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La chica del mostrador de entrada de Saint Anthony se tapa la boca para bostezar y cuando le pregunto si quiere ir a tomar una taza de café me mira de reojo y dice:

– Con usted, no.

De verdad, no estoy intentando ligar con ella. Yo le vigilo el mostrador mientras ella se va a buscar un café. No estoy tirándole los tejos.

De verdad.

Le digo:

– Tiene cara de estar cansada.

Lo único que hace en todo el día es admitir a unas cuantas personas y dejar salir a otras tantas. Mirar el monitor de vídeo que muestra el interior de Saint Anthony, todos los pasillos, la sala de estar común, el comedor, el jardín. La pantalla cambia de un escenario a otro cada diez segundos. La imagen es borrosa y en blanco y negro. En la pantalla se ve el comedor durante diez segundos, vacío y con todas las sillas del revés encima de las mesas, las patas de acerocromo al aire. Durante los diez segundos siguientes se ve un pasillo largo con alguien encorvado en un banco pegado a la pared.

Durante los diez segundos siguientes, la imagen borrosa en blanco y negro muestra a Paige Marshall empujando la silla de ruedas de mi madre por otro pasillo largo.

La chica del mostrador de entrada dice:

– Solamente tardo un minuto.

Al lado del monitor de vídeo hay un viejo altavoz. Se trata de una especie de altavoz antiguo con un dial rodeado de números y forrado de tela de mohair con bultitos como la de los sofás. Cada número corresponde a una sala de Saint Anthony. Sobre el mostrador hay un micrófono que sirve para emitir mensajes por megafonía. Ajustando el dial al; número correspondiente se puede escuchar lo que pasa en cualquier sala del edificio.

Y durante un momento, del altavoz sale la voz de mi madre diciendo:

– Me he definido a mí misma, toda mi vida, por aquello a lo que me enfrentaba…

La chica pone el dial del intercomunicador en el nueve y se oye una radio en español y el ruido metálico de ollas en la cocina, donde está el café.

Le digo a la chica:

– Tómese su tiempo. -Y le digo-: No soy el monstruo- que le pueden haber dicho que soy algunas amargadas que hay por aquí.

A pesar de que yo he sido tan amable, mete su bolso en un cajón y lo cierra con llave. Me dice:

– No tardaré más de un par de minutos, ¿de acuerdo?

De acuerdo.

Luego desaparece por las puertas de seguridad y yo me quedo sentado detrás del mostrador. Mirando el monitor: la sala de estar común, el jardín, un pasillo, cada sitio durante diez segundos. Buscando a Paige Marshall. Con una mano muevo el dial de un número a otro, escuchando lo que pasa en todas las habitaciones en busca de la doctora Marshall. De mi madre. En blanco y negro y casi en directo.

La doctora Marshall con toda su piel.

Otra pregunta del cuestionario para adictos al sexo.

¿Se corta el interior de los bolsillos de los pantalones para poder masturbarse en público?

En la sala de estar hay un vejestorio enfrascado en un puzzle.

Del altavoz salen interferencias. Ruido de fondo.

Diez segundos más tarde, aparece la sala de manualidades y en ella una mesa llena de viejas. Mujeres a las que me he confesado, por destrozar sus coches y por destrozarles la vida. He asumido la culpa.

Subo el volumen y pego la oreja a la tela del altavoz. Como no sé qué número corresponde a cada habitación, voy cambiando de número y escucho.

La otra mano la tengo metida donde antes estaba el bolsillo de mis calzas.

Mientras paso de un número a otro, me encuentro con alguien sollozando en el número tres. Sea donde sea. Con alguien soltando palabrotas en el cinco. Rezando en el ocho. Sea donde sea. De nuevo la cocina en el nueve y la música en español.

El monitor muestra la biblioteca, otro pasillo, luego me muestra a mí, borroso y en blanco y negro, mirando fijamente el monitor. Con una mano sujetando el dial del intercomunicador. La otra mano borrosa la tengo hundida hasta el codo dentro de las calzas. Mirando. Hay una cámara observándome desde el techo del vestíbulo.

Y yo buscando a Paige Marshall.

Escuchando. Para averiguar dónde está.

«Acechando» no es la palabra adecuada, pero es la primera palabra que viene a la mente.

El monitor me muestra a una vieja tras otra. Luego, durante diez segundos, veo a Paige empujando la silla de mi madre por otro pasillo. A la doctora Paige Marshall. Y giro el dial hasta que oigo la voz de mi madre.

– Sí -dice-, he luchado contra todo, pero cada vez me preocupa más la idea de que nunca he estado a favor de nada.

La pantalla muestra el jardín. Viejas caminando con andadores. Encalladas en la grava.

Sí, sé criticar y quejarme y juzgarlo todo, pero ¿adónde me lleva eso? -sigue diciendo mi madre en off mientras el monitor cambia a otras salas.

El monitor muestra el comedor vacío.

El monitor muestra el jardín. Más ancianas.

Con esto se podría hacer una página web deprimente. La Cámara de la Muerte.

Una especie de documental en blanco y negro.

– Quejarse no equivale a crear algo -dice la voz en off de mi madre-. Rebelarse no es reconstruir. Ridiculizar no es reemplazar. -Y la voz del altavoz se desvanece.

El monitor muestra la sala de estar y a la mujer enfrascada en el puzzle.

Y paso de un número al otro, buscando.

Su voz regresa en el número cinco.

– Hemos destrozado el mundo -dice-, pero no tenemos ni idea de qué hacer con los pedazos. -Y su voz se desvanece de nuevo.

El monitor muestra distintos pasillos vacíos perdiéndose en la oscuridad.

Su voz regresa en el número siete:

– Mi generación, la forma en que lo hemos ridiculizado todo, no ha hecho que el mundo sea mejor -dice-. Hemos invertido tanto tiempo en juzgar lo que otros creaban que hemos creado muy pocas cosas propias.

Su voz sale del altavoz:

– He usado la rebelión como una manera de ocultarme Hemos usado la crítica como una falsa participación.

La voz en off dice:

– Solamente parece que hayamos logrado algo.

La voz en off dice:

– Nunca he hecho ninguna contribución valiosa mundo.

Y durante diez segundos, el monitor muestra a mi madre y a Paige en el pasillo justo enfrente de la sala de manualidades.

La voz de Paige se oye chirriante y lejana en el altavoz:

– ¿Y qué hay de su hijo?

Estoy tan cerca que tengo la nariz pegada al altavoz.

Y ahora el monitor me muestra a mí con la oreja pegada al altavoz y una mano sacudiendo algo muy deprisa dentro de la pernera de las calzas.

La voz en off de Paige dice:

– ¿Y qué hay de Victor?

Y, en serio, estoy a punto de correrme.

Y la voz de mi madre dice:

– ¿Victor? Está claro que Victor tiene su propia forma de escaparse.

Luego su voz en off se ríe y dice:

– ¡Tener hijos es el opio del pueblo!

Y ahora en el monitor veo a la chica del mostrador de entrada de pie a mi lado con una taza de café.