37356.fb2 Asesinato en la V?a Apia - читать онлайн бесплатно полную версию книги . Страница 8

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CUARTA PARTE. Sortija

Capítulo 34

– Puede arreglarse, claro -dijo el artesano-. Pero…

– Pero me costará -dije.

– Eso no hace falta decirlo. Los materiales, el trabajo…, el altamente cualificado trabajo, te recuerdo…, todo eso lleva un gasto considerable.

– Entonces, ¿por qué dudas?

Sacudió la cabeza.

– No puedo garantizar que el resultado sea duradero. De hecho, para ser sincero contigo, no creo que la estatua pueda ser reparada de una forma… satisfactoria.

– ¿Satisfactoria?

– De manera que sea artísticamente grata y estructuralmente sólida. Verás, si miras aquí, al punto donde comienza la brecha, podrás ver la marca de una pequeña grieta que estaba ahí y por la que empezó…

– ¿Estás diciendo que la estatua siempre ha tenido esa tara?

– Sí. Aquí, donde el metal es tan delgado. ¿Ves que el borde de la brecha tiene un corte diferente? Eso demuestra que ya había una pequeña grieta. Nunca lo habrías notado desde fuera, por supuesto. Parece totalmente sólida. Pero, evidentemente, fue construida con una grieta. De acuerdo, ninguna estatua debería ser tirada de su pedestal, pero ya que ha ocurrido, éste era el punto más débil y por aquí fue por donde empezó a romperse. Luego se extendió por esta parte en que los pliegues de la túnica de la diosa son más delgados, luego por encima de las caderas…

Después de todo el derramamiento de sangre que había visto a lo largo de mi vida, me parecía ridículo ser tan escrupuloso con una estatua. Pero había algo horrible en el metal astillado que se veía a lo largo de la grieta que la había partido en dos, y algo repugnante en examinar tan íntimamente sus entrañas. Exteriormente, era tan serena y resplandeciente que parecía indestructible. En el interior hueco, sólo era una masa de clavijas salientes, abultamientos y puntos desiguales. Y todo el tiempo que había estado en su elevado pedestal contemplando mi jardín, irradiando sabiduría, había tenido una horrible grieta dentro. Una chusma asesina la había tirado de su pedestal y la grieta la había partido en dos. Y el artesano me decía que no había una forma de unirla de nuevo.

– Pero no puedo dejarla tirada en el jardín así, para que me observe cada vez que paso al lado. -¡La sabiduría convertida en dos piezas con malas hierbas creciendo a su alrededor!

– Siempre podrás fundirla. Claro que entonces sólo recibirías una pequeña parte de su valor…

Sacudí la cabeza.

– Ni hablar. -La estatua, como la casa, era un legado de mi viejo jefe patricio, Lucio Claudio. El mismo Cicerón la había envidiado. ¿Fundirla? ¡Nunca! Pero ¿qué iba a hacer? Sólo había dormido unas horas después de volver de la taberna, pero cuando me desperté mi mente había apartado todos sus problemas y se había fijado en el de Minerva. Nada parecería ir bien hasta que estuviera de nuevo en su pedestal.

El artesano se frotó la mejilla pensativamente. Se decía que no había un hombre en Roma que supiera más sobre el trabajo del bronce. Era un sujeto pequeño y barbudo, griego, propiedad del dueño de una fundición a quien en una ocasión le había resuelto un problema de un esclavo perdido y una estatua que parecía demasiado pesada.

– Quizá podrías hacer un busto sugirió el griego.

– ¿Qué?

– Si le haces un corte limpio en el pecho…

Seguro que aquel sujeto era un artesano hábil, pero no era un artista. Tampoco parecía tener ningún respeto religioso por la estatua. Supongo que era uno de los gajes de su oficio; tanto trabajar con la maleabilidad y la tensión de las aleaciones le había hecho perder la relación táctil con el misterio del metal.

– Sólo quiero volver a tenerla de una pieza. ¿Puede hacerse o no?

– ¡Oh, sí! Puede hacerse. -El griego se dio la vuelta. Sabía que estaba elevando los ojos al cielo ante mi obstinación romana-. Pero podrás ver el parche si lo buscas y no durará para siempre. Un golpe brusco, un terremoto…

– Hazlo.

– Como he dicho, será caro.

– ¿Tu amo te ha autorizado a poner precio?

– Sí.

– Pues entonces, regateemos.

El precio más bajo que el hombre podía fijar seguía siendo demasiado elevado para mí. Pero conseguiría el dinero de alguna manera. Le des pedí y me dirigí a mi despacho. ¿Qué era lo siguiente que tenía que hacer? Me sentía sorprendentemente eufórico por haber pasado fuera tantas horas de borrachera la noche anterior y extrañamente confiado, considerando la tormenta que se había desatado en mi propia casa. Cuando un hombre de mis años disfruta de un humor tan bueno, creo que lo mejor es saborearlo sin hacerse preguntas.

Los guardias de Pompeyo se habían ido mientras dormía. Eco y Menenia estaban ocupados trasladando sus cosas al Esquilino; era notable la cantidad de objetos que habían pasado de su casa a la mía durante su estancia. Echaría de menos los juguetes de los gemelos (barquitos pintados, carros tallados, juegos de mesa egipcios con guijarros de colores brillantes), pero me gustaría no tropezar con ellos. Bethesda se sintió obligada a supervisar el traslado. Al parecer había dicho a Diana todo lo que tenía que decirle la noche anterior. Diana no estaba a la vista. Davo debía de haber decidido que era urgente establecer un puesto de vigilancia en el tejado y había subido allí.

Batí palmas. Uno de los esclavos que estaba ayudando a Eco se detuvo y miró dentro de la habitación.

– ¿Sabes dónde está mi hija? -le pregunté.

– En su habitación…, creo…, amo. -Parecía incómodo. A esas alturas todos sabían lo de Diana, claro.

– Ve a decirle que quiero verla.

– ¡Sí, amo!

Mi corazón se detuvo cuando entró en el despacho. Estaba demasiado ojerosa para ser una niña de diecisiete años con un niño en sus entrañas. Sentí muchas cosas…, ira, aprensión, lástima…, pero nada tan fuerte como el impulso de rodearla con mis brazos y quedarme así durante un momento, estrechándola contra mí. Fue Diana la que se apartó y dio un paso atrás, desviando la mirada.

– ¿Fue muy horrible anoche, después de mi partida? -pregunté.

– ¿Mamá, quieres decir? -Esbozó una débil sonrisa-. No tanto como esperaba. Bramó y gritó al principio. Pero una vez se calmó, parecía más contrariada que furiosa. No la entiendo. Ella también nació esclava. Ahora se porta como si yo hubiera nacido para casarme con un patricio y lo hubiera estropeado todo.

– Es precisamente porque tu madre nació esclava por lo que quiere que te cases bien.

– Supongo que sí. Hoy simplemente hace caso omiso de mí.

Suspiré.

Sé perfectamente lo que se siente. Pero Diana, ¿cómo estás de salud? Sé menos de lo que debería respecto a esas cosas. Tu madre sabrá…

– Fue su primera preocupación cuando se le pasó la rabieta. Me hizo un montón de preguntas. Parece que todo va como debería aunque me siento infeliz casi siempre. Eso ha sido lo peor…, preocuparme y querer hablar con ella acerca de lo que me pasaba, y querer hablar contigo, papá, y tener miedo de hacerlo. Al menos eso ya se acabó.

– Quizá no estés preparada para este embarazo. Vuelvo a decir que soy un ignorante en estas cosas pero estoy seguro de que tu madre conoce la manera de… -dije jugueteando con el estilo.

– No, papá. No quiero interrumpirlo.

– ¿Qué es lo que quieres, Diana?

– Papá, ¿no lo entiendes? Estoy enamorada de Davo. -Se estremeció y entornó los ojos. Sus labios temblaban.

– Diana, por favor, no llores más. Tus ojos ya están bastante rojos.

– Pero si tienes alguna idea respecto a Davo en tu cabeza, olvídala.

– Pero Davo y yo…

– ¡Imposible, Diana!

– ¿Por qué no? Mamá era una esclava. Tú te casaste con ella, ¿no? Y porque estaba embarazada de mí, ¿verdad? Metón era un esclavo cuando era pequeño y Eco no era mucho mejor, un golfillo callejero, pero tú los adoptaste. ¿Qué diferencia…?

– Diana, ¡no!

Las lágrimas cayeron como un torrente.

– ¡Oh, no eres mejor que ella! Qué hipócritas sois los dos. ¡Bien, no soy una virgen vestal! ¡No puedes enterrarme viva sólo porque amo a un hombre! ¡No me avergüenza llevar a su hijo en mis entrañas!

– Por qué no lo dices un poco más alto para que puedan oírte en casa de Cicerón? Ahora supongo que saldrás corriendo a tu habitación.

– No. ¿Por qué iba a hacerlo? No importa donde esté. ¡Soy una desgraciada! Tú eres un hombre y no puedes imaginarte lo infeliz que soy. Me gustaría morirme si no fuera por el niño… Aquello era demasiado para mi buen humor.

– Diana, seguiremos hablando cuando regrese.

– ¿Adónde vas?

– El día aún es joven. Tengo que hacer una diligencia en la Vía Apia. Si no otra cosa, al menos me dará una excusa para pasar otra noche fuera de esta casa.

Diana se retiró a su cuarto. Fui al jardín, evité la mirada acusadora de Minerva y subí por la escalera de mano al tejado. Encontré a Davo cerca de la parte frontal de la casa, sentado, rodeándose las rodillas con los brazos. Cuando me oyó, tuvo tal sobresalto que pensé que se caería a la calle.

– ¡Por Hércules, Belbo, ten cuidado!

– Davo -murmuró, enderezándose rápidamente.

– ¿Qué?

Davo, amo. No Belbo.

– Ah! Claro. ¿En qué estaría pensando? Belbo tenía el suficiente sentido común para tener cuidado en un tejado. Y nunca se aprovechó de un miembro de mi familia.

– ¡Oh, amo! Davo cayó de rodillas. Los de la habitación de abajo debieron de encogerse al oír el golpe. Agachó la cabeza y juntó las manos-. ¡Ten piedad de mí! No me tortures, amo…, mátame si tienes que hacerlo. La tortura es lo peor que hay para los sujetos grandes y fuertes como yo. Todos los esclavos lo saben. Los debiluchos que son torturados en seguida se mueren. Pero un hombre como yo, tardaría días y días. No tengo miedo a morir, amo, pero te suplico…

– ¿Y cómo prefieres ser ejecutado, Davo?

Palideció y tragó saliva.

– Córtame la cabeza, amo.

– Esa no es la parte de ti que me ha ofendido.

Se estremeció y elevó sus ojos hacia mí abiertos de par en par.

– No me castres, amo! ¡No soportaría ser un eunuco! ¡Oh, ten piedad de mí!

