde llegasteis aquel día?
– Hasta Bovilas.
– ¿Qué ocurrió allí?
– Parecía que había una batalla.
– ¿Dónde?
– En la posada. -La multitud escuchaba atentamente. Filemón se aclaró la garganta y continuó-: Parecía que había un grupo dentro de la posada y otro fuera y que los de fuera iban detrás de los de dentro. Echaron la puerta abajo. Entraron a la fuerza y sacaron a rastras a los hombres, de uno en uno, apuñalándolos hasta que morían allí mismo, en el camino. Había sangre por todas partes.
– Una visión espeluznante, estoy seguro -dijo Planco-. ¿Qué hicisteis?
– Les gritamos: «¿Qué estáis haciendo?», y dijeron: «¡Tenemos a Publio Clodio atrapado como una rata y vamos a cortarle el rabo!». Se reían mucho, disfrutaban con aquello.
– «Ellos», has dicho. ¿Reconociste a alguno?
– Reconocí a dos de ellos al momento. Todos nosotros los reconocimos. Los dos famosos gladiadores de Milón, Eudamo y Birria. Parecían ser los más ocupados matando. Estaban cubiertos de sangre los dos.
– ¿Qué hiciste entonces?
– Les gritamos que dejaran de hacer lo que estaban haciendo. ¡Quizá sólo sea un liberto, pero no pensaba quedarme quieto viendo que unos esclavos asesinaban a un ciudadano!
Aquello levantó murmullos de aprobación entre la multitud.
– Serás sólo un liberto -dijo, Planeo-, pero es un ciudadano valioso aquel que defiende a otro romano. ¿Así que trataste de detener aquella atrocidad?
– Mis amigos y yo fuimos hacia ellos, aunque te digo que ninguno de nosotros había sido soldado o gladiador. Nos hicieron retroceder, luego nos persiguieron. Teníamos dagas pero aquellos sujetos eran gladiadores y estaban armados con espadas. No voy a decir que fue un acto valiente lo que hice, dar media vuelta y echar a correr, pero reto a cualquier hombre de los que hay aquí a que esté frente a frente con Eudamo o Birria y no retroceda. -Esto levantó murmullos de comprensión.
– A pesar de todo, fuiste un valiente, ciudadano, tú y tus cuatro amigos. ¡Ojalá que si alguna vez un canalla como Milón envía a sus esclavos tras de mí o mi familia, haya ciudadanos como tú que vengan en mi rescate! -Las palabras de Planco provocaron una explosión de ovaciones y aplausos-. Pero Filemón -continuó Planco-, ¿cómo es que no hemos oído hasta ahora nada de esto? ¿Por qué no viniste antes, cuando todos estábamos confusos sobre lo que había sucedido en la Vía Apia?
– Porque hasta ahora no hemos tenido la oportunidad de venir. Durante dos meses hemos sido prisioneros de Milón en su villa de Lanuvio.
Aquello provocó gran agitación entre la multitud. -Explicate, Filemón -dijo Planco.
– Cuando Eudamo, Birria y sus hombres nos persiguieron, nos separamos y salimos del camino. Pensamos que podríamos despistarlos en las colinas y el bosque. Pero nos perseguían muchos hombres y nos cazaron uno a uno hasta que nos tuvieron atrapados a los cinco. Nos ataron y nos condujeron como prisioneros hasta Bovilas y luego por la Vía Apia.
– ¿Unos esclavos hicieron esto? ¿A ciudadanos libres?
La multitud levantó los puños y lanzó maldiciones a Milón.
– ¡Quememos su casa! -gritó alguien-. ¡Quememos la casa del villano!
Miré con inquietud a los soldados que permanecían vigilantes en los peldaños del Senado.
Planco tranquilizó a la multitud para que Filemón pudiera continuar.
– Nos llevaron por la colina hasta donde estaba Milón. Estaba esperando en el camino con varios hombres rodeándole. Cuando nos vio, dio una patada en el suelo y tuvo una rabieta, como un niño. Pensé que aquello significaba nuestro fin, que nos matarían allí mismo, en el camino. Pero Milón ordenó a sus hombres que nos amordazaran y nos pusieran sacos en la cabeza. Luego nos subieron a un carro o a un carruaje y nos llevaron a un lugar a varias millas de allí…, a la villa de Milón en Lanuvio, como descubrimos después. Nos encerraron en un almacén subterráneo. Y allí hemos estado durante dos largos meses mientras nos alimentaban con sobras de pollo y pan duro. Un día oímos decir a uno de los hombres que nos custodiaban que Milón había decidido matarnos. No quiero explicar cómo escapamos ya que nos ayudaron algunos de los que había en la villa de Milón.
– Dices que estuvisteis prisioneros durante dos meses -gritó alguien entre la multitud-. Pero ya hace casi tres meses que asesinaron a Clodio. ¿Qué habéis estado haciendo durante este último mes? ¿Por qué no hemos sabido nada de vosotros antes?
– Yo puedo contestar -dijo Planco-. Estos hombres han estado escondidos. ¿Os sorprende? Milón les perdonó la vida una vez, pero ¿por qué no iba a matarles si los atrapaba por segunda vez? Ahora que finalmente parece que Milón va a comparecer ante la justicia, estos hombres han salido a la luz. La verdad espera la hora propicia.
– Pero ¿es la verdad? -gritó otro hombre-. A mí la historia me suena sospechosa. Los clodianos habéis buscado por todas partes y no habéis encontrado a nadie que viera el asesinato ¡y de repente aparecen cinco testigos que aseguran haber estado allí! ¡Y si nos parece un poco raro no haber oído hablar de ellos es porque han estado prisioneros durante un par de meses! Si me preguntas, te diré que me parece bastante increíble. ¿Tienen alguna prueba de que Milón los tuviera cautivos?
Uno de los cuatro hombres se adelantó al borde de la plataforma y sacudió el puño.
– ¿Pruebas? ¿Quieres pruebas de algo? ¡Se me ocurre una manera de probar si tienes o no sangre en las venas!
Hubo otra oleada de gritos y amenazas. El ambiente se ponía feo. Miré a los soldados. ¿Era mi imaginación o se habían acercado unos pasos? Planco sacudió la cabeza y pidió calma pero cada vez había más personas vociferando. Le di un codazo a Eco, que asintió, y nos abrimos camino entre la multitud.
– Vaya, papá, el misterio de los prisioneros está aclarado.
Asentí con la cabeza.
– Después de todo no eran hombres de Clodio, sino simples viajeros que presenciaron la batalla por casualidad.
– Me imagino por qué Eudamo y Birria los atraparon, pero ¿por qué no los mataron allí mismo? ¿Por qué les perdonaron la vida?
– Su imprudencia ya le había acarreado bastantes preocupaciones a su amo por aquel día. No sabían quiénes eran aquellos cinco sujetos ni si pertenecerían a algún amo poderoso que pudiera sentirse ofendido por su muerte. Milón debió de pensar que sería más fácil limitarse a encerrarlos hasta que pasara la tormenta. Pero la tormenta ha empeorado cada vez más. Ya oíste lo que dijo Filemón: poco antes de que escaparan, Milón había tomado la decisión de librarse de ellos. Probablemente, algún esclavo de la villa de Milón se compadeció de ellos y les ayudó a escapar.
– Entre la multitud había muchos escépticos. Supongo que porque es una historia bastante increíble.
– Pero a nosotros nos resulta totalmente creíble, ¿eh, Eco?
A la mañana siguiente, la propuesta de Pompeyo para reformar las leyes del tribunal fue oficialmente sometida a voto y aprobada por el Senado. Inmediatamente, Apio Claudio presentó cargos formales contra Milón, acusándole del crimen de violencia política al haber asesinado a su tío. Según las nuevas normas de Pompeyo, cada una de las partes tenía diez días para prepararse para el juicio. Roma contuvo el aliento.
Si era declarado culpable, Milón sería enviado a un exilio inmediato y permanente y se confiscarían todos sus bienes. Sería deshonrado y desposeído. Estaría acabado en Roma definitivamente.
Pero ¿y si era absuelto? Traté de imaginarme la reacción de la ciudad. Sólo veía llamas sin fin, escombros y ríos de sangre. ¿Podrían las tropas de Pompeyo contener aquel torbellino? La razón, la moralidad y el sentido práctico decían que un veredicto que no fuera de culpabilidad era imposible, a menos…
A menos que Milón tuviera a Cicerón de su parte. Y sabía por larga y a veces amarga experiencia que con Cicerón de abogado podía pasar cualquier cosa.
El juicio de Tito Anio Milón comenzó en la mañana del cuarto día de abril con el interrogatorio de los testigos en el Atrio de la Libertad. Presidiendo la corte estaba el antiguo cónsul Lucio Domicio Enobardo, un hombre de mandíbula rígida y carente de humor, escogido por el mismo Pompeyo y, como pura formalidad, aprobado por el voto de la asamblea del pueblo. El testimonio se dio ante un grupo de 360 jurados potenciales que se sentaban en filas de asientos elevados a ambos lados del patio. El grupo había sido seleccionado entre una lista de posibles candidatos a senadores y hombres de bien escogidos por Pompeyo. De éstos, al final se elegiría por sorteo a 81 que formarían el jurado.
Milón y sus abogados, Cicerón y Marco Claudio Marcelo, se sentaban con sus secretarios en bancos, enfrente del tribunal, así como los acusadores, Apio Claudio, sobrino de Clodio, Publio Valerio Nepote y Marco Antonio. También estaban presentes varios oficiales de la corte, incluyendo un montón de secretarios para transcribir los testimonios en escritura tironiana.
Una gran multitud se reunió en la parte abierta del atrio para seguir el proceso. Los más previsores habían enviado esclavos para que les guardaran un sitio. Eco y yo, con nuestra larga experiencia en juicios, nos las habíamos arreglado para conseguir unos asientos excelentes en la décima fila; Davo y otro guardaespaldas habían llegado antes del amanecer con sillas plegables y dormitaron en ellas mientras esperaban. Los rezagados sin sillas se apiñaban en todos los rincones libres y continuamente trataban de abrirse paso desde el Foro.
Pompeyo no estaba presente. Tampoco lo estaban sus soldados, que parecían estar en todas partes de la ciudad. Ni siquiera Pompeyo se había atrevido a apostar tropas armadas en un juicio romano. Seguro que no serían necesarias; ni siquiera los clodianos se atreverían a interrumpir un juicio romano. Un mitin político era una cosa pero un juicio público, lo más sagrado de las instituciones romanas, la piedra angular de la justicia romana, era algo muy diferente.
El primer testigo que llamaron fue Cayo Causinio Escola, uno de los hombres que aquel día habían acompañado a Clodio a caballo por la Vía Apia. Declaró que el grupo de Clodio se había cruzado con el de Milón, mucho más numeroso, cerca de la hora décima del día; que había estallado una refriega entre las retaguardias de los dos grupos por razones que no conocía, aunque sospechaba que la habían empezado los hombres de Milón; que cuando Clodio se dio la vuelta y le lanzó una mirada asesina a Birria, el gladiador le disparó una flecha y le hirió, derribándolo del caballo. La lucha comenzó y Escola también fue derribado del caballo y conducido al bosque por los esclavos de Milón. Se escondió en el bosque hasta bien entrada la noche y luego se dirigió a la villa de Clodio; allí se encontró con una carnicería y con el capataz y el tutor Halicor asesinados. Al día siguiente regresó a Roma.
El relato de Escola coincidía básicamente con el que había oído de labios de Felicia, aunque los detalles hacían aparecer a Clodio bajo una luz aún más inocente.
Llegó el turno de preguntar a los abogados y un estremecimiento de expectación recorrió a la multitud mientras Milón, Cicerón y Marcelo conferenciaban. Milón y Cicerón permanecieron sentados. Su colega Marcelo se adelantó.
Alguien entre la multitud gritó:
– ¡Queremos ver a Cicerón!
