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Estoy hablando otra vez con Denny, encerrándolo de nuevo en el cepo, esta vez por llevar en el dorso de la mano el sello de una discoteca, y le digo:
– Tío.
Le digo:
– Es muy raro.
Denny ya tiene las dos manos colocadas para que se las sujete con el cepo. Tiene la camisa bien metida dentro de las calzas. Ha aprendido a doblar un poco las rodillas para aligerar la tensión de la espalda. Se acuerda de visitar el baño antes de que lo metan en el cepo. Nuestro Denny se ha convertido en todo un experto en ser castigado. En el viejo Dunsboro colonial, el masoquismo sigue siendo una habilidad valiosa.
Como en la mayor parte de los trabajos.
Ayer en Saint Anthony, le digo, era todo igual que en aquella película antigua en la que hay un tío y un cuadro, y el tío vive a lo grande y se lo monta para vivir cien años y nunca cambia de aspecto. Pero el cuadro que es su retrato no para de volverse cada vez más feo y demacrado por culpa del alcohol y la nariz se le acaba cayendo de sífilis en fase secundaria y gonorrea.
Ahora todas las internas de Saint Anthony cierran los ojos y están radiantes. Todo el mundo sonríe y se siente honrado.
Salvo yo. Yo soy su estúpido retrato.
– Felicítame, tío -dice Denny-, De tanto estar en el cepo, llevo cuatro semanas de abstinencia. Es más de lo que he conseguido acumular desde que tenía trece años.
La compañera de habitación de mi madre, le digo, la señora Novak, no para de asentir y está satisfecha de que yo haya confesado por fin que le robé la patente de la pasta de dientes.
Otra anciana está farfullando y feliz como un loro porque he admitido que me meo en su cama todas las noches.
Sí, les digo a todas, yo lo hice. Quemé tu casa. Bombardeé tu pueblo. Deporté a tu hermana. Te vendí un Nash Rambler de color azul metalizado en 1968. Luego, sí, maté a tu perro.
¡Supéralo ya!
Se lo digo, echadme la culpa. Hacedme ser el enorme culo pasivo en vuestra orgía de culpa. Me dejaré follar por todas.
Y después de aliviarse en mi cara, todas se quedan sonriendo y radiantes. Se ríen con las cabeza echadas hacia atrás, todas reunidas a mi alrededor, dándome golpecitos en la mano y diciendo que muy bien, que me perdonan. Empiezan a ganar peso las condenadas. El grupo entero de cotorras se dedica a darme jabón y una enfermera muy alta entra en la sala y me dice:
– Caramba, pero si es usted el señor Popular.
Denny se sorbe la nariz.
– ¿Necesitas un trapo para los mocos, tío? -le digo.
Lo más extraño es que mi madre no está mejorando. No importa lo mucho que haga de flautista de Hamelin y cargue con la culpa de esta gente. No importa la cantidad de culpa que absorba, mi madre ya no se cree que sea yo, que sea Victor Mancini. Así que no desvela su gran secreto. Así que le va a hacer falta la sonda de estómago.
– Por ahora me conformo con la abstinencia -dice Denny-, Pero un día me gustaría llevar una vida basada en hacer cosas buenas en vez de simplemente evitar las cosas malas, ¿sabes?
Lo más raro de todo, le digo, es que estoy intentando averiguar cómo puedo convertir mi reciente popularidad en un polvo rápido en el armario de las escobas con la enfermera alta, y a lo mejor conseguir que me coma el rabo. Si una enfermera cree que eres un tipo amable y cariñoso que se muestra paciente con los viejos desahuciados ya estás a mitad de camino de tirártela.
Véase también: Caren, enfermera titulada.
Véase también: Nanette, enfermera auxiliar.
Véase también: Jolene, enfermera auxiliar.
Pero no importa con quién esté, en mi cabeza se la estoy metiendo a otra. A la doctora Paige no-sé-qué. Marshall.
Así que no importa a quién me esté tirando, tengo que pensar en enormes animales infectados, enormes mapaches aplastados en la carretera, hinchados de gas y siendo aplastados por camiones que pasan a toda velocidad por la autopista en un día de sol abrasador. O eso o me corro en el acto, de tan buena que está en mi cabeza la doctora Marshall.
Es gracioso que uno nunca piense en las mujeres que ha tenido. Siempre son las que pasan de ti las que no puedes olvidar.
– Es que mi adicto interior es tan fuerte -dice Denny- que tengo miedo de no estar en el cepo. Tiene que haber algo más en mi vida que no cascármela.
Al resto de mujeres, le digo, no importa quiénes, te las puedes imaginar siendo folladas. Ya sabes, a horcajadas en el asiento del conductor de un coche, con el punto G, la parte posterior de su esponja uretral, siendo aporreado por tu enorme salchicha. O puedes imaginártela inclinada sobre el borde de un jacuzzi haciéndoselo con el tapón. Ya sabes, en su vida privada.
Pero es que la doctora Paige Marshall parece estar por encima de que se la folien.
Un grupo de pájaros con pinta de buitres vuela en círculos por encima de nosotros. Según el horario de los pájaros deben de ser las dos. Una ráfaga de viento levanta el faldón del chaleco de Denny y se lo pasa por encima de los hombros. Yo se lo vuelvo a bajar.
– A veces -dice Denny y se sorbe la nariz- me parece que quiero ser golpeado y castigado. No me importa que ya no exista Dios, pero quiero seguir respetando algo. No quiero ser el centro de mi universo.
Con Denny toda la tarde en el cepo, tengo que partir yo toda la leña. Tengo que moler el maíz yo solo. Salar la carne de cerdo. Comprobar que los huevos sean frescos. Hay que esterilizar la nata. Limpiar la mierda de los cerdos. No te imaginas lo ajetreado que es el siglo xviii. Ya que estoy haciendo toda la faena por él, le digo a la espalda encorvada de Denny, lo menos que podría hacer es visitar a mi madre en mi lugar y fingir que soy yo. Para oír su confesión.
Denny suspira mirando al suelo. Desde sesenta metros de altura uno de los buitres deja caer una cagada blancuzca y asquerosa en su espalda.
Denny dice:
– Tío, lo que yo necesito es una misión.
Yo le digo:
– Pues haz esta buena obra. Ayuda a una ancianita.
Y Denny dice:
– ¿Cómo te va el cuarto paso? -dice-. Tío, me pica el costado, ¿me puedes echar una mano?
Y evitando la mierda de pájaro, me pongo a rascarle.