– ¡Para, Davo! Para, para, para. ¿Qué voy a hacer contigo? ¿De verdad crees que podría matarte?

– ¿Qué otra cosa puedo esperar, amo? Es el castigo más leve que podrías infligirme.

– Entonces, ¿qué estás haciendo aquí?

– ¿Amo?

– ¿Por qué estás aún aquí, esperando tu destino? ¿Por qué no has saltado del tejado y huido? No habrías tenido muchas oportunidades de escapar pero habría sido mejor que morir. Colocarte en un barco que salga de Ostia. Ir al exilio como Milón. ¿Por qué no huiste anoche?

– Porque…

– ¿Sí?

– Por…

– ¿Qué, Davo? ¿Qué te mantiene aquí para afrontar tu castigo?

– Amo, ¿me harás decirlo? Es por ella. Diana. No puedo irme. ¿Adónde iba a ir? ¿Qué sentido tendría? Me moriría sin ella.

– Oh, Davo! -Sacudí la cabeza. Minerva yace rota en mi jardín y Venus reina por encima de todo.

Nos pusimos en camino por la Vía Apia en la hora sexta, cuando el sol ya había salido. El mozo de cuadra de Pompeyo accedió a prestarme caballos cuando le dije quién era y que todavía tenía negocios con su amo. Era una mentirijilla, pues mis negocios con Pompeyo ya habían terminado. O al menos eso pensaba entonces. El caballerizo, con una amplia sonrisa, sacó tres caballos. Me sorprendió ver que eran los mismos caballos en los que había cabalgado la vez anterior. Resultó que tres meses antes, el día que fuimos atacados, habían vuelto a la cuadra juntos y sin jinetes. Me sentí a la vez confiado y aprensivo por dejar Roma cabalgando la misma bestia que la vez anterior. No estaba seguro de si sería un augurio pero estaba dispuesto a seguir adelante.

El objetivo del viaje era sencillo: quería recoger a Mopso y Androcles, los mozos de cuadra que Fulvia me había dado. Dejé a Eco en Roma y me llevé a Davo. El tercer caballo era para los niños en el camino de vuelta. Esperaba que pudiéramos pasar la noche en la posada de Bovilas.

Davo estuvo tan silencioso como pudo hasta que pasamos por el monumento de Basilio. Frunció el entrecejo y se puso muy nervioso.

– ¿Amo…, amo, ¿estás seguro…?

– ¿Seguro de qué, Davo?

– ¿Estás seguro de que me quieres contigo? ¿Por qué no has elegido a otro guardaespaldas?

– ¿Tienes miedo del caballo, Davo? Ahora no puedes decir que no tienes experiencia. ¡Es tu segundo viaje en el mismo caballo! Esta bestia te tiró, de acuerdo, pero cuando un hombre es arrojado lo único que puede hacer es volver a intentarlo.

– No es el caballo, amo. Me gusta este caballo. Creo que confía en mí.

– Esperemos que no le des motivo para lamentarlo.

Davo frunció el entrecejo.

– Además -continué-, ¿cómo iba a dejarte en casa durante mi ausencia, dadas las circunstancias?

– Quieres decir… por tu hija…

– No, por mi mujer. No me gustaría volver y descubrir que Bethesda te ha matado mientras estaba fuera.

Davo tragó saliva.

– De todas formas, amo, sigo sin entender por qué me llevas contigo, sólo a mí.

– Tampoco yo acabo de entenderlo. La razón ha huido; me dejé llevar por un impulso. Veremos adónde nos lleva el camino.

– Pero amo, eso ya lo sabemos.

– ¿Ah, sí?

Nos lleva allá lejos, al monte Albano. Me reí en voz alta.

– ¡Qué ingenio tan notable, Davo!

Davo también se rió aunque con poco entusiasmo. ¿Era porque me temía o porque no había comprendido el chiste?

Era primavera. El clima era suave y se oía el canto de los pájaros en el aire. La hierba estaba verde y salpicada de flores. Los esclavos y los bueyes trabajaban la tierra. Había un tráfico intenso en ambas direcciones: ovejas y vacas que eran transportadas al mercado, mensajeros a caballo, literas y carruajes de los ricos… El mundo entero parecía haber despertado del frío sueño del invierno.

Tenía hambre cuando pasamos por Bovilas pero decidí continuar hasta la villa de Clodio. Cuando pasábamos al lado del altar de Júpiter, divisé a Félix, sentado, apoyado en un roble, dormitando a la sombra. Pasamos el desvío que llevaba a la nueva casa de las vestales y, más allá, al otro lado del camino, el santuario de la Buena Diosa. Parecía haber una reunión de mujeres dentro, a juzgar por las literas, carruajes y criados desocupados que había fuera. Cuando pasábamos, oí cánticos dentro y reconocí la caprichosa cantinela de Felicia. Quizá su mundo no había cambiado mucho, a pesar de la sangrienta escena que se había desarrollado ante sus ojos y la conmoción que había causado.

Esta vez fuimos a la villa de Clodio por el camino que había al efecto y fuimos vistos mucho antes de llegar. Cuando un grupo de rudos esclavos nos dio el alto, saqué la carta de Fulvia que transfería la propiedad de los dos esclavos. Afortunadamente, uno de los esclavos sabía leer, aunque con dificultad. Pronunció lentamente cada palabra y luego me devolvió el trozo de pergamino.

– ¡Vaya, menos mal! Esos dos no dan más que problemas. Siempre subiendo y bajando. Te los llevas a la ciudad, ¿no?

– Es mi intención.

Sacudió la cabeza.

– Ir allí no les impedirá seguir metiéndose en líos. Bien, entra. Imagino que estarán en la cuadra.

Los chicos nos reconocieron en seguida. Parecieron especialmente contentos de ver a Davo (o al elefante, como Mopso lo había llamado). Cuando les dije que ya no pertenecían a su ama, sino a mí, se sintieron confusos pero en seguida montaron el caballo y estuvieron listos. Cuando nos poníamos en camino, debieron de darse cuenta de repente de que se iban para siempre. Mopso se dio la vuelta, se puso el dedo gordo debajo de la mandíbula superior y silbó a los viejos esclavos que dejaban atrás.

– ¡Adiós, malos borrachos!

Su hermano pequeño le imitó y los insultos degeneraron en alusiones a varias funciones del cuerpo. Los esclavos que estaban en el camino viendo la partida fingieron sentirse ofendidos y pretendieron buscar piedras para lanzárselas. Algunos se rieron a carcajadas.

¿Cómo había descrito a Bethesda la nueva adquisición familiar?

«Dos chicos vivaces y muy inteligentes. Traerán nueva vida a la casa.»

Eso fue antes de darme cuenta de que ya había una nueva vida en camino, gracias a Diana y Davo. Y había asumido que la mujer que había domado a los guardaespaldas de Pompeyo no tendría problemas en controlar a dos niños; pero ya no estaba tan seguro.

Davo finalmente parecía un poco más relajado. Me di cuenta de que se sentía más seguro con Mopso y Androcles al lado; seguro de que no trataría de matarle en presencia de dos niños risueños.

La tarde estaba muy avanzada cuando llegamos a Bovilas. Solo quería disfrutar de la excelente comida de la posadera y un sitio razonablemente limpio para dormir. Nos retiraríamos temprano para levantarnos antes del amanecer.

Al principio pensé que la posadera había perdido peso y había cambiado de peinado, luego me di cuenta de que la mujer que había detrás del mostrador no era la que yo conocía. Tenía los mismos ojos pero era más delgada y más guapa, o lo habría sido si no fuera por su expresión ojerosa. Le dije que necesitábamos acomodo para pasar la noche.

– Es muy temprano -dijo sonriendo débilmente-. Sois los primeros. Así que podréis elegir.

– ¿Hay mucho donde escoger?

– En realidad, no. Sólo hay una habitación pero algunos prefieren estar contra la pared y no en el centro, o más cerca de las escaleras o de la ventana. Ven y te la enseñaré. Luego podrás traer tus cosas para señalar tu sitio.

La seguí escaleras arriba. El piso superior de la posada era muy parecido a lo que esperaba…, un solo cuarto con algunos ventanucos y unos cuantos camastros.

– Este servirá -dije-. Davo, coge a los chicos y ve a ver si los caballos están bien atendidos en el establo.

– Sí, amo -dijo y bajó pesadamente las escaleras. Mopso y Androcles se deslizaron tras él y bajaron las escaleras a la carrera.

La mujer se dirigió a las escaleras y sonrió con tristeza.

– Yo también tengo un niño -dijo-. Es muy pequeño. Bien, si estás satisfecho yo…

– Ésta debe de ser la ventana por la que te asomaste a observar -dije mientras me dirigía hacia los postigos abiertos y echaba un vistazo fuera.

– ¿Qué quieres decir?

– Cuando terminó la batalla y te atreviste a salir de debajo de la cama. Tu hermana me dijo que viniste hasta la ventana a echar un vistazo y viste que se había ido todo el mundo menos Sexto Tedio, que seguramente acababa de llegar. Me asomé a la ventana e imaginé la escena: cadáveres y charcos de sangre desparramados por todas partes, la litera y sus porteadores, Sexto Tedio y su hija descubriendo el cuerpo de Clodio.

– ¿Quién eres? -preguntó con voz temblorosa.

Me llamo Gordiano. Hice este camino cumpliendo una misión para la viuda Fulvia, en febrero. Hablé con tu hermana. Me dijo lo que tú le habías contado sobre la batalla entre Milón y Clodio. Eres la viuda del posadero, ¿no?

Se relajó un poco.

– Sí. Mi hermana me habló de ti. Y de tu atractivo y joven guardaespaldas… que debe de ser el que estaba contigo.

Sonreí.

– Sí, recuerdo que le gustó Davo. Me parece que no es la única… ¿Cómo es eso?

– No importa. Dime, ¿realmente hiciste todo el camino hasta Regio para estar con una tía?

La mujer me miró con recelo.

No. Fue lo que decidimos contar a la gente.

– Así que tu hermana no fue totalmente sincera cuando le pregunté si podía hablar contigo.

– Estuve fuera de mí durante bastante tiempo. Mi hermana quería protegerme. Si te dijo que no podías verme, te dijo la verdad.

– Tenía muchas ganas de hablar contigo sobre lo que viste aquel día.

– Al igual que muchos otros. Mi hermana los mantuvo a todos alejados. No tenía miedo de declarar ante el tribunal. Alguien tenía que seguir adelante, dijo. Pero me protegió.

– Y ahora el juicio ha terminado y aquí estás de nuevo. De vuelta de Regio, por decirlo de alguna manera.

– Sí. De vuelta de Regio. Me dirigió una débil sonrisa-. Me sienta bien estar aquí de nuevo, volver a trabajar. Siempre me gustó esto. Trabajar con Marco…

– Lo que viste aquel día… Sacudió la cabeza.

– Todavía no puedo hablar de aquello. ¿Nada de nada?