– ¡No, queremos ver a Milón… con su cabeza en un poste!
Marcelo no les hizo caso. Era un orador experto, acostumbrado al toma y daca de los debates del Senado y a los ladridos de la muchedumbre en los juicios.
– Así que, Escola -comenzó-, aseguras que el incidente de la Vía Apia tuvo lugar en la hora décima del día. Y sin embargo…
La multitud estalló en burlas para hacerle callar. Marcelo frunció el entrecejo y espero a que se desvaneciera el ruido, pero tan pronto como volvió a abrir la boca, las burlas volvieron, más ruidosas. Abrió los brazos para pedir ayuda a Domicio y dio un respingo cuando una piedra del tamaño de un puño infantil atravesó el aire y le dio en la espalda. Se dio la vuelta y observó a la multitud con una expresión de profunda sorpresa.
La plebe, todavía gritando y burlándose, empezó a precipitarse hacia el tribunal, metiéndose entre las filas de sillas, derribando a los que estaban sentados y pisoteando las sillas plegables. Eco y yo estábamos bastante seguros, ya que estábamos casi en el centro y rodeados de espectadores sentados. En ese momento, un grupo de hombres se metió entre las sillas, pisando las rodillas y los hombros de la gente.
Domicio se puso en pie y gritó furiosamente a los acusadores. Estos se encogieron de hombros, incapaces de hacer nada, diciendo por señas que no podían oír ni hacer nada para detener a la multitud incontrolada. Los candidatos a jurados, hombres firmes y difíciles de intimidar, sacudieron la cabeza y pusieron expresión de profundo disgusto. Milón, Cicerón y Marcelo, junto con sus secretarios, con los brazos llenos de papiros y tablillas de cera, corrieron a reunirse con Domicio en el tribunal. Mientras la chusma se acercaba sin dar señales de detenerse, Milón y su grupo se refugiaron en el templo de la Libertad, dejando a Domicio con los brazos en jarras, desafiando a la masa a que violara el sagrado templo. Pero la chusma pareció satisfecha con haber silenciado a Marcelo y haber obligado a huir a Milón. Ocuparon el tribunal y, con gran alborozo, empezaron a dar golpes con el pie en el suelo y a recitar cánticos groseros sobre la mujer de Milón, Fausta. Cuando se hizo evidente que no se volvería a restaurar el orden, los jurados y los espectadores pacíficos que aún no habían huido empezaron a dispersarse. Al final, se rumoreaba que Pompeyo estaba en camino con un destacamento de soldados armados. Aquello hizo que la chusma abandonara el tribunal y se dispersara en todas direcciones.
Así acabó el primer día del juicio de Milón.
El comienzo del día siguiente se pareció mucho al del primero, si exceptuamos que el espacio para los espectadores era mucho más restringido debido a los soldados que flanqueaban el patio por todos lados. Ante la insistencia de Domicio, Pompeyo había dispuesto tropas para que mantuvieran el orden durante el juicio. La justicia romana se llevaría a cabo con ayuda del acero romano.
La audiencia de los testigos continuó con el testimonio de varias personas de las cercanías de Bovilas, empezando por Felicia. Como si fuera un actor que finalmente consiguiera un papel protagonista, pareoía dispuesta a sacar todo el provecho posible de su testimonio. Esbozó su incongruente sonrisa y exhibió su comportamiento bochornoso mientras los abogados la interrogaban y contrastaban sus declaraciones; muchos de los espectadores parecían estar examinándola en otro sentido. El día había tenido un principio extraño.
Su hermano Félix testificó después sobre el ir y venir de las víctimas y sus perseguidores, incluyendo los prisioneros, que ya se sabía que eran Filemón y sus compañeros. Filemón también testificó, reiterando la historia que había contado en el contio del Foro. La mujer del posadero asesinado en Bovilas no apareció; supuse que todavía estaría recluida en Regio. Su hermana y su cuñado, los nuevos posaderos, prestaron testimonio de segunda mano sobre lo que la viuda les había contado y describieron las sangrientas consecuencias de lo acontecido.
La Virgo Máxima habló de la visita de una mujer desconocida que quería dar gracias a la diosa por la muerte de Publio Clodio. El relato inflamó tanto a los clodianos que, por un momento, pareció que daría lugar a otro altercado. Los soldados de Pompeyo actuaron para expulsar a algunos de los que más vociferaban. El orden fue restaurado, pero por entonces Domicio ya estaba más que dispuesto a suspender el juicio hasta el día siguiente.
El tercer día de declaraciones comenzó con el último de los testigos de las cercanías de Bovilas, el senador Sexto Tedio. Se levantó de la primera fila de espectadores y cojeó ante el tribunal, usando un bastón y arrastrando su pierna izquierda lisiada. Aquel día yo estaba en la segunda fila, lo bastante cerca para ver a su hija Tedia sentada al lado de la silla que había quedado vacía, mirándolo con expresión preocupada. Pensé que normalmente le habría ayudado, pero probablemente el senador no querría aceptar la ayuda de una mujer delante del tribunal.
El senador Tedio repitió lo que me había contado: que había salido hacia Roma en su litera acompañado por su hija y algunos esclavos, que se había encontrado con Milón y le había prevenido sobre unos bandidos ficticios, pero había continuado hasta Bovilas, donde había encontrado el cuerpo sin vida de Clodio abandonado en el camino, aparentemente arrastrado hasta allí por sus asesinos, y que lo había enviado a Roma en su litera. Ahora era evidente que Tedio había llegado cuando Eudamo, Birria y sus hombres estaban en el bosque persiguiendo a Filemón y sus compañeros. Después de enviar a Clodio a Roma, Tedio había vuelto a pie a Aricia y había visto a los prisioneros en el camino mientras descansaba en un lugar cercano a la nueva casa de las vestales.
Un hombre llamado Quinto Arrio, colega de Clodio, declaró que había ayudado a interrogar a los esclavos de Clodio después del incidente. Uno de ellos, un secretario personal, había confesado bajo tortura que, durante un mes, había dado información de los movimientos de Clodio a un agente de Milón. Por lo tanto, sugirió Arrio, Milón estaba regularmente informado del ir y venir de Clodio y pudo haber planeado el aparentemente fortuito encuentro en la Vía Apia. Cicerón, en la segunda parte del interrogatorio, desechó la idea señalando que Escola había testificado el primer día que Clodio dejó su villa de repente, después de oír la noticia de la muerte de Ciro, el arquitecto; por lo tanto, ¿cómo podía Milón, incluso con un espía, haber previsto el encuentro?
Entonces Cicerón llamó a un testigo: Marco Catón, que descendió de los bancos donde se sentaban los que podían ser elegidos jurados. Catón, quizá la única persona del tribunal que era más formal y conservadora que el juez Domicio, dando testimonio de segunda mano, contó que un tal Marco Favonio le había comentado una observación que le había hecho Clodio tres días antes del fatal incidente.
Y cuál fue esa observación, esa joya, ese pedazo de sabiduría de labios de Publio Clodio? -dijo Cicerón.
Catón miró a Domicio y a los jurados.
– Clodio le dijo a Favonio que Tito Anio Milón estaría muerto a los tres días.
Hubo un movimiento de agitación en la corte.
¡Catón es un mentiroso y un borracho! -chilló alguien-. ¿Qué hace sentado entre el jurado si es un testigo?
Cicerón se dio la vuelta.
– Quién impugna el criterio de Pompeyo? Fue el Grande en persona el que eligió a Marco Catón para que se sentara entre el jurado, ¿y por qué? Porque la integridad y la honradez de Catón están fuera de toda duda. Cualquiera que diga lo contrario sólo demuestra ser un tonto.
Aquello era verdad. Se pensara lo que se pensara de su política, Catón no era un mentiroso. Pero la historia era de segunda mano; Clodio supuestamente dijo algo a Favonio, que dijo algo a Catón. Y Cicerón, noté, no negó la acusación de que Catón fuera un borracho. Una vida de bebidas fuertes se veía en las ojeras del hombre de Estado.
El efecto que Cicerón pudiera buscar con el testimonio de Catón fue totalmente enterrado por lo que siguió.
Los últimos testigos fueron Fulvia y Sempronia. Ambas hablaron del modo en que había llegado el cadáver de Clodio a su casa del Palatino, transportado en una litera extraña, sin la compañía de amigos y sin explicaciones. Describieron en qué condiciones estaba el cadáver. Explicaron cómo los amigos y esclavos que habían sobrevivido habían vuelto a Roma de uno en uno, añadiendo cada uno algún horrible detalle a la catástrofe que había tenido lugar en la Vía Apia. Hablaron del joven hijo de Clodio, Publio, que había estado perdido durante toda la noche y de su pena y preocupación cuando supieron de la carnicería en la villa del Albano. Sempronia (la austera y orgullosa Sempronia) se derrumbó y lloró; pareció convertirse en la imagen de la irritada y anhelante abuela de cualquiera. Fulvia, que empezó recitando los hechos sin emoción y muy rígida, terminó con un grito de lamento que eclipsó incluso el de agonía de la noche de la muerte de su marido. Lloró, se mesó los cabellos y rasgó su estola.
Oí llanto cerca de mí y vi que la hija de Sexto Tedio se había cubierto la cara con las manos. Su padre observaba con la cabeza erguida, aparentemente avergonzado de semejante actuación.
Pero Tedia no era la única que derramaba lágrimas. Pensaba que sólo un milagro impedía que los clodianos iniciaran otra revuelta hasta que miré a mi alrededor y vi a muchos de ellos llorando también.
Cicerón no se atrevió a interrogar por segunda vez a las mujeres. El juicio se suspendió a la hora décima.
Así acabó el tercer día del juicio de Milón y el último dedicado a los testimonios. Habían pasado cien días desde la muerte de Publio Clodio. Un día más y el destino de Tito Anio Milón estaría decidido.
Aquella tarde, el tribuno Planco dirigió un contio final sobre la muera e de Clodio. Animó a los seguidores de Clodio a presentarse al día siguiente para oír la defensa. Los discursos de la acusación y la defensa tendrían lugar en el Foro, ya que podía acoger a muchos más espectadores que el atrio del templo de la Libertad. Aquellos que habían querido a Clodio debían hacerse ver y escuchar, dijo Planco, para que los jurados supieran cuál era la voluntad de la gente, y debían rodear completamente la corte para que, una vez fuera evidente el resultado del juicio, el traicionero y cobarde Milón no tuviera oportunidad de escaparse antes de que se anunciara el veredicto.
Aquella noche, durante la cena, Eco y yo hicimos un relato completo para Bethesda de todos los sucesos del día. Estuvo de acuerdo con la actuación de Fulvia.
– El dolor de una mujer es a menudo su única arma. Recuerda a Hécuba y a las troyanas. Fulvia ha utilizado su dolor donde ha causado más efecto.
– Me pregunto por qué no han llamado a Clodia a declarar -dijo Diana, que había estado tan absorta durante la comida que pensé que no estaba escuchando.
– Eso sólo habría redundado en perjuicio de Fulvia -dijo Eco
Y habría distraído a los jurados al recordarles ciertos rumores sobre la relación que había entre Clodia y su hermano.
– Y después de lo que Cicerón hizo con ella la última vez que apareció en un juicio, me sorprendería que volviera a aparecer en otro -dijo Bethesda-. ¿Ha asistido al juicio?
– No la he visto -dije y cambié de tema.
