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Cada vez hay más tinta roja en la guía telefónica. Cada vez hay más restaurantes tachados con rotulador rojo. Son los sitios donde he estado a punto de morir. Sitios italianos. Mexicanos. Chinos. De veras, cada noche me quedan menos sitios donde ir a cenar si quiero ganar algo de dinero. Si quiero engañar a alguien para que me quiera.

La pregunta es siempre: ¿Con qué te quieres asfixiar esta noche?

Está la comida francesa. La comida maya. La de las Indias Orientales.

Si te quieres hacer una idea de dónde vivo, de la vieja casa de mi madre, imagínate una tienda de antigüedades especialmente cochambrosa. De esas donde uno tiene que caminar de lado, como la gente en los jeroglíficos egipcios, así tic atiborrada está. Todos los muebles de madera labrada, la larga mesa del comedor, las sillas, los arcones, los armarios con caras grabadas por todos sitios, los muebles embadurnados de una especie de barniz de textura espesa que se volvió negro y se resquebrajó un millón de años antes de Cristo. Los sofás enormes cubiertos de esos bordados en cañamazo a prueba de balas en los que uno no querría sentarse desnudo por nada del mundo.

Todas las noches después del trabajo lo primero que hay que hacer es revisar las felicitaciones de cumpleaños. El recuento de los cheques. Esto se hace sobre la superficie negra gigantesca de la mesa del comedor, mi base de operaciones. Otro resguardo de ingreso a rellenar. Esta noche no hay más que una asquerosa felicitación. Una felicitación de mierda que ha llegado en el correo con un cheque de cincuenta pavos. Aun así, hay que escribir una nota de agradecimiento. Hay que enviar de todas formas una oleada más de cartas humilladas e indignas.

No es que sea un ingrato, pero si lo único que me puedes pasar son cincuenta pavos, la próxima vez deja que me muera, ¿vale? O mejor todavía, apártate de en medio y deja que algún ricacho haga de héroe.

Está claro, no puedo escribir eso en una nota de agradecimiento, pero estaría bien.

Si te quieres hacer una idea de la casa de mi madre, imagínate los muebles de un castillo embutidos en una casa de recién casados con dos dormitorios. Se supone que todos estos sofás, cuadros y relojes de pared fueron su dote llegada del Viejo Mundo. De Italia. Mi madre vino aquí para ir a la universidad y después de tenerme a mí ya no volvió.

No se le nota en nada que sea italiana. No huele a ajo ni tiene matas de pelo en los sobacos. Vino para estudiar medicina. A la puta facultad de medicina. En Iowa. La verdad es que los inmigrantes suelen ser más americanos que la gente nacida aquí.

La verdad es que yo vine a ser su permiso de residencia.

Después de inspeccionar la guía de teléfonos, decido que tengo que llevar mi número a un público más elegante. Hay que ir donde está el dinero y llevárselo a casa. No hay que asfixiarse hasta la muerte con alitas de pollo en una freiduría de mala muerte.

Los ricos que comen comida francesa tienen tantas ganas de ser héroes como los demás.

Lo que quiero decir es que hay que discriminar.

En la guía de teléfonos todavía quedan marisquerías por probar. Braserías mongoles.

El cheque de hoy viene de parte de una mujer que me salvó la vida el pasado mes de abril en un buffet. Uno de esos buffets donde puedes comer todo lo que quieras. ¿En qué estaría pensando? Asfixiarse en restaurantes baratos es claramente una maniobra errónea. Todo está anotado, hasta el último detalle, en el registro enorme que llevo. Aquí está todo, desde quién me salvó, dónde y cuándo hasta la suma que llevan gastada en mí. La donante de hoy se llama Brenda Munroe y firma al pie de su tarjeta de felicitación, con amor.

«Espero que este poquito ayude», ha escrito en el dorso del cheque.

Brenda Munroe, Brenda Munroe. Lo intento, pero no puedo recordar su cara. Nada. No se puede confiar en recordar cada experiencia próxima a la muerte. Está claro, tendría que tener un registro más detallado, por lo menos poner el color del pelo y de los ojos, pero en serio, mírame. A estas alturas ya estoy medio ahogado en papeles.

Mi carta de agradecimiento del mes pasado explicaba mis apuros para pagar algo que he olvidado.

Le dije a la gente que debía el alquiler o la factura del dentista. Que tenía que pagar la leche o al psicólogo. Cuando he enviado dos centenares de copias de la misma carta ya no quiero volver a leerla nunca más.