Agarró la barandilla de la escalera y respiró varias veces.

– Nunca hablo de aquel día. Sólo se lo conté una vez a mi hermana, inmediatamente después de que ocurriera. Después, ninguna de las dos podía soportar hablar de eso de nuevo.

– Lo entiendo. -El juicio de su hermana había sido correcto; aquella mujer no habría servido para testigo. En aquel momento estaba temblando. Era difícil imaginarla prestando testimonio con una atmósfera tan cargada que incluso había ahogado la voz de Cicerón.

Miró escaleras abajo.

– Incluso ahora, cada vez que bajo las escaleras, pienso que voy a. encontrarlo como lo encontré aquel día…

– ¿A tu marido?

– ¡Sí! Lleno de sangre e inmóvil…

– ¿Quieres que te ayude a bajar las escaleras?

– Quizás. Pero todavía no. No quiero moverme.

– ¿Quieres que vaya a buscar a tu hermana o a su marido?

– ¿No! A estas alturas ya deben de estar hartos de mí -dijo con súbita vehemencia-. El modo en que han llegado aquí y se han hecho los dueños del lugar…, todo por el bien de mi niño, dicen, que lo administran para él. Pero se comportan como si fuera su taberna. Como si Marco no hubiera existido nunca. Ni siquiera pronuncian su nombre, para no inquietarme. ¡Oh, si todo pudiera volver a ser como antes! ¡Maldigo a Milón y a Clodio! ¡Maldigo a los dioses!

Pensé que iba a echarse a llorar pero sus ojos permanecieron secos. Se irguió y respiró hondo.

– ¿Qué es lo que querías saber?

Fruncí el entrecejo.

– ¿Puedes hablar de aquel día o no?

– ¿Por qué no me preguntas y lo descubres?

Miré por la ventana. Davo y los chicos habían terminado con los caballos y estaban jugando a algo con una pelota de piel; los tres se reían como chiquillos. ¿Qué clase de padre sería Davo?

Dejé de, mirar por la ventana. ¿Qué me quedaba por preguntarle? Parecía que todos los detalles estaban completos. Los sucesos de aquel día habían salido a la luz, uno tras otro, y puestos en orden. El incidente de la Vía Apia estaba totalmente documentado y se había impartido justicia. Su testimonio no había hecho falta, después de todo. Pero…

– ¿Qué viste cuando te asomaste a la ventana, después de la batalla?

Entornó los ojos.

– Cuerpos. Sangre. El senador, su hija y su séquito. La litera del senador.

– ¿Eudamo y Birria? ¿Los hombres de Milón?

– No. Se habían ido todos. No sé adónde.

– Habían salido en persecución de un sujeto llamado Filemón y unos amigos suyos que tuvieron la mala fortuna de irrumpir en medio de la escena.

– ¿Oh! No había oído nada de eso.

– ¿Tu hermana no te lo dijo? Filemón prestó testimonio el mismo día que ella.

La viuda sacudió la cabeza.

– Supongo que no querría turbarme. Continúa. ¿Qué más quieres saber? -Tenía una expresión determinada y severa.

– Miraste por esta ventana. Viste a Tedio y a su hija, la litera, el séquito. ¿Y a Clodio?

– Sí. Estaban inclinados sobre él. ¿Tú sabías que era Clodio?

– Sí.

– ¿Cómo?

Se encogió de hombros.

– Por su cara.

– ¿Podías ver su cara? Entonces debía de estar boca arriba.

– Sí. Boca arriba, mirándoles. Sentí un pinchazo en el cráneo.

– ¿Qué has dicho?

– Clodio estaba boca arriba, mirando al senador y a su hija.

– ¿Quieres decir que sus ojos estaban abiertos y miraban muertos?

– No. Quiero decir lo que he dicho. Clodio los miraba y ellos le miraban a él. -Frunció el entrecejo tratando de recordar-. Hablaron un poco, de esto y lo otro. Luego Tedio y su hija ayudaron a Clodio a levantarse y a entrar en la litera.

Miré hacia el camino, imaginando la escena, luego me volví hacia la viuda. Claro que era posible que la pena la hubiera vuelto loca.

– ¿Estás diciendo que Clodio estaba vivo?

– Sí. Aunque supongo que no mucho.

– Pero tu hermana dio a entender que Clodio estaba muerto cuando Tedio lo encontró. Así fue como lo explicó en la corte. Dijo que habías visto al senador y a su hija meter a Clodio en la litera pero no dijo nada que indicara que Clodio todavía estaba vivo. -Traté de recordar exactamente lo que había dicho…

– Estaba vivo -dijo la viuda-. Probablemente me malinterpretó. Estaba furiosa cuando le conté lo que había pasado. Apenas sabía lo que estaba diciendo. Quizá se lo dije de un modo poco claro.

– Quizá. Tu hermana y tú parece que tenéis varios puntos más sin aclarar. Pero Sexto Tedio lo contó del mismo modo. No dijo que Clodio estuviera vivo cuando lo encontró.

– Pues Clodio estaba vivo. Estaba rígido, débil y sangrando y tuvieron que ayudarle a entrar en la litera…, pero estaba vivo, te lo aseguro, a menos que los muertos puedan andar y hablar. ¡Todavía estaba vivo! Y mi marido estaba muerto al pie de estas escaleras. ¿Por qué me estás haciendo esto? -Se dio media vuelta de repente y bajó corriendo las escaleras, llorando por fin.

Me asomé a la ventana y observé el camino vacío, como si concentrándome pudiera conjurar a los espíritus de los muertos para que repitieran sus últimos momentos de vida. ¡Oh, qué grande y terrible sería ese poder!

Capítulo 35

Llegamos a casa de Sexto Tedio en el crepúsculo. Estaba hambriento y cansado de cabalgar. Les dije a los chicos que vigilaran los caballos y envié a Davo delante para que llamara a la puerta.

El portero tardó mucho rato en contestar y aún más en consultar con su amo y volver. Finalmente me invitaron a entrar.

Sexto Tedio me recibió en la misma habitación de la vez anterior. Las ventanas estaban abiertas para dejar ver la ciudad de Aricia detrás, un charco de pálidas sombras azules coronadas por tejados que brillaban con la última luz del día. Tedio estaba sentado muy erguido en su anticuada silla sin respaldo. A pesar del calor del día tenía una manta sobre las piernas. Era la pierna izquierda la lisiada, recordé. Se pasó una mano oscura y correosa por el pelo canoso y me examinó astutamente.

– Te recuerdo -dijo-. El hombre de Pompeyo. El que vino haciendo todas aquellas preguntas.

– Parece que no todas las que tenía que hacer.

– ¿Has venido también, «en nombre del Grande», como me parece recordar que dijiste la otra vez?

– En cierto modo sí. Pompeyo me contrató para que averiguara todo lo que pudiera sobre el incidente de la Vía Apia. Creía que ya lo había hecho pero parece que me equivocaba.

– Explícate con claridad.

– Eso intento. Espero que tú hagas lo mismo, Sexto Tedio. -Enarcó una ceja cuando dije esto pero no dijo nada-. ¿Está tu hija aquí? -pregunté.

– No creo que el paradero de mi hija sea de tu incumbencia.

– A pesar de todo, me gustaría mucho hablar con los dos a la vez.

– Entornó los ojos y me observó durante largo rato.

– Sabes algo, ¿verdad?

– Sé más en este momento que hace una hora. Me gustaría saberlo todo.

– ¡Ah! ¡Saberlo todo! Eso sería una maldición para un mortal. ¡Tedia! -Elevó la voz-. Tedia, entra en la habitación y únete a nosotros.

La hija entró desde el pasillo. Estaba vestida como la última vez que la vi, sin joyas ni maquillaje y con un pañuelo de lino blanco sobre la cabeza sujeto con una cinta azul. Permaneció completamente erguida con expresión severa.

– Tedia siempre escucha mis conversaciones -dijo Sexto Tedio-. Así me resulta mucho más fácil recordar todos los detalles.

– Mi padre y yo no tenemos secretos. -Se puso detrás de él y apoyó las manos en sus hombros.

– Vi a tu padre testificar en el juicio, repitiendo la misma historia que me contó. Creía que estabas dispuesta a mantenerle alejado del juicio, Tedia.

– Al final, pareció mejor ir -dijo-. Después de todo, Clodio fue enviado a Roma en nuestra litera. Haberse negado a explicar cómo ocurrió podría haber levantado… comentarios.

– Ya veo. Y la historia que contaste, Tedio, era totalmente creíble. Simplemente, te dejaste unos cuantos detalles, como el hecho de que Clodio estaba vivo cuando lo encontraste.

– ¿Cómo lo sabes? -dijo Tedia. Empezó a masajear la espalda de su padre con los mismos movimientos que utilizaba para restregarse las manos en nuestro primer encuentro-. Si alguno de nuestros esclavos ha hablado…

– Tus esclavos son leales. Hubo otro testigo.

– No en el juicio.

– No, el testigo estaba lejos de Roma aquel día… En Regio, me dijeron.

Sexto Tedio hizo una mueca casi imperceptible. Su hija le había masajeado demasiado fuerte.

– Clodio merecía morir -dijo Tedia.

– Quizá. Aunque te vi llorar cuando Fulvia testificó.

– Una mujer puede sentir pena por una viuda sin sentir lástima porque su marido esté muerto.

– Ya veo. ¿Y cómo, exactamente, murió Clodio?

Contuve el aliento. No tenía medio de impulsarla a hablar si decidía no hacerlo. Su padre levantó un brazo y le cogió la mano en un gesto para que se controlara, pero ella pareció no darse cuenta. Su expresión era implacable.

– Yo lo maté -dijo.

– ¿Pero cómo? ¿Por qué?

¿Por qué? -Elevó la voz-. Para que el más impío de los hombres no marchitara la tierra. Tú tuviste que oír hablar de sus crímenes cuando estuviste importunando a todo el mundo en esta montaña. Destrozó el bosque sagrado de Júpiter simplemente para añadir algunas habitaciones a su casa. ¡Imagina! ¡Expropiar a un dios para hacerse habitaciones para él! Y lo que le hizo a las vestales es incalificable, arrojarlas de su vieja casa, estafarlas, tratarlas como vulgares competidoras de negocios a las que se puede timar y arrojar a la basura. ¿Acaso pensaba que podía cometer todos esos crímenes y escapar sin castigo?

– Publio Clodio ha cometido muchos crímenes de todo tipo durante años sin ser castigado -dije.

– Más razones para que le llegara la hora -dijo Tedia agriamente.

– Estaba vivo cuando lo encontrasteis en la posada…

– Muy vivo.

– Pero a punto de morir, seguro.

– ¿Cómo puedes decir eso? ¿Estás aquí para juzgar? Te diré cómo ocurrió…

– ¡Hija! Sexto Tedio hizo una mueca y sacudió la cabeza.