Aquella noche dormí mal, supongo que como muchos romanos. Me agitaba y daba vueltas y, finalmente, salí de la cama. Fui a mi despacho y busqué algo para leer. Leí los rótulos que colgaban de los papiros en sus casillas, murmurando para mí:
– ¿Cuál era la obra que tenía la famosa cita sobre los reyes con un final inesperado? Era Eurípides, ¿no? ¿Y por qué pienso en él esta noche? ¡Ah! Ya lo sé. Porque me recuerda el juicio de Sexto Roscio, la primera vez que trabajé para Cicerón; su primer gran triunfo en los tribunales. Y cuando todo había acabado (o casi), recordé haber citado a Tirón aquella frase de Eurípides. ¡Tirón era tan joven en aquel entonces! ¡Casi un niño! Y yo también era tan joven… ¿Cuál era la obra? No era Las troyanas ni Hécuba, fue Bethesda quien mencionó a Hécuba anoche en la cena. No, es de… Las bacantes.
Lo acaricié con los dedos. Lo saqué de su casillero, busqué algunos pisapapeles y lo desenrollé encima de la mesa.
Era uno de los libros más viejos que tenía pero aún estaba en buenas condiciones. El pasaje en el que estaba pensando se encontraba al final, recitado por el coro de frenéticos juerguistas de Dioniso:
Muchas son las máscaras de lo divino
y muchas cosas acaban los dioses
de manera inesperada
mientras el hombre conjetura
y lo esperado no se cumple.
Pero a lo no esperado
un dios halla solución.
Y así termina la obra.
Lo que ningún hombre esperaba…
¿Podría conseguirlo Cicerón? ¿Podría recitar un discurso…, uno de sus famosos discursos, encadenados con lógica, más allá de toda duda y de toda sospecha, divertidos y retorcidos…, capaz de convencer a los jurados de que declararan a Milón no culpable? Parecía imposible. Pero también lo habían parecido muchos de los casos en los que Cicerón había arrebatado el triunfo a la desesperación. Si alguien podía hacerlo…
Mientras enrollaba el papiro, se me rompió un trozo. Lancé una maldición. Era un papiro demasiado viejo. ¿Cuándo y dónde lo había conseguido? ¡Ah, sí! Me lo había dado Cicerón en persona, como muchos otros desde entonces. Aquél había sido el primero. Recordé que incluso me lo había dedicado.
Lo desenrollé para leer la dedicatoria que había escrito de su propia mano:
«A Gordiano, con afecto y buenos deseos para el futuro».
Se me heló la sangre en las venas. Siempre lo había sabido, pero ver la prueba ante mí…
Busqué el mensaje que habían enviado a Bethesda y lo puse al lado del papiro.
No temáis por Gordiano y su hijo. No han sufrido daños. A su debido tiempo, volverán con vosotros.
No cabía ninguna duda. La prueba estaba en la peculiar forma de la letra «G»…, en la forma en que había sido escrito mi nombre en ambos casos.
Había visto otros mensajes de Cicerón pero ninguno había sido escrito por su propia mano. Todos habían sido escritos por Tirón o por algún otro secretario. Pero la dedicatoria de Las bacantes era de su puño y letra, ya que yo había estado presente mientras la escribía.
Davo murmuró en sueños cuando lo zarandeé. Los otros guardaespaldas se agitaron en sus camas.
– Davo, levántate.
– ¿Qué? -Parpadeó, dio un respingo y se apartó de mí como si yo fuera un monstruo-. ¡Amo, por favor! -Su voz temblaba como la de un niño. ¿Qué demonios le ocurría?
– Davo, soy yo. Levántate. Te necesito. Tengo que salir.
El recorrido hasta la casa de Cicerón nunca me había parecido tan largo. La sangre me golpeaba en las orejas. No desperté a Eco para que fuera conmigo porque sabía que estaba muy resentido con Cicerón, al igual que yo. Lo que tuviera que decir a Cicerón se lo diría yo personalmente.
El portero de Cicerón me examinó a través de la mirilla. Abrió la puerta para que entrara, permitiendo que Davo entrara también y esperase en el vestíbulo. El interior estaba totalmente iluminado. Nadie se había ido a dormir temprano aquella noche.
Mientras me conducían hasta el despacho pude oír la voz de Cicerón resonando en el pasillo; y luego la risa sonora de Tirón.
Entré en el despacho. Cicerón y Tirón me saludaron con sendas sonrisas.
– ¡Gordiano! -Cicerón se adelantó un paso y me abrazó antes de que pudiera detenerle. Era un abrazo político; pareció rodearme por completo y, sin embargo, apenas me tocó. Se separó y me miró como un pastor a un cordero perdido-. Así que, en el último momento, vienes a mí. ¿Puedo atreverme a pensar, Gordiano, que esto quiere decir que por fin has recuperado el sentido común?
– ¡Oh, sí, Cicerón! Por fin he recuperado el sentido común. -Mi boca estaba tan seca que apenas podía hablar.
– Parece que necesitas beber algo. -Cicerón hizo una seña al portero y éste desapareció inmediatamente-. Debo decirte que el discurso ya casi está terminado. Pero no está escrito en piedra. Más vale tarde que nunca.
– ¿De qué estás hablando?
– Bueno, después de todo ese ir y venir a casa de Fulvia y de todo el tiempo que has pasado con Marco Antonio en el viaje, debes de estar bien enterado de lo que la acusación piensa hacer mañana. Puedo utilizar esa información para asegurarme de que todos mis alegatos darán en la diana. Cuantas menos sorpresas reciba de ellos, mejor. ¡Oh!, Gordiano, me tenías asustado. Creía que te habíamos perdido para siempre. ¡Pero aquí estás otra vez, en el lugar al que perteneces!
Miré alrededor. Tirón estaba sentado en medio de un montón de pergaminos enrollados y desordenados.
– ¿Está Celio aquí? ¿Dónde está Milón? El mero hecho de pronunciar su nombre me hizo apretar los puños. Aspiré profundamente. -Celio está en casa de su padre, probablemente durmiendo como un niño.
– ¿No debería estar aquí, trabajando en su discurso?
– En realidad… ¡Ah, aquí hay algo para mojarte la garganta! Tirón, ¿quieres una copa para ti?
Pensé rechazar la bebida, pero necesitaba un trago. Enarqué una ceja cuando me rozó los labios. Debía ser de la mejor cosecha de la casa.
– ¿No es un poco pronto para celebrarlo, Cicerón?
– ¡Ah! Sabes apreciar el Falerno. Bien. Tu aparición en mi casa es un buen motivo para brindar, Gordiano.
Dónde está Milón? -dije.
– Como puedes ver; aquí no. Imagino que estará en su casa con Fausta, disfrutando de dulces sueños sobre el consulado que tendrá al año que viene. ¿Querías verlo?
Era una pregunta difícil de contestar.
– No -dije. Quena conservar la cabeza, lo que no- habría sido posible en presencia de Milón. Apuré mi copa de vino.
– ¡Gordiano, pareces asustado! Terminaremos con este asunto tan pronto como podamos para que puedas volver a casa y dormir un rato. Has dicho que Celio pronunciará un discurso. En realidad, sólo un abogado intercederá por Milón mañana: yo.
– ¿Todos los demás han salida huyendo? ¿Incluso Celio?
Por fin había conseguido echar un jarro de agua fría sobre su entusiasmo.
– No se trata de eso. Esa idea de que todos sus amigos lo han abandonado es un rumor maligno que han difundido los clodianos, los mismos que aseguran que quiere asesinar a Pompeyo y destruir el Estado. Esperan hacerme aparecer como un tonto y asustarlos a todos para que abandonen a Milón. Pero te aseguro que los mejores hombres de Roma apoyan a Milón y estarían encantados de comparecer como informadores de la conducta en beneficio suyo. ¡Pero las reformas de Pompeyo han eliminado a este tipo de testigos! Podría reunir tantos ex magistrados y cónsules que rodearían todo el Foro y hablarían de las virtudes de Milón durante horas. Pero Pompeyo sólo quiere testigos oculares…, gente como ese desfile de sujetos lamentables que hemos tenido que soportar durante los tres días últimos.
– Si los amigos de Milón todavía le apoyan, ¿por qué vas a ser tú el único que haga un discurso?
– ¡De nuevo las reformas de Pompeyo! La defensa tiene sólo tres horas (¡tres horas!), para defender el caso. ¿Recuerdas cómo era antes?
Un hombre tenía dos o tres abogados que podían hablar durante todo el tiempo que desearan. No necesito decirte que yo empiezo a calentarme al cabo de tres horas. La verdad es que no quiero compartir el tiempo con nadie más. Para la acusación aún es peor; ellos sólo tienen dos horas. Bien, deja que los tres abogados tropiecen unos con otros y lean sus notas a toda velocidad. Harán precipitados y confusos discursos y luego yo aprovecharé mi tiempo para arrastrar a los jueces, lentamente, firmemente, irresistiblemente a nuestro campo.
Se sirvió una buena dosis de vino de Falerno. ¿Cuándo había empezado Cicerón a beber como un hombre?
– No creas que no puedo hacerlo -continuó-. Espera a oír mi discurso. Es mi obra maestra, Gordiano. ¿Estoy fanfarroneando, Tirón, o es la pura verdad?
Tirón esbozó una sonrisa maliciosa.
– Es un discurso muy bueno.
– ¡Nunca había escrito uno mejor! Y mi oratoria nunca había sido tan buena. Fascinaré al jurado con las primeras palabras, los estrecharé contra mí como si fueran un amante hasta que no tenga nada más que decir y, después dé haberlo hecho, desafiaré a cualquier hombre a que se enfrente a Milón.
El vino y la curiosidad habían enfriado mi ira. Decidí escuchar un rato, tomarme mi tiempo y oírle. Sería la última vez que lo hiciera. Una vez le dijera lo que había ido a decirle, no volveríamos a intercambiar palabra.
– ¿Cómo lo harás, Cicerón? ¿Cómo seducirás al jurado?
– Bueno, no puedo leerte todo el discurso ahora mismo; no hay tiempo. Esbozó una sonrisa irónica-. Además, a lo mejor eres un espía enemigo, Gordiano. ¿Has venido a descubrir mis juegos de palabras y mis dobles sentidos antes de que estén listos? ¡No permitiré que la acusación conozca mis metáforas y alusiones históricas para que las eche a perder! Pero te haré un resumen general. Quizá te dé alguna idea de cómo puedes ayudarme.
– ¿Ayudarte?
– Quizá la acusación tenga un punto débil que se me haya escapado, algo que tú sepas y yo no; algún punto que tengan intención de recalcar y que yo no haya previsto. Probablemente, tú has tenido oportunidad de conocer informaciones que incluso a mis espías se les han pasado por alto. ¡Has estado repantigado en la litera de Clodia, de campamento con Marco Antonio…; eres un hombre valioso, Gordiano! Siempre lo he dicho. Y nunca te he dado la espalda, sin importarme lo equivocado que hayas podido estar de vez en cuando. No puedes imaginarte cuánto me he alegrado cuando ha venido el portero diciendo que estabas aquí. Eres la última persona que habría esperado ver esta noche. Gordiano el Sabueso, siempre lleno de sorpresas. «Me ayudará a coronar mi obra maestra con los últimos toques», eso es lo que dije, ¿no es cierto, Tirón?
– Desde luego que sí -Tirón parecía muy cansado. Pensé que, con su delicada constitución, debería estar en la cama. ¿O acaso parpadeaba y entornaba los ojos para evitar mirarme? ¿Habría formado parte de la conjura contra mí? La idea me ponía enfermo, pero su lealtad hacia Cicerón siempre había eclipsado cualquier otra cosa en su vida.
– Lo más importante de mi discurso -continuó diciendo Cicerón lleno de entusiasmo- es que fue Clodio el que planeó una emboscada contra Milón y que a Milón no le quedó más remedio que defenderse. ¡Fue un homicidio justificado!
– ¿Y qué pasa con los hechos, Cicerón? -dije.
¡Oh! Tendré que recordarle al jurado ciertos actos…, como que Clodio tenía un largo historial de conducta criminal contra los dioses y el Estado. Y el hecho de que, incluso mientras estaba de camino en la Vía Apia, trabajaba para reorganizar el sistema de votos y procurar para sí mismo y para su chusma de esclavos liberados aún más poder. Y, ciertamente, no pienso permitir a nadie olvidar el hecho de que Clodio era uno de los más libertinos y pervertidos hombres que ha habido en esta ciudad.
