37357.fb2
Echando la cabeza hacia atrás, y con ella su peinado en forma de cerebro negro, Paige Marshall señala la bóveda de color beige del techo.
– Antes había ángeles -dice-. Cuentan que eran increíblemente hermosos, con alas de plumas azules y halos dorados con oro de verdad.
La anciana me lleva a la vieja capilla de Saint Anthony, un sitio enorme y vacío de cuando esto era un convento. Una pared la ocupa en su totalidad una vidriera coloreada con un centenar de tonos del dorado. La otra pared solamente tiene un enorme crucifijo de madera. Entre las dos paredes está Paige Marshall con su bata blanca de laboratorio, dorada por la luz de la vidriera, debajo del cerebro negro de su peinado. Lleva sus gafas de montura negra y está mirando al techo. Toda ella en dorado y negro.
– Siguiendo los decretos del Concilio Vaticano Segundo -dice-, taparon con pintura la mayor parte de los murales de las iglesias. Los ángeles y los frescos. Se llevaron la mayor parte de las estatuas. Todos estos maravillosos misterios de la fe. Se los llevaron.
Me mira.
La anciana se ha ido. La puerta de la capilla se cierra con un chasquido detrás de mí.
– Es patético -dice Paige- que no podamos soportar las cosas que no entendemos. Que si no entendemos algo simplemente lo neguemos.
Me dice:
– He encontrado una forma de salvar la vida de su madre dice-. Pero a lo mejor usted no la aprueba.
Paige Marshall empieza a desabrocharse los botones de la bata y cada vez se le ve más y más piel desnuda debajo.
– Tal vez la idea le parezca completamente repugnante -dice.
Se abre su bata de laboratorio.
No lleva nada debajo. Está desnuda y tan pálida como la piel de debajo del pelo. Desnuda y pálida y a un metro y medio de mí. Y apetecible. Se quita la bata con un encogimiento de hombros de manera que le queda colgando de los codos detrás de la espalda. Sus brazos siguen dentro de las mangas.
Tengo delante todas esas zonas peludas y sombrías a dónele me muero por ir.
– Solo tenemos este pequeño rayo de esperanza -dice.
Y avanza hacia mí. Sin quitarse las gafas. Sin quitarse los zapatos náuticos blancos, que aquí dentro parecen dorados.
Yo tenía razón sobre sus orejas. Está claro, el parecido es asombroso. Otro agujero que no puede cerrar, escondido y bordeado de piel. Enmarcado en su pelo suave.
– Si quiere usted a su madre -dice-. Si quiere que viva, tendrá que hacer esto conmigo.
¿Ahora?
– Estoy a punto -dice-. Tengo la mucosa tan espesa que puede hundir una cuchara en ella.
¿Aquí?
– No puedo encontrarme con usted fuera de aquí -dice.
Su anular está tan desnudo como el resto de ella. Le pregunto si está casada.
– ¿Es una cuestión que le preocupe? -dice.
Puedo extender el brazo y tocar la curva de su cintura en el punto en que se funde con el perfil de su culo. A la misma distancia están los arrecifes de los pechos subiendo hasta los granos oscuros de los pezones. Si extiendo el brazo puedo tocar el punto cálido donde se unen sus piernas.
Yo le digo:
– No. Ni hablar. Ni pensarlo.
Sus manos se reúnen en el botón superior de mi camisa, luego en el siguiente, luego en el siguiente. Sus manos me abren la camisa y me la sacan por los hombros hasta que cae a mi espalda.
– Solamente quiero que sepa -le digo-, ya que usted es médico y todo eso -le digo-, que soy un adicto al sexo en fase de recuperación.
Sus manos me abren la hebilla del cinturón y me dice:
– Entonces haga lo que le salga de forma natural.
Paige no huele a rosas ni a pino ni a limón. A nada de eso, ni siquiera a piel.
Huele a húmedo.
– Usted no lo entiende -le digo-. Llevo casi dos días enteros de abstinencia.
Bajo la luz dorada tiene un aspecto cálido y resplandeciente. Con todo, tengo la sensación de que si la besara mis labios quedarían adheridos como si hubiera besado metal congelado. Para retrasar las cosas pienso en carcinomas de células elementales. Me imagino un impétigo bacteriano de piel. Úlceras de córnea.
Ella acerca mi cara a su oreja. Me susurra al oído:
– Bien. Es muy noble por su parte. Pero ¿por qué no empieza su recuperación mañana?
Me baja los pantalones por las caderas con los pulgares y dice:
– Necesito que ponga su fe en mí.
Y sus manos suaves y frescas se cierran en torno a mí.