– Padre, no tengo nada de qué avergonzarme y nada que temer. Empezó como te contó mi padre… íbamos camino de Roma, nos encontramos a Milón con los restos de la escaramuza, mintió y nos dijo que había bandidos rondando. Tuve miedo y quise volver pero mi padre insistió en que continuáramos y eso hicimos. La diosa Vesta nos guiaba aquel día, no tengo ninguna duda. Llegamos a la posada de Bovilas y vimos la carnicería. Creí que me desmayaría de miedo por el temblor y el frío que sentí dentro de mí. Ahora sé que era la diosa que se agitaba en mi interior, preparándome para la tarea inmediata.

»Había cuerpos desparramados en el camino y sangre por todas partes. Era extraño llegar a un lugar que has visto tantas veces y por el que has pasado sin dedicarle un pensamiento…, un lugar tan familiar, común y ordinario…, y contemplar semejante horror y devastación. Todo parecía irreal, como el delirio que provoca la fiebre. Ayudé a mi padre a salir de la litera y anduvimos entre los cadáveres. Ninguno necesitaba ayuda; todos estaban muertos.

»Entonces oímos una voz en la taberna, un apagado y débil grito de socorro. Clodio apareció en la puerta. Sus ropas estaban rasgadas. Estaba herido. Se apretaba un jirón de tela sangrienta en el hombro. Hablaba con los dientes apretados. "¡Ayudadme!", dijo.

– Todos los demás habían muerto defendiéndole, como ves -dijo Sexto Tedio-. Sus hombres eran leales, nadie puede negarlo.

– Salió tambaleándose de la taberna -continuó Tedia-. Tropezó y cayó de rodillas, luego sobre su espalda, gruñendo y evitando que su hombro diera contra la tierra. Parecía cómodo en aquella postura, yaciendo sobre su espalda. Nos inclinamos sobre él. Su voz era ronca y tensa, poco más que un susurro: «Llevadme a casa -dijo-, no a la villa…, me buscarán allí. Llevadme a Roma en vuestra litera. ¡Ocultadme de ellos!». «¿De los bandidos?», preguntó mi padre. ¡Y Clodio se rió! Aquella risa odiosa y sibilante. ¡Qué dentadura tan blanca y perfecta tenía! «Los únicos bandidos de este camino son los gladiadores de Milón -dijo-. Me persiguieron hasta aquí y trataron de matarme, pero algo los asustó y se fueron. ¡Rápido, escondedme en vuestra litera!» Lo ayudamos a ponerse en pie y lo metimos en la litera. Pude ver que mi padre no sabía qué hacer a continuación, así que me lo llevé aparte, en donde los esclavos no pudieran oírnos.

Tedio gruñó.

– Yo le habría mandado a su villa tanto si quería ir como si no, pero Milón estaba en el camino. No tenía intención de pasar al lado de Milón como si fuera un espía de ese chacal de Clodio. Tampoco deseaba entregar a Clodio a ese mentiroso de Milón. A lo mejor si lo hubiéramos dejado allí, se habría desangrado hasta morir o los hombres de Milón habrían vuelto y terminado con él. Pero allí estaba, en nuestra litera, llenando de sangre los cojines…

– Tomé una decisión -dijo Tedia. Su voz era como el frío acero-. Todo sucedió a la vez. Se me ocurrió mirar al piso superior de la posada y la vi en la ventana. Su rostro parecía levitar, como un retrato en un marco. Vi el rostro de Vesta y supe lo que tenía que hacer.

Sacudí la cabeza.

– La cara que viste era la de la pobre y aterrorizada viuda del posadero.

Tedia me miró con desprecio.

– ¿Cómo sabes lo que vi? ¿Estabas allí?

No vi motivo para contradecirla.

– ¿Cómo lo mataste?

Apartó las manos de los hombros de su padre y las dirigió hacia el lazo de la cinta azul que sujetaba la mantilla de lino detrás de su cabeza. Cogió los extremos de la cinta, los enrolló en sus manos y la estiró.

– Lo maté con esto. Ojalá la diosa hubiera podido contemplarlo, pero tuve que hacerlo dentro de la litera, fuera de la vista. Los esclavos estaban allí y no era cuestión de que lo vieran. Subí a la litera y me puse detrás de él. Mi padre subió detrás de mí y dejamos caer las cortinas. Le rodeé el cuello con la cinta. Papá la sujetó por delante.

– Nunca podríamos haberlo hecho si no hubiera estado debilitado por las heridas -dijo Tedio secamente-. Míranos…, un viejo tullido y una mujer. Pero lo conseguimos.

– Vi el cadáver -dije-. La herida del hombro era profunda. Probablemente habría muerto de todas maneras.

– No estés tan seguro -dijo Tedio-. He visto muchas batallas y muchos soldados que parecían estar en peores condiciones que Clodio y que sin embargo se recuperaron. Quedaba una sorprendente cantidad de vida en aquel chacal. Lo sé; vi cómo le abandonaba. Sin tocarlo, podría haber sobrevivido al viaje a Roma. Podría estar vivo todavía.

– ¡Pides aprobación por su muerte! Pareces estar orgulloso de ella.

– ¡Estoy orgulloso de mi hija, sí! Tú tienes un hijo, ¿no es cierto, Gordiano? Recuerdo que estaba contigo la última vez que viniste aquí. Bien, yo soy igual que cualquier otro… Me habría gustado tener un hijo, verlo crecer y convertirse en un hombre, verlo probar su valor en la batalla y demostrar sus convicciones en el Foro. Pero no tuve ningún hijo, sólo una hija, pero una hija que siempre me ha sido fiel y nunca me ha decepcionado; cuando murió su madre, ocupó su lugar de buena gana. No se puede pedir una hija mejor. ¡Y ahora mira lo que ha hecho! Ha llevado a cabo lo que no ha conseguido ningún hombre ni en la batalla ni aplicando las leyes; ha terminado con Publio Clodio. Un enemigo del Estado, una amenaza para la decencia, una mala hierba en la República, una desgracia para sus antepasados. ¡Y fue mi hija la que finalmente acabó con él! Los dioses y las diosas manifiestan su voluntad por senderos misteriosos, Gordiano. Ya habían tenido bastante de Publio Clodio y lo liquidaron. ¿Quién soy yo, un viejo y lisiado senador, para cuestionar el camino que eligieron?

Les observé a los dos, cruelmente satisfechos, modelos de la austera virtud romana.

– ¿Por qué no sacasteis el cadáver de la litera y lo dejasteis en el camino? ¿Por qué lo enviasteis a Roma?

– La litera estaba contaminada con su sangre y su carroña -dijo Tedia-. Nunca podría volverme a subir en ella.

– Lo último que nos había pedido era que lo enviásemos a casa -dijo su padre-. Es lo que te dije antes; una vez un hombre está muerto, ¿qué sentido tiene despreciarle? No, no quería dejarle tirado como a un perro muerto. Envié su cuerpo a Roma y dije a los porteadores que lo llevaran con gran respeto y lo dejaran al cuidado de su viuda.

Su anillo -dije al recordarlo-. Su cuerpo llegó sin el anillo. ¿Se lo quitasteis vosotros?

Tedia entornó los ojos.

– Aquello fue un error. Creí que a la diosa le gustaría.

– ¿Eras tú la mujer que fue a la casa de las vestales y ofreció el anillo de Clodio para una oración de gracias?

– Sí.

Entonces entendí la extraña mirada que había visto en Filemón en la Taberna Salaz. Le había preguntado por qué no había pedido ayuda a la hija de Tedio cuando lo conducían cautivo por la Vía Apia, al pasar por donde estaba descansando Tedio, al lado de la casa de las vestales. Lo que yo había tomado por ofensa era simple confusión. Filemón no había visto a Tedia porque Tedia estaba dentro de la casa de las vestales.

– Ocultaste tu rostro a la Virgo Máxima -dije-. Disfrazaste tu voz.

– Sí. De otra manera, las vestales me habrían reconocido.

– ¿No estabas orgullosa de lo que habías hecho?

– No tenía necesidad de vanagloriarme o de enseñar la cara. Era un simple instrumento de la diosa y únicamente a la diosa deseaba ofrecer el anillo. Pero la Virgo Máxima se negó a aceptarlo. Dijo que semejante ofrenda era impía.

Sacudí la cabeza.

– Todo el mundo pensó que había sido la mujer de Milón la que…

Tedia rió. Puedo asegurar que no estaba acostumbrada a reír.

– ¿Fausta Cornelia? ¿Esa vaca blasfema? Es difícil imaginarla rezando por alguna cosa, excepto quizá porque los dioses le envíen un nuevo amante cada día. Es una buena broma, que alguien haya podido confundirla conmigo.

– ¿Dónde está el anillo ahora?

– ¿Por qué lo preguntas?

– Porque me gustaría devolvérselo a la familia. Reconoces que fine un error quitárselo. La diosa no lo necesita. Guardarlo como trofeo seguramente sería arrogante y una maldición en tu propia casa.

Tedia lo pensó y pareció a punto de hablar, pero su padre sacudió la cabeza.

– El anillo es la única prueba real contra nosotros. Todo lo que te hemos contado es sólo una historia de nuestros propios labios. Tu testigo de la taberna (supongo que será la chica de la ventana) pudo ver que Clodio estaba vivo pero no pudo ver lo que ocurrió dentro de la litera. Nadie vio cuándo murió realmente excepto mi hija y yo. Las vestales saben que una mujer les llevó el anillo de Clodio, pero nunca vieron su cara. Sólo el hecho de que nosotros poseemos el anillo ofrece una prueba de lo que hicimos. ¿Por qué te lo íbamos a dar, Gordiano? ¿Qué le dirás a la familia de Clodio? ¿Que has recuperado el anillo de los verdaderos asesinos de su ser querido, una mujer y un viejo tullido? ¿Tendremos que sufrir su venganza?

– ¿Qué debería decirles? ¿Que encontré el anillo por casualidad al lado del camino? Piensa Tedia en las lágrimas que derramaste cuando escuchaste el testimonio de Fulvia. ¿De verdad quieres conservar el anillo?

Respiró hondo y empezó a moverse, pero su padre la cogió por el brazo.

– Sólo si haces un juramento, Gordiano -dijo Tedio.

– ¡No hago promesas!

– Tendrás que hacerla si quieres el anillo. Jurarás que nunca repetirás lo que has oído hoy aquí y, a cambio, te daremos el anillo. Piensa, Gordiano, ¿de qué serviría incitar a los clodianos contra mi hija y contra mí? La plebe está tranquila por la condena de Milón; tú los alborotarías y volverían a provocar disturbios. Piensa en lo que se enfadaría Pompeyo al descubrir que su jurado ha fracasado en descubrir toda la verdad y que la condena de Milón no es justa. Roma ha sido desgarrada por lo que ocurrió en la Vía Apia. Pero ahora el pueblo se ha apaciguado y se ha castigado a los malvados de ambos bandos: Clodio está muerto, Milón exiliado. ¿De qué serviría descubrir una última revelación sino para halagar tu propia vanidad y demostrar tu perseverancia e inteligencia? Haz el juramento que te pido; devuelve el anillo a quien más quiso a Clodio y deja lo demás a los dioses.