– Pero Clodio no tendió una emboscada a Milón. ¿Tengo que repetirlo más lentamente? Clodio… no… tendió una emboscada… a Milón.
Cicerón se detuvo.
– Este asunto de la emboscada, de quién conspiró contra quién, de quién esperaba a quién…, es teoría, ¿no lo ves? Considéralo una estratagema literaria. Mi amigo Marco Bruto dice que debo tener en cuenta que se da por hecho que Milón asesinó a Clodio intencionadamente, con conocimiento de causa y premeditación, y alegar que el homicidio estaba justificado ya que Milón actuó para salvar al Estado de un hombre peligroso. Bueno, quizá Bruto se las arreglara con ese argumento, pero yo no. Recordaría a los oyentes mis manejos con Catilina y sus seguidores. Milón no debe padecer por los avatares de mi consulado. Por lo tanto, esa línea de defensa queda cerrada. Así que alegaré que ni Milón ni sus hombres fueron responsables en última instancia de la muerte de Clodio, al menos técnicamente. Ése ha debido de ser el caso, como estoy seguro de que habrás descubierto tú mismo con tus indagaciones…
– ¿De qué estás hablando?
– No seas modesto conmigo, Gordiano. Es demasiado tarde para eso. Sin embargo, para defender la inocencia de Milón, tendría que introducir algunos razonamientos bastante oscuros y además, ese enfoque no tendría un sentido temático; descuidaría el argumento más persuasivo de todos, que Clodio era un peligro inmediato para Milón y un peligro permanente para el Estado. No, utilizaré la emboscada…
– Cicerón, no hubo emboscada por ninguna de las partes.
– Ya, pero ¿cómo lo sabes, Gordiano?
– Porque fui allí. Vi el lugar. Hablé con los testigos.
– ¡Ah! Fuiste, viste, hablaste…, pero los jueces no han hecho nada de eso. Me corresponde a mí dar forma a sus percepciones.
– Pero los jueces ya han oído a los testigos.
– Sí, por desgracia. ¡Las innovaciones de Pompeyo! Según el proceso tradicional, los abogados habrían presentado sus argumentos al principio y dado forma a la opinión del jurado antes de que escucharan a los testigos. Pero no importa. ¿Crees que los jueces estarán pensando todavía en esa puta sacerdotisa y en su patético hermano, o en esa mujer increíblemente vulgar de la posada después de haberme oído defender a Milón durante tres horas? Yo creo que no. -Vio mi cara de consternación y sonrió-. No lo entiendes, por lo que veo. Dudas que pueda haber un discurso tan persuasivo. Pero créeme, éste es mi mejor discurso; es con diferencia una de las mejores obras de oratoria que jamás haya escrito. No puedes ni imaginar el trabajo que me ha dado.
– Querrás decir el fraude.
¡Gordiano! -Sacudió la cabeza, no disgustado (estaba demasiado entusiasmado para eso), sino consternado-. Muy bien, fraude. ¡Composición, astucia, fraude, llámalo como quieras! ¿Desde cuándo tienes esa reverencia excesiva, infantil diría yo, por la verdad absoluta y completa? Esa obsesión tan peculiar… ¿de dónde la has sacado? Si la simple verdad pudiera enviar ejércitos a la batalla e influir en los jueces, si los hombres pudieran responder como es debido diciéndoles la verdad, ¿crees que utilizaría otras armas? Sería tan fácil… Pero la verdad no es suficiente; ¡a menudo es lo peor para un hombre con una causa! Por eso tenemos la oratoria. ¡La belleza, el poder de las palabras! Gracias a los dioses por el regalo de la oratoria, y gracias a los dioses por los hombres que son lo bastante inteligentes y lo bastante sabios para inclinar esa verdad de cuando en cuando con el fin de mantener el Estado libre y unido. Lo más importante de la audiencia de mañana no es determinar quién hizo qué en la Vía Apia. Lo más importante, lo absolutamente importante, es que al final del día Milón sea libre. Si la verdad impide este objetivo tendremos que prescindir de ella. No sirve a ningún propósito. ¿No te das cuenta, Gordiano? Es algo tan elemental…
Ya había oído bastante.
– ¿Y mi encierro? ¿También es algo elemental?
Cicerón palideció.
– ¿Qué quieres decir?
– Cuando estaba atrapado en aquel inmundo pozo, alguien escribió un anónimo a mi mujer diciéndole que no se preocupara. Encontré una muestra de aquella escritura…, una viejísima inscripción en un papiro…, que era igual a la de la nota. Tú escribiste el anónimo, Cicerón. ¿Lo niegas?
Cruzó las manos tras la espalda y comenzó a andar. Miró a Tirón, que lo miraba expectante con el ceño fruncido. -Escribí la nota a tu mujer, sí.
– ¿Cuál fue tu participación? ¿Lo sabías desde el principio? ¿Fuiste tú el que planeó el ataque?
Hizo una mueca, como un hombre que tuviera que meterse en algo blando y maloliente.
– Cuando supimos que te habías puesto en camino hacia Bovilas, Milón pensó que te habías convertido en un peligro para él. No habló de otra cosa durante varios días. ¿Quién sabía lo que descubrirías? ¿Para quién estabas trabajando? Traté de disuadirle pero Milón es un hombre muy obstinado. Estaba dispuesto a librarse de ti…
– ¿A matarme, quieres decir?
– A impedir que regresaras a Roma. Sí, su primera intención era asesinarte. Se lo prohibí. ¿Me oyes, Gordiano? Le prohibí mataros a ti y a tu hijo. Le recordé los hombres que tenía prisioneros en su villa de Lanuvio, los testigos que sus hombres habían atrapado en la Vía Apia. Si tenía prisioneros a aquellos hombres, ¿por qué no hacer lo mismo contigo y con tu hijo? Insistí en que fueras perdonado, ¿lo entiendes? Milón se comprometió a detenerte simplemente, y sólo hasta que la crisis terminara. Luego Eco y tú seríais liberados sin haber sufrido daño.
– Los hombres que escaparon de Lanuvio dijeron que Milón había decidido matarlos.
– Sólo fue un rumor, pero aunque fuera cierto, no tenía nada que ver contigo. Tenía la palabra de Milón de que no te haría ningún daño. ¡La palabra de Milón!
– ¿Sufriste algún daño? ¿Fuiste maltratado? ¿Lo ves? Mantuvo su palabra. A pesar de todo, estaba muy preocupado por tu familia, ya que sé lo mucho que te quieren y lo mucho que te echarían de menos y se preocuparían por ti. ¡No fui tan frío ni tan duro como para pasarlo por alto! Así que le escribí una nota a tu esposa para calmar su miedo. La escribí con mi propia mano e hice que la llevara un esclavo analfabeto. Debería haber sabido que al final me descubrirías, Gordiano. ¡No se te escapa nada! Pero era lo que tenía que hacer. Ni siquiera ahora lamento haberlo hecho.
Estaba erguido con la barbilla levantada, como un oficial cuyo honor hubiera sido manchado después de un acto de valentía. Le miré con la boca abierta.
– Realmente estás orgulloso de ti mismo, ¿no es cierto? Orgulloso porque convenciste a Milón de que me secuestrara en lugar de matarme…
– ¡Te salvé la vida, Gordiano!
– Y orgulloso por haber escrito dos líneas a mi mujer en lugar de liberarme.
Suspiró ante mi obstinación.
– A veces, Gordiano, para defender la libertad, acciones que de otra forma serían reprobables no sólo están justificadas, sino que son inevitables.
Sacudí la cabeza.
– Tirón, ¿lo has oído? ¿Lo estás copiando? ¡Seguro que tu amo podrá utilizarlo en el discurso de mañana!
Cicerón apretó los dedos.
– Gordiano, algún día reflexionarás sobre este episodio y te darás cuenta de que fuiste llamado para sacrificarte en beneficio del Estado. Puede que Milón estuviera equivocado al pensar que tenía que apartarte de Roma durante un tiempo. ¡Deberías sentirte halagado de que te considerara tan peligroso! Pero piensa en lo más importante. Es beneficioso…, muy beneficioso…, que Clodio esté muerto y sería un completo desastre que los enemigos de Milón consiguieran enviarle al exilio.
– Un desastre para Milón, querrás decir.
– ¡Sí! Y un desastre para mí… y para cualquiera al que le preocupe que Roma siga siendo una república. Necesitamos hombres como Milón y Catón y, sí, como yo mismo. ¡No se puede desperdiciar a ninguno de nosotros! Te has relacionado con Pompeyo. Has conocido personalmente a César. ¿Realmente te gustaría que ellos fueran los que tomaran todas las decisiones? Si llegamos a eso, si todos los hombres buenos son eliminados uno por uno y el poder del Senado disminuyera hasta convertirse en nada y César y Pompeyo fueran los únicos que quedaran, ¿cuánto crees que duraría su compadraje? ¿Te imaginas otra guerra civil, Gordiano? Eres lo bastante viejo para recordar a Mario y a Sila. Cuánto más terrible sería ahora, con el mundo entero en llamas. ¿Quién quedaría para recoger los pedazos?
Inclinó la cabeza como si de repente le pesara la hora.
– Todo lo que hago, todo, es prevenir el curso de los acontecimientos. Piénsalo, Gordiano, y considera que este insignificante asunto, esta pequeña injusticia de Milón contigo, sólo fueron unos pocos días de tu vida encerrado. ¿Deseas ser compensado? ¿Es una indemnización lo que buscas? ¿Eso te dejaría satisfecho? ¿O puedes hacer un esfuerzo para ver el cuadro completo y sacar tus propias conclusiones sobre tu pequeña participación en él? Este juicio no es sólo sobre Milón y Clodio. Es sobre el futuro de la República. Si la verdad ha de ser disfrazada, si tu familia y tú tenéis que sufrir un poco en nombre dé esa causa, ¡hacedlo!
Levantó la cabeza y me miró fijamente, esperando mi reacción.
– ¡La belleza, el poder de las palabras! -dije finalmente, imitándole-. ¡Maldigo a los dioses que nos dieron la oratoria! ¡Y maldigo a los hombres inteligentes como tú, que disfrazan el significado de palabras como libertad y justicia! Este asunto todavía no ha terminado, Marco Cicerón. En cuanto a Milón, espero sentirme vengado por su ofensa mañana, cuando el tribunal decida su destino.
Me di la vuelta para salir, pero antes miré a Tirón. Había permanecido en silencio y con la mirada desviada durante toda la conversación.
– ¿Tú lo sabías? -dije.
Cuando Tirón vaciló, Cicerón contestó por él.
– Tirón no sabía nada del secuestro. Milón y yo nunca lo comentamos en su presencia. El hecho es que no confiaba en que pudiera mantener la boca cerrada al respecto. Tirón siempre ha tenido cierta debilidad por ti, Gordiano. Yo también, ya que escribí esa nota a tu esposa. Tirón habría hecho alguna tontería mayor. No sabía nada.
Miré fijamente a Tirón, que seguía sin mirarme a los ojos.
– Así que también has decepcionado a Tirón. Puedo creerlo. No es tan buen actor como tú, Cicerón; su sorpresa y alivio cuando nos encontramos en la Vía Flaminia eran demasiado genuinos para ser fingidos. Pero Tirón… ¡Tirón, mírame! Debías de sospechar algo. Exceptuando a Milón, ¿quién tenía motivos para secuestrarnos? ¿Cómo podía no saberlo Cicerón?
Tirón se mordió el labio inferior.
La idea se me había ocurrido. Pero no pregunté. Supongo que, en realidad, no quería saberlo. Tengo muchas cosas en la cabeza…
– Dime sólo una cosa, Tirón. Sólo una, y dime la verdad. ¿Lo harás por mí?