Es una versión casera de esas obras de caridad para los niños del Tercer Mundo. Esas que por el precio de una taza de café te permiten salvar la vida de un niño. Apadrinar. El truco es que no está permitido salvar la vida una sola vez. La gente tiene que salvarme todo el tiempo. Igual que en la vida real, no hay un bonito final feliz.

Igual que en la facultad de medicina, uno tiene que salvar la vida de alguien tantas veces como le sea posible. Es el principio de Peter de la medicina.

Toda esa gente que envía dinero está pagando su heroísmo a plazos.

Uno se puede asfixiar con comida marroquí. Con comida siciliana. Todas las noches.

Después de que yo naciera, mi madre se instaló en Estados Unidos. No en esta casa. No se vino aquí hasta que la soltaron por última vez, después del juicio por robar el autobús de la escuela. Robo de automóvil y secuestro. No tengo ningún recuerdo de infancia de esta casa ni de estos muebles. Aquí está todo lo que sus padres le enviaron de Italia. Supongo. Por lo que sé, podría haberlo ganado en un concurso de la tele.

Solamente una vez le pregunté por su familia, por mis abuelos de Italia.

Y recuerdo que me dijo:

– No saben nada de ti, o sea que no me causes problemas.

Y si no sabían nada de su nieto bastardo, apuesto a que tampoco sabían nada del encarcelamiento de su hija por obscenidad, de su encarcelamiento por intento de asesinato, de su juicio por imprudencia temeraria y por malos tratos a animales. Es probable que también estén locos. Solo hay que ver sus muebles. Probablemente estén locos y muertos.

Paso una y otra vez las páginas de la guía de teléfonos.

La verdad es que cuesta tres mil pavos al mes tener a mi madre en la Residencia Asistida Saint Anthony. En Saint Anthony cincuenta pavos equivalen a un cambio de pañales.

Solo Dios sabe cuántas veces voy a tener que estar a punto de morirme para pagar una sonda de estómago.

La verdad es que a estas alturas el registro de héroes ya tiene más de trescientos nombres y sigo sin sacarme tres mil al mes. Además, todas las noches viene el camarero con la cuenta. Y está la propina. Los putos gastos indirectos me están matando.

Igual que en cualquier buen sistema piramidal, uno siempre tiene que estar enrolando gente en la base. Igual que en la seguridad social, hay una masa de buena gente que paga por los demás. Sacarle cuatro perras a estos buenos samaritanos es mi colchón social personal.

«Esquema de Ponzi» no es la expresión adecuada, pero es la primera que viene a la mente.

La miserable verdad es que todas las noches me sigo viendo obligado a coger la guía de teléfonos y encontrar un sitio adecuado para estar a punto de morir.

Lo que estoy dirigiendo es la Maratón Televisiva por Victor Mancini.

No es peor que el gobierno. Pero en el estado del bienestar de Victor Mancini la gente que paga la factura no se queja. Están orgullosos. Se jactan de ello delante de sus amigos.

Es un chanchullo en el que solamente yo ocupo la cima y los miembros nuevos hacen cola para inscribirse empujándome desde detrás. Se trata de exprimir a esa gente buena y generosa.

Y no es que me gaste el dinero en drogas y en juego. Ni siquiera consigo terminar una sola cena. A mitad del primer plato tengo que irme a trabajar. Atragantarme y dar patadas. Y aun así, hay gente que nunca envía dinero. Algunos parece que se lo piensan mejor. Con el paso del tiempo, incluso la gente más generosa deja de enviar cheques.

La parte del llanto, en la que alguien me abraza y yo doy boqueadas y lloro, esa parte me resulta cada vez más fácil. Cada vez más a menudo, lo difícil de llorar es que no puedo parar.

Quedan sitios de fondue sin tachar en la guía. Hay tailandeses. Griegos. Etíopes. Cubanos. Sigue habiendo mil sitios a los que no he ido a morirme.

Para aumentar el flujo de efectivo, hay que crear dos o tres héroes cada noche. Algunas noches hay que pasar por tres o cuatro sitios para poder cenar como es debido.

Soy un artista que actúa en cenas y que se trabaja tres locales cada noche. Damas y caballeros, quiero pedir un voluntario entre el público.

«Gracias, gracias, pero no -me gustaría decirles a mis parientes muertos-. Puedo construir una familia yo solo.»

Pescado. Carne. Comida vegetariana. Esta noche, como la mayor parte de las noches, lo más fácil es cerrar los ojos.

Deja el dedo suspendido sobre la guía abierta.

Adelántense y sean héroes, damas y caballeros. Adelántense y salven una vida.

Deja caer la mano y que el destino decida por ti.