Fui hacia la ventana. Al otro lado, la ciudad de Aricia, donde Clodio había pronunciado su último discurso, se había oscurecido y era una mezcla de sombras azuladas. Pensé durante largo rato. ¿Qué le debía a Milón, que había cometido tan graves ofensas contra mí y que me habría matado sin pensarlo si Cicerón no lo hubiera detenido? ¿Qué le debía a Cicerón, que había consentido mi secuestro? ¿O a los herederos y amigos de Clodio, que habían instigado las revueltas que resultaron en el saqueo de mi casa y en la muerte de Belbo? ¿Qué le debo a la misma Roma… si es que alguien sabe lo que Roma era o en lo que se convertirá en los próximos años? Todo estaba cambiando, todo era caos y confusión. Me encontraba enfrentado a lo que más anhelaba, la verdad, pero me encontraba profundamente solo; ni siquiera Eco estaba allí para compartir el descubrimiento o aconsejarme. Por fortuna: dudo que hubiera aprobado la decisión que tomé. Me volví hacia Sexto Tedio.

– Tienes mi palabra; juro por el espíritu de mi padre que mantendré tu secreto. Dame el anillo.

Tedia salió de la habitación. Mientras estaba fuera, entró un esclavo con una vela ardiendo y encendió las lámparas, disipando la creciente oscuridad. Tedia volvió y depositó el anillo en mi mano abierta; parecía contenta de librarse de él.

Era pesado y estaba hecho de oro macizo. Vi el nombre P. CLODIO PULCHER grabado en él pero no encontré ningún otro ornamento. Seguro que tenía que haber alguna referencia a las glorias de sus ilustres antepasados. Lo acerqué a la luz y vi unas marcas grabadas en la brillante superficie del anillo; dentro y fuera había pequeños polígonos en lazados como las piedras perfectamente ajustadas que pavimentaban l a Vía Apia. El anillo era la imagen perfecta del gran camino, atrapado en un círculo sin principio ni final, un homenaje al lugar donde su dueño había caído ante sus enemigos y exhalado su último suspiro con una cinta azul apretada alrededor del cuello.

Aquella noche dormimos en una posada en Aricia. La taberna de abajo era ruidosa y estaba llena de humo, y la cama tenía garrapatas, pero dormí mejor que en Bovilas, donde había tantos fantasmas, vivos y muertos.

Me levanté antes del amanecer y desperté a los chicos. Tuvimos que sacudir a Davo entre los tres para despertarle. Estábamos en el camino antes de la hora prima y avanzamos a paso ligero. Llegamos a la ciudad antes del mediodía. Tenía que hacer tres últimas visitas y luego podría volver la espalda para siempre a todo lo que había ocurrido en la Vía Apia.

Capítulo 36

Mopso y Androcles estaban cada vez más excitados mientras atravesábamos el Foro y subíamos la Rampa en dirección al Palatino. Los dos tenían los ojos abiertos de par en par ante la vista de tantos edificios y gente. Davo adoptó cierto aire altanero…, el esclavo de la ciudad condescendiente ante los esclavos del campo. Recordé su propia consternación al encontrarse por primera vez en el campo, pero no dije nada.

Los tres hablaban cada vez menos a medida que nos íbamos acercando a casa. A Davo se le iba alargando la cara por momentos. Los chicos se apretaron el uno contra el otro. Apenas habíamos entrado en el vestíbulo cuando apareció Bethesda.

– Así que éstos son los nuevos esclavos -dijo, haciendo caso omiso de Davo.

– Sí, éste es Mopso y éste es su hermano, Androcles. Chicos, ésta es vuestra nueva ama.

Los chicos entornaron los ojos y la miraron a hurtadillas. Androcles susurró al oído de su hermano mayor:

– ¡Es muy guapa!

Los labios de Bethesda casi esbozaron una sonrisa. Estaba resplandeciente con su estola color azafrán y un sencillo collar de plata, el cabello recogido en un moño alto, de tal manera que los mechones grises parecían vetas blancas serpenteando por reluciente mármol negro. Estaba casi tan hechizado por ella como los niños.

– Ambos parecéis ágiles y llenos de energía Sus palabras sonaron más a sentencia que a cumplido-. Supongo que encontraremos la manera de manteneros ocupados. Seguro que sois buenos llevando mensajes, claro que aún no conocéis la ciudad. Estaréis muy ocupados los próximos días explorándola para familiarizaros con las siete colinas. Ahora tenéis que estar hambrientos después del viaje. Davo os enseñará dónde está la cocina…, ¿verdad, Davo?

– Sí, ama. -Davo estaba más hechizado por ella que cualquier otro. Era notable lo pequeño que podía parecer el espacio que ocupaba un sujeto tan grande y lo rápidamente que podía salir de una habitación.

Bethesda y yo nos quedamos solos.

– Esposo, estuve pensando mucho ayer.

– Yo también.

– Tú y yo tenemos que hablar seriamente.

– ¿Puede esperar? Hoy tengo que hacer algunos recados más y luego…

– Lo supongo. Pero al final del día, quiero una solución a este asunto de Diana y tu… y Davo.

– De acuerdo. Entonces hablaremos esta noche.

– Sí. Nuestras miradas se encontraron y pareció que no era necesario hablar. Estábamos de acuerdo en lo que había que hacer. Había vivido con ella el tiempo suficiente para poder leerlo en sus ojos.

Comí rápidamente un plato de olivas, queso y carne fresca y volví a salir. Llevé a Davo conmigo aunque no parecía necesario llevar un protector. Las calles parecían casi milagrosamente tranquilas tras el furor de los últimos días.

El Grande se había trasladado a la ciudad y residía en su casa del barrio de Las Carinas, como había esperado. Aceptó recibirme en seguida.

La casa de Las Carinas era una destartalada y vieja villa rodeada por edificios más modernos y más altos. Había pertenecido a la familia de Pompeyo durante generaciones. Había un olor rancio por toda la casa y la habitación en la que Pompeyo daba audiencia no tenía vistas fabulosas, sólo un patio interior con una modesta fuente. La habitación estaba llena de trofeos de varias campañas militares, algunos traídos por Pompeyo desde Oriente, otros conseguidos por su padre…, armas exóticas y trozos de armaduras, estatuillas de oscuros dioses, marionetas sombrías de la frontera de Partia y antiguas máscaras de teatro griegas. Escondidos discretamente en los rincones y en las sombras, como siempre, estaban los soldados responsables de su seguridad.

Pompeyo estaba sentado al lado de una mesita llena de papiros. Cuando me acerqué, apartó el documento que estaba leyendo.

– ¡Sabueso! Me he sorprendido cuando el portero te ha anunciado. No esperaba volver a verte.

– Y yo no esperaba poder verte tan pronto.

– Resulta que has llegado a una hora del día en la que todavía no tengo una obligación prioritaria. ¿Tenemos asuntos sin terminar?

– He venido a pedir un favor, Grande.

– Bien. Siempre me gusta que me pidan favores, tanto si los concedo como si no. Me da la oportunidad de cumplir con mi nombre. ¿Qué es lo que quieres, Sabueso?

– Entiendo que una parte del castigo de Milón es confiscar sus bienes.

– No todos; creo que le permitiremos llevarse a algunos esclavos personales y lo suficiente para que pueda comenzar una nueva vida en Masilia. Primero, ha de ser todo liquidado para pagar a sus acreedores, que son legión. Después habrá que ver cuánto se deja para el tesoro. Los bienes quedarán bien limpios antes de que termine el barrido.

– Me gustaría que se me incluyera entre sus acreedores.

– Eh? Me cuesta imaginar que tú le prestaras dinero, Sabueso. ¿O acaso le prestaste servicios por los que nunca te pagó?

– Ni lo uno ni lo otro. Milón me causó un gran agravio. Fue el responsable de que me secuestraran con mi hijo y nos tuvo prisioneros durante más de un mes. Desde la última vez que hablé contigo, he reunido pruebas de lo que digo.

– Ya veo. En la práctica, no tienes ningún recurso legal. El hombre ha sido condenado y pronto se habrá ido para siempre. No estaría aquí para asistir al juicio en el caso de que presentaras cargos contra él.

– Ya me he dado cuenta. Por eso recurro a ti, Grande.

– Ya veo. ¿Qué es lo que quieres?

– Quiero ser reconocido por el Estado como uno de los acreedores de Milón. Quiero una parte de sus bienes.

– ¿Y cual es el precio por lo que tu hijo y tú sufristeis en su poder?

– Es difícil de estimar. Pero he pensado en una cantidad. -Se la dije.

– Una suma muy precisa. ¿Cómo has llegado a ella?

– Durante los peores alborotos clodianos, mi casa fue saqueada. Una estatua de Minerva que hay en mi jardín fue derribada y dañada. Es lo que cuesta repararla.

– Ya veo. ¿Es justo pedir a Milón que pague lo que han hecho sus enemigos?

– No es justo en el sentido legal, cierto. Pero podría parafrasear algo que tú dijiste una vez, Grande.

– ¿Qué?

– «¿No dejaréis de citarnos leyes a nosotros que tenemos deudas pendientes?»

Pompeyo encontró este comentario muy divertido.

– Me gustas, Sabueso. En los próximos años me gustaría pensar que estás de mi parte.

No entiendo, Grande.

– Oh, yo creo que sí. Muy bien, entonces, ¿cómo lo hacemos? Llamó a un secretario, que redactó un memorándum por duplicado. Añadió una copia al elevado montón que ya había acumulado en un armario. Pompeyo firmó la otra. Su secretario la enrolló y aplicó una mezcla de cera roja sobre la que Pompeyo colocó el anillo-. Ya está. Haz que lo lleven a casa de Milón. Ojalá tengas suerte y lo puedas cobrar. Hay algunas personas delante bastante más importantes que tú. Por otra parte, la tuya es probablemente la deuda más pequeña. Quizá el Estado te la pague antes, simplemente para librarse de ella.

– Gracias, Grande.

– Claro, claro.

Sonrió, hizo un gesto de despedida y cruzó la habitación. Un momento después volvió y se sorprendió al ver que todavía estaba allí. ¿Qué pasa ahora, Sabueso?

– Tengo cierto conflicto, Grande, entre un juramento que hice y mi obligación hacia ti.

– ¿Sí?

– Ahora que el juicio de Milón ha terminado, ¿tienes algún interés por descubrir lo que pasó en la Vía Apia?

– No estoy seguro de lo que quieres decir.

– Si te dijera que los hombres de Milón hirieron gravemente, quizás mortalmente, a Clodio pero que otra persona (alguien que no tiene nada que ver con sus enemigos) acabó con su vida…

– ¿Quieres decir que el golpe fatal lo descargó un tercer grupo?