Tirón me miró con desamparo.
– Sí, Gordiano.
– ¿El discurso para Milón… ¿es tan bueno como asegura Cicerón? ¿O es su vanidad la que habla por él? Dime lo que piensas realmente.
– La verdad, Gordiano?
– Nada más.
– El discurso de Cicerón para Milón es… -Tirón suspiró-. Cicerón nunca ha escrito un discurso mejor. Nadie lo ha hecho. Es mi opinión sincera. Si algo puede salvar a Milón es este discurso. El jurado llorará. Va a ser la mejor hora de Cicerón.
– Esto no era lo que quería oír. «Que los dioses nos ayuden», pensé mientras salía del despacho y los dejaba continuar con su trabajo.
Mientras volvía a casa, no podía quitarme de la cabeza una de las frases de Cicerón. Todo lo que había dicho no tenía sentido, por supuesto, pero había algo que aún tenía menos sentido que el resto. «Alegaré que ni Milón ni sus hombres fueron responsables en última instancia de la muerte de Clodio, al menos técnicamente. Ese ha debido de ser el caso, como estoy seguro de que habrás descubierto tú mismo con tus indagaciones…» «Sin embargo, para defender la inocencia de Milón, tendría que introducir algunos razonamientos bastante oscuros…»
¿Qué demonios habría querido decir con eso? Deseé haberme mantenido más frío y haberle preguntado; ahora ya no podía volver atrás. Probablemente no había querido decir nada, me dije, simplemente daba vueltas a las palabras para llenarme de dudas y arrojar polvo a mis ojos, como intentaría hacer con el jurado al día siguiente.
El cuarto y último día del juicio de Milón me desperté con el canto de los pájaros en el jardín. Habían florecido más plantas durante la noche. Las abejas y mariposas ya estaban trabajando en los capullos. Me dieron ganas de olvidarme del juicio y quedarme en casa. ¿Por qué no pasar el día disfrutando del sol de abril en mi jardín? Pero los lastimeros ojos de la Minerva rota no me dejarían olvidar lo que se estaba cociendo en el Foro.
Davo y otro guardaespaldas se habían levantado mucho antes del canto del gallo y habían salido con las sillas plegables para buscarnos un sitio. Menos mal, porque nunca había visto el Foro tan abarrotado como aquel día. Por orden de Pompeyo, las tabernas estarían cerradas durante el juicio. Sin duda, la intención de Pompeyo era evitar alborotos provocados por borrachos, aunque los tribunos radicales tenían sus propias razones para alegrarse; al estar cerradas las tabernas, incluso los seguidores menos entusiastas no tendrían nada mejor que hacer que asistir al juicio del Foro. A pesar de la aglomeración, Davo había conseguido colocar nuestras sillas al principio de la multitud.
Dominando todo el lugar estaban las tropas de Pompeyo. Todos los lugares elevados (escalinatas de templos, muros, rampas o pedestales) habían sido ocupados por los soldados la noche anterior. Las tropas rodeaban completamente el Foro. En los numerosos puntos de entrada retenían a ciudadanos de aspecto pacífico para registrarles en busca de armas escondidas. Pompeyo en persona había sido advertido para que se quedara en su fortaleza, de la que no tendría que salir hasta que se hubiera pronunciado el veredicto. Me sentía como si me hubiera despertado en otra ciudad, en un lugar gobernado por una autocracia militar, de no ser porque los autócratas no permiten los juicios públicos. Había un aire de confusión e incertidumbre, casi de irrealidad.
Sin embargo, todo el mundo se comportaba con suavidad. Milón y Cicerón habían llegado antes que la mayoría de los presentes, en una liétera cerrada y sin adornos, para que su llegada pasara inadvertida, lo que sin duda sucedió. Estuvieron fuera de la vista en la litera, rodeados por guardaespaldas, hasta que el juicio estuvo a punto de comenzar. Los tres acusadores llegaron a pie en medio de una explosión de vítores, rodeados por una comitiva de secretarios y guardaespaldas. Los oficiales de la corte sacaron sus enormes urnas; éstas contenían las bolas de madera en las que cada candidato a jurado había escrito su nombre. Las bolas fueron sacadas al azar una por una hasta llegar a los 81 jueces elegidos; entre ellos se encontraba Marco Catón. Después de los discursos de la acusación y la defensa, se permitiría a cada parte quitar 15 jueces cada una, con lo cual quedarían 51 hombres para dar el veredicto.
Domicio llamó al orden al tribunal. La acusación comenzó con sus discursos al momento.
Como Cicerón había previsto, los tres discursos parecieron excesivamente cortos; parecían más el resumen que el propio discurso. A pesar de todo, fueron potentes. Como era normal en aquellos días, los acusadores habían dividido varios aspectos del caso entre ellos, de acuerdo con su habilidad y disposición.
Apenas sabía nada de Valerio Nepote pero había oído que su fuerte era la narrativa, por lo que no me sorprendió que se encargara del primer discurso. Describió el incidente real con grandes florituras, utilizando toda la potencia de su voz e incidiendo en los detalles más horribles para levantar gruñidos y gritos de indignación en los espectadores. Su lamento final estaba tan lleno de dolor que pareció lanzarlo para evitar tirarse de los pelos. Nepote habría hecho un papel excelente en un escenario, pensé, dando vida al ciego Edipo o al atormentado Áyax.
Marco Antonio, el táctico, desarrolló el siguiente discurso. Se basó en que Milón había planeado deliberadamente el asesinato de Clodio, citando la prueba de que Milón tenía espías entre los esclavos de Clodio e incidiendo una y otra vez sobre la complicada cronología de los movimientos de Milón y Clodio el día de los hechos. Antonio era el hombre adecuado para un discurso que se basaba, por necesidad, en semejante concentración de detalles. Un orador más emotivo, como Nepote, lamentándose sobre los horarios se habría arriesgado a parecer absurdo. Un orador serio como Pompeyo habría hecho dormir a los asistentes. La mezcla de la rudeza de un soldado con la innata sinceridad de propósito de Antonio mantuvo la atención del jurado.
Apio Claudio, el sobrino del muerto, se encargó del sentimental final, una apología llena de compasión. Aparentemente dominado por el dolor, se atragantó a menudo con las lágrimas y tuvo que hacer varios esfuerzos para recuperar la compostura. En un, resumen general hizo orgullosas referencias a la grandeza de los antepasados de Clodia y a la profunda ironía de que hubiera encontrado una muerte tan brutal en el famoso camino que Apio Claudio Ceco había construido y que estaba rodeado de tumbas y santuarios de tantos miembros de su noble familia.
Durante los discursos, observé las reacciones de Milón y Cicerón. Muchos defensores traen una horda de familiares para que los rodeen durante el juicio, pero Milón estaba sentado solo, con los brazos cruzados. De acuerdo, sus padres estaban muertos, pero ¿dónde estaba su mujer? El hecho de que Fausta Cornelia no estuviera a la vista durante el juicio de su marido contaría en contra de él. Dada su reputación, imaginaba el tipo de chistes con que los clodianos explicarían su ausencia.
¿Y en qué estaría pensando Milón para presentarse a su propio juicio con una toga blanca como la nieve sin siquiera un remiendo o un desgarrón? Su pelo parecía recién cortado y peinado y su mandíbula estaba tan bien rapada que tenía que haberse hecho atender del barbero aquella misma mañana, antes de salir de casa. Sacudí la cabeza ante semejante audacia. Incluso el siempre sarcástico Celio había tenido en su juicio el sentido común (metido a la fuerza por Cicerón) de vestir una vieja y raída túnica y parecer al menos un poco despeinado y los padres de Celio habían aparecido con togas rasgadas, los ojos enrojecidos de tanto llorar y agotados por la falta de sueño. Se da por sentado que un acusado romano ha de parecer tan patético como le sea posible para atraer la compasión de los jueces. Es una simple formalidad, pero todo el mundo la acata por respeto a la tradición legal. Al aparecer como si estuviera cortejando a una viuda o posando para un retrato, Milón estaba burlándose deliberadamente no sólo del jurado, sino de todo el proceso judicial.
Quizá era una de las cosas que preocupaban a su abogado aquel día. Cicerón parecía distraído y totalmente distinto de la noche anterior. ¿Dónde estaba su excitación, su entusiasmo? Tenía la mirada perdida, su mandíbula estaba rígida y daba un respingo cada vez que oía un ruido inesperado entre la multitud. Jugaba con trozos de pergamino, garabateaba notas en una tablilla de cera, no dejaba de cuchichear con Tirón y parecía que apenas prestaba atención a la acusación. Sólo una vez pareció volver a la vida, durante el discurso de Antonio. Antonio estaba tratando de demostrar que la pausa que había hecho Milón en Bovilas para dar de beber a los caballos había sido para matar el tiempo mientras esperaba la noticia de que Clodio había dejado su villa y estaba de camino; así podría asegurarse de cruzarse con él y comenzar un ataque deliberado. Para desarrollar su teoría, Antonio necesitaba establecer la hora exacta en que había tenido lugar el incidente e hizo hincapié en ese punto repitiendo: «¿Cuándo fue asesinado Clodio? ¿Cuándo, os pregunto…, cuándo fue asesinado Clodio?».
Cicerón, en voz alta, dijo:
– ¡No lo bastante pronto!
En el silencio que sobrevino hubo alguna risa dispersa, pero también expresiones de sorpresa en los jueces y una explosión de insultos entre la multitud. La fría sonrisa de Cicerón se desvaneció. Milón se puso rígido. Incluso Antonio, que se había enfrentado a los bárbaros en la batalla y no tenía motivos para sentirse amenazado por la multitud, se adentró en la Columna Rostral y palideció. Me levanté y giré la cabeza para ver lo que ellos veían: un mar de puños levantados y rabia y caras que gritaban nos rodeaban por todas partes. Las expresiones de furia no eran del tipo de las que se encontrarían en saqueadores o en soldados; tenían un aire de pura rabia, como la locura de un fanático religioso. Era algo espeluznante; incluso algunos de los soldados retrocedieron visiblemente al verlo. Aquélla era la gente de Clodio, los airados y desposeídos, los degradados, los desesperados. Eran una fuerza que no había que despreciar.
En aquel momento pensé que el juicio estaba a punto de llegar a un brusco final. Se organizaría una revuelta, asesinatos, mutilaciones y derramamiento de sangre aunque las tropas de Pompeyo estuvieran por todas partes. Pero incluso mientras maldecían y sacudían los puños, los clodianos reprimieron su violencia. El ambiente general les prometía una satisfacción mayor: la venganza de su líder muerto y la destrucción de Milón. Los soldados golpearon el suelo con la punta de las flechas e hicieron resonar las espadas contra sus armaduras hasta que la multitud se calmó.
Antonio esbozó una sonrisa.
– La hora en cuestión, Cicerón, era la décima del día. -La multitud estalló en carcajadas. La cara de Cicerón parecía de cera.
Antonio terminó su discurso. Apio Claudio recitó sus alabanzas sobre su tío, lo que provocó lágrimas en muchos componentes de la multitud e incluso del jurado. Pensé que era mejor que lloraran a que se enfadaran.
Entonces le llegó el turno a Cicerón.
Seguro que preparaba alguna artimaña, pensé cuando Cicerón golpeó el suelo con la tablilla de cera y tropezó con la silla. ¿Estaría haciéndose el torpe para ganarse la compasión de un público hostil? Los mismos que habían estado llorando un momento antes empezaron a reír y a burlarse. Milón hizo una mueca, apretó más los brazos cruzados alrededor del pecho y levantó los ojos al cielo. Tirón se mordió el labio inferior y se apretó la cara con las manos; luego pareció darse cuenta de.lo que estaba haciendo, apartó las manos y adoptó una expresión indiferente.
La voz de Cicerón temblaba cuando comenzó el discurso. Había vibrado igual la primera vez que le oí hablar en público, en el juicio de Sexto Roscio; pero aquello había sido muchos años antes y, desde entonces, Cicerón se había convertido en el mejor de los oradores de su tiempo, saltando de triunfo en triunfo. Incluso en sus días más oscuros, cuando Clodio estaba tratando de que lo exiliaran, su insolencia y su sentido de la justicia le habían dado una voz firme aunque no siempre amigos firmes.
Pero en aquel momento su voz temblaba.
– ¡Distinguidos jueces! ¡Distinguidos…, qué gran oportunidad se os presenta hoy! Qué vital decisión tenéis en vuestras manos…, en vuestras manos y sólo en las vuestras. ¿Debería un buen hombre, honorable ciudadano y servidor del Estado…, debería ser forzado a languidecer con lamentables privaciones…? Aún más, ¿debería la misma Roma sufrir continuas humillaciones… o vais a poner un final…?; es decir, con vuestra firme, valiente y sabia decisión, ¿pondréis final a la larga persecución, tanto del hombre como de la ciudad, por brutos sin ley?
Hubo otra explosión de gritos en la multitud. El ruido era casi como un ataque físico. Cicerón pareció acobardarse y retrocedió en la Columna Rostral. ¿Dónde estaba el gallo presumido que se envalentonaba ante la multitud en lugar de amedrentarse? Todavía me inclinaba a pensar que su timidez era una pose. ¿Qué otra explicación había?
El furor se calmó por fin lo suficiente para que pudiera continuar.
– Cuando mi cliente… y yo…, cuando entramos en política…
– Pero ¿cuándo la vais a dejar?
¡No lo bastante pronto! -respondió un coro de voces al que siguió una explosión de estridentes carcajadas.
– Cuando empezamos a dedicamos a la política -continuó Cicerón en voz más alta-, teníamos grandes esperanzas de que honorables recompensas por servicios honorables sembrarían nuestro camino. En cambio, sufrimos de un miedo constante. Milón siempre ha sido especialmente vulnerable ya que deliberadamente…, deliberadamente y con valentía…, se ha colocado en el primero…, quiero decir en la vanguardia…, en la lucha de los verdaderos patriotas contra los enemigos del Estado…
Hubo otra explosión de gritos, tan fuerte que me hizo daño en los oídos. Milón se había encogido tanto en su silla y se abrazaba tan estrechamente que parecía haberse fundido. Su expresión era de extremo disgusto. Tirón retrocedía cada vez que Cicerón vacilaba y empezó a morderse las uñas.
Desde aquel momento, el bramido de la multitud fue constante. Cada vez que Cicerón se las arreglaba para hacerse oír, parecía recitar confusos fragmentos de varios discursos. En varias ocasiones se perdió, murmuraba para sí y comenzaba por algún punto que ya había dicho. Su voz vacilaba continuamente. Incluso conociendo sus intenciones (acusar a Clodio de la emboscada y exonerar por completo a Milón), me resultaba imposible encontrar un sentido a sus palabras. Por la expresión de sus caras, los jueces estaban igualmente confundidos.
Los discursos de Cicerón habían producido en mí varias reacciones a lo largo de los años: indignación ante su habilidad para retorcer la verdad, admiración cercana a la reverencia ante su habilidad para elaborar una argumentación lógica, simple asombro ante su prodigioso amor propio, rencoroso respeto ante su lealtad para con los amigos, consternación por su demagogia desvergonzada, porque Cicerón siempre estaba dispuesto a explotar los sentimientos religiosos y los prejuicios sexuales de sus oyentes para conseguir sus propios fines. En aquel momento empezaba a sentir algo que no había sentido nunca, algo que habría creído imposible: me sentía avergonzado por él.
Aquélla debería haber sido su mejor hora. Cuando defendió a Sexto Roscio y se arriesgó a ofender al dictador Sila era demasiado joven para hacerlo mejor; incitar a la gente contra Catilina había sido muy fácil; destruir a Clodia en su discurso en defensa de Marco Celio había sido un acto de venganza personal. Aquélla era una situación que requería verdadero valor y resistencia heroica. Si se hubiera mantenido en su terreno frente a la muchedumbre airada, si hubiera podido mirarles fijamente y con todo el poder de su oratoria haberles obligado a escuchar…, ¡qué broche de oro habría sido, tanto si ganaba el caso como si no! Habría alcanzado la gloria incluso con el fracaso.
En cambio, era el retrato de un hombre acobardado por el miedo. Balbuceaba, desviaba la mirada, sudaba, tropezaba con las palabras. Era como un actor entorpecido por el miedo escénico. Ningún hombre podría ser culpado por amilanarse ante aquella multitud, pero semejante reacción en Cicerón era difícil de digerir. Una actuación tan pobre quitaba a sus palabras todo el peso que hubieran podido tener. Las pocas frases audibles de su discurso parecían inconexas, forzadas, artificiales y falsas. Tenía la impresión de estar viendo a un actor de segunda haciendo una mala parodia de Cicerón. Más que sentirme avergonzado, casi sentía pena por él.
Milón cada vez estaba más nervioso, hasta que pareció que estaba a punto de salirse de su propia piel. Se inclinaba hacia Tirón y se enzarzaba en discusiones en voz muy baja. Milón, sospecho, quería llamar a Cicerón para que abandonara la Columna Rostral y salir él a hablar en su propia defensa; Tirón se las arregló para convencerle de que no lo hiciera.
La multitud pronto ideó un juego con sus gritos. Nunca había visto una masa de gente actuar como si tuvieran un solo cerebro. Se quedaban en silencio durante el tiempo suficiente para que Cicerón se hiciera oír, se echaban a reír cuando balbuceaba o se confundía y luego esperaban que llegara al punto culminante de lo que estaba diciendo para dejar escapar un bramido ensordecedor. Su actuación era extraña, como orquestada por una mano invisible. El espíritu de Clodio parecía guiarlos aquel día.
Aquel desastre parecía que iba a durar siempre. De hecho duró bastante menos que las tres horas asignadas a la defensa. Finalmente, Cicerón se acercó al final de su discurso.
– Milón nació para servir a su nación. No sería justo que le fuera prohibido morir dentro de sus fronteras…
¡Pues quitémosle la vida ahora mismo! -gritó alguien.
– Distinguidos jueces, ¿creéis que es justo desterrarle de nuestro suelo? Enviad un hombre como Milón al exilio y será ansiosamente bienvenido en cualquier otra ciudad…
– ¡Pues enviadle! ¡Enviadle! ¡Exilio! ¡Exilio! -La palabra se convirtió en un cántico que resonó a lo largo y ancho del Foro.
Cicerón no esperó a que el canto se desvaneciera para terminar su discurso. Continuó con voz ronca entre el creciente rugido de la multitud.
– Os ruego y suplico, honorables jueces, que en el momento de votar os atreváis a expresar lo que sentís. Creedme: vuestra virtud, vuestro sentido de la justicia y vuestra lealtad tendrán principalmente la aprobación de aquel que, al elegir a los jueces, escogió a los más íntegros, a los más sabios y a los más valientes de toda Roma.
¿Así que aquél era el último ruego? ¿Que un voto que exculpara a Milón complacería al Grande, al único cónsul y seleccionador de jueces y jurados? Si aquél era su argumento final, era justo que la voz de Cicerón fuera ahogada por la multitud.
Una vez terminados los discursos, cada una de las partes estaba autorizada a eliminar quince jueces. Se hizo rápidamente ya que tanto la acusación como la defensa habían preparado una lista de los que consideraban indeseables.
Ya sólo faltaba que votasen los cincuenta y un jueces que quedaban. A cada uno se le dio una tablilla con cera en ambas caras con la letra A (de absolución) en una y la letra C (de condena) en la otra. El jurado borraba una de las letras y dejaba la otra para señalar su decisión. Se recogían las tablillas antes de contarlas para que el voto de cada juez fuera secreto. Domicio supervisó el recuento de tablillas mientras las separaban en dos montones. Desde donde estaba sentado, podía ver que uno de los montones medía casi tres veces más que el otro.
Domicio anunció el resultado. Treinta y ocho votos de condena. Trece de absolución.
El fracaso era aplastante. Sin embargo, Milón había conseguido más apoyo en el jurado del que yo esperaba. Lo que es bastante extraño es que en aquel momento sentí una punzada de simpatía por él. Era el responsable de algunos de los días más negros de mi existencia; deliberadamente me había separado de mi familia y me había tratado como a un animal. Pero el tiempo que había pasado en cautividad me había hecho considerar la dura realidad de la vida en el exilio, apartado para siempre de su tierra natal, de los lugares en que transcurrió su infancia y de la gente que quería, de la única vida que había conocido, con la prohibición de regresar incluso después de muerto. Había saboreado esa desesperación a manos de Milón. Ahora el mundo de Milón llegaba a su final. Al igual que casi había sentido lástima por Cicerón, ahora casi la sentía por Milón.
Hubo una explosión de gritos de triunfo entre el público. Sin expresión alguna, Milón se levantó con rigidez de su silla y fue directamente a la litera cerrada en la que había llegado. Cicerón, con aspecto trastornado, le siguió. Junto con los guardaespaldas de ambos, los soldados de Pompeyo formaron un cordón alrededor de la litera para asegurarse de que cruzara el Foro a salvo.
Pompeyo debía de estar complacido, pensé. Después del agitado comienzo el primer día del juicio, había conseguido establecer el orden, y el orden, o algo parecido, había prevalecido hasta el final. El asunto de Milón estaba resuelto; Milón ya no le causaría problemas, y Cicerón tampoco, al menos durante un tiempo. Ahora el Grande podría dedicar su atención a los radicales clodianos. ¿Cuál sería el castigo apropiado para los que habían instigado el incendio de la Curia? Roma anhelaba ley y orden y estaba a punto de conseguirlos… al menos a corto plazo.
Las tabernas se abrieron tan pronto como el juicio terminó. Los clodianos querrían beber para celebrarlo. Los seguidores de Milón querrían beber para ahogar sus penas. Yo decidí permanecer encerrado en mi casa.
Durante la cena revelé a mi familia lo que había descubierto la noche anterior en relación con la responsabilidad que había tenido Milón en nuestro secuestro y el hecho de que Cicerón estaba enterado del asunto. Eco no se sorprendió. Bethesda y Menenia se indignaron. Diana rompió a llorar y abandonó la habitación.
Hablamos del juicio, que se había encargado de castigar a Milón por nosotros; ya había sido castigado con todo el peso de la ley y poco más podríamos hacer nosotros. En cuanto a Cicerón, Bethesda prometió echarle una maldición egipcia. Yo no estaba muy seguro de la forma en que debía tratar el asunto con él. Ciertamente, ya no podría haber un intercambio amistoso entre nuestras casas. Había estado a punto de romper definitivamente con él en el pasado; ahora estaba hecho. Pero además, era difícil ver qué tipo de satisfacción podríamos obtener contra él, al menos en el presente.
Discutimos y razonamos durante largo rato. La luz de las lámparas se debilitó y los esclavos las rellenaron. Habíamos comido hasta hartarnos pero ya volvíamos a tener hambre. Bethesda trajo algo para comer. Discutimos y razonamos un rato más. En algún momento me di cuenta de lo inexplicablemente feliz que era. Estaba a salvo en mi casa, en el corazón de la ciudad, contento con mi familia y finalmente fuera de peligro. ¿Había alguien en Roma como yo, lanzando un gran suspiro de alivio?
El mundo había dado la vuelta y lo habían sacudido de cabo a rabo. Los soldados habían controlado un juicio romano, un hombre que se autodenominaba cónsul único actuaba sospechosamente como un dictador y Cicerón (¡Cicerón!) había fallado en el discurso más importante de su vida. Eran serios augurios, seguramente más significativos y amenazadores que los augurios normales, los fuegos dudosos y las extrañas formaciones de nubes que los místicos profesionales veían en el cielo. Pero ahora sentía que el mundo volvía de nuevo al buen camino y que mis pies pisaban finalmente tierra firme. El problema más acuciante e importante, Milón, había sido resuelto aunque algo desordenadamente. Las cosas sólo podían ir a mejor.