– He jurado que no explicaría los detalles.

– Ya veo. -Pompeyo lo consideró-. Entonces sugiero que mantengas la boca cerrada.

– ¿Debo hacerlo, Grande?

– Sí. De todos modos, no rompas un juramento por mí. Clodio está muerto. Milón, arruinado y a punto de abandonar Roma para siempre. Demasiado tarde para esos dos. Mi próxima tarea consistirá en castigar a los responsables del incendio del Senado. El Estado debe pelear igualmente contra todos los que perturben la paz, o no habrá ni ley ni orden. ¿Podrían tener tus revelaciones algún efecto en todo esto?

– Creo que no, Grande.

– Entonces no me interesan. El asesinato de Clodio es agua pasada. ¿Lo entiendes? -Había una nota casi de amenaza en su voz.

– Sí, Grande, creo que lo entiendo.

Aunque nunca había estado allí, el interior de la casa de Milón me parecía extrañamente familiar. Los mosaicos del suelo, el pálido color ocre de las paredes, al igual que varios objetos del vestíbulo, y lo que pude entrever en las habitaciones cercanas me recordaron inmediatamente la casa de Cicerón. Al no tener gusto para la decoración, Milón había copiado pobremente el impecable gusto de su gran amigo.

El lugar también me recordaba, de una forma extraña, la gran casa de Clodio en el Palatino pues su estado caótico era evidente. Aunque yo había visto la casa de Clodio en proceso de decoración y restauración, y la casa de Milón era todo lo contrario, ya que estaba en proceso de desmantelamiento. Habían quitado los cuadros de las paredes y los habían amontonado. Estaban embalando los objetos preciosos. Las cortinas habían sido removidas de las puertas y estaban limpiamente dobladas en mesitas.

Al igual que en la mansión de Clodio la noche de su asesinato, había un aire de confusión y abandono en la casa de Milón. Alguna que otra vez, un esclavo con aspecto infeliz pasaba por allí con algún recado sin mirarme apenas. Empecé a pensar que me habían olvidado. Finalmente, el esclavo que me había hecho pasar volvió y me hizo señas de que le siguiera al interior de la casa.

¿Hacía el tonto al dejar fuera a Davo e ir a enfrentarme solo con Milón? Me crucé de brazos para el careo. No estaba muy seguro de cómo iba a sentirme cuando lo viera. Había sido injusto conmigo y tenía varias razones para despreciarlo y, sin embargo, extrañamente, la experiencia de mi cautividad me hacía sentir en cierto modo solidario con él. Para un hombre, es terrible perder todos sus sueños, ver que le quitan todo excepto los escasos medios de subsistencia. Milón había subido de la oscuridad a una posición de gran poder. Incluso había tenido el consulado a su alcance… y, en un momento, su mundo se había hecho añicos y su destino había escapado a su control. Había participado en un juego peligroso y al final lo había perdido todo. Tanto si merecía su destino como si no, su ruina me conmovía. A pesar de todo, pretendía decirle lo que pensaba de cómo me había tratado y pedir una compensación.

El esclavo me acompañó hasta una habitación con una atmósfera decididamente femenina. Las paredes estaban pintadas con escenas de pavos reales con la cola totalmente abierta, pavoneándose por jardines profusamente floridos. Había un tocador cubierto de cajitas de cosméticos, joyeros, cepillos y espejos de mano pulidos, todos hechos de maderas finas y metales incrustados de piedras preciosas. Al otro lado de la habitación, un amasijo de batas de colores y estolas sobresalía de un guardarropa abierto. Dominando la habitación, había una gran cama con colgaduras transparentes de color rojo. El aire estaba perfumado con jazmín y almizcle.

Percibí sonidos de chapoteos y risas que venían de una puerta que había en el extremo más alejado de la habitación y que, evidentemente, daba a un cuarto de baño privado. Podía oír voces femeninas y masculinas. ¿Dónde me había llevado el portero y por qué se había ido sin anunciarme? Carraspeé tan alto como pude.

Las risas y los chapoteos cesaron. Se hizo un silencio de muerte. Aclaré mi garganta de nuevo y grité:

– ¿Milón?

La respuesta fue el silencio, seguido de una explosión de risas y chapoteos más fuertes que antes.

– Espera ahí -dijo una voz femenina. Oí una conversación en susurros y más risas. Finalmente, la mujer apareció en el umbral vistiendo una túnica sin cinturón que apenas disimulaba las rollizas y voluptuosas formas de su cuerpo. Masas de cabello rojizo sujeto con horquillas se amontonaban sobre su cabeza. Hiciera lo que hiciese en el baño, se las había arreglado para no mojarse el pelo.

Había conocido a su padre mucho tiempo antes. El dictador Sila estaba al final de su vida; Fausta Cornelia debía de ser sólo una niña entonces. Treinta años después, Fausta era todavía demasiado joven para que se le notaran los estragos de la disipación que había arruinado el aspecto de su padre, pero había un parecido familiar: la misma piel brillante, la misma sonrisa carnosa, la misma ardiente voluntad en la mirada. No era graciosa; cuando se movía, una parte de su cuerpo parecía sacudirse o balancearse. En lugar de gracia, exhalaba una carnosidad madura e, incluso desde una considerable distancia, podía sentir el radiante calor de su cuerpo, enrojecido por el baño caliente. Su alta cuna había atraído a dos esposos prometedores; habían sido otros atributos los que habían atraído a una larga cadena de amantes y yo les estaba echando un buen vistazo.

– Así que tú eres el Sabueso -dijo.

– Sí. He venido a ver a tu marido para un asunto de negocios. Mi marido no está.

– ¿No? Miré a la puerta del baño. Aún podía oír algún que otro chapoteo y sonido de voces.

– Si Milón estuviera aquí, ¿crees que estaría dándome un baño con dos de sus gladiadores?

Me miró para ver si su franqueza me sorprendía. Hice lo que pude para mostrarme inexpresivo.

Me imagino que Milón tiene que estar muy ocupado durante sus últimos días en Roma -dije-. No es absolutamente necesario que lo vea cara a cara pero quiero asegurarme de que recibe esto. -Le alargué el pequeño papiro con el sello de Pompeyo.

Entornó los ojos.

– ¡Oh, no! Otra deuda. Gracias a los dioses, tengo mi propia renta, aunque sea a nombre de mi hermano. -Cogió el papiro y se dirigió hacia un pequeño pasillo. Pude ver el exagerado contoneo que se marcaba. Entramos en una sala desordenada llena de documentos-. El despacho de mi marido -anunció con aire de disgusto-. Desde aquí iba a gobernar la República. ¡En qué broma se ha convertido! Supongo que no volverá a haber un hombre como mi padre, un hombre auténtico que pueda hacer entrar en vereda a esta ciudad descontrolada.

– No estoy seguro de eso dije en voz baja pensando en Pompeyo y en César.

No me escuchó.

– Este es el último montón de deudas -dijo señalando una gran caja llena de papiros y trozos de pergamino-. ¿Tiramos la tuya encima? Ahí. Pero no te sorprendas si cae al fondo o se pierde para siempre.

– ¿Quién se encarga de ordenar todas estas deudas? ¿Lo está haciendo tu marido?

– ¡Por los dioses, no! Milón ha naufragado. Apenas puede decidir qué sandalia ponerse primero por la mañana. Un vistazo a esta habitación y se convierte en un niño gimoteante. No, todo esto se organizará después de que se vaya. Cicerón se encargará de todo. O debería decir Tirón. Tirón es una maravilla organizando cosas.

– Ya veo. Entonces deja que ponga mi petición separada del resto. Si quieres, dile a Cicerón que la atienda primero. Dile que Gordiano el Sabueso insiste. Cicerón sabrá por qué. Y Tirón también.

Me miró con mala cara.

– ¿Y crees que yo no lo sé? Sé quién eres, Sabueso. Estoy más al tanto de los negocios de mi marido de lo que crees. Estaba dispuesto a matarte, ¿sabes? No habló de otra cosa durante días.

– ¿Ah, sí? -Su franqueza respecto a sus amantes no era ni de lejos tan sorprendente como su franqueza sobre los planes de su marido.

– Sí. Milón te consideraba una amenaza bastante importante. Supongo que deberías sentirte honrado. Claro que, al final, veía un asesino en cada armario y un espía detrás de cada arbusto. Tú le obsesionaste durante un tiempo. Cicerón no dejaba de decirle que exageraba la amenaza que suponías. Cicerón decía que tu reputación había sido inflada, que eras poco competente en realidad y que Milón debía dejar de preocuparse por ti.

– Muy amable por parte de Cicerón.

– Trataba de protegerte, estúpido. Pero Milón estaba dispuesto a verte muerto, tenía sudores fríos por ti. Al final, Cicerón consiguió comprometerle a que simplemente te secuestrara. Aunque debes de ser tan inteligente y perseverante como Milón pensaba… Escapaste antes de que comenzara el juicio. ¡Por Hércules, menudo susto tuviste que darle a Cicerón cuando apareciste en el camino delante de él! -Soltó una carcajada que parecía un ladrido.

– Ojalá hubiera podido apreciar la broma en aquel momento.

– No podemos decir todos lo mismo, mirando hacia atrás? ¡Ojalá hubiera sabido que casarme con Milón iba a terminar en semejante chiste! Como aquel horrible día en la Vía Apia, cuando pensé que estaba viviendo una pesadilla y en realidad era una farsa grotesca desde el principio hasta el fin. La ironía más cruel es que Milón nunca pretendió asesinar a Clodio. La lucha empezó sin que él hiciera nada y, cuando envió a sus hombres a perseguir a Clodio, ¡les ordenó que no le hicieran daño! Los gladiadores todavía juran que no tocaron a Clodio en la posada.

– ¿Es eso cierto?

– ¿Lo dudas? Ven, dejaré que ellos mismos te expliquen la historia.-Me llevó de vuelta a su habitación-. ¡Chicos! Podéis salir del baño. Mi visitante ha prometido que no os morderá.

Primero apareció uno y luego el otro; los dos a la vez no habrían cabido por la puerta. Llevaban un taparrabos alrededor de la cintura y, por lo demás, estaban desnudos y húmedos del baño, dos grandes masas humeantes de carne peluda, cada uno del tamaño de dos hombres normales. Me di cuenta de que estaban marcados con pequeñas cicatrices aquí y allá pero en su mayor parte estaban sin marcar, que es lo que uno esperaría de gladiadores que nunca han perdido un encuentro. Se movían con sorprendente agilidad y gracia, considerando su magnitud. Al contrario que en Fausta, en ellos no se bamboleaba ni se sacudía nada al andar; a pesar de su robustez, sus músculos eran sólidos como el mármol.

Hice una mueca al ver sus famosas y feas caras tan cerca.

– Eudamo y Birria -susurré.