Incluso Bethesda parecía especialmente guapa aquella noche. Quizá era el brillo del vino o el brillo de su cocina caliente en mi barriga. Mirarla a la luz de la lámpara me hacía pensar en Diana. ¿Dónde estaba Diana?
Aseguraría que había enviado a Davo a buscarla pero Davo tampoco estaba en la sala. La buscaría yo mismo.
Golpeé en la pared, al lado de su puerta. No hubo respuesta. Pensé que estaría dormida o que no estaría en la habitación pero cuando aparté la cortina oí un ruido ahogado. El dormitorio estaba iluminado tenuemente por una lámpara. Diana parecía estar a punto de tirar el cobertor fuera de la cama. Se deslizó en la cama y se apoyó en la pared.
– ¿Papá, ¿qué estás haciendo aquí?
– Hija, hace sólo un momento estabas llorando por lo mucho que Eco y yo habíamos sufrido. ¿Tan infeliz te sientes de verme ahora?
– ¡Oh, papá! No es eso.
– ¿Pues qué es, Diana? Pareces tan desgraciada… incluso desde que he vuelto. Casi pensaría que no te has alegrado de verme. -Lo dije en broma pero su expresión me hizo detenerme-. ¿Qué ocurre, Diana? Eco cree que es porque quieres casarte y dejar la casa, o que no quieres casarte y sí dejar la casa…
– ¡Oh, papá! -dijo apartando la mirada.
– ¿Has hablado con tu madre, al menos, de lo que te pasa?
Sacudió la cabeza.
– Diana, ya sé que he estado fuera y que desde que he vuelto he estado más preocupado de lo que acostumbro, pero éstos no son tiempos normales. Espero que todo vaya mejor ahora. Pero tu madre siempre ha estado aquí y sé que se preocupa…
– ¡Mamá me mataría! -susurró Diana con voz ronca-. ¡Es la última persona a la que puedo contárselo!
Aquello me desconcertó. ¿Sería el problema tan grande como Diana imaginaba o sería una nadería que una jovencita había exagerado? Mientras me preguntaba lo que debía hacer a continuación, rodeé su cama y vi de reojo el orinal. Aunque aparté la mirada casi al momento, la tenue luz lo iluminó de manera que pude ver su contenido.
– ¡Diana! ¿Estás enferma? ¿Has estado vomitando?
Se dio cuenta de lo que había visto e intentó, demasiado tarde, apartar el orinal de mi vista con el pie. Al mismo tiempo, me sobresaltó un ruido detrás de mí y me di la vuelta para ver a Davo. ¿Cómo había entrado en la habitación tan silenciosamente?
– Davo, ¿qué estás haciendo aquí? Nadie te ha llamado. Vete. Esto no es asunto tuyo.
– ¡Oh, sí! -dijo Diana-. Sí que lo es.
– No, Diana…
– Pues es asunto de Davo, papá. ¡Lo es!
Entonces me di cuenta de lo evidente. Me imagino que al igual que Bethesda, que estaba en el umbral con una expresión que podría convertir a un hombre en piedra.
Necesitaba un trago.
Más aún, necesitaba salir de mi casa. No podía soportar mucho tiempo el llanto de Diana, a Bethesda golpeando el pie en el suelo y a Minerva rota observándome. No quería escuchar el cuchicheo de mis esclavos diciendo: «¿Qué van a hacer con ella?» o «¿Qué van a hacer con él?» o «Siempre lo había sabido».
¿Dónde puede olvidar sus penas un hombre en medio de la noche?
No había puesto el pie en el lugar que el poeta Catulo llamaba la Taberna Salaz durante cuatro años, desde el último día de otro juicio, 21 de Marco Celio. Eco y yo la encontramos con facilidad; recorrimos el distrito de los almacenes hasta el noroeste del monte Palatino acompañados por sus guardaespaldas (sin Davo, por supuesto) hasta que llegamos a la columna con forma de falo y a la puerta iluminada por una lámpara también con forma de falo.
El lugar no había cambiado nada. Apestaba con el humo del aceite barato de las lámparas y las emanaciones del vino barato. El bullicio era puntuado aquí y allá por el golpeteo de los dados y los gritos de los ganadores y perdedores. Las pocas mujeres que había estaban claramente a la venta. Muchos de los hombres parecían estar de muy buen humor. Como la clientela de la Taberna Salaz no solía interesarse por la política, debían de ser simpatizantes de Clodio.
Mientras Eco y yo buscábamos un banco para sentarnos con nuestros guardaespaldas, escuché varios fragmentos de conversaciones.
– A Cicerón tendrían que haberle cortado la lengua… ¡Quizá sea lo próximo que suceda, si Pompeyo tiene huevos para proclamarse dictador y comienza a impartir justicia de verdad!
– Y Milón saliendo para Masilia, donde se atiborrará de mejillones y se revolcará con las putas galas… ¿Qué clase de castigo es ése?
– ¿Le encontraste algún sentido al discurso de Antonio?
– ¡Sólo un poco más que al de Cicerón!
– Lloré, te digo que lloré cuando su sobrino lo describió muriéndose solo y desangrándose en la Vía Apia. Era un gran hombre… Finalmente encontramos sitio. Un camarero nos sirvió vino al momento. La cosecha era tan mala como rápido el servicio.
– Eco, ¿qué voy a hacer con ellos? -Una buena pregunta, papá. ¿Cómo sucedió? -Creo que sabes cómo se hace. ¿Sabes a qué me refiero?
– ¿Está totalmente segura de su… estado?
– Parece que sí. Y Bethesda también, después de preguntarle. ¿Cuándo ocurrió, papá? La primera vez, quiero decir…, suponiendo que hubiera más de una vez.
– ¿Recuerdas el día en que el contio se convirtió en revuelta y Belbo fue asesinado? Al día siguiente decidimos reunir a nuestras familias.
Trajiste a tus guardaespaldas contigo y me diste a Davo para que reemplazara a Belbo. Al parecer, aquella primera noche que estuvo bajo mi techo…
– ¿Oh, no!
– ¿Sí! ¿Por qué demonios sonríes?
– ¿Estoy sonriendo? Bueno, sólo es…, al menos Davo ya no era mi esclavo cuando sucedió. Doy gracias a los dioses. Ya te lo había dado para que fuera tu guardaespaldas personal.
– ¿Así qué estás diciendo que esto no es de tu incumbencia?
– No, papá, no es eso lo que quiero decir. Claro que es de mi incumbencia. Pero decidir lo que hay que hacer con Davo es asunto tuyo.
– ¡Muchas gracias!
El camarero apareció oportunamente para rellenarnos las copas. ¿Sabes que aquel día me salvó la vida en el Foro? -dije.
– ¿Qué dices?
– La revuelta, la matanza del Foro. Cuando Milón y Cebo huyeron disfrazados de esclavos. Estaba tan cerca que podrían haberme matado. Fue Davo el que me sacó de allí. No es ningún cobarde, eso es seguro.
– Te diré. Se necesita ser valiente para meter mano a la hija del dueño bajo su propio techo y el primer día que pasa en su casa. ¿En qué estaría pensando?
– Con qué estaría pensando, querrás decir. ¡No con su cabeza! Diana asegura que no es culpa de él, por supuesto.
– Creo que algo de culpa sí que ha tenido, papá.
– Sé lo que ella quiere decir, y tú también. Diana dice que fue ella la que… inició el asunto.
– ¡Haces que suene como un contrato legal! Quizá Diana lo «iniciara», pero él tendría que haberse negado. Ya te dije que Diana empezaba a fijarse en los jóvenes. Te dije que iba siendo hora de que se casara.
– Fijarse en los jóvenes… -asentí-. Tienes que admitir que Davo es del tipo que a ellas les gusta. Grande como Hércules. Guapo como Apolo.
– Y tan estúpido como un buey. ¡Un buey en un surco! ¿Dónde diablos está ese camarero? ¿Te apetece jugar un rato, papá? Tuve que echarme a reír.
– Eco, me siento como si no hubiera hecho otra cosa más que jugar durante los últimos meses. ¡Creo que debería dejar de jugar un rato! ¡Y limitarte a beber!
– ¡Exacto! ¡Sólo beber!
El camarero llegó. Nos quejamos de que las copas de la taberna eran ridículamente pequeñas. Puso cara de haber oído esto antes.
– Entonces, ¿Diana está completamente segura? -dijo Eco. Empezaba a trabársele la lengua.
– Sí. No he preguntado por los detalles, Eco, pero hace tres meses que se conocieron y Bethesda dice que la regularidad de Diana es más fiable que el calendario romano…
– ¡Sin meses intercalares! por alguna razón, Eco encontró esto divertidísimo. Esperé a que terminara de reírse.
– En todo caso, es un gran trastorno.
– Así que, durante todo el tiempo que Davo estuvo con nosotros en la Vía Apia…
– ¡Sin duda, estaba pensando en Diana! Como tú echabas de menos a Menenia y yo…
– Y más tarde, cuando nos secuestraron y a él lo tiró el caballo, y recuperó el conocimiento y volvió a casa…
– Sí, Eco. Los dos estuvieron bajo el mismo techo todos los días, durante todo el día, ¿y puedes creer que Bethesda no se dio cuenta? Claro que estaba inquieta por nosotros y ocupada toreando a los guardias de Pompeyo, y tratando de sacar la familia adelante. Probablemente, Diana era lo que menos la preocupaba.
– De todas formas, ¿cómo no se dio cuenta de que algo se estaba cociendo? ¡Creo que lo que se deduce, papá, es que finalmente tenemos pruebas de que Diana es más inteligente y tolerante que su madre!
– Creo que eso ya se sabía. Sí, Diana burló a Bethesda. Ocultó sus encuentros con Davo…
– Todos los días que estuvimos fuera… ¡y todos los días después de nuestro regreso!
– Por favor, Eco, no quiero pensarlo. Y también se las arregló para ocultar a Bethesda su estado, lo que fue toda una proeza. Claro que no habría podido ocultarlo siempre. Y todo este tiempo ha ido sintiéndose más y más desgraciada…
– Y Davo actuaba como el esclavo del tesoro cogido con las manos en el cofre… por decirlo de alguna manera.
– Sí, estaba seguro de que se sentía culpable por algo. Es una traición terrible, ¿no? Se suponía que tenía que cuidarnos a mi familia y a mí, y en cambio…
– Papá, Davo es un hombre. Y Diana, te guste o no, es una mujer.
– ¡Davo es mi esclavo y Diana es mi hija!
– Metón era un esclavo antes de que lo adoptaras. Y Bethesda era una esclava antes de que la redimieras y te casaras con ella.
– Pero Metón sólo era un niño y Bethesda llevaba a Diana en su seno. ¿Qué iba a hacer? ¿Dejar que mi hija naciera esclava?
– Puedes liberar a Davo. Convertirlo en ciudadano. Así él podría…
– ¡Ni hablar! ¿Recompensarle por lo que ha hecho?
– Entonces la única alternativa, aparte de matarlo, es venderlo, preferentemente a un amo de algún sitio lejano, muy lejano. O puedes venderlo a una galera o a las minas, si realmente quieres castigarlo; es lo bastante joven y fuerte para sobrevivir algunos años. Muchos hombres lo habrían golpeado hasta dejarlo sin sentido, y lo habrían encadenado nada más descubrirlo, y le habrían hecho algo parecido o peor a la hija. En los viejos tiempos, un buen padre los habría hecho matar en el acto sin parpadear…
– ¡Eco, ya está bien! ¡Oh! Este humo me está dando dolor de cabeza. No quiero pensar más en este asunto. Mira, ¿no es ése…? -Observé a través de la luz anaranjada y espesa-. Allí, en la esquina…, ¡es él! ¿Quién lo iba a pensar?
Me levanté y crucé la sala, no totalmente en línea recta. Sentado solo en un rincón estaba Tirón.
– Ejerciendo tu derecho como hombre libre saliendo, bebiendo y putañeando por la noche? -dije-. Seguro que Cicerón no lo aprobaría.
Tirón me miró inexpresivamente pero no habló.
– El ambiente de este lugar no es muy bueno para tu salud -dije-. Y este vino pudriría cualquier estómago. ¿Hay sitio para mí en ese banco?
– No puedo impedir que te sientes donde quieras, ciudadano.
– Tirón, apartemos el rencor de nosotros. -Le rodeé con el brazo.
– Gordiano, estás borracho.
– Y tú también lo estarás dentro de un rato. ¿Vienes a menudo por aquí?
Por fin esbozó una débil sonrisa.
– De vez en cuando. Es que a veces tengo que salir. Y a veces… -Vi que estaba mirando a una de las mujeres en venta.
– Tirón, so perro. ¿Me estás diciendo que tienes una vida secreta que Cicerón no aprobaría?
– ¿Por qué no? Él hace cosas a mis espaldas que yo tampoco apruebo, ¿no? Gordiano, si lo hubiera sabido, si hubiera tenido alguna forma de impedirlo…
– No, Tirón, no hablemos más de eso. ¡No esta noche! Tengo muchas más cosas que quiero olvidar en la cabeza. -Le dije al camarero que volviera a llenar la copa de Tirón-. No puedo creer lo que ha hecho tu amo hoy.
– Ya no es mi amo. Lo sabes.
– Perdona; es la costumbre. ¿Qué demonios le pasa? Anoche parecía tan seguro de sí mismo, tan confiado… Era el auténtico Cicerón. ¡Me habría gustado estrangularlo!
– Cuando lo viste, sí. Pero lleva varios días con bruscos cambios de ánimo. Impulsivo y seguro de sí mismo y, al momento siguiente, ciego de desesperación. No tienes idea de lo que le pesa esta crisis. Cuántos: amigos le han abandonado por Milón. Qué mezquinamente lo han estado tratando César y Pompeyo. Ya conoces cuál es su talón de Aquiles, su digestión; apenas ha podido probar bocado durante días. Se despierta, en mitad de la noche con calambres. Ha sido una prueba muy dura, una carga aplastante. Lo que permitió que te hiciera Milón (ya sé que has dicho que no lo comentara, pero tengo que hacerlo) es algo que no cuadra con su carácter, tú lo sabes. Y tampoco encaja con su carácter lo que ha hecho hoy. ¡Gracias a los dioses, por fin ha terminado todo!
– Había visto a Cicerón bajo presión, pero nunca había visto a un orador hundirse como él ha hecho hoy. Vaya espectáculo.
– Parece que lo hubieras disfrutado, Gordiano.
– Aunque parezca extraño, sentí cierta lástima por él. Pero a mucha gente pareció gustarle.
– ¡Esa chusma! Cicerón tenía razón al temerles.
– Las tropas de Pompeyo estaban allí para mantener el orden.
– ¿Ah, sí? ¿Y habrían protegido a Cicerón si alguien hubiera empezado a tirarle piedras?
– ¿Qué quieres decir?
– ¿Quién sabe qué órdenes secretas había dado Pompeyo a sus hombres?
– No creo…
– Pompeyo quería librarse de Milón. Se libraría en seguida de Cicerón si hubiera una manera fácil de hacerlo. ¿Habrían defendido sus soldados a Cicerón si hubiera llegado el momento? ¿O habrían mirado para otro lado, sólo durante unos momentos? ¿Se te ocurre alguna manera más conveniente de librarte de Cicerón para siempre sin que el Grande tenga que cargar con culpa alguna? Sacudes la cabeza, Gordiano, pero créeme, Cicerón tenía buenas razones esta mañana para temer por su vida.
– Así que era simple pánico, ¿eh?
– Algo así. ¡Oh! Era atroz escucharle.
– Sí, te vi retorcerte durante todo el discurso.
– ¡Y Milón casi echaba espuma por la boca! Ahora dice que no le han absuelto por culpa de Cicerón.
No tiene sentido.
– Dice que debería haber explicado todas las circunstancias y alegado inocencia técnica, por muy vergonzoso o improbable que hubiera parecido.
Mi cerebro estaba embotado por el vino. Tirón estaba repitiendo algo que había oído decir a Cicerón la noche anterior. Tampoco había entendido a Cicerón.
– ¿A qué te refieres con lo de inocencia técnica…?
– Y sé lo que vas a preguntar ahora: ¿de verdad era el discurso tan bueno? Esa es la dolorosa y cruda verdad. Todas las horas que pasamos redactándolo para que luego se esparciera como polvo en el viento… Podría haber conseguido la libertad de Milón. ¿Quién sabe? Podrás juzgarlo por ti mismo cuando se publique. Habrá correcciones, por supuesto. ¡Entonces el mundo podrá ver el caso que Cicerón preparó para Milón en toda su perfección, sin el griterío de la chusma!
– ¡Ay! Demasiado tarde para Milón. Tirón, ¿qué ibas a decir de…?
– ¡Por Hércules, ahí hay alguien que no quiero ver! Me he alegrado de hablar contigo, Gordiano. -Mientras se levantaba del banco, entorné los ojos para mirar a través de la niebla anaranjada y ver al que llegaba. No lo reconocí hasta que oí a alguien gritar su nombre:
– ¡Filemón!
Sentí el impulso de presentarme. Miré alrededor en busca de Eco, pero no lo vi entre la niebla. ¿Tan borracho estaba? Al final lo divisé en una pequeña antesala, jugando a los dados. Débilmente, entre el estruendo, le oí pronunciar el nombre de Menenia para que le diera suerte.
Filemón estaba buscando un sitio para sentarse. Le hice señas con las manos.
– ¿Te conozco, ciudadano?
No podía culparle por ser receloso.
– Todavía no, pero tenemos algo en común.
– ¿A los dos nos gustan las putas baratas y el vino rancio?
– Algo más que eso. Siéntate. Te pago una copa.
– Preferiría que me pagaras una puta.
– ¡Quizá lo haga! Supongo que no fue fácil hacérselo solo durante tanto tiempo.
– ¿Qué? ¿Mientras estuve encerrado en la villa de Milón? Supongo que todo el mundo lo sabe. ¡Al menos ese cerdo no volverá a pasar unas vacaciones allí!
– No creo. ¿Ya has terminado esa copa? Tienes que tomar otra.
Filemón estaba casi tan borracho como yo pero accedió en seguida. Al parecer le divertía repetir la historia que le había convertido en uno de los principales testigos de la acusación. Se lanzó a contarla sin esperar a que yo se lo pidiera. El vino parecía haberle aflojado la lengua.
– Está bien -dijo-, la forma en que lo conté en el tribunal nos hacía parecer un poco más heroicos de lo que fuimos, debo admitirlo.
– ¿Qué quieres decir?
– Bueno, es casi cierto que cuando llegamos donde estaban Eudamo y Birria y nos dimos cuenta de lo que estaban haciendo, fanfarroneando sobre que iban a matar a Clodio, les gritamos que se detuvieran.
– Sí, y dijiste que tus amigos y tú os abalanzasteis sobre ellos pero que os vencieron y luego os persiguieron.
Se rió tímidamente.
– ¡Exacto! Sólo que nunca nos abalanzamos sobre ellos. Quiero decir, allí estaban Eudamo y Birria enseñando los dientes y cubiertos de sangre. ¿Abalanzarnos sobre ellos? No. Dimos media vuelta y echamos a correr; ellos fueron tras nosotros.
– No hay nada de que avergonzarse -le aseguré.
– No, ¡pero intenta decirlo enfrente de unos cuantos miles de personas!
– ¿Habéis cambiado la verdad en algo más?
Sacudió la cabeza y se estremeció.
– No puedes imaginar lo que es estar atado y a merced de unas criaturas como aquéllas. Mi sangre era como agua helada. En la gran pelea que tuvieron, cuando nos llevaban por Bovilas, creo que vacié mis pelotas.
– ¿Una pelea? ¿Qué quieres decir?
– Una discusión entre ellos. Bastante feroz. Pensé que a lo mejor se mataban entre ellos y nos dejaban en paz. La discusión era sobre dónde se iban a dirigir a continuación y lo que harían con Clodio. Supongo que hablaban de lo que harían con su cadáver.
– Pero su cadáver ya no estaba. El senador Tedio había llegado al lugar de los hechos, lo había cargado en su litera y lo había enviado a Roma.
– ¡Ah, sí! Cierto. Quizá estaban discutiendo sobre eso…, sobre dónde habría ido a parar el cadáver. ¡Creo que para ellos fue un sobresalto! Sí, por eso debió de ponerse Milón tan furioso, por las noticias que le llevaron. ¿Crees que a lo mejor quería que le llevaran la cabeza de Clodio como trofeo?
Parece que su anillo sí que llegó a sus manos. Supongo que con eso tendría que haber tenido bastante. -Imaginé a Eudamo o Birria quitándolo del dedo del cadáver. Tragué saliva-. Me pregunto si Milón tendrá intención de llevarse el anillo a Masilia…, un consuelo por su exilio.
Filemón no me escuchaba.
– Sí, el senador Tedio. Le he visto testificar en el juicio. Nos cruzamos con él en el camino, ¿sabes?, entre Bovilas y el lugar en el que Milón estaba esperando. Estaba sentado a la vera del camino con sus guardaespaldas, con expresión de estar en paz con el mundo. ¿No crees que debería habernos ayudado?
¡Pensó que erais los bandidos que habían asesinado a Clodio y que los hombres de Milón os habían cazado!
– ¡Ja! ¡Es una broma de los dioses!, ¿eh?
– ¿Le pedisteis ayuda?
– ¿De qué habría servido? Casi saludó militarmente a aquellos dos monstruosos gladiadores cuando pasamos a su lado. Me sentí como un galo atado en un desfile triunfal.
– Quizá deberíais haber suplicado ayuda a su hija.
– ¿Su hija? -Filemón me dirigió una mirada nebulosa y sacudió la cabeza. Creí que le había ofendido al sugerirle que debía haber pedido ayuda a una mujer.
Incluso los padres de hijas descarriadas y los maridos de mujeres mandonas tienen que volver a casa alguna vez; así que, antes de la hora prima, Eco y yo salimos del refugio de la Taberna Salaz y nos dirigimos hacia el monte Palatino. Casi no recuerdo nada del paseo, excepto que se nos hizo largo y el camino nos pareció demasiado empinado. Al igual que el senador Tedio cuando recorría penosamente la Vía Apia, yo también tuve que detenerme a descansar para recuperar el aliento. Hacerse viejo es un tormento y emborracharse es un consuelo sólo hasta cierto momento, después del cual también se convierte en un tormento.
Al salir el sol llegaría un nuevo día. Todo volvería a estar en su sitio. Eco, Menenia y los gemelos volverían a su casa del Esquilino. Despediría a los guardias de Pompeyo agradeciéndoles de todo corazón y dando un suspiro de alivio. Claro que había cosas que no podían deshacerse con tanta facilidad…
Al menos la crisis de los últimos meses había terminado. ¡Ya no tenía nada que ver con ninguno de los implicados! Milón, Clodia, Fulvia, Cicerón y sus respectivos satélites podían reunirse con Clodio en el Hades. Aquella historia había terminado para siempre.
Esto pensaba mientras me encaminaba al monte Palatino. Era la hora del día en que un hombre puede ver débilmente porque el amanecer está a la vuelta de la esquina; pero en mi estado de embriaguez ni siquiera me daba cuenta de que todavía estaba a oscuras o de que pronto se encendería una luz.