Cruzaron la habitación con suprema indiferencia, apartaron las diáfanas cortinas y se acostaron codo con codo en el colchón de Fausta. La cama crujió y se hundió bajo su peso.

Mi marido pretende llevárselos con él a Masilia -dijo Fausta con tristeza-. Necesita protección, desde luego. ¡Pero, por los dioses, voy a perderlos a los dos!

– ¿Entiendo que no tienes intención de acompañar a tu esposo al exilio?

– Seguir a Milón a Masilia para vivir entre griegos y galos y consumidos charlatanes romanos? Preferiría vivir mis últimos días en una de las granjas de cerdos que Milón tiene en Lanuvio.

Miré a Eudamo y Birria con cautela.

– ¿Estás segura de que saben hablar?

– Parece mucho esperar, ¿no?, dados sus muchos talentos. Pero sí, realmente saben hablar… aunque es Birria el que se encarga de hacerlo. Eudamo es el tonto, supongo que porque es el más guapo. -El menos repulsivo de los dos esbozó una sonrisa afectada y se ruborizó. El más feo arrugó la nariz y gruñó-. Chicos, éste es Gordiano. Le estaba contando algunas cosas sobre el día en que Clodio murió y no me cree.

– ¿Quieres que le separemos la cabeza de los hombros?

– No, Birria. Quizá otro día. ¿Recuerdas cómo comenzó la pelea aquel día?

– Claro que sí. -Birria cruzó los brazos detrás y se le marcaron unos bíceps tan grandes como la cabeza-. Nos encontramos con ese imbécil de Clodio en el camino, lo que podría haberse convertido inmediatamente en un problema, pero pasamos sin novedad, todos tan suaves como la seda. Pero el imbécil no pudo dejar pasar la oportunidad de gritarnos un insulto en el último momento.

– Y perdisteis la paciencia, ¿no es cierto? -dijo Fausta en tono compasivo.

– Yo sí. Le arrojé una flecha. Quería que le rozara la cabeza, pero hizo un movimiento y le hirió en un hombro. -Birria rió-. Lo tiró limpiamente del caballo y eso que yo ni siquiera quería hacerlo. Entonces se armó la marimorena y cada hombre se las arregló como pudo. Cogimos a los mejores. Poco después corrían como conejos por el bosque y por la carretera.

– Entonces vuestro amo os envió tras ellos -interrumpió Fausta.

– Después de que se le pasara la rabieta -dijo Birria.

– ¿Y cuáles fueron sus instrucciones?

Birria se estiró en el colchón. Sus piernas se salían tanto que casi podía tocar el suelo con los dedos.

– El amo dijo: «Matadlos a todos si tenéis que hacerlo, pero traedme vivo a Clodio. No toquéis ni un pelo de su cabeza u os mandaré a los dos a las minas». Así que perseguimos al imbécil hasta Bovilas, donde se había escondido en la posada. Tuvimos que entrar y sacar a sus hombres a rastras, uno por uno. El estúpido posadero se puso en nuestro camino y Eudamo se ocupó de él. Teníamos la situación bajo control y lo único que faltaba era sacar a Clodio de la posada arrastrándole por el pescuezo. Entonces aparecieron el tal Filemón y sus amigos. Levantó el brazo, gritó algunas amenazas y sacudió el puño, pero tan pronto dimos dos pasos hacia él, dejó escapar un chillido y puso pies en polvorosa. Él y sus amigos se dispersaron por todas partes, así que fuimos tras ellos. ¿Qué otra cosa podíamos hacer? Eudamo persiguió a uno, yo a otro y todos nuestros hombres siguieron a los demás. Alguien tendría que haber tenido el sentido común de quedarse y vigilar a Clodio, pero nadie lo pensó. -Se encogió de hombros, con lo cual se arracimó una gran masa de músculos alrededor de su cuello de buey-. Aquel día todo fue una locura.

Sacudí la cabeza ante la simpleza de su pensamiento.

– Y cuando finalmente cazasteis a los testigos y volvisteis…

– Clodio se había ido.

Asentí con la cabeza.

– Porque Sexto Tedio ya había aparecido por allí y lo había despachado a Roma en su litera mientras vosotros estabais persiguiendo a Filemón…

– Sí, pero no lo sabíamos -protestó Birria-. Cuando regresamos a la posada, no podíamos imaginar dónde demonios había ido a parar Clodio.

– Así que discutisteis durante un rato; ésa fue la discusión que Filemón oyó y de la que no entendió nada.

Birria se encogió de hombros.

– Decidimos volver y preguntar al amo qué teníamos que hacer. Clodio estaba herido. Nos imaginábamos que no podría ir muy lejos.

– Y, en el camino, adelantasteis a Sexto Tedio, que estaba descansando al lado de la casa de las vestales y que os saludó mientras su hija…

– No hicimos caso del viejo senador y nos apresuramos a reunirnos con nuestro amo. Milón echó un vistazo a los prisioneros, vio que no llevábamos a Clodio y cogió otra rabieta. Mientras paseaba arriba y abajo, subimos a los prisioneros a un carro y los mandamos a la villa del amo en Lanuvio, junto con la señora. Entonces el amo decidió que Clodio probablemente habría vuelto a su villa de la montaña y nos dirigimos hacia allí.

– Pero al llegar, no encontrasteis a Clodio.

– Buscamos por todas partes…, en las cuadras, detrás de los montones de piedras y por toda la casa. Empezamos a amenazar a los esclavos, al capataz y al tal Halicor. «¿Dónde está Publio Clodio?», repetía sin cesar el amo.

– ¡Así que buscabais al amo en la villa…, no al hijo!

– Ésa fue una sucia mentira que los clodianos inventaron después; decían que el amo trataba de cazar al hijo pequeño de Clodio. ¿Qué habríamos hecho con él? Ni siquiera sabíamos que el chico estaba allí y puedes estar seguro de que no lo vimos. Era a Clodio al que buscábamos. El amo estaba frenético porque no lo encontrábamos. No dejaba de preguntamos si la herida de Clodio era muy grave. Se imaginaba que Clodio estaría escondido en las colinas…

– Y mi querido esposo tuvo miedo ante lo que podría pasar después -añadió Fausta-. Una vez derramada la sangre, Clodio estaría deseoso de vengarse. Milón no supo que Clodio estaba muerto hasta que vino a hurtadillas a la ciudad al día siguiente. Entonces oímos la historia de cómo Sexto Tedio había encontrado el cuerpo y nos imaginamos lo que debía de haber pasado.

– ¿Realmente lo hicisteis? -dije-. Y el siguiente paso de Milón fue elaborar su propia versión fantástica del incidente…, ese disparate de que Clodio le había preparado una emboscada.

– Fue un buen intento -dijo Fausta tristemente-. Pero no había manera de librarse, ¿verdad? Ni siquiera con Cicerón de su parte… ¡Y cómo lo complicó todo! La ironía, ¿sabes?, es que Milón nunca pretendió asesinar a Clodio ni hacerle daño a su hijo. Una vez Clodio estuvo herido (por ti, Birria, chico malo, malo, malo), Milón sólo quería que se lo trajeran vivo para mantenerlo a salvo y en silencio hasta que supiéramos qué hacer después. Pero Filemón apartó a los hombres de la posada. O bien las heridas de Clodio eran peores de lo que todos pensábamos, o…

– ¿Sí?

– Milón sugirió a Cicerón que algún otro podría haber terminado con su vida.

– ¿Cómo podría haber pasado algo así?

Clodio tiene muchos enemigos en el monte Albano. Ha causado muchos problemas. Cualquier lugareño que hubiera pasado por allí y hubiera visto a Clodio herido y solo, podría haberse sentido tentado de aprovechar la situación. Y hubo informes de que Clodio tenía marcas de estrangulamiento en el cuello…, tú mismo hablaste de ello a Cicerón. Eudamo y Birria juran que nunca tocaron su cuello…, así que ¿de dónde vienen esas marcas, a menos que un grupo desconocido estrangulara a Clodio mientras ellos perseguían a Filemón? Eso explicaría por qué Sexto Tedio lo encontró muerto en el camino, aunque todavía estaba vivo en la taberna cuando Birria y Eudamo salieron en persecución de Filemón. -Fausta lanzó un suspiro, más de aburrimiento que de cansancio-. Ésa fue otra de las teorías de Milón pero Cicerón dijo que no tenía sentido seguirla. «¿Por qué tratar de convencer al jurado de que eres técnicamente inocente con una lógica retorcida y decir que tus hombres hirieron a Clodio y que otra persona lo mató? Nunca lo creerán, tanto si es cierto como si no. ¡No te disculpes y argumenta defensa propia!» Si Filemón no hubiera aparecido, habríamos traído a Clodio vivo. Pero Sexto Tedio apareció en el momento más inoportuno y envió el cuerpo a Roma sin que nosotros lo supiéramos. ¿Captas la ironía, Gordiano?

– Sí -dije-. Más de lo que imaginas. Fausta suspiró.

– Toda esta charla sobre el pasado me está deprimiendo. Ahora debes irte, Gordiano. Acababa de terminar mi baño cuando llegaste y es la hora de mi masaje. -Se iluminó-. A menos que quieras unirte a mí…

– Creo que no.

– ¿Estás seguro? Eudamo y Birria dan unos masajes extraordinarios. Veinte dedos entre los dos…, en realidad diecinueve, ya que Eudamo perdió uno en una pelea…, ¡y un poderío! Podrían romperme en dos como si fuera una rama pero me hacen sentir tan ligera y flexible como una nube. Pueden arreglárselas con dos tan fácilmente como con uno. Podría ser muy interesante. -Su expresión no dejaba lugar a dudas de lo que quería decir.

– ¿Y tu esposo?

– No volverá hasta dentro de-varias horas.

– ¿Estás segura?

– Bastante segura…

Recordé la inclinación que tenía Fausta Cornelia a ser cogida en posiciones comprometidas e imaginé a Milón entrando y viéndonos a los cuatro. No era el tipo de confrontación que me gustaría tener con Milón la víspera de su exilio, aunque a Fausta Cornelia le habría divertido bastante.

– ¡Ay! Tengo aún un último recado que hacer antes de que se acabe el día.

Hizo un puchero con los labios y se encogió de hombros.

– Entonces, lo siento, Gordiano. ¿He de decirle a mi esposo que has venido por aquí para despedirte?

– Sí, por favor.

Capítulo 37

En una mañana primaveral tan magnífica, con las flores abriéndose y el sol calentándolo todo desde un cielo sin nubes, sabía dónde podría encontrarla.

Atravesamos el mercado de ganado que hay al oeste del Palatino y cruzamos el viejo puente de madera.

– ¿Adónde vamos, amo? -dijo Davo.

– Al otro lado del Tíber. Eso es evidente, ¿no crees?

Davo frunció el entrecejo. Ya era hora de que dejara de burlarme de él, pensé. Ya no sería su amo durante mucho más tiempo. Iba a perder la relación tan especial que se había creado entre los dos.

– En realidad, Davo, vamos a una villa ajardinada, en la ribera oeste del Tíber, al otro lado del Campo de Marte. Un lugar maravilloso con una pequeña villa rústica, una verde pradera rodeada por altos árboles y una franja de tierra en la orilla del río, ideal para nadar. Preferiría que no le hablaras a nadie de esta visita, ni siquiera a Eco. Ni, por supuesto, a Bethesda. ¿Puedes guardar un secreto?

– Por supuesto, amo -dijo con un suspiro.

Al poco rato dejamos el camino. Pasamos bajo un dosel de zarzas moteadas de sombras y aparecimos en un ancho prado verde lleno de insectos y mariposas revoloteando. La gran villa estaba a la izquierda, justo como recordaba. Pero ella no estaría dentro un día como aquél. Le dije a Davo que buscara un lugar sombreado para esperarme y crucé la pradera; los pies se me hundían entre la alta hierba. A través de una linea de altos árboles, podía ver franjas de luz en el río. También vi su tienda en la orilla, con sus rayas rojas y blancas sacudidas por la brisa y, al lado, haciendo juego, las rayas rojas y blancas de su litera, en el montículo donde la habían depositado. Si la litera estaba allí, ella también.

Nadie se percató de que me acercaba; no había ningún vigilante apostado. Todos los porteadores de la litera y los guardaespaldas estaban en el río, nadando y salpicándose unos a otros y jugando con una pelota de piel. Fui a la tienda y la rodeé hasta la parte que daba al río y a los nadadores. Las cortinas habían sido enrolladas para dejar entrar la brisa y el paisaje. Ella estaba medio sentada, medio reclinada en un triclinio alto y lleno de almohadones, envuelta en una túnica transparente de tela dorada, con una copa de vino en la mano y una expresión desamparada en el rostro. Parecía estar contemplando una tragedia en lugar de un grupo de esclavos desnudos haciendo cabriolas en el agua.

Me vio y dio un respingo, luego me reconoció y consiguió esbozar una débil sonrisa.

Una doncella sentada en la alfombra, al pie del triclinio, se puso en pie cuando me acerqué y miró a su ama en busca de instrucciones. A una seña de Clodia, la chica abandonó la tienda.

– Gordiano -dijo Clodia. Su voz era como la lánguida música del río. Su aroma a nardo y aceite de azafrán inundaba el cálido aire de la tienda. Su carne parecía reverberar bajo la débil luz que se filtraba.

– Herí tus sentimientos el otro día -dije.

– ¿Lo hiciste? -Volvió la mirada hacia los bañistas.

– Creo que sí. Pido disculpas.

– No es necesario. Ya lo he olvidado. Las penas y alegrías no significan nada para mí desde…

– ¿Desde que murió tu hermano?

Entornó los ojos.

– La única pena que nunca disminuye.

– Supongo que encontrarías algo de consuelo en el juicio.

– Ya no me gustan los juicios.

– Pero Milón fue castigado y Cicerón apenas pudo pronunciar su discurso.

Se rió suavemente y asintió.

– Sí, me habría gustado verlo. Aunque nada de eso me lo volverá a traer.

– No, pero alguna gente busca justicia, o venganza.

– Aprendí la lección cuando traté de vengarme de Marco Celio. Al final, ¿de qué sirve?

Hablé con cautela.

– Vengarse de los que lo mataron… ¿no te da satisfacción?

– ¿Por qué te empeñas en hablar de lo mismo, Gordiano? No tengo ganas de vengarme. -respiró hondo y soltó aire-. Mi hermano dio a mucha gente muchas razones para que quisieran verle muerto. No soy tonta ni estoy ciega; sé cómo era y cómo vivía. Amaba a Publio más que a nada en el mundo. No habría cambiado nada de él. Pero tarde o temprano, dado el juego que jugaba y las reglas que rompía, un mal final le estaba esperando. Todos juegan el mismo juego y sospecho que todos encontrarán un final violento… Pompeyo y César, Celio y Antonio…, incluso Cicerón. Mientras Publio era uno de los participantes, tenía cierto interés en el litigio. Pero ahora… -suspiró-. Me limito a tirarme aquí a observar a mis bellos jóvenes disfrutar en el agua. Y ni siquiera miro a los jóvenes. Observo el agua, la forma en que centellea y se desliza por ellos. La forma en que fluye hacia el mar, sin detenerse nunca, sin dar la vuelta nunca. Todo esto tenía un significado para mí, creo, pero no puedo recordar cuál.

– ¿Eres desdichada, Clodia?

– ¿Desdichada? Parece una palabra muy fuerte. Raramente lloro o me despierto con pesadillas por su muerte. Simplemente me siento muy cansada. -Dibujó una sonrisa torcida-. Debo de tener un aspecto horrible.

– No, Clodia. Estás guapa. Estás preciosa.

Buscó mi mano. La miré a los ojos un momento y luego tuve que apartar la mirada. Observé a los bañistas de la forma en que ella los miraba, abstraído y sin verlos realmente, mirando sólo sus movimientos y el juego de luces en sus cuerpos húmedos. Luego lo abstracto se convirtió en concreto. De repente reconocí a uno de ellos.

– ¡Por Hércules!

– ¿Qué ocurre, Gordiano?

– Uno de tus hombres, el de la cara roja… y fríos ojos azules… -El sujeto estaba buceando en busca de la pelota. Sacó la cabeza de repente, al igual que había hecho la noche que se enfrentó a mí en el monte Palatino después de haber saqueado mi casa.

– ¿Lo conoces? -dijo Clodia.

– Fue uno de los saqueadores que entraron en mi casa y rompieron mi estatua de Minerva. Uno de los hombres que mataron a mi esclavo Belbo.

– No me sorprendería. Es un antiguo gladiador. Pertenecía a Clodio, pero él lo liberó para que pudiera participar en el reparto de grano. Desde entonces ha pasado por toda la familia como guardaespaldas. Causó algunos problemas entre los esclavos de mi sobrino. Está conmigo desde hace muy pocos días. Piensan que disfrutaré mirándolo, supongo. Pero ¿has dicho que destrozó tu casa?

– Y mató a un hombre al que yo quería mucho.

– Ya veo. ¿Qué vamos a hacer al respecto?

– No tengo pruebas. No había nadie para verlo, excepto sus amigos. Quizás fue uno de ellos el que mató a Belbo. Quizás él es inocente, aunque parecía ser el líder.

– ¿Por qué preocuparse por los detalles? Esto no es un tribunal. Ambos sabemos el tipo de persona que es. Estoy segura de que ha he cho algo por lo que merece morir. ¿Debo ocuparme de eso por ti, Gordiano?

– ¿Qué quieres decir?

Puedo hacer que lo ahoguen, aquí y ahora. Sólo tendría que decir una palabra al jefe de mis guardaespaldas. Un hombre como ése puede presentar alguna resistencia, imagino, pero entre mis guardaespaldas y los porteadores de la litera hay suficientes hombres fuertes para sujetarlo durante todo el tiempo que haga falta. Puedes disfrutar del placer de verlo. ¿Doy la orden?

– ¿Estás hablando en serio, ¿verdad?

– Sí. Pero sólo si tú quieres. ¿Doy la orden?

Lo pensé. En una sola tarde había sido invitado por Fausta Cornelia a tomar parte en una orgía y por Clodia a ver morir a un hombre a una orden mía. Semejantes oportunidades eran prerrogativas de reyes y emperadores; ¿por qué las rechazaba? Quizá nunca había sabido el significado real de justicia o verdad, pero una vez pensé que lo sabía y la ilusión me había reconfortado. Pero todo había cambiado. Todas mis ideas se habían deslizado fuera de mi vista. Me sentía mareado y desorientado. ¿Estaba girando el mundo fuera de control o era sólo yo?

– No -dije finalmente-. Tu hermano está muerto y Belbo también, y ningún montón de muertes los traerá de vuelta. El río fluye sólo hacia delante.

Clodia sonrió con pesar.

– Muy bien. Ese tipo nunca sabrá lo cerca que ha estado de morir ahogado como un perro. Pero recordaré lo que me has contado. No le quitaré la vista de encima de ahora en adelante.

– Clodia…

– Sí.

– Extiende la mano.

Lo hizo con la ceja enarcada, esperando algún truco. Coloqué el anillo de su hermano en su mano abierta.

– Clodia suspiró, se estremeció, sollozó y respiró hondo para controlarse.

– ¿Dónde lo encontraste?

– Si te digo que lo encontré al lado de la Vía Apia, ¿estarás satisfecha?

Miró el anillo durante largo rato con tal expresión de ternura, que me di cuenta de lo tonto que había sido al pensar que podía haberla herido. ¿Qué podía sentir por mí, o por cualquier otro hombre, comparado con lo que sentía por su hermano?

– ¿Por qué me lo has traído? ¿Por qué no se lo has dado a Fulvia? Ella es su viuda.

– Sí, pero Fulvia ya lo ha superado. Está planeando su próxima boda… y quizá la siguiente después de ésa. Mira hacia el futuro, no hacia el pasado.

Pero el hijo de Publio, el pequeño…

A ti te dejo la decisión de si es tu sobrino el que debe tener el anillo. Yo decidí devolvérselo a la persona que más lo quería.

Apretó la mano alrededor del anillo y cerró los ojos. Una lágrima solitaria se deslizó por su mejilla.

Me di la vuelta y volví sobre mis pasos. Cuando llegué a la esquina de la tienda miré hacia atrás.

– Casi lo olvido dije-. Quiero invitarte a una boda.

– ¿Una boda? ¿En tu familia? ¡No me digas que se casa tu hija, Diana!

– Me temo que sí.

– Pero si es sólo una niña. Ya no. El tiempo vuela.

– Pero no debería ir. No soy pariente vuestro, ni amiga de la familia. Sería poco convencional.

– Mejor. Me temo que será un matrimonio poco convencional. Entonces, tu hija sigue los pasos de su padre. La idea me hizo vacilar.

– Hasta la vista, Clodia.

Hasta la vista, Gordiano. Me lanzó una mirada de despedida y se reclinó en las almohadas, poniendo el anillo en su pecho.

Atravesé la pradera en dirección a donde estaba Davo. Clodia lo había dicho a la perfección: Diana seguía mis pasos. Todos seguían mis pasos.

Si al menos supiera hacia dónde me dirigía…

Si al menos tuviera la más mínima idea de lo que nos reservaba la vida…

Davo descansaba a la sombra de un roble. Cuando me aproximé, se puso en pie y se sacudió la ropa.

– Si al menos supiera hacia dónde me dirijo… murmuré en voz alta.

– Pero, amo, yo creo que es obvio.

– ¿Qué?

Sonrió.

– Ahora vamos a casa, ¿no?

Lancé un suspiro de alivio.

– Sí, Davo. ¡A casa!